Tengo un gran favor que pedirte, dijo la muerte. Como siempre, la guadaña no respondió, la única señal de haber oído fue un estremecimiento poco más que perceptible, una expresión general de desconcierto físico, puesto que jamás habían salido de esa boca semejantes palabras, pedir un favor, y para colmo grande. Voy a tener que estar fuera una semana, siguió la muerte, y necesito que durante ese tiempo me sustituyas en el despacho de las cartas, evidentemente no te pido que las escribas, sólo que las envíes, bastará que emitas una especie de orden mental y hagas vibrar un poco tu lámina por dentro, así como un sentimiento, una emoción, cualquier cosa que muestre que estás viva, eso será suficiente para que las cartas sigan hasta su destino. La guadaña se mantuvo callada, pero el silencio equivalía a una pregunta. Es que no puedo estar siempre entrando y saliendo para ocuparme del correo, dijo la muerte, tengo que concentrarme totalmente en la resolución del problema del violonchelista, descubrir la manera de entregarle la maldita carta. La guadaña esperaba. La muerte prosiguió, Mi idea es ésta, escribo de un tirón todas las cartas de la semana en que estaré ausente, procedimiento que me permito a mí misma usar considerando el carácter excepcional de la situación, y, tal como te he dicho, tú sólo tendrás que enviarlas, no necesitas salir de donde estás, ahí apoyada en la pared, mira que estoy siendo buena, te pido un favor de amiga cuando podría muy bien, sin contemplaciones, darte una simple orden, el hecho de que en los últimos tiempos haya dejado de aprovecharme de ti no significa que no sigas a mi servicio. El silencio resignado de la guadaña confirmaba que así era. Entonces estamos de acuerdo, concluyó la muerte, dedicaré este día a escribir las cartas, calculo que serán unas dos mil quinientas, imagínate, estoy segura de que llegaré al final del trabajo con la muñeca abierta, te las dejo organizadas sobre la mesa, en grupos separados, de izquierda a derecha, no te equivoques, de izquierda a derecha, fíjate bien, desde aquí hasta aquí, sería una complicación de mil demonios que las personas reciban fuera de tiempo sus notificaciones, tanto si es para más como si es para menos. Se dice que quien calla otorga. La guadaña había callado, por tanto otorgaba. Envuelta en su sábana, con la capucha hacia atrás para desahogar la visión, la muerte se sentó a trabajar. Escribió, escribió, pasaron las horas y ella seguía escribiendo, y eran las cartas, y eran los sobres, y era doblarlas, y era cerrarlos, se podría preguntar cómo lo conseguía si no tenía lengua ni de dónde le venga la saliva, pero eso, queridos señores, era en los felices tiempos de la artesanía, cuando todavía vivíamos en las cavernas de una modernidad que apenas comenzaba a despuntar, ahora los sobres son de los llamados autoadhesivos, se les quita la tirita de papel, y ya está, de los múltiples empleos que la lengua tenía se puede decir que éste ha pasado a la historia. La muerte no llegó al final con la muñeca abierta después de tan gran esfuerzo porque, en realidad, abierta ya la tiene desde siempre. Son maneras de hablar que se nos pegan al lenguaje, seguimos usándolas incluso después de haberse desviado hace mucho del sentido original, y no nos damos cuenta de que, por ejemplo en el caso de esta nuestra muerte que por aquí deambula en figura de esqueleto, la muñeca ya le vino abierta de nacimiento, basta ver la radiografía. El gesto de despedida hizo desaparecer en el hiperespacio los doscientos ochenta y tantos sobres de hoy, por lo tanto será a partir de mañana cuando la guadaña comenzará a desempeñar las funciones de expedidora postal que le acaban de ser confiadas. Sin pronunciar una palabra, ni adiós, ni hasta luego, la muerte se levantó de la silla, se dirigió a la única puerta que existía en la sala, esa puertecita estrecha a la que tantas veces nos hemos referido sin tener la menor idea de cuál sería su utilidad, la abrió, entró y volvió a cerrarla tras de sí. La emoción hizo que la guadaña experimentara a lo largo de la lámina, hasta el pico, hasta la punta extrema, una fortísima vibración. Nunca, en la memoria de la guadaña, esa puerta había sido utilizada. Las horas pasaron, todas las que fueron necesarias para que el sol naciera ahí fuera, no aquí en esta sala blanca y fría, donde las pálidas bombillas, siempre encendidas, parecían haber sido puestas para espantarle las sombras a un muerto que tuviera miedo de la oscuridad. Todavía es pronto para que la guadaña emita la orden mental que hará desaparecer de la sala el segundo montón de cartas, puede, por tanto, dormir un poco más. Esto es lo que suelen decir los insomnes que no pegan los ojos en toda la noche, pero que, los pobres, creen que son capaces de engañar al sueño pidiéndole un poco más, sólo un poco más, ellos a quienes ni un minuto de reposo les había sido concedido. Sola, durante todas esas horas, la guadaña buscó una explicación para el insólito hecho de que la muerte hubiera salido por una puerta ciega que, desde el momento en que la colocaron, parecía condenada para el resto de los tiempos. Por fin desistió de darle vueltas a la cabeza, más tarde o más pronto acabará sabiendo qué está pasando ahí detrás, pues es prácticamente imposible que haya secretos entre la muerte y la guadaña como tampoco los hay entre la hoz y la mano que la empuña. No tuvo que esperar mucho. Media hora habría pasado en un reloj cuando la puerta se abrió y una mujer apareció en el umbral. La guadaña había oído decir que esto podría suceder, transformarse la muerte en un ser humano, preferiblemente mujer por esa cosa de los géneros, pero pensaba que se trataba de una historieta, de un mito, de una leyenda como tantas y tantas otras, por ejemplo, el fénix renacido de sus propias cenizas, el hombre de la luna cargando con un haz de leña sobre la espalda por haber trabajado en día santo, el barón de münch-hausen que, tirando de sus propios cabellos, se salvó de morir ahogado en unas aguas pantanosas y también al caballo que montaba, el drácula de transilvania que no muere por más que lo maten, a no ser que le claven una estaca en el corazón, e incluso así no faltan quienes lo duden, la famosa piedra, en la antigua irlanda, que gritaba cuando el rey verdadero la tocaba, la fuente del epiro que apagaba las antorchas encendidas e inflamaba las apagadas, las mujeres que dejaban caer la sangre de la menstruación por los campos cultivados para aumentar la fertilidad de la sementera, las hormigas de tamaño de perros, los perros de tamaño de hormigas, la resurrección al tercer día porque no pudo ser en el segundo. Estás muy guapa, comentó la guadaña, y era verdad, la muerte estaba muy guapa y era joven, tendría treinta y seis o treinta y siete años como habían calculado los antropólogos, Hablaste, finalmente, exclamó la muerte, Me ha parecido que había un buen motivo, no todos los días se ve a la muerte transformada en un ejemplar de la especie de que es enemiga, Quiere decir que no ha sido por encontrarme guapa, También, también, pero igualmente hubiera hablado si te me hubieras aparecido con la figura de una mujer gorda vestida de negro como a monsieur marcel proust, No soy gorda ni estoy vestida de negro, y tú no tienes ni la menor idea de quién fue marcel proust, Por razones obvias, las guadañas, tanto esta de segar gente como las otras, vulgares, de segar hierba, nunca pudieron aprender a leer, pero todas fuimos dotadas de buena memoria, ellas de la savia, yo de la sangre, he oído decir por ahí algunas veces el nombre de proust y he unido hechos, fue un gran escritor, uno de los mayores que jamás han existido, y su expediente estará en los antiguos archivos, Sí, pero no en los míos, no fui yo la muerte que lo mató, No era entonces de este país el tal monsieur marcel proust, preguntó la guadaña, No, era de otro, de uno que se llama francia, respondió la muerte, y se notaba un cierto tono de tristeza en sus palabras, Que te consuele del disgusto de no haber sido tú quien lo mató lo guapa que te veo, dios te bendiga, ayudó la guadaña, Siempre te he considerado una amiga, pero mi disgusto no viene de no haberlo matado yo, Entonces, No lo sabría explicar. La guadaña miró a la muerte con extrañeza y creyó preferible cambiar de asunto, Dónde has encontrado lo que llevas puesto, preguntó, Hay mucho para elegir detrás de esa puerta, es como un almacén, como un enorme guardarropa de teatro, son centenares de armarios, centenares de maniquíes, millares de perchas, Me llevas, pidió la guadaña, Sería inútil, no entiendes nada de modas ni de estilos, A simple vista no me parece que tú tampoco entiendas mucho, no creo que las diferentes partes de lo que vistes vayan bien unas con otras, Como nunca has salido de esta sala, ignoras lo que se usa en los días de hoy, Pues te diría que esa blusa se parece mucho a otras que recuerdo de cuando llevaba una vida activa, Las modas son rotatorias, van y vienen, vuelven y van, si yo te contase lo que veo por esas calles, Lo creo sin que me lo tengas que decir, No piensas que la blusa va bien con el color de los pantalones y de los zapatos, Creo que sí, concedió la guadaña, Y con este gorro que llevo en la cabeza, También, Y con esta chaqueta de piel, También, Y con este bolso de colgar al hombro, No digo que no, Y con estos pendientes en las orejas, Me rindo, Estoy irresistible, confiésalo, Depende del tipo de hombre al que quieras seducir, En cualquier caso te parece que de verdad voy guapa, He sido yo quien lo ha dicho en primer lugar, Siendo así, adiós, estaré de regreso el domingo, lo más tarde el lunes, no te olvides de mandar el correo de cada día, supongo que no será demasiado trabajo para quien se pasa el tiempo apoyada en la pared, Llevas la carta, preguntó la guadaña, que decidió no reaccionar ante la ironía, La llevo, va aquí dentro, respondió la muerte, tocando el bolso con las puntas de unos dedos finos, bien tratados, que a cualquiera de nosotros le apetecería besar. La muerte apareció bajo la luz del día en una calle estrecha, con muros a un lado y a otro, ya casi fuera de la ciudad. No se ve puerta o portón por donde pueda haber salido, tampoco se nota ningún indicio que nos permita reconstituir el camino que desde la fría sala subterránea la ha traído hasta aquí. El sol no molesta a las órbitas vacías, por eso los cráneos rescatados en las excavaciones arqueológicas no tienen necesidad de bajar los párpados cuando la luz súbita les da de lleno en la cara y el feliz antropólogo anuncia que su hallado óseo tiene todo el aspecto de ser un neanderthal, aunque un examen posterior venga a demostrar que al final se trataba de un vulgar homo sapiens. La muerte, esta que se ha hecho mujer, saca del bolso unas gafas oscuras y con ellas defiende sus ojos ahora humanos de los peligros de una oftalmía más que probable en quien todavía tendrá que habituarse a las refulgencias de una mañana de verano. La muerte baja la calle hasta donde los muros terminan y los primeros edificios se levantan. A partir de ahí se encuentra en terreno conocido, no hay una sola casa de estas y de todas cuantas se extienden delante de sus ojos hasta los límites de la ciudad y del país en que no haya estado alguna vez, y hasta incluso en esa obra tendrá que entrar de aquí a dos semanas para empujar de un andamio a un albañil distraído que no se fijará dónde va a poner el pie. En casos como éstos solemos decir que así es la vida, cuando mucho más exactos seríamos si dijéramos que así es la muerte. A esta chica de gafas oscuras que está entrando en un taxi no le daríamos nosotros tal nombre, probablemente pensaríamos que era la propia vida en persona y correríamos jadeando tras ella, ordenaríamos al conductor de otro taxi, si lo hubiera, Siga a ese coche, y sería inútil porque el taxi que la lleva ya ha doblado la esquina y no hay aquí otro al que le pudiéramos suplicar, Por favor, siga a ese taxi. Ahora sí, ya tiene todo el sentido que digamos que es así la vida y encojamos resignados los hombros. Sea como sea, y que eso nos sirva al menos de consuelo, la carta que la muerte lleva en su bolso tiene el nombre de otro destinatario y otra dirección, nuestro turno de caer del andamio todavía no ha llegado. Al contrario de lo que razonablemente podría preverse, la muerte no le ha dado al conductor del taxi la dirección del violonchelista, y sí la del teatro en que él toca. Es cierto que decidió apostar a lo seguro después de los sucesivos desaires sufridos, pero no comenzó transformándose en mujer por mera casualidad, o, como un espíritu gramático también podría ser llevado a pensar, por aquello de los géneros que antes sugerimos, ambos, en este caso, de la mujer y de la muerte, femeninos. A pesar de su absoluta falta de experiencia del mundo exterior, particularmente en el capítulo de los sentimientos, apetitos y tentaciones, la guadaña acertó de lleno en el objetivo cuando, en determinado momento de la conversación con la muerte, se preguntó sobre el tipo de hombre a quien pretendía seducir. Esta era la palabra clave, seducir. La muerte podría haber ido directamente a casa del violonchelista, tocar el timbre y, cuando él abriese la puerta, lanzarle el primer anzuelo de una sonrisa dulce después de quitarse las gafas oscuras, anunciarse, por ejemplo, como vendedora de enciclopedias, pretexto archiconocido, pero de resultados casi siempre seguros, y entonces una de dos, o él le diría que entrara para tratar del asunto tranquilamente delante de una taza de té, o le comunicaría enseguida que no estaba interesado y haría el gesto de cerrar la puerta, al mismo tiempo que delicadamente pediría disculpas por el rechazo, Si al menos fuera una enciclopedia musical, justificaría con una tímida sonrisa. En cualquiera de las situaciones la entrega de la carta sería fácil, digamos incluso que ultrajantemente fácil, y esto era lo que no le agradaba a la muerte. El hombre no la conocía a ella, pero ella conocía al hombre, habían pasado una noche en la misma habitación, y ella lo había oído tocar, cosas que, se quiera o no se quiera, crean lazos, establecen una armonía, dibujan un principio de relaciones, decirle en la cara, Va a morir, tiene ocho días para vender el violonchelo y encontrarle otro amo al perro, sería una brutalidad impropia de la mujer bien parecida en que se había transformado. Su plan es otro. En la cartelera de la entrada del teatro se informa al respetable público de que en esa semana se iban a dar dos conciertos de la orquesta sinfónica nacional, uno el jueves, es decir, pasado mañana, otro el sábado. Es natural que la curiosidad de quien venga siguiendo este relato con escrupulosa y obsesiva atención, en busca de contradicciones, deslices, omisiones y falta de lógicas, exija que le expliquen con qué dinero va a pagar la muerte las entradas para los conciertos si hace menos de dos horas que acaba de salir de una sala subterránea donde no consta que existan cajeros automáticos ni bancos de puertas abiertas. Y, ya que se encuentra en plan de preguntar, también ha de querer que se le diga si los taxistas han pasado a no cobrar lo debido a las mujeres que llevan gafas de sol y tienen una sonrisa agradable y un cuerpo bien hecho. Ora bien, antes de que la malintencionada suposición comience a echar raíces, apresurémonos a aclarar que la muerte además de pagar lo que el taxímetro marcaba tuvo presente añadir una propina. En cuanto a la procedencia del dinero, si ésa sigue siendo la preocupación del lector, baste decir que salió de donde ya habían salido las gafas de sol, o sea, del bolso que llevaba colgado al hombro, puesto que, en principio, y que se sepa, nada se opone a que de donde ha salido una cosa no pueda salir otra. Lo que sí podría suceder es que el dinero con que la muerte pagó la carrera de taxi y tendrá que pagar las dos entradas para los conciertos, además del hotel donde se hospedará en los próximos días, esté fuera de circulación. No sería la primera vez que nos acostamos con una moneda y nos levantamos con otra. Es de presumir, sin embargo, que el dinero sea de buena calidad y esté cubierto por las leyes en vigor, a no ser que, conocidos como son los talentos mistificadores de la muerte, el taxista, sin darse cuenta de que estaba siendo estafado, haya recibido de la mujer de gafas de sol un billete de banco que no es de este mundo o, por lo menos, no de esta época, con el retrato de un presidente de república en lugar de la veneranda y familiar faz de su majestad el rey. La venta de billetes del teatro acaba de abrirse ahora mismo, la muerte entra, sonríe, da los buenos días y pide dos palcos de primera, uno para el jueves, otro para el sábado. Insiste a la taquillera que pretende el mismo palco para ambas funciones y que, cuestión fundamental, esté situado al lado derecho del escenario y lo más cerca posible. La muerte introdujo sin mirar la mano en el bolso, sacó la billetera y entregó lo que le pareció necesario. La taquillera le dio la vuelta, Aquí está, espero que le gusten nuestros conciertos, supongo que es la primera vez, por lo menos no recuerdo haberla visto por aquí, y mire que tengo una excelente memoria para las fisonomías, ninguna se me escapa, también es verdad que las gafas alteran mucho la cara de las personas, sobre todo si son oscuras como las suyas. La muerte se quitó las gafas, Y ahora qué le parece, preguntó, Tengo la certeza de no haberla visto antes, Tal vez porque la persona que tiene delante, esta que soy ahora, nunca ha necesitado comprar entradas para un concierto, hace pocos días tuve la satisfacción de asistir a un ensayo de la orquesta y nadie notó mi presencia, No lo entiendo, Recuérdeme que se lo explique un día, Cuándo, Un día, el día, el que siempre llega, No me asuste. La muerte sonrió con su preciosa sonrisa y preguntó, Hablando francamente, cree que tengo aspecto de darle miedo a alguien, No, qué cosas, no era eso lo que quise decir, Entonces haga como yo, sonría y piense en cosas agradables, La temporada de conciertos todavía durará un mes, Mire, ésa sí que es una buena noticia, quizá volvamos a vernos la semana próxima, Estoy siempre aquí, ya casi soy un mueble del teatro, Quédese tranquila, la encontraría aunque no estuviera aquí, Entonces la espero, No faltaré. La muerte hizo una pausa y preguntó, A propósito, ha recibido, o alguien de su familia, la carta color violeta, La de la muerte, Sí, la de la muerte, Gracias a dios, no, pero los ocho días de un vecino mío se cumplen mañana, el pobre está con una desesperación que da pena, Qué le vamos a hacer, la vida es así, Tiene razón, suspiró la empleada, la vida es así. Felizmente otras personas llegaron para comprar entradas, de otro modo no se sabe dónde podría haber acabado esta conversación.
Ahora se trata de encontrar un hotel que no esté muy lejos de la casa del músico. La muerte bajó andando hacia el centro, entró en una agencia de viajes, pidió que le dejaran consultar el mapa de la ciudad, situó rápidamente el teatro, de ahí su dedo índice viajó sobre el papel hacia el barrio donde vivía el violonchelista. La zona estaba un tanto apartada, pero había hoteles en los alrededores. El empleado le sugirió uno, sin lujo, pero confortable. El mismo se ofreció para hacerle la reserva por teléfono y cuando la muerte le preguntó cuánto le debía por el trabajo respondió, sonriendo, Póngalo en mi cuenta. Es lo habitual, las personas dicen cosas a lo loco, lanzan palabras a la aventura y no se les pasa por la cabeza pensar en las consecuencias, Póngalo en mi cuenta, dijo el hombre, imaginando probablemente, con la incorregible fatuidad masculina, algún apacible encuentro en un futuro próximo. Se arriesgó a que la muerte le respondiera con una mirada fría, Tenga cuidado, no sabe con quién está hablando, pero ella apenas sonrió vagamente, se lo agradeció y salió sin dejar número de teléfono ni tarjeta de visita. En el aire quedó un difuso perfume en que se mezclaba la rosa y el crisantemo, De hecho, es lo que parece, mitad rosa mitad crisantemo, murmuró el empleado, mientras doblaba lentamente el mapa de la ciudad. En la calle, la muerte paraba un taxi y le daba al conductor la dirección del hotel. No se sentía satisfecha consigo misma. Asustó a la amable señora de la taquilla, se divirtió a su costa, y eso había sido un abuso sin perdón. La gente ya tiene suficiente miedo de la muerte como para necesitar que ella se le aparezca con una sonrisa y diciendo, Hola, soy yo, que es la versión corriente, familiar podríamos decir, del ominoso latín memento, homo, qui pulvis es et in pulverem revérteos, y después, como si fuera poco, estuvo a punto de lanzarle a una persona simpática que le estaba haciendo un favor esa estúpida pregunta con que las clases sociales llamadas superiores tienen la descarada altanería de provocar a las que están debajo, Usted no sabe con quién está hablando. No, la muerte no está contenta con su proceder. Tiene la certeza de que en el estado de esqueleto nunca se le habría ocurrido comportarse de esa manera, A lo mejor es por haber tomado figura humana, esas cosas deben de pegarse, pensó. Casualmente miró por la ventana del taxi y reconoció la calle por la que pasaban, es aquí donde vive el violonchelista, aquél es el bajo donde vive. A la muerte le pareció sentir un choque brusco en el plexo solar, una súbita agitación nerviosa, podía ser el estremecimiento del cazador al avistar la presa, cuando la tiene en la mira de la escopeta, podía ser una especie de oscuro temor, como si comenzase a tener miedo de sí misma. El taxi se detuvo, El hotel es éste, dijo el conductor. La muerte pagó con la vuelta que la taquillera del teatro le había entregado, Quédese con el resto, dijo, sin darse cuenta de que el resto era superior a lo que marcaba el taxímetro. Tenía disculpa, sólo hoy había comenzado a utilizar los servicios de este transporte público. Al aproximarse al mostrador de recepción recordó que el empleado de la agencia de viajes no le había preguntado cómo se llamaba, se limitó a avisar al hotel, Les mando una clienta, sí, una clienta, ahora mismo, y ella estaba allí, esta clienta que no podía decir que se llamaba muerte, con letra pequeña, por favor, que no sabía qué nombre dar, ah, el bolso, el bolso que lleva colgado al hombro, el bolso de donde salieron las gafas de sol y el dinero, el bolso de donde va a salir un documento de identidad, Buenas tardes, en qué puedo servirla, preguntó el recepcionista, Han telefoneado de una agencia de viajes hace un cuarto de hora para hacer una reserva a mi nombre, Sí señora, he sido yo quien ha atendido, Pues aquí estoy, Puede rellenar la ficha, por favor. Ahora la muerte ya sabe el nombre que tiene, lo dice el documento de identidad abierto sobre el mostrador, gracias a las gafas de sol podrá copiar discretamente los datos sin que el recepcionista se dé cuenta, un nombre, una fecha de nacimiento, un origen, un estado civil, una profesión, Aquí está, dijo, Cuántos días se quedará en nuestro hotel, Pretendo salir el próximo lunes, Permítame que fotocopie su tarjeta de crédito, No la he traído conmigo, pero puedo pagar ya, por adelantado, si quiere, Ah, no, no es necesario, dijo el recepcionista. Tomó el documento de identidad para cotejar los datos pasados a la ficha y, con una expresión de extrañeza en la cara, levantó la mirada. El retrato que el documento exhibía era de una mujer de más edad. La muerte se quitó las gafas de sol y sonrió. Perplejo, el recepcionista miró nuevamente el documento, el retrato y la mujer que tenía delante eran ahora como dos gotas de agua, iguales. Tiene equipaje, preguntó mientras se pasaba la mano por la frente húmeda, No, he venido a la ciudad a hacer compras, respondió la muerte. Permaneció en la habitación durante todo el día, almorzó y cenó en el hotel. Vio la televisión hasta tarde. Después se metió en la cama y apagó la luz. No durmió. La muerte nunca duerme.
Con su vestido nuevo comprado ayer en una tienda del centro, la muerte asiste al concierto. Está sentada, sola, en el palco de primera, y, como hizo durante el ensayo, mira al violonchelista. Antes de que las luces de la sala hubieran sido reducidas, mientras la orquesta esperaba la entrada del maestro, él se fijó en aquella mujer. No fue el único de los músicos en darse cuenta de su presencia. En primer lugar porque era la única que ocupaba el palco, lo que, no siendo raro, tampoco es frecuente. En segundo lugar porque era guapa, quizá no la más guapa de entre la asistencia femenina, pero guapa de un modo indefinible, particular, no explicable con palabras, como un verso cuyo sentido último, si es que tal cosa existe en un verso, continuamente escapa al traductor. Y por fin porque su figura aislada, allí en el palco, rodeada de vacío y ausencia por todos los lados, como si habitase la nada, parecía ser la expresión de la soledad más absoluta. La muerte, que tanto y tan peligrosamente había sonreído desde que salió de su helado subterráneo, no sonríe ahora. Del público, los hombres la habían observado con indecisa curiosidad, las mujeres con celosa inquietud, pero ella, como un águila bajando rápida sobre el cordero, sólo tiene ojos para el violonchelista. Con una diferencia, sin embargo. En la mirada de esta otra águila que siempre consigue a sus víctimas hay algo como un tenue velo de piedad, las águilas, ya lo sabemos, están obligadas a matar, así se lo impone su naturaleza, pero ésta, aquí, en este instante, tal vez prefiriese, ante el cordero indefenso, abrir rauda las poderosas alas y volar de nuevo hacia las alturas, hacia el frío aire del espacio, hacia los inalcanzables rebaños de las nubes. La orquesta se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del palco guarda en su recién estrenado bolso de mano una carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo cuanto había callado, los sueños truncados, las ansias frustradas, la vida, en fin. Los otros músicos lo miran con asombro, el maestro con sorpresa y respeto, el público suspira, se estremece, el velo de piedad que nublaba la mirada aguda de águila es ahora una lágrima. El solo ya ha terminado, la orquesta, como un grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se sublimara en silencio, la sombra de una vibración que fuera recorriendo la piel como la última e inaudible resonancia de un timbal aflorado por una mariposa. El vuelo sedoso y malévolo de la acherontia Átropos cruzó rápido por la memoria de la muerte, pero ella lo apartó con un gesto de mano que tanto se asemejaba al que hacía desaparecer las cartas de encima de la mesa en la sala subterránea como a un gesto de agradecimiento para con el violonchelista que ahora volvía la cabeza hacia ella, abriendo camino a los ojos en la oscuridad cálida de la sala. La muerte repitió el gesto y fue como si sus finos dedos hubieran ido a posarse sobre la mano que movía el arco. A pesar de que el corazón hizo todo lo que pudo para que tal sucediera, el violonchelista no erró la nota. Los dedos no volverían a tocarle, la muerte había comprendido que no se debe nunca distraer al artista en su arte. Cuando el concierto terminó y el público rompió en exclamaciones, cuando las luces se encendieron y el maestro mandó que la orquesta se levantara, y después cuando le hizo una señal al violonchelista para que se levantara, él solo, para recibir la parte de aplausos que por merecimiento le correspondía, la muerte, de pie en el palco, por fin sonriendo, cruzó las manos sobre el pecho, en silencio, y miró, nada más, los otros que batieran palmas, los otros que dieran gritos, los otros que reclamaran diez veces al maestro, ella sólo miraba. Después, lentamente, como a disgusto, el público comenzó a salir mientras la orquesta se retiraba. Cuando el violonchelista se volvió hacia el palco, ella, la mujer, ya no estaba. Así es la vida, murmuró.
Se equivocaba, la vida no es así siempre, la mujer está esperándolo en la puerta de artistas. Algunos de los músicos que van saliendo la miran con intención, pero notan, sin saber cómo, que ella está defendida por una cerca invisible, por un circuito de alto voltaje en que se quemarían como minúsculas mariposas nocturnas. Entonces, apareció el violonchelista. Al verla, se detuvo, incluso llegó a esbozar un movimiento de retroceso, como si, vista de cerca, la mujer fuera otra cosa que mujer, algo de otra esfera, de otro mundo, de la cara oculta de la luna. Bajó la cabeza, intentó unirse a los colegas que salían, huir, pero el estuche del violonchelo, suspendido de uno de sus hombros, dificultó la maniobra de esquive. La mujer estaba ante él, le decía, No me huya, he venido para agradecerle la emoción y el placer de haberlo oído, Muchas gracias, pero soy un músico de la orquesta, nada más, no un concertista famoso, de esos que los admiradores esperan durante una hora para tocarlo o pedirle un autógrafo, Si la cuestión es ésa, yo también se lo puedo pedir, no me he traído el álbum de autógrafos, pero tengo aquí un sobre que puede servir perfectamente, No me ha entendido, lo que quería decirle es que, aunque me sienta halagado por su atención, no creo ser merecedor de ella, El público no parece haber sido de la misma opinión, Son días, Exactamente, son días, y, por casualidad, es éste el día en que yo le aparezco, No querría que viera en mí a una persona ingrata, maleducada, pero lo más probable es que mañana se le haya pasado el resto de la emoción de hoy, y, así como ha venido hasta mí, así desaparecerá, No me conoce, soy muy firme en mis propósitos, Y cuáles son, Uno sólo, conocerlo, Ya me ha conocido, ahora podemos decirnos adiós, Tiene miedo de mí, preguntó la muerte, Me inquieta, nada más, Y es poca cosa sentirse inquieto en mi presencia, Inquietarse no significa forzosamente tener miedo, puede ser apenas una alerta de la prudencia, La prudencia sirve nada más que para retrasar lo inevitable, más pronto o más tarde acaba rindiéndose, Espero que no sea mi caso, Yo tengo la seguridad de que lo será. El músico se pasó el estuche del violonchelo de un hombro a otro, Está cansado, preguntó la mujer, Un violonchelo no pesa mucho, lo malo es la caja, sobre todo ésta, que es de las antiguas, Necesito hablar con usted, No veo cómo, es casi medianoche, todo el mundo ya se ha ido, Ahí hay todavía gente, Esperan al maestro, Podemos conversar en un bar, Me está viendo entrar con un violonchelo a la espalda a un sitio abarrotado de gente, sonrió el músico, imagínese que mis colegas fueran todos y se llevaran los instrumentos, Podríamos dar otro concierto, Podríamos, preguntó el músico, intrigado por el plural, Sí, hubo un tiempo en que toqué el violín, incluso hay retratos míos en que aparezco así, Parece que ha decidido sorprenderme con cada palabra que dice, Está en su mano saber hasta qué punto todavía seré capaz de sorprenderlo, No se puede ser más explícita, Se ha equivocado, no me estaba refiriendo a lo que ha pensado, Y en qué he pensado yo, si se puede saber, En una cama, en mí en esa cama, Perdone, La culpa ha sido mía, si yo fuera hombre y hubiera oído las palabras que le dije, seguramente habría pensado lo mismo, la ambigüedad se paga, Le agradezco la franqueza. La mujer dio unos pasos y dijo, Vamos, Adonde, preguntó el violonchelista, Yo, al hotel donde me hospedo, usted, supongo que a su casa, No volveré a verla, Ya se le ha pasado la inquietud, Nunca he estado inquieto, No mienta, De acuerdo, lo he estado, pero ya no lo estoy. En la cara de la muerte apareció una especie de sonrisa en la que no había sombra de alegría, Precisamente cuando más motivos debería tener, dijo, Me arriesgo, por eso le repito la pregunta, Cuál, Si no la volveré a ver, Vendré al concierto del sábado, estaré en el mismo palco, El programa es diferente, no tengo ningún solo, Ya lo sabía, Por lo visto, ha pensado en todo, Sí, Y el fin de esto, cuál será, Todavía estamos en el principio. Se aproximaba un taxi libre. La mujer hizo una señal para pararlo y se volvió hacia el violonchelista, Lo llevo a casa, No, la llevo yo al hotel y luego sigo a casa, Será como yo he dicho, o entonces toma otro taxi, Está habituada a salirse con la suya, Sí, siempre, Alguna vez habrá fallado, Dios es Dios y casi no ha hecho otra cosa, Ahora mismo podría demostrarle que no fallo, Estoy dispuesto para la demostración, No sea estúpido, dijo de repente la muerte, y había en su voz una amenaza soterrada, oscura, terrible. El violonchelo fue introducido en el portaequipajes. Durante todo el trayecto los dos pasajeros no pronunciaron palabra alguna. Cuando el taxi paró en el primer destino, el violonchelista dijo antes de salir, No consigo entender qué pasa entre nosotros, creo que lo mejor será que no volvamos a vernos, Nadie lo podrá impedir, Ni siquiera usted, que siempre se sale con la suya, preguntó el músico, esforzándose por ser irónico, Ni siquiera yo, respondió la mujer, Eso significa que fallará, Eso significa que no fallaré. El conductor había salido para abrir el portaequipajes y esperaba que retiraran el violonchelo. El hombre y la mujer no se despidieron, no dijeron hasta el sábado, no se tocaron, era como una ruptura sentimental, de las dramáticas, de las brutales, como si hubieran jurado sobre la sangre y el agua no volver a verse nunca más. Con el violonchelo colgado al hombro, el músico se apartó y entró en el edificio. No se volvió atrás, ni siquiera cuando en el umbral de la puerta, durante un instante, se detuvo. La mujer lo miraba y apretaba con fuerza el bolso de mano. El taxi partió.
El violonchelista entró en casa murmurando irritado, Está loca, loca, loca, la única vez en la vida que alguien me espera a la salida para decirme que he tocado bien, y me sale una mentecata, y yo, como un necio, preguntándole si no la volveré a ver, meterme en historias por mi propio pie, hay defectos que todavía pueden tener algo de respetables, por lo menos son dignos de atención, pero la fatuidad es ridícula, la infatuación es ridícula, y yo soy ridículo. Apartó distraído al perro que había corrido para recibirlo en la puerta y entró en la sala del piano. Abrió la caja acolchonada, sacó con el mayor cuidado el instrumento que todavía tendría que afinar antes de irse a la cama porque los viajes en taxi, incluso cortos, no le hacen ningún bien a la salud. Fue a la cocina para ponerle algo de comida al perro, se preparó un bocadillo para él, que acompañó con una copa de vino. Lo peor de su irritación ya se le había pasado, pero el sentimiento que poco a poco lo iba sustituyendo no era más tranquilizador. Recordaba frases que la mujer había dicho, la alusión a las ambigüedades que siempre se pagan, y descubría que todas las palabras que ella había pronunciado, si bien pertinentes en el contexto, parecían contener otro sentido, algo que no se dejaba captar, algo tantalizante, como agua que se retira cuando la intentamos beber, como la rama que se aparta cuando vamos a tomar el fruto. No diré que está loca, pensó, pero que es una mujer extraña, de eso no cabe duda. Terminó de comer y regresó a la sala de música, o del piano, las dos maneras por las que la hemos designado hasta ahora cuando hubiera sido mucho más lógico llamarla sala del violonchelo, puesto que es con este instrumento con el que el músico se gana el pan, en cualquier caso hay que reconocer que no sonaría bien, sería como si el lugar se devaluase, como si perdiera una parte de su dignidad, basta seguir la escala descendente para comprender nuestro razonamiento, sala de música, sala del piano, sala del violonchelo, hasta aquí todavía sería aceptable, pero imagínense adonde iríamos a parar si comenzamos a decir sala del clarinete, sala del pífano, sala del bombo, sala de los platillos. Las palabras también tienen su jerarquía, su protocolo, sus títulos de nobleza, sus estigmas plebeyos. El perro vino con el dueño y se echó a su lado después de haber dado las tres vueltas sobre sí mismo que era el único recuerdo que le había quedado de los tiempos en que fue lobo. El músico afinaba el violonchelo sirviéndose del diapasón, restablecía amorosamente las armonías del instrumento después del bruto trato que la trepidación del taxi sobre las piedras de la calle le había infligido. Durante unos minutos consiguió olvidarse de la mujer del palco, no exactamente de ella, sino de la inquietante conversación que habían mantenido en la puerta de artistas, si bien el violento intercambio de palabras en el taxi seguía oyéndose detrás, como un lejano redoble de tambores. De la mujer del palco no se olvidaba, de la mujer del palco no quería olvidarse. La veía de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, sentía que le tocaba su mirada intensa, dura como diamante y como éste radiante cuando le sonrió. Pensó que el sábado la volvería a ver, sí, la vería, pero ella ya no se pondría de pie ni cruzaría las manos sobre el pecho, ni lo miraría de lejos, ese momento mágico había sido engullido, deshecho por el momento siguiente, cuando se volvió para verla por última vez, así lo creía, y ella ya no estaba.
El diapasón había regresado al silencio, el violonchelo ya estaba afinado y el teléfono sonó. El músico se sobresaltó, miró el reloj, casi la una y media. Quién demonios será a estas horas, pensó. Levantó el auricular y durante unos segundos se quedó a la espera. Era absurdo, claro, era él quien debería hablar, decir el nombre, o el número de teléfono, probablemente responderían del otro lado, Es una equivocación, perdone, pero la voz que habló prefirió preguntar, Es el perro quien atiende el teléfono, si es así, que al menos haga el favor de ladrar. El violonchelista respondió, Sí, soy el perro, pero ya hace mucho tiempo que dejé de ladrar, también he perdido el hábito de morder, a no ser a mí mismo cuando la vida me repugna, No se enfade, le llamo para que me perdone, nuestra conversación enseguida tomó un rumbo peligroso, y ya se ha visto el resultado, un desastre, Alguien la desvió, pero no fui yo, La culpa fue toda mía, en general soy una persona equilibrada, serena, No me ha parecido ni una cosa ni otra, Tal vez sufra de doble personalidad, En ese caso debemos ser iguales, yo mismo soy perro y hombre, Las ironías no suenan bien de su boca, supongo que su oído musical ya se lo habrá dicho, Las disonancias también forman parte de la música, señora, No me llame señora, No tengo otro modo de tratarla, ignoro cómo se llama, qué hace, qué es, Lo sabrá a su tiempo, las prisas son malas consejeras, ahora mismo acabamos de conocernos, Va más adelantada que yo, tiene mi número de teléfono, Para eso sirve la información telefónica, en la recepción se han encargado de averiguarlo, Es una pena que este aparato sea antiguo, Por qué, Si fuese de los actuales sabría desde dónde me está hablando, Le hablo desde mi habitación del hotel, Gran novedad, En cuanto a la antigüedad de su teléfono, tengo que decirle que contaba con que fuese así, que no me sorprende nada, Por qué, Porque en usted todo parece antiguo, es como si en lugar de cincuenta años tuviera quinientos, Cómo sabe que tengo cincuenta años, Soy muy buena calculando edades, nunca fallo, Me está pareciendo que presume demasiado de no fallar, Tiene razón, hoy, por ejemplo, he fallado dos veces, le puedo jurar que nunca me había ocurrido, No entiendo, Tengo una carta para entregarle y no se la he entregado, podía haberlo hecho a la salida del teatro o en el taxi, Qué carta es, Asentemos que la escribí después de haber asistido al ensayo de su concierto, Estaba allí, Estaba, No la vi, Es natural, no podía verme, De cualquier manera, no es mi concierto, Siempre modesto, Y asentemos no quiere decir que sea cierto, A veces, sí, Pero en este caso, no, Felicidades, además de modesto, perspicaz, Qué carta es ésa, A su tiempo lo sabrá, Por qué no me la entregó, si tuvo oportunidad para ello, Dos oportunidades, Insisto, por qué no me la entregó, Eso es lo que espero llegar a saber, tal vez se la entregue el sábado, después del concierto, el lunes ya no estaré en la ciudad, No vive aquí, Vivir aquí, lo que se llama vivir, no vivo, No entiendo nada, hablar con usted es lo mismo que haber caído en un laberinto sin puertas, Ésa sí que es una excelente definición de la vida, Usted no es la vida, Soy mucho menos complicada que ella, Alguien escribió que cada uno de nosotros es por el momento la vida, Sí, por el momento, sólo por el momento, Estoy deseando que toda esta confusión se aclare pasado mañana, la carta, la razón de no habérmela dado, todo, estoy cansado de misterios, Eso que llama misterios muchas veces es una protección, hay quienes llevan armaduras, hay quienes llevan misterios, Protección o no, quiero ver esa carta, Si no fallo la tercera vez, la verá, Y por qué iba a fallar la tercera vez, Si eso sucediera sería por la misma razón que fallé las anteriores, No juegue conmigo, estamos como en el juego del ratón y el gato, El tal juego en el que el gato siempre acaba por cazar al ratón, Salvo si el ratón consigue ponerle un cascabel al gato, La respuesta es buena, sí señor, pero no es nada más que un sueño fútil, una fantasía de dibujos animados, aunque el gato estuviese durmiendo, el ruido lo despertaría, y entonces adiós ratón, Yo soy el ratón a quien le está diciendo adiós, Si estamos dentro del juego, uno de los dos tendrá que serlo forzosamente, y yo no lo veo a usted con figura ni astucia para gato, Luego estoy condenado a ser ratón toda la vida, Mientras ésta dure, sí, un ratón violonchelista, Otro dibujo animado, Todavía no se ha dado cuenta de que los seres humanos son dibujos animados, Usted también, supongo, He tenido ocasión de ver lo que parezco, Una mujer guapa, Gracias, No sé si ya ha notado que esta conversación se parece mucho a un flirteo, Si el telefonista del hotel se divierte oyendo las conversaciones de los huéspedes, ya habrá llegado a esa misma conclusión, Aunque sea así no hay que temer consecuencias graves, la mujer del palco, cuyo nombre sigo ignorando, se irá el lunes, Para no volver nunca más, Está segura, Difícilmente se repetirán los motivos que me hicieron venir esta vez, Difícilmente no significa que sea imposible, Tomaré las providencias necesarias para no tener que repetir el viaje, A pesar de todo ha merecido la pena, A pesar de todo, qué, Perdone, no he sido delicado, quería decir que, No se moleste siendo amable conmigo, no estoy habituada, además, es fácil adivinar lo que iba a decirme, aunque, si considera que debe darme una explicación más completa, quizá podamos seguir la conversación el sábado, No la veré hasta entonces, No. La comunicación fue interrumpida. El violonchelista miró el teléfono que todavía tenía en la mano, húmeda de nerviosismo, Debo de haber soñado, murmuró, esto no es aventura que me pueda pasar a mí. Dejó caer el teléfono en el soporte y preguntó, ahora en voz alta, al piano, al violonchelo, a las estanterías, Qué me quiere esta mujer, quién es, por qué aparece en mi vida. Despertado por el ruido, el perro levantó la cabeza. En sus ojos había una respuesta, pero el violonchelista no le prestó atención, cruzaba la sala de un lado a otro, con los nervios más agitados que antes, y la respuesta era así, Ahora que hablas de eso, tengo el vago recuerdo de haber dormido en el regazo de una mujer, puede que haya sido ella, Qué regazo, qué mujer, habría preguntado el violonchelista, Tú dormías, Dónde, Aquí, en tu cama, Y ella, dónde estaba, Por ahí, Buen chiste, señor perro, hace cuánto tiempo que no entra una mujer en esta casa, en ese dormitorio, venga, dígame, Como deberá saber, la percepción del tiempo que tienen los caninos no es igual que la de los humanos, pero creo que ha pasado mucho tiempo desde que recibiste a la última señora en tu cama, esto dicho sin ironía, claro está, O sea que soñaste, Es lo más probable, los perros son unos soñadores incorregibles, llegamos a soñar hasta con los ojos abiertos, basta que veamos algo en la penumbra para imaginar enseguida que se trata de un regazo de mujer y saltar sobre él, Cosas de perros, diría el violonchelista, Incluso no siendo cierto, respondería el perro, no nos quejamos. En su habitación del hotel, la muerte, desnuda, está delante del espejo. No sabe quién es.
A lo largo de todo el día siguiente la mujer no telefoneó. El violonchelista no salió de casa, a la espera. La noche pasó, y ni una palabra. El violonchelista durmió peor que en la noche anterior. En la mañana del sábado, antes de salir al ensayo, le pasó por la cabeza la peregrina idea de preguntar por los hoteles de alrededor si estaría hospedada una mujer de esta figura, este color de pelo, este color de ojos, esta forma de boca, esta sonrisa, este movimiento de manos, pero desistió del alucinado propósito, era obvio que sería inmediatamente despedido con un gesto de indiscutible sospecha y un seco, No estamos autorizados a dar la información que pide. El ensayo no le fue ni bien ni mal, se limitó a tocar lo que estaba escrito en el papel, sin otro empeño que no errar demasiadas notas. Cuando terminó corrió otra vez a casa. Iba pensando que si ella hubiera telefoneado durante su ausencia no habría encontrado ni un miserable contestador para dejar un recado, No soy un hombre de hace quinientos años, soy un troglodita de la edad de piedra, toda la gente usa contestadores telefónicos menos yo, rezongó. Si necesitaba alguna prueba de que ella no había llamado, se la dieron las horas siguientes. En principio quien telefonea y no tiene respuesta, telefonea otra vez, pero el maldito aparato se mantuvo silencioso toda la tarde, ajeno a las miradas cada vez más desesperanzadas que el violonchelista le lanzaba. Paciencia, todo indica que ella no llamará, quizá por una razón u otra no haya podido, pero irá al concierto, regresarán los dos en el mismo taxi como sucedió después del otro concierto, y, cuando lleguen aquí, él la invitará a entrar, y entonces podrán conversar tranquilamente, ella le entregará por fin la ansiada carta y después ambos le encontrarán mucha gracia a los exagerados elogios que ella, arrastrada por el entusiasmo artístico, escribió tras el ensayo en que él no la había visto, y él dirá que no es ningún rostropovich, y ella dirá no se sabe qué le reserva el futuro, y cuando ya no tengan nada más para decirse o cuando las palabras comiencen a ir por un lado y los pensamientos por otro, entonces se verá si puede suceder algo que valga la pena recordar cuando seamos viejos. En este estado de espíritu el violonchelista salió de casa, este estado de espíritu llevó al teatro, con este estado de espíritu entró en el escenario y se sentó en su lugar. El palco estaba vacío. Se atrasó, se dijo a sí mismo, estará a punto de llegar, todavía hay gente entrando en la sala. Era cierto, pidiendo disculpas por la incomodidad de levantar a los que ya estaban sentados los retrasados iban ocupando sus asientos, pero la mujer no apareció. Tal vez en el intermedio. Nada. El palco permaneció vacío hasta el fin de la función. Con todo, aún quedaba una esperanza razonable, la de que, habiéndole sido imposible llegar al espectáculo por motivos que ya le explicaría, estuviera esperándolo fuera, en la puerta de artistas. No estaba. Y como las esperanzas tienen ese destino que cumplir, nacer unas detrás de otras, por eso, pese a tantas decepciones, todavía no se han acabado en el mundo, podría ser que ella le esperase a la entrada del edificio con una sonrisa en los labios y la carta en la mano, Aquí la tiene, lo prometido es debido. Tampoco estaba. El violonchelista entró en casa como un autómata, de los antiguos, de los de primera generación, de esos que le tenían que pedir permiso a una pierna para mover la otra. Empujó al perro que acudió a saludarlo, dejó el violonchelo de cualquier manera y fue a tumbarse sobre la cama. Aprende, pensaba, aprende de una vez, pedazo de estúpido, te has portado como un perfecto imbécil, pusiste los significados que deseabas en palabras que al fin y al cabo tenían otros sentidos, e incluso ésos no los conoces ni los conocerás, creíste en sonrisas que no pasaban de meras y deliberadas contracciones musculares, te olvidaste de que llevas quinientos años a tus espaldas pese a que caritativamente te lo hubieran recordado, y ahora hete aquí, como un trapo, echado en la cama donde esperabas recibirla, mientras ella se está riendo de la triste figura que hiciste y de tu incurable tontería. Olvidado ya de la ofensa de haber sido rechazado, el perro se acercó a consolarlo. Puso las patas delanteras encima del colchón, levantó el cuerpo hasta llegar a la altura de la mano izquierda del dueño, allí abandonada como algo inútil, inservible, y sobre ella, suavemente, posó la cabeza. Podía haberlo lamido y vuelto a lamer, como suelen hacer los perros vulgares, pero la naturaleza, esta vez benévola, reservó para él una sensibilidad tan especial que hasta le permitía inventar gestos diferentes para expresar las siempre mismas y únicas emociones. El violonchelista se volvió hacia el perro, movió y dobló el cuerpo hasta que su propia cabeza pudo quedar a un palmo de la cabeza del animal, y así se quedaron, mirándose, diciéndose, sin necesidad de palabras, Pensándolo bien, no tengo ninguna idea de quién eres, pero eso no cuenta, lo que importa es que nos queremos. La amargura del violonchelista fue disminuyendo poco a poco, verdaderamente el mundo está más que harto de episodios como éste, él esperó y ella faltó, ella esperó y él no vino, en el fondo, y esto que quede entre nosotros, escépticos e incrédulos que somos, mejor eso que una pierna rota. Era fácil decirlo pero mejor sería haberse callado, porque las palabras tienen muchas veces efectos contrarios a los que se habían propuesto, tanto es así que no es infrecuente que estos hombres o esas mujeres juren y vuelvan a jurar, La detesto, Lo detesto, y luego estallen en lágrimas después de dicha la palabra. El violonchelista se sentó en la cama, abrazó al perro, que le puso las patas en las rodillas en un último gesto de solidaridad, y dijo, como quien a sí mismo se está reprendiendo, Un poco de dignidad, por favor, ya basta de lamentos. Después, al perro, Tienes hambre, claro. Moviendo el rabo, el perro respondió que sí señor, tenía hambre, hacía una cantidad de horas que no comía, y los dos se fueron a la cocina. El violonchelista no comió, no le apetecía. Además, el nudo que tenía en la garganta no le hubiera dejado engullir. Media hora después ya estaba en la cama, se había tomado una pastilla que le ayudara a entrar en el sueño, pero de poco le sirvió. Despertaba y dormía, despertaba y dormía siempre con la idea de que tenía que correr tras el sueño para agarrarlo e impedir que el insomnio viniese a ocupar el otro lado de la cama. No soñó con la mujer del palco, pero hubo un momento en que despertó y la vio de pie, en medio de la sala de música, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Al día siguiente era domingo, y domingo es el día de llevar al perro a pasear. Amor con amor se paga, parecía decirle el animal, ya con la correa en la boca, dispuesto para salir. Cuando, en el parque, el violonchelista se encaminaba hacia el banco donde solía sentarse, vio, a lo lejos, que se encontraba allí una mujer. Los bancos del jardín son libres, públicos y en general gratuitos, no se le puede decir a quien llegó antes que nosotros, Este banco es mío, tenga la bondad de buscarse otro. Nunca lo haría un hombre de buena educación como el violonchelista, y menos aún ahora que le parece reconocer en la persona a la famosa mujer del palco de primera, la mujer que había faltado al encuentro, la mujer a quien vio en medio de la sala de música con la mano cruzada sobre el pecho. Como se sabe, a los cincuenta años los ojos ya no son de fiar, comenzamos a parpadear, a semicerrarlos como si quisiéramos imitar a los héroes de las películas del oeste o a los navegadores de antaño, sobre el caballo o a la proa de la carabela, con la mano sobre las cejas, escudriñando los horizontes distantes. La mujer está vestida de manera diferente, con pantalones y chaqueta de cuero, con certeza es otra persona, le dice el violonchelista al corazón, pero éste, que tiene mejores ojos, te dice que abras los tuyos, que es ella, y ahora mira a ver cómo te vas a portar. La mujer levantó la cabeza y el violonchelista dejó de tener dudas, era ella. Buenos días, dijo cuando se detuvo junto al banco, hoy podría esperarlo todo, menos encontrarla aquí, Buenos días, vine para despedirme y pedirle disculpas por no haber aparecido ayer en el concierto. El violonchelista se sentó, le quitó la correa al perro, le dijo, Vete, y, sin mirar a la mujer, respondió, No tiene de qué disculparse, es algo que siempre está sucediendo, la gente compra entradas y luego, por esto o por aquello, no puede ir, es natural, Y sobre nuestro adiós, no tiene opinión, preguntó la mujer, Es una delicadeza muy grande de su parte considerar que debería despedirse de un desconocido, aunque no sea capaz de imaginar cómo pudo saber que vengo a este parque todos los domingos, Hay pocas cosas que yo no sepa de usted, Por favor, no regresemos a las absurdas conversaciones que tuvimos el jueves en la puerta del teatro y por teléfono, no sabe nada de mí, nunca nos habíamos visto antes, Recuerde que estuve en el ensayo, Y no comprendo cómo lo consiguió, el maestro es muy riguroso con la presencia de extraños, y ahora no me venga con el cuento de que también lo conoce, No tanto como a usted, usted es una excepción, Mejor que no lo fuera, Por qué, Quiere que se lo diga, de verdad quiere que se lo diga, preguntó el violonchelista con una vehemencia que rozaba la desesperación, Sí, Porque me he enamorado de una mujer de quien no sé nada, que anda jugando conmigo, que mañana se irá para no sé dónde y que no volveré a ver, Será hoy cuando me vaya, no mañana, Para colmo, No es verdad que haya estado jugando con usted, Pues si no lo ha hecho, finge muy bien, En cuanto a que se haya enamorado de mí, no espere que le responda, hay ciertas palabras que están prohibidas en mi boca, Un misterio más, Y no será el último, Con esta despedida quedarán todos resueltos, Otros comenzarán, Por favor, déjeme, no me atormente más, La carta, No quiero saber nada de la carta, Aunque quisiera no se la podría dar, la he dejado en el hotel, dijo la mujer sonriendo, Pues entonces, rómpala, Pensaré en lo que he de hacer con ella, No necesita pensarlo, rómpala y se acabó. La mujer se puso de pie. Ya se va, preguntó el violonchelista. No se había levantado, tenía la cabeza bajada, todavía tenía algo que decir. Nunca la he tocado, murmuró, He sido yo quien no he querido que me tocara, Cómo lo ha conseguido, Para mí no es difícil, Ni siquiera ahora, Ni siquiera ahora, Al menos, un apretón de manos, Tengo las manos frías. El violonchelista levantó la cabeza. La mujer ya no estaba allí.
Hombre y perro salieron pronto del parque, los bocadillos fueron comprados para comerlos en casa, no hubo siestas al sol. La tarde fue larga y triste, el músico tomó un libro, leyó media página y lo dejó a un lado. Se sentó al piano para tocar un poco, pero las manos no le obedecieron, estaban entorpecidas, frías, como muertas. Y, cuando se volvió hacia el amado violonchelo, fue el propio instrumento quien se le negó. Dormitó en un sillón, quiso sumergirse en un sueño interminable, no despertar nunca más. Tumbado en el suelo, a la espera de una señal que no venía, el perro miraba. Tal vez la causa del abatimiento del dueño fuese la mujer que apareció en el parque, pensó, al cabo no era cierto ese proverbio que decía que lo que los ojos no ven, no lo siente el corazón. Los proverbios están constantemente engañándonos, concluyó el perro. Eran las once cuando sonó el timbre de la puerta. Algún vecino con problemas, pensó el violonchelista, y se levantó para abrir. Buenas noches, dijo la mujer del palco, pisando el umbral, Buenas noches, respondió el músico, esforzándose por dominar el pasmo que le contraía la glotis, No me pide que entre, Claro que sí, por favor. Se apartó para dejarla pasar, cerró la puerta, todo despacio, lentamente, para que el corazón no le explotara. Con las piernas temblando la acompañó a la sala de música, con la mano que temblaba le indicó el sillón. Pensé que ya se habría ido, dijo, Como ve, decidí quedarme, respondió la mujer, Pero partirá mañana, A eso me comprometí, Supongo que ha venido para traerme la carta, que no la ha roto, Sí, la tengo aquí en este bolso, Démela, entonces, Tenemos tiempo, recuerdo haberle dicho que las prisas son malas consejeras, Como quiera, estoy a su disposición, Lo dice en serio, Es mi mayor defecto, todo lo digo en serio, incluso cuando hago reír, principalmente cuando hago reír, En ese caso me atrevo a pedirle un favor, Cuál, Compénseme por haber faltado ayer al concierto, No veo de qué manera, Ahí tiene un piano, Ni se le ocurra, soy un pianista mediocre, O el violonchelo, Eso es otra cosa, sí, podré tocarle una o dos piezas si se empeña, Puedo escoger, preguntó la mujer, Sí, pero sólo lo que esté a mi alcance, dentro de mis posibilidades. La mujer tomó el cuaderno de la suite número seis de bach y dijo, Esto, Es muy larga, lleva más de media hora, y ya comienza a ser tarde, Le repito que tenemos tiempo, Hay un pasaje en el preludio en que tengo dificultades, No importa, sálteselo cuando llegue, dijo la mujer, o ni será preciso, ya verá que tocará aún mejor que rostropovich. El violonchelista sonrió, Puede tener la certeza. Abrió el cuaderno sobre el atril, respiró hondo, colocó la mano izquierda en el brazo del violonchelo, la mano derecha condujo el arco hasta casi rozar las cuerdas, y comenzó. De más sabía que no era rostropovich, que no pasaba de un solista de orquesta cuando la casualidad del programa lo exigía, pero aquí, ante esta mujer, con su perro echado a los pies, a esta hora de la noche, rodeado de libros, de cuadernos de música, de partituras, era el propio johann Sebastian bach componiendo en cóthen lo que más tarde sería llamado opus mil doce, obras ellas casi tantas como fueron las de la creación. El pasaje difícil fue traspasado sin que él se hubiera dado cuenta de la proeza que había cometido, manos felices hacían murmurar, hablar, cantar, rugir al violonchelo, he aquí lo que le faltó a rostropovich, esta sala de música, esta hora, esta mujer. Cuando él terminó, las manos de ella ya no estaban frías, las suyas ardían, por eso las manos se dieron a las manos y no se extrañaron. Pasaba mucho de la una de la madrugada cuando el violonchelista preguntó, Quiere que llame un taxi que la lleve al hotel, y la mujer respondió, No, me quedaré contigo, y le ofreció la boca. Entraron en el dormitorio, se desnudaron, y lo que estaba escrito que sucedería sucedió por fin, y otra vez, y otra aún. Él se durmió, ella no. Entonces ella, la muerte, se levantó, abrió el bolso que había dejado en la sala y sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si buscara un lugar donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta entre las cuerdas del violonchelo o quizás en el propio dormitorio, debajo de la almohada en que la cabeza del hombre descansaba. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una cerilla, una humilde cerilla, ella que podría deshacer el papel con una mirada, reducirlo a un impalpable polvo, ella que podría pegarle fuego sólo con el contacto de los dedos, y era una simple cerilla, una cerilla común, la cerilla de todos los días, la que hacía arder la carta de la muerte, esa que sólo la muerte podía destruir. No quedaron cenizas. La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie.
FIN DE "LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE"
JOSÉ SARAMAGO
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
Autor:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
www.edu.red/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias
Santiago de los Caballeros, República Dominicana, 2015.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |