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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 4)


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Quizás una alternativa más saludable sea la de dar una larga caminata. El ejercicio activo contribuye a dominar el enfado y lo mismo puede decirse de los métodos de relajación, como, por ejemplo, la respiración profunda y la distensión muscular porque estos ejercicios permiten aliviar la elevada excitación fisiológica provocada por el enfado y propiciar un estado de menor excitación y también obviamente porque así uno se distrae del estímulo que suscitó el enfado. El ejercicio activo puede servir además para disminuir el enfado por una razón similar ya que, después del alto nivel de activación fisiológica suscitado por el ejercicio, el cuerpo vuelve naturalmente a un nivel de menor excitación.

Pero el período de enfriamiento no será de ninguna utilidad si lo empleamos en seguir alimentando la cadena de pensamientos irritantes, ya que cada uno de éstos constituye, por sí mismo, un pequeño detonante que hace posibles nuevos brotes de cólera. El poder sedante de la distracción reside precisamente en poner fin a la cadena de pensamientos irritantes. En su revisión de las estrategias utilizadas por la mayoría de las personas para controlar el enfado, Tice descubrió que las distracciones más utilizadas para tratar de calmarse -ver la televisión, ir al cine, leer y actividades similares- ponen coto eficazmente a la cadena de pensamientos hostiles que alimentan el enfado. No obstante, también tenemos que matizar, no obstante, como ha explicado Tice, que actividades tales como comer e ir de compras no tienen el mismo efecto, ya que resulta sumamente sencillo proseguir con nuestros pensamientos de indignación mientras recorremos los pasillos de un centro comercial o damos buena cuenta de un pastel de chocolate.

A estas estrategias debemos añadir las propuestas por Redford Williams, psiquiatra de la Universidad de Duke, quien trata de ayudar a controlar su cólera a las personas muy irritables que presentan un elevado riesgo de enfermedad cardíaca. Una de sus recomendaciones consiste en que la persona aprenda a utilizar la conciencia de si mismo para darse cuenta de los pensamientos irritantes o cínicos en el mismo momento en que aparecen y, seguidamente, registrarlos por escrito. Cuando los pensamientos irritantes se han detectado de este modo, pueden afrontarse y considerarse desde una perspectiva más adecuada; aunque, como Zillmann descubriera, esta aproximación es más provechosa cuando la irritabilidad no ha alcanzado todavía la cota de la cólera.

La falacia de la catarsis

Apenas subí a un taxi de la ciudad de Nueva York, un joven que quería cruzar la calle se detuvo ante el vehículo a esperar que el tráfico disminuyera. El taxista, impaciente por arrancar, tocó entonces el claxon y comenzó a mover el vehículo lentamente a fin de que el joven se apartara de su camino. La réplica de éste fue un ademán obsceno y grosero.

-Eh. tú. hijo de puta! -le espetó, entonce, el taxista. pisando el acelerador y el freno al mismo tiempo amenazando con embestirle.

Ante aquella intimidación, el joven se hizo a un lado bruscamente y descargó un puñetazo sobre la carrocería del taxi mientras éste trataba de abrirse paso a través del tráfico. El taxista soltó entonces una burda letanía de exclamaciones dirigidas al joven.

-No puedes cargar con la mierda del primer imbécil que se te cruce en el camino. Tienes que devolvérsela a gritos. Por lo menos, eso te hace sentir mejor -me dijo luego el conductor, a guisa de conclusión, todavía visiblemente afectado.

La catarsis -el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado- se ensalza a veces como un modo adecuado de manejar la irritación.

La opinión popular sostiene que «eso te hace sentir mejor» pero, tal como nos sugieren los descubrimientos realizados por Zillmann, existe un poderoso argumento en contra de la catarsis, un argumento que comenzó a elaborarse a partir de la década de los cincuenta cuando los psicólogos comprobaron experimentalmente los efectos de la catarsis y descubrieron que el hecho de airear el enfado de poco o nada sirve para mitigarlo (aunque, dada su seductora naturaleza, pueda proporcionarnos cierta satisfacción). No obstante, existen ciertas condiciones concretas en las que el hecho de expresar abiertamente el enfado puede resultar apropiado como, por ejemplo, cuando se trata de comunicar algo directamente a la persona causante de nuestro enojo; cuando sirve para restaurar la autoridad, el derecho o la justicia; o cuando con ello se inflige «un daño proporcional» a la otra persona que la obliga, más allá de todo sentimiento de venganza por nuestra parte, a cambiar la situación que nos agobia. Hay que decir también que, debido a la naturaleza altamente inflamable de la ira, esto es más fácil de decir que de llevar a la práctica.

Tice descubrió, asimismo, que el hecho de expresar abiertamente el enfado constituye una de las peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan necesariamente la excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se sienta todavía más irritada. En este sentido, las respuestas ofrecidas por la gente confirmaron a Tice que el efecto de expresar abiertamente la cólera ante la persona que la provocaba había sido el de prolongar su mal humor en lugar de acabar con él. Parece mucho más eficaz, en suma, que la persona comience tratando de calmarse y que posteriormente, de un modo más asertivo y constructivo, entable un diálogo para tratar de resolver el problema. Como escuché en cierta ocasión, al maestro tibetano Chogyam Trungpa cuando se le preguntó por el mejor modo de relacionarse con el enfado:

«Ni lo reprimas ni te dejes arrastrar por él».

APLACAR LA ANSIEDAD: ¿QUÉ ES LO QUE ME PREOCUPA?

¡Oh no! Parece que se ha estropeado el silenciador del tubo de escape… Tendré que llevarlo a reparar… Pero ahora no tengo dinero… Tal vez pueda coger el dinero de la matrícula de Jamie…Pero ¿qué pasará si luego no puedo pagar su matrícula?… Bueno, el último informe del instituto ha sido francamente desalentador… Es muy probable que sus notas sigan siendo malas y finalmente no pueda matricularse en la universidad. El silenciador sigue haciendo ruido

Así es como la mente obsesionada da vueltas y más vueltas, una y otra vez, a un culebrón aparentemente interminable de preocupaciones concatenadas. El ejemplo anterior nos los proporcionan Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, psicólogos de la Pennsylvania University State, cuya investigación sobre la preocupación -el núcleo fundamental de la ansiedad- ha llamado la atención sobre el tema de los artistas y de los científicos neuróticos. « Según parece, una vez iniciado, no hay modo alguno de detener el ciclo de la preocupación. En el extremo opuesto, la reflexión constructiva acerca de un problema -una actividad sólo en apariencia similar a la preocupación- puede permitirnos dar con la solución adecuada».

En realidad, toda preocupación se asienta en el estado de alerta ante un peligro potencial que, sin duda alguna, ha sido esencial para la supervivencia en algún momento de nuestro proceso evolutivo. Cuando el miedo activa nuestro cerebro emocional, una parte de la ansiedad centra nuestra atención en la amenaza, obligando a la mente a buscar obsesivamente una salida y a ignorar todo lo demás. La preocupación constituye, pues, en cierto modo, una especie de ensayo en el que consideramos las distintas alternativas de respuesta posibles. En este sentido, la función de la preocupación consiste, por consiguiente, en una anticipación de los peligros que pueda presentamos la vida y en la búsqueda de soluciones positivas ante ellos.

El problema surge cuando la preocupación se hace crónica y reiterativa, cuando se repite continuamente sin procuramos nunca una solución positiva. Un análisis más detenido de la preocupación crónica evidencia que ésta presenta todos los rasgos característicos propios de un secuestro emocional moderado: parece no proceder de ninguna parte, es incontrolable, genera un ruido constante de ansiedad, se muestra impermeable a todo razonamiento y encierra a la persona preocupada en una actitud unilateral y rígida sobre el asunto que la preocupa. Cuando el ciclo de la preocupación se intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental hasta desembocar en arrebatos nerviosos, fobias, obsesiones, compulsiones y auténticos ataques de pánico. En cada uno de estos desórdenes la preocupación se centra en un contenido diferente: en el caso de la fobia, la ansiedad se fija en la situación temida; en las obsesiones, se ocupa en impedir algún posible desastre; por último, en los ataques de pánico suele gravitar en torno a la muerte o a la misma posibilidad de sufrir un ataque de pánico.

El denominador común de todas estas condiciones es una falta de control sobre el ciclo de la preocupación. Por ejemplo, una mujer aquejada de un trastorno obsesivo-compulsivo se veía obligada a ejecutar una serie de ceremonias rituales que le ocupaban la mayor parte del tiempo que pasaba despierta, como ducharse durante cuarenta y cinco minutos varias veces o lavarse las manos cinco minutos seguidos veinte o más veces al día. No se sentaba a menos que antes hubiera limpiado el asiento con alcohol para esterilizarlo. Tampoco podía tocar a niño o a animal alguno porque, según decía, estaban «demasiado sucios». En realidad, todos estos comportamientos compulsivos estaban motivados por un miedo mórbido a los gérmenes, puesto que albergaba el temor constante de que, si no se lavaba y esterilizaba, terminaría enfermando y moriría."

Otra mujer que estaba siendo tratada de un «trastorno de ansiedad generalizada» -la etiqueta psicológica utilizada para referirse a una persona excesivamente aprensiva- respondió del siguiente modo a la petición de que durante un minuto expresara en voz alta sus preocupaciones:

«-Podría no hacerlo bien. Sonaría tan artificial que no nos permitiría hacernos una idea correcta de la realidad de mi problema y lo que necesitamos es comprender esa realidad… Porque si no vemos la realidad jamás me pondré bien y, si no me pongo bien, jamás podré llegar a ser feliz.»

En este despliegue de preocupación sobre preocupación, el mismo hecho de pedirle al sujeto que expresara en voz alta sus preocupaciones durante un minuto provocó una escalada que terminó desembocando, poco después, en una conclusión auténticamente catastrófica: «jamás llegaré a ser feliz». El ciclo de la preocupación suele comenzar con un relato interno que salta de un tema a otro y que no suele incluir la representación imaginaria del infortunio en cuestión. En efecto, las preocupaciones son de carácter más auditivo que visual -es decir, se expresan en palabras y no en imágenes-, un hecho muy importante a la hora de intentar controlarlas.

Borkovec y sus colegas comenzaron a estudiar la preocupación en si misma cuando estaban tratando de encontrar un tratamiento para el insomnio. La ansiedad, como han observado otros investigadores, tiene una manifestación cognitiva -los pensamientos preocupantes- y otra somática, evidenciada por los síntomas fisiológicos típicos de la ansiedad (como el sudor, la aceleración del ritmo cardíaco o la tensión muscular). Sin embargo, lío como descubrió Borkovec, el problema principal de la gente que padece insomnio no es la excitación somática sino los pensamientos intrusivos. Se trata de aprensivos crónicos que no pueden dejar de estar preocupados, por más cansados que se encuentren. Lo único que parece ayudarles a conciliar el sueño es el hecho de alejar su mente de las preocupaciones, focalizándola, en su lugar, en las sensaciones producidas por el ejercicio de algún tipo de relajación. Resumiendo: se puede cortar el círculo vicioso de la preocupación cambiando el foco de la atención.

Sin embargo, la mayoría de las personas aprensivas no parecen responder a este método, y según Borkovec, esto se debe a que el ciclo de la preocupación proporciona una recompensa parcial que refuerza el hábito. El aspecto positivo, por así decirlo, de la preocupación, es que constituye una forma de afrontar las amenazas potenciales y los peligros que puedan cruzarse en nuestro camino. Como ya hemos dicho, la verdadera función de la preocupación es la de constituir una especie de ensayo frente a esas amenazas que nos ayuda a encontrar posibles soluciones.

Pero el hecho es que este aspecto de la preocupación no siempre resulta adecuado. Las soluciones originales y las formas creativas de encarar un problema no suelen estar ligadas a la preocupación, especialmente en el caso de la preocupación crónica. En lugar de buscar una posible solución a los problemas potenciales, los aprensivos se limitan simplemente a dar vueltas y más vueltas en torno al peligro, profundizando así el surco del pensamiento que les atemoriza. Los aprensivos crónicos pueden albergar miedos frente a un amplio abanico de situaciones -la mayoría de ellas con escasas probabilidades de ocurrir- y advierten peligros en el viaje de la vida que los demás no llegamos siquiera a barruntar.

Sin embargo, según confirmaron a Borkovec algunas de estas personas, aunque la preocupación pueda ayudarles, lo cierto es que tiende a autoperpetuarse y a girar incesantemente en tomo a un mismo y angustioso pensamiento. Pero ¿por qué la preocupación puede terminar convirtiéndose en una especie de adicción mental? Posiblemente porque, como señala Borkovec, el hábito de la preocupación tiene una función similar al de la superstición.

La gente suele preocuparse por cosas que tienen muy pocas probabilidades de ocurrir -como la muerte de un ser querido en un accidente de aviación, la bancarrota y similares-, y todo este proceso, al menos en lo que se refiere al cerebro límbico, tiene algo de mágico. Así, del mismo modo que un amuleto nos protege de algún daño anticipado, la preocupación proporciona la confianza psicológica necesaria para hacer frente a los peligros que nos obsesionan.

Una forma de trabajo con la preocupación

Ella se había trasladado desde el Medio Oeste hasta Los Angeles porque un editor le había ofrecido trabajo pero, una vez ahí, se enteró de que la editorial había sido comprada por otra empresa y se quedó sin él. Entonces empezó a trabajar como escritora independiente, una profesión muy inestable que lo mismo la sobrecargaba de trabajo que la colocaba en una precaria situación económica. No era infrecuente que tuviera que racionar las llamadas telefónicas y por vez primera carecía de seguro de enfermedad. Aquella inestabilidad la hacía sentirse tan angustiada que no tardó en descubrirse teniendo pensamientos sombríos sobre su salud, convencida de que su dolor de cabeza era el síntoma de un tumor cerebral e imaginando que iba a sufrir un accidente cada vez que tomaba el coche. Muchas veces se descubría completamente perdida en una interminable secuencia de preocupaciones que la envolvían como una especie de neblina. Como ella misma decía, sus obsesiones habían acabado convirtiéndose en una especie de adicción.

Borkovec también menciona otra ventaja adicional de la preocupación, ya que, mientras la persona se halla inmersa en sus pensamientos obsesivos, no parece reparar en las sensaciones subjetivas de ansiedad (el aumento del ritmo cardíaco, la sudoración, los temblores, etcétera) suscitadas por esos mismos pensamientos. Así pues, la persistencia de la preocupación parece silenciar esa ansiedad, al menos en lo que respecta al ritmo cardíaco. Al parecer, la secuencia de la preocupación es la siguiente: la persona comienza adviniendo algo que suscita la idea de alguna amenaza o un peligro potencial, una catástrofe imaginaria que, a su vez, desencadena un ataque moderado de ansiedad: luego el aprensivo se sumerge en una serie de pensamientos de angustia, cada uno de los cuales desata nuevas preocupaciones. Mientras la atención permanezca circunscrita a este ámbito obsesivo y se mantenga focalizada en este tipo de pensamientos, conseguirá apartar de su mente la imagen original catastrófica que disparó la ansiedad. Como descubrió Borkovec, las imágenes son más poderosas que los pensamientos a la hora de activar la ansiedad fisiológica. Es por esto por lo que la inmersión en los pensamientos y la exclusión de las imágenes catastróficas es capaz de aliviar parcialmente la angustia. Y. en ese sentido, la preocupación se ve reforzada porque constituye una suerte de antídoto parcial de la angustia.

Pero la preocupación crónica también resulta frustrante porque se constituye una secuencia de ideas obsesivas y estereotipadas que no aportan ninguna solución creativa que contribuya realmente a resolver el problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta en el contenido mismo del pensamiento obsesivo -que simplemente se limita a repetir la misma idea una y otra vez- sino también a nivel neurológico, en donde parece presentarse una cierta inflexibilidad cortical y una incapacidad del cerebro emocional para adaptarse a las circunstancias cambiantes. En resumen, pues, aunque la preocupación crónica funcione en ciertos sentidos, no lo hace en otros aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar parcialmente la ansiedad, pero jamás contribuirá a aportar la solución a un determinado problema.

En cualquier caso, no hay nada más difícil para un aprensivo crónico que seguir el consejo que más frecuentemente se le brinda: «deja de preocuparte» (o peor todavía: «no te preocupes; se feliz»). No olvidemos el papel que desempeña la amígdala en el desarrollo de las preocupaciones crónicas, un papel que justifica su irrupción inesperada y su persistencia una vez que han hecho su aparición en escena. Sin embargo, la investigación realizada por Borkovec le ha permitido elaborar un método sencillo que puede ayudar a los aprensivos crónicos a controlar su hábito.

El primer paso consiste en tomar conciencia de uno mismo y registrar el primer acceso de preocupación tan pronto como sea posible. En circunstancias ideales, este registro debería tener lugar inmediatamente, en el mismo instante en que una fugaz imagen catastrófica pone en marcha el ciclo de la preocupación y la ansiedad. En este sentido, el adiestramiento propuesto por Borkovec consiste en comenzar enseñándoles a darse cuenta de los signos de la ansiedad y, en especial, adiestrándoles a identificar las situaciones, las imágenes y los pensamientos ocasionales que desencadenan el ciclo de la preocupación y las sensaciones corporales de ansiedad que las acompañan. Con el debido entrenamiento, la persona puede llegar a captar el surgimiento de la preocupación en un momento cada vez más cercano al inicio de la espiral de la ansiedad. También es posible recurrir al aprendizaje de alguna técnica de relajación que la persona pueda aplicar apenas advierta el inicio del ciclo y ejercitarse en ella hasta ser capaz de utilizarla adecuadamente en el momento preciso.

Sin embargo, la relajación no basta por sí sola. Las personas aprensivas también deben afrontar más activamente los pensamientos perturbadores porque, de lo contrario, la espiral de la preocupación volverá a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en adoptar una postura crítica ante las creencias que sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la posibilidad de que ocurra el acontecimiento temido? ¿Es algo absolutamente necesario y no existe más alternativa que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que pueda hacerse al respecto? ¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos?

Esta combinación de atención y sano escepticismo puede servir para frenar la activación neurológica que subyace a la ansiedad moderada. La inducción activa de este tipo de pensamientos puede terminar inhibiendo el impulso límbico que alimenta la preocupación. Paralelamente, la inducción activa de un estado de relajación contrarresta las señales de ansiedad que el cerebro emocional envía a todo el cuerpo.

De hecho, como señala Borkovec, estas estrategias determinan un curso de actividad mental que es incompatible con la preocupación. La reiterada persistencia de un determinado pensamiento obsesivo aumenta su poder persuasivo pero, en el caso de que logremos desviar la atención hacia un abanico de alternativas igualmente plausibles, evitaremos tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que nos obsesionan. Este método se ha mostrado eficaz para aliviar este contumaz hábito hasta con aquellas personas cuyas preocupaciones son tan serias como para merecer un diagnóstico psiquiátrico.

Por otra parte, sería también recomendable -e incluso diríamos que sería una señal de autoconciencia- que las personas cuyas preocupaciones son tan graves como para desembocar en fobias, trastornos obsesivo-compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a la medicación para tratar de interrumpir este círculo vicioso. No obstante, una reeducación emocional a través de la terapia sigue siendo imprescindible para disminuir la probabilidad de que los trastornos de ansiedad vuelvan a presentarse una vez que se haya dejado la medicación.

EL CONTROL DE LA TRISTEZA

La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse y Diane Tice descubrió que las estrategias para conseguirlo son muy variadas. Sin embargo, no debería evitarse toda tristeza porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene sus facetas positivas. La tristeza que provoca una pérdida irreparable, por ejemplo, suele ir acompañada de ciertas consecuencias: disminuye el interés por los placeres y diversiones, fija la atención en aquello que se ha perdido e impone una pausa momentánea que renueva nuestra energía para permitirnos acometer nuevas empresas. La tristeza, en suma, proporciona una especie de refugio reflexivo frente a los afanes y ocupaciones de la vida cotidiana, que nos sume en un periodo de retiro y de duelo necesario para asimilar nuestra pérdida, un período en el que podemos ponderar su significado, llevar a cabo los ajustes psicológicos pertinentes y, por último, establecer nuevos planes que permitan que nuestra vida siga adelante.

Pero, si bien la tristeza es útil, la depresión, en cambio, no lo es. William Styron nos brinda una elocuente descripción de «las múltiples manifestaciones de la postración», entre las que se cuentan el «odio hacia uno mismo», «la falta de autoestima», «la pesadumbre enfermiza» que va acompañada de una «sombría constricción, cierta sensación de sobrecogimiento y alienación y, por encima de todo, de una ansiedad abrumadora». También podemos enumerar las secuelas intelectuales que acompañan a ese estado: «confusión, imposibilidad de concentrarse y pérdida de memoria» y, en un nivel más intenso, la mente se ve «caóticamente distorsionada» y «los procesos mentales se ven arrastrados por una marea tóxica y abyecta que impide cualquier posible respuesta satisfactoria al mundo en que uno vive». Además, este estado también tiene sus correlatos físicos: el insomnio, la apatía, «una sensación de embotamiento, nerviosismo y, más concretamente, una extraña fragilidad» que van acompañados de «un inquietante desasosiego». A todo ello debemos añadir también la disminución de la capacidad de gozar de las situaciones: «todas las facetas de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la comida parece completamente insípida». Señalemos, por último, que toda esperanza se disipa dejando el residuo de una «gris llovizna de congoja» que genera una desesperación tan palpable como el dolor físico, un dolor tan insoportable que la única solución posible parece ser el suicidio.

En el caso de una depresión mayor como la descrita, la vida se paraliza y parece que no exista la menor alternativa para salir de la situación. Los mismos síntomas de la depresión indican que el flujo de la vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la medicación y la terapia no sirvieron de gran cosa sino que fue el paso del tiempo y el internamiento en un hospital lo que finalmente despejó su abatimiento. Pero, en lo que se refiere a la mayoría de las personas, especialmente a aquéllas aquejadas de depresiones más benignas, la psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda. El Prozac es el tratamiento de moda, pero existe más de una docena de fármacos que pueden ser útiles para tratar la depresión.

Sin embargo, mi principal centro de interés es la tristeza común, o la simple melancolía que, en sus manifestaciones más extremas, puede llegar a convertirse, técnicamente hablando, en una «depresión subclínica». Las personas con suficientes recursos internos pueden manejar por sí solas este tipo de melancolía pero, por desgracia, algunas de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan francamente perjudiciales y no hacen más que empeorar la situación. Una de estas estrategias consiste en aislarse, lo cual, si bien puede resultar atractivo cuando nos sentimos abatidos, también contribuye a aumentar nuestra sensación de soledad y desamparo. Esto puede explicar, en parte, por qué Tice constató que la táctica más extendida para combatir la depresión son las actividades sociales, es decir, salir a comer, ir a ver un acontecimiento deportivo o al cine; en resumen, compartir algún tipo de actividad con los amigos o con la familia. Este tipo de actividades puede ser muy eficaz siempre que quede claro que el objetivo que se pretende lograr es que la mente se olvide de su tristeza porque, en caso contrario, sólo conseguirá perpetuar su estado de ánimo.

En realidad, uno de los principales determinantes de la duración y la intensidad de un estado depresivo es el grado de obsesión de la persona. Preocuparse por aquello que nos deprime sólo contribuye a que la depresión se agudice y se prolongue más todavía. En la depresión, la preocupación puede adoptar diferentes formas, aunque, sin embargo, todas ellas se focalizan en algún aspecto de la depresión misma como, por ejemplo, el agotamiento, la escasa motivación, la faltade energía o el poco rendimiento.

Pero, por regla general, ninguno de estos pensamientos va acompañado de una acción decidida a subsanar el problema. Según la psicóloga de Stanford Susan Nolen-Hoeksma, que se ha ocupado de estudiar a fondo el pensamiento obsesivo en las personas deprimidas, otras estrategias habituales son las de «aislarse, dar vueltas a lo mal que nos sentimos, temer que nuestra pareja se aburra de nosotros y pueda llegar a abandonarnos o no dejar de preguntarnos si vamos a padecer otra noche de insomnio». La persona deprimida puede tratar de justificar este tipo de comportamiento aduciendo que «sólo intenta conocerse mejor a sí misma». Pero el hecho es que, en la mayoría de los casos, el deprimido sólo se dedica a alimentar el sentimiento de tristeza sin ocuparse de hacer nada que pueda sacarle realmente de su estado de ánimo. La terapia puede resultar muy útil a la hora de reflexionar sobre las causas profundas de la depresión, siempre que no se trate de una mera inmersión pasiva -que sólo contribuye a empeorar la situación y nos permita acceder a visiones o a acciones tendentes a cambiar las condiciones que la motivaron-.

Asimismo, el pensamiento obsesivo puede agudizar la depresión en cuanto que establece condiciones más depresivas, si cabe. Nolen-Hoeksma nos habla, por ejemplo, del caso de una vendedora aquejada de depresión que estaba tan preocupada que no realizaba las llamadas telefónicas tan necesarias para su trabajo. Entonces las ventas disminuyeron, lo cual reforzó su sensación de fracaso y consolidó su depresión. La distracción, por el contrario, le habría permitido acopiar la energía necesaria para hacer aquellas llamadas y también le habría servido para escapar de las atenazadoras garras de la tristeza. Con ello, las ventas se habrían incrementado y habría fortalecido la confianza en si misma, contribuyendo así, en consecuencia, a reducir su depresión.

Según Nolen-Hoeksma, las mujeres son más proclives que los hombres a obsesionarse cuando están deprimidas, lo cual podría explicar el hecho de que la cifra de mujeres diagnosticadas de depresión duplique a la de hombres. Obviamente, éste no es el único factor que tener en cuenta, porque las mujeres también son más proclives a expresar abiertamente su angustia y tienen más motivos para deprimirse. Los hombres, por su parte, como muestran las estadísticas, doblan a las mujeres en su predisposición a ahogar sus penas en alcohol.

Ciertas investigaciones han puesto de manifiesto que la terapia cognitiva orientada a modificar estas pautas de pensamiento resulta tan eficaz como la medicación a la hora de tratar la depresión leve, y es superior a ella en cuanto a prevenir su retorno. Dos estrategias, en concreto, se han mostrado especialmente eficaces en esta lucha: una de ellas consiste en aprender a afrontar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de la obsesión, cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas. La otra consiste en establecer deliberadamente un programa de actividades agradables que procure alguna clase de distracción.

Una de las razones por las cuales la distracción puede ser un remedio eficaz es que los pensamientos depresivos tienen un carácter automático y se introducen de manera inesperada en la mente. Aun en el caso de que la persona deprimida trate de eliminar los pensamientos obsesivos, no resulta fácil conseguirlo.

Una vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha puesto en marcha resulta muy difícil detener el continuo proceso de asociaciones mentales que desencadena. Un estudio realizado con personas deprimidas a quienes se pidió que ordenaran frases con palabras desordenadas al azar, tuvieron mucho más éxito con los mensajes negativos («el futuro me parece sombrío») que con los más optimistas («el futuro me parece espléndido»). La depresión es un estado de ánimo que tiende a perpetuarse y a eclipsar incluso las distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff, psicólogo de la Universidad de Texas, llevó a cabo una investigación en la que proporcionó a varias personas deprimidas una lista de actividades para apartar de sus mentes un hecho triste como, por ejemplo, la muerte de un amigo, casi todos ellos eligieron las alternativas menos risueñas. En su opinión, las personas deprimidas deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo que pueda animarles y poner un cuidado especial en no elegir inconscientemente todo aquello que les hunda nuevamente (como, por ejemplo, una película o una novela muy triste).

Los elevadores del estado de ánimo

Imagine que está conduciendo en medio de la niebla por una carretera desconocida, empinada y tortuosa, y que, de pronto, un coche sale bruscamente de una vía lateral pocos metros delante de usted sin darle tiempo siquiera a detenerse. Lo único que puede hacer es pisar a fondo el pedal del freno, con lo cual su vehículo derrapa de un lado a otro de la calzada. Un instante antes de oír el ruido del impacto metálico y de los cristales rotos, se da cuenta de que el otro coche está lleno de niños y de que es un transporte escolar que va camino de la escuela. Luego, tras el breve silencio que sucede a la colisión, oye un coro de llantos y se las arregla como puede para correr hasta el otro coche. Entonces descubre consternado que uno de los niños está tendido en el suelo completamente inerte y se siente invadido por el sentimiento de culpa de haber sido el causante de una tragedia…

Escenas tan estremecedoras como la que acabamos de describir se utilizaron en uno de los experimentos realizados por Wenzlaff para impresionar a los sujetos que participaban en él. La tarea que debían llevar a cabo era la de apartar la escena de sus mentes y registrar, durante un periodo de nueve minutos, el número de pensamientos ligados a la escena. Este experimento puso de relieve que, a medida que iba pasando el tiempo, la mayoría de los participantes tendían a pensar cada vez menos en las escenas perturbadoras, pero los deprimidos, por el contrario, mostraban un marcado incremento en el número de pensamientos intrusivos, llegando incluso a pensar tangencialmente en la escena mientras se hallaban inmersos en actividades distractivas.

Y, lo que es todavía más significativo, los voluntarios deprimidos solían distraerse recurriendo a otro tipo de pensamientos aflictivos para tratar de apartar de su mente la escena en cuestión.

Como me dijo Wenzlaff: «las asociaciones de pensamientos no sólo se basan en su contenido sino también según el propio estado de ánimo. Las personas contamos con un repertorio de pensamientos negativos que acuden a nuestra mente con mayor facilidad cuando estamos alicaídos. Quienes son más proclives a la depresión tienden a establecer fuertes lazos asociativos entre estos pensamientos, de modo que, una vez que se ha evocado un determinado estado de ánimo negativo, resulta mucho más difícil suprimirlo. Por más irónico que pueda parecer, las personas deprimidas tienden a distraerse recurriendo a otros pensamientos depresivos, con lo cual lo único que consiguen es profundizar todavía más su depresión».

Según afirma una teoría, el llanto puede constituir un método natural para reducir los niveles de neurotransmisores cerebrales que alimentan la angustia. Pero, aunque el hecho de llorar puede romper a veces el maleficio de la tristeza, también puede obsesionar a la persona con la causa de su aflicción. La idea de que «el llanto es bueno» resulta un tanto equívoca porque, cuando refuerza el ciclo de pensamientos obsesivos, sólo sirve para prolongar el sufrimiento. La distracción, en cambio, es capaz de romper la cadena de pensamientos sombríos que sostiene a la depresión. Una de las teorías imperantes que explica el éxito de la terapia electroconvulsiva en el tratamiento de la mayor parte de las depresiones graves se basa en el hecho de que provoca una pérdida de memoria a corto plazo y, en consecuencia, los pacientes mejoran simplemente porque no pueden recordar el motivo de su tristeza. Como descubrió Diane Tice, muchas personas se sacuden las flores mustias de la tristeza con entretenimientos tales como la lectura, la televisión, el cine, los videojuegos, los rompecabezas, el sueño y las ensoñaciones diurnas como, por ejemplo, divagar acerca de unas fantásticas vacaciones. Wenzlaff añade que las distracciones más eficaces son aquéllas que pueden cambiar nuestro estado de ánimo como, por ejemplo, un apasionante acontecimiento deportivo, una película divertida o un libro interesante. (Advirtamos también, en este punto, que algunas distracciones pueden contribuir a perpetuar la depresión, como lo demuestran los estudios llevados a cabo con telespectadores empedernidos. que han puesto de relieve que, después de una sesión de televisión, suelen hallarse todavía más deprimidos que antes de ella.)

Según Tice, el aerobic es una de las tácticas más eficaces para sacudirse de encima tanto la depresión leve como otros estados de ánimo negativos. Pero el caso es que los beneficios derivados de este elevador del estado de ánimo resultan más palpables en las personas perezosas, es decir, en aquéllas que no suelen practicar este tipo de ejercicios. Quienes se atienen a una rutina diaria de ejercicio físico obtienen, por el contrario, más beneficios de este tipo antes de llegar a consolidar el hábito. De hecho, quienes practican habitualmente un deporte obtienen el efecto inverso sobre el estado de ánimo y se sienten peor en aquellos días en los que se saltan su rutina. La eficacia del ejercicio parece radicar en su poder para cambiar la condición fisiológica provocada por el estado de ánimo: la depresión constituye un estado de baja activación mientras que el aerobic, en cambio, eleva el tono corporal. Por el mismo motivo, las técnicas de relajación -que reducen el nivel general de activación física– funcionan adecuadamente para tratar la ansiedad (que es un estado de alta activación fisiológica) pero resultan inadecuadas para el tratamiento de la depresión. En todo caso, cada uno de estos enfoques parece romper el ciclo de la depresión y de la ansiedad, porque pone al cerebro en un nivel de actividad incompatible con el estado emocional que lo embarga.

Tratar de infundirse ánimo a si mismo mediante regalos y placeres sensoriales constituye otro antídoto muy difundido para combatir la tristeza. Entre los métodos más utilizados por las personas para aliviar su depresión podemos enumerar el tomar un baño caliente, disfrutar de las comidas favoritas, escuchar música o hacer el amor. Hacerse un regalo o invitarse a uno mismo para tratar de desprenderse de un estado de ánimo negativo es una estrategia muy común entre las mujeres, como también lo es, en general, ir de compras. Tice descubrió asimismo que el hecho de comer es una estrategia bastante generalizada entre las estudiantes universitarias -una media tres veces superior a los hombres- para calmar la depresión. Los hombres, por su parte, parecen mostrar una inclinación cinco veces superior a las mujeres hacia el consumo de drogas y alcohol. Pero el hecho de recurrir al alcohol o a la comida como antídotos para la depresión constituye una estrategia que tiene sus obvias contraindicaciones. La sobrealimentación suele provocar remordimientos mientras que el alcohol, por su parte, es un depresor del sistema nervioso central cuyas secuelas se suman a las de la misma depresión.

Según Tice, una aproximación más constructiva para elevar el estado de ánimo consiste en proyectar una actividad que pueda proporcionarnos un pequeño triunfo o un éxito fácil como, por ejemplo, acometer alguna tarea doméstica que hayamos pospuesto (como cercar el jardín, por ejemplo) o concluir alguna actividad pendiente que hayamos estado evitando. Por el mismo motivo, los cambios de imagen, aunque sólo sea en la forma de vestirnos o de arreglarnos, también pueden resultar beneficiosos.

Uno de los antídotos más eficaces contra la depresión -muy poco utilizado, por cierto, fuera del contexto de la terapia- es la llamada reestructuración cognitiva o, dicho de otro modo, tratar de ver las cosas desde una óptica diferente. Es natural lamentarse por el fin de una relación o sumergirse en pensamientos autocompasivos como, por ejemplo, «esto significa que siempre estaré solo», pensamientos que no hacen más que fortalecer la sensación de desesperación. Sin embargo, el hecho de recapacitar y reconsiderar los aspectos negativos de la relación o de ver que esa relación de pareja no era la adecuada -en otras palabras, reconsiderar la pérdida desde una perspectiva diferente, bajo una luz más positiva- puede servir de adecuado antídoto a la tristeza.

Por esta misma razón, los pacientes aquejados de cáncer, sea cual sea la gravedad de su estado, se encuentran de mejor humor cuando pueden pensar en otro paciente cuyo estado es todavía peor («a fin de cuentas yo no estoy tan mal.; por lo menos puedo andar»), mientras que, por el contrario, quienes se comparan con personas sanas solo consiguen deprimirse más. Este tipo de comparaciones resulta sorprendentemente estimulante porque lo que parecía desesperanzador pierde súbitamente sus connotaciones negativas.

Otro eficaz elevador del estado de ánimo consiste en ayudar a quienes lo necesitan. Puesto que la depresión se alimenta de obsesiones y preocupaciones que giran en torno a uno mismo, el hecho de ayudar a quien se halla afligido puede contribuir a que nos desembaracemos de este tipo de preocupaciones. De este modo, entregarse a una actividad de voluntariado -hacerse entrenador de la liga infantil, convertirse en una especie de hermano mayor o ayudar a los indigentes- constituye, según Tice, uno de las estrategias más adecuadas, pero también menos frecuentes, para elevar el estado de ánimo.

Debemos señalar, por último, que existen también personas que pueden encontrar cierto alivio a su tristeza orientándose hacia un poder trascendente. Según me dijo Tice: «la oración constituye una actividad especialmente indicada para elevar el estado de ánimo de las personas con una orientación religiosa».

LOS REPRESORES DE LA EMOCIÓN-LA NEGACIÓN OPTIMISTA

La frase comenzaba diciendo «aunque pisó a su compañero de habitación en el estómago»… y finalizaba… «sólo quería encender la luz».

Esa transformación de un acto agresivo en una inocente -aunque poco plausible- confusión refleja vivamente la represión emocional y fue escrita por un estudiante universitario que se había ofrecido como sujeto voluntario en una investigación realizada sobre los represores, es decir, aquellas personas que parecen borrar sistemáticamente todo rastro de angustia emocional de su campo de conciencia. Una de las pruebas consistía en completar una frase que comenzaba diciendo: «pisó a su compañero de habitación en el estómago…». Otros tests demostraron que este pequeño acto de evitación mental forma parte de un patrón general que oblitera la práctica totalidad de los trastornos emocionales.

A diferencia de las conclusiones extraídas por las primeras investigaciones realizadas en este sentido, que apuntaban que los individuos represores constituían un caso manifiesto de incapacidad para experimentar las emociones -lo que les convertía en parientes cercanos de los alexitimicos-, la tendencia actual los considera personas suficientemente aptas como para regular sus emociones. Se diría, pues, que estas personas están tan acostumbradas a protegerse de los sentimientos problemáticos que ni siquiera son conscientes de sus aspectos negativos. A la vista de lo anterior tal vez fuera más adecuado no llamarles represores -como resulta habitual entre los investigadores- sino impasibles.

La mayor parte de esta investigación, llevada a cabo por Daniel Weinberger, psicólogo de la Case Western Reserve University, demuestra que, aunque estas personas puedan parecer completamente tranquilas e inalterables, a veces se encuentran sometidas a una serie de alteraciones fisiológicas de las que no son conscientes. Durante la prueba de formar frases que hemos mencionado anteriormente, los voluntarios también fueron monitorizados con el fin de controlar su nivel de activación fisiológica.

De este modo, el barniz de calma que aparentan los represores se ve desmentido por el elevado grado de agitación corporal que evidencian los síntomas manifiestos de ansiedad (aceleración del ritmo cardíaco, sudoración y aumento de la tensión arterial) cuando deben enfrentarse a la tarea de completar la frase sobre un compañero de habitación violento u otras similares. Sin embargo, cuando se les pregunta al respecto afirman rotundamente que se sienten perfectamente tranquilos.

Esta continua falta de sintonía con respecto a emociones tales como el enfado y la ansiedad es bastante habitual y. según Weinberger, afecta a una de cada seis personas. Las causas teóricas que explican los motivos por los cuales un niño desarrolla este patrón de relación con sus emociones son muy distintas. Una de ellas, por ejemplo, afirma que se trata de una estrategia de supervivencia ante una situación problemática tal como un padre alcohólico en una familia que ni siquiera admite la existencia del problema. Otra posibilidad consiste en tener unos padres que son ellos mismos represores emocionales y que de este modo transmiten el continuo ejemplo de una despreocupación o de una rigidez muscular que se refleja en la elevación del labio superior ante cualquier sentimiento angustioso. O tal vez se trate simplemente de un rasgo heredado. En cualquier caso, todavía no estamos en condiciones de determinar cómo y a qué altura de la vida se origina esta pauta de conducta: sin embargo, en el momento en que las personas represoras alcanzan la madurez, ya se muestran fríos e indiferentes cuando se sienten coaccionados.

Lo que todavía nos queda por determinar, de hecho, es cuán calmos y fríos se mantienen en realidad. ¿Es posible que realmente no sean conscientes de los síntomas físicos que provocan las emociones perturbadoras y que simplemente estén fingiendo una tranquilidad aparente? La respuesta a esta pregunta nos la brinda la hábil investigación llevada a cabo por Richard Davidson, psicólogo de la Universidad de Wisconsin y anterior colaborador de Weinberger. Davidson pidió a varias personas que presentaban esta pauta de impasibilidad, que efectuaran una serie de asociaciones libres sobre una lista de palabras, muchas de ellas neutrales, aunque algunas poseedoras de connotaciones sexuales o violentas capaces de suscitar ansiedad en la mayoría de las personas. La investigación puso de manifiesto que las asociaciones realizadas con las palabras más perturbadoras -aquéllas cuyos síntomas fisiológicos revelaban una evidente respuesta de angustia- también demostraban un claro intento de eliminar las connotaciones más negativas. Por esto si, por ejemplo, la primera palabra era «odio», la respuesta ofrecida por ese tipo de sujetos solía ser «amor».

El estudio de Davidson se benefició considerablemente del hecho de que (en las personas diestras) la mitad derecha del cerebro constituye el centro clave del procesamiento de las emociones negativas, mientras que el centro del habla se halla en el hemisferio izquierdo. Cuando el hemisferio derecho reconoce una palabra perturbadora, transmite esta información al centro del habla a través del cuerpo calloso, que conecta ambos hemisferios cerebrales, y es entonces cuando aparece una palabra como respuesta. Sirviéndose de un elaborado dispositivo óptico, Davidson mostraba cada palabra de modo que ésta ocupara sólo la mitad del campo visual y, por la peculiar disposición neurológica de la visión, si la palabra se presentaba de modo que incidiera en el lado izquierdo del campo visual, primero era reconocida por el hemisferio cerebral derecho, con su acusada sensibilidad para las perturbaciones. Si, por el contrario, incidía en el lado derecho del campo visual, la señal era captada por el hemisferio cerebral izquierdo sin experimentar ninguna alteración.

Asimismo, cuando las palabras problemáticas se presentaban de tal modo que eran captadas fundamentalmente por el hemisferio cerebral derecho, se producía una demora en la respuesta de las personas impasibles. En cambio, no había ningún intervalo apreciable en la velocidad de asociación frente a las palabras neutras, y el retraso sólo aparecía cuando las palabras se presentaban ante el hemisferio derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de otro modo, la impasibilidad parece originarse en un mecanismo neural que lentifica o interfiere con el flujo de información perturbadora. Ello significaría que tales personas no están fingiendo una falta de conciencia ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo cerebro el que les mantiene alejados de esta clase de información. Para ser más exactos, el barniz de sentimientos positivos que encubre las percepciones amenazantes bien podría originarse en la actividad del lóbulo prefrontal izquierdo. Para mayor sorpresa, cuando Davidson cuantificó los niveles de actividad de los lóbulos prefrontales, quedó patente un marcado predominio de la actividad del lóbulo izquierdo (el centro del bienestar) y un descenso en la actividad del lóbulo derecho (el centro del malestar).

Según me comentaba Davidson, estas personas «se ven a sí mismas desde una perspectiva positiva, con un estado de ánimo teñido de optimismo, niegan que el estrés les cause ningún trastorno y muestran una pauta de activación frontal del lóbulo izquierdo cuando están descansando, lo que suele estar ligado a la aparición de sentimientos positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser la clave que explicara su pretendido optimismo a pesar de la existencia de una excitación fisiológica subyacente muy semejante a la angustia». Davidson sostiene que, en términos de actividad cerebral, el intento de experimentar continuamente los acontecimientos perturbadores bajo una luz positiva exige un gasto enorme de energía. Así pues, el aumento de la activación fisiológica podría estar originado en el sostenido intento por parte del circuito neurológico, tanto de mantener los sentimientos positivos a cualquier precio como de suprimir o inhibir cualquier clase de sentimientos negativos.

La impasibilidad, en suma, constituye un intento de negación optimista, una especie de disociación positiva y, muy posiblemente, la clave que explicaría el mecanismo neurológico que interviene en estados disociativos más graves, como los que suelen existir en los desórdenes de estrés postraumático. Pero, según Davidson, cuando se trata simplemente de conseguir una cierta estabilidad, «parece una estrategia positiva para la autorregulación emocional», el coste adicional para la conciencia de uno mismo resulta todavía desconocido.

6. LA APTITUD MAESTRA

Una sola vez en la vida me he visto paralizado por el miedo.

Fue con ocasión del examen de cálculo del primer curso de universidad, un examen para el que no me había preparado lo suficiente. Todavía recuerdo el momento en que entré en el aula con una intensa sensación de fatalidad y culpa. Había estado en aquella sala muchas veces pero aquella mañana no vi nada más allá de las ventanas y tampoco puedo decir que prestara la menor atención al aula. Mientras caminaba hacia una silla situada junto a la puerta, mi vista permanecía clavada en el suelo, y cuando abrí las tapas azules del libro de examen, la ansiedad atenazaba el fondo de mi estómago y escuché con toda nitidez el sonido de los latidos de mi corazón.

Bastó con echar un rápido vistazo a las preguntas del examen para darme cuenta de que no tenía la menor alternativa. Durante una hora permanecí con la vista clavada en aquella página mientras mi mente no dejaba de dar vueltas a las consecuencias de mi negligencia. Los mismos pensamientos se repetían una y otra vez, como si se tratara de un interminable tiovivo de miedo y temblor. Yo estaba completamente inmóvil, como un animal paralizado por el curare. Lo que más me sorprendió de aquel angustioso lapso fue lo encogida que se hallaba mi mente. Durante aquella hora no hice el menor intento de pergeñar algo que se asemejara a una respuesta, ni siquiera ensoñaba, simplemente me hallaba atenazado por el miedo, esperando que mi tormento llegara a su fin.1

El protagonista de este relato de terror soy yo mismo y ésta ha sido la prueba más palpable que he tenido hasta el momento del impacto devastador que causa la tensión emocional sobre la lucidez mental. Hoy en día sigo considerando aquel suplicio como el testimonio más rotundo del poder del cerebro emocional para sofocar, e incluso llegar a paralizar, al cerebro pensante.

Los maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus discípulos entorpecen el funcionamiento de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan atrapados por el enojo, la ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque no perciben adecuadamente la información y. en consecuencia, no pueden procesarla correctamente. Como ya hemos visto en el capítulo 5, las emociones negativas intensas absorben toda la atención del individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra cosa. De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han derivado hacia el campo de lo patológico es que son tan obsesivos que sabotean todo intento de prestar atención a la tarea que se esté llevando a cabo. Cualquier persona que haya atravesado por un doloroso divorcio (y cualquier niño cuyos padres se hallen en este proceso) sabe lo difícil que resulta mantener la atención en las rutinas relativamente triviales del trabajo y la escuela, y cualquier persona que haya padecido una depresión clínica sabe también que, en tal caso, los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la impotencia y el desaliento son tan intensos que impiden cualquier otra actividad.

Cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta el funcionamiento de la capacidad cognitiva que los científicos denominan «memoria de trabajo», la capacidad de mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que se esté llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo puede ser algo tan simple como los dígitos de un número de teléfono o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria de trabajo es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular una compleja proposición lógica. Y la región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el córtex prefrontal, la misma región, recordemos, en donde se entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo que la tensión emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a través de las conexiones límbicas que convergen en el córtex prefrontal, dificultando así -como yo mismo descubrí durante aquel angustioso examen de cálculo- toda posibilidad de pensar con claridad.

Consideremos ahora, por otra parte, el importante papel que desempeña la motivación positiva -ligada a sentimientos tales como el entusiasmo, la perseverancia y la confianza- sobre el rendimiento. Según los estudios que se han llevado a cabo en este dominio, los atletas olímpicos, los compositores de fama mundial y los grandes maestros del ajedrez comparten una elevada motivación y una rigurosa rutina de entrenamiento (que, en el caso de las auténticas «estrellas», suele comenzar en la misma infancia). El promedio de tiempo dedicado al entrenamiento por los atletas de doce años del equipo chino que participó en las olimpiadas de 1992 era el mismo que el invertido por los integrantes del equipo americano durante los primeros veinte años de su vida (de hecho, muchos de los chinos habían comenzado a entrenarse a la edad de cuatro años). Del mismo modo, los mejores virtuosos de violín del siglo veinte comenzaron su aprendizaje alrededor de los cinco años de edad y los campeones mundiales de ajedrez lo hicieron cerca de los siete años (mientras que aquellos que adquirieron un prestigio de ámbito exclusivamente nacional habían comenzado a eso de los diez años de edad). Se diría que el hecho de comenzar antes permite un margen de tiempo mucho mayor: los alumnos más aventajados de violín de la mejor academia de música de Berlín -todos ellos de poco más de veinte años- habrán invertido unas diez mil horas de práctica en toda su vida, mientras que aquéllos que ocupan un segundo o tercer lugar sólo habrán promediado un total de unas siete mil quinientas horas.

Lo que parece diferenciar a quienes se encuentran en la cúspide de su carrera de aquéllos otros que, teniendo una capacidad similar, no alcanzan esa cota, radica en la práctica ardua y rutinaria seguida a lo largo de años y años. Y esta perseverancia depende fundamentalmente de factores emocionales, como el entusiasmo y la tenacidad frente a todo tipo de contratiempos.

El nivel sobresaliente logrado por los estudiantes asiáticos en el mundo académico y profesional de los Estados Unidos demuestra que, al margen de las capacidades innatas, la recompensa añadida del éxito en la vida depende de la motivación. Una revisión completa de los datos existentes sobre este sugiere que los alumnos americanos de origen asiático suelen tener un CI promedio superior en unos tres puntos al de los blancos. Por su parte, los médicos y abogados de origen asioamericano se comportaron, grupalmente considerados, como si su CI fuera muy superior (el equivalente a un CI de 110 para los de origen japonés y de un 120 para los de origen chino) al de los blancos. La razón parece estribar en que, en los primeros años de escuela, los niños asiáticos estudian más que los blancos. Sanford Dorenbush, un sociólogo de Stanford que ha investigado a más de diez mil estudiantes de instituto, descubrió que los asioamericanos invierten casi un 40% más de tiempo en sus deberes que el resto de los estudiantes. «La mayoría de padres americanos blancos parecen dispuestos a admitir que sus hijos tengan asignaturas más flojas y a subrayar, en cambio, las más fuertes, pero la actitud que sostienen los padres asiáticos es la de que "si no te lo sabes estudiarás esta noche y si aun así tampoco te lo sabes mañana, te levantarás temprano y seguirás estudiando". Ellos consideran que, con el esfuerzo adecuado, todo el mundo puede tener un buen rendimiento escolar».

En resumen, una fuerte ética cultural de trabajo se traduce en una mayor motivación, celo y perseverancia, un auténtico acicate emocional.

Así pues, las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de pensar, de planificar, de acometer el adiestramiento necesario para alcanzar un objetivo a largo plazo, de solucionar problemas, etcétera, y, en este mismo sentido, establecen los límites de nuestras capacidades mentales innatas y determinan así los logros que podremos alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos motivados por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos -o incluso por un grado óptimo de ansiedad- se convierten en excelentes estímulos para el logro. Es por ello por lo que la inteligencia emocional constituye una aptitud maestra, una facultad que influye profundamente sobre todas nuestras otras facultades ya sea favoreciéndolas o dificultándolas.

EL CONTROL DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS GOLOSINAS

Imagine que tiene cuatro años de edad y que alguien le hace la siguiente propuesta: «ahora debo marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una golosina pero, si esperas a que vuelva, te daré dos». Para un niño de cuatro años de edad éste es un verdadero desafío, un microcosmos de la eterna lucha entre el impulso y su represión, entre el id y el ego, entre el deseo y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Y sea cual fuere la decisión que tome el niño, constituye un test que no sólo refleja su carácter sino que también permite determinar la trayectoria probable que seguirá a lo largo de su vida.

Tal vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al impulso. Ese es el fundamento mismo de cualquier autocontrol emocional, puesto que toda emoción, por su misma naturaleza, implica un impulso para actuar (recordemos que el mismo significado etimológico de la palabra emoción, es del de «mover»). Es muy posible -aunque tal interpretación pueda parecer por ahora meramente especulativa- que la capacidad de resistir al impulso, la capacidad de reprimir el movimiento incipiente, se traduzca, al nivel de función cerebral, en una inhibición de las señales límbicas que se dirigen al córtex motor.

En cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo, en la década de los sesenta, una investigación con preescolares de cuatro años de edad -a quienes se les planteaba la cuestión con la que iniciábamos esta sección -que ha terminado demostrando la extraordinaria importancia de la capacidad de refrenar las emociones y demorar los impulsos. Esta investigación, que se realizó en el campus de la Universidad de Stanford con hijos de profesores, empleados y licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron la enseñanza secundaria. Algunos de los niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una verdadera eternidad hasta que volviera el experimentador. Y fueron muchos los métodos que utilizaron para alcanzar su propósito y recibir las dos golosinas como recompensa: taparse el rostro para no ver la tentación, mirar al suelo, hablar consigo mismos, cantar, jugar con sus manos y sus pies e incluso intentar dormir. Pero otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el experimentador abandonara la habitación.

El poder diagnóstico de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó claro doce o catorce años más tarde, cuando la investigación rastreó lo que había sido de aquellos niños, ahora adolescentes. La diferencia emocional y social existente entre quienes se apresuraron a coger la golosina y aquéllos otros que demoraron la gratificación fue contundente. Los que a los cuatro años de edad habían resistido a la tentación eran socialmente más competentes, mostraban una mayor eficacia personal, eran más emprendedores y más capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de adolescentes poco proclives a desmoralizarse, estancarse o experimentar algún tipo de regresión ante las situaciones tensas, adolescentes que no se desconcertaban ni se quedaban sin respuesta cuando se les presionaba, adolescentes que no huían de los riesgos sino que los afrontaban e incluso los buscaban, adolescentes que confiaban en sí mismos y en los que también confiaban sus compañeros, adolescentes honrados y responsables que tomaban la iniciativa y se zambullían en todo tipo de proyectos. Y, más de una década después, seguían siendo capaces de demorar la gratificación en la búsqueda de sus objetivos.

En cambio, el tercio aproximado de preescolares que cogió la golosina presentaba una radiografía psicológica más problemática. Eran adolescentes más temerosos de los contactos sociales, más testarudos, más indecisos, más perturbados por las frustraciones, más inclinados a considerarse «malos» o poco merecedores, a caer en la regresión o a quedarse paralizados ante las situaciones tensas, a ser desconfiados, resentidos, celosos y envidiosos, a reaccionar desproporcionadamente y a enzarzarse en toda clase de discusiones y peleas. Y al cabo de todos esos años seguían siendo incapaces de demorar la gratificación.

Así pues, las aptitudes que despuntan tempranamente en la vida terminan floreciendo y dando lugar a un amplio abanico de habilidades sociales y emocionales. En este sentido, la capacidad de demorar los impulsos constituye una facultad fundamental que permite llevar a cabo una gran cantidad de actividades, desde seguir una dieta hasta terminar la carrera de medicina. Hay niños que a los cuatro años de edad ya llegan a dominar lo básico, y son capaces de percatarse de las ventajas sociales de demorar la gratificación de sus impulsos, desvían su atención de la tentación presente y se distraen mientras siguen perseverando en el logro de su objetivo: las dos golosinas.

Pero lo más sorprendente es que, cuando los niños fueron evaluados de nuevo al terminar el instituto, el rendimiento académico de quienes habían esperado pacientemente a los cuatro años de edad era muy superior al de aquéllos otros que se habían dejado arrastrar por sus impulsos. Según la evaluación llevada a cabo por sus mismos padres, se trataba de adolescentes más competentes, más capaces de expresar con palabras sus ideas, de utilizar y responder a la razón, de concentrarse, de hacer planes, de llevarlos a cabo, y se mostraron muy predispuestos a aprender. Y, lo que resulta más asombroso todavía, es que estos chicos obtuvieron mejores notas en los exámenes SAT. El tercio aproximado de los niños que a los cuatro años no pudieron resistir la tentación y se apresuraron a coger la golosina obtuvieron una puntuación verbal de 524 y una puntuación cuantitativa («matemática») de 528, mientras que el tercio de quienes esperaron el regreso del experimentador alcanzó una puntuación promedio de 610 y 652, respectivamente (una diferencia global de 210 puntos)."

La forma en que los niños de cuatro años de edad responden a este test de demora de la gratificación constituye un poderoso predictor tanto del resultado de su examen SAT como de su CI; el CI, por su parte, sólo predice adecuadamente el resultado del examen SAT después de que los niños aprendan a leer. "Esto parece indicar que la capacidad de demorar la gratificación contribuye al potencial intelectual de un modo completamente ajeno al mismo CI. (El pobre control de los impulsos durante la infancia también es un poderoso predictor de la conducta delictiva posterior, mucho mejor que el CI.)"' Como veremos en la cuarta parte, aunque haya quienes consideren que el CI no puede cambiarse y que constituye una limitación inalterable de los potenciales vitales del niño, cada vez existe un convencimiento mayor de que habilidades emocionales como el dominio de los impulsos y la capacidad de leer las situaciones sociales es algo que puede aprenderse.

Así pues, lo que Walter Misehel, el autor de esta investigación, describe con el farragoso enunciado de «la demora de la gratificación autoimpuesta dirigida a metas» -la capacidad de reprimir los impulsos al servicio de un objetivo (ya sea levantar una empresa, resolver un problema de álgebra o ganar la Copa Stanley)- tal vez constituya la esencia de la autorregulación emocional. Este descubrimiento subraya el papel de la inteligencia emocional como una metahabilidad que determina la forma -adecuada o inadecuada- en que las personas son capaces de utilizar el resto de sus capacidades mentales.

ESTADOS DE ÁNIMO NEGATIVOS, PENSAMIENTOS NEGATIVOS

«Estoy preocupada por mi hijo. Acaba de ingresar en el equipo de fútbol de la universidad y sé que puede lesionarse en cualquier momento. Me pone tan nerviosa verle en el campo que no quiero asistir a ninguno de sus partidos. Estoy segura de que esto le resulta decepcionante, pero la verdad es que simplemente no puedo soportarlo.»

Quien así habla es una mujer que está en terapia a causa de su ansiedad. Ella comprende perfectamente que su preocupación no le permite vivir como le gustaría pero cuando llega el momento de tomar una decisión tan sencilla como ir o no a ver el partido que jugará su hijo, su mente se ve asediada por terribles pensamientos. En tales condiciones no es libre de elegir porque sus preocupaciones desbordan su razón.

Como ya hemos visto, la preocupación es la esencia de los efectos perniciosos de la ansiedad sobre todo tipo de actividad mental. La preocupación es, en cierto modo, una respuesta útil aunque desencaminada, una especie de ensayo mental ante la previsión de una amenaza Pero este ensayo mental se convierte en un auténtico desastre cognitivo cuando nuestra mente se queda atrapada en una rutina obsoleta que captura nuestra atención e impide todo intento de focalizarla en cualquier otro sitio.

La ansiedad entorpece de tal modo el funcionamiento del intelecto que constituye un predictor casi seguro del fracaso en el entrenamiento o el desempeño de una tarea compleja, intelectualmente exigente y tensa como la que llevan a cabo, por ejemplo, los controladores de vuelo. Como ha demostrado un estudio realizado sobre 1.790 estudiantes de control del tráfico aéreo, es muy probable que los ansiosos terminen fracasando aunque sus puntuaciones en los tests de inteligencia sean francamente elevadas. De hecho, la ansiedad también sabotea todo tipo de rendimiento académico. Ciento veintiséis estudios diferentes que implicaban a más de 36.000 personas han puesto de relieve que cuanto más proclive a preocuparse es la persona, más pobre resulta su rendimiento académico (sin importar que el tipo de medición utilizada fuera la clasificación por tests, la puntuación media o los tests de rendimiento).

Cuando a las personas que tienden a preocuparse se les pide que lleven a cabo una tarea cognitiva como, por ejemplo, clasificar objetos ambiguos en una o dos categorías, y que describan lo que pasa por su mente mientras lo están haciendo, suelen mencionar la presencia de pensamientos negativos -como «no seré capaz de hacerlo», «yo no soy bueno en este tipo de pruebas», etcétera- que obstaculizan directamente el proceso de toma de decisiones.

De hecho, cuando a un grupo de control de sujetos normalmente despreocupados se les pidió que se preocupasen durante quince minutos, su rendimiento disminuyó considerablemente. Y cuando, por el contrario, a quienes suelen preocuparse se les ofreció una sesión de relajación -que reduce el nivel de preocupación- de quince minutos antes de emprender la tarea, llegaron a desempeñarla sin ningún tipo de problemas. Richard Alpert, que fue quien primero estudió científicamente la ansiedad en la década de los sesenta, me confesó que el motivo que despertó su interés en este tema radicaba en las malas pasadas que le hicieron los nervios en los exámenes de su etapa de estudiante, algo que a su compañero Ralph Haber, por el contrario, parecía estimularle. Esa investigación, entre otras muchas, ha demostrado que existen dos tipos de estudiantes ansiosos: aquellos a quienes la ansiedad menoscaba su rendimiento académico y aquéllos otros que son capaces de trabajar bien a pesar de la tensión o. tal vez, gracias a ella. La paradoja es que la misma excitación e interés por hacerlo bien que motiva a los estudiantes como Haber a prepararse y estudiar para la ocasión, puede sabotear, en cambio, los esfuerzos de otros. En las personas que, como Alpert, muy ansiosas, la excitación previa al examen interfiere con el pensamiento y el recuerdo claro necesarios para estudiar eficazmente, enturbiando también durante el examen la claridad mental requerida para el buen rendimiento.

La magnitud de las preocupaciones que tiene la gente mientras está haciendo un examen es proporcional a la pobreza de su ejecución, porque los recursos mentales invertidos en una determinada tarea cognitiva -la preocupación- reducen los recursos disponibles para procesar otro tipo de información. En este sentido, si estamos preocupados por suspender el examen dispondremos de mucha menos atención para elaborar una respuesta adecuada. Es así como nuestras preocupaciones terminan convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.

En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria -por ejemplo, sobre un examen o una charla próxima- para motivarse a si mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo bien. Según afirma la psicología, la representación gráfica de la relación existente entre la ansiedad y el rendimiento -incluido el rendimiento mental- constituye una especie de U invertida. En la cúspide de esta U invertida está la relación óptima entre la ansiedad y el rendimiento, el mínimo nerviosismo que permite alcanzar el máximo rendimiento. Pero muy poca ansiedad -la parte izquierda de la U- genera apatía o muy poca motivación, mientras que el exceso de ansiedad -la parte derecha de la U- sabotea todo intento de hacerlo bien.

Un estado ligeramente eufórico -al que técnicamente se le denomina hipornania– parece óptimo para escritores y otro tipo de profesiones creativas que exigen un pensamiento fluido e imaginativo, un estado que se halla en la cúspide de la U invertida.

Pero cuando la euforia se descontrola, como ocurre en la exaltación del estado de ánimo tornadizo del maniaco-depresivo, se convierte en franca manía, un estado en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para desempeñarse adecuadamente bien, aunque las ideas fluyan con libertad, en realidad, con demasiada libertad como para poder persistir en cualquiera de ellas y elaborar un producto terminado.

Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y complejidad, haciendo más fácil encontrar soluciones a los problemas, ya sean intelectuales o interpersonales. Esto parece indicar que una forma de ayudar a alguien a resolver un problema consiste en contarle un chiste. La risa, al igual que la euforia, parece ampliar la perspectiva y, de ese modo, ayuda a la gente a pensar con más amplitud y a asociar con mayor libertad, advirtiendo relaciones que, de otra manera, podrían pasar inadvertidas, una habilidad mental importante, no sólo para la creatividad sino también para el reconocimiento de las relaciones complejas y la previsión de las consecuencias de una determinada decisión.

Los beneficios intelectuales de una buena carcajada son más sorprendentes cuando se trata de resolver un problema que exige una solución creativa. Un estudio ha descubierto que quienes acaban de ver una película cómica en video resuelven mejor los rompecabezas que suelen usar los psicólogos que se ocupan de valorar el pensamiento creativo. «En esa investigación se le da a la gente velas, cerillas y una caja de tachuelas y se les pide que busquen la forma de colgar la vela a un panel de corcho para que pueda arder sin que la cera gotee al suelo. La mayor parte de la gente, ante este problema, cae en una especie de «fijación funcional» y sólo piensa en utilizar los objetos de un modo convencional pero, comparados con aquéllos otros que habían visto una película de matemáticas, quienes acababan de ver la película cómica descubrieron un uso alternativo de la caja y llegaron a una solución creativa, clavándola con tachuelas a la pared y utilizándola como palmatoria.

Incluso los cambios más ligeros de estado de ánimo pueden llegar a modificar nuestros pensamientos. La capacidad de planificar y tomar decisiones de las personas de buen humor presenta una predisposición perceptiva que les lleva a pensar de una manera más abierta y positiva. Esto se explica, en parte, porque la memoria es un fenómeno específico de estado, es decir que, por ejemplo, en un estado positivo, solemos recordar acontecimientos positivos. De este modo, en la medida en que nos sentimos a gusto mientras estamos pensando en los pros y los contras de un determinado curso de acción, nuestra memoria busca datos en una dirección positiva, inclinándonos, por ejemplo, a emprender acciones más aventuradas y arriesgadas.

De la misma manera, los estados de ánimo negativos sesgan también nuestros recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos contraigamos en decisiones más temerosas y suspicaces. Así pues, el descontrol emocional obstaculiza la labor del intelecto pero, como ya hemos visto en el capitulo 5, podemos volver a hacernos cargo de las emociones descontroladas, la verdadera aptitud maestra que facilita otros tipos de inteligencia. Veamos ahora algunos casos pertinentes a este respecto, las ventajas de la esperanza y el optimismo y aquellos momentos difíciles en los que la gente se supera a si misma.

POLLYANNA* Y LA CAJA DE PANDORA: EL PODER DEL PENSAMIENTO POSITIVO

* N. de los T. Personaje literario creado por la novelista Eleanor Poner y caracterizado por su desmesurado optimismo.

¿Qué es lo que harías en el caso de que acabaras de saber que has suspendido un examen parcial en el que esperabas sacar un notable?

La respuesta a esta situación hipotética depende casi exclusivamente del nivel de expectativas. Los estudiantes universitarios con un alto nivel de expectativas contestaron que trabajarían duro y pensaron en las muchas cosas que podían hacer para aprobar el examen final; aquéllos otros cuyo nivel de expectativas era moderado también pensaron en varias alternativas posibles, pero parecían menos dispuestos a lograrlo y, comprensiblemente, los estudiantes con bajo nivel de expectativas, se desalentaron y dijeron que renunciarían a presentarse al examen final.

Pero no estamos hablando de algo puramente teórico porque cuando C. R. Snyder, el psicólogo de la Universidad de Kansas que llevó a cabo este estudio, comparó el rendimiento académico real de universitarios con alto y bajo nivel de expectativas, descubrió que éste nivel era un mejor predictor de los resultados de los exámenes del primer semestre que sus puntuaciones en el SAT, un test (que tiene, por cierto, una elevada correlación con el CI) supuestamente capaz de predecir el rendimiento de los universitarios. Una vez más, dado aproximadamente el mismo rango de capacidades intelectuales, las aptitudes emocionales son las que establecen las diferencias.

La conclusión de Snyder fue la siguiente: «los estudiantes con un alto nivel de expectativas se proponen objetivos elevados y saben lo que deben hacer para alcanzarlos. El único factor responsable del distinto rendimiento académico de estudiantes con similar aptitud intelectual parece ser su nivel de expectativas».

Según cuenta la conocida leyenda, los dioses, celosos de su belleza, regalaron a Pandora, una princesa de la antigua Grecia, una misteriosa caja, advirtiéndole que jamás debía abrirla. Pero un día la curiosidad y la tentación pudieron más que ella y finalmente abrió la tapa para ver su contenido, liberando así en el mundo las grandes aflicciones, para cerrar la caja justo a tiempo de evitar que se escapara de ella la esperanza, el único remedio que hace soportable las miserias de la vida.

Según los modernos investigadores, la esperanza no sólo ofrece consuelo a la aflicción sino que desempeña un papel muy importante en dominios tan diversos como el rendimiento escolar y el hecho de soportar un trabajo pesado. Técnicamente hablando, la esperanza es algo más que la visión ingenua de que todo irá bien; en opinión de Snyder se trata de «la creencia de que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a cabo sus objetivos, cualesquiera que éstos sean».

Ciertamente, no todo el mundo tiene el mismo grado de expectativas. Hay quienes creen que son capaces de salir de cualquier situación o de encontrar la forma de resolver los problemas, mientras que otros simplemente no se ven con la energía, la capacidad o los medios de alcanzar sus objetivos. Según Snyder, las personas con un alto nivel de expectativas comparten ciertos rasgos, entre los que destacan la capacidad de motivarse a sí mismos, de sentirse lo suficientemente diestros como para encontrar la forma de alcanzar sus objetivos. de asegurarse de que las cosas irán mejor cuando están atravesando una situación difícil, de ser lo bastante flexibles como para encontrar formas diferentes de alcanzar sus objetivos -o de cambiarlos en el caso de que le resulten imposibles de alcanzar- y de saber descomponer una tarea compleja en otras más sencillas y manejables.

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