Descargar

Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 5)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, la esperanza significa que uno no se rinde a la ansiedad, el derrotismo o la depresión cuando tropieza con dificultades y contratiempos. De hecho, las personas esperanzadas se deprimen menos en su navegación a través de la vida en búsqueda de sus objetivos y también se muestran menos ansiosas en general y experimentan menos tensiones emocionales.

EL OPTIMISMO: EL GRAN MOTIVADOR

Los americanos interesados en la natación abrigaban muchas esperanzas en Matt Biondi, un miembro del equipo olímpico de los Estados Unidos en 1988. Algunos periodistas deportivos llegaron a afirmar que era muy probable que Biondi igualara la hazaña realizada por Mark Spitz en 1972 de ganar siete medallas de oro. Pero Biondi terminó en un desalentador tercer puesto en la primera de las pruebas, los 200 metros libres, y en la siguiente carrera, los 100 metros mariposa, fue superado por otro nadador que hizo un esfuerzo extraordinario en el sprint final.

Los comentaristas deportivos llegaron a decir que aquellos fracasos desanimarían a Biondi, pero no habían contado con su reacción, una reacción que le llevó a ganar la medalla de oro en las cinco últimas pruebas. A quien no le sorprendió la respuesta de Biondi fue a Martin Seligman, un psicólogo de la Universidad de Pennsylvania que había estado valorando el grado de optimismo de Biondi aquel mismo año. En un determinado experimento realizado con Seligman, el entrenador le dijo a Biondi que, en una de sus pruebas favoritas, había realizado un tiempo muy malo cuando lo cierto es que no fue así. Pero a pesar del aparente mal resultado, cuando se le invitó a descansar e intentarlo de nuevo, su marca -realmente muy buena- mejoró más todavía. No obstante, cuando otros miembros del equipo -cuyas puntuaciones en optimismo eran ciertamente bajas-, a quienes también se les dio un tiempo falso, lo intentaron por segunda vez, lo hicieron francamente peor.

El optimismo -al igual que la esperanza- significa tener una fuerte expectativa de que, en general, las cosas irán bien a pesar de los contratiempos y de las frustraciones. Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, el optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la depresión frente a las adversidades. Y al igual que ocurre con su prima hermana, la esperanza, el optimismo -siempre y cuando se trate de un optimismo realista (porque el optimismo ingenuo puede llegar a ser desastroso)- tiene sus beneficios.

Seligman define al optimismo en función de la forma en que la gente se explica a si misma sus éxitos y sus fracasos. Los optimistas consideran que los fracasos se deben a algo que puede cambiarse y, así, en la siguiente ocasión en la que afronten una situación parecida pueden llegar a triunfar. Los pesimistas, por el contrario, se echan las culpas de sus fracasos, atribuyéndolos a alguna característica estable que se ven incapaces de modificar. Y estas distintas explicaciones tienen consecuencias muy profundas en la forma de hacer frente a la vida. Ante un despido, por ejemplo, los optimistas tienden a responder de una manera activa y esperanzada, elaborando un plan de acción o buscando ayuda y consejo porque consideran que los contratiempos no son irremediables y pueden ser transformados. Los pesimistas, en cambio, consideran que los contratiempos constituyen algo irremediable y reaccionan ante la adversidad asumiendo que no hay nada que ellos puedan hacer para que las cosas salgan mejor la próxima vez y, en consecuencia, no hacen nada por cambiar el problema. Para ellos, los problemas se deben a algún déficit personal con el que siempre tendrán que contar.

Al igual que ocurre con la esperanza, el optimismo también es un buen predictor del éxito académico. Las puntuaciones obtenidas en un test de optimismo por quinientos estudiantes de los primeros cursos de 1984 de la Universidad de Pennsylvania, fueron un mejor predictor de su rendimiento académico en aquellos años que las puntuaciones obtenidas en el examen SAT. Según Seligman, el autor de esta investigación, «los exámenes de ingreso en la universidad constituyen una medida del talento, mientras que el estilo explicativo le dice quién abandonará. Es la combinación entre el talento razonable y la capacidad de perseverar ante el fracaso lo que conduce al éxito. En los tests que valoran las habilidades de uno u otro tipo suele dejarse de lado la motivación. Todo lo que usted debe saber es si seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. Yo creo que, dado un determinado nivel de inteligencia, el logro real no depende tanto del talento como de la capacidad de seguir adelante a pesar de los fracasos» Una de las pruebas más claras del poder motivador del optimismo nos la proporciona un estudio realizado por el mismo Seligman sobre los vendedores de seguros de la compañía MetLife.

Ser capaz de encajar una negativa es algo fundamental en todo tipo de ventas, especialmente en el caso de un producto tal como los seguros, en el que la proporción entre «noes» y «síes» puede llegar a ser desalentadoramente elevada. Esta es la razón que explica el que tres cuartas partes de los vendedores de seguros abandonen su trabajo durante los tres años primeros. La investigación realizada por Seligman demostró que durante los primeros dos años los optimistas vendían un 3,7% más que los pesimistas, y que el porcentaje de abandono entre los pesimistas era el doble que entre los optimistas.

Y, lo que es más, Seligman persuadió a MetLife de contratar a un grupo especial de demandantes de empleo que no habían superado las pruebas estándar (basadas en determinar su proximidad a un perfil confeccionado con las habilidades que parecían presentar los vendedores de éxito) que, sin embargo, habían puntuado muy alto en un test de optimismo. Este grupo especial vendió un 21 % más que los pesimistas el primer año y un 57% más durante el segundo.

Pero el optimismo no sólo es un factor importante en cuanto al éxito en las ventas sino que fundamentalmente se trata de una y actitud emocionalmente inteligente. Para un vendedor, cada «no» constituye una pequeña derrota, y la reacción emocional a ese fracaso es decisiva a la hora de controlar suficientemente la motivación para proseguir su actividad. Y a medida que los «noes» aumentan, la moral se debilita, haciendo cada vez más difícil marcar el número de la siguiente llamada telefónica. Estos rechazos son especialmente difíciles de asumir para un pesimista, quien los interpreta como significando «soy un fracaso en esto; jamás llegaré a ser un buen vendedor», una interpretación que, con toda seguridad, despierta la apatía y el derrotismo, cuando no la franca depresión. Ante esta situación, en cambio, los optimistas se dicen: «estoy utilizando un abordaje inadecuado» o «esa última persona estaba de mal humor» y, de este modo, al considerar que el fracaso no depende de una deficiencia en si mismos sino de algo que radica en la situación, pueden cambiar su enfoque la próxima llamada. Es así como el equipaje mental de los pesimistas les conduce a la desesperación mientras que el de los optimistas reactiva su esperanza.

Uno de los orígenes de una visión positiva o negativa puede ser el temperamento innato, ya que hay personas que tienden naturalmente hacia una o hacia la otra. Pero, como también veremos en el capítulo 14, el temperamento puede verse modulado por la experiencia. El optimismo y la esperanza -al igual que la impotencia y la desesperación- pueden aprenderse. Detrás de los dos existe lo que los psicólogos denominan autoeficacia, la creencia de que uno tiene el control de los acontecimientos de su vida y puede hacer frente a los problemas en la medida en que se presenten. Desarrollar algún tipo de habilidad fortalece la sensación de eficacia y predispone a asumir riesgos y problemas más difíciles. Y el hecho de superar estas dificultades aumenta a su vez la sensación de autoeficacia, una aptitud que lleva a hacer un mejor uso de cualquier habilidad y que también contribuye a desarrollarlas.

Albert Bandura, un psicólogo de la Universidad de Stanford que se ha ocupado de investigar el tema de la autoeficacia, resume perfectamente este punto del siguiente modo: «las creencias de las personas sobre sus propias habilidades tienen un profundo efecto sobre éstas. La habilidad no es un atributo fijo sino que, en este sentido, existe una extraordinaria variabilidad. Las personas que se sienten eficaces se recuperaran prontamente de los fracasos y no se preocupan tanto por el hecho de que las cosas puedan salir mal sino que se aproximan a ellas buscando el modo de manejarlas»

EL «FLUJO»: LA NEUROBIOLOGIA DE LA EXCELENCIA

Un compositor describió así los momentos en los que mejor trabajaba:

«Usted se encuentra en un estado extático en el que se siente como si casi no existiera. Así es como lo he experimentado yo en numerosas ocasiones. En esos casos, mis manos parecen vacías de mi y yo no tengo nada que ver con lo que ocurre sino que simplemente contemplo maravillado y respetuoso todo lo que sucede. Y eso es algo que fluye por sí mismo

Esta descripción se asemeja sorprendentemente a la de cientos de hombres y mujeres -alpinistas, campeones de ajedrez, cirujanos, jugadores de baloncesto, ingenieros, ejecutivos e incluso sacerdotes- cuando hablan de una época en la que se superaron a si mismos en alguna de sus actividades favoritas. Mihaly Csikszentmihalyi, el psicólogo de la Universidad de Chicago que se ha dedicado a investigar y recopilar durante dos décadas relatos de momentos de rendimiento cumbre, ha denominado a ese estado con el nombre de «flujo». Los atletas, por su parte, se refieren a ese estado de gracia con el nombre de «la zona», un estado de absorción beatífica centrado en el presente, en el que espectadores y competidores desaparecen y la excelencia se produce sin el menor esfuerzo. Diane Roffe-Steinrotter, ganadora de una medalla de oro en la olimpiada de invierno de 1994 dijo, después de haber terminado su turno de participación en la carrera de esquí, que sólo recordaba haber estado inmersa en la relajación: «era como si formara parte de una catarata»

La capacidad de entrar en el estado de «flujo» es el mejor ejemplo de la inteligencia emocional, un estado que tal vez represente el grado superior de control de las emociones al servicio del rendimiento y el aprendizaje. En ese estado las emociones no se ven reprimidas ni canalizadas sino que, por el contrario, se ven activadas, positivadas y alineadas con la tarea que estemos llevando a cabo. Para verse atrapados por el tedio de la depresión o por la agitación de la ansiedad es necesario separarse del «flujo».

De uno u otro modo, casi todo el mundo ha entrado en alguna que otra ocasión en el estado de «flujo» (o en un apacible «microflujo»), especialmente en aquellos casos en los que nuestro rendimiento es óptimo o cuando trascendemos nuestros límites anteriores. Tal vez la experiencia que mejor refleje este estado sea el acto de amor extático, la fusión de dos personas en una unidad fluidamente armoniosa.

El rasgo distintivo de esta experiencia extraordinaria es una sensación de alegría espontánea, incluso de rapto. Es un estado en el que uno se siente tan bien que resulta intrínsecamente recompensante, un estado en el que la gente se absorbe por completo y presta una atención indivisa a lo que está haciendo y su conciencia se funde con su acción. La reflexión excesiva en lo que se está haciendo interrumpe el estado de «flujo» y hasta el mismo pensamiento de que «lo estoy haciendo muy bien» puede llegar a ponerle fin. En este estado, la atención se focaliza tanto que la persona sólo es consciente de la estrecha franja de percepción relacionada con la tarea que está llevando a cabo, perdiendo también toda noción del tiempo y del espacio. Un cirujano, por ejemplo, recordó una difícil operación durante la que entró en ese estado y al terminarla advirtió la presencia de cascotes en el suelo del quirófano, sorprendiéndose al oír que, mientras estaba concentrado en la operación, parte del techo se había desplomado sin que él se diera cuenta de nada.

El «flujo» es un estado de olvido de uno mismo, el opuesto de la reflexión y la preocupación, un estado en el que la persona, en lugar de perderse en el desasosiego, se encuentra tan absorta en la tarea que está llevando a cabo, que desaparece toda conciencia de sí mismo y abandona hasta las más pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana (salud, dinero e incluso hasta el hecho de hacerlo bien). Dicho de otro modo, los momentos de «flujo» son momentos en los que el ego se halla completamente ausente. Paradójicamente, sin embargo, las personas que se hallan en este estado exhiben un control extraordinario sobre lo que están haciendo y sus respuestas se ajustan perfectamente a las exigencias cambiantes de la tarea. Y aunque el rendimiento de quienes se hallan en este estado es extraordinario, en tales momentos la persona está completamente despreocupada de lo que hace y su única motivación descansa en el mero gusto de hacerlo.

Hay varias formas de entrar en el estado de «flujo». Una de ellas consiste en enfocar intencionalmente la atención en la tarea que se esté llevando a cabo; no hay que olvidar que la esencia del «flujo» es la concentración. En la entrada en estos dominios parece haber un bucle de retroalimentación puesto que, si bien el primer paso necesario para calmarse y centrarse en la tarea requiere un considerable esfuerzo y cierta disciplina, una vez dado ese paso funciona por si sólo, liberando al sujeto de la inquietud emocional y permitiéndole afrontar la tarea sin el menor esfuerzo.

Otra forma posible de entrar en este estado también puede darse cuando la persona emprende una tarea para la que está capacitado y se compromete con ella en un nivel que exige de todas sus facultades. Como me dijo en cierta ocasión el mismo Csikszentmihalyi. «Las personas parecen concentrarse mejor cuando se les pide algo más que lo corriente, en cuyo caso son capaces de ir más allá de lo normal. Si la demanda es muy inferior a su capacidad, la persona se aburre y si, por el contrario, es excesiva, termina angustiándose. El estado de «flujo» tiene lugar en esa delicada franja que separa el aburrimiento de la ansiedad». El placer, la gracia y la eficacia espontánea que caracterizan el estado de «flujo» es incompatible con el secuestro emocional en el que los impulsos limbicos capturan la totalidad del cerebro. La cualidad de la atención del «flujo» es relajada aunque muy concentrada; es una concentración muy distinta de la atención tensa propia de los momentos en los que estamos fatigados o aburridos, o en los que nuestra atención se ve asediada por sentimientos intrusivos como la ansiedad o el enojo.

Si exceptuamos la presencia de un sentimiento intensamente motivador de apacible éxtasis, el «flujo» es un estado carente de todo ruido emocional. Este éxtasis parece ser un subproducto del mismo enfoque de la atención que constituye uno de los requisitos del «flujo». De hecho, la literatura clásica de las grandes tradiciones contemplativas describe estos estados de absorción que se viven como pura beatitud como un «flujo» solamente inducido por una intensa concentración.

Si observamos a alguien que se halle en este estado tendremos la impresión de que las dificultades se desvanecen y el rendimiento cumbre parece algo natural y cotidiano, una impresión que corre pareja a lo que está sucediendo en el cerebro, en donde las tareas más complejas se realizan con un gasto mínimo de energía mental. En el «flujo», el cerebro se halla en un estado «frío», y la activación e inhibición de todos los circuitos neuronales parece ajustarse perfectamente a las demandas de la situación. Cuando las personas están comprometidas con actividades que capturan su atención y la mantienen sin realizar esfuerzo alguno, su cerebro «se sosiega», en el sentido de que hay una disminución de la estimulación cortical. Este descubrimiento es notable, puesto que el «flujo» permite abordar las tareas más complejas de un determinado dominio, ya sea jugar una partida contra un maestro de ajedrez o resolver un complejo problema matemático. Al parecer, en este caso se esperaría precisamente lo contrario, es decir que esta clase de tarea requeriría más actividad cortical, no menos, pero una de las claves del «flujo» es que tiene lugar sin alcanzar el límite de la capacidad, un estado en el que las habilidades se realizan más adecuadamente y los circuitos neurales funcionan más eficazmente.

La concentración tensa -en la que la preocupación alimenta la atención- aumenta la actividad cortical. Pero la zona de flujo y de rendimiento óptimo parece ser una especie de oasis de eficacia cortical en el que el gasto de energía cortical es mínimo. Tal vez la destreza práctica que permite a la gente entrar en el estado de «flujo» tenga lugar después de dominar los movimientos básicos de una determinada actividad (ya sea física, como, por ejemplo, ascender una montaña) o mental (como elaborar un complejo programa informático). Un movimiento bien practicado requiere mucho menos esfuerzo mental que aquél otro que esté siendo aprendido o los que todavía resultan muy difíciles. Por otra parte, cuando el cerebro trabaja menos eficazmente a causa de la fatiga o el nerviosismo -como ocurre, por ejemplo, al final de una larga y agotadora jornada de trabajo-, disminuye la precisión del esfuerzo cortical y se activan muchas áreas superfluas, un estado mental que se experimenta como sumamente distraído, y lo mismo ocurre en el caso del aburrimiento. Pero cuando el cerebro está trabajando en la zona cúspide de su eficacia, como ocurre en el caso del estado de «flujo», existe una relación muy precisa entre la actividad cerebral y los requerimientos de la tarea. En ese estado hasta el trabajo más duro puede resultar renovador y pleno en lugar de extenuante.

APRENDIZAJE Y «FLUJO»: UN NUEVO MODELO EDUCATIVO

El «flujo» aparece en esa zona en la que una actividad exige a la persona el uso de todas sus capacidades y es por ello por lo que, en la medida en que aumenta la destreza, también lo hace la dificultad de entrar en el estado de «flujo». Si una tarea es demasiado sencilla resulta aburrida y si, por el contrario, es más compleja de la cuenta, el resultado es la ansiedad. Podría objetarse que la maestría en un determinado arte o habilidad se ve espoleada por la experiencia del «flujo», que la motivación a hacerlo cada vez mejor -ya se trate de tocar el violín, de bailar o del más especializado trabajo de laboratorio– consiste en permanecer en «flujo» mientras se lleva a cabo. En realidad, en un estudio efectuado sobre doscientos artistas dieciocho años después de que terminaran sus estudios, Csikszentmihalyi descubrió que aquéllos que en sus días de estudiante habían saboreado el puro gozo de pintar eran los que se habían convertido en auténticos pintores, mientras que la mayor parte de quienes habían sido motivados por ensueños de fama y riqueza abandonaron el arte poco después de graduarse.

La conclusión de Csikszentmihalyi es clara: «por encima de cualquier otra cosa, lo que los pintores quieren es pintar. Si el artista que se halla frente al lienzo comienza a preguntarse a cuánto vendera la obra o lo que los críticos pensarán de ella, será incapaz de abrir nuevos caminos. La obra creativa exige una entrega sin condiciones»

Del mismo modo que el estado de «flujo» es un requisito para el dominio de un oficio, una profesión o un arte, lo mismo ocurre con el aprendizaje. Al margen de lo que digan los tests de resultados, el rendimiento de los estudiantes que entran en «flujo» al estudiar es mayor que el de quienes no lo hacen así. Los estudiantes de una escuela especial de ciencias de Chicago -todos los cuales se hallaban entre el 5% de los que habían alcanzado una puntuación más elevada en un test de destreza matemática– fueron clasificados por sus profesores de matemáticas en dos grupos: más aventajados y menos aventajados. Luego se vigiló la forma en que invertían el tiempo utilizando un avisador que sonaba al azar varias veces al día y el estudiante debía anotar lo que estaba haciendo y cuál era su estado de ánimo. No es sorprendente que los que habían sido clasificados como menos aventajados invirtieran sólo unas quince horas semanales de estudio en casa, un promedio claramente inferior a las veintisiete horas que dedicaban quienes habían sido clasificados en el grupo de los más aventajados. Aquéllos, por otra parte, invertían la mayor parte del tiempo en que no estaban estudiando en actividades sociales, pasear con los amigos y estar con la familia.

El análisis de su estado de ánimo reveló un importante descubrimiento, porque tanto unos como otros pasaban mucho tiempo aburriéndose con actividades tales como ver la televisión, que no ponían a prueba sus habilidades. Así es, a fin de cuentas, el mundo de los adolescentes. Pero la diferencia fundamental estribaba en su experiencia del estudio, una experiencia de la que los que formaban parte del grupo de aventajados entraban en «flujo» el 40% del tiempo invertido, algo que, en el caso de quienes formaban parte del grupo inferior sólo ocurría el 16% del tiempo, a causa, posiblemente, de la ansiedad que generaba una demanda que excedía sus capacidades. Estos últimos, por su parte, encontraban placer y «flujo» en la socialización y no en el estudio. En resumen, los estudiantes más aventajados tienden a estudiar porque ello les pone en «flujo», pero, por desgracia, los menos aventajados no entran en «flujo» con el estudio, lo cual limita el alcance de las tareas intelectuales de las que disfrutarán en el futuro. Howard Gardner, el psicólogo de Harvard que desarrolló la teoría de la inteligencia múltiple, considera el «flujo» y los estados positivos que lo caracterizan, como parte de una forma más saludable de enseñar a los niños, motivándolos desde el interior en lugar de recurrir a las amenazas o a las promesas de recompensa. «Deberíamos utilizar los mismos estados positivos de los niños para atraerles hacia el estudio de aquellos dominios en los que demuestren ser más diestros -propone Gardner-. El "flujo" es un estado interno que significa que el niño está comprometido en una tarea adecuada. Todo lo que tiene que hacer es encontrar algo que le guste y perseverar en ello. Cuando los niños se aburren en la escuela y se sienten desbordados por sus deberes es cuando se pelean y se portan mal. Uno aprende mejor cuando hace algo que le gusta y disfruta comprometiéndose con ello».

La estrategia utilizada en la mayor parte de las escuelas que están poniendo en práctica el modelo de la inteligencia múltiple de Gardner gira en torno a identificar y fortalecer el perfil de competencias naturales de un niño al tiempo que trata también de despojarle de sus debilidades. Por ejemplo, un niño con un talento natural para la música o el movimiento entrará en «flujo» más fácilmente en ese dominio que en aquéllos otros en los que es menos diestro. De este modo, conocer el perfil de un niño puede ayudar al maestro a adaptar la forma de presentarle un determinado tema y ajustar también el nivel -desde terapéutico hasta muy avanzado- que suponga para él un reto óptimo. Hacer esto significa fomentar un aprendizaje más placentero, un aprendizaje que no resulte angustioso ni tampoco aburrido. «La esperanza es que cuando los niños aprendan a aprender "fluyendo", se animaran a asumir el riesgo de enfrentarse a nuevas áreas», dice Gardner, agregando que esto es precisamente lo que parece demostrar la experiencia.

Hablando en términos más generales, el modelo del «flujo» sugiere que el logro del dominio en cualquier habilidad o cuerpo de conocimientos debe tener lugar de manera natural en la medida en que el niño se ocupa de las áreas en las que espontáneamente se siente más comprometido, es decir, que más le gustan.

Esta pasión inicial puede ser la semilla de niveles superiores de éxito en la medida en que comience a comprender que seguir en ello -ya sea la danza, las matemáticas o la música- constituye una fuente del gozo del «flujo». Y puesto que ello pone en juego los límites de su propia capacidad de sostener el estado de «flujo», se convierte en una motivación para hacerlo cada vez mejor, lo cual hace feliz al niño. Este, evidentemente, es un modelo más positivo de aprendizaje y educación que el que solemos encontrar en la mayor parte de las escuelas. ¿Quién no recuerda la escuela, al menos en parte, como un interminable desfile de horas de aburrimiento puntuadas por momentos de gran ansiedad? Tratar de que el aprendizaje se realice a través del «flujo» constituye una forma más humana, más natural y probablemente más eficaz de poner las emociones al servicio de la educación.

En un sentido amplio, canalizar las emociones hacia un fin más productivo constituye una verdadera aptitud maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la gratificación, de regular nuestros estados de ánimo para facilitar -y no dificultar- el pensamiento, de motivarnos a nosotros mismos a perseverar y hacer frente a los contratiempos o de encontrar formas de entrar en «flujo» y así actuar más eficazmente, todo ello parece demostrar el gran poder que poseen las emociones para guiar más eficazmente nuestros esfuerzos.

7. LAS RAÍCES DE LA EMPATÍA

Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano alexitímico que tanto sufrimiento causara a su prometida Ellen haciendo gala de una ignorancia absoluta con respecto al mundo de los sentimientos. Como ocurre con la mayoría de los alexitímicos, Gary carecía de empatía y de intuición. Si ella le comentaba que se sentía abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si le dirigía palabras cariñosas, él cambiaba de tema. Gary no cesaba de formular críticas «útiles» sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales críticas no la ayudaban en lo más mínimo sino que sólo la hacían sentirse atacada.

La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones, mayor será nuestra destreza en la comprensión de los sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary no tienen la menor idea de lo que sienten y por lo mismo también se encuentran completamente desorientados con respecto a los sentimientos de quienes les rodean. Son, por así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la sensibilidad necesaria para percatarse de las notas y los acordes emocionales que transmiten las palabras y las acciones de sus semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de voz, los cambios de postura y los elocuentes silencios les pasan totalmente inadvertidos.

Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos, los alexitímicos son igualmente incapaces de percibir los sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una importante carencia en el ámbito de la inteligencia emocional sino que también implica un grave menoscabo de su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el que se asienta toda relación dimana de la empatía, de la capacidad para sintonizar emocionalmente con los demás.

Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a un amplio espectro de actividades (desde las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los psicópatas, los violadores y los pederastas.

No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los demás radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es muy probable que la investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la facultad de interpretar los mensajes no verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo de la Universidad de Harvard, y sus alumnos. Rosenthal elaboró un test para determinar el grado de empatía al que denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal). Este test consiste en una serie de videos en los que una mujer joven expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el odio hasta el amor maternal, pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El vídeo ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o varios canales de comunicación no verbal. Así, en algunas de las escenas no sólo se ha silenciado el mensaje verbal sino que también se ha ocultado toda clave -excepto la expresión facial- que pueda ofrecer pistas acerca del estado emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se muestran los movimientos corporales, recorriendo así, sucesivamente, los principales canales de comunicación no verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las personas que miran los vídeos detecten las emociones implicadas recurriendo a pistas específicamente no verbales.

La investigación, llevada a cabo sobre unas siete mil personas de los Estados Unidos y de otros dieciocho países, puso de manifiesto las ventajas que conlleva la capacidad de leer los sentimientos ajenos a partir de mensajes no verbales (el ajuste emocional, la popularidad, la sociabilidad y también -no deberíamos sorprendernos por ello- la sensibilidad). Hay que decir que, en este sentido, las mujeres suelen superar a los hombres. Por otra parte. aquellas personas cuya destreza va perfeccionándose a lo largo de los cuarenta y cinco minutos que dura el test -un indicador de que se hallan especialmente dotadas para desarrollar la empatía- suelen mantener buenas relaciones con el sexo opuesto, una habilidad obviamente inestimable para la vida amorosa.

Esta prueba también demostró la relación puramente circunstancial existente entre la empatía y las calificaciones obtenidas en el SAT, el CI y otros tests de rendimiento académico. La independencia de la empatía con respecto a la inteligencia académica ha quedado sobradamente demostrada en una investigación realizada con una versión del PSNV adaptada para niños. Una encuesta realizada sobre 1.011 niños demostró que quienes eran mas capaces de leer los mensajes emocionales no verbales no sólo gozaban de mayor popularidad entre sus compañeros sino que también presentaban una mayor estabilidad emocional. Estos niños, por otra parte, también mostraban un mayor rendimiento académico -superior incluso a la media- pero, en cambio, su CI no era superior al de los menos dotados para descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato que parece sugerirnos que la empatía favorece el rendimiento escolar (o, tal vez, simplemente les haga más atractivos a los ojos de sus profesores).

A diferencia de la mente racional, que se comunica a través de las palabras, las emociones lo hacen de un modo no verbal. De hecho, cuando las palabras de una persona no coinciden con el mensaje que nos transmite su tono de voz, sus gestos u otros canales de comunicación no verbal, la realidad emocional no debe buscarse tanto en el contenido de las palabras como en la forma en que nos está transmitiendo el mensaje. Una regla general utilizada en las investigaciones sobre la comunicación afirma que más del 90% de los mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la inflexión de la voz, la brusquedad de un gesto, etcétera) y que este tipo de mensaje suele captarse de manera inconsciente, sin que el interlocutor repare, por cierto, en la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite tan sólo a registrarlo y responder implícitamente. En la mayoría de los casos, las habilidades que nos permiten desempeñar adecuadamente esta tarea también se aprenden de forma tácita.

EL DESARROLLO DE LA EMPATIA

Cuando Hope, una niña de apenas nueve meses de edad, vio caer a otro niño, las lágrimas afloraron a sus ojos y se refugió en el regazo de su madre buscando consuelo como si fuera ella misma quien se hubiera caído. Michael, un niño de quince meses, le dio su osito de peluche a su apesadumbrado amigo Paul pero, al ver que éste no dejaba de llorar, le arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de simpatía y cariño fueron registradas por madres que habían sido específicamente adiestradas para recoger in situ esta clase de manifestaciones empáticas. Los resultados de este estudio parecen sugerirnos que las raíces de la empatía se retrotraen a la más temprana infancia. Prácticamente desde el mismo momento del nacimiento, los bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de otro niño, una reacción que algunos han considerado como el primer antecedente de la empatía. La psicología evolutiva ha descubierto que los bebés son capaces de experimentar este tipo de angustia empática antes incluso de llegar a ser plenamente conscientes de su existencia separada. A los pocos meses del nacimiento, los bebés reaccionan ante cualquier perturbación de las personas cercanas como si fuera propia, y rompen a llorar cuando oyen el llanto de otro niño.

En una investigación llevada a cabo por Martin L. Hoffman, de la Universidad de Nueva York, un niño de un año llevó a su madre ante un amigo suyo que se encontraba llorando para que intentara consolarlo, a pesar de que la madre de éste último también se hallara en la misma habitación. Este tipo de confusión también puede encontrarse en aquellos niños de un año de edad que imitan la angustia de los demás, una forma, posiblemente, de poder llegar a comprender mejor los sentimientos ajenos. No es tampoco infrecuente que, si un niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la boca para comprobar si también se ha hecho daño o que, al contemplar el llanto de su madre, se frote los ojos aunque él no esté llorando.

Esta imitación motriz, como se la denomina, constituye, en realidad, el auténtico significado técnico del término etopaha , tal como lo definió por vez primera el psicólogo norteamericano E.B. Titehener en la década de los veinte, una acepción ligeramente diferente del significado original del término griego empatheia, «sentir dentro», la expresión utilizada por los teóricos de la estética para referirse a la capacidad de percibir la experiencia subjetiva de otra persona. Titchener sostenía que la empatía se deriva de una suerte de imitación física del sufrimiento ajeno con el fin de evocar idénticas sensaciones en uno mismo y es por ello por lo que se ocupó de buscar una palabra distinta a simpatía, ya que podemos sentir simpatía por la situación general en que se halla una persona sin necesidad, en cambio, de compartir sus sentimientos.

La imitación motriz de los niños desaparece alrededor de los dos años y medio de edad, a partir del momento mismo en que aprenden a diferenciar el dolor de los demás del suyo propio y, en consecuencia, se hallan más capacitados para consolarles. He aquí un episodio típico extraído del diario de una madre:

«El bebé de la vecina está llorando … y Jenny se acerca a darle una galleta. Entonces lo sigue y también empieza a quejarse. A continuación, trata de acariciarle el pelo, pero él la aparta. Finalmente, el bebé se tranquiliza pero Jenny sigue preocupada y continúa dándole juguetes y suaves palmaditas en la cabeza y los hombros»

En este punto de su desarrollo, los niños pequeños comienzan a manifestar ciertas diferencias en su capacidad de experimentar los trastornos emocionales ajenos. Así pues, mientras que algunos -como Jenny- se muestran agudamente conscientes de las emociones, otros, por el contrario, parecen ignorarlas por completo. Una serie de estudios llevados a cabo por Manan Radke Yarrow y Carolyn Zahn-Waxler en el National Institute of Mental Health demostró que buena parte de las diferencias existentes en el grado de empatía se hallan directamente relacionadas con la educación que los padres proporcionan a sus hijos. Según ha puesto de relieve esta investigación, los niños se muestran más empáticos cuando su educación incluye, por ejemplo, la toma de conciencia del daño que su conducta puede causar a otras personas (decirles, por ejemplo, «mira qué triste la has puesto», en lugar de «eso ha sido una travesura»). La investigación también ha puesto de manifiesto que el aprendizaje infantil de la empatía se halla mediatizado por la forma en que las otras personas reaccionan ante el sufrimiento ajeno. Así pues, la imitación permite que los niños desarrollen un amplio repertorio de respuestas empáticas, especialmente a la hora de brindar ayuda a alguien que lo necesite.

EL NIÑO BIEN SINTONIZADO

Sarah tenía veinticinco años cuando dio a luz a sus gemelos, Mark y Fred. Según afirmaba, Mark era muy parecido a ella mientras que Fred se parecía más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el germen de una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio a cada uno de sus hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba de captar la mirada de Fred y, cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía en atrapar su atención, a lo que Fred respondía desviando nuevamente la mirada. Luego, cuando Sarah miraba hacia otro lado, Fred se volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de nuevo, un ciclo que solía terminar despertando el llanto de Fred. En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás trató de imponerle el contacto visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le obligara a mantenerlo.

Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente decisivo ya que, al cabo de un año, Fred se mostraba ostensiblemente más temeroso y dependiente que Mark. Y una de las formas en que expresaba su temor era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando el contacto visual con los demás, tal y como había aprendido a hacer con su propia madre. Mark, por el contrario, miraba a la gente directamente a los ojos y, cuando quería romper el contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una sonrisa de satisfacción.

Los gemelos y su madre fueron sometidos a una observación minuciosa cuando participaban en una investigación llevada a cabo por Daniel Stern, psiquiatra, por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell. Stern, que está fascinado por los minúsculos y repetidos intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, es de la opinión de que el aprendizaje fundamental de la vida emocional tiene lugar en estos momentos de intimidad. Y los más críticos de todos estos momentos tal vez sean aquéllos en los que el niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas con empatía, un proceso que Stem denomina sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba emocionalmente sintonizada con Mark pero completamente desintonizada de Fred. Según Stern, es muy posible que la continua exposición a momentos de armonía o de disarmonía entre padres e hijos determine -en mayor medida, posiblemente, que otros acontecimientos aparentemente más espectaculares de la infancia- las expectativas emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.

La sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación. Stern, que estudió este fenómeno con precisión microscópica grabando en vídeo horas enteras de la relación entre las madres y sus hijos, descubrió que, por medio de dicho proceso, la madre transmite al niño la sensación de que sabe cómo se siente. Cuando un bebé emite, por ejemplo, suaves chillidos, la madre confirma su alegría dándole una cariñosa palmadita, arrullándole o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé puede menear el sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta. Este tipo de interacciones en los que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de excitación del niño tiene lugar, según Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así al niño la reconfortante sensación de hallarse emocionalmente conectado con su madre.

La sintonización es algo muy distinto a la mera imitación. «Si te limitas a imitar al bebé -me comentaba Stern- tal vez logres saber lo que hace pero jamás averiguarás qué es lo que siente. Para hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar de reproducir sus sensaciones internas. Es entonces cuando el bebé se sentirá comprendido.» Hacer el amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la estrecha sintonización que tiene lugar entre la madre y el hijo. Según Stern, la relación sexual «implica la capacidad de experimentar el estado subjetivo del otro: compartir su deseo, sintonizar con sus intenciones y gozar de un estado mutuo y simultáneo de excitación cambiante»; una experiencia, en suma, en la que los amantes responden con una sincronía que les proporciona una sensación tácita de profunda compenetración. Pero, si bien la relación sexual constituye, en el mejor de los casos, la máxima expresión de la empatía mutua, en el peor de ellos, sin embargo, manifiesta la ausencia de toda reciprocidad emocional.

EL COSTE DE LA FALTA DE SINTONÍA

Stern sostiene que, gracias a la repetición de estos momentos de sintonía emocional, el niño desarrolla la sensación de que los demás pueden y quieren compartir sus sentimientos. Esta sensación parece emerger alrededor de los ocho meses de edad -una época en la que el bebé comienza a comprender que se halla separado de los demás- y sigue modelándose en función del tipo de relaciones próximas que mantenga a lo largo de toda su vida.

Cuando los padres están desintonizados emocionalmente de sus hijos, esta situación puede llegar a ser especialmente abrumadora. En uno de sus experimentos, Stern utilizó a madres que, en lugar de establecer una comunicación armónica con sus hijos, reaccionaban deliberadamente por encima o por debajo de lo normal a sus demandas, algo a lo que los niños respondían siempre con una muestra inmediata de consternación o malestar.

El coste de la falta de sintonía emocional entre padres e hijos es extraordinario. Cuando los padres fracasan reiteradamente en mostrar empatía hacia una determinada gama de emociones de su hijo -ya sea la risa, el llanto o la necesidad de ser abrazado, por ejemplo- el niño dejará de expresar e incluso dejará de sentir ese tipo de emociones. Es muy posible que, de este modo, muchas emociones comiencen a desvanecerse del repertorio de sus relaciones íntimas, especialmente en el caso de que estos sentimientos fueran desalentados de forma más o menos explícita durante la infancia.

Por el mismo motivo, los niños pueden alimentar también una serie de emociones negativas, dependiendo de los estados de ánimo que hayan sido reforzados por sus padres. Los niños son tan capaces de «captar» los estados de ánimo que hasta los bebés de tres meses, hijos de madres depresivas, por ejemplo, reflejan el estado anímico de éstas mientras juegan con ellas, mostrando más sentimientos de enfado y tristeza que de curiosidad e interés espontáneo, en comparación con aquellos otros bebés cuyas madres no mostraban ningún síntoma depresivo.

Por ejemplo, una de las madres que participó en la investigación realizada por Stern apenas sí reaccionaba a las demandas de actividad de su bebé y éste, finalmente, aprendió a ser pasivo.

«Un niño que es tratado así -afirma Stern- aprende que, cuando está excitado, no puede conseguir que su madre se excite también, de modo que tal vez sería mejor que ni siquiera lo intente

Sin embargo. existe todavía cierta esperanza en lo que se ha dado en llamar relaciones «compensatorias», «las relaciones mantenidas a lo largo de toda la vida-con los amigos, los familiares o incluso dentro del campo de la psicoterapia– que remodelan de continuo la pauta de nuestras relaciones. De este modo, ¿cualquier posible desequilibrio puede corregirse después o se trata de un proceso que perdura a lo largo de toda la vida?

De hecho, varias teorías psicoanalíticas consideran que la relación terapéutica constituye un adecuado correctivo emocional que puede proporcionar una experiencia satisfactoria de sintonización. Algunos pensadores psicoanalíticos utilizan el término espejo para referirse a la técnica mediante la cual el psicoanalista devuelve al cliente -de modo muy similar a la madre que se halla en armonía emocional con su hijo- un reflejo que le permite alcanzar una comprensión de su propio estado interno. La sincronía emocional pasa inadvertida y queda fuera del conocimiento consciente, aunque el paciente puede sentirse reconfortado y con la profunda sensación de ser respetado y comprendido.

El coste emocional de la falta de sintonización en la infancia puede ser alto… y no sólo para el niño. Un estudio efectuado con convictos de delitos violentos puso de manifiesto que todos ellos habían padecido una situación infantil -que los diferenciaba también de otros delincuentes- muy parecida, que consistía en haber cambiado constantemente de familia adoptiva o haber crecido en orfanatos, es decir, haber experimentado una seria orfandad emocional o haber gozado de muy pocas oportunidades de experimentar la sintonía emocional. El descuido emocional ocasiona una torpe empatía pero el abuso emocional intenso y sostenido -es decir, el trato cruel, las amenazas, las humillaciones y las mezquindades- provoca un resultado paradójico. En tal caso, los niños que han experimentado estos abusos pueden llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las emociones de quienes les rodean, un estado de alerta postraumática ante los signos que impliquen algún tipo de amenaza. Esta preocupación obsesiva por los sentimientos ajenos es típica de aquellos niños que han padecido abusos psicológicos, niños que, al llegar a la edad adulta, mostrarán una volubilidad emocional que puede llegar a ser diagnosticada como «trastorno borderline de la personalidad». Muchas de estas personas están especialmente dotadas para percatarse de lo que sienten quienes les rodean y es bastante común comprobar que, durante la infancia, han sido objeto de algún tipo de abuso emocional."

LA NEUROLOGÍA DE LA EMPATÍA

Como suele suceder en el campo de la neurología, los informes sobre casos extraños o poco frecuentes proporcionan claves muy importantes para asentar los fundamentos cerebrales de la empatía. Un informe de 1975, por ejemplo, revisaba varios casos de pacientes que habían sufrido lesiones en la región derecha del lóbulo frontal y que presentaban la curiosa deficiencia de ser incapaces de captar el mensaje emocional contenido en los tonos de voz, aunque sí que eran capaces de comprender perfectamente el significado de las palabras. Para ellos, no existía ninguna diferencia entre un «gracias» sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en 1979, por el contrario, hablaba de pacientes con lesiones en regiones distintas del hemisferio cerebral derecho que manifestaban otro tipo de deficiencias en la percepción de las emociones. En este caso se trataba de pacientes incapaces de expresar sus propias emociones a través del tono de voz o del gesto. Sabían lo que sentían pero eran simplemente incapaces de comunicarlo. Según apuntan los investigadores, estas regiones corticales del cerebro están estrechamente ligadas al funcionamiento del sistema límbico.

Estos estudios sirvieron de base para un artículo pionero escrito por Leslie Brothers, psiquiatra del Instituto Tecnológico de California, que versaba sobre la biología de la empatia. Su revisión de los diferentes hallazgos neurológicos y los estudios comparativos realizados sobre animales le llevó a sugerir que la amígdala y sus conexiones con el área visual del córtex constituyen el asiento cerebral de la empatía.

La mayor parte de la investigación neurológica llevada a cabo en este sentido ha sido realizada con animales, especialmente primates. El hecho de que los primates sean capaces de experimentar la empatía -o, como prefiere llamarla Brothers, la «comunicación emocional»- resulta evidente no sólo a partir de estudios más o menos anecdóticos sino también según investigaciones como la que reseñamos a continuación. En este experimento se adiestró a varios monos rhesus a emitir una respuesta anticipada de temor ante un determinado sonido sometiéndoles a una descarga eléctrica inmediatamente después de escucharlo. Los monos tenían que aprender a evitar la descarga empujando una palanca cada vez que oían el sonido. Luego se dispuso a los simios por parejas en jaulas separadas cuya única comunicación posible era a través de un circuito cerrado de televisión que sólo les permitía ver una imagen del rostro de su compañero. De este modo, cada vez que uno de los monos escuchaba el sonido que anticipaba la descarga, su cara reflejaba el miedo y, en el momento en que el otro mono veía ese semblante, evitaba la descarga empujando la palanca. Todo un acto de empatía… por no decir de altruismo.

Una vez que se comprobó que los primates son capaces de leer las emociones en el rostro de sus semejantes, los investigadores introdujeron largos y finos electrodos en sus cerebros para detectar el menor indicio de actividad de determinadas neuronas.

Los electrodos insertados en las neuronas del córtex visual y de la amígdala mostraban que, cuando un mono veía el rostro del otro, la información afectaba, en primer lugar, a las neuronas del córtex visual y posteriormente a las de la amígdala. Este es el camino normal que sigue la información emocionalmente más relevante. Pero el descubrimiento más sorprendente de esta investigación fue la identificación de determinadas neuronas del córtex visual que clínicamente parecen activarse en respuesta a expresiones faciales o gestos concretos, como una boca amenazadoramente abierta, una mueca de miedo o una inclinación de sumisión. Y estas neuronas son distintas a aquellas otras situadas en la misma zona que permiten el reconocimiento de los rostros familiares.

Esto podría significar que el cerebro es un instrumento diseñado para reaccionar ante expresiones emocionales concretas o. dicho de otro modo, que la empatía es un imponderable biológico.

Según Brothers, otra investigación en la que se sometió a observación a un grupo de monos en estado salvaje a los que se habían seccionado las conexiones existentes entre la amígdala y el córtex, demuestra el importante papel que desempeña la vía amigdalocortical en la percepción y respuesta ante las emociones.

Cuando fueron devueltos a su manada, estos monos seguían siendo capaces de desempeñar tareas ordinarias como alimentarse o subirse a los árboles pero habían perdido la capacidad de dar una respuesta emocional adecuada a los otros miembros de la manada.

La situación era tal que llegaban incluso a huir cuando otro mono se les acercaba amistosamente, y terminaban viviendo aislados y evitando todo contacto con el grupo.

Según Brothers, las zonas del córtex en las que se concentran las neuronas especializadas en la emoción están directamente ligadas a la amígdala. De este modo, el circuito amigdalocortical resulta fundamental para identificar las emociones y desempeña un papel crucial en la elaboración de una respuesta apropiada.

«El valor de este sistema para la supervivencia -afirma Brothers- resulta manifiesto en el caso de los primates. La percepción de que otro individuo se aproxima pone rápidamente en funcionamiento una pauta concreta de respuesta fisiológica, adecuado al propósito del otro, según sea propinar un mordisco, desparasitar o copular».

La investigación realizada por Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de Berkeley, sugiere la existencia de un fundamento similar de la empatía en el caso de los seres humanos. El estudio de Levenson se realizó con parejas casadas que debían tratar de identificar qué era lo que estaba sintiendo su cónyuge en el transcurso de una acalorada discusión. El método era muy sencillo ya que, mientras los miembros de la pareja discutían alguna cuestión problemática que afectara al matrimonio -la educación de los hijos, los gastos, etcétera-, eran grabados en vídeo y sus respuestas fisiológicas eran también monitorizadas. Posteriormente, cada miembro de la pareja veía el vídeo y narraba lo que ella o él sentían en cada uno de los momentos de la interacción y luego volvía a mirar la filmación pero tratando, esta vez, de identificar los sentimientos del otro.

El mayor grado de empatía tenía lugar en aquellos matrimonios cuya respuesta fisiológica coincidía, es decir, en aquéllos en los que el aumento de sudoración de uno de los cónyuges iba acompañado del aumento de sudoración del otro y en los que el descenso de la frecuencia cardiaca del uno iba seguido del descenso de la frecuencia del otro. En suma, era como si el cuerpo de uno imitara, instante tras instante, las reacciones sutiles del otro miembro de la pareja. Pero, cuando estaban contemplando la grabación, no podría decirse que tuvieran una gran empatía para determinar lo que su pareja estaba sintiendo. Es como si sólo hubiera empatía entre ellos cuando sus reacciones fisiológicas se hallaban sincronizadas.

Esto nos sugiere que cuando el cerebro emocional imprime al cuerpo una reacción violenta -como la tensión de un enfado, por ejemplo- casi no es posible la empatía. La empatía exige la calma y la receptividad suficientes para que las señales sutiles manifestadas por los sentimientos de la otra persona puedan ser captadas y reproducidas por nuestro propio cerebro emocional.

LA EMPATÍA Y LA ÉTICA: LAS RAÍCES DEL ALTRUISMO

La frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando por ti» es una de las más célebres de la literatura inglesa. Las palabras de John Donne se dirigen al núcleo del vínculo existente entre la empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es nuestro propio dolor. Sentir con otro es cuidar de él y. en este sentido, lo contrario de la empaña seria la antipatía. La actitud empática está inextricablemente ligada a los juicios morales porque éstos tienen que ver con víctimas potenciales. ¿Mentiremos para no herir los sentimientos de un amigo? ¿Visitaremos a un conocido enfermo o, por el contrario, aceptaremos una inesperada invitación a cenar? ¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir utilizando un sistema de reanimación para mantener con vida a una persona que, de otro modo, moriría?

Estos dilemas éticos han sido planteados por Martin Hoffman, un investigador de la empatía que sostiene que en ella se asientan las raíces de la moral. En opinión de Hoffman, «es la empatía hacia las posibles victimas, el hecho de compartir la angustia de quienes sufren, de quienes están en peligro o de quienes se hallan desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas». Y, más allá de esta relación evidente entre empatía y altruismo en los encuentros interpersonales, Hoffman propone que la empatía -la capacidad de ponernos en el lugar del otro- es, en última instancia, el fundamento de la comunicación.

Según Hoffman, el desarrollo de la empatía comienza ya en la temprana infancia. Como hemos visto, una niña de un año de edad se alteró cuando vio a otro niño caerse y comenzar a llorar; su compenetración con él era tan íntima que inmediatamente se puso el pulgar en la boca y sumergió la cabeza en el regazo de su madre como si fuera ella misma quien se hubiera hecho daño.

Después del primer año, cuando los niños comienzan a tomar conciencia de que son una entidad separada de los demás, tratan de calmar de un modo más activo el desconsuelo de otro niño ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos años, los niños comienzan a comprender que los sentimientos ajenos son diferentes a los propios y así se vuelven más sensibles a las pistas que les permiten conocer cuáles son realmente los sentimientos de los demás. Es en este momento, por ejemplo, cuando pueden reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que llora es dejarle llorar a solas, sin prestarle atención para no herir su orgullo.

En la última fase de la infancia aparece un nivel más avanzado de la empatía, y los niños pueden percibir el malestar más allá de la situación inmediata y comprender que determinadas situaciones personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de sufrimiento crónico. Es entonces cuando suelen comenzar a preocuparse por la suerte de todo un colectivo, como, por ejemplo, los pobres, los oprimidos o los marginados, una preocupación que en la adolescencia puede verse reforzada por convicciones morales centradas en el deseo de aliviar la injusticia y el infortunio ajeno.

Sea como fuere, lo cierto es que la empatía es una habilidad que subyace a muchas facetas del juicio y de la acción ética. Una de estas facetas es la «indignación empática» que John Stuart Mill describiera como «el sentimiento natural de venganza alimentado por la razón, la simpatía y el daño que nos causan los agravios de que otras personas son objeto» y que calificara como «el custodio de la justicia». Otro ejemplo en el que resulta evidente que la empatía puede sustentar la acción ética es el caso del testigo que se ve obligado a intervenir para defender a una posible víctima. Según ha demostrado la investigación, cuanta más empatía sienta el testigo por la víctima, más posibilidades habrá de que se comprometa en su favor. Existe cierta evidencia de que el grado de empatía experimentado por la gente condiciona sus juicios morales. Por ejemplo, estudios realizados en Alemania y Estados Unidos demuestran que cuanto más empática es la persona, más a favor se halla del principio moral que afirma que los recursos deben distribuirse en función de las necesidades.

UNA VIDA CARENTE DE EMPATÍA: LA MENTALIDAD DEL AGRESOR.LA MORAL DEL SOCIOPATA

Eric Eckardt se vio involucrado en un miserable delito. Cuando era guardaespaldas de la patinadora Tonya Harding preparó un brutal atentado contra su eterna rival, Nancy Kerrigan, medalla de oro en las olimpiadas de invierno de 1994, a consecuencia del cual quedó seriamente maltrecha y tuvo que dejar su entrenamiento durante varios meses. Pero cuando Eckardt vio la imagen de la sollozante Kerrigan en televisión, tuvo un súbito arrepentimiento y entonces llamó a un amigo para contarle su secreto, iniciando así la secuencia de acontecimientos que terminó abocando a su detención. Tal es el poder de la empatía.

Pero, por desgracia, las personas que cometen los delitos más execrables suelen carecer de toda empatía. Los violadores, los pederastas y las personas que maltratan a sus familias comparten la misma carencia psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa incapacidad de percibir el sufrimiento de los demás les permite contarse las mentiras que les infunden el valor necesario para perpetrar sus delitos. En el caso de los violadores, estas mentiras tal vez adopten la forma de pensamientos como «a todas las mujeres les gustaría ser violadas» o «el hecho de que se resista sólo quiere decir que no le gusta poner las cosas fáciles».

En este mismo sentido, la persona que abusa sexualmente de un niño quizás se diga algo así como «yo no quiero hacerle daño, sólo estoy mostrándole mi afecto», o bien «ésta es simplemente otra forma de cariño». Por su parte, el padre que pega a sus hijos posiblemente piense «ésta es la mejor de las disciplinas». Todas estas justificaciones, expresadas por personas que han recibido tratamiento por las conductas que acabamos de reseñar, son las excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se preparan para hacerlo.

La notable falta de empatía que presentan estas personas cuando agreden a sus víctimas suele formar parte de un ciclo emocional que termina precipitando su crueldad. Veamos, por ejemplo, la secuencia emocional típica que conduce a un delito como el abuso sexual de un niño. El ciclo se inicia cuando la persona comienza a sentirse alterada: inquieta, deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden ser activados por la contemplación de una pareja feliz en la televisión, lo que le lleva a sentirse inmediatamente deprimido por su propia soledad. Es entonces cuando busca consuelo en su fantasía favorita, que suele ser la afectuosa amistad con un niño, una fantasía que paulatinamente va adquiriendo un cariz cada vez más sexual y suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el agresor experimente un alivio momentáneo pero la tregua es muy breve y la depresión y la sensación de soledad retornan con más virulencia que antes. Entonces es cuando el agresor comienza a pensar en la posibilidad de llevar a la práctica su fantasía repitiéndose justificaciones del tipo «si el niño no sufre ninguna violencia física, no le estoy haciendo ningún daño» o «si no quisiera hacer el amor conmigo tratara de evitarlo».

A estas alturas, el agresor ve al niño a través de la lente de sus perversas fantasías, sin la menor muestra de empatía por sus sentimientos. Esta indiferencia emocional es la que determina la escalada de los hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan para encontrar a un niño solo, pasando por la minuciosa consideración de los pasos a seguir, hasta llegar a la ejecución del plan.

Y todo esto se realiza como si la víctima careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no percibe sus verdaderos sentimientos (asco, miedo y rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a arruinar sus planes y, en cambio, proyecta la actitud cooperante de la víctima.

La falta de empatía es precisamente uno de los focos principales en los que se centran los nuevos tratamientos diseñados para la rehabilitación de esta clase de delincuentes. En uno de los programas más prometedores los agresores deben leer los desgarradores relatos de este tipo de delitos contados desde la perspectiva de la víctima y contemplar videos en los que las víctimas narran desconsoladamente lo que experimentaron cuando sufrieron la agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca de su propio delito pero poniéndose, esta vez, en el lugar de la víctima y, por último, debe representar el episodio en cuestión desempeñando ahora el papel de víctima.

En opinión de William Pithers, psicólogo de la prisión de Vermont que ha desarrollado esta terapia de cambio de perspectiva: «la empatía hacia la víctima transforma la percepción hasta el punto de impedir la negación del sufrimiento, incluso a nivel de las propias fantasías», fortaleciendo así la motivación de los hombres para combatir sus perversas urgencias sexuales. La proporción de agresores sexuales que, después de pasar por este programa en prisión, reincidían, era la mitad que la de quienes no se sometieron al programa. Si falta esta motivación empática, las otras fases del tratamiento no funcionarán adecuadamente.

Pero si son pocas las esperanzas de infundir una mínima sensación de empatía en los agresores sexuales de los niños, menos todavía lo son en el caso de otro tipo de criminales, como los psicópatas (a los que los recientes diagnósticos psiquiátricos denominan soci6patas). El psicópata no sólo es una persona aparentemente encantadora sino que también carece de todo remordimiento ante los actos más crueles y despiadados. La psicopatía, la incapacidad de experimentar empatía o cualquier tipo de compasión o, cuanto menos, remordimientos de conciencia, es una de las deficiencias emocionales más desconcertantes. La explicación de la frialdad del psicópata parece residir en su comleta incapacidad para establecer una conexión emocional profunda. Los criminales más despiadados, los asesinos sádicos múltiples que se deleitan con el sufrimiento de sus victimas antes de quitarles la vida, constituyen el epitome de la psicopatía. Los psicópatas también suelen ser mentirosos impenitentes dispuestos a manipular cínicamente las emociones de sus victimas y a decir lo que sea necesario con tal de conseguir sus objetivos. Consideremos el caso de Faro, un adolescente de diecisiete años, integrante de una banda de Los Angeles, que causó la muerte de una mujer y de su hijo en un atropello que él mismo describía con más orgullo que pesar. Mientras se hallaba conduciendo un coche junto a Leon Bing, quien estaba escribiendo un libro sobre las pandillas de los Crips y los Bloods de la ciudad de Los Angeles, Faro quiso hacer una demostración para Bing. Según relata éste, Faro «pareció enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del incidente:

«El conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una mirada a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se abrieron completamente durante un instante. Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.

Entonces Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que había lanzado a los ocupantes del otro coche:

Me miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la mirada desafiante de este chico, una mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la suya

Es evidente que hay muchas explicaciones plausibles de una conducta tan compleja como ésta. Una de ellas podría ser que la capacidad de intimidar a los demás tiene cierto valor de supervivencia cuando uno debe vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo habitual. En tales casos, el exceso de empatía podría ser contraproducente. Así pues, en ciertos aspectos de la vida, una oportuna falta de empatía puede ser una «virtud» (desde el «policía malo» de los interrogatorios hasta el soldado entrenado para matar). En este mismo sentido, las personas que han practicado torturas en estados totalitarios refieren cómo aprendían a disociarse de los sentimientos de sus victimas para poder llevar a cabo mejor su «trabajo».

Una de las formas más detestables de falta de empatía ha sido puesta de manifiesto accidentalmente por una investigación que reveló que los maridos que agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una grave anomalía psicológica, ya que, en contra de lo que pudiera suponerse, estos hombres no actúan cegados por un arrebato de ira sino en un estado frío y calculado. Y, lo que es más, esta anomalía era más patente a medida que su cólera aumentaba y la frecuencia de sus latidos cardiacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir en los accesos de furia), lo cual significa que cuanto más beligerantes y agresivos se sienten, mayor es su tranquilidad fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de terror calculado, una forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un régimen de terror.

Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte entre los hombres que maltratan a sus esposas. Como norma general, también suelen mostrarse muy violentos fuera del matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera impulsiva -bien sea movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o celosos, o debido al miedo a ser abandonados- los agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas sin ninguna razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas puedan hacer -ni siquiera el intento de abandonarles- para aplacar su violencia.

Algunos estudiosos de los psicópatas criminales sospechan que esta capacidad de manipular fríamente a los demás, esta total ausencia de empatía y de afecto, puede originarse en un defecto neurológico.* Existen dos pruebas que apuntan a la existencia de un posible fundamento fisiológico de las psicopatías más crueles, pruebas que sugieren la implicación de vías neurológicas ligadas al sistema límbico. En un determinado experimento se midieron las ondas cerebrales del sujeto mientras éste trataba de descifrar una serie de palabras entremezcladas, proyectadas a una velocidad aproximada de diez palabras por segundo. La mayor parte de las personas reaccionan de un modo diferente ante las palabras que conllevan una poderosa carga emocional, como matar, que ante las palabras neutras, como silla, por ejemplo. Dicho de otro modo, la mayoría de las personas son capaces de reconocer rápidamente las palabras cargadas emocionalmente y sus cerebros muestran patrones de onda característicamente diferentes en respuesta a las palabras cargadas emocionalmente y a las palabras neutras. Los psicópatas, por el contrario, adolecen de este tipo de reacción y sus cerebros no muestran ningún patrón distintivo que les permita discernir las palabras emocionalmente cargadas y tampoco responden más rápidamente a ellas, lo cual parece sugerir algún tipo de disfunción en el circuito que conecta la región cortical en donde se reconocen las palabras con el sistema límbico, el área del cerebro que asocia un determinado sentimiento a cada palabra.

En opinión de Robert Hare, el psicólogo de la Universidad de la Columbia Británica que ha llevado a cabo esta investigación, los psicópatas tienen una comprensión muy superficial del contenido emocional de las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de su mundo afectivo. Según Hare, la indiferencia de los psicópatas se asienta en una pauta fisiológica ligada a ciertas irregularidades funcionales de la amígdala y de los circuitos neurológicos relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que reciben una descarga eléctrica no muestran los síntomas de miedo que son normales en las personas cuando sufren dolor. Es precisamente el hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos ninguna reacción de ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los psicópatas no se preocupen por las posibles consecuencias de sus actos. Y su incapacidad de experimentar el miedo es la que da cuenta de su ausencia de toda empatía -o compasión- hacia el dolor y el miedo de sus victimas.

* Una breve nota de advertencia: si bien puede hablarse de la existencia de ciertas pautas biológicas que intervengan en algunos tipos de delito -como, por ejemplo, algún defecto neurológico que impida la empatía-, ello no nos permite inferir que todos los delincuentes sufran algún deterioro biológico o que exista un determinante biológico de la delincuencia. Este tema ha suscitado enormes controversias aunque, por el momento, sólo se ha logrado cierto consenso de que no existe ningún determinante biológico de que tampoco puede hablarse de «genes criminales»,. Así pues, aunque, con determinados casos pueda hablarse de un fundamento fisiológico de la falta de empatía, ello no supone, en modo alguno, que esa disfunción aboque inexorablemente al delito. La falta de empatía debe ser considerada como uno más de los factores psicológicos, económicos y sociales que pueden abocar a la delincuencia.

8. LAS ARTES SOCIALES

Como sucede con tanta frecuencia entre hermanos, Len, de cinco años de edad, perdió la paciencia con Jay, de dos años y medio, porque había desordenado las piezas del Lego con las que estaban jugando y en un ataque de rabia le mordió. Su madre, al escuchar los gritos de dolor de Jay, se apresuró entonces a regañar a Len, ordenándole que recogiera en seguida el objeto de la disputa. Y ante aquello, que debió de parecerle una gran injusticia, Len rompió a llorar, pero su madre, enojada, se negó a consolarle.

Fue entonces cuando el agraviado Jay, preocupado con las lágrimas de su hermano mayor, se aprestó a consolarle. Y esto fue, más o menos, lo que ocurrió:"

-¡No llores más, Len! -imploró Jay- ¡Deja de llorar, hermano, deja de llorar!

Pero, a pesar de sus súplicas, Len continuaba llorando. Entonces Jay se dirigió a su madre diciéndole:

-¡Len está llorando, mamá! ¡Len está llorando! ¡Mira, mira. Len está llorando!

Luego, dirigiéndose al desconsolado Len, Jay adoptó un tono materno, susurrándole:

-¡No llores, Len!

No obstante, Len seguía llorando. Así que Jay intentó otra táctica, ayudándole a guardar en su bolsa las piezas del Lego con un amistoso.

-¡Mira! ¡Yo las meto en la bolsa para Lenny!

Pero como aquello tampoco funcionó, el ingenioso Jay ensayó una nueva estrategia, la distracción. Entonces cogió un coche de juguete y trató de llamar con él la atención de Len:

-Mira quién está dentro del coche, Len. ¿Quién es?

Pero Len seguía sin mostrar el menor interés. Estaba realmente consternado y sus lágrimas parecían no tener fin. Entonces su madre, perdiendo la paciencia, recurrió a una clásica amenaza:

-¿Quieres que te pegue?

-¡ No! -balbució entonces Len.

-¡Pues deja ya de llorar! -concluyó la madre, exasperada, con firmeza.

-¡Lo estoy intentando! -farfulló Len, en un tono patético y jadeante, a través de sus lágrimas.

Y eso fue lo que despertó la estrategia final de Jay que, imitando el tono autoritario y amenazante de su madre, ordenó: – ¡Deja de llorar, Len! ¡Acaba ya de una vez!

Este pequeño drama doméstico evidencia muy claramente la sutileza emocional que puede desplegar un mocoso de poco más de dos años para influir sobre las emociones de otra persona. En su apremiante intento de consolar a su hermano, Jay desplegó un amplio abanico de tácticas que iban desde la súplica hasta la ayuda, pasando por la distracción, la exigencia e incluso la amenaza, un auténtico repertorio que había aprendido de lo que otros habían intentado con él. Pero, en cualquiera de los casos, lo que ahora nos importa es subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños disponen de un auténtico arsenal de tácticas dispuestas para ser utilizadas.

Como sabe cualquier padre, el despliegue de empatía y compasión demostrado por Jay no es, en modo alguno, universal. Es igual de probable que un niño de esta edad considere la angustia de su hermano como una oportunidad para vengarse de él y hostigarle más aún. Las mismas habilidades mostradas por Jay podrían haber sido utilizadas para fastidiar o atormentar a su hermano. No obstante, ello no haría sino confirmar la presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de conocer los sentimientos de los demás y de hacer algo para transformarlos, una capacidad que constituye el fundamento mismo del sutil arte de manejar las relaciones.

Pero para llegar a dominar esta capacidad, los niños deben poder dominarse previamente a si mismos, deben poder manejar sus angustias y sus tensiones, sus impulsos y su excitación, aunque sea de un modo vacilante, puesto que para poder conectar con los demás es necesario un mínimo de sosiego interno. Es precisamente en este período cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta, aparecen los primeros rasgos distintivos de la capacidad de controlar las propias emociones, de esperar sin gimotear, de razonar o de persuadir (aunque no siempre elijan estas opciones).

La paciencia constituye una alternativa a las rabietas -al menos de vez en cuando- y los primeros signos de la empatía comienzan a aparecer alrededor de los dos años de edad (fue precisamente la empatía -la raíz de la compasión- la que impulsó a Jay a intentar algo tan difícil como tranquilizar a su desconsolado hermano).

Así pues, el requisito para llegar a controlar las emociones de los demás -para llegar a dominar el arte de las relaciones- consiste en el desarrollo de dos habilidades emocionales fundamentales: el autocontrol y la empatía.

Es precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía sobre la que se desarrollan las «habilidades interpersonales». Estas son las aptitudes sociales que garantizan la eficacia en el trato con los demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal reiterado. Y también es precisamente la carencia de estas habilidades la causante de que hasta las personas intelectualmente más brillantes fracasen en sus relaciones y resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas habilidades sociales son las que nos permiten relacionarnos con los demás, movilizarles, inspirarles, persuadirles, influirles y tranquilizarles profundizar, en suma, en el mundo de las relaciones.

LA EXPRESIÓN DE LAS EMOCIONES

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente