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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 8)


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En este experimento, Ader administró a varias ratas blancas una medicación -que iba acompañada de la ingesta de agua edulcorada con sacarina- que disminuía artificialmente la cantidad de leucocitos T (destinados a combatir la enfermedad). Pero Ader descubrió, no obstante, que la mera administración de agua con sacarina -sin ningún tipo, por tanto, de medicación inhibidora- seguía provocando un descenso tal del número de células que algunas ratas terminaron enfermando y muriendo. Este experimento demostró que el sistema inmunológico había aprendido a responder al agua con sacarina, algo que, según el criterio científico prevalente, carecía de todo sentido.

Según el neurocientífico Francisco Varela, de la Escuela Politécnica de Paris, el sistema inmunológico constituye el «cerebro del cuerpo», el que define su sensación de identidad, de lo que le pertenece y lo que no le pertenece." Las células inmunológicas se desplazan por todo el cuerpo con el torrente sanguíneo, estableciendo contacto con casi todas las células del organismo y atacándolas cuando no las reconoce, cumpliendo así con la función de defendernos de los virus, las bacterias o el cáncer. Pero también puede darse el caso de que las células inmunológicas interpreten equivocadamente el mensaje de ciertas células del cuerpo y terminen ocasionando una enfermedad autoinmune, como la alergia o el lupus, por ejemplo. Hasta el día en que Ader realizó su imprevisto descubrimiento, los fisiólogos, los médicos y hasta los biólogos consideraban que el cerebro (con sus diferentes ramificaciones a través del cuerpo vía sistema nervioso central) y el sistema inmunológico eran entidades independientes y. por tanto, incapaces de influirse mutuamente. Según los conocimientos disponibles desde hacía un siglo, no existía ningún tipo de comunicación entre los centros cerebrales que controlan el sabor y aquellas regiones de la médula ósea encargadas de la fabricación de leucocitos.

En los años transcurridos desde entonces, el modesto descubrimiento realizado por Ader ha obligado a cambiar radicalmente nuestro criterio sobre las relaciones existentes entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central, dando origen a una nueva ciencia, la psiconeuroinmunologia (o PNI), actualmente en la vanguardia de la medicina. El mismo nombre de esta nueva ciencia da cuenta del vinculo existente entre la «mente» (psico), el sistema neuroendocrino (neuro) -que subsume el sistema nervioso y el sistema hormonal- y el término inmunología, que se refiere, obviamente, al sistema inmunológico.

A partir de entonces, una serie de investigadores ha descubierto que los mensajeros químicos más activos, tanto en el cerebro como en el sistema inmunológico, se concentran en las regiones nerviosas encargadas del control de las emociones? David Felten, colega de Ader, nos ha proporcionado algunas de las pruebas más concluyentes a favor de la existencia de un vinculo fisiológico directo entre las emociones y el sistema inmunológico. Felten comenzó observando que las emociones tienen un efecto muy poderoso sobre el sistema nervioso autónomo (encargado, entre otras cosas, de regular la cantidad de insulina liberada en la sangre y la tensión arterial). Trabajando con su esposa Suzanne y otros colegas, Felten logró determinar el lugar concreto en el que, por decirlo así, el sistema nervioso se comunica directamente con los linfocitos y las células macrófagas del sistema inmunológico. En sus observaciones realizadas con el microscopio electrónico, Felten descubrió también la existencia de conexiones directas entre las terminaciones nerviosas del sistema nervioso autónomo y las células del sistema inmunológico. Este punto físico de contacto permite a las células nerviosas liberar los neurotransmisores que regulan la actividad de las células inmunológicas (aunque, en realidad, la comunicación se establece en ambos sentidos), un hallazgo ciertamente revolucionario porque hasta la fecha nadie había sospechado siquiera que las células del sistema inmunológico pudieran ser el blanco de mensajes procedentes del sistema nervioso.

Para determinar con mayor precisión la importancia de estas terminaciones nerviosas en el funcionamiento del sistema inmunológico, Felten dio un paso más allá y llevó a cabo diferentes experimentos con animales a los que extrajo algunos de los nervios de los nódulos linfáticos y del bazo, en donde se elaboran y almacenan las células inmunológicas, y luego les inoculó varios virus para tratar de verificar la respuesta de su sistema inmunológico. El resultado de esta investigación constató un espectacular descenso en la respuesta inmunológica frente al ataque vírico. La conclusión de Felten es que, a falta de estas terminaciones nerviosas, el sistema inmunológico es incapaz de responder como debiera ante una invasión vírica o bacteriana. Así pues, en resumen, el sistema nervioso no sólo está relacionado con el sistema inmunológico sino que cumple con un papel esencial para que éste desempeñe adecuadamente su función.

Otro factor fundamental en la relación existente entre las emociones y el sistema inmunológico está ligado a las hormonas liberadas en situaciones de estrés. Las catecolaminas (epinefrina y norepinefrina, llamadas también adrenalina y noradrenalina), el cortisol, la prolactina y los opiáceos naturales (como, por ejemplo, la-endorfina y la encefalina) son algunas de las hormonas liberadas en situaciones de tensión que tienen una gran influencia sobre las células del sistema inmunológico. Aunque las relaciones concretas existentes entre estas hormonas y el sistema inmunológico resultan muy difíciles de precisar, no cabe la menor duda de que su presencia entorpece el adecuado funcionamiento de las células inmunológicas. El estrés, por consiguiente, disminuye la resistencia inmunológica, al menos de forma provisional, tal vez como una estrategia de conservación de la energía necesaria para hacer frente a una situación que parece amenazadora para la supervivencia del individuo. Pero, en el caso de que el estrés sea intenso y prolongado, la inhibición puede terminar convirtiéndose en una condición permanente. ¿A partir del momento en que se hizo evidente la relación entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico? los microbiólogos y otros científicos en general han seguido descubriendo cada vez más conexiones entre el cerebro, el sistema cardiovascular y el sistema inmunológico.

LAS EMOCIONES TOXICAS: DATOS CLINICOS

Pero, a pesar de tales pruebas, la inmensa mayoría de los médicos siguen mostrándose renuentes a aceptar la relevancia clínica de las emociones. Si bien es cierto que existen numerosas investigaciones que demuestran que el estrés y las emociones negativas debilitan la eficacia de distintos tipos de células inmunológicas, no siempre queda claro que su alcance establezca algún tipo de diferencia clínica.

Pero el hecho es que cada vez son más los médicos que reconocen la incidencia de las emociones en el desarrollo de la enfermedad. El doctor Camran Nezhat, eminente cirujano ginecológico de la Universidad de Stanford, afirma que «cuando una mujer a quien voy a intervenir quirúrgicamente me dice que tiene miedo, postergo de inmediato la intervención», y luego prosigue diciendo «todos los cirujanos saben que la gente muy asustada no responde adecuadamente a una intervención quirúrgica, ya que tienden a sangrar en exceso, son más propensos a las infecciones y a las complicaciones y tardan más tiempo en recuperarse. Es mucho mejor, por tanto, que el paciente se halle completamente sereno».

Es evidente que el pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial y que, en consecuencia, las venas dilatadas por la presión sanguínea sangran más profusamente cuando son seccionadas por el bisturí del cirujano. El sangrado excesivo -recordémoslo- constituye una de las principales complicaciones a las que se enfrenta toda intervención quirúrgica, una complicación que a veces puede terminar conduciendo hasta la misma muerte.

Pero más allá de estos datos anecdóticos cada vez es mayor la información que subraya la importancia clínica de las emocines. Es posible que los datos más convincentes al respecto procedan de un metaanálisis que revisa los resultados de 101 investigaciones llevadas a cabo con miles de personas. Este metaestudio confirma hasta qué punto resultan nocivas para la salud las emociones perturbadoras « y demuestra que las personas que sufren de ansiedad crónica, largos episodios de melancolía y pesimismo, tensión excesiva, irritación constante, y escepticismo y desconfianza extrema, son doblemente propensas a contraer enfermedades como el asma, la artritis, la jaqueca, la úlcera péptica y las enfermedades cardíacas (cada una de la cuales engloba un amplio abanico de dolencias)». Las emociones negativas son, pues, un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad, similar al tabaquismo o al colesterol en lo que concierne a las enfermedades cardíacas. En resumen, pues, las emociones negativas constituyen una seria amenaza para la salud.

Habría que matizar, por último, que la presencia de una amplia correlación estadística no significa, en modo alguno, que todas las personas que experimentan estos sentimientos crónicos terminen siendo presa de alguna de estas enfermedades, pero la evidencia del papel que desempeñan las emociones es, con mucho, más amplia de lo que nos sugiere este metaestudio. Si prestamos atención a los datos relativos a emociones concretas, especialmente a las tres principales -la ira, la ansiedad y la depresión-, no cabe la menor duda de la relevancia clínica de las emociones, aun cuando los mecanismos biológicos concretos mediante los cuales actúan todavía no hayan sido completamente elucidados.

Cuando la ira resulta suicida

Un golpe lateral en su vehículo le llevó a emprender una frustrante y estéril peregrinación. Primero tuvo que cumplimentar tediosos formularios en la compañía de seguros y, después de demostrar que la carrocería de su coche había resultado seriamente dañada y que el responsable del accidente era el conductor del otro vehículo, todavía tuvo que pagar 800 dólares. Después de aquel incidente llegó a sentirse tan mal que el simple hecho de coger el coche bastaba para enojarle. Finalmente se vio en la obligación de vender su automóvil. Años más tarde, el mero recuerdo de aquella situación bastaba para hacerle palidecer de rabia.

Este desagradable incidente forma parte de un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford sobre los efectos de la irritabilidad en los pacientes aquejados de una enfermedad cardiaca. El objeto del estudio -realizado sobre sujetos que, al igual que el hombre que acabamos de mencionar, habían padecido un ataque cardíaco- era el de averiguar el impacto del enfado sobre la actividad cardiaca. El resultado fue sorprendente porque, en el mismo momento en que los pacientes relataban los incidentes que les habían hecho sentirse furiosos, la eficacia de su bombeo cardíaco (denominada también, en ocasiones, «fracción de eyección») descendió un 5% y, en algunos casos, hasta el 7% o incluso más, un indicador que los cardiólogos consideran un síntoma de isquemia del miocardio, un peligroso descenso en la cantidad de sangre que llega al corazón.

Este descenso en la eficacia del bombeo cardíaco no ha sido constatado, en cambio, en presencia de otras sensaciones perturbadoras, como la ansiedad, por ejemplo, ni tampoco durante el ejercicio físico. El enojo, pues, parece ser una de las emociones más dañinas para el corazón. Y eso que, según relataron los afectados, el recuerdo del incidente problemático no les enfurecía ni la mitad de lo que lo habían estado cuando sucedió el incidente, un dato que demuestra que, en el curso de la situación real, su corazón se hallaba mucho más afectado.

Este descubrimiento se inserta en un conjunto de pruebas mucho más amplio extraído de una docena de estudios que subrayan el efecto dañino del enfado para el corazón. El antiguo punto de vista al respecto no aceptaba fácilmente que la personalidad tipo A -la persona que siempre tiene prisa y que padece una elevada tensión sanguínea- constituye un grave factor de riesgo para las enfermedades cardíacas, pero los nuevos descubrimientos realizados al respecto demuestran hoy que la irritabilidad constituye un claro factor de riesgo.

Muchos de los datos de que disponemos sobre la irritabilidad proceden de la investigación realizada por el doctor Redford Williams de la Universidad de Duke. Por ejemplo, Williams descubrió que los médicos que obtuvieron las puntuaciones más elevadas en un test de hostilidad realizado cuando todavía eran estudiantes mostraban, alrededor de los cincuenta años, un índice de mortalidad siete veces mayor que quienes habían obtenido puntuaciones más bajas. La tendencia al enfado constituye, pues, un predictor mejor del índice de mortalidad temprana que otros factores de riesgo tales como fumar, un nivel elevado de tensión arterial o el índice de colesterol en la sangre. Por su parte, las angiografías -una operación en la que se inserta un catéter en la arteria coronaria para cuantificar sus posibles lesiones- realizadas por el doctor John Barefoot, de la Universidad de Carolina del Norte, ayudaron a demostrar la existencia de una elevada correlación entre los resultados del test de hostilidad y la gravedad de la lesión coronaria.

Con ello no estamos afirmando en modo alguno que la irritabilidad termine ocasionando una enfermedad coronaria, sino sólo que constituye un factor de riesgo más que tener en cuenta.

Como me explicó Peter Kaufman, director interino del Behavioral Medicine Branch of the National Heart. Lung, and Blood lnstitute: «aún no estamos en condiciones de afirmar rotundamente que el enfado y la hostilidad desempeñan un papel determinante en las primeras fases del desarrollo de una enfermedad coronaría, si contribuyen a intensificar el problema una vez que éste se ha manifestado o ambas cosas a la vez.» Tengamos en cuenta que cada nueva explosión de ira aumenta la frecuencia cardiaca y la tensión arterial, forzando así al corazón a un sobreesfuerzo adicional que, en el caso de repetirse asiduamente, puede terminar resultando sumamente perjudicial, especialmente si consideramos también que la fuerza del flujo sanguíneo que discurre por la arteria coronaria a cada latido en estas circunstancias «puede dar lugar a microdesgarros de los vasos sanguíneos, que favorecen el desarrollo de la placa. En el caso de las personas crónicamente enojadas, la aceleración habitual del ritmo cardíaco y la elevada presión arterial pueden terminar consolidando, en un período aproximado de treinta años, una placa arterial que contribuya a la aparición de la enfermedad coronaria».

Como lo demuestra el estudio de los recuerdos irritantes de este tipo de enfermos, los mecanismos desencadenados por el enojo afectan directamente a la eficacia del bombeo cardíaco, una situación que convierte al enfado en un factor especialmente nocivo para las personas que se hallan aquejadas de una enfermedad coronaria. Un estudio realizado en la Facultad de Medicina de Stanford sobre 1.110 personas que, tras padecer un primer ataque cardíaco fueron sometidas a un seguimiento de más de ocho anos. puso de manifiesto que la propensión a la agresividad y a la irritabilidad aumenta el riesgo de sufrir nuevos ataques. Este resultado fue confirmado posteriormente por otra investigación realizada en la Facultad de Medicina de Yale sobre 999 personas que habían sufrido un ataque cardíaco y que también fueron sometidas a un seguimiento, esta vez de diez años. El resultado de esta investigación demostró que las personas especialmente susceptibles al enfado eran tres veces más proclives -y cinco veces mas, en el caso de que su nivel de colesterol fuera también elevado- a experimentar un paro cardíaco que las personas más tranquilas.

No obstante, los investigadores de Yale señalan que la irritabilidad no es el único factor que aumenta el riesgo de muerte por enfermedad cardiaca, sino que también lo son las emociones negativas intensas de todo tipo que regularmente liberan hormonas estresantes en el torrente sanguíneo. Pero hay que decir que, como demuestra un estudio realizado en la Facultad de Medicina de Harvard en el que se pidió a más de mil quinientas personas que habían sufrido un ataque al corazón que describieran el estado emocional en que se hallaban en las horas previas al ataque, la irritabilidad representa el caso más evidente de la estrecha relación existente entre las emociones y las enfermedades del corazón. Este estudio demostró que el enfado duplica las probabilidades de que quienes sufren una enfermedad del corazón experimenten un paro cardiaco, y que este incremento del riesgo perdura hasta unas dos horas después de que el enfado haya desparecido.

Pero este descubrimiento no implica que debamos tratar de eliminar el enfado cuando éste resulte apropiado, puesto que también existen pruebas de que su represión aumenta la agitación corporal y la tensión arteriales Por otro lado, como hemos visto en el capítulo 5, el hecho de expresar el enfado contribuye a alimentarlo, haciendo más probable este tipo de respuesta frente a cualquier situación problemática. En opinión de Williams, la aparente paradoja existente entre el hecho de expresar o no el enfado carece de toda importancia, porque lo verdaderamente importante radica en la cronicidad o no de este estado de ánimo. La expresión ocasional de la hostilidad no resulta peligrosa para la salud; el problema surge cuando la irritabilidad se hace tan constante como para permitirnos adscribir al sujeto a un tipo de personalidad hostil, un estilo personal anclado en la desconfianza y el escepticismo y propenso a las críticas sarcásticas y humillantes, así como a los accesos de mal humor. Pero el hecho es que la irritabilidad crónica no supone necesariamente una sentencia de muerte sino que, por el contrario, constituye un hábito y que, como tal, puede ser modificado. En este sentido, resulta relevante el resultado de un programa desarrollado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford y dirigido a un grupo de pacientes que habían sufrido un ataque cardíaco con la intención de ayudarles a moderar las actitudes que les hacían proclives al mal genio. Este entrenamiento en el control del enfado condujo a una disminución del 44% en la incidencia de nuevos ataques cardíacos en comparación con aquellos otros pacientes que no se habían sometido a él. Otro programa concebido por Williams arrojó resultados igualmente esperanzadores El programa de Williams, al igual que el de Stanford, tiene por objeto enseñar los rudimentos básicos de la inteligencia emocional, especialmente en lo que concierne al desarrollo de la empatía y a la atención a los síntomas menores del enfado apenas se advierta su presencia. Este programa pide a los participantes que hagan el esfuerzo decidido de anotar los pensamientos escépticos u hostiles en el mismo momento en que se presenten. En el caso de que éstos persistan, el sujeto debe tratar de interrumpirlos diciendo (o pensando) «¡alto!» y, a continuación, debe tratar de reemplazarlos por otros más positivos. En el caso, por ejemplo, de que el ascensor se retrase, uno debería tratar de buscar una explicación positiva en lugar de enojarse por la falta de cuidado de la persona a quien uno supone responsable y, por ejemplo, en lo que respecta a los encuentros interpersonales frustrantes, los pacientes deben desarrollar la capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de la otra persona. La empatía, en suma, constituye un auténtico bálsamo para el enfado.

Como me dijo Williams: «el antídoto más adecuado contra la irritabilidad consiste en el desarrollo de una actitud más confiada. Todo lo que se requiere es una motivación adecuada, pero cuando las personas comprenden que su irritación puede conducirles rápidamente a la tumba, se encuentran mucho más predispuestas a intentarlo».

El estrés: la ansiedad desproporcionada e inoportuna

«Me sentía continuamente ansiosa y tensa, una situación que empezó mientras estaba en el instituto y era una excelente estudiante. Entonces comencé a preocuparme por las notas, los horarios y la relación con los profesores y mis compañeros. Mis padres me presionaban para que me esforzara todavía más y para que me convirtiera en una estudiante modelo… Supongo que entonces sencillamente me derrumbé ante tanta presión, porque mis problemas digestivos comenzaron durante el último año de instituto. Desde aquella época he tenido que evitar el café y las comidas picantes. y cuando me siento inquieta o tensa, noto como si el estómago me ardiera, y cada vez que estoy preocupada siento náuseas».

Según la experiencia científica disponible, es muy posible que la ansiedad -la angustia ocasionada por las presiones de la vida- sea la emoción que se halle más relacionada con el inicio y el proceso de recuperación de una enfermedad. Desde un punto de vista evolutivo, la ansiedad tal vez resultara útil cuando cumplía con la función de predisponemos a afrontar algún tipo de peligro, pero en la vida moderna suele manifestarse de forma desproporcionada e inoportuna. En tal caso, la angustia no constituye tanto una respuesta de activación ante un peligro real como una reacción ante una situación cotidiana o que no es más que el producto de nuestra imaginación. En este sentido, los ataques repetidos de ansiedad constituyen un indicador de un elevado nivel de estrés que, en casos como el descrito en el párrafo anterior, son un ejemplo de la forma en que la ansiedad y el estrés contribuyen a incrementar los problemas médicos.

En 1993, la revista Archives of Internal Medicine publicó una extensa investigación realizada por el psicólogo de Yale Bruce McEwen, en la que refería las consecuencias de la relación existente entre el estrés y la enfermedad, una relación que compromete a la función inmunológica hasta el punto de acelerar la metástasis, aumentar la vulnerabilidad ante las infecciones víricas, incrementar la formación de placa que conduce a la arteriosclerosis, acelerar la formación de trombos que pueden causar un infarto de miocardio, fomentar la manifestación de la diabetes de tipo I y el curso de la diabetes de tipo II, y desencadenar o agravar los ataques de asma. El estrés también puede contribuir a la ulceración del tracto gastrointestinal y a empeorar los síntomas de la colitis ulcerosa y la inflamación intestinal. Hasta el mismo cerebro, a largo plazo, es susceptible a los efectos del estrés sostenido, incluyendo las lesiones del hipocampo y afectando, en consecuencia, a la memoria. Según McEwen: «cada vez hay más pruebas que demuestran que las experiencias estresantes afectan directamente al sistema nervioso». Los estudios realizados sobre enfermedades infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes, proporcionan una evidencia médica particularmente relevante a este respecto. Continuamente nos hallamos expuestos a la acción de estos virus, pero nuestro sistema inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en los que el estrés emocional mina nuestras defensas. Ciertos experimentos han demostrado que el estrés y la ansiedad debilitan la fortaleza del sistema inmunológico, aunque no queda suficientemente claro si el alcance de esta merma tiene alguna relevancia clínica, es decir, si resulta tan decisiva como para dejar expedito el camino a la enfermedad. De hecho, la relación científica más evidente existente entre el estrés y la ansiedad y la vulnerabilidad clínica procede de las investigaciones prospectivas, es decir, de aquellas investigaciones realizadas con personas sanas, en las que se registra el aumento de la ansiedad y luego se observa si se ha producido un debilitamiento del sistema inmunológico y la posterior manifestación de la enfermedad.

Un estudio realizado por Sheldon Cohen, psicólogo de la Universidad de Carnegie-Mellon, y otros científicos, en una unidad especializada en resfriados situada en Sheffield, Inglaterra, cuantificó la magnitud del estrés que experimentaba la gente en sus vidas y luego los expuso sistemáticamente a la acción del virus del resfriado. El hecho es que no todos los sujetos expuestos al virus cayeron enfermos porque un sistema inmunológico fuerte puede -y así lo hace continuamente- resistirse a la acción del virus del resfriado. El resultado del experimento demostró que cuanta más tensión experimenta la persona en su vida cotidiana, mayor es su predisposición a contraer un resfriado. Sólo el 27% de quienes presentaban un bajo nivel de estrés contrajeron la enfermedad después de haber sido expuestos a la acción del virus; cosa que, por el contrario, ocurrió en el 47% de quienes tenían una vida más estresante. Esta parece una prueba irrefutable de que el estrés debilita el sistema inmunológico. (Hay que decir también que ésta podría ser una de esas investigaciones que confirma lo que todo el mundo sospechaba, una hipótesis elevada ahora a la categoría de conclusión científica por el rigor metodológico con que se ha realizado.)

Otro estudio similar, realizado, en este caso con matrimonios que durante tres meses fueron sometidos a un seguimiento para determinar los acontecimientos problemáticos a los que estaban sujetos (como peleas matrimoniales, por ejemplo) demostró fehacientemente que tres o cuatro días después de una disputa particularmente intensa, contraían un resfriado o una infección de las vías respiratorias. Este lapso suele ser, precisamente, el tiempo de incubación de la mayor parte de los virus, sugiriéndonos que la exposición a éstos mientras se hallaban preocupados y alterados les volvió especialmente vulnerables. La misma pauta de estrés-infección es aplicable también al virus del herpes (tanto al que afecta a la zona de los labios como al genital). Después de que una persona haya sido afectada por el virus, éste permanece en el cuerpo en estado latente, manifestándose tan sólo de manera ocasional. Si éste fuera el caso, el nivel de anticuerpos en el torrente sanguíneo nos permite determinarla y próxima incidencia del virus. Este indicador ha permitido predecir la reactivación del virus del herpes en estudiantes de medicina que deben afrontar los exámenes finales, en mujeres recién separadas y en personas sometidas a la presión constante de tener que cuidar a un familiar aquejado de la enfermedad de Alzheimer. Otras investigaciones han demostrado que la ansiedad no sólo provoca una disminución de la respuesta inmunológica sino que también tiene efectos negativos sobre el sistema cardiovascular.

Mientras la irritabilidad crónica y los episodios repetidos de cólera parecen aumentar el riesgo de enfermedad coronaria en los hombres, las emociones más letales para las mujeres son la ansiedad y el miedo. Un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford sobre más de mil personas que habían padecido un ataque al corazón demostró que las mujeres que habían sufrido un segundo ataque presentaban un elevado índice de miedo y ansiedad que, en la mayoría de los casos, adoptaba la forma de fobias paralizantes que, tras el primer ataque, las llevaba a dejar de conducir, abandonar el trabajo y encerrarse en su casa. Los efectos fisiológicos perniciosos que acompañan al estrés y la ansiedad mental -el tipo de estrés provocado por los trabajos en que uno se halla sometido a una presión constante o a condiciones vitales difíciles (como, por ejemplo, las que aquejan a las madres que viven solas con sus hijos y tienen que arreglárselas para trabajar y cuidar de su familia) – están siendo estudiados minuciosamente. Stephen Manuck, psicólogo de la Universidad de Pittsburgh, llevó a cabo un experimento en el que sometió a treinta voluntarios a condiciones de estrés mientras controlaba la tasa en sangre de ATP (adenosintrifosfato, una sustancia secretada por los trombocitos que es capaz de provocar cambios en los vasos sanguíneos y ocasionar un ataque de apoplejía). El experimento demostró que cuanto más intenso era el estrés mayor era el nivel de ATP, así como el latido cardiaco y la tensión arterial.

Es comprensible, pues, que los riesgos para la salud aumenten en el caso de aquellos oficios cuyo desempeño exija un esfuerzo y una eficacia extremos sin que el sujeto tenga la menor posibilidad de controlar las condiciones de trabajo (una situación que hace que los conductores de autobús, por ejemplo, presenten un elevado índice de hipertensión arterial). En un estudio llevado a cabo con 569 pacientes aquejados de cáncer colorrectal en el que se utilizó un grupo de control similar, quienes habían experimentado un deterioro manifiesto de sus condiciones laborales durante los diez años anteriores demostraron ser cinco veces y media más proclives a desarrollar cáncer que aquéllos otros que no se hallaban sometidos al mismo nivel de estrés. La importancia médica del estrés es tal que las técnicas de relajación -orientadas a reducir directamente el grado de excitación fisiológica- se están utilizando clínicamente para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas (entre las que se incluyen, por citar sólo unas pocas, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico). El aprendizaje de la relajación proporciona a los pacientes la ocasión de controlar sus sensaciones y de evitar así un posible empeoramiento de su condición debido al estrés y la angustia emocional.

El coste médico de la depresión

Años después de haber sido sometida a una intervención quirúrgica para extirparle un tumor maligno se le detectó una metástasis en el pecho. Su médico ya no le habló de curación y le dijo que la quimioterapia sólo prolongaría -como mucho- unos pocos meses más su vida. Comprensiblemente, se sumió en una profunda depresión y siempre que acudía al oncólogo acababa estallando en lágrimas. Sin embargo, la única respuesta que recibía del facultativo cada vez que esto ocurría era pedirle que abandonara la consulta.

Dejando de lado el daño motivado por la desconsiderada actitud del oncólogo ¿tenía acaso alguna relevancia clínica el hecho de que éste no supiera relacionarse con el desconsuelo de su paciente? A partir del momento en que una enfermedad alcanza ese grado de virulencia no parece probable que las emociones puedan tener algún tipo de efecto apreciable en su desarrollo. Aunque es evidente que la cualidad de los últimos meses de vida de esta mujer se vio ensombrecida por la depresión, todavía no está claro el efecto de la tristeza sobre el curso del cáncer. Pero el hecho es que hay muchas investigaciones que apuntan a la conclusión de que la depresión desempeña un papel relevante en otras condiciones clínicas, especialmente en lo que concierne a la fase de empeoramiento de la enfermedad. Cada vez es mayor la evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan aquejados de una enfermedad grave también deberían recibir tratamiento para su depresión.

Una de las complicaciones que conlleva el tratamiento de la depresión es que sus síntomas, entre los que se incluye el letargo y la pérdida de apetito, suelen confundirse con los síntomas de otras enfermedades, especialmente en el caso de que sean tratados por médicos que tengan poca experiencia en el diagnóstico psiquiátrico. Y esa incapacidad para diagnosticar y tratar la depresión que puede acompañar a una enfermedad grave (como ocurría en el caso de la mujer aquejada de cáncer de mama) puede constituir, en si misma, un riesgo añadido para su desarrollo.

Doce de los trece pacientes aquejados de depresión que formaban parte de un grupo de cien que habían sido sometidos a un trasplante de médula ósea fallecieron antes del primer año, mientras que 34 de los 87 restantes todavía seguían con vida dos años después. Por otra parte, la probabilidad de que los pacientes aquejados de insuficiencia renal crónica que eran sometidos a diálisis y a quienes se había diagnosticado una depresión mayor falleciera en los dos años posteriores era mucho mayor que la de aquellos otros que no estaban deprimidos, un hecho que demuestra que la depresión es un mejor predictor que cualquier otro síntoma clínico. Pero la vía que conecta la emoción con la condición médica no es biológica sino actitudinal; dicho de otro modo, los pacientes depresivos están menos predispuestos a colaborar con el tratamiento y pueden mentir sobre la dieta, lo cual, obviamente, les expone a un riesgo todavía mayor.

La depresión también parece tener cierta incidencia sobre las enfermedades cardiacas. En un estudio realizado con 2.832 personas de mediana edad que fueron sometidas a un seguimiento de doce años, quienes experimentaban una sensación de permanente abatimiento y desesperación presentaban una tasa más elevada de mortalidad debida a enfermedades cardíacas y en el 3% de los casos aquejados de una depresión mayor, esa tasa era cuatro veces superior.

La depresión parece suponer un riesgo médico especialmente grave para los supervivientes de un ataque cardíaco. En una investigación realizada en un hospital de Montreal, los pacientes deprimidos que fueron dados de alta después de haber padecido un primer ataque al corazón presentaron un índice de mortalidad muy elevado durante los seis meses siguientes. La tasa de mortalidad de uno de cada ocho pacientes de los mas seriamente deprimidos de ese estudio era cinco veces superior a la de otros pacientes aquejados de una enfermedad similar, un factor de riesgo tan importante como las principales causas de muerte por ataque cardiaco, como la disfunción del ventrículo izquierdo o la existencia de un historial previo en este sentido. Uno de los posibles mecanismos que explicaría esta situación es que la depresión incide directamente en la variabilidad del latido cardíaco, incrementando así el riesgo de arritmias fatales.

También se ha constatado que la depresión puede obstaculizar el proceso de recuperación de las fracturas de cadera. En un determinado estudio llevado a cabo con varios miles de ancianas aquejadas de este tipo de lesión, todas ellas fueron objeto de un diagnóstico psiquiátrico en el momento de ingresar en el hospital. Las que fueron diagnosticadas de depresión no sólo permanecieron ingresadas una media de ocho días más que aquéllas otras que padecían lesiones similares pero que no presentaban ningún síntoma de depresión, sino que tan sólo un tercio de ellas logró volver a caminar de nuevo. Por su parte, las mujeres deprimidas que, además de la atención médica correspondiente, recibieron ayuda psiquiátrica para tratar de superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia para poder volver a caminar y tuvieron menos reingresos en los tres meses posteriores a que se les diera el alta que aquellas otras que no recibieron ningún tipo de tratamiento psicológico.

Otro estudio demostró que uno de cada seis pacientes cuya condición física era tan calamitosa que se hallaban entre el 10% de personas que más recurrían a los servicios médicos (porque estaban afectados de diversas dolencias como, por ejemplo, la diabetes y la enfermedad cardiaca) se hallaba aquejado de una depresión grave. Y, cuando estos pacientes recibieron atención psicológica, el número de días al año que estuvieron de baja descendió de 79 a 51 en quienes estaban aquejados de depresión mayor y de 62 a 18 días en quienes sufrían una depresión moderada.

LOS BENEFICIOS CLINICOS DE LOS SENTIMIENTOS POSITIVOS

No cabe duda, pues, de los efectos nocivos de la irritabilidad, la ansiedad y la depresión. La ansiedad y la irritabilidad crónicas vuelven a las personas más susceptibles a la acción de un amplio abanico de enfermedades, y aunque la depresión no constituya la causa directa de la enfermedad, sí que parece interferir, en cambio, en el curso de su recuperación y aumentar el riesgo de mortalidad, especialmente en el caso de los pacientes aquejados de enfermedades graves.

Pero si las diversas formas de la angustia emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones puede ser, hasta cierto punto, tonificante. Pero con ello no estamos diciendo que las emociones positivas sean curativas ni que la risa o la felicidad puedan, por sí solas, invertir el curso de una enfermedad grave. Su efecto tal vez sea muy sutil pero los estudios realizados sobre miles de personas no dejan lugar a duda sobre el papel que desempeñan las emociones positivas en el conjunto de variables que afectan al curso de una enfermedad.

El coste del pesimismo y las ventajas del optimismo

El pesimismo -al igual que la depresión- tiene su precio, mientras el optimismo, por el contrario, supone considerables ventajas.

Un estudio evaluó el grado de optimismo o pesimismo de ciento veintidós hombres que habían sufrido un primer ataque cardiaco. Ocho años más tarde, veintiuno de los veinticinco más pesimistas habían muerto, mientras que sólo habían fallecido seis de los veinticinco más optimistas. Este estudio pone de relieve la importancia de la actitud mental que se ha revelado como un mejor predictor de supervivencia que otros factores clínicos (como el daño físico experimentado por el corazón en ese primer ataque, el infarto, la tasa de colesterol o la tensión arterial). Otra investigación demostró que los pacientes más optimistas que habían sufrido una operación de bypass arterial se recuperaban mucho antes y sufrían menos complicaciones, tanto durante como después de la intervención, que los más pesimistas. La esperanza, al igual que su pariente cercano el optimismo, también constituye un factor curativo. En este sentido, las personas esperanzadas se muestran comprensiblemente más capaces de superar los retos que les presente la vida, incluyendo los problemas mentales. En un estudio realizado entre personas paralizadas por una lesión en la espina dorsal, las más esperanzadas tenían una mayor movilidad física que aquéllas otras aquejadas de la misma incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La esperanza resulta especialmente relevante en el caso de las parálisis por lesiones de la médula espinal, ya que este tipo de tragedia clínica suele aquejar a jóvenes que han sufrido un accidente automovilístico y que tendrán que permanecer en esta penosa condición durante el resto de su vida. El modo en que la persona reacciona emocionalmente ante este hecho tiene profundas consecuencias en el esfuerzo que realice para mejorar su funcionalidad física y social. Existen muchas posibles explicaciones de las importantes consecuencias de una actitud pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis sostiene que el pesimismo aboca a la depresión y que ésta, a su vez, afecta a la resistencia del sistema inmunológico frente a las infecciones y los tumores. Pero ésta no es más que una especulación que, hasta la fecha, no se ha podido comprobar. Otra teoría afirma que la persona pesimista es incapaz de cuidarse a si misma y, en relación con esto, se aducen estudios que demuestran que los pesimistas fuman y beben más y hacen menos ejercicio que los optimistas, es decir, que tienen hábitos más perjudiciales para la salud. Tal vez un día descubramos que la fisiología de la esperanza supone una ventaja biológica en la lucha del cuerpo contra la enfermedad.

Con la ayuda de mis amigos: el valor clínico de las relaciones interpersonales

Habría que añadir, por un lado, el aislamiento a la lista de riesgos emocionales para la salud y decir, por el otro, que los vínculos emocionales constituyen un elemento protector. Los estudios realizados a lo largo de dos décadas sobre más de treinta y siete mil sujetos han demostrado que el aislamiento social -la sensación de que uno no tiene a nadie con quien compartir sus sentimientos o mantener cierta intimidad- duplica las probabilidades de contraer una enfermedad y de morir Según un informe publicado en Science en 1987, el aislamiento «tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que el tabaco, la tensión arterial elevada, el alto nivel de colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico». El tabaquismo multiplica por 1,6 veces el riesgo de mortalidad mientras que el aislamiento social lo duplica, convirtiéndolo así, a todas luces, en un importantísimo factor de riesgo para la salud. Los hombres, por otra parte, soportan peor el aislamiento que las mujeres. En este sentido, los hombres solitarios son de dos a tres veces más propensos a morir que quienes mantienen estrechos lazos con los demás mientras que, en lo que respecta a las mujeres solitarias, este riesgo es sólo una vez y media superior al de las mujeres más sociables. Esta diferencia en el impacto que tiene la soledad sobre las mujeres y sobre los hombres puede radicar en que aquéllas tienden a establecer relaciones emocionalmente más próximas que éstos y que, tal vez por ello, no precisen de la misma cantidad de relaciones que los hombres.

Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son muchas las personas que viven retiradas o que tienen muy pocos amigos y que, en cambio, se sienten satisfechas y gozan de una salud excelente. El aislamiento que implica un riesgo clínico consiste en la sensación subjetiva de desarraigo y de no tener a nadie a quien recurrir. Y esta situación resulta terrible en la moderna sociedad urbana por el creciente aislamiento producido por la televisión y por el declive de los hábitos sociales (como pertenecer a una asociación o visitar a los amigos) y confiere un valor añadido a grupos de autoayuda tales como Alcohólicos Anónimos u otras comunidades similares.

El estudio que hemos mencionado anteriormente sobre cien pacientes que habían sufrido un trasplante de médula ósea también demostró el poder del aislamiento como factor de mortalidad y. en cambio, el valor curativo de las relaciones próximas El 54% de los pacientes de este estudio que sentían que contaban con el apoyo emocional de su esposa, su familia o sus amigos, seguían viviendo al cabo de dos años, cosa que sólo ocurría en el 20% de quienes se sentían emocionalmente desamparados. De modo similar, los ancianos que han sobrevivido a un ataque cardiaco y cuentan con dos o más personas que les proporcionan consuelo emocional tienden a vivir un año más que quienes carecen de este apoyo. Quizás el testimonio más elocuente del potencial curativo de las relaciones emocionales nos lo proporcione una investigación realizada en Suecia y publicada en l993. Esta investigación ofreció a todos los hombres que habitaban en la ciudad sueca de Góteborg nacidos en 1933, un examen médico gratuito. Siete años más tarde se contactó nuevamente con los 752 hombres que habían acudido al reconocimiento y se comprobó que 41 de ellos habían fallecido.

Quienes habían declarado estar sometidos a un intenso estrés emocional mostraron un promedio de mortalidad tres veces superior a quienes habían manifestado que sus vidas eran plácidas y tranquilas. La ansiedad emocional estaba causada por cuestiones diversas, como las dificultades financieras, la inseguridad laboral, el paro, los procesos judiciales o el divorcio. EI hecho de haber sufrido tres o más de estos problemas en el año anterior a que se efectuara el primer examen demostró ser un predictor de la mortalidad más poderoso -durante el período de los siete años siguientes- que otro tipo de indicadores clínicos como la tensión arterial elevada, la excesiva concentración de triglicéridos en la sangre o el alto nivel de colesterol.

Sin embargo, entre los hombres que afirmaron que contaban con una estrecha red de relaciones -esposa, amigos íntimos, etcétera- no existía ninguna relación entre el nivel de estrés y el índice de mortalidad. Contar con personas en quienes confiar y con las que poder hablar, personas que puedan ofrecernos consuelo, ayuda y consejo, nos protege del impacto letal de los traumas y los contratiempos de la vida.

La cualidad de las relaciones, así como su frecuencia, parecen ser la clave para reducir el nivel de estrés. Las relaciones negativas tienen un precio muy elevado; las discusiones conyugales, por ejemplo, inciden negativamente en el sistema inmunológico y, como demuestra un estudio realizado entre compañeros de clase, cuanto mayor era el rechazo entre ellos, mayor era también la predisposición a resfriarse, a contraer la gripe y a acudir al médico. En opinión de John Cacioppo, el psicólogo de la Universidad Estatal de Ohio que llevó a cabo este estudio, «las relaciones más importantes de nuestras vidas y las que más incidencia parecen tener sobre la salud son las que mantenemos con las personas con quienes convivimos cotidianamente. Las relaciones más significativas son las que más importancia tienen para nuestra salud»

El poder curativo del apoyo emocional

En Las intrépidas aventuras de Robin Hoad, Robin advierte a un joven simpatizante: «habla libremente y revélanos tus cuitas El fluir de las palabras apacigua el corazón de quien sufre; es como abrir las compuertas cuando el embalse amenaza con desbordarse».

Este retazo de sabiduría popular refleja el hecho de que descubrir nuestros sentimientos constituye una excelente medicina para el corazón apesadumbrado. La corroboración científica del consejo de Robin nos la proporciona James Pennebaker, psicólogo de una Universidad Metodista del Sur, quien ha demostrado experimentalmente el efecto beneficioso que conlleva hablar de los problemas que más nos preocupan. El método utilizado por Pennebaker es muy sencillo y consiste en pedir a la persona que dedique quince o veinte minutos cada día, durante cinco días, a escribir acerca de «la experiencia más traumática de toda su vida» o de alguna otra situación presente que le resulte especialmente apremiante. Tampoco es preciso que muestre luego a nadie el contenido del escrito puesto que, si la persona lo desea, puede mantenerlo completamente en secreto.

El efecto manifiesto de esta especie de confesión resultó sorprendente, ya que fortaleció la función inmunológica, provocó un descenso significativo en la frecuencia de visitas a los centros de salud durante los seis meses posteriores, disminuyó el absentismo laboral e incluso mejoró la función enzimática del hígado.

Del mismo modo, aquellas personas cuyos relatos mostraban más sentimientos angustiosos también lograban mejorar el funcionamiento de su sistema inmunológico. Este estudio ha demostrado que la pauta «mas saludable» de exteriorización de los sentimientos problemáticos comienza cargada de tristeza, ansiedad, irritabilidad o cualquier otro tipo de sentimiento implicado y, a lo largo de los días siguientes, prosigue estableciendo un hilo narrativo que permite dar algún sentido al trauma o al problema en cuestión.

Es evidente que este proceso es equivalente a lo que ocurre en ciertos tipos de psicoterapia. De hecho, el resultado de la investigación de Pennebaker explica también la manifiesta mejora clínica de aquellos pacientes que reciben un tratamiento psicoterapéutico adicional frente a quienes sólo son objeto de tratamiento médico. Es muy posible que la demostración más palpable de la incidencia clínica del apoyo emocional nos la proporcione un estudio realizado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford con mujeres aquejadas de metástasis avanzada de cáncer de mama. Todas las mujeres que participaban en la investigación habían sido sometidas a algún tipo de tratamiento -frecuentemente quirúrgico, tras el cual habían experimentado una grave recaída. Clínicamente hablando, era sólo cuestión de tiempo que el cáncer acabara con sus vidas. El resultado de esta investigación sorprendió a toda la comunidad médica, comenzando por el mismo doctor David Spiegel, el director del estudio, ya que puso de manifiesto que las pacientes que habían recibido apoyo psicológico sobrevivieron el doble de tiempo que aquéllas otras que afrontaron a solas la enfermedad Todas las mujeres recibieron el mismo tratamiento médico y la única diferencia consistía en que algunas de ellas acudían, además, a grupos de encuentro en los que podían sincerarse con otras mujeres que comprendían perfectamente sus problemas y que estaban dispuestas a escuchar sus penas, sus miedos y su impotencia. Éste solía ser el único lugar en el que podían manifestar abiertamente sus emociones porque las personas con quienes convivían tenían miedo a hablar del cáncer y de la inminencia de la muerte. Las mujeres que asistieron a los grupos vivieron un promedio de diecinueve meses más que las otras, lo cual supone un incremento de la esperanza de vida en este tipo de pacientes superior al de cualquier tratamiento médico. Como me dijo el doctor Jimmie Holland, psiquiatra y director del servicio de oncología del Memorial Hospital de Sloan-Kettering, un centro para el tratamiento del cáncer situado en la ciudad de Nueva York: «todos los pacientes afectados por el cáncer deberían participar en este tipo de grupos». En este sentido deberíamos tomar ejemplo de las compañías farmacéuticas, que no dudan en invertir todos los esfuerzos necesarios para desarrollar un nuevo fármaco una vez que ha demostrado su eficacia para alimentar la esperanza de vida de los enfermos.

PROMOVER UNA ATENCION MÉDICA EMOCIONALMENTE INTELIGENTE

El día en que un chequeo rutinario reveló rastros de sangre en mi orina, el médico me sometió a unas pruebas analíticas en las que se me inyectó un isótopo radioactivo. Yo estaba recostado en la camilla mientras un aparato de rayos X iba radiografiando el recorrido de la substancia radioactiva a través de mis riñones y vejiga. Asistí a la prueba con un amigo íntimo -también médico- que había venido de visita y se ofreció a acompañarme. Mi amigo permaneció sentado en la habitación mientras el aparato de rayos X iba desplazándose automáticamente por un carril, girando de un lado a otro y tomando imágenes desde todos los ángulos.

El examen duró cerca de hora y media y, cuando estaba a punto de terminar, el nefrólogo entró apresuradamente en la habitación, se presentó y desapareció de nuevo a toda prisa para estudiar las radiografías obtenidas.

Luego mi amigo y yo nos dirigimos a su consulta. Yo todavía estaba algo confuso y aturdido por la prueba y carecía de la suficiente presencia de ánimo como para consultar las dudas que me habían acosado durante toda la mañana. Pero mi compañero silo hizo:

-Doctor -dijo-, el padre de mi amigo murió de cáncer de vejiga y él está ansioso por saber si la radiografía ha detectado algún síntoma de cáncer.

-Nada anormal -fue la lacónica respuesta que nos espetó el especialista antes de precipitarse a atender a la siguiente cita.

La impotencia que experimenté para plantear una cuestión que tanto me interesaba se repite a diario miles de veces en los hospitales y las clínicas de todo el mundo. Una investigación realizada sobre los pacientes que aguardan en las salas de espera reveló que cada persona tiene una media de tres preguntas que hacer al médico que va a visitar. No obstante, al abandonar la consulta sólo ha logrado plantear la mitad de sus dudas. Este hecho demuestra que la medicina actual soslaya de pleno una de las principales necesidades emocionales de los pacientes, ya que las preguntas sin respuesta generan dudas, miedos e impotencia, y así despiertan todo tipo de resistencias a emprender tratamientos que no logran comprender.

La medicina debería ampliar su perspectiva sobre la salud hasta llegar a englobar la realidad emocional de los pacientes.

Por ejemplo, en la rutina médica habitual se podría incluir una información detallada que permitiera al paciente adoptar con mayor conocimiento las decisiones más adecuadas. En la actualidad existen servicios telefónicos informatizados que ofrecen al consultante información médica relativa a su caso, lo cual les permite contar con suficientes elementos como para comprender, en la medida de lo posible, las decisiones tomadas por sus pacientes. También existen programas que enseñan a los pacientes a plantear las preguntas que más les interesen para que no se dé el caso de que abandonen la consulta con las mismas dudas con las que entraron en El período que precede a una intervención quirúrgica o a un análisis intrusivo o doloroso está cargado de tensión y ansiedad para el paciente y, por tanto, constituye una oportunidad inestimable para abordar las dimensiones emocionales del problema.

Existen hospitales que han desarrollado programas preoperatorios que ayudan a los pacientes a mitigar sus temores y a asumir de buen grado las posibles molestias, enseñándoles técnicas de relajación, respondiendo adecuadamente a las dudas que pueda suscitarles la intervención y relatándoles anticipadamente sus ventajas una vez se hayan restablecido Los pacientes que reciben este tipo de tratamiento emocional se recuperan de la intervención quirúrgica entre dos y tres días antes que el resto. Para algunos pacientes la mera hospitalización puede constituir una experiencia de aislamiento y desamparo No obstante hoy en día existen algunos hospitales que han comenzado a ofrecer a los familiares la Posibilidad de acompañar al enfermo, cocinar para él y cuidarle como si estuviera en casa, un verdadero paso adelante en la dirección correcta que, Paradójicamente tan frecuente resulta en los países del Tercer Mundo. La enseñanza de la relajación también puede ayudar a que el paciente aprenda a relacionarse con la angustia que le producen los síntomas de la enfermedad así como con las emociones que éstos pueden llegar a provocarle, e incluso a magnificicarla. Un modelo ejemplar en este Sentido nos lo proporciona la Clínica para la Reducción del estrés, dirigida por Ion KabatZinn sita en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts, que ofrece a los pacientes un curso de diez semanas de duración sobre yoga y desarrollo de la atención. El objetivo de este programa apunta a que el paciente tome conciencia de sus emociones y cultive cotidianamente la relajación profunda Algunos hospitales han elaborado también vídeos pedagógicos al respecto que pueden contemplarse en las salas de estar del hospital una dieta emocional más provechosa para las personas con los intrascendentes culebrones de la televisiones, alicientes que la relajación y el yoga también forman parte integral de un innovador programa desarrollado por el doctor Dean Ornish para el tratamiento de las enfermedades cardíacas Después de un año de participación en el programa -que incluía una dieta baja en grasas-. los pacientes cuya condición cardiovascular era tan grave como para requerir un bypass lograron revertir la formación de la placa arterial En opinión de Omish el adiestramiento en las técnicas de relajación constituye una parte fundamental de su programa que, al igual que ocurre con el programa de Kabat Zinn trata de sacar partido de lo que el doctor Herbert Benson denomina la «respuesta de relajación» el opuesto fisiológico de la tensa excitación que tanta incidencia tiene en un abanico tan amplio de condiciones clínicas.

Debemos destacar también, por último, la importancia médica que supone la presencia de una enfermera o de un doctor emotivos y atentos a sus pacientes, capaces tanto de escuchar como de hacerse oír. Esto implica el cultivo de una «atención médica centrada en la relación» y el reconocimiento de que la relación entre médico y paciente constituye un factor extraordinariamente significativo para el buen curso de la enfermedad. Esta relación se vería fomentada más ampliamente si en la formación de los futuros médicos se incluyera el conocimiento de algunos rudimentos básicos de la inteligencia emocional, especialmente la toma de conciencia de uno mismo y las habilidades de la empatía y la escucha.

HACIA UNA MEDICINA QUE CUIDE A SUS PACIENTES

Pero estas medidas no son más que el principio. Para que la medicina llegue realmente a ampliar su visión hasta llegar a reconocer el verdadero impacto de las emociones debemos tener bien presentes las principales implicaciones de los descubrimientos científicos realizados en este sentido.

.Una de las medidas preventivas más eficaces consiste en ayudar a que la persona gobierne mejor sus sentimientos perturbadores (como el enfado, la ansiedad, la depresión, el pesimismo y la soledad). Los datos que nos proporciona la investigación ponen de relieve que la toxicidad de las emociones negativas crónicas es equiparable a la ocasionada por el tabaquismo. Es por ello por lo que ayudar a que la gente domine mejor estas emociones comporta un beneficio médico potencial tan importante como lograr que un fumador empedernido abandone su hábito. Un modo de alcanzar este objetivo sería comenzar a tomar conciencia de los saludables efectos preventivos de la educación infantil en los rudimentos básicos de la inteligencia emocional para que, por así decirlo, se conviertan en hábitos que perduren durante el resto de la vida. Otra estrategia preventiva muy beneficiosa consistiría en enseñar a los jubilados a controlar sus emociones, ya que el bienestar emocional es un factor determinante de la prontitud con que el anciano envejece o se mantiene en forma. Un tercer objetivo beneficiaria a lo que podríamos denominar grupos de población de alto riesgo, es decir a los indigentes, las madres trabajadoras, los residentes en barrios con un alto índice de criminalidad, etcétera. Todos aquéllos, en suma, que se hallan sometidos cotidianamente a una gran presión podrían aprovecharse de las ventajas médicas que supone el dominio de las complicaciones emocionales provocadas por el estrés.

Muchos pacientes podrían beneficiarse si, además del tratamiento estrictamente médico, recibieran también atención psicológica. Siempre que una enfermera o un médico consuelan y reconfortan a un paciente angustiado se está dando un importante paso hacia el logro de una atención médica más humanizada.

Pero todavía nos quedan muchos pasos por dar en este sentido.

Con demasiada frecuencia, en la medicina actual el cuidado emocional del paciente no es más que una frase vacía. A pesar de la ingente cantidad de investigaciones que subrayan la conexión existente entre el cerebro emocional y el sistema inmunológico, y la importancia de considerar las necesidades emocionales de los pacientes todavía hay demasiados médicos que siguen mostrándose reacios a aceptar que las emociones de sus pacientes puedan tener alguna relevancia clínica, y siguen rechazando estas pruebas como si tuvieran un carácter meramente anecdótico, trivial, «marginal» o, peor aún, como el producto de la exageración promovida por unos cuantos investigadores que sólo buscan promocionarse.

Aunque cada día hay más pacientes que aspiran a disfrutar de una medicina más humana, lo cierto es que ésta se halla peligrosamente amenazada. Con esto no estoy diciendo que no haya enfermeras y médicos entregados que brinden a sus pacientes una atención sensible y compasiva, sino que la nueva cultura médica depende cada vez más de los imperativos comerciales y está propiciando una situación en la que este tipo de atención es un bien cada vez más escaso.

También deberíamos considerar las ventajas económicas de una medicina más humana. Como sugieren las investigaciones que hemos citado, el tratamiento de la angustia emocional de los pacientes -que previene o retarda el brote de la enfermedad, al tiempo que acelera el proceso de recuperación- supondría un considerable ahorro en el presupuesto destinado a gastos sanitarios. En este sentido recordemos el estudio realizado con ancianas que se habían fracturado la cadera llevado a cabo en la Facultad de Medicina de Monte Sinaí, de la ciudad de Nueva York y en la Universidad del Noroeste, un estudio que demostraba que a las pacientes que recibieron terapia adicional contra la depresión se les daba de alta un promedio de dos días antes que al resto, lo cual supone el considerable ahorro de 97.361 dólares por cada cien pacientes. Este tipo de atención también logra que el enfermo se sienta mas satisfecho con su médico y con el tratamiento que se le administra. En el mercado médico de nuevo cuño, en el que los pacientes tendrán la posibilidad de elegir entre diferentes planes de salud, el grado de satisfacción de éste formará también parte integral de esta decisión, puesto que las experiencias desagradables pueden llevar a los pacientes a buscar atención médica en otra parte, mientras que, por su parte, las experiencias positivas se traducen en fidelidad.

Cabe añadir, por último, que la ética médica debería promover este tipo de enfoque. Un editorial del Journal of the American Medical Association sobre un informe que subrayaba que la depresión quintuplica la posibilidad de un desenlace fatal tras haber experimentado un ataque cardiaco, destacaba que: «dada la manifiesta evidencia de que factores psicológicos tales como la depresión y el aislamiento social suponen un importante riesgo añadido para los pacientes aquejados de una enfermedad coronaria, sería una grave falta de ética dejar sin tratar este tipo de factores».

Si los descubrimientos realizados sobre la relación existente entre las emociones y la salud tienen algún sentido, éste seria el de poner en evidencia la inadecuación de un planteamiento que suele descuidar la forma en que se siente la gente en su lucha contra la enfermedad grave o crónica. Ya ha llegado el momento en que la medicina saque provecho de la relación existente entre la emoción y la salud, de modo que lo que hoy es una excepción termine convirtiéndose en una regla general de la práctica médica futura. Es así como podremos terminar humanizando la medicina y, al mismo tiempo, potenciando la velocidad de la recuperación de algunos pacientes. «La compasión, que no se limita a sostener la mano ajena -como escribe un paciente en una carta abierta a su cirujano-, es una medicina excelente».

PARTE IV

Una puerta abierta a la oportunidad

12. EL CRISOL FAMILIAR

Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann estaban enseñando a su hija Leslie, de cinco años de edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie comenzó a jugar, las ansiosas órdenes de sus padres eran tan contradictorias que más que tratar de «ayudarla» parecían tentativas de dificultar su aprendizaje.

-¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto! ¡Alto! -gritaba Ann, cada vez más fuerte y ansiosamente.

-¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no estás alineada?… ¡Muévete hacia la izquierda! -ordenaba bruscamente su padre Carl.

Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios, permanecía con los ojos completamente fijos en la pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.

Entre tanto Ann, con una mirada de franca frustración, seguía exclamando:

-¡Alto! ¡Alto!

Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez, contrajo la mandíbula y empezó a sollozar. Sus padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a discutir:

-¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la raqueta? -gritaba Ann, exasperada.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie, pero ni Carl ni Ann parecieron darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su padre le espetó:

-¿Por qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar? ¡Ponla de nuevo en su sitio!

-Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! -seguía gritando mientras tanto Ann.

Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.

En momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las conclusiones que Leslie debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos. Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la infancia, constituye un verdadero aprendizaje emocional cuyas lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida. La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional; es el crisol doméstico en el que aprendemos a sentimos a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan ante nuestros sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar en nuestros sentimientos, en nuestras posibilidades de respuesta y en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y nuestros temores.

Este aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres dicen y hacen directamente a sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos que les ofrecen para manejar sus propios sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este sentido, hay padres que son auténticos maestros mientras que otros, por el contrario, son verdaderos desastres.

Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos -ya sea la disciplina más estricta, la comprensión más empática, la indiferencia, la cordialidad, etcétera- tiene consecuencias muy profundas y duraderas sobre la vida emocional del niño, pero, a pesar de ello, sólo hace muy poco tiempo que disponemos de pruebas experimentales incuestionables de que el hecho de tener padres emocionalmente inteligentes supone una enorme ventaja para el niño. Además de esto, la forma en que una pareja maneja sus propios sentimientos constituye también una verdadera enseñanza, porque los niños son muy permeables y captan perfectamente hasta los más sutiles intercambios emocionales entre los miembros de la familia. Cuando el equipo de investigadores dirigidos por Carole Hooven y John Gottman, de la Universidad de Washington, llevó a cabo un microanálisis de la forma en que los padres manejan las interacciones con sus hijos, descubrieron que las parejas emocionalmente más maduras eran también las más competentes para ayudarles a hacer frente a sus altibajos emocionales

En esa investigación se visitaba a las familias cuando uno de sus hijos tenía cinco años de edad y cuando éste alcanzaba los nueve años. Además de observar la forma en que los padres hablaban entre sí, el equipo de investigadores también se dedicó a investigar la forma en que las familias que participaron en el estudio (entre las cuales se hallaba la familia de Leslie) enseñaban a sus hijos a jugar a un nuevo videojuego, una interacción aparentemente inocua pero sumamente reveladora del trasiego emocional entre padres e hijos.

Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios, impacientes con la inexperiencia de sus hijos y demasiado propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo), otras descalificaban rápidamente a sus hijos tildándolos de «estúpidos», convirtiéndoles así en víctimas propiciatorias de la misma tendencia a la irritación e indiferencia que consumía sus matrimonios. Otras, por el contrario, eran pacientes con las equivocaciones de sus hijos y les dejaban jugar a su aire en lugar de imponerles su propia voluntad. De esta manera, la sesión de videojuego se convirtió en un sorprendente termómetro del estilo emocional de los padres.

El estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente más inadecuados eran los siguientes:

Ignorar completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera que los problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o molesto, algo que no merece la atención y que hay que esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad que proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a sus hijos y que ignoran también la forma de enseñarles las lecciones fundamentales que pueden aumentar su competencia emocional.

•El estilo laissezfaire. Estos padres se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la opinión de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que ocurre con quienes ignoran los sentimientos de sus hijos, estos padres rara vez intervienen para brindarles una respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se reducen a que su hijo deje de estar triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y al soborno.

Menospreciar y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas como en sus castigos. En este sentido pueden, por ejemplo, llegar a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del niño y ser sumamente severos ante el menor signo de irritabilidad. Éstos son los padres que gritan «¡no me contestes!» al niño que está tratando de explicar su versión de la historia.

Pero, finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas emocionales de sus hijos como una oportunidad para desempeñar la función de preceptores o mentores emocionales. Son padres que se toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como para tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado (« ¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y les ayudan a buscar formas alternativas positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez de pegarle, no juegas un rato a solas hasta que puedas volver a jugar con él?»).

Pero, para que los padres puedan ser preceptores adecuados, deben tener una mínima comprensión de los rudimentos de la inteligencia emocional. Si tenemos en cuenta que una de las lecciones emocionales fundamentales es la de aprender a diferenciar entre los sentimientos, no nos resultará difícil entender que un padre que se halle completamente desconectado de su propia tristeza mal podrá ayudar a su hijo a comprender la diferencia que existe entre el desconsuelo que acompaña a una pérdida, la pena que nos produce una película triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le ocurre a una persona cercana. Más allá de esta distinción hay otras comprensiones más sutiles como, por ejemplo, la de que el enfado suele ser una respuesta que surge de algún sentimiento herido.

En la medida en que un niño asimila las lecciones emocionales concretas que está en condiciones de aprender -y, por cierto, que también necesita-sufre una transformación. Como hemos visto en el capítulo 7, el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana infancia y requiere que los padres presten atención a los sentimientos de su bebé. Aunque algunas de las habilidades emocionales terminen de establecerse en las relaciones con los amigos, los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional: aprender a reconocer, canalizar y dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que aparecen en sus relaciones con los demás.

El impacto en los hijos de los progenitores emocionalmente competentes es ciertamente extraordinario. El equipo de la Universidad de Washington que antes mencionamos descubrió que los hijos de padres emocionalmente diestros -comparados con los hijos de aquéllos otros que tienen un pobre manejo de sus sentimientos- se relacionan mejor, experimentan menos tensiones en la relación con sus padres y también se muestran más afectivos con ellos. Pero, además, estos niños también canalizan mejor sus emociones, saben calmarse más adecuadamente a sí mismos y sufren menos altibajos emocionales que los demás.

Son niños que también están biológicamente más relajados, ya que presentan una tasa menor en sangre de hormonas relacionadas con el estrés y otros indicadores fisiológicos del nivel de activación emocional (una pauta que, como ya hemos visto en el capitulo 11 , en el caso de sostenerse a lo largo de la vida, proporciona una mejor salud física). Otras de las ventajas de este tipo de progenitores son de tipo social, ya que estos niños son más populares, son más queridos por sus compañeros y sus maestros suelen considerarles como socialmente más dotados. Sus padres y profesores también suelen decir que tienen menos problemas de conducta (como, por ejemplo la rudeza o la agresividad). Finalmente, también existen beneficios cognitivos, porque estos niños son más atentos y suelen tener un mejor rendimiento escolar. A igualdad de CI, las puntuaciones en matemáticas y lenguaje al alcanzar el tercer curso de los hijos de padres que habían sido buenos preceptores emocionales, eran más elevadas (un poderoso argumento que parece confirmar la hipótesis de que el aprendizaje de las habilidades emocionales enseña también a vivir). Así pues, las ventajas de disponer de unos padres emocionalmente competentes son extraordinarias en lo que respecta a la totalidad del espectro de la inteligencia emocional.., y también más allá de él.

UNA VENTAJA EMOCIONAL

El aprendizaje de las habilidades emocionales comienza en la misma cuna. El doctor Berry Brazelton, eminente pediatra de Harvard, ha diseñado un test muy sencillo para diagnosticar la actitud básica del bebé hacia la vida. El test consiste en ofrecer dos bloques a un bebé de ocho meses de edad y mostrarle a continuación la forma de unirlos. Según Brazelton, un bebé que tiene una actitud positiva hacia la vida y que tiene confianza en sus propias capacidades, cogerá un bloque, se lo meterá en la boca, lo frotará en su cabeza y finalmente lo arrojará al suelo esperando que alguien lo recoja. Luego completará la tarea requerida, unir los dos bloques.

Después le mirará a usted con unos ojos muy abiertos y expectantes que parecen querer decir: «¡dime lo grande que soy!»

Estos bebés han conseguido de sus padres la necesaria dosis de aprobación y aliento, son niños que confían en superar los pequeños retos que les presenta la vida. En cambio, los bebés que proceden de hogares demasiado fríos, caóticos o descuidados afrontan la misma tarea con una actitud que ya anuncia su expectativa de fracaso. No es que estos bebés no sepan unir los dos bloques, porque lo cierto es que comprenden las instrucciones y tienen la suficiente coordinación como para hacerlo. Pero, según Brazelton, aun en el caso de que lo hagan, su actitud es «desgraciada», una actitud que parece decir: «yo no soy bueno. Mira, he fracasado». Es muy probable que este tipo de niños desarrolle una actitud derrotista ante la vida, sin esperar el aliento ni el interés de sus maestros, sin disfrutar de la escuela y llegando incluso a abandonarla.

Las diferencias entre ambos tipos de actitudes -la de los niños confiados y optimistas frente a la de aquéllos otros que esperan el fracaso- comienzan a formarse en los primeros años de vida. Los padres, dice Brazelton, «deben comprender que sus acciones generan la confianza, la curiosidad, el placer de aprender y el conocimiento de los límites» que ayudan a los niños a triunfar en la vida, una afirmación avalada por la evidencia creciente de que el éxito escolar depende de multitud de factores emocionales que se configuran antes incluso de que el niño inicie el proceso de escolarización. Como ya hemos visto en el capítulo 6, la capacidad de los niños de cuatro años de edad para dominar el impulso de apoderarse de una golosina predijo -catorce años más tarde- una ventajosa diferencia de 210 puntos en las puntuaciones SAT.

Durante esos tempranos años es cuando se asientan los rudimentos de la inteligencia emocional, aunque éstos sigan modelándose durante el período escolar. Y estas capacidades, como hemos visto en el capítulo 6, son el fundamento esencial de todo aprendizaje. Un informe del National Center for Clinical Infant Programs afirma que el éxito escolar no tiene tanto que ver con las acciones del niño o con el desarrollo precoz de su capacidad lectora como con factores emocionales o sociales (por ejemplo, estar seguro e interesado por uno mismo, saber qué clase de conducta se espera de él, cómo refrenar el impulso a portarse mal y expresar sus necesidades manteniendo una buena relación con sus compañeros). Según este mismo informe, la mayor parte de los alumnos que presentan un bajo rendimiento escolar carecen de uno o varios de los rudimentos esenciales de la inteligencia emocional, sin contar con la muy probable presencia de dificultades cognitivas que obstaculizan su aprendizaje, un problema que no deberíamos dejar de lado porque, en algunos estados, uno de cada cinco niños tiene que repetir el primer curso y, a medida que va rezagándose, cada vez se encuentra más desanimado, resentido y traumatizado.

El rendimiento escolar del niño depende del más fundamental de todos los conocimientos, aprender a aprender. Veamos ahora los siete ingredientes clave de esta capacidad fundamental (por cieno, todos ellos relacionados con la inteligencia emocional) enumerados por el mencionado informe:

1. Confianza. La sensación de controlar y dominar el propio cuerpo, la propia conducta y el propio mundo. La sensación de que tiene muchas posibilidades de éxito en lo que emprenda y que los adultos pueden ayudarle en esa tarea.

2. Curiosidad. La sensación de que el hecho de descubrir algo es positivo y placentero.

3. Intencionalidad. El deseo y la capacidad de lograr algo y de actuar en consecuencia. Esta habilidad está ligada a la sensación y a la capacidad de sentirse competente, de ser eficaz.

4. Autocontrol. La capacidad de modular y controlar las propias acciones en una forma apropiada a su edad; la sensación de control interno.

5. Relación. La capacidad de relacionarse con los demás, una capacidad que se basa en el hecho de comprenderles y de ser comprendido por ellos.

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