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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 11)


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Hoy en día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia, pero, en aquellos años, los clínicos sólo estaban empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera existían estas etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su primer artículo sobre los trastornos de la conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las causas de este problema radica en la incapacidad de estas mujeres para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y especialmente, por supuesto, a la sensación de hambre. Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos de la conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de teorías que tratan de explicar sus posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren mantener eternamente jóvenes y se sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr un modelo inalcanzable de belleza femenina, hasta las madres posesivas que terminan enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y verguenza.

Pero la mayor parte de estas hipótesis adolecían de la gran desventaja de ser extrapolaciones hechas según observaciones efectuadas durante la terapia. Desde un punto de visto científico es mucho más aconsejable llevar a cabo investigaciones sobre grandes grupos durante varios años para determinar quiénes terminan superando el problema. Sólo este tipo de investigación podrá ayudarnos a determinar con exactitud las variables que favorecen la aparición del problema y diferenciarlas de aquellas otras condiciones que, si bien parecen relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre él.

Un estudio de este tipo llevado a cabo con más de novecientas muchachas que se hallaban entre el séptimo y el décimo curso puso de manifiesto la existencia de serias deficiencias emocionales (como, por ejemplo, la incapacidad de dominar y expresar los sentimientos desagradables). Sesenta y una chicas de décimo curso de un instituto de las afueras de Minneapolis presentaban ya graves síntomas de anorexia y bulimia. Cuanto mayor era la gravedad del trastorno, más desbordantes eran los sentimientos negativos con que las chicas reaccionaban a los contratiempos, dificultades y problemas que la vida les presentaba y menor era también su conciencia de sus verdaderos sentimientos.

Y la combinación de estas dos tendencias emocionales con el rechazo hacia el propio cuerpo, daba como resultado la anorexia o la bulimia. Esa investigación también descubrió que los padres autoritarios no desempeñan un papel decisivo en la etiología de los trastornos de la conducta alimentaria. Como la misma Bruch había advertido, las teorías explicativas basadas en la percepción o comprensión a posteriori (como. por ejemplo, que los padres pueden llegar fácilmente a ser posesivos como respuesta a sus desesperados intentos por controlar a una hija que padece un trastorno alimenticio) son probablemente inadecuadas. Las explicaciones más populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio precoz de la pubertad o la baja autoestima también demostraron carecer de todo fundamento.

Esta investigación demostró que el principal desencadenante de este trastorno radica en una sociedad obsesionada por un modelo ideal de belleza antinaturalmente delgado. Mucho antes del inicio de la adolescencia, las chicas ya comienzan a conceder importancia a su peso. Por ejemplo, una niña de seis años rompió a llorar cuando su madre le dijo que el bañador la hacía parecer gorda cuando, en opinión del pediatra que presenta el caso, el peso de la niña era normal para su estatura» Un estudio realizado con adolescentes descubrió que el 50% de ellas creían que estaban demasiado gruesas, a pesar de que la inmensa mayoría tenía un peso completamente normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también demostró que la obsesión por el peso no basta para explicar por qué ciertas chicas desarrollan este tipo de problemas alimenticios.

Muchas personas obesas son incapaces de expresar la diferencia que existe entre tener miedo, estar hambriento o sentirse enfadado e interpretan confusamente todos estos sentimientos como si estuvieran relacionados con el hambre, una situación que las lleva a comer compulsivamente cada vez que se sienten preocupadasi Y algo similar parece estar ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de la conducta alimentaria. Gloria Leon, la psicóloga de la Universivad de Minnesota que llevó a cabo este estudio, observó que: «estas muchachas manifiestan una conciencia muy pobre de sus sentimientos y de los mensajes de su cuerpo, lo cual constituye un predictor claro de que, en el curso de los dos años posteriores, desarrollarán alguno de estos desórdenes. La mayoría de los niños aprenden a disíinguir entre sus sensaciones y son capaces de discernir si están aburridos, enfadados, deprimidos o hambrientos, una habilidad que forma parte del aprendizaje emocional básico. Pero estas muchachas tienen dificultades para saber qué es lo que realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un problema con su novio, no saben si están enfadadas, ansiosas o deprimidas, lo único que experimentan es una difusa tormenta emocional con la que no saben cómo relacionarse y tratan de superarla comiendo, algo que puede llegar a convertirse en un hábito muy arraigado».

Cuando esta forma de tranquilizarse choca con las presiones que sufren las chicas para mantenerse delgadas, queda expedito el camino para el desarrollo de algún tipo de trastorno alimentario.

Como observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede empezar a comer vorazmente, pero si quiere mantenerse delgada tiene que tratar de provocarse el vómito, tomar laxantes o realizar un intenso esfuerzo físico que la libre del exceso de peso. Otra de las modalidades utilizadas para controlar la confusión emocional puede ser la de no comer en absoluto, ya que esto parece proporcionarle un mínimo control sobre los sentimientos angustiantes».

Cuando estas chicas, que combinan una escasa conciencia de si mismas con una habilidad social empobrecida, se sienten alteradas, son incapaces de calmar su sensación de angustia. En tal caso, los problemas con los padres o los amigos disparan el trastorno alimenticio, ya sea éste la bulimia, la anorexia o simplemente la voracidad compulsiva. En opinión de Leon, el tratamiento eficaz de esta clase de chicas debería incluir algún tipo de adiestramiento en las habilidades emocionales de las que carecen. Según me dijo Leon: «los clínicos han constatado que la terapia funciona mejor cuando presta atención a estas deficiencias. Estas muchachas deben aprender a identificar sus sentimientos, a tranquilizarse y a orientar más adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares hábitos alimenticios.»

LOS SOLITARIOS Y LOS MARGINADOS

Fue un pequeño drama de la escuela primaria. Ben, un alumno de cuarto curso con muy pocos amigos, acababa de oír decir a su companero Jason que no iban a jugar juntos durante la hora de la comida porque quería jugar con otro niño llamado Chad. Ben, entonces, se derrumbó, escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Al cabo de un rato se dirigió a la mesa en la que Jason y Chad estaban comiendo y dijo:

-¡Te odio!

-¿Por qué? -preguntó éste.

-Porque me has mentido -respondió Ben en tono acusatorio-. Toda la semana has estado diciendo que hoy jugarías conmigo y me has engañado.

Luego Ben se alejó visiblemente enfadado a su mesa vacía y empezó a sollozar en silencio. Jason y Chad se dirigieron entonces hacia él y trataron de hablarle, pero Ben se tapó los oídos ignorándoles y salió corriendo del comedor para esconderse detrás de un contenedor de basura. Un grupo de chicas que había presenciado el diálogo trató entonces de mediar en la disputa y le dijeron que Jason quería jugar con él. Pero Ben tampoco quiso escucharías y les respondió que le dejaran solo. Luego siguió alimentando su resentimiento, acompañado tan sólo de su llanto.

Una situación desoladora, ¿qué duda cabe? La sensación de sentírse rechazado y falto de la amistad de los demás es algo con lo que todos debemos enfrentarnos en algún momento de nuestra infancia o de nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo en el caso de Ben es su ineptitud para responder a todos los intentos realizados por Jason para corregir su error, una actitud que sólo contribuyó a prolongar su malestar. Esta incapacidad para comprender ciertos mensajes clave resulta muy común en los niños impopulares. Como vimos en el capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen tener dificultades para registrar los mensajes emocionales y sociales y, en el caso de que lleguen a percibirlos, muestran un repertorio de respuestas sumamente restringido.

Uno de los riesgos principales que corren los niños socialmente rechazados es la posibilidad de abandonar la escuela. El promedio de abandono escolar entre los niños rechazados por sus compañeros es entre dos y ocho veces superior al de los niños populares. Por ejemplo, un estudio puso de manifiesto que aproximadamente el 25% de los niños impopulares en la escuela primaria abandonan sus estudios antes de terminar el instituto, cuando el promedio general es del ~ lo cual no resulta sorprendente dada la dificultad que puede suponer permanecer treinta horas semanales en un lugar en el que no le caemos simpático a nadie.

Hay dos tendencias emocionales que pueden contribuir a que los niños terminen marginándose socialmente. Una de ellas, como ya hemos visto, es la propensión a los arrebatos de cólera y a percibir hostilidad donde no la hay, y la otra consiste en mostrarse excesivamente tímido, ansioso y vergonzoso. Pero también tenemos que decir que, por encima de estos factores temperamentales, los niños que más tienden a ser relegados -aquéllos cuya reiterada terquedad hace sentirse incómodos a los demás- son los niños «desconectados».

Una de las formas en que estos niños se muestran «desconectados» es a través de las señales emocionales que emiten al mundo exterior. Por ejemplo, un estudio demostró que los niños con pocos amigos no sabían emparejar una emoción -como el disgusto o el rechazo, por ejemplo- con un determinado rostro.

Cuando se preguntó a los niños de una guardería por la forma en que hacían nuevos amigos o evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños impopulares -aquéllos con los que los demás no querían jugar- quienes ofrecieron las respuestas más inapropiadas (la respuesta más habitual de estos niños, por ejemplo, en el caso de que desearan el mismo juguete que uno de sus compañeros era la de empujarles o la de buscar la ayuda de un adulto). Y cuando se pidió a varios niños de edad más avanzada que escenificaran la tristeza, el enfado o la desconfianza, fueron también los más impopulares quienes llevaron a cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues, sorprendente que estos niños se sientan incapaces de hacer amigos y que su incompetencia social termine convirtiéndose en una profecía autocumplida. En lugar de aprender nuevas estrategias de aproximación a los demás, estos niños se limitan a repetir una y otra vez pautas que no funcionaron en el pasado o ensayan otras nuevas más torpes aún si cabe.

Estos niños manifiestan un escaso criterio emocional y no se les considera una compañía agradable ni saben qué hacer para que los demás se encuentren a gusto con ellos. Por ejemplo, la observación del juego de estos niños impopulares demostró una mayor tendencia que el resto a hacer trampas, enfadarse y dejar de jugar cuando perdían, o jactarse y fanfarronear cuando ocurría lo contrario. Está claro que todos los niños quieren ganar, pero la mayor parte de ellos son capaces de refrenar sus reacciones emocionales de modo que no afecten a la relación con sus compañeros de juego.

Pero aunque los niños emocionalmente sordos -los niños que tienen dificultades para registrar y responder a las emociones– suelen convertirse en marginados sociales, existen muchos otros niños que atraviesan por períodos transitorios de rechazo que no terminan abocándoles a un horizonte tan sombrío. En cualquier caso, el desolador estatus que acompaña a quienes son objeto del rechazo constante durante los años de escuela se agudiza con el paso del tiempo, incrementando así su grado de marginación social. Hay que tener en cuenta que es en el crisol de la amistad y en el bullicio del juego en donde se forjan las habilidades emocionales y sociales que condicionan las relaciones que el ser humano sostiene a lo largo de toda su vida. Es evidente, pues, que los niños que son excluidos de este ámbito de aprendizaje no cuentan con las mismas posibilidades que los demás.

Es comprensible que los niños rechazados experimenten miedo y ansiedad y se sientan deprimidos y aislados De hecho, el grado de popularidad de los niños de tercer curso ha demostrado ser un mejor predictor de los problemas de salud mental que pueden presentar alrededor de los dieciocho años que cualquier otro dato, como las calificaciones escolares, el rendimiento académico, el CI e incluso los resultados de los test psicológicos, como ya hemos visto anteriormente, los niños que tienen pocos amigos terminan convirtiéndose en solitarios crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer determinadas enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.

Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones tempranas que sostenemos con nuestros mejores amigos del mismo sexo nos ensenan a navegar en el mundo de las relaciones íntimas (a dirimir las diferencias y a compartir nuestros sentimientos más profundos). Pero los niños rechazados disponen de muchas menos ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad íntima en los años de la escuela primaria perdiendo así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En este sentido, tener un amigo -aunque sólo sea uno e iincluso aunque esa amistad no sea muy sólida- puede suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.

EL APRENDIZAJE DE LA AMISTAD

Pero existe una puerta abierta a la esperanza para los niños rechazados. Steven Asher, psicólogo de la Universidad de Illinois, ha diseñado un programa de «adiestramiento para la amistad» destinado a los niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La investigación realizada por Asher comenzó identificando a los alumnos de tercer y cuarto curso que menos atractivos resultaban para sus compañeros de clase. Luego organizó seis sesiones para enseñarles el modo de inducirles a «una participación más agradable en los juegos», enseñándoles a ser «más amistosos, divertidos y simpáticos». Para evitar cualquier tipo de estigmatización, Asher les dijo que iban a actuar en calidad de «consejeros» del entrenador, quien estaba tratando de averiguar las cosas que hacían más atractiva la participación de los niños en los juegos.

Los niños fueron entrenados a comportarse del mismo modo que Asher consideraba característico de los más populares. También se les alentaba a tratar de encontrar soluciones alternativas (en lugar de recurrir exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las reglas del juego; a comunicarse con los demás y a hacerles preguntas mientras estaban jugando; a escuchar y observar a los otros niños para averiguar cómo se sentían; a decir algo agradable cuando los demás hacían algo bien; y a sonreír y a brindar su colaboración, sus propuestas y su aliento. Los niños debían poner en práctica estas reglas básicas de cortesía mientras jugaban con un compañero de clase y se les adiestraba a comentar después sus experiencias durante el juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales fue considerablemente positivo.

Un año después, los niños que habían participado en este entrenamiento -niños que, recordémoslo, fueron seleccionados por que eran los que menos simpatías despertaban entre sus compañeros- gozaban de una posición notablemente más popular. Hay que decir también que ninguno de ellos destacaba por su brillantez social, pero lo cierto es que habían dejado de engrosar las filas de los niños rechazados.

A similares conclusiones ha llegado Stephen Nowicki, psicólogo de la Universidad de Emoryi. Nowicki ha concebido también un programa destinado a adiestrar a los niños marginados en la mejora de su capacidad para interpretar y responder adecuadamente a los sentimientos de los demás. Este programa comienza con la grabación en video de los niños tratando de expresar emociones como, por ejemplo, la tristeza o la alegría y luego se completa con un adiestramiento que les ayuda a mejorar su expresividad. Finalmente, llevan a la práctica su nueva habilidad con algún otro niño con quien deseen entablar amistad.

Entre el 50 y el 60% de los niños rechazados que han participado en este tipo de programas han logrado mejorar su grado de aceptación. En la actualidad, estos programas parecen funcionar mejor con alumnos de tercer y cuarto curso que con niños de grados superiores, y parecen también más adecuados para los niños socialmente ineptos que para los niños agresivos pero, en mi opinión, todo es cuestión de puesta a punto. En cualquier caso, el hecho de que casi todos los niños rechazados puedan volver a formar parte del círculo de la amistad con un mínimo adiestramiento emocional constituye un claro signo de esperanza.

EL ALCOHOL Y LAS DROGAS: LA ADICCION COMO AUTOMEDICAClÓN

Los estudiantes del campus universitario local lo llamaban «beber hasta quedarse en blanco», es decir, ingerir dosis masivas de cerveza hasta llegar a perder el conocimiento. Una de las técnicas más utilizadas consistía en insertar un embudo en una manguera de modo que, a través de ésta, pueda verterse en menos de diez segundos una jarra entera de cerveza. Pero no debemos considerar que este procedimiento constituya una rareza aislada, porque una encuesta mostró que aproximadamente el 40% de los estudiantes universitarios varones son capaces de ingerir un mínimo de siete bebidas alcohólicas de una sentada y el 11% se consideran a sí mismos «bebedores resistentes», otra forma de denominar, en suma, al alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y el 40% de las universitarias se emborrachaban al menos un par de veces al mes. Aunque en los Estados Unidos el uso de las drogas entre la ventud disminuyó durante la década de los ochenta, es cada vez mayor el consumo de alcohol a edades más precoces. Un estudio llevado a cabo en 1993 reveló que el 33% de las estudiantes universitarias admitían que bebían para emborracharse, frente a un porcentaje del 10% en 1977. En términos generales, uno de cada tres estudiantes bebe con la intención de embriagarse. Esta situación comporta, a su vez, otro tipo de riesgos, puesto que el 90% del total de violaciones denunciadas en los campus universitarios tuvieron lugar después de que la víctima o el agresor -o ambos a la vez- hubieran estado bebiendo. Por último, los accidentes relacionados con el alcohol son la principal causa de mortalidad entre los jóvenes de edad comprendida entre los quince y los veinticuatro años.

La experimentación con el alcohol y las drogas parece ser un rito de pasaje para los adolescentes pero, en algunos casos, esta primera toma de contacto puede llegar a tener efectos permanentes. En este sentido podríamos decir que el origen de la adicción de la mayoría de los alcohólicos y demás toxicómanos se remonta a la edad de diez años, aunque pocos de los que han experimentado con el alcohol y las drogas terminan convirtiéndose en alcohólicos o toxicómanos. Por ejemplo, más del 90% de los alumnos que concluyen la enseñanza secundaria ya han probado el alcohol, pero sólo el 14% de ellos llegan a transformarse en alcohólicos. Del mismo modo, sólo un porcentaje inferior al 5% de los millones de norteamericanos que han probado la cocaína se han convertido en adictos. ¿Qué es, pues, lo que determina la diferencia entre uno y otro caso?

Quienes habitan en un barrio con un alto índice de delincuencia, en donde se vende crack a la vuelta de la esquina y el traficante de drogas es el ejemplo local más destacado del éxito económico, están más expuestos al abuso de estas substancias.

Algunos pueden llegar a hacerse adictos convirtiéndose en camellos ocasionales, otros simplemente debido a su facilidad de acceso o a una subcultura miope que mitifica el uso de las drogas; un factor este último que aumenta el riesgo del abuso de drogas en cualquier entorno, incluso -y quizás especialmente- entre los muchachos más acomodados económicamente. Pero todo ello no responde a la cuestión de cuáles son los chicos que se hallan más expuestos a este tipo de trampas y presiones. ¿Quiénes van a tener simplemente una experiencia ocasional y quiénes por el contrario, son más propensos, a convertirlo en un hábito permanente?

Una teoría científica al uso afirma que las personas que dependen del alcohol y de las drogas están utilizando esas sustancias como una especie de medicación que les ayuda a mitigar su ansiedad, su enojo y su depresión, puesto que les permiten calmar químicamente la ansiedad y la insatisfacción que les atormentan. En un seguimiento efectuado sobre varios cientos de estudiantes de séptimo y octavo curso a lo largo de un par de años, quienes acusaron mayores niveles de angustia emocional mostraron posteriormente las tasas mas elevadas de abuso de drogas. Esto también podría explicar por qué hay tantos jóvenes que prueban el alcohol y las drogas sin llegar a convertirse en adictos, mientras que otros se hacen dependientes casi desde el mismo comienzo. Así pues, las personas más vulnerables a la adicción parecen encontrar en las drogas y el alcohol una especie de varita mágica que les ayuda a sosegar las emociones que les han estado atormentando durante muchos años.

Como señala Ralph Tarter, psicólogo del Western Psychiatric Institute and Clinie, de Pittsburgh: «hay personas que parecen biológicamente predispuestas y cuya primera toma de contacto con la droga es tan recompensante que los demás no podemos ni siquiera llegar a sospechar. Muchas personas que han logrado recuperarse del abuso de drogas me han confesado que, cuando la tomaron, se sintieron normales por primera vez en la vida. Así pues, al menos a corto plazo, la droga actúa como una especie de estabilizador psicológico». Y en esto se basa, por supuesto, la principal tentación a la que recurre el demonio de la adicción, ya que es capaz de provocar una sensación de bienestar a corto plazo, aunque, a la larga, termine abocando al desastre permanente.

También existen ciertas pautas emocionales que parecen determinar que las personas tiendan a encontrar consuelo emocional en unas substancias más que en otras. Hay, por ejemplo, dos caminos diferentes que conducen al alcoholismo. El primero de ellos se inicia cuando una persona que ha tenido una infancia llena de tensión y ansiedad descubre -por lo general en la adolescencia- que el alcohol le permite mitigar la sensación de ansiedad.

Es frecuente que estas personas -generalmente varones- sean, a su vez, hijos de alcohólicos que también recurren a la bebida para tratar de calmar su nerviosismo. Uno de los indicadores biológicos de esta pauta es la hiposecreción de GABA, uno de los neurotransmisores que regulan la ansiedad. Cuanto menor es el nivel de GABA, mayor es el índice de tensión que experimenta el individuo. Cierto estudio puso de manifiesto cíue los hijos de padres alcohólicos presentan un bajo nivel de GABA y, en consecuencia, son sumamente ansiosos. Pero cuando estas personas ingieren alcohol, su nivel de GABA aumenta en la misma proporción en que disminuye su sensación de ansiedad. Los hijos de alcohólicos, pues, beben principalmente para aliviar la tensión y descubren en el alcohol una sensación de liberación que no saben conseguir de otro modo. Este tipo de personas es asimismo muy vulnerable al abuso de sedantes combinados con el alcohol, que también potencian el descenso del nivel de ansiedad.

Un estudio neuropsicológico llevado a cabo con hijos de alcohólicos que a la temprana edad de doce años evidenciaban ya claros síntomas de ansiedad (como un marcado aumento del ritmo cardiaco en respuesta al estrés o una elevada impulsividad) demostró que estos niños presentaban un pobre funcionamiento del lóbulo frontal. Esto significa que pueden confiar menos que otros chicos en aquellas áreas cerebrales que podrían ayudarles a paliar la ansiedad o a controlar la impulsividad. Y, dado que los lóbulos prefrontales también afectan al funcionamiento de la memoria -permitiendo, por ejemplo, tener bien presentes las consecuencias de las rutas de acción a que nos conduce una determinada decisión-, esta carencia constituye un camino directo al alcoholismo que les lleva a tener exclusivamente en cuenta los efectos sedantes inmediatos del alcohol sobre la ansiedad y les impide sopesar adecuadamente sus efectos negativos a largo plazo.

Esta búsqueda desesperada de calma parece ser el indicador emocional de una susceptibilidad genética hacia el alcoholismo.

Un estudio efectuado con 1300 parientes de alcohólicos demostró que los hijos de éstos que presentaban un elevado índice de ansiedad crónica, son quienes mayores riesgos tienen de abusar de la bebida. La conclusión de los investigadores que llevaron a cabo este estudio fue que, en estas personas, el alcoholismo constituye una forma de «automedicación que les permite combatir los síntomas de la ansiedad»?

El otro camino emocional que conduce al alcoholismo está ligado a un elevado nivel de agitación, impulsividad y aburrimiento. Durante la infancia, esta pauta se manifiesta como un comportamiento inquieto, caprichoso y desobediente, y en la escuela primaria asume la forma de nerviosismo, hiperactividad y búsqueda de problemas, una tendencia que, como ya hemos apuntado, puede empujarles a buscar amigos problemáticos y terminar abocándoles, en ocasiones, a la delincuencia o al diagnóstico de «trastorno de personalidad antisocial». El principal problema emocional de estas personas (sobre todo varones) es la agitación; su principal debilidad, la impulsividad descontrolada y su reacción habitual ante el aburrimiento, la búsqueda compulsiva del riesgo y la excitación. Los adultos que presentan esta pauta de conducta -que posiblemente esté ligada a ciertas deficiencias en dos tipos de neurotransmisores, la serotonina y el MAO (monoaminooxidasal)- son incapaces de soportar la monotonía y están dispuestos a probarlo todo, descubriendo que el alcohol puede calmar fácilmente su agitación. De este modo, su elevado nivel de impulsividad -combinado con su aversión al aburrimiento- les convierte en claros candidatos al abuso de una lista casi interminable de todo tipo de drogas. Pero, aunque el alcohol pueda aliviar provisionalmente la depresión, sus efectos metabólicos no tardan en empeorar la situación. Por esto, quienes consumen alcohol lo hacen más para calmar la ansiedad que la depresión. Existen otras drogas completamente diferentes que apaciguan -al menos temporalmente- las sensaciones que aquejan a las personas deprimidas.

Por ejemplo, la infelicidad crónica coloca a las personas en una situación de grave riesgo de adicción a estimulantes tales como la cocaína, porque esta sustancia constituye un antídoto directo contra la depresión. Un estudio mostró que más de la mitad de los pacientes que estaban siendo tratados clínicamente de su adicción a la cocaína podrían haber sido diagnosticados de depresión grave antes de que comenzaran a habituarse y que, a mayor gravedad de la depresión previa, más arraigado estaba el hábito.

La irritabilidad crónica, por su parte, puede conducir a otro tipo de vulnerabilidad. Un estudio demostró que la pauta emocional más característica de los cuatrocientos pacientes que estaban siendo tratados de su adicción a la heroína y otros opiáceos, era su dificultad para controlar la ira y su predisposición al enojo. Algunos de estos pacientes confirmaron que los opiáceos les habían permitido sentirse normales y relajados por primera vez en su vida.

Como han demostrado durante décadas Alcohólicos Anónimos y otros programas de recuperación, aunque la predisposición al abuso de las drogas se origine, en muchos casos, en un determinado funcionamiento cerebral, los sentimientos que impulsan a las personas a «automedicarse» es con el uso de la bebida o las drogas pueden resolverse sin tener que recurrir a ningún tipo de sustancias. La capacidad de mitigar la ansiedad, de superar la depresión o de calmar la irritación, por ejemplo, contribuye a eliminar el impulso de consumir todo tipo de drogas.

La enseñanza de estas habilidades emocionales básicas constituye un elemento fundamental en los programas de tratamiento contra las toxicomanías. Pero seria mucho mejor, ¿qué duda cabe?, que estas habilidades se aprendieran en una fase más temprana de la vida, antes de que el hábito arraigase.

NO MAS CRUZADAS UN CAMINO PREVENTIVO COMUN

En las dos últimas décadas se han declarado diversas «cruzadas»: contra los embarazos juveniles, contra el fracaso escolar, contra las drogas y, más recientemente, contra la violencia. No obstante, el problema con este tipo de campañas es que llegan demasiado tarde, cuando la situación ya ha alcanzado proporciones endémicas y ha arraigado firmemente en las vidas de los jóvenes.

En este sentido equivalen a una intervención en momentos de crisis, a tratar de resolver los problemas clínicos enviando ambulancias para recoger a los enfermos en lugar de proporcionarles una vacuna que pueda impedir que contraigan la enfermedad.

Pero no necesitamos tanto este tipo de campañas, sino que debemos centrar todos nuestros esfuerzos en la prevención, ofreciendo a los niños la oportunidad de desarrollar las capacidades que les permitan afrontar la vida y aumentar así la posibilidad de escapar de todos esos destinos infaustos. Mi insistencia en la importancia de las deficiencias emocionales y sociales no pretende subestimar el papel que desempeñan otros factores de riesgo como, por ejemplo, el hecho de haber nacido en una familia caótica, fragmentada o violenta, o crecido en un barrio infestado por la delincuencia, la pobreza y las drogas.

La pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente azote emocional para los niños y, en este sentido, a la edad de cinco años los niños más pobres se sienten ya más temerosos, ansiosos y tristes, presentan más problemas de conducta y rabietas más frecuentes, y se muestran más destructivos que sus compañeros mejor situados económicamente, una tendencia que se mantendrá durante los diez años siguientes. La presión de la pobreza también corroe los cimientos mismos de la vida familiar disminuyendo la expresión del afecto, aumentando la depresión de las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin trabajo) y aumentando también la incidencia de castigos duros como los gritos, los golpes y las amenazas físicas. Pero también hay que decir que las habilidades emocionales desempeñan un papel más decisivo que los factores económicos y familiares a la hora de determinar sí un niño o un adolescente concreto llegará a arruinar su vida por estas dificultades o si, por el contrario, podría sobreponerse a ellas. Los estudios a largo plazo realizados sobre centenares de niños que han crecido en condiciones de extrema pobreza, en el seno de familias agresivas o con padres que padecían serios trastornos psicológicos, demuestran que quienes son capaces de afrontar las dificultades más adversas comparten las mismas habilidades emocionales fundamentales, entre las que podemos destacar la simpatía, la sociabilidad, la confianza en uno mismo, el optimismo frente a las dificultades y frustraciones, la capacidad para recuperarse rápidamente de los fracasos y la flexibilidad.

Pero la inmensa mayoría de estos niños deben afrontar las dificultades sin contar con estas ventajas. Claro está que muchas de estas capacidades son innatas -la lotería genética de la que hemos hablado en otro momento- pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta cualidades como el temperamento pueden ser transformadas. Evidentemente, uno de los niveles de intervención debe ser político y económico, tratando de aliviar tanto la pobreza como el resto de las condiciones sociales que engendran estos problemas. Pero, además de estas intervenciones (que, por cierto, parecen ocupar un lugar secundario en los programas sociales), existen otras posibles alternativas para ayudar a los niños a superar estos problemas acuciantes.

Tomemos el caso de los trastornos emocionales que afectan a uno de cada dos norteamericanos. Un estudio demostró que el 48% de los de 8.098 individuos encuestados había sufrido algún tipo de problema psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos estaba afectado más seriamente y había tenido tres o más problemas psiquiátricos al mismo tiempo. Este último grupo era el más problemático, dando cuenta del 60% del total de problemas psiquiátricos que ocurrían en un determinado momento y del 90% de los problemas de incapacitación más graves. Es evidente que estas personas necesitan una atención inmediata pero, como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo sería el preventivo.

Habría que añadir, sin embargo, que no todos los problemas psiquiátricos pueden preverse, opinión de Ronald Kessler, el sociólogo de la Universidad de Michigan que realizó el estudio del que estamos hablando: «debemos intervenir en una fase muy temprana de la vida. Consideremos, por ejemplo, a una niña de sexto curso que padezca de fobia social y comience a beber en el instituto como una forma de superar sus problemas de relación. A la edad de veinte años, cuando la descubre nuestro estudio, todavía sigue teniendo los mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y está deprimida porque su vida es un caos completo. ¿Qué podríamos haber hecho nosotros durante su infancia para invertir el curso de los acontecimientos?» Esto mismo es aplicable, obviamente, a la disminución de la violencia o a los muchos peligros que acechan a la juventud contemporánea Los programas educativos concebidos para la preveneción de un problema concreto -como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos juveniles o la violencia- han proliferado en la última década, creando una míniindustría dentro del mercado educativo. Pero la mayor parte de estos programas~ incluyendo los más hábilmente promocionados y difundidos, han demostrado ser completamente ineficaces, e incluso hay algunos de ellos que, para desazón de los educadores, parecen agravar los mismos problemas para los que fueron destinados.

La información no es suficiente

En este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el abuso sexual de los menores. Hasta el año 1993 se registraron anualmente cerca de doscientos mil casos probados en los Estados Unidos, con un incremento anual de aproximadamente el 10%. Pero, si bien las estimaciones varían considerablemente, la mayor parte de los expertos coinciden en afirmar que entre el 20 y el 30% de las chicas y cerca de la mitad de esa cifra de los chicos (porque las cifras varian en función, entre otros factores. de la definición que se dé del abuso sexual) han sufrido algún tipo de abuso sexual antes de los diecisiete años. No existe un perfil claro que permita definir al niño vulnerable al abuso sexual, pero la mayoría de ellos se sienten desprotegídos, incapaces de resistir por sí solos y aislados por lo que les ha sucedido.

A la vista de estos peligros son muchas las escuelas que han comenzado a ofrecer programas de prevención de los abusos sexuales. Casi todos estos programas se limitan a ofrecer una escueta información sobre el abuso sexual, enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar la diferencia entre las caricias y los tocamientos, alertándoles de los peligros implicados y animándoles a contar los hechos a un adulto si algo les ocurre. Pero una investigación realizada a nivel nacional con dos mil niños descubrió que este adiestramiento no servía prácticamente de nada -o incluso empeoraba la situación- a la hora de ayudar a que los niños hicieran algo para impedir convertirse en victimas, ya fuera a manos de un gamberro escolar o de un posible pederasta. Mucho más grave resulta el hecho de que los niños que habían pasado por estos programas y habían sufrido algún tipo de abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para denunciarlo posteriormente que quienes no habían pasado por ningún programa.

Por el contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más global -un programa que incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y sociales- estaban en mejores condiciones para protegerse y respondían de una manera mucho más decidida, exigiendo que se les dejara en paz, gritando, peleando, amenazando con contarlo o, en último extremo, llegando a denunciar el caso si algo malo les ocurría. Este último recurso -denunciar el abuso- suele ser francamente preventivo ya que muchos de quienes perpetran este tipo de acciones agreden a centenares de niños. Una investigación realizada entre personas de este tipo que tenían unos cuarenta años de edad descubrió que, por término medio, forzaban a una víctima al menos una vez al mes desde la adolescencia. El expediente de un conductor de autobús escolar y de un profesor de informática revela que, entre ambos, agredieron sexualmente a más de trescientos niños al año. Sin embargo, ninguno de los niños llegó a denunciar los hechos. El caso salió a la luz cuando uno de los niños que había sido agredido por el profesor comenzó a abusar, a su vez, de su propia hermana. Los niños que habían asistido a estos programas más globales mostraron una tendencia tres veces superior a denunciar los hechos que los niños a los que sólo se les brindó un programa mínimo. Pero ¿por qué este tipo de programas funcionan mientras que los otros no lo hacen? Hay que decir que estos programas no tienen lugar de manera aislada, sino que se imparten en distintos niveles y en diferentes ocasiones a lo largo del desarrollo escolar, como parte de la educación sexual o de la educación para la salud. Además, son programas que también alientan a los padres a transmitir paralelamente el mismo mensaje que se está enseñando en la escuela (y los niños cuyos padres siguieron este consejo son los que más probabilidades tienen de superar el riesgo de un abuso sexual).

Pero más allá de este punto, las diferencias dependen de las habilidades emocionales. A los niños no les basta con saber la diferencia existente entre las caricias y los tocamientos sino que deben tener, además, la suficiente conciencia de sí mismos como para reconocer cuándo una situación les hace sentir mal o resulta angustiosa, mucho antes de que se produzca ningún contacto físico. Pero esto no sólo implica tener conciencia de si mismo, sino también la suficiente confianza y seguridad para fiarse de su propio criterio y actuar sobre los sentimientos que les angustian, aunque se hallen frente a un adulto que trate de convencerles de que «todo está bien». Por último, el niño también necesita disponer de un amplio abanico de posibles respuestas para evitar lo que está a punto de suceder, desde salir corriendo hasta amenazar con contárselo a alguien. Por todas estas razones el mejor de los programas debe enseñar a los niños a afirmar lo que quieren, a establecer sus límites y a defender sus derechos, en lugar de mostrarse pasivos.

En consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los programas más eficaces complementan la información básica sobre los abusos sexuales con el adiestramiento en las habilidades emocionales y sociales fundamentales. Estos programas ensenan a los niños a resolver de un modo más positivo los conflictos interpersonales, a tener más confianza en si mismos, a no desprecíarse sí algo malo llegara a ocurrir y a sentir que cuentan con la red de apoyo de los maestros y los familiares, a quienes pueden pedir ayuda. Y, por último, si algo no deseado llegara a sucederles, estarían mucho más dispuestos a denunciarlo.

Los elementos fundamentales

Estos descubrimientos nos han obligado a revisar los elementos óptimos que debe contener un programa de prevención eficaz, un programa que se base tan sólo en aquellos ingredientes que, tras una evaluación objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente eficaces. En un proyecto de cinco años de duración patrocinado por la Fundación W. T. Grant, un grupo de investigadores estudió a fondo este panorama y extrajo los componentes activos que parecen esenciales para el éxito de los programas más eficaces. Este grupo de investigadores llegó a la conclusión de que, independientemente del problema concreto que se pretenda solucionar, las competencias clave que deben cubrir estos programas se asemejan bastante a los elementos de la inteligencia emocional que apuntamos en el presente volumen (véase la lista completa en el apéndice D). Entre estas habilidades emocionales se incluyen la conciencia de uno mismo; la capacidad para identificar, expresar y controlar los sentimientos; la habilidad de controlar los impulsos y posponer la gratificación, y la capacidad de manejar las sensaciones de tensión y de ansiedad. Una aptitud clave para dominar los impulsos consiste en conocer la diferencia entre los sentimientos y las acciones y en aprender a adoptar mejores decisiones emocionales, controlando el impulso de actuar e identificando las distintas alternativas de acción y sus posibles consecuencias. Muchas de estas habilidades son marcadamente interpersonales: la capacidad de interpretar adecuadamente los signos emocionales y sociales, la de escuchar, de resistirse a las influencias negativas, de asumir la perspectiva de los demás y de comprender la conducta que resulte más apropiada a una determinada situación.

Y estas habilidades emocionales y sociales indispensables para la vida pueden ayudamos también a solucionar la mayoría -si no todos- de los problemas que acabamos de revisar en el presente capítulo. Bien podríamos afirmar que se trata de una vacuna universal para afrontar todo tipo de problemas (incluido el embarazo no deseado de las jóvenes y el suicidio infantil).

Pero también hemos de admitir, en honor a la verdad, que las causas subyacentes a estos problemas son muy complejas y se hallan entrelazadas con factores como la dotación biológica, la dinámica familiar, la política social y la subcultura urbana. No existe un único tipo de intervención -incluyendo a la intervención emocional- que sea capaz resolver todos estos problemas.

Pero, en la medida en que las deficiencias emocionales constituyen un riesgo añadido para los niños -y ya hemos podido comprobar hasta qué punto es así-, debemos prestar una especial atención al desarrollo emocional, sin excluir otro tipo de acciones. ¿En qué consiste, pues, la educación emocional?

16. LA ESCOLARIZACIÓN DE LAS EMOCIONES

La principal esperanza de una nación descansa en la adecuada educación de su infancia.

Erasmo

Es un extraño modo de pasar lista a los quince alumnos de quinto curso que se hallan sentados en el suelo con las piernas cruzadas al estilo indio ya que, cuando el maestro les nombra en voz alta, no responden con el habitual « ¡presente!» sino que lo hacen con un número -en el que uno significa deprimido y diez muy animado- indicativo de su estado de ánimo. Hoy, por cierto, los ánimos parecen estar muy elevados:

-Jessica.

-Diez. ¡Hoy es viernes y estoy contenta!

-Patrick.

-Nueve. Excitado y un poco nervioso.

-Nicole.

-Diez. Tranquila y contenta.

Estamos en una clase de Self Science, en Nueva Learning Center, la antigua mansión familiar de los Crocker, la dinastía fundadora de uno de los bancos de más solera de San Francisco. El edificio, que parece una reproducción a escala del Teatro de la Ópera de San Francisco, alberga una escuela privada que imparte lo que podríamos denominar un curso modelo de inteligencia emocional.

El tema fundamental del programa de Self Science son los sentimientos, tanto los propios como aquéllos otros que tienen que ver con el mundo de las relaciones. Este tema -francamente soslayado en casi todas las demás escuelas de los Estados Unidos- obliga, por su misma naturaleza, a que tanto maestros como discípulos focalicen su atención en el entramado mismo de la vida emocional del niño. La estrategia seguida consiste en convertir las tensiones y los problemas cotidianos en el tema del día.

De este modo, los maestros hablan de problemas reales (sentirse ofendido, sentirse rechazado, la envidia, los altercados que podrían terminar transformándose en peleas en el patio de recreo, etcétera). Como dice Karen Stone McCown, directora de Nueva Leaming Center y creadora del programa de Self Science: «el aprendizaje no sucede como algo aislado de los sentimientos de los niños. De hecho, la alfabetización emocional es tan importante como el aprendizaje de las matemáticas o la lectura».

Este programa constituye una de las primeras incursiones prácticas de una idea que está difundiéndose rápidamente por todas las escuelas de nuestro país.*

«Quienes deseen más información sobre los cursos de alfabetización emocional pueden pedirla a The Collaborative for the Advancemení of Social and Emotional Learning (CASEL), Yale Child Study Ceníer, PO. Box 2u79t)O, 230 South Frontage Road, New Haven.

CT 06520-7900.»

Los nombres de las distintas asignaturas de este programa van desde el «desarrollo social» hasta las «habilidades vitales», pasando por el «aprendizaje social y emocional». Hay quienes, basándose en la noción de inteligencias múltiples de Howard Gardner, se refieren a todo este conjunto de actividades, cuyo objetivo común consiste en elevar el nivel de competencia emocional y social del niño como una parte de su educación regular, con el término genérico de «inteligencia personal». No se trata, pues, de una serie de conocimientos y destrezas que sólo deban enseñarse a ciertos niños deficitarios o «problemáticos», sino de algo que es aplicable a todo niño.

Algunas raíces de los cursos de alfabetización emocional se remontan al movimiento de educación afectiva de los años sesenta, una época en la que se consideraba que los niños aprendían mucho mejor si estaban psicológicamente motivados y tenían una experiencia inmediata de lo que se les estaba enseñando. El movimiento para la alfabetización emocional, en cambio, intemaliza todavía más el concepto de educación afectiva porque no sólo recurre a los afectos sino que se dedica a educar al afecto mismo.

Sin embargo, casi todos estos cursos tienen su origen inmediato en una serie de programas escolares de prevención de problemas concretos (el tabaco, la drogodependencia, el embarazo infantil, el absentismo escolar y, más recientemente, la violencia infantil). Como ya hemos visto en el último capítulo, el estudio llevado a cabo por el W. T. Grant Consortium subrayó que los programas de prevención son mucho más eficaces cuando se ocupan de enseñar un núcleo de competencias emocionales y sociales concretas (como, por ejemplo, el control de los impulsos, el manejo de la ansiedad o la búsqueda de soluciones creativas a los problemas sociales). Ahí es donde se origina toda una nueva generación de intervenciones.

Como ya hemos señalado en el capitulo 15, las intervenciones destinadas a resolver las deficiencias emocionales y sociales específicas que subyacen a problemas tales como la agresividad o la depresión pueden ser sumamente eficaces. En realidad, las más eficaces de todas ellas suelen derivarse de la experimentación psicológica. El siguiente paso consiste en generalizar las lecciones aprendidas en programas muy especializados para que cualquier maestro pueda impartirlas a toda la población escolar.

Este enfoque más avanzado y eficaz de la prevención consiste en informar a los más jóvenes sobre problemas tales como el sida, las drogas y similares, en el preciso momento en que están comenzando a enfrentarse a ellos. Pero insistamos en que el tema fundamental de cualquiera de estos problemas concretos es el mismo: la inteligencia emocional.

Señalemos también que el nuevo movimiento escolar de alfabetización emocional no considera que la vida emocional o social constituya una intrusión irrelevante en la vida del niño que, en el caso de dificultar la vida escolar, haya que relegar a la visita disciplinaria al despacho del director o a la consulta de un consejero escolar, sino que centra precisamente su atención en esas facetas, las más apremiantes, en realidad, de la vida cotidiana del niño.

A primera vista, la clase de Self Science parece algo tan normal que uno difícilmente cree que pueda llegar a solucionar los dramáticos problemas a los que se enfrenta. Pero, al igual que ocurre con la educación en el hogar, las lecciones, pequeñas pero eficaces, se imparten de manera regular a lo largo de muchos años. De este modo, el aprendizaje emocional va calando lentamente en el niño y va fortaleciendo ciertas vías cerebrales, consolidando así determinados hábitos neuronales para aplicarlos en los momentos difíciles y frustrantes. Y, aunque el contenido cotidiano de las clases de alfabetización emocional pueda parecer trivial, sus efectos -el logro de seres humanos completos- resultan, hoy en día, más necesarios que nunca para nuestro futuro.

UNA CLASE DE COOPERAClON

Compare ahora la siguiente imagen de una clase de Self Science con alguna de las experiencias escolares que recuerde de su infancia.

Un grupo de niños de quinto curso está a punto de jugar al juego «rompecabezas de cooperación», en el que los alumnos se agrupan en equipos con el fin de componer rompecabezas con la única condición de trabajar en silencio sin que esté permitida ninguna clase de gesto.

La maestra, Jo-An Varga, divide a la clase en tres grupos distintos y los coloca en mesas separadas. Mientras tanto, tres observadores familiarizados con el juego van tomando nota en un formulario de quién asume el liderazgo y organiza, quién hace el payaso, quién interrumpe, etcétera.

Luego los alumnos vuelcan las piezas de los rompecabezas sobre la mesa y comienzan a trabajar. Al cabo de un minuto, aproximadamente, resulta evidente que uno de los grupos trabaja muy bien en equipo y no tarda en alcanzar su objetivo. Los componentes del segundo grupo, en cambio, están trabajando aisladamente y no llegan a conseguir nada. Poco a poco, sin embargo, sus esfuerzos empiezan a confluir y no tardan en completar el primer rompecabezas y luego siguen trabajando como una unidad hasta terminar resolviéndolos todos.

Pero el tercer grupo todavía sigue batallando con el primero de los rompecabezas sin llegar a encajar las piezas adecuadamente. Sean, Fairlie y Rahman no terminan de lograr el mismo grado de coordinación conseguido por los otros dos grupos. Se les ve claramente frustrados, moviendo frenéticamente las piezas de un lado a otro, considerando las distintas posibilidades y tratando de acomodarlas para descubrir finalmente, desengañados, que no terminan de ajustar entre sí.

La tensión disminuye un poco cuando Rahman cubre sus ojos con dos de las piezas -como si llevara una máscara- haciendo así reír nerviosamente a sus compañeros (una situación que terminaría dando pie a la lección de aquel día).

Entonces Jo-An Varga, la maestra, les anima diciéndoles: «los que hayáis terminado podéis dar alguna pista a quienes todavía siguen trabajando».

Dagan se dirige entonces al tercer grupo, señala las dos piezas que sobresalen del cuadrado y dice: «tenéis que dar la vuelta a estas dos piezas». De repente, Rahman, con el rostro tenso por la concentracion, cae en la cuenta de la nueva configuración y rápidamente coloca en su lugar las piezas del primer rompecabezas y luego hace lo mismo con las restantes. Cuando la última de las piezas del tercer grupo es colocada en su sitio toda la clase rompe a aplaudir espontáneamente.

UN PUNTO DE CONFLICTO

Pero cuando están a punto de comenzar a reflexionar sobre el trabajo en equipo que acaban de realizar, surge un tema mucho más interesante. Rahman, alto y de espeso cabello negro cortado a cepillo, y Tucker, el observador del grupo, se han enzarzado en una disputa sobre la regla del juego que prohibía gesticular. Tucker, con el pelo rubio encrespado, lleva una ancha camiseta azul con el lema «sé responsable», que parece subrayar el rol oficial que acaba de desempeñar.

-Tú puedes ofrecer una pieza, eso no es gesticular -dice Tucker a Rahman, en un tono enfático y combativo.

-Eso si es gesticular -responde Rahman, con vehemencia.

En aquel momento la maestra se da cuenta, por el tono de voz utilizado por ambos, de la creciente agresividad que va tiñendo el intercambio. Se trata de un incidente especialmente critico, de un intercambio espontáneo de sentimientos acalorados, un momento singularmente importante para verificar el grado de asimilación de las lecciones recibidas por los niños y para impartir otras nuevas. Como sabe todo buen maestro, las lecciones aprendidas en estas situaciones perduran mucho en la memoria de sus alumnos.

-No debéis tomar esto como una crítica -dice entonces Varga-. Habéis trabajado muy bien en equipo. En cuanto a ti, Tucker, trata de decir lo que tengas que decir en un tono de voz que no resulte tan hiriente.

Tucker, ahora más tranquilo, le dice entonces a Rahman:

-Puedes poner una pieza donde creas que encaja o dársela a quien creas que le hace falta sin necesidad de gesticular. Dándosela simplemente.

-¡Pero si lo haces así -responde entonces Rahman, enojado, rascándose la cabeza mientras ilustra con el gesto un movimiento inocente- no estás gesticulando!

Rahman está claramente enfadado por lo que está ocurriendo y sus ojos miran de continuo al formulario, la verdadera causa del enfrentamiento, aunque todavía no se haya mencionado. En aquella hoja Tucker ha escrito el nombre de Rahman en la casilla correspondiente a «¿quién es el que interrumpe?»

Varga, dándose cuenta de la mirada, aventura entonces una suposición y, dirigiéndose a Tucker, dice:

-Creo que Rahman siente que tú has utilizado una palabra negativa para referirte a él. ¿Qué es lo que tienes que decir al respecto?

-Yo no quiero decir que se trate de una forma negativa de interrupción -agrega Tucker, en tono conciliador.

Rahman no parece estar de acuerdo pero, con un tono de voz más calmado, dice:

-Si me lo preguntaras te diría que me resulta un tanto exagerado.

Varga subraya entonces una forma positiva de decirlo:

-Tucker está tratando de decir que lo que podría considerarse como una interrupción también podría ser una forma de aclarar las cosas en un momento difícil.

-Pero -protesta Rahman, más realista- seria una forma negativa si todos estuviéramos concentrándonos en algo muy difícil o hiciera algo así (abriendo mucho los ojos y ahuecando la voz, con una ridícula mueca de payaso): ¡Eso si que sería alborotar!

Varga aprovecha entonces la ocasión para decirle a Tucker:

-Creo que tú no quieres decir que él perturbe negativamente la clase, pero lo cierto es que tu mensaje es otro. Lo que Rahman esta necesitando es que le escuches y que aceptes sus sentimientos. Rahman dice que le molesta sentirse calificado negativamente, que no le gusta que le llamen alborotador.

Luego, dirigiéndose a Rahman, agrega:

-Me ha gustado la forma afirmativa en que te has dirigido a Tucker. No le has atacado, lo único que le has dicho es que no te gusta que te califiquen con la etiqueta de alborotador. Cuando te has cubierto los ojos con las piezas del puzzle parecía como si estuvieras frustrado y quisieras aclarar las cosas. Pero Tucker lo llama alborotar porque no ha comprendido tu intento, ¿no te parece?

Mientras el resto de los alumnos recoge los rompecabezas, los dos niños asienten. El pequeño melodrama escolar está llegando va a su conclusión.

-¿Os encontráis mejor -pregunta finalmente Varga- o todavía estáis enfadados?

-Sí, me siento bien -responde Rahman, con la voz más sosegada, ahora que se siente escuchado y comprendido. Tucker también sonríe y mueve la cabeza en señal de asentimiento. Luego, los dos niños, viendo que todos los demás han salido ya para la clase siguiente, abandonan juntos la sala.

POSTDATA: DETENER LA ESCALADA DE LA HOSTILIDAD

Mientras el nuevo grupo empieza a sentarse en sus sillas, Varga analiza lo que acaba de ocurrir. Este acalorado intercambio y la forma de resolverlo constituye para ella un ejemplo de lo que los niños aprenden con respecto a la solución de conflictos. Lo que normalmente termina como conflicto, resume Varga, comienza como «un problema de comunicación, una suposición gratuita y una conclusión precipitada que lleva, a su vez, a enviar un mensaje "duro", un mensaje que resulta muy difícil de escuchar».

Los alumnos de Self Science aprenden que no se trata tanto de evitar los conflictos como de resolver los desacuerdos y los resentimientos antes de que éstos emprendan una escalada que termine conduciendo a una auténtica batalla. La forma en que Tucker y Rahman manejaron sus discrepancias es el ejemplo de una de estas lecciones tempranas. En este sentido, hay que decir que ambos hicieron el esfuerzo de expresar su punto de vista de un modo que no aumentara el conflicto. La asertividad consiste en expresar los sentimientos directamente -algo, por cierto, muy distinto a la agresividad y a la pasividad- y se enseña en Nueva Leaming Center a partir del tercer curso. Al comienzo de la discusión que acabamos de describir, los dos implicados no se miraban siquiera pero, poco a poco, comenzaron a mostrar signos de estar «escuchando activamente» a su interlocutor, mirándole a la cara, estableciendo contacto visual con él y enviándole señales silenciosas inequívocas para hacerle saber que le estaba escuchando.

El hecho de utilizar estas herramientas, de poner en funcionamiento la «asertividad» y la «escucha activa», se convierte así, para estos chicos, en algo más que frases vacias; son verdaderas formas de reaccionar a las que pueden apelar en aquellos momentos en que realmente lo necesiten.

Dominar el mundo emocional es especialmente difícil porque estas habilidades deben ejercitarse en aquellos momentos en que las personas se encuentran en peores condiciones para asimilar información y aprender hábitos de respuesta nuevos, es decir, cuando tienen problemas. «Todo el mundo, ya se trate de un niño de quinto curso o de un adulto, necesita ayuda cuando tiene problemas para verse a sí mismo -señala Varga-. No resulta sencillo, cuando el corazón late con más fuerza, cuando las manos están sudando y uno se encuentra muerto de miedo, escuchar con claridad y mantener el control de sí mismo sin gritar, sin echar las culpas a los demás o sin permanecer silenciosamente a la defensiva.»

Lo que puede resultar más llamativo para quienes estén familiarizados con las disputas propias de los chicos de quinto curso, es el hecho de que Tucker y Rahman afirmaban su punto de vista sin culpabilizar al otro, sin insultarle y sin gritar. No resulta fácil para estos niños impedir que la escalada de sentimientos ascienda y termine conduciendo a un despectivo «¡vete a la mierda!», a una pelea a puñetazos o acosarle hasta echarle de la habitación. Lo que podría haber sido la semilla de una pelea sirvió para que los niños aprendieran a dominar los matices de la resolución de conflictos.

¡Qué diferente hubiera sido todo en otras circunstancias! A diario, los niños de esta edad llegan a los puños -e incluso a cosas peores- por cuestiones menos importantes.

TEMAS DEL DIA

Las respuestas que suelen dar los alumnos a la singular forma de pasar lista con la que se inicia cada clase de Self Science no es siempre tan elevada como lo era hoy. Cuando alguien responde con un uno, un dos o un tres, se abre la posibilidad de que otro pregunte: «¿quieres comentamos cómo te encuentras?» Y, en el caso de que el alumno quiera (porque nadie está obligado a hablar de lo que no desea), dispone también de la posibilidad de expresar lo que le inquieta y de buscar posibles soluciones creativas.

Los problemas varían en función del nivel de los alumnos. En los cursos inferiores, los problemas suelen girar en torno al miedo, al rechazo o a ser objeto de las burlas de los demás. Alrededor del sexto curso aparece un nuevo conjunto de preocupaciones: sentirse dolido porque nadie quiere aceptar una cita, sentirse rechazado, amigos que son menos maduros y, en suma, todos los dolorosos problemas que agobian a los niños («los mayores se meten conmigo», «mis amigos fuman y quieren que yo también lo haga», etcétera).

Estos son los problemas realmente importantes de la vida de un niño, problemas que suelen manifestarse en los aledaños de la vida escolar (en el comedor, en el autobús o en casa de un amigo). Y, en la mayor parte de los casos, estas preocupaciones resultan obsesivas cuando los niños se encuentran solos y no tienen a nadie con quien compartirlas. Éstos son los auténticos temas de las clases de Self Science.

De hecho, cada una de estas discusiones constituye una ocasión, que puede ser provechosa para los objetivos de Self Science, que consiste explícitamente en clarificar la sensación de identidad del niño y mejorar las relaciones que mantiene con los demás. Aunque el curso está organizado en lecciones, es lo bastante flexible para capitalizar a su favor los conflictos diarios que aparezcan, como el que enfrentó a Tucker y Rahman. Así, los temas que los estudiantes ponen sobre el tapete proporcionan ejemplos vivos sobre los cuales alumnos y maestro pueden aplicar las habilidades que están aprendiendo (como el método de resolución de conflictos que permitió enfriar la caldeada situación existente entre los dos muchachos).

EL ABC DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

En funcionamiento desde hace unos veinte años, el currículum de Self Science -cuyas lecciones son a veces sorprendentemente sutiles- es un modelo para la enseñanza de la inteligencia emocional. Como me dijo Karen Stone McCown, su directora: «cuando enseñamos algo sobre el enojo, ayudamos a los niños a comprender que casi siempre es una reacción secundaria y a buscar lo que subyace en él: "¿estás herido? ¿Celoso?" Es así como nuestros niños aprenden que siempre disponen de diferentes posibilidades para responder a una emoción y que su vida será más rica cuantas más alternativas de respuesta tengan».

La enumeración de los contenidos de Self Science coincide punto por punto con los temas fundamentales de la inteligencia emocional y con las habilidades esenciales que constituyen una forma primaria de prevención para las dificultades que preocupan a los niños (véase, al respecto, el apéndice E). Los temas impartidos incluyen la toma de conciencia de uno mismo (en el sentido de reconocer los propios sentimientos, elaborar un vocabulario adecuado y conocer la relación existente entre los pensamientos, los sentimientos y las reacciones), darse cuenta de si son los pensamientos o los sentimientos los que están gobernando una determinada decisión, considerar las consecuencias de las distintas altemativas posibles y aplicar todo este conocimiento a la toma de decisiones sobre temas tales como, por ejemplo la droga, el tabaco o el sexo. Otra forma de decirlo sería afirmar que la conciencia de uno mismo consiste en reconocer los puntos fuertes y las debilidades de cada uno y contemplarse bajo una perspectiva positiva pero realista (evitando así un error muy frecuente en el movimiento de autoestima).

Un tema muy importante consiste en controlar las emociones: comprender lo que se halla detrás de un determinado sentimiento (por ejemplo, el dolor que desencadena el enojo), aprender formas de manejar la ansiedad, la ira y la tristeza, asumir la responsabilidad de nuestras decisiones y de nuestras acciones y proseguir hasta llegar a alguna solución de compromiso.

Una habilidad social clave es la empatia, la comprensión de los sentimientos de los demás, lo cual implica asumir su punto de vista y respetar las diferencias existentes en el modo en que las personas experimentan los sentimientos. Las relaciones también constituyen un tema extraordinariamente importante (un tema que supone aprender a escuchar y a preguntar), diferenciar entre lo que alguien dice y hace y nuestras propias reacciones y juicios, aprender a ser afirmativo (en lugar de enojado o pasivo) y adiestrarse en las artes de la cooperación, la resolución de conflictos y la negociación de compromisos.

En el aprendizaje de Self Science no existen niveles determinados de antemano sino que la vida misma constituye el verdadero examen final. En cualquiera de los casos, al terminar el octavo curso -cuando los alumnos están a punto de abandonar Nueva Learning Center e ingresar en el instituto-, cada alumno es sometido a una especie de diálogo socrático y a un test oral en SelfScience. Algunas de las preguntas de uno de los últimos exámenes finales fueron las siguientes: «describe una respuesta adecuada para ayudar a un amigo a resolver el conflicto que supone el que alguien le presione a tomar drogas», «¿cómo solucionarías el problema de un amigo que suele molestarte?» o «enumera algunas formas sanas de manejar el estrés, el enfado o el miedo».

Estoy seguro de que, esté donde esté, Aristóteles, siempre tan preocupado por la cuestión de las habilidades emocionales, aplaudiría este intento.

LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL EN LOS BARRIOS DEPRIMIDOS

Es comprensible que los escépticos se pregunten cómo funcionaria Self Science en un entorno menos privilegiado que Nueva Learning Center o si sólo es posible en una pequeña escuela privada en la que cada niño es, de algún modo, superdotado. Dicho de otro modo, ¿cómo enseñar las habilidades emocionales en aquellos lugares en los que puede hacer falta con más urgencia, en medio del caos de una escuela pública situada en pleno centro urbano? Para encontrar una posible respuesta a esta pregunta basta con visitar la escuela pública Augusta Lewis Troup, de New Haven, una escuela que social, económica y geográficamente se encuentra en las antípodas del Nueva Learning Center.

A decir verdad, la atmósfera de Troup resulta sumamente estimulante, porque se trata de una escuela conocida también con el nombre de Troup Magnet Academv of Science, una de las dos escuelas del distrito destinadas a estudiantes (desde quinto a octavo curso) procedentes de todo New Haven que cuenta con un estimulante programa especializado en ciencias. En esta escuela, los estudiantes pueden hacer preguntas sobre física del espacio exterior a los astronautas de Houston a través de una conexión vía satélite o programar sus ordenadores para oír música. Pero, a pesar de estas diversiones académicas, hay que decir que -al igual que ha ocurrido en tantas otras ciudades- la fuga de las clases más favorecidas al extrarradio y a las escuelas privadas ha creado una situación en la que el 95% de los matriculados son negros e hispanos.

A pocas manzanas del campus de la Universidad de Yale -aunque a un verdadero universo de distancia-, Troup está situada en un degradado barrio obrero en el que, en los años cincuenta, vivían veinte mil personas con una población laboral empleada en las fábricas de los alrededores (desde la Olin Brass MilIs hasta la Winchester Arms). Hoy en día esta población se ha reducido a unas tres mil personas, con lo cual el horizonte económico de las familias que viven allí se ha visto proporcionalmente restringido. New Haven, como tantas otras ciudades industriales, se ha hundido en un pozo de pobreza, drogas y violencia.

Como respuesta a las urgencias de esta pesadilla urbana un grupo de psicólogos y educadores de Yale diseñaron, en los años ochenta, el Social Competence Program, una serie de cursos que cubren casi el mismo espectro que el programa de Self Science de Nueva Learning Center. Pero en Troup, la relación con los temas es más directa y clara. Por ejemplo, cuando en la clase de educación sexual de octavo curso los estudiantes aprenden que las decisiones personales pueden evitarles contraer una enfermedad como el sida, no están realizando un mero ejercicio académico. De hecho, New Haven tiene la más alta proporción de mujeres con sida de todos los Estados Unidos: muchas de las madres que envían a sus hijos a Troup padecen esa enfermedad y lo mismo ocurre con algunos de sus alumnos. A pesar de este sustancioso programa educativo, los estudiantes de Troup deben afrontar todos los problemas de la ciudad y hay muchos niños que viven en una situación tan caótica -y, a veces, tan aterradora- que ni siquiera pueden acudir a la escuela todos los días.

Como ocurre en todas las escuelas de New Haven, lo primero que llama la atención del visitante al entrar en la zona escolar es una señal de tráfico en forma de rombo con una leyenda que dice «zona libre de drogas». En la puerta nos espera Mary Ellen Collius, una de las responsables de la escuela, una especie de defensora todo terreno del pueblo que se da cuenta de los problemas especiales apenas aparecen y cuya función incluye echar una mano a los profesores con las exigencias propias del programa de competencia social. Si un maestro, por ejemplo, no sabe bien como encarar una determinada lección, Collins le acompañará a clase y le mostrará cómo hacerlo.

«Llevo unos veinte años enseñando en esta escuela -me dice Collins, saludándome-. Eche un vistazo al barrio que nos rodea. Con los problemas a los que estos niños deben enfrentarse, yo no puedo limitarme a enseñar habilidades académicas. Imagine que uno de nuestros niños está luchando contra el sida o que lo padece alguien de su familia. No estoy segura de lo que ellos dirán en las discusiones sobre el sida, pero lo cierto es que una vez que un niño sabe que su maestro no sólo está dispuesto a escuchar sus problemas académicos sino también a echarle una mano con sus dificultades emocionales, se abre una puerta para tener esa conversación.» En el tercer piso del viejo edificio de ladrillos, Joyce Andrews está llevando a sus alumnos de quinto curso a la clase de competencia social a la que acuden tres veces por semana. Andrews, como todas las demás maestras de quinto grado, asistió a un curso especial de verano para poder impartir esta materia, pero su apertura y simpatía naturales sugieren que se trata de una persona especialmente predispuesta hacia los temas de la competencia social.

La lección del día versa sobre cómo identificar sentimientos, uno de los temas clave de las habilidades emocionales que consiste en dar nombre a los sentimientos para poder así diferenciarlos. Los deberes que debían traer de casa aquel día consistían en recortar la fotografía -extraída de una revista– del rostro de una persona, asignar un nombre a las emociones que mostrara y exponer posibles formas de hacérselo saber a la persona. Después de recoger los deberes, Andrews enumera una lista de sentimientos en la pizarra -tristeza, preocupación, excitación, felicidad, etcétera- y comienza a lanzar una rápida sucesión de preguntas a los dieciocho alumnos que acudieron aquel día a clase. Los niños, sentados en grupos de cuatro, levantan las manos tratando de llamar su atención para poder responder.

-¿Cuántos de vosotros os habeis sentido frustrados alguna vez? -pregunta Andrews, mientras agrega el término frustrado a la lista y todos los niños levantan la mano.

-¿Cómo os sentís cuando estáis frustrados?

-Cansado, confundido, no puedo pensar bien, ansioso… – vuelan entonces las respuestas, como una cascada.

-Y… ¿cuándo se siente molesto un profesor? -prosigue luego, agregando el término molesto a la lista.

-Cuando alguien está hablando -responde, sonriendo, una niña.

Acontinuación,Andrews les entrega unas fotocopias. En ellas hay unos cuantos rostros de niños y niñas desplegando cada una de las seis emociones básicas -felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, miedo y disgusto- y una breve descripción de la actividad muscular facial propia de cada una de esas emociones, como por ejemplo:

•Temor

•La boca permanece abierta y retraída.

•Los ojos permanecen abiertos y con el ángulo interno elevado.

•Las cejas están levantadas y juntas.

•Hay arrugas en medio de la frente.

Mientras los niños leen la hoja e imitan la expresión descrita de cada una de las emociones, sus rostros van asumiendo las expresiones del miedo, el enojo, la sorpresa o el disgusto. Esta lección se deriva de la investigación realizada por Paul Ekman sobre la expresión facial y como tal se enseña en casi todos los cursos universitarios de introducción a la psicología, aunque rara vez se enseña en una escuela primaria. El hecho de relacionar un sentimiento con un nombre y con la expresión facial que le corresponde puede parecer tan elemental que no requiera ningún tipo de enseñanza. Pero lo cierto es que, en cualquiera de los casos, constituye un verdadero antídoto contra las extraordinarias lagunas que suelen existir en torno al tema de la alfabetización emocional. Tengamos en cuenta que, en muchos casos, las peleas del patio de recreo se derivan de la interpretación errónea de mensajes neutrales como si se tratasen de expresiones de hostilidad, y que las niñas que desarrollan trastornos de alimentación no logran diferenciar el enojo de la ansiedad y del hambre.

LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL ENCUBIERTA

Es comprensible que muchos profesores se sientan sobrecargados por un programa escolar excesivamente repleto de nuevas materias y se resistan a dedicar un tiempo extra a enseñar los fundamentos de otra asignatura. Por esto, una de las estrategias utilizadas actualmente para realizar el proceso de alfabetización emocional no consiste tanto en imponer una nueva asignatura como en yuxtaponer las lecciones sobre sentimientos y emociones a las asignaturas habituales. Porque la verdad es que las lecciones emocionales pueden entremezclarse de manera natural con la lectura, la escritura, la salud, la ciencia, los estudios sociales y muchas otras asignaturas. Mientras que, en algunos cursos de las escuelas de New Haven, el programa de desarrollo emocional constituye un tema aparte, en otros, en cambio, está incluido en la enseñanza de asignaturas como la lectura o la salud.

Algunas de las lecciones llegan incluso a enseñarse como parte de la clase de matemáticas, en especial la enseñanza de habilidades tales como la evitación de las distracciones, la motivación para el estudio y el control de impulsos que permiten desarrollar la necesaria atención para que se logre el aprendizaje.

Así, algunos de los programas de habilidades emocionales y sociales no se presentan como una asignatura aparte sino que quedan integradas en el mismo entramado de la vida escolar. Un modelo de este tipo -esencialmente, un curso encubierto en competencias emocionales y sociales- es el Child Development Project, un programa diseñado por un equipo dirigido por el psicólogo Erie Schaps en Oakland, California, que se está impartiendo en varias escuelas -similares a las del degradado barrio del centro de New Haven- diseminadas por todo el país. El programa ofrece un compacto conjunto de temas que se adapta a los cursos existentes. Por ejemplo, en clase de lectura a los niños de primer curso se les cuenta una historia titulada «Ranita y Tortuguita son amigos», en la que Ranita quiere jugar con su hibernada amiga Tortuguita, y no deja de recurrir a todo tipo de subterfugios para tratar de despertarla. La historia se utiliza como un pretexto para iniciar un debate en clase en torno a la amistad y otros temas tales como la forma en que se siente la gente cuando alguien le engaña. Otros de los cuentos de este programa proponen temas tales como la toma de conciencia de uno mismo, la toma de conciencia de las necesidades de un amigo, cómo se siente uno al ser molestado y cómo compartir los sentimientos con los amigos. El programa está diseñado de modo que las historias sean cada vez más complicadas a medida que el niño va atravesando los primeros cursos de la educación primaria, ofreciendo a los maestros la posibilidad de entrar a discutir temas tales como la empatia, la asunción de un punto de vista y el respeto.

Otra forma de integrar la enseñanza de las habilidades emocionales en el marco de la vida escolar consiste en ayudar a los maestros a pensar nuevas formas de corregir a los estudiantes que se porten mal. El Child Development considera que esos momentos constituyen una oportunidad inestimable para enseñar a los niños las habilidades de las que carecen -el dominio de los impulsos, la expresión de los sentimientos, la resolución de confictos, etcetera-, algo que resulta imposible de conseguir recurriendo exclusivamente a la mera coerción. Por ejemplo, un maestro que ve que tres alumnos de primer grado se empujan para llegar primero al comedor puede sugerirles que echen a suertes el orden de llegada. Así les permite dirimir de una forma imparcial -mucho más positiva que el rotundo y autoritario «¡ya está bien!»- tanto este problema como otros de naturaleza similar (después de todo, la actitud «¡yo primero!» no sólo es endémica de los primeros cursos de la escuela sino que, de una forma u otra. perdura durante toda la vida), recalcando también la posibilidad de encontrar soluciones negociadas.

EL RITMO DEL DESARROLLO EMOCIONAL

-Mis amigas Alicia y Lynn no quieren jugar conmigo.

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