I TRABAJADORES INTELECTUALES E "INTELECTUALES"
Puesto que la inteligencia es una facultad común a todos los seres humanos, todos somos intelectuales lato sensu, independientemente de los frutos y modalidades de ejercicio de aquella. Así, el campesino que ara la tierra utiliza su inteligencia, lo mismo hace el mecánico que arregla un auto, el maestro que enseña a sus alumnos, el contador que lleva la contabilidad de sus clientes o el ingeniero que diseña y ejecuta una compleja maquinaria.
A esta clasificación de intelectuales en sentido amplio se les contrapone la de intelectuales stricto sensu. A su vez, ésta se puede dividir en trabajadores intelectuales e intelectuales a secas.
Trabajadores intelectuales son aquellas personas que trabajan en forma habitual y profesional con ideas de mayor o menor complejidad, por ej. el empleado de oficina o el bancario, el contador, el ingeniero, el abogado, etc, los cuales utilizan un pensamiento aplicado a cuestiones prácticas de variada complejidad.
En cambio, se considera como intelectuales a secas, actualmente, a aquellos que además de un trabajo intelectual o racional habitual, ponen en ejercicio un compromiso axiológico que excede largamente la lógica del saber y el saber hacer, pues atiende a los fines últimos del ejercicio social del pensamiento desde parámetros de ética política y social.
En este sentido, mientras que la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales está llena de trabajadores intelectuales altamente especializados (también llamados simplemente intelectuales), por lo general dedicados a la investigación y la enseñanza, cuando se piensa en "los intelectuales" sin aditamentos se alude a aquellos que ponen en circulación abierta cierta clase de ideas que pueden llegar mucho más allá de sus ámbitos inmediatos y específicos de demanda y consumo.
Existen escritores de ficción provenientes del campo de las ciencias duras con reputación de intelectuales en el último sentido apuntado; es decir, no en base a sus amplios conocimientos sobre física, astronomía o paleobotánica, por ejemplo, sino por el resto de su pensamiento y su obra que no se dirigen a consumidores especializados (ya sean individuales, institucionales o corporativos) sino a todo el mundo; por ejemplo cuando con fuerte determinación se ponen al frente de causas humanitarias y difunden un cuerpo de ideas con fuerte anclaje en el plano ético.
De todos modos, llamar intelectuales, restrictivamente, a las personas que han sido culturizadas a través de actos de lectura y escritura es un error, tanto como lo es, por demagógico, considerar que "los intelectuales" no se diferencian en nada de ningún otro ser humano porque todos utilizan el intelecto; argumento muchas veces utilizado para oponerse a intelectuales opositores minimizando su rol o condenando su desempeño en una típica operación fascista.
En consecuencia, aquí escribo acerca de quienes se dedican a reflexionar en forma habitual sobre la relación entre lo que existe y cómo existe –especialmente en lo atinente a la condición humana-, y con lo que consideran que debería ser en relación con determinados planteos teleológicos.
Por lo tanto, la frase "los intelectuales" alude a un tipo de actor social cuya identidad, aun siendo brumosa y compleja para las percepciones mayoritarias, se vincula a las cuestiones sociales y políticas de una sociedad localizada o de toda la humanidad. Pertenecer a esta categoría de intelectuales supone poseer un patrimonio personal de ideas connotadas y de cierta originalidad, y un ejercicio habitual de pensamiento especulativo, profundo y crítico, alineado al conocimiento y beneficio de toda la humanidad, y no ya al servicio de cientistas, expertos o técnicos particulares.
De modo que, por ejemplo, un profesor de historia podría ser un trabajador intelectual pero no necesariamente será tenido por un intelectual, pues podría ser que su obra no hubiera sido comunicada todavía ni por escrito ni oralmente; o porque no poseyera un capital intelectual propio y singular a transmitir; o bien porque, aun teniéndolo, quizá no sea percibido o comprendido como tal por otras personas, o, sobre todo, porque aun siendo muy amplio y sólido no guarda relación con los problemas y los desafíos de la humanidad.
Generalmente, los intelectuales de este tipo son mencionados como sector o categoría social vinculada con ámbitos académicos, políticos o massmediáticos, aludiendo al ejercicio de su función social como productores de bienes simbólicos ideológico-políticos con ciertos sentidos que trascienden la importancia del objeto formal de sus estudios, investigaciones u obras.
REPRESENTACIONES Y ESTEREOTIPOS
ACERCA DE LOS INTELECTUALES
Las representaciones más frecuentes acerca de estos intelectuales, por parte de los sectores sociales medios y de la clase baja o trabajadora, que integran el concepto relativo de mayorías sociales, aluden a los pensadores, los genios o los sabios de la tribu; tipos que piensan mucho, incluso demasiado según algunos; tipos teóricos desencontrados con la realidad de la vida cotidiana que se ocupan de pensar en cosas que a la mayoría de las personas no les interesan.
La mayoría de la gente sólo retiene de ellos -en rigor, de algunos intelectuales- sus rostros y apellidos, predominando los de aquellos con alta exposición en los Mass Media. Agréguese un tanto menos la referencia al sector artístico o académico en el que se desenvuelven (literatura, poesía, y un poco menos si se trata de filosofía, sociología o politología, etc) y a medida que se asciende en la escala social podrán aparecer más referencias fragmentarias y superficiales a su trayectoria pública o a sus adscripciones político ideológicas.
Todo ello con el telón de fondo de la iconografía occidental sobre la vida de escritores, poetas y artistas de otros tiempos, difundidos sobre todo por el romanticismo decimonónico a través de la novela, luego por el cine y por los productos de la novísima cultura audiovisual en la que son socializadas millones de personas que difícilmente superarán los magros resultados de tal forma de apropiación cognitiva.
Por consiguiente, lo que de aquellos no se conoce con amplitud ni profundidad es precisamente lo principal, es decir, su pensamiento y su obra.
En ocasiones, algunos intelectuales son tenidos por filósofos aun contando con formaciones académicas dispares y desarrollos profesionales no convencionales, intuyendo aquella caracterización como un plus adicional de originalidad y profundidad de conocimientos; algo así como un grado superior de cualificación o de "sabiduría" y no como un quantum de saber.
También se suele considerar a ciertos poetas como "intelectuales" aun sin haberlos leído, suponiéndolos unos seres atormentados a fuer de quejarse y gritar su incomodidad a los cuatro vientos, y que por su presunta versación en el dolor son capaces de aliviar los infinitos sufrimientos ajenos.
Un poeta atormentado se compone con un estereotipo romántico, propio de otros tiempos: lo imaginamos triste, sin poder sonreír por causa de un infinito estertor; con un rostro demasiado serio, indicio de una probable y rica vida interior. A contrario sensu, una cara sonriente o un cuerpo con grosero abdomen delatarán inevitablemente la presencia de un espíritu tosco, materialista y sensual, con endebles lazos con el corazón y el cerebro.
Los estereotipos habituales los pintan como imposibilitados de trabajar en nada al ocuparse únicamente de pensar silenciosamente y sentados con la mirada perdida, en estado de contemplación, esperando desentrañar los misterios de la existencia para luego expresarlos con las palabras cambiadas. Mientras tanto pasan hambre, no tienen casa propia, han fracasado sentimentalmente, son tremendamente vulnerables por causa de su exacerbada sensibilidad, son muy profundos, muy buenos, nobles, solidarios; etc.
Se los presiente como "intelectuales" al creer que sus poesías -y más aún sus palabras cotidianas- se hallan encriptadas en códigos herméticos relacionados con la condición humana en general; supuesta razón por la que todos deberíamos tener hacia ellos una actitud de admiración debido a lo que supuestamente tienen para decirnos y que ellos se guardan en el corazón y la conciencia entre una creación y otra.
Esta actitud cuasi reverente es similar a la que algunas personas tienen con los sacerdotes o los pastores de sus respectivas religiones, si bien últimamente en menor grado por motivos de público conocimiento.
Estos estereotipos, anacrónicos por lo menos, constituyen una tonta generalización sobre la base de viejos mitos, además de constituir en ocasiones una forma corriente de estúpido resentimiento, cuando no de envidia, que lleva a creer que el poeta que ha fracasado, o peor aun, aquel que es un marginal adicto al vino, o a la bebida blanca, es fatalmente un genio incomprendido; alguien que si aun no ha sido reconocido lo será sin duda después de muerto, mientras que otro que haya triunfado y viva rodeado de halagos y gratificaciones seguramente es un fraude como poeta.
Pasemos al escritor o al novelista. ¿Tiene siempre, fatalmente, algo para transmitir más profundo o conmovedor que sus obras? Puede que sí, pero también puede que no. En todo caso, se le deberían atribuir capacidades y talentos en función de su actividad probada que es la escritura de ficción. Sin embargo, esos atributos no necesariamente facultan para desenvolverse en otros campos, cosa que pareciera que desconocen los periodistas que los entrevistan y les piden una definición célebre acerca de cualquier pavada.
¡Y de los filósofos ni hablemos! ¡Con sus obligadas barbas negligé y sus calvas resignadas, sus ropas viejas, raídas y con agujeros de polillas, con los cuellos y los puños de las camisas llenos de grasa, con sus cuerpos macilentos y desvencijados por comer un día sí y otro no, apenas mirando sin poder ver a través de sus viejos anteojos de carey con lentes desactualizadas…!
Puesto de ese modo, ¡qué duda cabe que la profundidad y la verdad han de ser hijas de la austeridad y la pobreza, y que un intelectual opulento es inevitablemente un estafador y un enemigo del pueblo!
Si en el pasado se dijo que la poesía es hija del dolor, los poetas que buscan empaparse de porciones de sensibilidad y de gloria de los consagrados, o por lo menos de los más mentados, huirán de la sonrisa, del buen apetito y de los placeres porque para ellos el look debido es el del filántropo disfrazado de misántropo.
En definitiva, si bien una visión tradicional y de sentido común percibe al intelectual como a un hombre de letras, es decir, como un productor o creador, sea escritor o poeta, filósofo, historiador, sociólogo, etc, la función y la condición de intelectual evidentemente implica algo más, ya que nadie toma por "intelectuales" –pese a que puedan serlo- a poetas y cuentistas que escriben sobre temas infantiles, ni tampoco a los grandes físicos que especulan sobre el origen del cosmos. Y tampoco el rol de intelectual en este sentido especial se limita a la esfera de la producción escrita.
Entonces, ¿qué implica ser un intelectual de este tipo? ¿Cuándo alguien pasa a ser un intelectual "intelectual"?
LA IMPRECISA NOCIÓN DE INTELECTUAL
El común de la gente se expresa habitualmente sobre todas las cosas de la vida y toma posiciones con respecto a ellas. Discute apasionadamente sobre los problemas de la educación, la economía, la política, o sobre la misión de los maestros, los políticos y el gobierno, quejándose, reclamando y tomando medidas de acción pues esos temas forman parte de sus preocupaciones inmediatas.
Ciertamente, el tipo de conocimiento corriente de los problemas generales de la sociedad suele ser bastante simple y reactivo. No obstante, existe un generalizado convencimiento respecto a que por más complejos que aquellos puedan ser, todos pueden ser traducidos y resueltos a la escala del hombre de la calle.
Por un lado se reconoce la existencia de especialistas entrenados en la explicación de los grandes temas sociales, y simultáneamente no sólo no se teme involucrarse en la discusión de los mismos sin ser especialistas sino que, además, se reclama el derecho a hacerlo y a ser escuchados por los demás, y especialmente por los gobernantes.
Con todo, la función de los intelectuales en la sociedad no es suficientemente registrada por la gente, y ni siquiera es un tema espinoso. Por lo general son poco conocidos, y si alguno se distingue del resto suele ser porque se ha vuelto famoso, dándose por descontado que se debe a su gran inteligencia.
Qué habrá sido lo que escribieron o manifestaron, o por qué, supuestamente, son importantes sus ideas, es algo en general desconocido o, por lo menos superficial e incompletamente conocido a niveles masivos.
La mayoría, sin embargo, admite que es bueno que el país tenga esa clase de recursos humanos. Otros, más jugados en su valorización, consideran que algunos de ellos hasta integran el patrimonio cultural de la nación, en tanto que otros ponen el grito en el cielo por semejante dislate.
¿Será acaso que la ignorancia de lo que hacen y representan los intelectuales se debe a la intuición popular de que las cosas en las que presuntamente se ocupan revisten mayores dificultades de comprensión que las de otros temas cotidianos?
En general, para la gran mayoría de las personas estos intelectuales no son considerados protagonistas o actores principales de la vida social pues no son vistos como referentes necesarios, y mucho menos imprescindibles para el curso de sus propias vidas. De ahí el desconocimiento ya referido.
Pero uno bien podría preguntarse si no se los necesita, supuestamente, o no se los requiere porque no se conoce casi nada sobre lo que hacen, o si en realidad sucede precisamente a la inversa: porque se los conoce (de alguna manera) no se los requiere.
No obstante, suponiendo que en principio tal desconocimiento masivo acerca de los intelectuales se deba a la creencia de que las mayorías sociales no necesitan nada de ellos, o casi nada, o muy poco, o bien que aquellos no tienen nada que aportarles, podría pensarse, sin embargo, que tal cual sucede con otros temas la gente podría estar aunque sea ligeramente informada acerca de ellos, independientemente de cuánto influyan concretamente en sus vidas.
Pero eso no se verifica en los hechos: no se leen libros en cantidad suficiente en un país de casi cuarenta millones de personas ni se miran suficientes programas de televisión relacionados con intelectuales conocidos. En principio, ello demuestra la existencia de carencias culturales generalizadas. Lo cierto es que la oferta de información sobre temas y personas del campo intelectual es muy reducida, tanto como la demanda correspondiente.
La presencia y la existencia misma de los intelectuales habitualmente pasa desapercibida en ciertos lugares y niveles sociales, de modo que las percepciones a nivel popular de lo que ellos hacen o representan suelen ser como mínimo inconsistentes. Tampoco existe una visión claramente predominante. En ciertos niveles sociales sólo se dispone de una caricatura del intelectual, basada en la exageración de sus tics, en el snobismo de sus comportamientos, en sus olvidos, en sus distracciones, en cierta estética de moda, en sus gesticulaciones, etc.
Una primera coincidencia, superficial por cierto, tiene en cuenta el carácter de personas dedicadas a pensar y escribir sobre asuntos serios, importantes, profundos; en suma, a trabajar con el pensamiento, bajo el supuesto de que son mucho más inteligentes que la mayoría de las personas. De ahí en más, se agrega el reconocimiento de los insumos con los que operan: los libros, las ideas de otros, la información, las ciencias (especialmente las ciencias sociales y la filosofía), etc., y que su tarea desemboca en transmitir a otros sus ideas para inducirlos a pensar en el sentido que ellos proponen.
También se toma en cuenta que los intelectuales no mandan ni gobiernan, salvo que sean gobernantes intelectuales -que los hay y abundan- por más que en tales funciones tiendan a privilegiar la lógica política y no la lógica propia de la actividad intelectual, cosa en general ignorada por quienes no son intelectuales.
En principio se califica de intelectuales progresistas a aquellos que se ocupan de los contenidos de la agenda social del humanismo actual y se preocupan con los problemas de la sociedad y del mundo en relación con valores y causas como la justicia social, la solidaridad y la lucha contra las desigualdades, la oposición a las variadas formas de opresión, la emancipación de las mujeres, el rechazo del racismo y de la xenofobia, la defensa de la laicidad, la denuncia de la arbitrariedad, la diversidad, la multiculturalidad, la interculturalidad, el desarrollo, etc.
Pero se utiliza el popular progres, con sentido descalificatorio y paródico, para referirse a aquellos intelectuales ocupados más en la exteriorización formal, para su visualización por terceros, de los tics y lugares comunes de la intelectualidad de izquierda antes que en la asunción sustantiva de las funciones y misiones supuestamente correspondientes a su rol.
Y a aquellos intelectuales que frecuentan las preocupaciones de los progresistas, u otras, desde posiciones antisistema, contraculturales, contrahegemónicas, socialistas o marxistas, se los considera y designa corrientemente como intelectuales de izquierda, en tanto que los que no sostienen dicha agenda ni esos posicionamientos ideológicos sino que con mayor o menor énfasis se dedican a defender al sistema capitalista se los tiene como intelectuales de derecha o del Poder.
En principio, se da por supuesto que los progresistas y los izquierdistas tienen un fuerte basamento ético; en tanto que los de derecha son intuidos como sosteniendo la obediencia debida al Poder opresor. Los primeros, en consecuencia, son considerados como intelectuales libres y los derechistas como empleados del Poder capitalista. Los primeros poseerían una adhesión voluntaria y no mercantil a sus planteos ideológicos y a sus luchas, en tanto los segundos se vincularían mercenariamente a sus mandantes directos que integran el campo del Poder, y éstos los recompensarían con holgura de muchas maneras gratificantes.
A esta altura, cabe preguntarse si el de los intelectuales es un estado o una esencia psicológica, espiritual o moral en tanto que personas; o una característica particular que convierte a cierto tipo de proposiciones en "intelectuales"; o bien que cierta clase específica de éstas convierten a alguien en intelectual.
Yo opto por esta última posibilidad, tomando por intelectuales a los productores ideológico-culturales que tienen un elevado sentido crítico, moral y creativo, cuyos productos se relacionan con la humanidad aun cuando no todos perciban tales relaciones.
Pongo el acento en el contenido de sus producciones, en una clase de discursos o proposiciones referidos a la condición humana en sus múltiples aspectos que encierran sentidos que los trascienden y se encaminan al bien común, en lugar de considerarlos una clase especial de hombre o de mujer poseedores de cierta esencia inefable que los distinga a nivel personal
Sin embargo, en los hechos se tiende a pensar en los intelectuales como personas antes que en sus propuestas; y a menudo sólo en eso, del mismo modo que sucede con los artisitas. Por eso, cuando la gente compra libros u otras obras creativas, más que pagar por ideas y significados paga por poseer un trozo de vida de sus autores.
II
¿QUÉ DICEN, QUIÉNES LO DICEN, CÓMO LO DICEN Y DÓNDE LO DICEN?
En parte debido a ese generalizado y superficial conocimiento acerca de lo que hace y lo que representa socialmente este tipo de intelectuales, oscilan entre la desvalorización, la indiferencia o el olvido por parte de la sociedad, ligada superficialmente al recuerdo de sus rostros y sus nombres y muy escasamente a su pensamiento.
Si bien las vanguardias intelectuales no suelen ser reconocidas con facilidad y rapidez en sus momentos inaugurales, pasado cierto tiempo suelen ser objeto de gran estimación por la importancia atribuida a su pensamiento o a sus intenciones, al punto de poder llegar a constituirse en la base de nuevos movimientos de ideas o de acción.
En consecuencia, expresarse, expedirse, pronunciarse, no constituyen simples recursos de la necesidad de comunicarse sino también un conjunto de actitudes y gestos que transmiten más mensajes que los que se pueden albergar en una producción escrita y en las representaciones que construyan sus lectores.
Esta clase de intelectuales es la de los que dicen, quieren decir, y siempre tienen más que decir que lo que han dicho en sus libros.
Son los que además de expresarse por medio de sus libros lo hacen a través del manifiesto, la carta pública o abierta, la entrevista, la polémica, un comportamiento escandaloso, y por qué no por medio de un acto de transgresión con suficiente difusión mediática, capaz de atribuir a su realizador la prestigiosa condición de enfant terrible, estilo más propio de otras épocas, como los sesentas y setentas en otras latitudes aunque también entre nosotros, y que hoy ya no resulta efectivo en consonancia con la creciente inmunización colectiva contra la sorpresa.
Es típico de los intelectuales polemizar entre si. En Europa y América, lo mismo que en Argentina, hemos conocido en otros tiempos brillantes y largas polémicas entre intelectuales de alto nivel con ideologías diferentes, lo cual las tornaba muy interesantes y atrapantes en los estrechos círculos intelectuales contemporáneos. Y hasta el día de hoy es de buen tono intelectual conocerlas y ser didácticos para explicarlas, pero como eso hoy también está al alcance de un buen estudiante no alcanza para obtener status de intelectual, lo mismo que establecer relaciones filogenéticas entre polémicas actuales, reales o potenciales, y las del pasado.
Hoy la polémica ha regresado sobre bases muy distintas, como monólogos contrapuestos de acción y reacción que se van ampliando a nuevos polemistas cuyo verdadero interés no es discutir en el sentido orteguiano, sino tan sólo que se registre su presencia en la asamblea virtual (si es por Internet mejor), y sin pretensiones de un resultado final.
Las razones las provee la globalización fragmentada y sus efectos en los propios intelectuales respecto a su confianza en la eficacia o ineficacia de su propia metralla ante objetivos enemigos totalmente distintos a los que estaban acostumbrados a enfrentar. Pero también el hecho de que antes tenían escapatorias, en cambio hoy están condenados a vivir en la contradicción de permanecer en el mercado o dejar de existir como intelectuales. Y como cualquier humano, los intelectuales, posmodernos o no, también quieren existir.
De lo que se trata entonces es de estar en el mercado. Y éste tendrá la última palabra respecto a la proporción de ser y estar que a cada uno de ellos le toque en suerte. Quiero decir que si uno está en el mercado y produce mercancías y las vende, uno es un mercader aunque no sea eso solo. Bueno, los intelectuales también lo son.
Por tanto, cada vez más es el mercado el que define la oportunidad, los contenidos y la orientación del discurso de la mayoría de ellos, y la riqueza y profundidad de la percepción y comprensión de quienes los hagan suyos. La polémica siempre vende, da ganancias económicas a los polemistas y fundamentalmente -pero en mayor medida que a ellos- a las industrias culturales. En suma, es el mercado quien puede despejar los caminos de estos intelectuales o llenárselos de obstáculos.
La experiencia indica la conveniencia para los intelectuales de eludir dar definiciones o dictámenes tajantes como si se tratara de trampas colocadas por el enemigo, comenzando por establecer que se trata de…, o que a un intelectual quieren ponerlo frente a…¡una falsa opción! Para nada importa que también esta afirmación pueda ser falsa. Eso es otro problema. ¡Total, ya se sabe que establecer la verdad sobre algo es muy difícil! Pero esta actitud, llevada al grado de extrema indefinición, está a la orden del día.
A diferencia de un pasado relativamente cercano y lejano a la vez, hoy ya no rinde buenos frutos al oficio de intelectual rápido de reflejos el optar por uno u otro término de una contradicción teórica o política en una discusión o una opción concreta, toda vez que el punto de observación de la realidad se ha vuelto crecientemente móvil para todos, pero especialmente para ellos.
En general, los intelectuales se definen y definen ciertos temas y puntos solamente cuando éstos les ofrecen una relativa seguridad, pero respecto de otros los circundan sin penetrar en ellos por varias razones: por ej., porque aún no es el momento adecuado para su abordaje, o porque temen una represión real o simbólica, o porque son definiciones de retaguardia frente a la corporación intelectual, o porque corren riesgos de ser desplazados a los confines de la popularidad y del mercado.
Esto último es lo más frecuente, por eso ya casi no polemizan personalmente, a lo sumo lo hacen desde ciertos lugares. Podrán odiarse e insultarse pero no debaten a fondo, o lo hacen apenas. Prefieren cartelizar su mercado de influencias efectuando menciones y citas de colegas a la espera de reciprocidad, en lugar de eliminarse mutuamente aun en los casos en que se odian, para no perder la identidad cobrada por cada uno en torno al otro. Siempre un enemigo de fuste realza la propia autoestima.
En consecuencia, sus discursos suelen ser monólogos en los que la referencia a los otros es un soporte para la construcción del edificio retórico de los productos que comercializan en el mercado. Con todo, lo más criticable no es eso sino la paradoja de que sean ellos quienes pregonen con tanta insistencia la necesidad y las bondades del diálogo en la vida social.
Habitualmente podemos hallar dos tipos distintos de discursos entre ellos. Uno, un discurso con mayor complejidad y tal vez profundidad; y otro más sencillo, deliberadamente buscado con propósitos didácticos y por qué no, como facilitador de ventas.
En los tiempos que corren existe una amplia preocupación en muchos intelectuales por aparecer claros en sus expresiones para llegar al mayor número posible de personas a convencer, especialmente cuando ellos se hallan trepando la ladera de la montaña.
Constantemente los intelectuales escriben libros acerca de las ideas de otros intelectuales destacando su importancia, sus logros, sus peripecias y su fuerza, o lamentando el desconocimiento masivo de su obra o de su influencia, o la destrucción u ocultamiento de la misma, o su olvido, o su no reconocimiento, etc.
Pero también escriben libros en los que se critican elípticamente las más de las veces. Señal de que sobre un tema, como sobre cualquiera, existen como mínimos dos puntos de vista posibles, por lo general antitéticos. En este caso, a favor o en contra de su tarea, y del sentido y consecuencias de su rol y de su obra.
Esta última característica de la producción escrita sobrepasa holgadamente a la primera, con lo cual los disensos se vuelven omnipresentes. Y si las mutuas críticas no sobrepasan cierto nivel de urbanidad para convertirse en sicalípticas es porque deliberadamente las reprimen.
Al margen de esta realidad, los intelectuales han tomado buena parte en la tarea de difundir una determinada percepción social acerca de si mismos, centrada en un perfil de hombres y mujeres que trabajan con el pensamiento propio y ajeno para recrearlo especulativamente, adscribiéndolo conscientemente a un compromiso personal con la búsqueda de respuestas a los grandes problemas de la sociedad y a la lucha contra los obstáculos a la conquista creciente de nuestra plena humanidad.
El siglo XX produjo intelectuales que coincidieron en exaltar su rol como si fuera el de un gigante que puede mirar más lejos que sus congéneres y anticipar el más allá, y que al mismo tiempo se halla rodeado de viles enanos que lo hostigan. Un pequeño gigante luchador dispuesto a resistir hasta el fin de sus fuerzas los embates de la sinrazón y la reacción.
Este concepto sintético acerca del intelectual continúa vigente. Se refiere a quien además de conocer, y conocer y leer entre líneas o debajo del agua, puede pensar el futuro, y que además tiene un compromiso social que lo convierte en una referencia para otros pues ilumina y a la vez puede ser avistado desde lejos.
Siendo que los sectores sociales más numerosos apenas sí tienen una aproximación al significado primario de "los intelectuales", y si los pocos que hablan y escriben sobre los intelectuales en el sentido en que nos estamos refiriendo son generalmente otros intelectuales, y si sus conversaciones y sus escritos no sobrepasan sus propios ámbitos de resonancia, imaginemos cuanto menos conocida sea la cuestión de que esos humanos presuntamente constituyen un problema en si mismos, o que tienen un problema ("el problema de los intelectuales"), y menos aún que presuntamente son traidores ("la traición de los intelectuales"), o que se callaron la boca ("el silencio de los intelectuales"), o que son unos miserables ("la miseria de los intelectuales"), o que están agotados ("el cansancio de los intelectuales"), o que están en crisis ("la crisis de los intelectuales"), o en quiebra ("la bancarrota de los intelectuales"), por hacer referencia a unos tópicos clásicos del tema que parecen haber sido primeramente títulos provocadores en torno a los cuales se realizaron o podrían realizarse elucubraciones posteriores. Por cierto, en todo momento los lectores podrían proponer otros más actualizados o representativos.
A estos hipotéticos debates de los intelectuales los sectores mayoritarios no los registran. Dado su carácter de discusiones restringidas resultan en si mismas un preciosismo cultural, en tanto que como objeto de consumo social son objetos muy caros, podría decirse de lujo, de consumo exclusivo y excluyente, de catálogo, y en ciertos reductos intelectuales un consumo "de culto".
¿Dónde se producen estos "debates" hoy? ¿Por dónde circulan? Obviamente, no en las calles; no recorren los bares, ni los estadios deportivos, ni los programas radiales ni televisivos, salvo en casos muy excepcionales. En principio, están acotados a ciertas universidades, facultades, institutos, ateneos, etc, públicos y privados, aunque es posible hallarlos dosificadamente en algún suplemento cultural de unos diarios muy "cultos", siempre en determinados días de la semana, cuando el lector de dichos medios se pone al día en su relación filosófica con el mundo y revisa su agenda de pre- ocupaciones existenciales para la semana que viene. Y también, sistemáticamente, en revistas para consumo exclusivo de intelectuales.
Lo dicho hasta acá para marcar el nivel social de instalación de esos supuestos debates intelectuales no implica adoptar la posición de reconocer como valioso y significativo únicamente a aquello que hacen y quieren las masas o "los colectivos sociales". Tampoco significa no reconocer o no admitir la distinta complejidad de las cuestiones sociales en sentido amplio, o considerar que el conocimiento siempre es posible, ni tampoco que siempre sea imposible.
De todos modos, la complejidad propia de cada campo del conocimiento ha determinado la aparición de los expertos, los especialistas, los intermediarios, que surgieron para facilitar y canalizar los procesos de acceso al saber por parte de otros hombres que no podían, no sabían, no querían, o a quienes no se les permitía conocer ciertas cosas, según fuere cada caso.
Hay especialistas y especialidades necesarios y valiosos como resultado de los progresos de la ciencia, y en el futuro los habrá en mayor número sin duda, señal de su importancia y su utilidad en la vida.
Sin embargo, la gente no se comporta coherentemente en sus relaciones con todos los especialistas. Los políticos y los economistas, por ejemplo, pese a la desmesura de sus especulaciones y acciones, en general no reciben bastante respeto ni confianza últimamente por sobradas razones, y muchas veces se oye desde ámbitos populares que la macroeconomía no es un galimatías sino que exige nada más y nada menos que las mismas capacidades y recaudos que se necesitan para tener un buen manejo de la economía familiar, tales como los que puede poseer un ama de casa. Razón por la que hace unos pocos años, ante muchos fracasos acumulados, los argentinos se emanciparon durante un breve lapso (o por lo menos así pareció) y les gritaron a la cara a los políticos que se fueran todos.
Por cierto, ninguno se fue.
Pero… ¿qué habría sucedido en aquellos momentos si la gente hubiera sabido que los desaguisados de los políticos no obedecían exclusivamente a sus agudizadas condiciones de perversión sino también a los estímulos e inducciones de ciertos intelectuales, de los cuales los economistas también forman parte?
¿Qué significa lo anterior? Que en algunos casos existe un entusiasmo febril por recuperar el ejercicio individual y social de derechos soberanos delegados por la sociedad a cierta clase de actores sociales como los políticos, los abogados o los economistas, debido a que los resultados de su accionar público e institucional no convencen a la gente o directamente la han perjudicado, y sin embargo esa misma gente que en ocasiones se ha rebelado no actúa de la misma manera frente a otra clase de intelectuales, o sea "los intelectuales", o más bien los "ideólogos", aquellos que diseñaron los planes de los ejecutores, o los codiseñaron, o los pulieron.
Una vez más, ello demuestra que la interacción entre sociedad e intelectuales de este tipo es insuficiente e ineficiente a niveles masivos, por lo que cabría suponer que las muestras de aceptación y de rechazo que habitualmente puedan recibir no representan decisiones reflexivas del pueblo o de los sectores mayoritarios, sino que están originadas más bien en los ambientes culturales en los que tienen registros interesados. De estos ambientes es de donde la gente suele recibir versiones descafeinadas de múltiples asuntos por parte de "los intelectuales".
III ¿QUÉ SE ESPERA DE LOS INTELECTUALES?
De los intelectuales a secas que estoy considerando se espera algo que va más allá de sus tareas básicas profesionales basadas en sus carreras académicas o artísticas, y que incluso para muchas personas tiene mucho más valor que todo el eventual relumbre que puedan alcanzar en éstas.
Más que demandas explícitas son expectativas sobre sus comportamientos como integrantes de un sector o grupo de la sociedad, equivalentes a las que algunos católicos tienen sobre los sacerdotes respecto al cumplimiento estricto de sus tres famosos votos.
Pero así como la violación de aquellos votos ya no asusta a ningún cristiano y se da por sentado que en algún momento de la vida de los sacerdotes aquella tendrá lugar fatalmente, la gente que conoce algo acerca de los intelectuales toma sus correspondientes expectativas cada vez menos seriamente.
Claro, el grado de incidencia directa que sacerdotes, pastores e intelectuales tienen en la vida cotidiana de la gente es insignificante. Por eso mismo no se entiende que la gente no deposite en los dirigentes políticos expectativas equivalentes al grado de incidencia que éstos sí tienen en su vida cotidiana, tremendamente mayor que la de los intelectuales, los sacerdotes y los pastores, y siendo que aquellos se hallan legal y moralmente obligados a representarlos correctamente.
¿En qué consisten, pues, tales expectativas acerca del comportamiento de los intelectuales?
En líneas generales, en que estén dispuestos a ofrecer a la sociedad un conjunto de actitudes y respuestas a las problemáticas del hombre en si y de cada sociedad en particular. Esto que en principio suena muy interesante es una construcción propia del siglo XX que ni siquiera se halla extendida en todas las clases sociales, sino únicamente en sus sectores universitarios e instruidos de clase media para arriba.
En materia de actitudes se halla la presunción de verdad que ha de encerrar la palabra de los intelectuales, y en cuanto a expectativas la de que siempre digan la verdad y toda la verdad y jamás se vendan a ningún precio.
Si cumplen lo que se espera de ellos se harán acreedores al respeto general por sus talentos y su valía, tanto por parte de quienes acuerden con sus ideas como de los que opinen en forma diferente. No siendo así, esos intelectuales no alcanzarán prestigio en el hit parade, o no sobrepasarán el que hayan alcanzado hasta cierto momento, o directamente lo perderán y comenzarán un cursus honorum descendente, si es que antes no lograron atornillarse a alguna silla de funcionarios de planta permanente en la que aguardarán sentados, con muy bajo perfil, y fumando, la llegada de la jubilación, o tal vez el retiro anticipado.
Otra expectativa, en realidad más bien escasa, es que no prioricen sus obligaciones, aspiraciones o anhelos particulares en desmedro de la honestidad intelectual y científica que es dable esperar de su rol, con ocasión de desarrollar su obra. Es decir, si las certezas a las que arriben cumplimentando rigurosos patrones epistémicos y marcos éticos han de resultar lamentablemente, inquietantemente, o peligrosamente heterodoxas para los intereses del partido, la corporación o el empleador de que se tratare, lo mismo que para la sociedad, los derechos de la verdad académica deberán primar sobre los intereses afectados y deberán darse a conocimiento público.
Tal proceder también los volverá respetables ante sus pares y ante la gente. Además, los riesgos que afronten para actuar con honor serán un buen ejemplo para éstos y un estímulo a la revalorización social de las conductas dignas de los hombres. Es la docencia de los ejemplos que vivifican los principios implícitos en ellos.
No obstante, vale una aclaración. La anterior es la percepción más generalizada acerca de lo que debe ser el perfil de los intelectuales, pero tal poder popular de derribar ídolos inmerecidamente erigidos no suele verificarse muy seguido en los hechos.
Generalmente la aprobación social a una conducta como la del ejemplo precedente no se produce automáticamente en todos los casos, tal como debería ocurrir.
En ocasiones, la gente premia a los intelectuales que, enfrentándose a un gobierno que no goza de la simpatía de las mayorías populares, demuelen sus iniciativas, sus planes, sus ideas, sus finalidades. Otras veces, un paquete de ideas y acciones de un gobierno, que estrictamente son erróneas, inconvenientes, impolíticas, antipopulares y hasta antinacionales (en un abanico de posibilidades crecientes) puede merecer entusiasta aprobación social cuando son impulsadas por un gobierno autoritario y demagógico de amplia base social, es decir, populista. Por consiguiente, los intelectuales probos que denuncien su verdadero carácter serán castigados socialmente con una variada gama de acciones de repulsa popular y oficial, que en ciertos momentos históricos les han deparado penas crecientes, incluida la de muerte.
En este ejemplo, el rechazo de los intelectuales honestos a los planes del Poder no sólo cuestiona a éste, sino que indirectamente también está interpelando a la sociedad en su conjunto cuando ésta no se atreve a reaccionar con valentía o a procesar debidamente sus consensos y disensos internos. En estos casos, como las sociedades en general no se autocritican lo suficiente sino que se justifican, continúan cometiendo más y más novedosos errores con tal de no admitir los viejos.
Las expectativas de la gente sobre los intelectuales operan como una suerte de demandas informes, no pronunciadas, en suspenso, pues en rigor pocas veces llegan a instalarse como debates de la agenda pública, o simplemente como parte de la opinión pública.
Otra expectativa es la de la coherencia que se espera de los intelectuales a lo largo de su vida, lo cual no debería significar clausurar la posibilidad de criticarlos ni de que ellos mismos como tales revisen sus propias ideas en algún momento. Pero esto tampoco es habitual. La autocrítica siempre es temida y hasta puede ser caracterizada de debilidad pequeño burguesa.
Últimamente existe un doble standard para enjuiciar a los políticos y a los intelectuales. ¿Por qué mientras que a los primeros se los insta desde diversos lugares a cambiar de posiciones y de principios y se les festeja el abandono de los mismos o su aggiornamento calificándolo de saludable, se pretende que el intelectual "comprometido" a los 30 años de edad deba morirse cuarenta años después enarbolando las mismas banderas que antaño, en lugar de reconocer el derecho al saludable ejercicio de pensar, autocriticarse y corregir sus errores? A este último proceder se lo reputa de coherente, e implica afirmar que el intelectual morirá "con las botas puestas".
Esta rígida concepción de la coherencia torna respetables ante la gente a los convencidos (a veces testarudos y obcecados) de cualquier signo político, filosófico o ideológico que asumen públicamente sus posiciones y las mantienen con firmeza a lo largo de los tiempos sin claudicar jamás pese a cualquier adversidad, aun cuando dichas posiciones acaben resultando claramente negativas u obsoletas en la realidad.
Probablemente lo que concite simpatías en la gente no sea tanto la supuesta coherencia señalada sino la rareza de un espécimen semejante en los tiempos actuales, cuando lo habitual y corriente es subir por la izquierda en la juventud, sea por la extrema izquierda o el centro izquierda, trepar a la derecha liberal en la edad mediana permaneciendo allí en la edad provecta, incluso pasando a la extrema derecha si fuere propicia la oportunidad, como sucedió en nuestra historia muchísimas veces con tantos personajes famosos.
Asimismo, si la historia da un inesperado brinco a la izquierda, ¿por qué no mudarse con bártulos y petates desde el centro izquierda hasta la extrema izquierda con la Armada Brancaleone de viejos ex izquierdistas devenidos testimoniales a los setenta años de edad?
Lo cierto es que cada mudanza sitúa y reditúa como catedrático, funcionario político electivo o designado, diplomático, presidente o empresario millonario, e incluso con varios de estos premios juntos.
Lamentablemente, la gente no suele reparar en que los locos morales y los tiranos también suelen sostener con mucha coherencia y determinación sus nefastas ideas hasta el fin de sus días. Por lo cual, de los intelectuales se espera que su coherencia gire en torno a ideas lúcidas y no a obcecaciones ni al Mal de Alzheimer Y aquí entramos en la demanda de respuestas a los grandes problemas del hombre, de la sociedad concreta y de la humanidad.
¿Cuáles son las ideas lúcidas de los intelectuales? ¿Desde qué puntos de vista se determina la lucidez de sus ideas? ¿Quiénes lo hacen? ¿Desde qué sectores sociales se legitiman dichas ideas? Estas preguntas son cruciales para reconocer las necesidades y proyectos de los diversos sectores sociales y las respuestas, propuestas y soluciones reales o imaginarias más acomodadas a cada una de ellas.
Cada época tiene temas centrales alrededor de los cuales se desarrolla la historia política de una sociedad. Tales fueron en distintas épocas la conquista de derechos políticos y civiles, su ejercicio efectivo y universal, la conquista de derechos laborales y sociales, el desarrollo de igualdad de oportunidades para todos, la justicia social, la lucha contra las diversas formas de discriminación, la industrialización, el ambientalismo, etc, etc.
Lo que define la centralidad de un tema en la agenda pública, aun cuando ésta no coincida con la agenda oficial, es el mayor o menor grado de importancia que se le asigna socialmente en función de la mayor o menor incidencia real que tenga en el curso de las vidas concretas de los miembros de una sociedad.
Por cierto, la importancia de un asunto puede ser superlativa sin que por ello logre instalarse en la agenda de los gobiernos o los actores decisorios. El reconocimiento de los problemas coyunturales depende del desarrollo de la conciencia social acerca de los problemas estructurales que experimenta una sociedad.
Cuanto más abarcativo sea un problema social, en cuanto a la mayor o menor cantidad de actores cuyos intereses o su calidad de vida se puedan ver favorecidos o perjudicados por las ideas o soluciones propuestas, más nos acercaremos a la clarificación de su representatividad.
En la vida real una idea será tenida por lúcida cuando involucre y beneficie a las mayorías sociales sin perjudicar a ninguna minoría, siempre dando por descontado el carácter democrático de ambas; o bien, cuando -si beneficia a alguna minoría- no crea privilegios a su favor y menos aún a costa o en perjuicio de las mayorías. Obviamente, no me refiero a cualquier idea que fácilmente se traduzca en una medida administrativa corriente, sino a aquellas cuya implementación constituyen logros sociales importantísimos para el conjunto de la sociedad, y cuya aceptación, instalación y verificación en la práctica social suelen lograrse con muchos esfuerzos.
En consecuencia, la legitimación o deslegitimación de una idea y de una medida político administrativa consiguiente correrá a cargo de los sectores sociales involucrados en el concepto de mayorías sociales. Algo inestable y difícil de establecer con precisión porque las personas expresan imperfectamente su situación, sus posiciones e intereses, sus deseos y sus opciones a través de la actividad social con motivaciones cambiantes a lo largo del tiempo, tanto en su condición de individuos como de integrantes de grupos diversos.
Las mayorías sociales no son una masa estática de composición invariable, sino todo lo contrario. En el 2003, el candidato presidencial Kirchner obtuvo menos votos que su oponente en primera vuelta, representando entonces la minoría, pero ese mismo candidato para la eventual segunda vuelta se había convertido en mayoría. Aun así, este mayoritario apoyo popular se debió a razones coyunturales determinadas por el generalizado rechazo al Innombrable, quien diez años antes supo ser El Deseado.
Por lo cual vale recordar una simpleza: que las "mayorías populares" no se definen simplemente "cuantitativamente" sino además cualitativamente. Y esto también es relativo pues aquellas nunca son iguales a si mismas, como lo demuestra el hecho de que los argentinos que ahora rechazaban al Engendro eran los mismos que antes lo habían elevado. Lo cual no implica un desmedro o un reproche a su carácter voluble sino un registro de que en todas partes lo popular, o lo que el pueblo quiere, y mejor aun lo que la sociedad anhela se revela siempre cualitativamente por la negativa, es decir, asumiendo la conciencia de lo que en principio se rechaza, de lo que no se quiere más, de lo que lo cansa y lo harta, llámese Alfonsín o Angeloz, o el mismo Innombrable y sus cuarenta mil… funcionarios después.
A partir de tal reconocimiento se desprende teóricamente la posibilidad de otra lucha en la que los intelectuales tienen potencialmente un gran campo de acción para la afirmación positiva de ese querer confuso de la sociedad. Tarea mucho más difícil que la anterior, ciertamente.
El criterio de las mayorías como representativas y legitimadoras es el que estamos acostumbrados a usar sobre una base cuantitativa. Pero este criterio hoy ya no es suficiente. ¿De qué razones depende, en definitiva, la aceptación o el rechazo de una misma propuesta política o ideológica en distintas circunstancias? ¿Qué razones explican que un programa neoliberal con zonas oscuras y a cargo de una vanguardia conquistadora extranjera con un vicario argentino al frente, con previsibles y probadas evidencias de constituir un robo organizado a gran escala en contra de la Argentina pudo ser apoyado por "el pueblo" en las elecciones de 1995 y luego en las de 1999?
¿Acaso fue porque las mayorías populares apoyaban conscientemente un programa neoliberal como el que tenían a la mano? De haber sido así habría significado un salto cualitativo en cuanto al hecho de que, abstrayéndonos por un instante de consideraciones cualitativas, un hipotético apoyo consciente a dicha ideología habría implicado a las mayorías sociales en la difícil tarea de pensar por si misma, de abandonar su esencial condición propopulista. Pero no fue así. Y precisamente por lo que resultó después sin un apoyo ideológico consciente a nivel popular, ¡menos mal que no fue así!, porque de haberlo sido la catástrofe habría resultado muchísimo peor. De todos modos, el modelo neoliberal no se agotó ni entró en decadencia por las supuestas luchas del pueblo sino por el exceso de expoliación que tuvieron los miembros del Poder.
Vale decir que la sociedad tiene gravísimas responsabilidades en lo que ocurrió en nuestro país. No es para nada inocente de los siniestros resultados de esa década. La responsabilidad colectiva, además de la de los Jinetes del Apocalipsis, es fruto de nuestra inveterada delegación de la tarea y del deber de pensar las cosas de la vida política y social por nosotros mismos.
El pueblo legitima pero la legitimación popular, que a veces se inclina hacia la izquierda y otras veces hacia la derecha, no necesariamente implica involucramiento real o consciente del pueblo, participación consciente, estudio de los problemas nacionales. La mayoría de las veces el pueblo sólo aplaude y festeja lo que tras bambalinas le soplan en la oreja. Y esas inducciones a legitimar o deslegitimar cada nuevo ciclo político, o un nuevo proyecto, nacen o son promovidas por los políticos alineados junto al Poder y, ¡oh, casualidad!, por los intelectuales a su servicio.
Por otra parte, si no es el número lo verdaderamente importante, sino los contenidos ideológicos y programáticos y la eventual conciencia política de quienes integran el pueblo en cada circunstancia, esto tampoco es ya una garantía. ¿Cómo los trabajadores pudieron haber votado nuevamente al Innombrable en 1995, después de haber conocido lo que era y lo que representaba? Salvo que no se hubieran dado cuenta…
Con lo cual se confirma que el gran decisor, no en el sentido de sujeto consciente sino simplemente como el legal fiel de la balanza, no es la presunta "conciencia popular", algo muy brumoso en realidad, sino el número, la cantidad o magnitud, por lo que representa como potencia de energías y voluntades agregadas.
Lo que existen son millones de conciencias más o menos lúcidas, más o menos llenas de contradicciones, más o menos llenas de defectos y más o menos manipulables por los interesados en volcarlas de su lado. Y así, hemos vuelto al punto de partida.
INCUMPLIMIENTO DE LAS EXPECTATIVAS
Quienes de alguna manera manejan el tema de los intelectuales (otros intelectuales, periodistas, estudiantes, trabajadores intelectuales, etc), tienen sobre aquellos ciertas expectativas más imperiosas que las que deberían depositar en los políticos. Por ej., se les pide una lealtad a toda prueba a los intereses de la gente según lo que ésta cree que son sus intereses y conveniencias de conjunto. Pero…¿por qué a los intelectuales sí, siendo que no son sus representantes políticos, y a los políticos no cuando éstos sí lo son y están legalmente obligados con sus mandantes? ¿Por qué a éstos ya no se les exige nada?
La respuesta es sencilla. Mucha gente ha perdido la fe en las posibilidades de modificar la decadencia de la llamada clase política, que de clase no tiene nada, y sólo sustituye ocasionalmente sus reclamos institucionales en demanda de justicia con otros mecanismos aparentemente compensatorios pero que no representan sino un agravamiento de la crisis de representación, pese a la opinión opuesta de algunos intelectuales de izquierda que los consideran un formidable avance.
La sociedad mitifica a los intelectuales para no enfrentar la realidad por si misma ya que aquellos no son sus representantes ni mediadores en los problemas sociales, más allá del sentido normal de solidaridad que todos los seres humanos se deben entre sí, pero la tarea de los intelectuales no es la de ser "defensores del pueblo", algo muy distinto a pensar en orden favorable a la promoción humana y social de todos los seres humanos.
Todo el mundo se siente autorizado a efectuarles reclamos y a reconvenirlos por no haberse inmolado en la denuncia contra el sistema o contra la Tiranía; ello siempre de acuerdo a las particulares opiniones de cada uno, signadas por las diferencias, las vaguedades, los prejuicios, la razón y la ignorancia, y las infinitas disensiones. ¡Pero si tanto sabemos a la hora de enjuiciar al otro, en este caso a tal o cual intelectual respecto de lo que debió decir o hacer… por qué no lo hicimos directamente nosotros mismos!
Desde otro punto de vista, también es una demanda indebida e inmoral porque no se debe exigir sacrificios a los demás si antes no somos capaces de realizarlos nosotros, lo cual pone en foco las peligrosas consecuencias de esa tercerización de esa carga pública que nunca debió ni debe dejar de ser un ejercicio absolutamente personal e irrenunciable individualmente: la de ser cada habitante y cada ciudadano un protagonista activo de la vida política y social en función de la alícuota de soberanía nacional y de la propia soberanía individual sobre uno mismo.
Pese a ello, desde todas partes se oyen fiscales de la república contra los intelectuales, ocultando que el principal acusado debería ser la propia sociedad en su conjunto y cada uno de sus integrantes.
Ésta es la responsabilidad social alienada, una vez más, sustituida por un nuevo combate de retaguardia que no es malo en sí mismo, sino que ocupa un lugar que debería ser llenado por debates superiores.
Pero, atención, recuperar social e individualmente el derecho y la obligación de autogestionar nuestra racionalidad en los aspectos más importantes de la vida colectiva no significa que eso nos librará de equivocarnos socialmente. El ejercicio colectivo a recuperar o a reconquistar no debe estar en relación a las seguridades previas de éxito, porque así nunca será expresión de la soberanía popular. La vida colectiva es ensayo y error y por más que debamos crecer y ser prolijos y conscientes, los errores, y también los errores inducidos, siempre estarán presentes pues son consustanciales a la condición humana.
IV
EL "COMPROMISO".
Una cosa es lo que se cree popularmente acerca de los intelectuales, y otra bien distinta la descripción y explicación acerca de cómo se comportan concretamente, lo cual depende no sólo del punto de observación sino también de los cristales con los que se observe, sobre todo si éstos son de propiedad del observador o no, y en qué medida le son propios o ajenos.
Lo mismo vale para el debate acerca de lo que los intelectuales deben ser. De todos modos, tal debate se enfrenta con el hecho de que actualmente existe un paradigma instalado y extensamente avalado respecto a los intelectuales que ha devenido en mito: es el del intelectual "comprometido".
Y este paradigma no sólo condiciona la discusión sino también el comportamiento y la asunción de un determinado tipo de perfil de intelectual por parte de los propios intelectuales. Es que este paradigma tiene peso en los ámbitos culturales y no cabe duda de que ejerce presión sobre sus pensamientos y conductas, especialmente sobre aquellos intelectuales que se hallan en su etapa de formación, convirtiéndose en un debate entre intelectuales en torno a las finalidades atribuidas a su rol.
Desde la perspectiva común y corriente de la gente no se piensa en ellos como una clase más de especialistas o estudiosos, ni como realizadores de tareas de alta complejidad, lo cual seguramente lo son, pero en los ambientes estudiantiles universitarios y culturales se los suele considerar como misioneros en cumplimiento de mandatos morales y políticos de representación popular que se dan por naturales o lógicos, cuando en realidad son inducidos por los apropiadores simbólicos del "Pueblo": los grupos y partidos que lo manipulan para que sus direcciones se instalen en el Poder.
En principio, este cliché del intelectual predicador, resistente, insobornable, lúcido, etc, etc, se asocia a la figura canónica del intelectual "conciencia de su época", una suerte de enjuiciador permanente de lo existente y del Poder, desde una óptica que supuestamente refleja las necesidades, los intereses y las conveniencias de las mayorías sociales dominadas y explotadas.
Esta socorrida visión de los intelectuales como voceros de los intereses colectivos de las masas, o de las mayorías si se prefiere el término por una cuestión de pudor, es un producto ideológico de origen romántico y socialista. Primero, porque el pueblo no tiene un cuerpo ni una cabeza con un cerebro que piense por todos los habitantes de un país, de modo que auscultar sus pensamientos y sus deseos es algo muy difícil de realizar correctamente. Eso es otra forma del fantasmagórico "ser nacional".
Tampoco puede ser suplida tal carencia por el partido político único del pueblo, es decir por un partido que le baje la línea oficial, explícita o implícitamente a sus intelectuales, sin que dicho país se convierta en la tumba de la libertad y la democracia, y en consecuencia, del acto individual de creación intelectual.
Luego, porque los intelectuales de izquierda reducen los intereses colectivos a los de la clase proletaria.
Por otra parte, en todos los totalitarismos y dictaduras, y también en sociedades que se jactan de ser democráticas y liberales, los intelectuales han servido y sirven como otra clase de soldados con sus propios encuadramientos y jerarquías para lograr eficiencia y productividad para sus mandantes.
Por eso, es imposible que los intelectuales sean en bloque, u obligatoriamente, o por definición, la conciencia de su época en ninguna época. Más allá de ser bastante elitista la consideración de que el pueblo no tenga ningún grado ni forma de conciencia salvo en sus élites o vanguardias intelectuales, y sin pretender abonar tampoco la demagógica tesis del alumbramiento espontáneo de la conciencia popular revolucionaria, conciencia es la de los ojos abiertos, los oídos alertas y las neuronas en movimiento que también hacen mover las manos, la lengua y los pies cuando hace falta. Y ello no es precisamente una condición muy extendida ni natural entre los intelectuales, como indica la experiencia.
Mirando hacia el pasado, se puede reconocer que cada vez que hubo una crisis, o mejor dicho, debido a su carácter crónico, pareciera que muchos intelectuales las consideraron normales cuando en realidad ocurría que no las estaban registrando, y como el mayor desafío que tienen en un mercado de alta competitividad es el de la anticipación, por lo que representa como consagración y relegitimación de su rol, profetizar ha sido su forma de escapar a la realidad.
Casi siempre se equivocaron en sus oráculos pero fundamentalmente en los diagnósticos de los que partían. Pienso en los "intelectuales del sistema", o sea los mal llamados de "la derecha" por la arbitrariedad que implica la falsa connotación cualitativa aplicada a un posicionamiento que sólo es relacional, cuando en la realidad empírica en ocasiones la derecha formal opera como izquierda y la izquierda formal como derecha.
Pero también, y especialmente, pienso en los "intelectuales de izquierda".
Si conciencia es vigilia, pareciera que en las crisis los intelectuales están dormidos porque sus manifestaciones y profecías marchan por otros lados: lo que está en crisis no lo reconocen como tal y lo que no está intentan ponerlo en crisis. Pero siempre la configuración de una crisis y su instalación en la opinión pública los sorprende por atrás y les pisa los talones.
Teniendo en cuenta su participación real en la experiencia de los 90´s en Argentina, conviene aclarar que no fueron sorprendidos en su buena fe, como fácilmente se tiende a creer. No fue que estuvieran hibernando como marmotas, sino que se hicieron los dormidos; resolvieron "abrirse", renunciaron a expedirse con seriedad, responsabilidad y coraje; renunciaron a la lucidez no por pereza sino por miedo a los desafíos que ella implicaba y a los riesgos consiguientes. Fue una opción consciente por los beneficios de su silencio.
Desde el retorno de la democracia, en 1983, hasta el presente, se fue produciendo un intenso reciclaje de intelectuales setentistas que llega hasta el presente. A los que hay que sumarles los propios intelectuales oficialistas de cada etapa reciclados en las siguientes ya sea como funcionarios o como proveedores de bienes y servicios al Estado desde empresas privadas, ONG´s, fundaciones, consultoras, etc.
Cuando estalló la debacle, aquellos ex izquierdistas que se habían reciclado ideológicamente hicieron mutis por el foro discretamente a la espera de tiempos mejores, y aquellos que aun no habían alcanzado a repetir el camino de los anteriores, o que habían estado en otra galaxia durante el decenio, fueron reapareciendo como el bicherío después de la lluvia, presumiendo de haber sido los únicos que anticiparon lo que sucedió: "nuestro partido ya advertía lo que iba a suceder…", mientras en menos que canta un gallo reestructuraban sus discursos reacomodando lo viejo en relación con lo nuevo, y lo nuevo con lo viejo.
Es que los intelectuales, salvo excepciones, no son independientes, no son libres, tienen alineamientos, compromisos, simpatías, expectativas y aspiraciones de inserción en la estructura del Poder.
Buscadores insaciables de Poder, para unos; animales peligrosos que traicionan con facilidad, para otros; lo cierto es que el Poder no sólo no les es indiferente sino que les atrae como a cualquier ser humano, pero por su función como intelectuales se hallan mejor preparados para buscarlo y ejercerlo en su propio beneficio.
Por consiguiente, de su adaptación al Poder resulta habitualmente que sus prácticas transiten por la ruta de la autocensura, la prudencia, la complacencia con el Poder, la artificiosidad y el encarajinamiento de las cuestiones, antes que a la denuncia insobornable con firmeza y transparencia.
Eso fue lo que sucedió en los 90´s: su silencio se mimetizó en el jolgorio de millones de ingenuos, indiferentes, oportunistas y cómplices, mientras las voces discordantes, críticas y destempladas provenían de sectores en riesgo, vulnerables y desesperados buscando formas de organización y expresión novedosas.
Por eso no resulta convincente pontificar acerca del compromiso de los intelectuales en esa década porque escribieron o hicieron películas o firmaron un manifiesto. ¡Por qué no se hacen estadísticas de consumo cultural por clases o niveles sociales! ¡Por qué no las hacen en el interior del país en lugar de atenerse exclusivamente a la ciudad de Buenos Aires donde siempre habrá una cantidad de consumidores de clase media que compre novedades para poner en la mesa ratona y que no se pierde ningún estreno de cine o teatro!
Los 90´s nos dieron esa caterva de intelectuales economistas, politólogos y comunicólogos, gurúes del fracaso constante de lo argentino, que por un plato de lentejas vendieron sus conocimientos tenidos por talentos y que sirvieron a la peor dominación del capital multinacional sobre el Estado, las empresas y el pueblo argentino.
Ese grupo lo componían tanto los convencidos -y convictos- como los oportunistas que abundan en el flanco derecho. Obviamente, su actitud no sorprende pues estos intelectuales, equivalentes a un cáncer que corroe hasta matar al cuerpo social, han actuado en tal carácter desde 1810 hasta el presente, salvo honrosísimas excepciones.
Pero como las traiciones se han producido indistintamente por derecha y por izquierda en todas partes, tampoco nos debería sorprender su realización por intelectuales que se identificaban o eran reputados como izquierdistas o progresistas. Sin embargo, en este caso sus defecciones han configurado muy tristes espectáculos por ser precisamente ellos los abonados permanentes a la tesis misional de los intelectuales, y por haber resultado en muchos casos más oportunistas y pragmáticos que los de la derecha económica, al servicio directo o indirecto de las multinacionales, y que los de la derecha nacionalista pagados con un puestito estable en la administración pública, al dedicarse a buscar desesperadamente un nicho culturoso de mercado en el gobierno de turno, en las universidades privadas y en los MM, porque si no se enganchaban en ese momento no lo harían nunca más.
Por eso, el cliché de la "misión" de los intelectuales no responde, si es que existe, a una firme convicción ni a una determinación libre de su voluntad, pues el intelectual no puede pensar lo que quiera pensar y tal como él lo piensa, sino como debe pensarlo, pero no en función de su conciencia sino de su empleador y del circunstancial chamán de su tribu, y hasta de los factores de presión social existentes en torno al pensamiento.
Ésta es la contradicción básica de la condición intelectual. La ideología y el partido son dos fuentes, separadas o conjuntas, que nutren el pensamiento de los intelectuales y condicionan su comportamiento en diversos grados tanto como los MM y las ondas del mercado y el tono social.
De este modo, casi todos los intelectuales terminan pensando y expresando lo mismo que deben pensar y expresar de acuerdo a los esquemas ideológicos, filosóficos o doctrinales que deben reflejar de acuerdo a sus compromisos concretos -y no sólo retóricos- y a sus respectivos cálculos.
Los intelectuales de izquierda se parecen a los religiosos atenidos a un Libro considerado sagrado, siempre preocupados por ver si los problemas del presente resisten la prueba de ser confrontados con la Palabra. Con sus Cánones bajo el brazo los citan constantemente para marcarle el rumbo a la sociedad. "Como dijo Fulano de Tal…", es su frase habitual al comienzo o al final de sus intervenciones.
Si los Libros tienen la Verdad y son infalibles, y si todos los intelectuales deben pensar y expresarse de la misma manera en base a sus lecturas, no harían falta tantos intelectuales en realidad. Con uno o dos por país sería suficiente y hasta resultaría más barato contar con un robot, como sucede en los totalitarismos que hemos conocido, donde cien mil intelectuales de izquierda o de derecha son iguales a uno solo por más que todos ellos estén y sean muy comprometidos.
De modo que para la postura misional los intelectuales no importan en si mismos sino por la interpretación que hagan de la realidad aplicando la teología correspondiente a su teoría científica o al manual de prácticas institucionales de que se trate. Algo compartido a izquierda y a derecha por los que se basan en el marxismo de todas las subsectas, tanto como los más acendrados servidores del sistema capitalista.
Entonces, los intelectuales son percibidos en función de sus posicionamientos frente a los debates instalados en la sociedad, que no son, por lo general, ni los necesarios ni los principales. Pero en última instancia, quien fija la agenda es el propio sistema vigente. Con lo cual, cualquiera sea la ideología de los intelectuales, si ésta se corresponde con la del sistema su función será la de apoyar y contribuir a reproducir el mismo, nunca a transformarlo. Con lo cual se volverán conservadores al interior de un marco ideológico político tanto como en el opuesto.
Sólo en función de luchar contra el sistema los intelectuales se propondrán transformarlo y trascenderlo, es decir cambiar la lógica y los mecanismos más íntimos de su funcionamiento o tirarlo abajo en su totalidad. En tal caso tendrán la oportunidad de enfrentar las ideas de los intelectuales que se dedican a defenderlo. Unos se aferrarán a lo existente, que se relaciona con el pasado, para conservarlo unido y en funcionamiento. Otros mirarán hacia adelante, en gran medida hacia la nada, o hacia el vacío, donde teóricamente todo está por construirse.
En ambos casos, los intelectuales de uno y otro lado de la trinchera intelectual abonarán gradualmente, imperceptiblemente, la necesidad de utilizar por otros, y quizá tal vez por ellos mismos, otros mecanismos y métodos de conocimiento, convencimiento o persuasión de sus contemporáneos para contribuir al logro de sus fines, a los que reputarán como los fines que necesitan esperar y sostener sus compatriotas. Y en ambos casos apelarán como último recurso a cubrirse con el paraguas irracional y nada científico de la Patria.
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