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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-Me temo que discutir no es lo mío.

-Ya -repuso ella, y ambos volvieron a su mutismo.

Avanzaban por una angosta carretera que discurría paralela a un brazo de mar. Dejaron atrás pequeñas granjas salpicadas de caballos que pacían abrigados bajo gruesas mantas y cruzaron aldeas con iglesias encaladas de blanco e hileras de casas levantadas a orillas del río. Miranda se sentía abatida. Incluso si los suyos acogían a Ned tal como ella les había pedido que hicieran, no estaba segura de querer casarse con un hombre tan pusilánime. Llevaba tiempo deseando encontrar a alguien que fuera tierno, culto e inteligente, pero ahora se daba cuenta de que también quería que fuera fuerte. ¿Acaso pedía demasiado? Pensó en su padre. Siempre mostraba su cara más amable, rara vez se enfadaba, nunca se metía con los demás, pero nadie en su sano juicio lo habría tachado de débil.

A medida que se acercaban a Steepfall se fue sintiendo un poco más animada. Para llegar a la casa había que recorrer una larga carretera secundaria que serpenteaba entre árboles y luego emergía del bosque para bordear una lengua de tierra que se alzaba abruptamente sobre el mar.

Lo primero que avistó fue el garaje. La construcción, que quedaba a un lado de la carretera, era un antiguo establo reformado y dotado de tres puertas automáticas. Miranda pasó de largo y siguió en dirección a la casa.

Al ver la vieja casa de campo asomada a la costa, con sus gruesos muros de piedra, sus pequeñas ventanas y el empinado tejado de pizarra a dos aguas, los recuerdos de la niñez se agolparon en su mente. Había visto aquella casa por primera vez cuando tenía cinco años, y siempre que regresaba se convertía por unos instantes en una niña con calcetines blancos sentada al sol en los escalones de granito, jugando a ser maestra ante una clase compuesta por tres muñecas, dos conejillos de Indias encerrados en una jaula y un viejo perro soñoliento. La sensación era intensa pero fugaz. Por unos instantes, recordaba exactamente cómo se había sentido a los cinco años, pero intentar aferrarse al recuerdo era como pretender retener el humo entre los dedos.

El Ferrari azul oscuro de su padre estaba parado delante de la casa, donde siempre lo dejaba para que Luke, el encargado de mantenimiento y chico para todo, lo aparcara en el garaje. Era un coche peligrosamente veloz, obscenamente curvilíneo y absurdamente caro para el trayecto de ocho kilómetros que Stanley hacía a diario para ir al laboratorio. Aparcado allí, en lo alto de un inhóspito acantilado escocés, parecía tan fuera de lugar como una cortesana con tacones en un corral enfangado. Pero su padre no tenía yate, ni bodega, ni caballos de carreras. No se iba a esquiar a Gstaad ni a jugar a Montecarlo. El Ferrari era su único capricho.

Miranda estacionó el monovolumen. Tom entró corriendo en la casa y Sophie lo siguió más despacio. Nunca había estado allí, aunque había coincidido con Stanley pocos meses antes, en la fiesta de cumpleaños de Olga. Miranda decidió olvidar lo sucedido con Jennifer, al menos de momento. Cogió la mano de Ned y se encaminaron juntos a la casa.

Entraron como siempre por la puerta de la cocina, situada en un costado de la casa. Dicha puerta daba a un pequeño recibidor con un armario donde se guardaban las botas de agua, y desde allí una segunda puerta permitía pasar a la espaciosa cocina propiamente dicha. Para Miranda, aquel era el momento que simbolizaba la vuelta a casa. Los efluvios familiares acudían en tropel a su memoria: el asado de la cena, el café molido, las manzanas y el persistente aroma de los cigarrillos franceses que mamma Marta solía fumar. Aquella casa representaba para ella el hogar por antonomasia, un lugar que ningún otro había podido desplazar en su recuerdo: ni el apartamento de Camden Town donde había corrido sus juergas juveniles, ni la moderna casa de extrarradio que había sido escenario de su efímero matrimonio con Jasper Casson, ni el piso en el barrio georgiano de Glasgow en el que había criado a Tom, primero a solas y más tarde con Ned.

Nellie, una caniche de color negro, se contoneaba loca de alegría y lamía a todo el mundo. Miranda saludó a Luke y Lori, la pareja filipina que estaba preparando el almuerzo.

-Su padre acaba de llegar. Ha subido a asearse -le informó Lori.

Miranda pidió a Tom y Sophie que pusieran la mesa. No quería que los chicos se sentaran delante de la tele y pasaran allí toda la tarde.

-Tom, enséñale a Sophie dónde está todo. Tener algo que hacer ayudaría a Sophie a sentirse parte de la familia.

En la nevera había varias botellas del vino preferido de Miranda. Papá no apreciaba demasiado el vino, pero la mamma siempre tomaba una copita, y él se aseguraba de que nunca faltara en casa. Miranda abrió una botella y le sirvió una copa a Ned.

Aquello prometía, pensó Miranda, viendo a Sophie entretenida ayudando a Tom a sacar los cubiertos y a Ned saboreando una copa de Sancerre. Quizá aquella escena, y no la que había tenido lugar en casa de Jennifer, marcaría el tono general de las fiestas.

Si Ned iba a formar parte de la vida de Miranda, tenía que querer aquella casa y a la familia que había crecido entre sus paredes. Ya había estado allí antes, pero nunca se había llevado a Sophie ni se había quedado a pasar la noche, así que aquella era su primera visita de verdad. Por encima de todo, Miranda deseaba que pasara un buen rato y se llevara bien con todos. Su ex marido, Jasper, nunca se había sentido a gusto en Steepfall. Al principio se había desvivido por caer en gracia a todo el mundo, pero en las visitas sucesivas se había mostrado ensimismado, y su retraimiento se convertía en irritación tan pronto abandonaban la casa. Parecía no soportar a Stanley y lo acusaba de ser autoritario, lo que era poco menos que ridículo, ya que este rara vez se tomaba la libertad de decirle a nadie lo que tenía que hacer, mientras que Marta era tan mandona que a veces la llamaban mamma Mussolini. Ahora, con la perspectiva del tiempo, Miranda se daba cuenta de que la presencia de otro hombre que la quería representaba una amenaza para el dominio que Jasper ejercía sobre ella. No podía mangonearla estando su padre cerca.

Sonó el teléfono. Miranda cogió la llamada desde el aparato supletorio colgado junto a la gran nevera.

-¿Sí?

-Miranda, soy Kit.

Se alegró de oír su voz.

-¡Hola, hermanito! ¿Cómo estás?

-Hecho polvo, la verdad.

-¿Qué te pasa?

-Me caí en una piscina. Es una larga historia. ¿Cómo va todo por ahí?

-Pues aquí nos tienes, bebiéndonos el vino de papá, deseando que estuvieras con nosotros.

-Pues al final voy a ir.

-¡Qué bien!

Miranda decidió no preguntarle qué le había hecho cambiar de idea. Seguramente le volvería a decir que era una larga historia.

-Estaré ahí en una hora, más o menos. Oye, ¿todavía me puedo quedar en el chalet de invitados?

Seguro que sí. Papá tiene la última palabra, pero hablaré con él.

Mientras Miranda colgaba el teléfono, su padre entró en la cocina. Aún llevaba puesto el chaleco y los pantalones del traje, pero se había arremangado los puños de la camisa. Estrechó la mano de Ned y besó a Miranda y a los chicos.

-Has adelgazado, ¿no? -le preguntó Miranda.

-He vuelto a jugar al squash. ¿Quién ha llamado?

-Kit. Dice que al final va a venir.

Miranda escrutó el rostro de su padre en busca de una reacción.

-Me lo creeré cuando lo vea.

-Venga, papá… podrías mostrarte un poquito más entusiasta.

Stanley le dio unas palmaditas en la mano.

-Todos queremos a Kit, pero ya sabemos cómo es. Espero que venga, pero no cuento con ello. -Su tono era despreocupado, pero Miranda sabía que intentaba ocultar un profundo disgusto.

-Se muere de ganas de quedarse en el chalet de invitados.

-¿Ha dicho por qué?

-No.

Entonces, Tom soltó:

-Seguramente se trae a su novia, y no quiere que oigamos sus gritos de placer.

Se hizo un silencio sepulcral en la cocina. Miranda estaba atónita. ¿De dónde habría sacado aquello? Tom tenía once años y nunca hasta entonces lo había oído hablar de sexo. Al cabo de unos instantes, todos rompieron a reír al unísono. Tom parecía avergonzado, y se excusó:

-Lo he leído en un libro.

Miranda llegó a la conclusión de que su hijo trataba de parecer mayor a los ojos de Sophie. Seguía siendo un niño, pero no por mucho tiempo.

-A mí me da igual dónde durmáis, ya lo sabes -apuntó Stanley, al tiempo que consultaba su reloj de muñeca-. Tengo que ver las noticias del mediodía.

-Siento mucho lo de ese chico que se ha muerto -dijo Miranda-. ¿Qué le llevó a hacer algo así?

-A todos se nos meten ideas absurdas en la cabeza de vez en cuando, pero una persona solitaria no tiene a nadie para decirle que se deje de locuras.

En ese momento se abrió la puerta y Olga entró en la cocina. Venía hablando, como siempre.

-¡Qué pesadilla de tiempo! Los coches derrapan que da gusto. ¿Es vino lo que estáis bebiendo? Ponedme una copa antes de que explote. Nellie, por favor, no me olisquees, entre los humanos eso se considera una vulgaridad. Hola, papá, ¿cómo estás?

Nella merda -contestó él.

Miranda reconoció una de las expresiones típicas de su madre. Con toda su ingenuidad, mamma Marta había supuesto que si decía palabrotas en italiano sus hijos no la entenderían.

He oído lo del tipo que se ha muerto. ¿Te afecta mucho? -preguntó Olga.

-Lo sabremos cuando veamos las noticias.

Justo después de Olga entró su esposo, Hugo, un hombre menudo con un aire picarón no exento de encanto. Cuando besó a Miranda, sus labios se demoraron en la mejilla de esta un segundo más de la cuenta.

-¿Dónde le digo a Hugo que deje el equipaje? -preguntó Olga.

-Arriba -contestó Miranda.

-Deduzco que has reclamado para ti el chalet de invitados.

-No, se lo queda Kit.

-¡Venga ya! -protestó Olga-. ¿Esa gran cama de matrimonio, un baño estupendo y una barra americana, todo para una sola persona, mientras nosotros cuatro compartimos el viejo y diminuto baño de arriba?

-Él lo pidió expresamente.

-Bueno, pues yo también lo pido expresamente.

Miranda no pudo ocultar su indignación.

-Por el amor de Dios, Olga, podrías pensar en alguien más aparte de ti misma para variar. Sabes perfectamente que Kit no ha vuelto a pisar esta casa desde… desde que pasó todo aquello. Solo quiero asegurarme de que se sienta a gusto.

-O sea, que se queda la mejor habitación porque robó a papá, ¿es ese tu argumento?

-Ya vuelves a hablar como un abogado. Ahórrate toda esa jerga para tus eruditas amistades.

-Basta ya, chicas -intervino Stanley, empleando el mismo tono que utilizaba cuando discutían de pequeñas-. En este caso, creo que Olga tiene razón. Es egoísta por parte de Kit exigir el chalet de invitados para él solo. Miranda y Ned pueden dormir allí.

-Y así nadie tiene lo que quiere -puntualizó Olga.

Miranda suspiró. ¿Por qué se empeñaba Olga en discutir? Conocían de sobra a su padre. La mayor parte de las veces decía que sí a todo, pero cuando decía que no era imposible hacerle cambiar de idea. Quizá fuera indulgente, pero no se dejaba mangonear.

-Así aprenderás a no discutir -repuso Stanley.

-De eso nada. Llevas treinta años imponiéndonos esos juicios salomónicos, y todavía no hemos aprendido.

Stanley sonrió.

-En eso tienes razón. Mi forma de educaros ha sido equivocada desde el principio. ¿Crees que debo empezar de nuevo?

-Demasiado tarde.

-Menos mal.

Miranda solo esperaba que Kit no se enfadara hasta el punto de dar media vuelta. La discusión quedó zanjada en el momento en que entraron Caroline y Craig, los hijos de Hugo y Olga.

Caroline, que tenía diecisiete años, cargaba una jaula con varios ratones blancos. Nellie los olfateó con gran interés. Caroline se relacionaba con los animales como forma de evitar el trato con sus congéneres. Era una fase que atravesaban muchas chicas, pero Miranda opinaba que a sus diecisiete años ya se le debería haber pasado.

Craig, de quince años, cargaba dos bolsas de basura atiborradas de paquetes envueltos en papel de regalo. Había heredado la sonrisa traviesa de su padre y la elevada estatura de su madre. Dejó las bolsas en el suelo, saludó a la familia con gesto mecánico y se fue derecho a Sophie. Ya se conocían, recordó Miranda, de la fiesta de cumpleaños de Olga.

-¡Te has hecho un piercing en el ombligo! -exclamó el joven nada más verla-. ¡Qué pasada! ¿Te dolió?

Fue entonces cuando Miranda se dio cuenta de que había una desconocida en la habitación. La recién llegada se había detenido junto a la puerta que daba al vestíbulo, así que debía haber entrado por la puerta delantera. Era alta, y tan atractiva que era imposible no fijarse en ella: pómulos altos, nariz ligeramente aguileña, exuberante melena cobriza y deslumbrantes ojos verdes. Llevaba un traje sastre de color marrón con rayas blancas que se veía algo arrugado, y el maquillaje aplicado con mano experta no alcanzaba a disimular las huellas de cansancio bajo sus ojos. Observaba con aire divertido la escena en la concurrida cocina. Miranda se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

Los demás también se fueron dando cuenta de su presencia, y poco a poco se hizo silencio en la habitación, hasta que al final Stanley se dio la vuelta.

-¡Ah,Toni! -exclamó, levantándose de un brinco, y Miranda se sorprendió de lo contento que parecía-. Gracias por venir. Chicos, os presento a una compañera, Antonia Gallo.

La aludida sonrió como si opinara que no había nada más maravilloso que una gran familia bulliciosa. Tenía una sonrisa amplia, generosa, y labios carnosos. Miranda cayó en la cuenta de que era la ex policía que había pillado a Kit robando a la empresa familiar. Y pese a ello, su padre parecía tenerla en gran estima.

Stanley los presentó a todos, y Miranda se percató del orgullo con que lo hacía.

-Toni, te presento a mi hija Olga, su marido Hugo y los hijos de ambos: Caroline es la de las mascotas, y Craig es el alto. Mi otra hija, Miranda, su hijo Tom, su prometido Ned y la hija de Ned, Sophie. -Toni miró uno por uno a los miembros de la familia, asintiendo con simpatía y lo que parecía sincero interés. No era fácil memorizar ocho nombres de golpe, pero Miranda sospechaba que los recordaría todos sin esfuerzo-. Ese que está pelando zanahorias es Luke, y en los fogones tenemos a Lori. Nellie, a la señorita no le apetece roer tu hueso de ternera, aunque estoy seguro de que tu generosidad la habrá conmovido.

-Encantada de conoceros a todos -dijo Toni. Sonaba sincera, aunque parecía estar sometida a una presión.

-Menudo día, ¿no? -apuntó Miranda-. Siento mucho lo del técnico que se ha muerto.

-Fue Toni quien lo encontró -apuntó Stanley.

-¡Qué horror!

Toni asintió.

-Estamos bastante seguros de que no infectó a nadie más, gracias a Dios. Ahora solo nos queda esperar que la prensa no nos crucifique.

Stanley consultó su reloj.

-Perdonad -dijo volviéndose hacia su familia-. Vamos a ver las noticias en mi estudio.

Sostuvo la puerta para que Toni saliera y se fueron los dos.

Los chicos empezaron a hablar de sus cosas y Hugo le comentó algo a Ned sobre la selección de rugby escocesa. Miranda buscó la mirada de Olga. Habían olvidado por completo la discusión de antes.

-Es muy guapa… -comentó con aire pensativo.

-Sí -asintió Olga-. ¿Qué edad le echas? Yo diría que es más o menos como yo.

-Treinta y siete, treinta y ocho, sí. Y papá está más delgado.

-Ya me he fijado.

-Nada como una crisis para unir a dos personas.

-¿Verdad que sí?

-¿Tú qué opinas?

-Lo mismo que tú.

Miranda apuró su copa de vino.

-Eso me parecía.

13.00

Toni se sentía abrumada por la escena que acababa de presenciar en la cocina: adultos y niños, sirvientes y mascotas, bebiendo vino y preparando la comida, discutiendo y haciendo bromas. Había sido como llegar a una fiesta estupenda en la que no conocía a nadie. Quería unirse a ellos, pero se sentía excluida. Aquella era la vida de Stanley, pensó. Él y su mujer habían construido aquella familia, aquel hogar, aquella calidez. Toni lo admiraba por eso, y envidiaba a sus hijos. Seguramente no tenían ni idea de lo privilegiados que eran. Toni los había observado durante varios minutos, desconcertada y fascinada a la vez. Con razón estaba tan unido a su familia.

Constatarlo la entusiasmaba y la deprimía a un tiempo. Si se lo permitía, podía alimentar la fantasía de llegar a formar parte de aquella familia, de verse convertida en la mujer de Stanley, de quererlo a él y a sus hijos, de compartir el calor de aquella unión. Pero alejó ese sueño de su mente. Era imposible, y no debía torturarse. La misma fuerza de aquellos lazos familiares la mantenía excluida.

Cuando por fin se percataron de su presencia, las dos hijas, Olga y Miranda, la habían observado sin disimulo y la habían sometido a un cuidadoso examen: minucioso, descarado, hostil. Lori, la cocinera, la había mirado de un modo similar, aunque más discretamente.

Toni no podía sino comprender su reacción. Durante treinta años Marta había reinado en aquella cocina. Se habrían sentido desleales hacia ella si no se hubieran mostrado hostiles. Cualquier mujer por la que Stanley se sintiera atraído era una amenaza en potencia. Podía dividir a la familia; podía cambiar la actitud de su padre, desplazar sus afectos; podía darle hijos, hermanastros y hermanastras a los que la historia de la familia original apenas importaría, que no estarían unidos a ellos por los inquebrantables lazos de una infancia compartida. También podía quitarles parte de la herencia, y eso en el mejor de los casos. ¿Se habría percatado Stanley de aquella tensión latente? Mientras lo seguía hacia el estudio, sintió de nuevo la exasperante frustración de no saber qué estaría pensando.

El estudio era una habitación de aire masculino en la que había un escritorio de estilo Victoriano con cajoneras a ambos lados, una librería repleta de voluminosos tratados de microbiología y un sofá de cuero desgastado frente a la chimenea encendida. El perro los siguió y se estiró delante del fuego. Parecía una alfombra negra y rizada. Sobre la repisa de la chimenea descansaba la fotografía enmarcada de una adolescente de pelo oscuro con zapatillas de tenis, la misma chica que aparecía vestida de novia en la foto del despacho de Stanley. Sus breves pantalones cortos descubrían unas piernas largas y atléticas. El recargado maquillaje de los ojos y la diadema permitían deducir que la foto se había hecho en los años sesenta.

-¿Marta también era de ciencias? -preguntó Toni.

-No. Se licenció en filología inglesa. Cuando yo la conocí, daba clases de italiano en un instituto de Cambridge.

La respuesta sorprendió a Toni. Había dado por sentado que Marta compartía la pasión de Stanley por su trabajo. «Así que no hace falta tener un doctorado en biología para casarse con él», pensó.

-Qué guapa era.

-Deslumbrante -precisó Stanley-. Preciosa, alta, sexy, extranjera, un demonio con faldas, una rompecorazones en toda regla-. Yo caí fulminado nada más verla. Cinco minutos después de conocerla, ya estaba enamorado.

-¿Y ella de ti?

-Eso tardó un poco más. Vivía rodeada de admiradores. Los hombres hacían cola ante su puerta. Nunca llegué a entender por qué acabó eligiéndome a mí. Ella solía decir que no había nada más sexy que un buen ratón de biblioteca.

«Yo sí lo entiendo», pensó Toni. A Marta le había seducido lo mismo que a ella: la fortaleza de Stanley. Uno sabía enseguida que era la clase de hombre que hacía lo que decía y que era lo que aparentaba ser, un hombre en el que se podía confiar. Y eso por no hablar de sus otros encantos: era cercano, inteligente y hasta tenía buen gusto en el vestir.

Toni quería preguntarle «Pero ¿cómo te sientes ahora? ¿Sigues casado con su recuerdo?», pero Stanley era su jefe. No tenía derecho a preguntarle por sus sentimientos más íntimos. Y allí estaba Marta, sobre la repisa de la chimenea, blandiendo la raqueta de tenis como si fuera un garrote.

Mientras se sentaba en el sofá junto a Stanley, Toni trató de dejar las emociones a un lado y concentrarse en la crisis que tenían entre manos.

¿Has llamado a la embajada estadounidense? -le preguntó.

Sí. De momento he logrado tranquilizar a Mahoney, pero estará viendo las noticias como nosotros.

Muchas cosas dependían de lo que iba a suceder en los próximos minutos, pensó Toni. La empresa se salvaría o se iría al garete, y en función de lo que pasara Stanley podía acabar en bancarrota, ella podía quedarse sin trabajo y el mundo podía perder las aportaciones de un gran científico. «Que no cunda el pánico -se dijo a sí misma-. Sé práctica.» Sacó un bloc de notas de su cartera. Cynthia Creighton estaría grabando el telediario desde la oficina, así que podría volver a verlo más tarde, pero no quería perder la oportunidad de apuntar cualquier reflexión que se le ocurriera en aquel momento.

Las noticias locales se transmitían justo antes del telediario nacional.

La muerte de Michael Ross seguía acaparando los titulares, pero el seguimiento de la noticia no corría a cargo de Carl Osborne, sino de un locutor de la casa. Era una buena señal, pensó Toni esperanzada. Se habían acabado las risibles imprecisiones científicas de Carl. El presentador llamó al virus por su nombre, Madoba-2, y tuvo el detalle de señalar que el juez principal del distrito abriría una investigación para estudiar las circunstancias que habían rodeado la muerte de Michael.

-De momento, la cosa pinta bien -murmuró Stanley.

-Me da la impresión de que algún jefe de informativos vio el lamentable reportaje de Carl Osborne esta mañana mientras desayunaba y decidió asegurarse de que a partir de ahora se hacía una cobertura más seria de la noticia -observó Toni.

En la pantalla aparecieron las puertas del Kremlin.

-Los defensores de los derechos de los animales han aprovechado esta tragedia para organizar una manifestación delante de Oxenford Medical -dijo el locutor.

Toni se sintió gratamente sorprendida. Aquella afirmación era más favorable a sus intereses de lo que habría esperado, pues daba a entender que los manifestantes eran unos cínicos que manipulaban a los medios de comunicación.

Tras una breve toma de la manifestación, el reportaje ofrecía un plano del vestíbulo principal. Toni se oyó a sí misma, con un acento escocés más fuerte de lo que habría esperado, describiendo el sistema de seguridad del laboratorio. Aquello no era demasiado eficaz, pensó. No era más que una cabeza parlante disertando sobre alarmas y guardias de seguridad. Habría sido mejor dejar que filmaran la cámara de acceso al NBS4, con su sistema de reconocimiento de huellas digitales y aquellas pesadas puertas de cierre hermético que recordaban las escotillas de un submarino. Las imágenes siempre resultaban más elocuentes que las palabras.

Entonces se vio a Carl Osborne preguntando: -¿Exactamente qué clase de peligro suponía ese animal para los ciudadanos escoceses?

Toni se inclinó hacia delante. Había llegado la hora de la verdad.

A continuación se vio el diálogo entre Carl y Stanley, en el que el primero se dedicaba a plantear desenlaces catastróficos y Stanley a asegurar su escasísima probabilidad. Aquello les perjudicaba, pensó Toni. Los espectadores retendrían la idea de que la fauna local podía haberse infectado, por más que Stanley negara rotundamente esa posibilidad.

-Pero Michael podía haber contagiado a otras personas -sugirió Osborne.

A lo que Stanley repuso en tono grave: -Así es, a través de los estornudos.

Por desgracia, cortaron el diálogo justo en ese punto.

-Maldita sea -masculló Stanley.

-Todavía no se ha acabado -observó Toni. La cosa podía ir a mejor… o a peor.

Toni deseó que mostraran la apresurada intervención con la que había intentado contrarrestar la imagen de autocomplacencia de la empresa asegurando que Oxenford Medical no estaba intentando minimizar los riesgos. Pero en lugar de eso pusieron una toma de Susan Mackintosh hablando por teléfono, con una voz en off que explicaba que la empresa estaba llamando a todos sus empleados para averiguar si habían estado en contacto con Michael Ross. Aquello estaba mejor, pensó Toni con alivio. El peligro se había planteado sin rodeos, pero al menos se veía que la empresa se esforzaba por hacer cuanto estaba a su alcance para remediar la situación. La última toma de la rueda de prensa era un primer plano de Stanley en el que afirmaba en tono grave y rotundo:

-Algún día derrotaremos a la gripe, el sida e incluso el cáncer y lo harán científicos como nosotros, que trabajarán en laboratorios como este.

-Eso ha estado bien -dijo Toni.

-¿Crees que bastará para contrarrestar el diálogo con Osborne sobre la posibilidad de que la fauna local se viera infectada?

-Creo que sí. Suenas muy tranquilizador.

Entonces se vio a los empleados del comedor repartiendo bebidas humeantes entre los manifestantes congregados en la nieve.

-¡Genial, lo han sacado! -exclamó Toni.

-Yo no había visto esto -dijo Stanley-. ¿De quién ha sido la idea?

-Mía.

Carl Osborne plantó su micrófono ante las narices de una empleada del comedor y dijo:

-Estas personas se están manifestando contra su empresa. ¿Por qué les ofrecen café?

-Porque aquí hace un frío que pela -le espetó la mujer.

Toni y Stanley soltaron una carcajada, encantados con el desparpajo de la empleada y el espaldarazo que suponía para la empresa.

Entonces volvió a aparecer el locutor en pantalla y dijo:

-Esta mañana el primer ministro escocés ha hecho pública una declaración oficial. Leemos sus palabras: «Hoy he hablado con representantes de Oxenford Medical, la policía de Inverburn y las autoridades sanitarias locales, y me complace comunicar que se está haciendo todo lo posible para garantizar que la población no se vea expuesta a nuevos peligros de este tipo». Y ahora, otros titulares.

-Dios mío, creo que nos hemos salvado -suspiró Toni.

-Eso de repartir bebidas calientes ha sido una idea genial. ¿Cuándo se te ha ocurrido?

-En el último momento. Veamos qué dice el telediario nacional.

En el boletín informativo del Reino Unido, un terremoto que había tenido lugar en Rusia relegó a un segundo plano la noticia de la muerte de Michael Ross. Se emitieron algunas de las imágenes que ya se habían visto en las noticias locales, pero sin la intervención de Carl Osborne, que solo era conocido en Escocia. En un momento dado, apareció Stanley diciendo: «El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos que, para que Michael se infectara, el conejo tuvo que haberle mordido». Luego le llegó el turno al ministro británico de Medio Ambiente, que en sus declaraciones empleó un tono comedido. El seguimiento de la noticia en los informativos nacionales estaba siendo tan mesurado y poco alarmista como en la televisión escocesa. Toni experimentó una enorme sensación de alivio.

-Bueno es saber que no todos los periodistas son como Carl Osborne -dijo Stanley.

-Me ha pedido que salga a cenar con él. -No bien lo dijo, Toni se preguntó por qué lo había hecho.

Stanley parecía sorprendido.

Ha la faceta peggio del culo! -masculló-. Pero qué morro tiene.

Toni soltó una carcajada. En realidad, lo que Stanley había dicho era que Carl tenía la cara más fea que el culo. Seguramente era una de las expresiones que Marta empleaba con frecuencia.

-Es un hombre atractivo -apuntó ella.

-No lo dirás en serio, ¿verdad?

-Es guapo, eso es innegable. -Toni se dio cuenta de que estaba intentando darle celos. «No juegues con fuego», se dijo.

-¿Y qué le has dicho? -preguntó él.

-Que no, por supuesto.

-Es lo mejor que podías hacer. -Stanley parecía algo azorado, y añadió-: No es que sea asunto mío, pero ese tipo no es digno de ti.

Dicho esto, volvió a centrar su atención en el televisor y cambió a una cadena de las que emitían noticias las veinticuatro horas.

Durante un par de minutos estuvieron viendo imágenes de las víctimas del terremoto en Rusia y de los equipos de rescate. Toni se sentía un poco tonta por haber contado a Stanley lo de Osborne, pero le había gustado su reacción.

A continuación vino la noticia de la muerte de Michael Ross, y una vez más el reportaje se atenía estrictamente a los hechos. Stanley apagó el televisor.

-Bueno, en la tele no nos han crucificado.

-Y mañana es día de Navidad, así que no habrá diarios -observó Toni-. El jueves la noticia ya será vieja. Creo que podemos dormir tranquilos, a menos que surja algún imprevisto.

-Desde luego. Si perdiéramos otro conejo, volveríamos a estar en el ojo del huracán en menos que canta un gallo.

-No habrá más problemas de seguridad en el laboratorio -afirmó Toni con rotundidad-. Me aseguraré de que así sea.

Stanley asintió.

-Debo decir que has llevado todo esto de un modo extraordinario. Te estoy muy agradecido.

Toni no cabía en sí de felicidad.

-Hemos dicho la verdad y nos han creído -repuso.

Se sonrieron el uno al otro. Era un momento íntimo y feliz. Entonces sonó el teléfono. Stanley alargó el brazo por encima del escritorio para cogerlo.

-Oxenford al habla -dijo-. Sí, pásamelo aquí, por favor. Estoy deseando hablar con él. -Buscó la mirada de Toni y articuló el nombre de su interlocutor sin pronunciarlo-: Mahoney.

Toni se levantó, nerviosa. Stanley y ella estaban convencidos de que habían controlado bien la situación, pero ¿opinaría lo mismo el gobierno estadounidense? Escrutó el rostro de Stanley, que en ese momento rompió a hablar:

-Hola de nuevo, Laurence. ¿Has visto las noticias? Me alegro de que lo veas así… Hemos evitado el tipo de reacción histérica que temías… Ya conoces a la subdirectora de Oxenford Medical, Antonia Gallo. Ella se ha encargado de la prensa… un gran trabajo, yo también lo creo… Totalmente de acuerdo, a partir de ahora tendremos que extremar las medidas de precaución. Sí, sí. Gracias por llamar. Adiós.

Stanley colgó y se volvió hacia Toni con una sonrisa de oreja a oreja.

-Nos hemos salvado.

Eufórico, rodeó a Toni con los brazos y la estrechó con fuerza.

Toni hundió la cara en su hombro. El tweed de su chaleco era sorprendentemente suave al tacto. Inspiró su tibio y discreto olor corporal, y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre. Le devolvió el abrazo, notando la presión que sus senos ejercían sobre el pecho de Stanley.

Se hubiera quedado así para siempre, pero al cabo de unos segundos él se apartó suavemente. Parecía avergonzado, y le estrechó la mano como si así pretendiera recuperar la formalidad perdida.

-El mérito es todo tuyo -afirmó.

El breve momento de contacto físico la había excitado. «Por Dios -pensó-, estoy toda mojada.» ¿Cómo podía pasar tan deprisa?

-¿Te gustaría ver la casa? -preguntó Stanley.

-Me encantaría.

Toni se sentía halagada. Los hombres no solían ofrecerse para enseñar su casa a los invitados. Era otra muestra de intimidad.

Las dos habitaciones que ya había visto, la cocina y el estudio, se encontraban en la parte trasera de la casa y daban a un patio en torno al cual se alzaban varias construcciones anexas. Stanley guió a Toni hasta la parte delantera de la vivienda y le enseñó el comedor con vistas al mar. Aquella zona parecía una ampliación reciente de la antigua casona. En un rincón había una vitrina con grandes copas plateadas.

-Los trofeos de tenis de Marta -informó Stanley con orgullo-. Tenía un revés que era pura dinamita.

-¿Se dedicaba profesionalmente al tenis?

-Llegó a clasificarse para Wimbledon, pero nunca compitió a nivel profesional porque se quedó embarazada de Olga.

Al otro lado del vestíbulo, también con vistas al mar, quedaba el salón. Allí, debajo del árbol de Navidad, los regalos apilados se desparramaban por el suelo. En aquella habitación había otra imagen de Marta, un retrato de cuerpo entero en el que rondaba los cuarenta, con una silueta algo más rechoncha y el contorno del rostro ligeramente desdibujado. Era una estancia acogedora y agradable, pero no había nadie en ella, y Toni supuso que el verdadero corazón de la casa era la cocina.

La distribución era sencilla: el comedor y la sala de estar en la parte delantera, la cocina y el estudio en la parte de atrás.

-Arriba no hay mucho que ver -le advirtió Stanley, pero subió de todos modos, y Toni lo siguió.

¿Le estaban enseñando su futura casa?, se preguntó a sí misma. Era una fantasía absurda, y la alejó de su mente con brusquedad. Stanley solo intentaba ser amable.

Pero la había abrazado.

En la parte más antigua de la casa, por encima del estudio y el salón, había tres pequeños dormitorios y un cuarto de baño. Las habitaciones seguían conservando el recuerdo de los niños que habían crecido en ellas. En una pared colgaba un póster de los Clash, más allá descansaba un viejo bate de criquet con la empuñadura desgastada, y alineados sobre un anaquel languidecían los volúmenes completos de Las crónicas de Narnia.

En la parte nueva de la casa quedaba el dormitorio principal, una suite con vestidor y cuarto de baño propios. La gran cama de matrimonio estaba hecha y las habitaciones en general eran un primor de orden y limpieza. Toni se sintió emocionada y a la vez incómoda por entrar en la habitación de Stanley. Sobre la mesilla de noche había otra foto de la omnipresente Marta, esta vez en color, en la que tendría cincuenta y pocos años, el pelo de un gris mortecino y el rostro descarnado, sin duda a causa del cáncer que había acabado con su vida. No era una foto favorecedora, ni mucho menos. Toni pensó lo mucho que Stanley debía quererla aún para seguir atesorando incluso los recuerdos más amargos.

No sabía qué esperar a continuación. ¿Intentaría él algún tipo de acercamiento, con su mujer observándolos desde la mesilla de noche y sus hijos en el piso de abajo? Algo le decía que ese no era su estilo. Quizá se le hubiera pasado por la cabeza, pero nunca abordaría a una mujer de un modo tan brusco. Seguramente creía que primero estaba obligado a cortejarla a la antigua usanza. «A la porra la cena y el cine -pensó Toni-. Tú solo cógeme, por lo que más quieras.» Pero él seguía en silencio, y después de enseñarle el baño de mármol la llevó de vuelta al piso inferior.

Aquella visita guiada era un privilegio, sin duda alguna, y debería haberla acercado a Stanley, pero en realidad la hacía sentirse excluida, como si espiara desde la calle a una familia sentada alrededor de la mesa, absorta en sus cosas y ajena a todo lo demás. De pronto, se sintió abatida.

Ya en el vestíbulo, el gran caniche se acercó a Stanley y restregó el hocico contra su mano.

-Nellie quiere ir a dar una vuelta -dijo él, y miró hacia fuera por la pequeña ventana que había junto a la puerta-. Ha dejado de nevar. ¿Te apetece salir a tomar un poco el aire?

-Claro.

Toni se puso su chaqueta y Stanley cogió un viejo anorak azul. En cuanto cruzaron el umbral se encontraron en un mundo pintado de blanco. El Porsche Boxster de Toni estaba aparcado junto al Ferrari F50 de Stanley y a otros dos coches, todos ellos cubiertos por una blanca capa de nieve, como pasteles glaseados. La perra se dirigió al acantilado en la que a todas luces era su ruta habitual. Stanley y su invitada la siguieron. Toni se dio cuenta de que el animal, con su pelaje negro rizado, guardaba un innegable parecido con la malograda Marta.

Sus pies levantaban la nieve polvorienta, descubriendo la resistente maleza, que crecía debajo. Cruzaron una larga extensión de césped. Unos pocos árboles raquíticos se alzaban a los lados, doblegados por el infatigable azote del viento. Se cruzaron con dos jóvenes que volvían del acantilado, el chico de la sonrisa pícara y la chica enfurruñada con un piercing en el ombligo. Toni recordó sus nombres: Craig y Sophie. Cuando Stanley los había presentado a todos, en la cocina, había memorizado cada detalle con avidez. Era evidente que Craig se empleaba a fondo para seducir a Sophie, pero la chica caminaba junto a él con los brazos cruzados, la mirada fija en el suelo. Toni envidió la sencillez de las elecciones a las que se enfrentaban. Eran jóvenes y sin compromiso, estaban en el umbral de la edad adulta, sin nada que hacer aparte de lanzarse a la aventura de vivir. Sintió ganas de decirle a Sophie que no se hiciera de rogar. «Aprovecha el amor mientras puedes -pensó-. No siempre vendrá a ti sin que lo busques.»

-¿Qué planes tienes para la Navidad? -preguntó Stanley.

-Pues… no podrían ser más distintos de los tuyos. Me voy a un balneario con unos cuantos amigos, solo parejas solteras y sin hijos, a pasar la Navidad como personas adultas. Nada de pavo, ni crackers, ni calcetines colgados, ni Santa Claus. Buena vida y charlas entre amigos, eso es todo.

-Suena fantástico. Creía que normalmente venía tu madre a pasar la Navidad contigo.

-Así ha sido estos últimos años, pero esta vez mi hermana Bella ha dicho que se la quedaba, lo que me sorprende.

-¿Y eso?

Toni torció el gesto.

-Bella tiene tres hijos, y cree que eso la exime de cualquier otra responsabilidad familiar. No creo que sea justo, pero quiero a mi hermana y lo acepto.

-¿Y tú, has pensado en tener hijos algún día?

Toni contuvo la respiración. Era una pregunta muy íntima. Se preguntó qué respuesta preferiría oír él. No podía saberlo, así que se limitó a decir la verdad.

-Puede. Es algo con lo que mi hermana siempre soñó. El deseo de tener hijos ha regido su vida. Yo no soy como ella. Envidio tu familia, es evidente que te quieren y respetan, y que les gusta estar contigo, pero no estoy segura de querer sacrificar todo lo demás para ser madre.

-No creo que haya que sacrificarlo todo -observó Stanley.

«Tú no lo hiciste -pensó Toni-, pero ¿qué me dices de Marta y su carrera de tenista?» Esto fue lo que pensó, pero de sus labios salió algo muy distinto:

-¿Y tú? Podrías empezar una nueva familia.

-No -repuso él-. Mis hijos nunca me lo perdonarían.

Toni se sintió un poco decepcionada. No esperaba que lo tuviera tan claro.

Llegaron al acantilado. Hacia la izquierda, el promontorio se deslizaba en pendiente hasta una playa, ahora alfombrada de nieve. Hacia la derecha, la costa describía un corte vertical hasta el mar. Allí, una sólida valla de madera de poco más de un metro de altura bordeaba el acantilado. Era lo bastante alta para impedir el paso de los niños sin estropear el paisaje. Se asomaron a la valla y contemplaron las olas que rompían treinta metros más abajo. El fuerte oleaje subía y bajaba como el pecho de un gigante dormido.

-Qué rincón tan maravilloso -dijo Toni.

-Hace cuatro horas pensé que iba a perderlo.

-¿Te refieres a tu casa?

Stanley asintió.

-He tenido que usarla como aval para el crédito bancario. Si la cosa se viene abajo, el banco se queda con la casa.

-Pero tus hijos…

-Les daría el disgusto de su vida. Y ahora, desde que Marta ya no está, son lo único que realmente me importa.

-¿Lo único? -preguntó Toni.

Stanley se encogió de hombros.

-En el fondo, sí.

Toni escrutó su rostro. Había en él una expresión seria, pero nada sentimental. ¿Por qué le contaba aquello? Dio por sentado que se trataba de una indirecta. No era verdad que sus hijos fueran lo único que le importaba; el trabajo ocupaba un lugar destacado en su vida. Pero quería que ella comprendiera lo fundamental que era para él preservar la unidad familiar. Tras haberlos visto juntos en la cocina, Toni no podía sino comprenderlo. Pero ¿por qué había elegido aquel momento para decírselo? Quizá temía haberle transmitido una impresión equivocada.

Toni necesitaba salir de dudas. En las últimas horas habían pasado muchas cosas, pero todo resultaba ambiguo. Stanley la había tocado, abrazado, le había enseñado su casa y le había preguntado si quería tener hijos. ¿Todo aquello significaba algo o no? Tenía que saberlo.

-Te refieres a que nunca harías nada que pusiera en peligro eso que he visto en la cocina, la unidad de tu familia.

-Exacto. Mis hijos sacan toda su fuerza de ahí, aunque no se den cuenta.

Toni se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

-Y eso es tan importante para ti que nunca empezarías otra familia.

-Sí.

«Más claro, agua», pensó Toni. Stanley se sentía atraído por ella, pero no pensaba ir más allá. El abrazo en el estudio había sido una espontánea expresión de regocijo; la visita guiada a la casa, un momento de intimidad en que lo había pillado con la guardia bajada. Pero ahora se estaba echando atrás. La razón había prevalecido. Toni notó que las lágrimas humedecían sus ojos. Horrorizada ante la idea de revelar sus emociones, se dio la vuelta diciendo:

-Este viento…

La salvó el joven Tom, que venía corriendo por la nieve y anunciando a voz en grito:

-¡Abuelo, abuelo! ¡Ha llegado el tío Kit!

Volvieron a la casa con el niño en medio de un embarazoso silencio.

La huella fresca de unos neumáticos sobre la nieve conducía hasta un Peugeot negro de dos puertas. No era ninguna maravilla de coche, pero tenía un diseño muy atractivo. «Perfecto para Kit», pensó Toni con amargura. No quería encontrarse con él. No le habría hecho ninguna ilusión en la mejor de las circunstancias, pero en aquel momento se sentía demasiado vulnerable para hacer frente a un encuentro desagradable. Sin embargo, su cartera estaba en la casa, así que se vio obligada a seguir a Stanley hasta el interior de la vivienda.

Kit estaba en la cocina, donde el resto de la familia le daba la bienvenida. «El regreso del hijo pródigo», pensó Toni. Miranda lo abrazaba, Olga lo besaba, Luke y Lori sonreían de oreja a oreja y Nellie ladraba para llamar su atención. Toni se detuvo junto a la puerta de la cocina y vio cómo Stanley saludaba a su hijo. Kit parecía receloso, mientras que su padre parecía contento y apenado a la vez, como cuando hablaba de Marta. Kit alargó la mano hacia él, pero Stanley lo abrazó.

-Me alegro mucho de que hayas venido, hijo -dijo Stanley-. Pero que mucho.

-Voy a sacar la maleta del coche. Me quedo en el chalet, ¿verdad?

-No, te quedas arriba -contestó Miranda, visiblemente nerviosa.

-Pero…

Olga lo interrumpió.

-No montes una escena. Papá lo ha decidido, y es su casa.

Toni advirtió en los ojos de Kit un destello de ira que este se apresuró a reprimir.

-Como queráis -cedió.

Kit intentaba aparentar que no pasaba nada, pero aquella primera reacción instintiva decía todo lo contrario; Toni se preguntó qué secreto anhelo lo obligaba a querer dormir lejos de la casa principal aquella noche.

Subió discretamente al estudio de Stanley. El recuerdo del abrazo acudió con fuerza a su memoria. Aquello era lo más cerca que estaría nunca de hacer el amor con él, pensó. Se secó los ojos con la manga.

Su bloc de notas y la cartera descansaban sobre el escritorio Victoriano, donde los había dejado. Metió el bloc en la cartera, se lo colgó al hombro y volvió al vestíbulo.

Al pasar por delante de la cocina, vio que Stanley le decía algo a la cocinera. Se despidió con un ademán. Stanley interrumpió la conversación y se acercó a ella.

-Gracias por todo, Toni.

-Feliz Navidad.

-Lo mismo digo.

Toni salió de la casa.

Kit estaba fuera, abriendo el maletero del coche. Toni echó un vistazo a su interior y vio un par de cajas grises, sin duda material informático de algún tipo. Sabía que Kit era analista de sistemas, pero ¿por qué necesitaba todos aquellos cacharros para pasar la Navidad en casa de su padre?

Toni deseó poder pasar por delante de él sin saludarlo, pero mientras abría la puerta del coche Kit levantó los ojos y sus miradas se cruzaron.

-Feliz Navidad, Kit -dijo educadamente.

Él sacó una pequeña maleta del maletero y lo cerró de golpe.

-Anda y que te den, zorra -replicó, y se encaminó a la casa.

14.00

Craig estaba encantado de volver a ver a Sophie. Había caído rendido a sus pies en la fiesta de cumpleaños de su madre. Era guapa, de ojos y pelo oscuro, y pese a ser delgada y menuda tenía una silueta suavemente redondeada. Pero no era su físico lo que lo volvía loco, sino su actitud. Se comportaba como si nada le importara, y eso lo tenía fascinado. Nada parecía impresionarla: ni el Ferrari del abuelo, ni las habilidades futbolísticas de Craig -jugaba en la selección subdieciséis de Escocia- ni el hecho de que su madre fuera consejera real.* Sophie vestía como le daba la gana, hacía caso omiso de los letreros que prohibían fumar y si alguien la aburría se largaba sin más, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca. En la fiesta la había oído discutiendo con su padre sobre el piercing que quería hacerse en el ombligo. El se lo había prohibido terminantemente, y ahora allí estaba, luciendo una argolla en el vientre.

Pero el trato con Sophie no era fácil. Mientras la llevaba a dar una vuelta por Steepfall, Craig descubrió que nunca estaba contenta con nada. Al parecer, el silencio era lo más parecido a un elogio que sabía articular. Solo abandonaba su mutismo para proferir alguna breve descalificación: «qué asco», o «vaya tontería», o «qué grima». Pero de momento no lo había dejado con la palabra en la boca, así que Craig sabía que no la estaba aburriendo.

La llevó a ver el granero. Databa del siglo XVIII y era la construcción más antigua de la propiedad. El abuelo había hecho instalar calefacción, electricidad y agua corriente en su interior, pero se conservaban las vigas originales. La planta baja era una sala de juego en la que había una mesa de billar, un futbolín y un gran televisor.

-Este lugar está bien para pasar el rato -comentó Craig.

-Guay -asintió Sophie, en la que era su mayor muestra de entusiasmo hasta el momento. Señaló una tarima elevada-. ¿Qué es eso?

-Un escenario.

-¿Para qué queréis un escenario?

-Mi tía Miranda y mi madre solían hacer obras de teatro cuando eran jóvenes. Una vez montaron Antonio y Cleopatra con un reparto de cuatro en este granero.

-Raritas, ellas.

Craig señaló dos camas plegables.

-Tom y yo vamos a dormir aquí -dijo-. Ven arriba, te enseñaré tu dormitorio.

Una escalera conducía al antiguo pajar. No había pared, solo una barandilla para impedir caídas accidentales. Arriba había dos camas individuales primorosamente hechas. El único mobiliario de la estancia era un perchero de pared y un espejo de pie. La maleta de Caroline estaba en el suelo, abierta.

-No hay mucha intimidad -observó Sophie.

Craig ya se había dado cuenta, y se las prometía felices con aquella disposición de las habitaciones. Inevitablemente, su hermana mayor y su primo pequeño estarían rondando por allí, pero pese a todo disfrutaba de la vaga aunque excitante sensación de que podía pasar cualquier cosa.

-Mira. -Craig desplegó un viejo biombo-. Si te da corte, puedes abrirlo para cambiarte.

Un destello de ira iluminó los ojos de Sophie.

-No me da corte -replicó, como si la mera sugerencia resultara insultante.

A Craig aquella reacción le pareció extrañamente excitante.

-Lo decía por si acaso -se disculpó, sentándose en una de las camas-. Son bastante cómodas. Más que nuestras camas plegables.

Sophie se encogió de hombros.

En la fantasía de Craig, aquel era el momento en que ella se sentaba en la cama junto a él. En una versión de esa misma fantasía, lo empujaba hacia atrás violentamente, fingiendo buscar pelea, y empezaban forcejeando pero acababan besándose. En otra versión, ella le cogía la mano y le decía lo mucho que su amistad significaba para ella, y luego lo besaba. Pero en la vida real Sophie no parecía estar para jueguecitos, ni mucho menos para avances románticos. Se dio la vuelta y contempló la estancia despojada con gesto de desagrado, y entonces Craig supo que no estaba pensando precisamente en darle un beso.

-Navidad, Navidad, puta Navidad… -canturreó Sophie.

-El baño está abajo, detrás del escenario. No hay bañera, pero la ducha funciona bien.

-Qué lujo. -Sophie se levantó de la cama y bajó la escalera, todavía cantando su versión obscena del tradicional villancico.

«Bueno -pensó Craig-, solo llevamos aquí un par de horas. Me quedan cinco días enteros para ganármela.»

La siguió hasta el piso de abajo. Había una última cosa que quizá pudiera gustarle.

-Quiero enseñarte algo -dijo, encaminándose a la puerta.

Salieron a un gran patio cuadrado en torno al cual se alzaban cuatro edificios: la casa principal, el chalet de invitados, el granero del que acababan de salir y el garaje de tres plazas. Craig guió a Sophie alrededor de la casa hasta la puerta principal, Citando la cocina, donde quizá les dieran cosas que hacer. Cuando entraron en la casa, Craig se percató de que había copos de nieve atrapados en el reluciente pelo negro de Sophie. Se la quedó mirando fijamente.

-¿Qué pasa? -preguntó ella.

-Tienes nieve en el pelo -contestó-. Se ve precioso.

Sophie sacudió la cabeza con brusquedad, y los copos desaparecieron.

-Eres más raro que un perro verde -le espetó.

«Vale -pensó él-. No te gustan los piropos.»

La condujo hasta el piso de arriba. En la parte más antigua de la casa había tres pequeños dormitorios y un cuarto de baño decorado a la antigua. La suite del abuelo estaba en la parte nueva. Craig llamó a la puerta, por si acaso había alguien dentro. No hubo respuesta, así que entró.

Cruzó la habitación rápidamente, dejando atrás la gran cama de matrimonio y el vestidor que había más allá de esta. Abrió una de las puertas del armario y corrió una hilera de trajes masculinos -a rayas, de tweed, a cuadros-, en su mayoría de color gris o azul. Se arrodilló, estiró el brazo en el interior del armario y presionó la pared del fondo. Una portezuela de unos sesenta centímetros cuadrados se abrió hacia dentro, basculando sobre una bisagra, y Craig se metió por la apertura.

Sophie lo siguió.

Craig alargó el brazo a través del agujero para cerrar la puerta del armario y la portezuela secreta. Tanteando en la oscuridad encontró un interruptor y encendió la luz, una única bombilla desnuda que colgaba de una viga del techo.

Estaban en un desván. Había un gran sofá destartalado cuyo relleno asomaba por los agujeros de la tapicería. Junto a este, una pila de álbumes fotográficos enmohecidos descansaban sobre los tablones del suelo, junto a varias cajas de cartón y arcenes que, según había descubierto Craig en visitas anteriores, contenían los boletines de notas de su madre, novelas de Enid Blyton con inscripciones del tipo «Este libro pertenece a Miranda Oxenford, de nueve años y medio» garabateadas en letra infantil y una colección de horribles ceniceros, cuencos y jarrones que solo podían ser regalos indeseados o compras impulsivas. Sophie pasó los dedos por las cuerdas de una guitarra polvorienta. Estaba desafinada.

-Aquí arriba puedes fumar todo lo que quieras -dijo Craig. Unos pocos paquetes vacíos de marcas de tabaco ya olvidadas, como Woodbines, Players o Senior Service, lo hacían suponer que entre aquellas paredes había empezado la adicción de su madre. También había envoltorios de tabletas de chocolate que había que achacar quizá a la rolliza tía Miranda, y sin duda había sido su tío Kit quien había reunido aquella nutrida colección de revistas pornográficas con títulos como Men Only, Panty Play o Barely Legal.

Craig esperaba que Sophie no se fijara en las revistas, pero fue lo primero que llamó su atención.

-¡Guau, mira esto! ¡Revistas porno! -exclamó, más animada de lo que había estado en toda la mañana. Se sentó en el sofá y empezó a hojear la revista.

Craig apartó la mirada. Había hojeado aquellas revistas una a una, aunque nunca lo reconocería. El porno era cosa de chicos, y algo muy íntimo. Pero Sophie estaba hojeando Hustler delante de sus narices, escrutando las páginas como si fueran a examinarla sobre el tema.

Para distraerla, Craig dijo:

-Antes, cuando esto era una granja, esta parte de la casa era una lechería. El abuelo la transformó en la cocina, pero el tejado era demasiado alto, así que mandó construir un altillo para usarlo como espacio de despensa.

Sophie ni siquiera levantó los ojos de la revista.

-¡Todas estas tías están afeitadas! -observó, para mayor bochorno de Craig-. Qué asco.

-Desde aquí se puede ver la cocina -insistió él-. Fíjate, donde la salida de humos sube hasta el tejado. -Se tumbó en el suelo y miró por el hueco que había entre los tablones y un grueso tubo metálico. Desde allí se veía toda la cocina: la puerta del fondo que daba al vestíbulo, la larga mesa de pino macizo, los aparadores a ambos lados de esta, las puertas laterales que daban al comedor y al cuartito de la lavadora. Junto a este, la placa de cocina flanqueada por dos puertas, una que daba a una gran despensa y la otra al recibidor de las botas y la entrada lateral. La mayor parte de la familia estaba reunida en torno a la mesa. La hermana de Craig, Caroline, estaba dando de comer a sus hámsters, Miranda se servía más vino, Ned leía el Guardian y Lori se disponía a asar un salmón entero en una larga besuguera.

-A este paso la tía Miranda va a coger una buena curda -observó Craig.

Este comentario captó el interés de Sophie. Soltó la revista y se tumbó junto a Craig.

-¿No nos pueden ver? -preguntó en voz baja.

Craig la contemplaba mientras ella miraba por el hueco. Se había recogido el pelo detrás de las orejas, y la piel de su mejilla parecía irresistiblemente suave.

-Prueba a echar un vistazo la próxima vez que bajes a la cocina -sugirió él-. Verás que hay una lámpara colgando del techo justo por debajo de este hueco que te impide verlo por más que sepas que existe.

-Entonces ¿nadie sabe que estamos aquí?

-Bueno, todo el mundo sabe que hay un desván. Y hay que tener cuidado con Nellie. En cuanto te muevas, mirará hacia arriba atenta a cualquier ruido. Ella sí sabe que estamos aquí, y cualquiera que se fije en sus reacciones puede deducirlo.

-Aun así, este sitio está genial. Mira a mi padre. Finge leer el diario, pero no para de lanzarle miraditas a Miranda. Qué asco. -Sophie rodó en el suelo hasta quedarse de costado, se incorporó a medias apoyándose en un codo y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros-. ¿Quieres uno?

Craig negó con la cabeza.

-Si te tomas el fútbol en serio, el tabaco no puedes ni olerlo.

-¿Cómo puedes tomarte el fútbol en serio? ¡No es más que un juego!

-Los deportes son más divertidos cuando se te dan bien.

-En eso tienes razón. -Sophie soltó una bocanada de humo. Craig observaba sus labios-. Seguramente por eso no me gusta el deporte. Soy muy patosa.

Craig se dio cuenta de que había vencido algún tipo de barrera. Por fin Sophie hablaba con él, y lo que decía sonaba bastante cabal.

-¿Qué se te da bien? -preguntó.

-Poca cosa.

Craig vaciló un momento, y luego soltó:

-Una vez, en una fiesta una chica me dijo que besaba bien.

Contuvo la respiración. Tenía que romper el hielo con ella de alguna manera, pero ¿no se estaría precipitando?

-¿De verdad? -Sophie parecía interesada en el tema, pero desde un punto de vista puramente teórico-. ¿Cómo lo haces?

-Podría enseñártelo.

Una expresión de pánico cruzó su rostro.

-¡Ni hablar! -exclamó al tiempo que levantaba la mano en un gesto defensivo, aunque él no había movido un dedo.

Craig se dio cuenta de que había sido demasiado impetuoso. Le entraron ganas de abofetearse.

-No temas -dijo, sonriendo para disimular su decepción-. No haré nada que no quieras, te lo prometo.

-Es que, verás, estoy saliendo con alguien.

-Ah, entiendo.

-Sí, pero no se lo digas a nadie.

-¿Cómo es él?

-¿Mi novio? Va a la universidad. -Sophie apartó la mirada Y se frotó los ojos, irritados por el humo del cigarrillo.

-¿A la de Glasgow?

-Sí. Tiene diecinueve años. Yo le he dicho que tengo diecisiete.

Craig no sabía si creerle.

-¿Y qué estudia?

-¿Qué más da? Algo aburrido. Derecho, creo.

Craig volvió a mirar por el hueco del suelo. Lori estaba espolvoreando un cuenco de patatas humeantes con perejil picado. De pronto, sintió hambre.

-La comida está lista -anunció-. Te enseñaré la otra salida.

Se dirigió al fondo del desván y abrió una gran puerta. Una estrecha cornisa sobresalía de la fachada; cinco metros más abajo quedaba el patio. Por encima de la puerta, en la parte exterior del edificio, había una polea, la misma que se había utilizado para subir hasta allí el sofá y los arcones.

-No pienso saltar desde aquí arriba.

-No hace falta. -Craig barrió la nieve de la cornisa con las manos y avanzó por ella hasta el extremo. Desde allí al cobertizo adosado del recibidor de las botas había una distancia de medio metro-. ¿Ves qué fácil?

Sophie lo siguió a regañadientes. Cuando llegó al final de la cornisa, Craig le tendió la mano y ella la aceptó sin dudarlo, agarrándose con todas sus fuerzas.

La ayudó a bajar hasta el cobertizo y luego subió de nuevo por la cornisa para cerrar la gran puerta antes de volver con Sophie. Descendieron con cautela por el tejado resbaladizo. Craig se deslizó boca abajo, se colgó del borde del cobertizo y luego salvó de un salto la corta distancia que lo separaba del suelo.

Sophie siguió sus pasos. Cuando tenía las dos piernas colgando del tejado, Craig levantó los brazos, la cogió por la cintura y la bajó a pulso. Apenas pesaba.

-Gracias -dijo ella. Tenía una expresión triunfal, como si acabara de superar una dura prueba.

«Tampoco hay para tanto -pensó Craig mientras entraban en la casa-.A lo mejor no es tan segura como aparenta.»

15.00

El Kremlin se veía hermoso. La nieve cubría las gárgolas y los motivos ornamentales, los marcos de las puertas y las repisas de las ventanas, perfilando en blanco la fachada victoriana. Toni aparcó el coche y entró en el edificio. Dentro reinaba la tranquilidad. Casi todos los empleados se habían ido a casa por temor a quedarse atrapados en la nieve, aunque cualquier excusa era buena para marcharse antes de tiempo el día de Nochebuena.

Toni se sentía dolida y vulnerable. Acababa de encajar una paliza emocional. Pero tenía que apartar los pensamientos románticos de su mente. Quizá más tarde, cuando estuviera a solas en la cama, le daría vueltas a las cosas que Stanley había dicho y hecho. Pero ahora tenía mucho trabajo por delante.

Se había apuntado un buen tanto -por eso la había abrazado Stanley-, pero aun así había algo que la inquietaba. Las palabras de Stanley resonaban en su mente: «Si perdiéramos otro conejo volveríamos a estar en el ojo del huracán». Tenía razón. Un nuevo incidente de aquel tipo volvería a ponerlos en el punto de mira, pero esta vez sería diez veces peor. Ni el mejor relaciones públicas del mundo podría impedir que la cosa se le fuera de las manos. «No habrá más problemas de seguridad en el laboratorio -le había dicho ella-. Me aseguraré de que así sea.» Había llegado el momento de cumplir su palabra.

Se fue a su despacho. Solo se le ocurría una amenaza, inminente, la que podían representar los defensores de los derechos de los animales. La muerte de Michael Ross podía servir de inspiración a otros que, movidos por su ejemplo, intentaran «liberar» a los animales retenidos en los laboratorios. También cabía la posibilidad de que Michael trabajara en colaboración con un grupo de activistas y que estos tuvieran otro plan. Era posible incluso que les hubiera facilitado la clase de información confidencial que les podía ayudar a burlar el sistema de seguridad del Kremlin.

Toni marcó el número de teléfono de la jefatura de la policía regional, que se encontraba en Inverburn, y preguntó por el comisario jefe Frank Hackett, su ex.

-Te has salido con la tuya, ¿eh? -comentó él-. Vaya potra. Tendrías que estar en la calle.

-Hemos sido sinceros, Frank. Lo mejor en estos casos es ir con la verdad por delante, ya lo sabes.

-A mí no me dijiste la verdad. ¡Un hámster llamado Fluffy! Me has hecho quedar como un imbécil.

-Fue un poco cruel por mi parte, lo reconozco. Pero tú no tendrías que haberle filtrado la noticia a Carl. Yo diría que estamos en paz, ¿no crees?

-¿Qué quieres de mí?

-¿Crees que había alguien más involucrado en el robo del conejo, aparte de Michael Ross?

-Sin comentarios.

-Yo te pasé su libreta de direcciones. Supongo que has investigado los nombres que aparecían en ella. ¿Qué me dices, por ejemplo, de Amigos de los Animales? ¿Son gente que se limita a manifestarse pacíficamente o es posible que pasen a la acción directa?

-Mis investigaciones todavía no han concluido.

-Venga, Frank, solo te estoy pidiendo que me des una pista. ¿Debo preocuparme porque vuelva a pasar algo parecido?

-Me temo que no puedo ayudarte.

-Frank, hubo un tiempo en que nos quisimos. Fuimos compañeros durante ocho años. ¿No crees que esto es absurdo?

-¿Tratas de utilizar nuestra antigua relación para convencerme de que te pase información confidencial?

-No. A la mierda la información. La puedo obtener por otros medios. Lo único que trato de decirte es que no quiero ser tratada como un enemigo por alguien que en el pasado significó mucho para mí. ¿Por qué no podemos llevarnos bien?

Se oyó un clic, y luego el tono de llamada. Frank le había colgado el teléfono.

Toni suspiró. ¿Entraría Frank en razón algún día? Deseó que encontrara otra novia. Quizá eso lo tranquilizara.

Entonces llamó a Odette Cressy, su amiga de Scotland Yard.

-Te he visto en las noticias -comentó Odette.

-¿Qué pinta tenía?

-Autoritaria -contestó Odette, reprimiendo la risa-. El tipo de persona que jamás se presentaría en una discoteca con un vestido transparente. Pero yo sé la verdad.

-Hazme un favor, no se la cuentes a nadie.

-En fin, el caso es que vuestro incidente con el Madoba-2 no parece guardar ninguna relación con… mi campo de investigación.

Se refería al terrorismo.

-Me alegro -dijo Toni-. Pero me gustaría preguntarte algo, desde un plano puramente teórico…

-Adelante.

-Los terroristas podrían conseguir muestras de virus como el Ebola de forma relativamente sencilla entrando en un hospital cualquiera de África central, donde no encontrarían más medidas de seguridad que el guardia de turno, seguramente un chaval de diecinueve años que se pasa el día repantigado en el vestíbulo fumando cigarrillos. ¿Por qué iban a embarcarse en la azarosa aventura de asaltar un laboratorio de alta seguridad?

-Por dos motivos. En primer lugar, ignoran lo fácil que es conseguir el Ébola en África. En segundo lugar, el Madoba-2 no es lo mismo que el Ébola. Es peor.

Toni recordó lo que Stanley le había dicho, y se estremeció.

-Tasa de supervivencia cero.

-Exacto.

-¿Y qué me dices de Amigos de los Animales? ¿Los has investigado?

-Por supuesto. Son inofensivos. Lo más que podemos esperar de ellos es que corten una carretera.

-Estupendo. Solo quiero asegurarme de que no vuelva a ocurrir algo parecido.

-No me parece probable.

-Gracias, Odette. Eres una buena amiga. No quedan muchas como tú.

-Suenas un poco baja de ánimos.

-Bueno, mi ex me está poniendo las cosas difíciles.

-¿Solo eso? Ya tendrías que estar acostumbrada. ¿Ha pasado algo con el profesor?

Toni no podía engañar a Odette, ni siquiera por teléfono.

-Me ha dicho que su familia es lo más importante para él en este mundo, y que nunca haría nada que pudiera perjudicarla.

-Qué tonto.

-Si alguna vez conoces a un hombre que no lo sea, pregúntale si tiene un hermano.

-¿Qué vas a hacer por Navidad?

-Me largo a un balneario. Masajes, limpieza de cutis, manicura, largos paseos.

-¿Te vas tú sola?

Toni sonrió.

-Te agradezco que te preocupes por mí, pero no estoy tan desesperada.

-¿Con quién te vas?

-Con un montón de gente. Bonnie Grant, una vieja amiga con la que fui a la universidad. Eramos las dos únicas chicas de la facultad de ingeniería. Se acaba de divorciar. También vendrán Charles y Damien, a ellos ya los conoces, y dos parejas con las que no creo que hayas coincidido.

-Las locas de Charles y Damien te animarán.

-Eso seguro. -Cuando los chicos se soltaban la melena, eran capaces de hacer reír a Toni hasta que se le saltaban las lágrimas-. ¿Y tú qué planes tienes?

-No estoy segura. Ya sabes cómo odio hacer planes.

-Pues nada, a disfrutar de la espontaneidad.

-Feliz Navidad.

Colgaron, y Toni llamó a Steve Tremlett, jefe de seguridad.

Toni se la había jugado con Steve, pues era amigo de Ronme Sutherland, el antiguo responsable de seguridad que se había conchabado con Kit Oxenford para robar a la empresa. No había pruebas de que Steve estuviera al tanto del fraude, pero Toni temía que le guardara rencor por haber despedido a su amigo. Pese a todo, había decidido concederle el beneficio de la duda y lo había nombrado jefe de seguridad. Él, a su vez, había recompensado su confianza con lealtad y eficiencia.

Steve se presentó en su despacho al cabo de un minuto. Era un hombre de treinta y cinco años, menudo y de aspecto pulcro, con sus buenas entradas y el pelo rubio cortado al rape, como mandaba la moda. Llevaba una carpeta de cartón en la mano. Toni señaló una silla y Steve tomó asiento.

-La policía cree que Michael Ross trabajaba solo -dijo.

-Yo también lo tenía por un solitario.

-De todas formas, esta noche no se nos puede colar ni un mosquito.

-Eso está hecho.

-Vamos a asegurarnos de que así sea. ¿Tienes por ahí la distribución de los turnos?

Steve le tendió una hoja de papel. Por lo general había tres guardias de turno durante la noche, así como los fines de semana y festivos: uno apostado en la garita de la verja, otro en la recepción y el tercero en la sala de control, pendiente de los monitores. Si por cualquier motivo tenían que ausentarse de sus puestos, llevaban encima teléfonos inalámbricos que funcionaban como extensiones del sistema general. Cada hora, el guardia de la recepción hacía una ronda por el edificio principal, y el de la garita lo rodeaba por fuera. Al principio, Toni no estaba segura de que tres hombres fueran suficientes para una operación tan delicada, pero pronto se dio cuenta de que la seguridad dependía más de los sofisticados medios tecnológicos que del factor humano, que se limitaba a servir de apoyo. De todos modos, había duplicado los efectivos disponibles aquellas navidades, así que habría dos personas en cada uno de los tres puestos citados y efectuarían una ronda cada media hora.

-Veo que vas a estar de guardia esta noche.

-Me vienen bien las horas extra.

-De acuerdo. -Era habitual que los guardias de seguridad hicieran turnos de doce horas, y estaban acostumbrados a convertirlos en jornadas de veinticuatro horas siempre que había escasez de personal o, como era el caso, cuando se producía una emergencia-. Déjame echarle un vistazo a tu lista de contactos.

Steve sacó de la carpeta una hoja plastificada con una relación de los números de teléfono a los que tenía que llamar en caso de incendio, inundación, corte del suministro eléctrico, caída del sistema informático, avería telefónica y otros problemas.

-Quiero que llames a cada uno de estos números a lo largo de la próxima hora -dijo Toni-. Pregúntales si van a estar disponibles durante la Navidad.

-Muy bien.

Toni le devolvió la hoja plastificada.

Y no dudes en llamar a la policía de Inverburn si tienes la menor sospecha de que algo va mal.

El interpelado asintió.

Da la casualidad de que mi cuñado, Jack, estará allí de guardia esta noche. Mi señora se ha llevado a los niños a su casa para pasar la Nochebuena.

-¿Tienes idea de cuántas personas habrá en la jefatura de policía esta noche?

-¿En el turno de noche? Un inspector, dos sargentos y seis agentes de policía. Y también habrá un comisario de guardia.

No era una dotación muy numerosa, pero tampoco habría mucho que hacer una vez que los pubs hubieran cerrado sus puertas y los borrachos se hubieran ido a sus casas.

-¿Por casualidad no sabrás quién es el comisario de guardia?

-Sí. Le ha tocado a tu Frank.

Toni no hizo ningún comentario.

-Llevaré el móvil encima día y noche, y estaré en un sitio con cobertura. Quiero que me llames enseguida si pasa algo fuera de lo normal, sea la hora que sea, ¿de acuerdo?

-Por descontado.

-Me da igual que me despiertes en mitad de la noche. -Iba a dormir sola, pero se abstuvo de comentarlo delante de Steve, que podía haberlo considerado una confidencia embarazosa.

-Entiendo -repuso él, y quizá, lo había entendido de veras.

-De momento, eso es todo. Me marcho en unos minutos. -Consultó su reloj de muñeca; eran casi las cuatro-. Feliz Navidad, Steve.

-Lo mismo digo.

Steve se fue. Empezaba a anochecer, y Toni podía ver su rostro reflejado en el cristal de la ventana. Parecía cansada y desanimada. Apagó el ordenador y cerró el archivador con llave.

No podía demorarse mucho más. Tenía que volver a casa, cambiarse y conducir ochenta kilómetros hasta el balneario. Cuanto antes se pusiera en marcha, mejor. Las previsiones decían que el tiempo no iba a empeorar, pero no sería la primera vez que se equivocaban.

Le costaba abandonar el Kremlin. La seguridad del recinto era responsabilidad suya. Había tomado todas las precauciones que se le habían ocurrido, pero detestaba tener que delegar.

Se obligó a levantarse de la silla. Era la subdirectora de los laboratorios, no una guardia de seguridad. Si había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvaguardar la integridad del laboratorio, podía marcharse tranquila. De lo contrario, era una incompetente y debía dimitir.

Pero en el fondo sabía por qué le costaba tanto marcharse. Tan pronto como dejara atrás el trabajo, tendría que ponerse a pensar en Stanley.

Se echó el bolso al hombro y salió del edificio.

La nieve caía ahora con más fuerza.

16.00

Kit estaba furioso por tener que dormir en la casa principal.

Se había sentado en el salón con su padre, su sobrino Tom, su cuñado Hugo y el prometido de Miranda, Ned. Mamma Marta los miraba desde el retrato que colgaba de la pared. Kit siempre había pensado que tenía una expresión impaciente en aquel cuadro, como si se muriera de ganas de quitarse el vestido de fiesta, ponerse un delantal y empezar a hacer lasaña.

Las mujeres de la familia estaban preparando la cena del día siguiente, y los chicos estaban en el granero. Los hombres veían una película en la tele. El protagonista, encarnado por John Wayne, era un matón de miras estrechas, un poco como Harry Mac, pensó Kit. Le costaba seguir la película. Estaba demasiado tenso.

Le había dicho expresamente a Miranda que necesitaba quedarse en el chalet de invitados. Su hermana se había puesto tan ñoña con la cosa de la Navidad en familia que solo le había faltado suplicarle de rodillas que se uniera a ellos. Pero luego, una vez que él había accedido a sus ruegos, se había mostrado incapaz de hacer cumplir la única condición que él había impuesto. Mujeres…

El viejo, en cambio, no estaba para ñoñerías. Era tan proclive al sentimentalismo como un policía de Glasgow el sábado por la noche. Saltaba a la vista que había desautorizado a Miranda con la ayuda de Olga. Kit pensó que sus hermanas tendrían que haberse llamado Goneril y Regan, como las rapaces hijas del rey Lear.

Tenía que marcharse de Steepfall aquella noche y regresar a la mañana siguiente sin que nadie supiera que se había ausentado. Si hubiera podido quedarse a dormir en el chalet, todo habría sido más fácil. Podía haber fingido que se iba a dormir, apagar las luces y escabullirse sin que nadie se diera cuenta. Ya había movido su coche hasta el antiguo establo reconvertido en garaje, lejos de la casa, para que no se oyera el motor al arrancar. Estaría de vuelta a media mañana, antes de que nadie se extrañara de que siguiera durmiendo, y entonces podía colarse de nuevo en el chalet y meterse en la cama como si nada hubiera pasado.

Pero ahora todo iba a resultar mucho más difícil. Su habitación quedaba en la parte antigua de la casa, junto a la de Olga y Hugo, donde el suelo crujía al menor paso. Para empezar, tendría que esperar a que todos se hubieran ido a la cama para salir. Cuando la casa estuviera en silencio, tendría que salir de su habitación a escondidas, bajar las escaleras de puntillas y salir sin hacer el menor ruido. Y sí de pronto se abriera una puerta y alguien lo sorprendiera -Olga, por ejemplo, para ir al lavabo-, ¿qué diría? «Voy a salir un rato a tomar el aire.» ¿En mitad de la noche, con la que estaba cayendo? ¿Y qué haría por la mañana? Era casi seguro que alguien lo vería entrar. Tendría que decir que había salido a dar un paseo, o una vuelta en coche. Y más tarde, cuando la policía empezara a hacer preguntas, ¿recordaría alguien su estrafalario paseo matutino?

Intentó no pensar en eso. Tenía un problema más urgente entre manos. Debía robar la tarjeta magnética que su padre utilizaba para acceder al NBS4.

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