Toni salió del granero, aun a sabiendas de que podía ser vista. Según sus cálculos, quedaban dos integrantes de la banda en la casa, Nigel y Kit, y uno de los dos podía asomarse a una ventana en cualquier momento. Pero tenía que arriesgarse. Atenta al sonido de la bala que llevaba su nombre, caminó lo más deprisa que pudo, abriéndose paso por la nieve hasta el chalet de invitados. Lo alcanzó sin percances y dobló rápidamente la esquina para evitar que la vieran.
Había dejado a Caroline buscando a sus hámsters entre lágrimas y a Elton atado debajo de la mesa de billar, con los ojos vendados y la boca amordazada, para asegurarse de que no acababa convenciendo a Caroline, que parecía andar más bien escasa de luces, de que lo desatara en cuanto recobrase el conocimiento.
Toni rodeó el chalet y se acercó a la casa principal por uno de sus costados. La puerta trasera estaba abierta, pero no entró. Primero quería hacer un reconocimiento desde el exterior. Avanzó sigilosamente, pegada al muro trasero del edificio, y se asomó desde fuera a la primera ventana que encontró.
Al otro lado del cristal quedaba la despensa. Seis personas se hacinaban en su interior, atadas de pies y manos pero erguidas: Olga, Hugo -que parecía estar completamente desnudo-, Miranda, su hijo Tom, Ned y Stanley. Una oleada de felicidad la invadió cuando vio a este último. Solo entonces se dio cuenta de que, de un modo inconsciente, había temido por su vida. Contuvo la respiración cuando se fijó en su rostro magullado y ensangrentado. Luego él la vio a ella, y sus ojos se abrieron en un gesto de sorpresa y alegría. No parecía estar malherido, comprobó Toni con alivio. Stanley abrió la boca para hablar, pero Toni se le adelantó llevándose un dedo a los labios. Stanley cerró la boca y asintió a modo de respuesta.
Avanzó hasta la siguiente ventana, la que daba a la cocina. Había dos hombres sentados de espaldas a la ventana. Uno de ellos era Kit. No pudo evitar compadecerse de Stanley por tener un hijo capaz de hacerle algo así a su propia familia. Los dos hombres tenían la vista puesta en un pequeño televisor en el que estaban dando noticias. La pantalla mostraba un quitanieves despejando una autopista a la luz del alba.
Toni se mordisqueó el labio mientras pensaba. Si bien ahora tenía un arma, podía resultarle difícil controlar a dos hombres a la vez. Pero no tenía alternativa.
Mientras dudaba, Kit se levantó y Toni se apartó rápidamente de la ventana.
08.45
-Se acabó -dijo Nigel-. Están limpiando las carreteras. Tenemos que largarnos ahora mismo.
-Me preocupa Toni Gallo -repuso Kit.
-Pues lo siento por ti. Si seguimos esperando, no llegaremos a tiempo.
Kit consultó su reloj de muñeca. Nigel tenía razón.
-Mierda -masculló.
-Cogeremos el Mercedes que está aparcado fuera. Ve a por las llaves.
Kit salió de la cocina y subió corriendo al piso de arriba. Entró en la habitación de Olga y revolvió los cajones de ambas mesillas de noche sin dar con las llaves. Cogió la maleta de Hugo y vació su contenido en el suelo, pero no oyó el característico tintineo de un juego de llaves. Respirando aceleradamente, hizo lo mismo con la maleta de Olga, en vano. Solo entonces se fijó en la americana de Hugo, colgada en el respaldo de una silla. Encontró las llaves del Mercedes en uno de sus bolsillos.
Volvió corriendo a la cocina. Nigel estaba mirando por la ventana.
-¿Por qué tarda tanto Elton? -preguntó, y en su voz había ahora una nota de alarma.
-No lo sé -contestó Nigel-. Procura no perder la calma.
-¿Y qué coño le ha pasado a Daisy?
-Sal fuera y arranca el motor -ordenó Nigel-. Y limpia la nieve del parabrisas.
-Vale.
Mientras se daba la vuelta, Kit vio por el rabillo del ojo el frasco de perfume, que descansaba sobre la mesa en su doble envoltorio. Instintivamente, lo cogió y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
Luego salió fuera.
* * *
Toni se asomó furtivamente por la esquina de la casa y vio a Kit saliendo por la puerta trasera. Le dio la espalda y se encaminó a la fachada principal. Toni lo siguió y vio cómo abría el Mercedes familiar de color verde.
Aquella era la oportunidad que estaba esperando.
Sacó la pistola de Elton de la cinturilla de los vaqueros y le quitó el seguro. El cargador estaba lleno, lo había comprobado antes. Sostuvo el arma dirigiéndola hacia arriba, tal como le habían enseñado en la academia.
Respiró hondo. Sabía lo que estaba haciendo. El corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho, pero tenía el pulso firme. Entró en la casa.
La puerta trasera conducía a un pequeño recibidor. Desde allí, una segunda puerta permitía acceder a la cocina propiamente dicha. La abrió de golpe e irrumpió en la habitación. Nigel estaba asomado a la ventana, mirando hacia fuera.
-¡Quieto ahí! -gritó.
Nigel se dio la vuelta.
Toni le apuntó directamente con el arma.
-¡Manos arriba!
El parecía dudar.
Llevaba una pistola en el bolsillo de los pan talones. Toni reconoció el bulto que sobresalía con tamaño y forma idénticos al de la automática que ella sostenía.
-Ni se te ocurra sacar la pistola -le advirtió. Lentamente, Nigel alzó las manos. -¡Al suelo, boca abajo! ¡Venga!
Nigel se arrodilló, con las manos todavía en alto. Luego se tendió en el suelo y abrió los brazos en cruz.
Toni tenía que quitarle el arma. Se acercó a él, empuñó la pistola con la mano izquierda y pegó el cañón a su nuca.
-Le he quitado el seguro y estoy un poquito nerviosa, así que no hagas tonterías -avisó. Luego se apoyó sobre una rodilla y alargó la mano hacia el bolsillo de sus pantalones.
Nigel se movió muy deprisa.
Rodó hacia un lado al tiempo que levantaba el brazo derecho para golpearla. Toni se lo pensó una milésima de segundo antes de apretar el gatillo, y para entonces ya era tarde. Nigel la hizo perder el equilibrio y cayó de lado. Para frenar el golpe, apoyó la mano izquierda en el suelo y dejó caer el arma.
Nigel le asestó una violenta patada que la alcanzó en la cadera. Toni recuperó el equilibrio y se levantó lo más deprisa que pudo, adelantándose a Nigel, que acababa de ponerse de rodillas. Le propinó un puntapié en la cara y su adversario cayó de espaldas, llevándose ambas manos a la mejilla, pero no tardó en recuperarse. Ahora la miraba con una mezcla de ira y odio, como si no acabara de creer que le hubiera devuelto el golpe.
Toni cogió rápido la pistola y le apuntó. Nigel frenó en seco.
-Vamos a intentarlo de nuevo -dijo-. Esta vez, saca tú el arma… muy despacito.
Nigel hundió la mano en el bolsillo.
Toni alargó el brazo con el que sostenía el arma.
-Y, por favor, dame una excusa para volarte la tapa de los sesos.
Nigel sacó el arma.
-Tírala al suelo.
Nigel sonrió.
-¿Alguna vez has disparado a alguien?
-Que la tires al suelo, he dicho.
-No creo que lo hayas hecho.
Estaba en lo cierto. Toni había recibido el entrenamiento necesario para utilizar armas de fuego y las había llevado encima en determinadas operaciones, pero nunca había disparado a nada que no fuera una diana. La mera idea de abrir un agujero en el cuerpo de otro ser humano le resultaba repugnante.
-No vas a dispararme -insistió él.
-Ponme a prueba y verás.
En ese instante, la señora Gallo entró en la cocina, sosteniendo al cachorro.
-Este pobre bicho aún no ha desayunado -dijo la anciana.
Nigel alzó el arma.
Toni le disparó en el hombro derecho.
Estaba a solo dos metros de él y tenía buena puntería, así que no le costó herirle exactamente donde quería. Apretó el gatillo dos veces, tal como le habían enseñado. El doble disparo resonó en la cocina con un estruendo ensordecedor. Dos orificios redondos aparecieron en el jersey rosado, uno junto al otro en el punto donde se unían el brazo y el hombro. La pistola cayó a los pies de Nigel, que gritó de dolor y retrocedió con paso tambaleante hasta la nevera.
La propia Toni estaba perpleja. En el fondo, no se creía capaz de hacerlo. Era algo completamente abyecto, y la convertía en un monstruo. Sintió náuseas.
-¡Hija de la gran puta! -chilló Nigel.
Como por arte de magia, aquellas palabras le devolvieron el aplomo perdido.
-Da gracias de que no te he disparado al estómago -replicó ella-. ¡Al suelo, venga!
Nigel se dejó caer al suelo y rodó hasta quedarse boca abajo, sin apartar la mano de la herida.
-Pondré agua a calentar -anunció la señora Gallo.
Toni cogió la pistola de Nigel y le puso el seguro. Luego envainó ambas armas en la cinturilla de los vaqueros y abrió la puerta de la despensa.
-¿Qué ha pasado? -preguntó Stanley-. ¿Hay alguien herido?
-Sí, Nigel -respondió Toni con serenidad. Cogió unas tijeras de cocina y las usó para cortar la cuerda de tender que envolvía las manos y los pies de Stanley. En cuanto lo hubo liberado, este la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza.
-Gracias -le susurró al oído.
Toni cerró los ojos. La pesadilla de las últimas horas no había cambiado los sentimientos de Stanley. Lo abrazó con fuerza, deseando poder alargar aquel momento, y luego se apartó suavemente.
-Ten -dijo, tendiéndole las tijeras-. Libera a los demás. -Entonces sacó una de las pistolas-. Kit no puede andar muy lejos, y seguro que ha oído los disparos. ¿Sabes si va armado?
-No creo -contestó Stanley.
Toni se sintió aliviada. Eso simplificaría las cosas.
-¡Sacadnos de esta habitación helada, por favor! -suplicó Olga.
Stanley se dio la vuelta para cortarle las ataduras.
Entonces se oyó la voz de Kit:
-¡Que nadie se mueva!
Toni se dio la vuelta, al tiempo que empuñaba el arma. Kit estaba parado en el umbral de la puerta. No llevaba pistola, pero sostenía un vulgar frasco de perfume como si se tratara de un arma. Toni reconoció el frasco que había visto llenar de Madoba-2 en la grabación de las cámaras de seguridad.
-Llevo el virus aquí dentro -anunció-. Una gota bastaría para mataros.
Nadie se movió.
* * *
Kit miraba directamente a Toni, que le apuntaba con la pistola. Él, a su vez, le apuntaba con el pulverizador.
-Si me disparas, dejaré caer el frasco y se romperá.
-Si nos atacas con eso, tú también morirás.
-Me da igual -replicó él-. Me lo he jugado todo en esto. He planeado el robo, he traicionado a mi familia y he participado en una conspiración para matar a cientos, quizá miles, de personas. Ahora que he llegado hasta aquí no pienso echarme atrás. Antes muerto.
Mientras lo decía, se dio cuenta de que era cierto. Ni siquiera el dinero parecía tener para él la misma importancia que antes. Lo único que realmente deseaba era salir victorioso.
-¿Cómo hemos podido llegar a esto, Kit? -preguntó Stanley.
Kit le sostuvo la mirada. Encontró ira en sus ojos, tal como esperaba, pero también dolor. Stanley tenía la misma expresión que cuando mamma Marta había muerto. «Tú te lo has buscado», pensó Kit con rabia.
-Es demasiado tarde para las disculpas -retrucó con brusquedad.
-No pensaba disculparme -repuso Stanley con gesto desolado.
Kit miró a Nigel, que estaba sentado en el suelo, sujetándose el hombro herido con la mano contraria. Aquello explicaba los dos disparos que lo habían llevado a coger el frasco de perfume a modo de arma antes de volver a entrar en la cocina.
Nigel se levantó con dificultad.
-Joder, cómo duele! -se quejó.
-Pásame las pistolas,Toni -ordenó Kit-. Y date prisa si no quieres que suelte esta mierda.
Toni dudó.
-Creo que lo dice en serio -apuntó Stanley.
-Déjalas sobre la mesa -ordenó Kit.
Toni depositó las pistolas sobre la mesa de la cocina, junto al maletín en el que los ladrones habían transportado el frasco de perfume.
-Nigel, recógelas -dijo Kit.
Con la mano izquierda, Nigel cogió una pistola y se la metió en el bolsillo. Luego cogió la segunda, la tanteó unos segundos como si tratara de calcular su peso y, con pasmosa velocidad, la estrelló contra el rostro de Toni. Esta soltó un grito y cayó hacia atrás.
Kit montó en cólera.
-¿Qué coño haces? -gritó-. No hay tiempo para eso. ¡Tenemos que largarnos!
-No me des órdenes -replicó Nigel con aspereza-. Esta zorra me ha disparado.
Kit no tuvo más que mirar a Toni para saber que ya se daba por muerta. Pero no había tiempo para disfrutar de la venganza.
-Esta zorra me ha destrozado la vida, pero no pienso echarlo todo a perder con tal de vengarme -replicó Kit-. ¡Venga, déjalo ya!
Nigel dudaba, mirando a Toni con un odio visceral.
-¡Vámonos de una vez! -gritó Kit.
Finalmente, Nigel dio la espalda a Toni.
-¿Y qué pasa con Elton y Daisy?
-Que les den por el culo.
-Ojalá tuviéramos tiempo para atar a tu viejo y a su querida.
-Pero ¿tú eres idiota o qué? ¿Todavía no te has dado cuenta de que no llegamos?
El interpelado miró a Kit con furia asesina.
-¿Qué me has llamado?
Nigel necesitaba matar a alguien, comprendió Kit al fin, y en aquel preciso instante estaba considerando la posibilidad de convertirlo en su chivo expiatorio. Fue un momento aterrador. Kit alzó el frasco de perfume en el aire y le sostuvo la mirada, esperando que su vida se acabara de un momento a otro.
Finalmente, Nigel bajó la mirada y dijo:
-Venga, larguémonos de aquí.
09.00
Kit salió de la casa a toda prisa. Había dejado el motor del Mercedes en marcha, y la nieve que cubría el capó empezaba a derretirse por efecto del calor. El parabrisas y las ventanillas laterales estaban más o menos despejados en los sitios donde él los había barrido apresuradamente con las manos. Se sentó al volante y se metió el frasco de perfume en el bolsillo de la chaqueta. Nigel se subió precipitadamente al asiento del acompañante, gimiendo de dolor a causa de la herida en el hombro.
Kit metió la primera y pisó el acelerador, pero nada ocurrió. La máquina quitanieves se había detenido un metro más allá, y delante del parachoques se amontonaba una pila de nieve de más de medio metro de altura. Kit pisó el acelerador más a fondo y el motor rugió, acusando el esfuerzo.
-¡Vamos, vamos! -exclamó Kit-. ¡Esto es un puto Mercedes, debería poder apartar un poco de nieve, que para eso tiene un motor de no sé cuántos caballos!
Aceleró un poco más, pero no quería que las ruedas perdieran tracción y empezaran a resbalar. El coche avanzó unos cuantos centímetros, y la nieve apilada pareció resquebrajarse y ceder. Kit miró hacia atrás. Su padre y Toni estaban de pie frente a la casa, observándolo. No se acercarían, supuso Kit, porque sabían que Nigel llevaba las pistolas encima.
De pronto, la nieve se desmoronó y el coche avanzó bruscamente.
Kit sintió una euforia sin límites mientras avanzaba cada vez más deprisa por la carretera despejada. Steepfall le había parecido una cárcel de la que nunca lograría escapar, pero al fin lo había conseguido. Pasó por delante del garaje… y vio a Daisy.
Frenó instintivamente.
-¿Qué coño ha pasado? -se preguntó Nigel.
Daisy caminaba hacia ellos, apoyándose en Craig por un lado y en Sophie, la malhumorada hija de Ned, por el otro. Arrastraba las piernas como si fueran muñones inertes y su cabeza parecía un despojo sanguinolento. Un poco más allá estaba el Ferrari de Stanley, con sus sensuales curvas abolladas y deformadas, su reluciente pintura azul rayada. ¿Qué demonios habría pasado?
-¡Para y recógela! -ordenó Nigel.
Kit recordó cómo Daisy lo había humillado y casi lo había ahogado en la piscina de su padre el día anterior.
-Que le den -replicó. Él iba al volante, y no pensaba retrasar su fuga por ella. Pisó el acelerador.
* * *
El largo capó verde del Mercedes se levantó como un caballo encabritado y arrancó de sopetón. Craig solo tuvo un segundo para reaccionar. Cogió la capucha del anorak de Sophie con la mano derecha y tiró de ella hacia el borde de la carretera, retrocediendo al mismo tiempo que ella. Como iba entre ambos, Daisy también se vio arrastrada hacia atrás. Cayeron los tres en la mullida nieve que se apilaba al borde de la carretera. Daisy gritó de rabia y dolor.
El coche pasó de largo a toda velocidad, esquivándolos por poco. Craig reconoció a su tío Kit al volante y se quedó de una pieza. Casi lo había matado. ¿Lo había hecho queriendo, o confiaba en que Craig tendría tiempo para apartarse?
-¡Hijo de puta! -gritó Daisy, y apuntó con la pistola al coche.
Kit aceleró, dejando atrás el Ferrari, y enfiló la sinuosa carretera que bordeaba el acantilado. Craig comprobó con terror que Daisy se disponía a dispararle. Tenía el pulso firme, pese al dolor atroz que debía de sentir. Apretó el gatillo, y Craig vio cómo una de las ventanillas traseras saltaba hecha añicos.
Daisy siguió la trayectoria del coche con el brazo y disparó repetidamente, mientras el eyector del arma escupía los cartuchos vacíos. Una hilera de balas se clavó en un costado del coche, y luego se oyó un estruendo distinto. Uno de los neumáticos de delante se había reventado, y una tira de caucho salió volando por los aires.
El coche siguió avanzando en línea recta por unos instantes. Luego volcó bruscamente y el capó se empotró contra la nieve apilada al borde de la carretera, levantando una fina lluvia blanca. La cola del vehículo derrapó y fue a estrellarse contra el muro bajo que bordeaba el acantilado. Craig reconoció el chirrido metálico del acero abollado.
El coche patinó de lado. Daisy seguía disparando, y el parabrisas estalló en mil pedazos. El coche empezó a volcar lentamente, primero inclinándose hacia un costado, como si le faltara impulso, y desplomándose luego sobre el techo. Resbaló unos cuantos metros panza arriba y luego se detuvo.
Daisy bajó la mano que empuñaba el arma y cayó hacia atrás con los ojos cerrados.
Craig la siguió con la mirada. La pistola cayó de su mano. Sophie rompió a llorar.
Craig alargó el brazo por encima del cuerpo de Daisy, sin apartar los ojos de los suyos, aterrado ante la posibilidad de que los abriera en cualquiera momento. Sus dedos se cerraron en torno a la cálida empuñadura del arma y la recogió.
La sostuvo con la mano derecha e introdujo el dedo en el guardamonte. Apuntó directamente al entrecejo de Daisy. Lo único que le importaba en aquel momento era que aquel ser monstruoso nunca más volviera a amenazarlo, ni a Sophie, ni a nadie de su familia. Lentamente, apretó el gatillo. Se oyó un clic. El cargador estaba vacío.
* * *
Kit estaba tendido sobre el techo del coche. Le dolía todo el cuerpo y en especial el cuello, como si se lo hubiera torcido, pero podía mover todas las extremidades. Se las arregló para incorporarse, Nigel yacía a su lado, inconsciente, acaso muerto.
Intentó salir del coche. Asió el tirador y empujó la puerta hacia fuera, pero no se abría. Se había quedado atascada. La emprendió a puñetazos con la puerta, pero fue en vano. Pulsó el botón elevalunas, pero eso tampoco dio resultado. Se le pasó por la cabeza que podía quedarse allí atrapado hasta que fueran los bomberos a rescatarlo, y por un momento sucumbió al pánico. Luego vio que el parabrisas estaba agrietado. Lo golpeó con la mano y sacó sin dificultad un gran trozo de cristal roto. Salió gateando por el hueco del parabrisas, sin fijarse en los cristales rotos, y una esquirla se le clavó en la palma de la mano. Gritó de dolor y se llevó la mano a la boca para succionar la herida, pero no podía detenerse. Se deslizó por debajo del capó y se incorporó con dificultad. El viento marino que soplaba tierra adentro azotaba su rostro sin piedad. Miró a su alrededor.
Stanley y Toni Gallo corrían en su dirección.
* * *
Toni se detuvo junto a Daisy, que estaba inconsciente. Craig y Sophie parecían asustados pero ilesos.
-¿Qué ha pasado? -preguntó Toni.
-No paraba de dispararnos -explicó Craig-. La he atropellado.
Toni siguió la mirada de Craig y vio el Ferrari de Stanley, abollado por ambos extremos y con todas las ventanillas hechas trizas.
-¡Cielo santo! -exclamó Stanley.
Toni le tomó el pulso a Daisy. Su corazón seguía latiendo, aunque débilmente.
-Sigue viva… pero apenas.
-Tengo su pistola. Está descargada.
Toni decidió que los chicos estaban bien. Volvió los ojos hacia el Mercedes que se acababa de estrellar. Kit salió de su interior y Toni echó a correr hacia él. Stanley la seguía de cerca.
Kit huía por la carretera en dirección al bosque, pero estaba maltrecho y aturdido a causa del accidente y caminaba de forma errática. «Nunca lo conseguirá», pensó Toni. A los pocos pasos, Kit se tambaleó y cayó al suelo.
Al parecer, también él se había percatado de que por allí no podría escapar. Se levantó con dificultad, cambió el rumbo de sus pasos y se dirigió al acantilado.
Al pasar por delante del Mercedes, Toni echó un vistazo a su interior y reconoció a Nigel, convertido en un amasijo de carne torturada, con los ojos abiertos y la mirada inexpresiva de la muerte. «Y van tres», pensó Toni. Uno de los ladrones estaba atado, la otra inconsciente y el tercero muerto. Solo quedaba Kit.
Kit resbaló en la calzada helada, se tambaleó, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta. Sacó el frasco de perfume del bolsillo y lo empuñó como si fuera un arma. -Quietos, u os mato a todos -amenazó.
Toni y Stanley frenaron en seco.
El rostro de Kit era la viva imagen del dolor y la ira. Toni reconoció a un hombre que había perdido el alma. Sería capaz de cualquier cosa: matar a su familia, matarse a sí mismo, acabar con el mundo entero.
-Aquí fuera no funciona, Kit -observó Stanley. Toni se preguntó si sería verdad. Kit debió de pensar lo mismo:
-¿Por qué no?
Fíjate en el viento que hace -explicó Stanley-. Las gotas se dispersarán antes de que puedan hacer daño a nadie.
-Que os den por el culo a todos -dijo Kit, y tiró la botella al aire. Luego se dio media vuelta, saltó por encima del muro y echó a correr hasta el borde del acantilado, que quedaba a escasos metros de distancia. Stanley se fue tras él.
Toni cogió el frasco de perfume antes de que cayera al suelo. Stanley se lanzó en plancha con los brazos estirados hacia delante. Casi logró coger a Kit por los hombros, pero sus manos resbalaron. Cayó al suelo, pero se las arregló para apresar una pierna de su hijo y la agarró con fuerza. Kit cayó al suelo con la cabeza y los hombros colgando del borde del acantilado. Stanley se tiró encima de él, sujetándolo con su propio peso.
Toni se asomó al precipicio. Treinta metros más abajo, las olas reventaban contra las escarpadas rocas.
Kit forcejeaba, pero su padre lo sujetó con firmeza hasta que dejó de resistirse.
Stanley se levantó lentamente y ayudó a Kit a incorporarse. Este tenía los ojos cerrados y temblaba, conmocionado, como si acabara de tener un síncope.
-Se acabó -dijo Stanley, abrazando a su hijo-. Ya pasó todo.
Permanecieron así, inmóviles junto al borde del acantilado, los cabellos azotados por el viento, hasta que Kit dejó de temblar. Luego, con suma delicadeza, Stanley le hizo dar media vuelta y lo guió de vuelta a la casa.
* * *
La familia estaba reunida en el salón, silenciosa y atónita, sin acabar de creer que la pesadilla había terminado. Stanley había cogido el móvil de Kit para llamar a una ambulancia mientras Nellie se empeñaba en lamerle las manos. Hugo estaba tendido en el sofá, cubierto con varias mantas, y Olga le limpiaba las heridas. Miranda hacía lo mismo con Tom y Ned. Kit se había tumbado boca arriba en el suelo, los ojos cerrados. Craig y Sophie hablaban en voz baja en un rincón. Caroline había encontrado todos sus ratones y estaba sentada con la jaula sobre las rodillas. La madre de Toni estaba a su lado, con el cachorro en el regazo. El árbol de Navidad titilaba en un rincón. Toni llamó a Odette.
-¿Cuánto has dicho que tardarían esos helicópteros en llegar hasta aquí?
-Una hora -contestó-. Eso sería si salieran ahora mismo, pero en cuanto ha dejado de nevar les he dado orden de despegar hacia ahí. Están en Inverburn, a la espera de instrucciones. ¿Por qué lo preguntas?
-He detenido a la banda y he recuperado el virus, pero…
-¿Qué, tú sola? -Odette no salía de su asombro.
-Olvídate de eso. Ahora lo importante es coger al cliente, la persona que está intentando comprar el virus y usarlo para matar a un montón de gente. Tenemos que dar con él.
-Ojalá pudiéramos.
-Creo que podemos, si nos damos prisa. ¿Podrías enviarme un helicóptero?
-¿Dónde estás?
-En casa de Stanley Oxenford, Steepfall. Está justo sobre el acantilado que sobresale de la costa exactamente veinticuatro kilómetros al norte de Inverburn. Hay cuatro edificios que forman un cuadrado, y el piloto verá dos coches estrellados en el jardín.
-Veo que no te has aburrido.
-Necesito que el helicóptero me traiga un micrófono y un radiotransmisor inalámbricos. Tiene que ser lo bastante pequeño para caber en el tapón de una botella.
-¿Cuánto tiempo de autonomía tiene que tener el transmisor?
-Cuarenta y ocho horas.
-Vale, no hay problema. Supongo que tendrán alguno en la jefatura de Inverburn.
-Una cosa más. Necesito un frasco de perfume, de la marca Diablerie.
-Eso no creo que lo tengan en jefatura. Habrá que atracar alguna perfumería del centro.
-No tenemos mucho tiempo… espera. -Olga trataba de decirle algo. Toni la miró y preguntó:
-Perdona, ¿qué dices?
-Yo puedo darte un frasco de Diablerie idéntico al que había sobre la mesa. Es la colonia que uso normalmente.
-Gracias. -Toni se volvió hacia el auricular-. Olvídate del perfume, ya lo he solucionado. ¿En cuánto tiempo puedes hacerme llegar ese helicóptero?
-Diez minutos.
Toni consultó su reloj.
-Puede que sea demasiado tarde.
-¿Dónde tiene que ir el helicóptero después de recogerte a ti?
-Ahora te vuelvo a llamar y te lo digo -contestó Toni, y colgó el teléfono.
Se arrodilló en el suelo junto a Kit. Estaba pálido. Tenía los ojos cerrados pero no dormía, pues respiraba con normalidad y se estremecía cada cierto tiempo.
-Kit -empezó. No hubo respuesta-. Kit, tengo que hacerte una pregunta. Es muy importante.
Kit abrió los ojos.
-Ibais a encontraros con el cliente a las diez, ¿verdad?
Un silencio tenso se adueñó de la habitación. Todos los presentes se volvieron hacia ellos.
Kit miró a Toni pero no dijo una sola palabra.
-Necesito saber dónde habíais quedado con el cliente.
El interpelado apartó la mirada.
-Kit, por favor.
Sus labios se entreabrieron. Toni se acercó más a su rostro.
-No -susurró Kit.
-Piénsalo bien -le urgió ella-. Esto podría ser tu salvación.
-Y una mierda.
-Te lo digo en serio. El daño causado ha sido mínimo, aunque la intención fuera otra. Hemos recuperado el virus.
Los ojos de Kit recorrieron la habitación de un extremo al otro, deteniéndose en cada miembro de la familia.
Leyendo sus pensamientos, Toni dijo:
-Les has hecho mucho daño, pero no parecen dispuestos a abandonarte todavía. Están todos aquí, a tu lado.
Kit cerró los ojos.
Toni se acercó más a él.
-Podrías empezar a redimirte ahora mismo.
Stanley abrió la boca para decir algo, pero Miranda lo detuvo alzando la mano, y fue ella quien tomó la palabra.
-Kit, por favor… -empezó-. Haz algo bueno, después de todo este daño. Hazlo por ti, para que sepas que no eres tan malo como crees. Dile a Toni lo que necesita saber.
Kit cerró los ojos con fuerza y las lágrimas rodaron por su rostro. Finalmente, dijo:
-Academia de aviación de Inverburn.
-Gracias -susurró Toni.
10.00
Toni había subido a lo alto de la torre de control de la academia de aviación. Junto a ella en la exigua habitación estaban también Frank Hackett, Kit Oxenford y un agente de la policía regional escocesa. El helicóptero militar que los había transportado hasta allí permanecía oculto en el hangar. Les había ido de un pelo, pero habían llegado a tiempo.
Kit se aferraba al maletín de piel granate como si le fuera la vida en ello. Estaba pálido, el rostro convertido en una máscara inexpresiva. Obedecía órdenes como un autómata.
Todos escrutaban el cielo más allá de los grandes ventanales. Empezaban a abrirse claros entre las nubes y el sol brillaba en la pista de aterrizaje cubierta de nieve, pero no había rastro del helicóptero del cliente.
Toni sostenía el móvil de Nigel Buchanan, esperando a que sonara. La batería se le había acabado en algún momento de la noche, pero era muy similar al teléfono de Hugo, así que le había cogido prestado el cargador, que estaba ahora enchufado a la pared.
-El piloto ya debería haber llamado -comentó Toni, impaciente.
-Puede que lleve unos minutos de retraso -apuntó Frank.
Toni pulsó algunos botones del móvil para averiguar el último número que Nigel había marcado. La última llamada se había hecho a las 23.45 de la noche anterior, al parecer a un teléfono móvil.
-Kit -dijo-, ¿sabes si Nigel llamó al cliente poco antes de la medianoche?
-Sí, a su piloto.
Toni se volvió hacia Frank.
-Tiene que ser este número. Creo que deberíamos llamar.
-De acuerdo.
Toni pulsó el botón de llamada y le pasó el móvil al agente de policía, que se lo acercó al oído. Al cabo de unos segundos, dijo:
-Sí, soy yo. ¿Dónde estáis? -Hablaba con un acento londinense similar al de Nigel, motivo por el que Frank se lo había llevado consigo-. ¿Tan cerca? -preguntó, escrutando el cielo a través del ventanal-. Desde aquí no se ve nada…
Mientras hablaba, un helicóptero descendió entre las nubes.
Toni notó cómo se le tensaban todos los músculos.
El agente colgó el teléfono. Toni sacó su propio móvil y llamó a Odette, que estaba en la sala de control de operaciones de Scotland Yard.
-Cliente a la vista.
Odette no podía ocultar su emoción.
-Dame el número de la matrícula.
-Espera un segundo… -Toni escudriñó la cola del aparato hasta distinguir la matrícula, y entonces leyó en alto la secuencia de letras y números. Odette los repitió y luego colgaron.
El helicóptero descendió, produciendo un torbellino de nieve con las palas del rotor, y aterrizó a unos cien metros de la torre de control.
Frank miró a Kit y asintió.
-Ahora te toca a ti.
Kit pareció dudar.
-Solo tienes que seguir el plan al pie de la letra -le recordó Toni-. Dices «hemos tenido algún problemilla por culpa del mal tiempo, pero nada grave». Todo irá bien, ya verás. Kit bajó las escaleras con el maletín en la mano. Toni no tenía ni idea de si Kit seguiría las instrucciones que le había dado. Llevaba más de veinticuatro horas sin pegar ojo, había sobrevivido a un aparatoso accidente de coche y estaba emocionalmente destrozado. Su comportamiento era imprevisible.
Había dos hombres en la cabina de mando del helicóptero. Uno de ellos, supuestamente el copiloto, abrió una puerta y se apeó del aparato, cargando una gran maleta. Era un hombre fornido de estatura mediana y llevaba gafas de sol. Se alejó del helicóptero con la cabeza agachada.
Instantes después, Kit salió de la torre y echó a caminar por la nieve en dirección al helicóptero.
-Tranquilo, Kit -dijo Toni en voz alta. Frank emitió un gruñido.
Los dos hombres se encontraron a medio camino. Intercambiaron algunas palabras. ¿Le estaría preguntando el copiloto dónde se había metido Nigel? Kit señaló la torre de control. ¿Qué estaría diciendo? Quizá algo del tipo «Nigel me ha enviado a hacer la entrega». Pero también podía estar diciendo «La pasma está allá arriba, en la torre de control». El desconocido formuló más preguntas, a las que Kit contestó encogiéndose de hombros.
El móvil de Toni empezó a sonar. Era Odette.
-El helicóptero está registrado a nombre de Adam Hallan, un banquero de Londres -dijo-, pero él no va a bordo.
-Lástima.
-No te preocupes, tampoco esperaba que lo hiciera. El piloto y el copiloto trabajan para él. En el plan de vuelo pone que su destino es el helipuerto de Battersea, justo enfrente de la casa que el señor Hallan posee en Cheyne Walk, al otro lado del río.
-Entonces ¿es nuestro hombre?
-Me jugaría el cuello a que sí. Llevamos mucho tiempo detrás de él.
El copiloto señaló el maletín granate. Kit lo abrió y le enseñó un frasco de Diablerie que descansaba sobre una capa de perlas de poliestireno expandido. El copiloto dejó la maleta en el suelo y la abrió. En su interior se apilaban, estrechamente alineados, gruesos fajos de billetes de cincuenta libras envueltos en cintas de papel. Allí tenía que haber por lo menos un millón de libras, pensó Toni, quizás dos. Tal como se le había ordenado, Kit sacó uno de los fajos y lo inspeccionó pasando los billetes rápidamente con el dedo.
-Han hecho el intercambio -informó Toni a Odette-. Kit está comprobando los billetes.
Los dos hombres se miraron, asintieron y se estrecharon la mano. Kit hizo entrega del maletín granate y luego cogió la maleta, que parecía pesar lo suyo. El copiloto echó a andar hacia el helicóptero y Kit volvió a la torre de control.
Tan pronto como el copiloto subió a bordo, el helicóptero despegó.
Toni seguía al teléfono.
-¿Recibes la señal del transmisor que hemos puesto en el frasco? -le preguntó a Odette.
-Perfectamente -contestó esta-. Ya tenemos a esos cabrones.
26 DE DICIEMBRE
19.00
Hacía frío en Londres. No había nevado, pero un viento gélido barría los edificios antiguos y las sinuosas calles. Los transeúntes caminaban con los hombros encogidos y se ceñían las bufandas alrededor del cuello mientras buscaban apresuradamente la calidez de los pubs y restaurantes, de los hoteles y salas de cine.
Toni Gallo iba en el asiento trasero de un Audi gris junto a Odette Cressy, una rubia de cuarenta y pocos años que lucía un traje chaqueta oscuro y una camisa rojo escarlata. En la parte delantera del vehículo iban dos agentes de policía; uno conducía mientras el otro seguía la señal de un receptor de radio inalámbrico y le indicaba adonde debía dirigirse.
La policía llevaba treinta y tres horas siguiendo la pista del frasco de perfume. El helicóptero había aterrizado en el suroeste de Londres, tal como se esperaba. El piloto se había subido a un coche y había cruzado el puente de Battersea hasta la casa que poseía Adam Hallan a orillas del río. A lo largo de toda la noche, el transmisor de radio había permanecido fijo, enviando la señal regularmente desde algún punto de la elegante mansión dieciochesca. Odette no quería detener a Hallan todavía, pues deseaba atrapar en sus redes no solo al magnate, sino también al máximo número de terroristas que pudiera.
Toni había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo. Se había acostado poco antes del mediodía del día de Navidad, creyendo que no lograría conciliar el sueño. No dejaba de pensar en el helicóptero que sobrevolaba Gran Bretaña en aquellos precisos instantes, y le preocupaba que el diminuto transmisor de radio pudiera fallar. Sin embargo, pese a todos sus temores, a los pocos segundos había caído en un profundo sueño.
Por la noche había ido hasta Steepfall para encontrarse con Stanley. Se habían dado la mano y habían estado hablando durante una hora en su estudio. Luego, ella había cogido un avión con destino a Londres y había dormido de un tirón hasta el día siguiente en el piso de Odette, en Camden Town.
Además de seguir la señal de radio, la policía londinense había mantenido bajo estrecha vigilancia a Adam Hallan, a su piloto y al copiloto. Por la mañana, Toni y Odette se habían unido al equipo que vigilaba la casa de Hallan.
Toni había alcanzado su principal objetivo -las muestras del virus mortal volvían a estar a salvo en el Kremlin-, pero también deseaba atrapar a los responsables de la pesadilla que acababa de vivir. Quería justicia.
Hallan había dado una fiesta a mediodía que había congregado en su casa a unas cincuenta personas de las más variopintas procedencias y edades, todas ellas ataviadas con ropa informal de aspecto caro. Uno de los invitados se había marchado con el frasco de perfume. Toni, Odette y el equipo de rastreo habían seguido la señal de radio hasta Bayswater y se habían pasado toda la tarde montando guardia frente a una residencia de estudiantes.
A las siete de la tarde, el radiotransmisor acusó un nuevo movimiento.
Una joven salió de la residencia. A la luz de las farolas de la calle, Toni alcanzó a ver que tenía una preciosa cabellera oscura, abundante y reluciente, y que llevaba un bolso al hombro. La joven se levantó el cuello del abrigo y echó a caminar por la acera. Un agente de policía vestido de paisano se apeó de un Rover marrón y la siguió.
-Creo que ya los tenemos -apuntó Toni-.Va a propagar el virus.
-Quiero verlo -repuso Odette-. De cara al juicio, necesito que haya testigos del intento de homicidio.
Toni y Odette perdieron de vista a la joven, que se metió en una boca de metro. La señal de radio se debilitó de modo alarmante cuando bajó al subsuelo, permaneció estática durante un rato y luego volvió a señalar movimiento, seguramente porque la sospechosa se había subido al metro. Siguieron la débil señal, temiendo que se desvaneciera y que la joven se las arreglara para despistar al agente vestido de paisano que la seguía. Pero volvió a la superficie en la parada de Piccadilly Circus, y el agente seguía tras ella. Perdieron contacto visual por unos segundos, cuando la joven dobló por una calle de sentido único, pero poco después el agente de policía llamó a Odette desde el móvil para informarla de que la mujer había entrado en un teatro.
-Ahí es donde va a soltarlo -predijo Toni.
Los coches de la policía secreta se detuvieron frente al teatro. Odette y Toni entraron en el edificio seguidas por dos hombres que viajaban en el segundo coche. El espectáculo en cartel, una historia de fantasmas convertida en musical, gozaba de gran popularidad entre los estadounidenses que visitaban Londres. La chica de la melena exuberante se había puesto en la cola de recogida de entradas.
Mientras esperaba, sacó del bolso un frasco de perfume. Con un ademán rápido y de lo más natural, se roció la cabeza y los hombros. Nadie a su alrededor se fijó en el gesto. A lo sumo, supondrían que quería oler bien para el hombre con el que había quedado. Un pelo tan hermoso tenía que oler bien. Curiosamente, el perfume era inodoro, aunque nadie pareció caer en ese detalle.
-Eso ha estado bien -dijo Odette-. Pero dejaremos que lo haga de nuevo.
El frasco contenía agua del grifo, pero aun así Toni se estremeció. Si no hubiera podido dar el cambiazo a tiempo, aquel frasco estaría repleto de Madoba-2, y el mero hecho de inspirar habría acabado con su vida.
La mujer recogió su entrada y accedió al interior del teatro. Odette se dirigió al acomodador y le enseñó sus credenciales. Acto seguido, los agentes de policía siguieron a la mujer, que entró en el bar y volvió a rociarse con el spray. Luego repitió el ademán en el lavabo de señoras. Por último, se acomodó en el patio de butacas y volvió a esparcir el contenido del frasco a su alrededor. Su plan, supuso Toni, era hacer uso del vaporizador varias veces más durante el entreacto, y luego en los pasillos atestados de espectadores que abandonaban el teatro al término de la función. Hacia el final de la velada, casi todas las personas presentes en el edificio habrían respirado la esencia letal.
Mientras observaba la escena desde el fondo del auditorio, Toni distinguió varios acentos a su alrededor: había una mujer del sur de Estados Unidos que había comprado un precioso pañuelo de cachemira, alguien de Boston explicaba dónde había aparcado el coche, un neoyorquino comentaba indignado que había pagado cinco «dólares» por una taza de café. Si el frasco de perfume hubiera contenido realmente el virus, tal como estaba planeado, todas aquellas personas habrían quedado infectadas por el Madoba-2. Habrían vuelto a su país, abrazado a los suyos, saludado a los vecinos y regresado al trabajo, y les habrían hablado a todos de sus vacaciones en Europa como si nada.
Diez o doce días después, habrían caído enfermas. «Cogí un catarro en Londres y todavía no me lo he quitado de encima», habrían dicho. Al estornudar, habrían infectado a sus allegados, amigos y compañeros. Lo síntomas habrían ido a más, y sus médicos les habrían diagnosticado gripe. Solo cuando empezaran a morir, se darían cuenta de que se trataba de algo mucho más grave que una simple gripe. A medida que el virus mortal se fuera extendiendo rápidamente de barrio en barrio y de ciudad en ciudad, los médicos empezarían a comprender a qué se enfrentaban, pero para entonces ya sería demasiado tarde.
Nada de todo eso iba a pasar, pero Toni sentía un escalofrío cada vez que pensaba en lo cerca que había estado de ocurrir.
Un hombre ataviado con esmoquin las abordó, visiblemente nervioso.
-Soy el gerente del teatro -dijo-. ¿Qué ocurre?
-Estamos a punto de efectuar una detención -le informó Odette-. Quizá sea buena idea no levantar el telón hasta entonces. Solo será un minuto.
-Espero que no haya ningún altercado.
-Yo también, se lo aseguro. -El público ya se había acomodado en sus butacas-. De acuerdo -dijo Odette, volviéndose hacia los dos agentes de policía-: ya hemos visto suficiente. Id a por ella, pero sed discretos.
Los dos hombres que habían viajado en el segundo coche bajaron por los pasillos laterales del teatro y se detuvieron cada uno en un extremo de la fila que ocupaba la mujer de hermosa melena. Esta miró a uno de los agentes, luego al otro.
-Haga el favor de acompañarme, señorita -le dijo el agente que estaba más cerca.
El silencio se adueñó del patio de butacas mientras el público observaba la escena, preguntándose si aquello formaría parte del espectáculo.
La mujer permaneció sentada, pero sacó el frasco de perfume y volvió a rociarse. El agente, un hombre joven que lucía una americana corta, se abrió paso como pudo entre los espectadores hasta llegar a su butaca.
-Por favor, acompáñeme ahora mismo -repitió. La joven se levantó, alzó el frasco y roció de nuevo el aire a su alrededor-. No se moleste -le indicó el agente-. Solo es agua.
Luego la cogió del brazo, la condujo hasta el pasillo y la escoltó hasta el fondo de la sala.
Toni no podía apartar los ojos de la detenida. Era joven y hermosa, y sin embargo había estado dispuesta a suicidarse. Toni se preguntó por qué.
Odette cogió el frasco de perfume y lo dejó caer en el interior de una bolsa de plástico transparente.
-Diablerie… -dijo-. Es una palabra francesa, ¿sabes qué significa?
La mujer movió la cabeza en señal de negación.
-Obra del demonio. -Odette se volvió hacia el agente de policía-. Espósala y llévatela de aquí.
DÍA DE NAVIDAD, UN AÑO MÁS TARDE
17.50
Toni salió del cuarto de baño desnuda y cruzó la habitación de hotel para coger el teléfono.
-Dios, qué guapa eres -le dijo Stanley desde la cama.
Toni sonrió a su marido. Llevaba puesto un albornoz azul demasiado pequeño para él que dejaba entrever sus largas y musculosas piernas.
-Tú tampoco estás nada mal -replicó ella, sosteniendo el auricular. Era su madre-. Feliz Navidad -dijo.
-Tu antiguo novio está en la tele -informó la señora Gallo.
-¿Qué hace, cantar villancicos con el coro de la policía?
-Carl Osborne le está haciendo una entrevista, y Frank está explicando cómo atrapó a aquellos terroristas el año pasado por estas fechas.
-¿Que él los atrapó? -Por un momento,Toni se sintió indignada, pero luego pensó «¿qué más da?»-. Bueno, necesita venderse, anda detrás de un ascenso. ¿Cómo está mi hermana?
-Preparando la comida de Navidad.
Toni consultó su reloj de muñeca. Allí, en el Caribe, faltaban unos minutos para las ocho de la noche. En Inglaterra eran casi las tres de la tarde, pero en casa de Bella siempre se comía a deshora.
-¿Qué te ha regalado por Navidad?
-Iremos a comprar algo en las rebajas de enero, que sale más a cuenta.
-¿Te ha gustado mi regalo? -Toni había ofrecido a su madre una rebeca de cachemira de color salmón.
-Es precioso. Gracias, cariño.
-¿Cómo está Osborne?
Se refería al cachorro de pastor inglés. La señora Gallo lo había adoptado, y desde entonces había crecido hasta convertirse en un perrazo cuyo lanudo pelo blanquinegro le cubría los ojos.
-Se porta muy bien, y desde ayer no ha tenido ningún desliz.
-¿Y los niños?
-Correteando por la casa, destrozando sus regalos. Tengo que dejarte, querida, la reina está en la tele.
-Hasta luego, madre. Gracias por llamar.
En cuanto colgó el teléfono, Stanley dijo:
-Supongo que no hay tiempo para… ya sabes, antes de cenar.
Toni fingió escandalizarse.
-¡Pero si acabamos de… ya sabes!
-¡De eso hace horas! Pero si estás cansada… comprendo que una mujer de tu edad…
-¿De mi edad? -Toni se subió a la cama de un salto y se sentó a horcajadas sobre él-. Con que de mi edad, ¿eh? -Cogió una almohada y lo azotó con ella.
Stanley reía sin parar, suplicando clemencia. Toni apartó la almohada y lo besó.
Había supuesto que Stanley era un buen amante, pero jamás habría imaginado que fuera tan apasionado. Nunca olvidaría sus primeras vacaciones juntos. En una suite del Ritz de París, él le había vendado los ojos y le había atado las manos a la cabecera de la cama. Mientras ella yacía allí, desnuda e indefensa, él le había rozado los labios con una pluma, luego con una cucharilla de plata, y después con una fresa. Toni nunca hasta entonces se había concentrado con tanta intensidad en percibir las sensaciones de su cuerpo. Stanley le había acariciado los senos con un pañuelo de seda, un chai de cachemira y unos guantes de piel. Ella se había sentido como si estuviera flotando en el mar, suavemente mecida por oleadas de placer. Él le había besado las corvas de las rodillas, la cara interna de los muslos, la delicada piel interior de los brazos, la garganta. Lo había hecho todo muy despacio, demorándose en cada caricia hasta que ella se había sentido a punto cíe estallar de deseo. Le había rozado los pezones con cubitos de hielo y la había untado por dentro con aceite tibio. Había seguido así hasta que ella le había suplicado que la penetrara, y entonces la había hecho esperar un poquito más. Después, Toni le había dicho:
-No lo sabía, pero llevaba toda la vida deseando que un hombre me hiciera algo así.
-Lo sé -había replicado él.
Y ahora se sentía juguetón.
-Venga, uno rapidito -sugirió-.Te dejaré ponerte encima.
-Bueeno, vaale -había dicho ella, fingiendo un suspiro de resignación-. Hay que ver lo que tiene que hacer una chica hoy día solo para…
Alguien llamó a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó Stanley.
-Olga. Toni iba a prestarme un collar.
Toni sabía que Stanley estaba a punto de decirle a su hija que se fuera, pero lo detuvo poniendo una mano sobre sus labios.
-Espera un segundo, Olga -dijo en voz alta.
Se apartó de Stanley. Olga y Miranda se estaban tomando muy bien lo de tener una madrastra de su propia edad, pero Toni no quería abusar de su suerte. No le parecía buena idea recordarles que su padre tenía una vida sexual de lo más activa.
Stanley se levantó de la cama y se fue al cuarto de baño. Toni se puso una bata de seda verde y fue a abrir la puerta. Olga entró a grandes zancadas en la habitación, arreglada para cenar. Lucía un vestido de algodón negro con un pronunciado escote.
-¿Me prestas tu collar de azabache?
-Claro. Espera, que lo busco.
Desde el cuarto de baño se oía el agua de la ducha.
Olga bajó la voz, algo insólito en ella.
-Quería preguntarte algo… ¿sabes si papá ha visto a Kit?
-Sí. Fue a visitarlo a la cárcel el día antes de venirnos aquí.
-¿Cómo está?
-Incómodo, frustrado y aburrido, como era de esperar, pero no le han dado ninguna paliza, ni lo han violado, y tampoco se pincha. -Toni encontró el collar y lo puso alrededor del cuello de Olga-.Te sienta mejor que a mí. Está claro que el negro no es mi color. ¿Por qué no le preguntas directamente a tu padre sobre Kit?
-Se le ve tan feliz… no quería aguarle la fiesta. No te importa, ¿verdad?
-Para nada. -Al contrario, Toni se sentía halagada por el hecho de que Olga recurriera a ella como lo habría hecho con su madre, para comprobar si Stanley estaba bien sin tener que importunarlo con el tipo de preguntas que los hombres detestaban-. ¿Sabías que Elton y Hamish están en la misma cárcel que él? -comentó Toni.
-¡No! ¡Qué horror!
-No te creas. Kit está enseñando a leer a Elton.
-¿No sabe leer?
-Apenas. Sabe reconocer unas pocas palabras: autopista, Londres, centro, aeropuerto. Kit ha empezado con «Mi mamá me mima».
-Dios santo, la de vueltas que da la vida. ¿Te has enterado de lo de Daisy?
-No, ¿qué ha pasado?
-Mató a otra reclusa de la cárcel donde cumplía condena, y la juzgaron por homicidio en primer grado. Le tocó defenderla una compañera mía, una chica joven, pero le cayó la perpetua, añadida a la pena que ya estaba cumpliendo. No saldrá de la cárcel hasta que cumpla los setenta. Ojalá siguiera existiendo la pena de muerte.
Toni comprendía el odio de Olga. Hugo nunca se había recuperado del todo de la brutal paliza que Daisy le había propinado. Había perdido la visión en un ojo, y lo que era peor aún, su carácter vivaracho. Ahora se le veía más tranquilo, menos calavera, pero también menos divertido, y aquella sonrisa suya de chico malo ya no era más que un recuerdo.
-La lástima es que su padre siga suelto -repuso Toni. Harry Mac había sido acusado de complicidad en el robo, pero la declaración de Kit no había sido suficiente para condenarlo y el jurado lo había declarado inocente, así que había vuelto tranquilamente a las andadas.
-También he sabido algo de él últimamente. Tiene cáncer. Empezó por los pulmones, pero se le ha extendido a todo el cuerpo. Le han dado tres meses de vida.
-Vaya, vaya -comentó Toni-. Al final va a resultar que existe la justicia.
* * *
Miranda sacó del armario una muda limpia para Ned: pantalón de lino negro y camisa a cuadros. No es que él lo esperara de ella, pero si no lo hacía, Ned era muy capaz de bajar a cenar en pantalón corto y camiseta. No era un inútil, pero sí muy despistado. Miranda había aprendido a aceptarlo.
Y ese no era el único rasgo de su carácter que había aprendido a aceptar. Ahora comprendía que Ned nunca entraría al trapo a la primera de cambio, ni siquiera para defenderla, pero en cambio podía estar segura de que nunca le fallaría en los momentos realmente difíciles. El modo en que había encajado uno tras otro los golpes de Daisy para proteger a Tom se lo había demostrado más allá de toda duda.
Miranda estaba lista. Se había puesto una camisa de algodón rosa sin mangas y una falda plisada. El conjunto la hacía un poco ancha de caderas, pero en realidad era un poco ancha de caderas, y Ned le aseguraba que le gustaba así.
Pasó al cuarto de baño. Ned estaba sentado en la bañera, leyendo una biografía de Moliere en francés. Le quitó el libro de las manos.
-El asesino es el mayordomo.
-Vaya, me has fastidiado el final -bromeó él, al tiempo que se levantaba.
Miranda le tendió una toalla.
-Voy a ver si los chicos están listos.
Antes de salir de la habitación, cogió un pequeño paquete de la mesilla de noche y lo guardó en su bolso de fiesta.
Las habitaciones del hotel eran cabanas individuales que se alzaban frente a la playa. Una cálida brisa acarició los brazos desnudos de Miranda mientras se dirigía a la cabana que su hijo Tom compartía con Craig.
Este último se estaba poniendo gel en el pelo mientras Tom se ataba los zapatos.
-¿Cómo estáis, chicos? -preguntó Miranda.
Era una pregunta ociosa. Se les veía bronceados y felices después de haber pasado el día practicando windsurf y esquí acuático.
Tom estaba dejando de ser un niño. Había crecido seis centímetros a lo largo de los últimos seis meses, y ya no se lo contaba todo a su madre. En cierto modo, eso la entristecía. Durante doce años, lo había sido todo para él, y sabía que su hijo seguiría dependiendo de ella algunos años más, pero la inevitable separación había empezado.
Miranda dejó a los chicos y se fue a la siguiente cabana, donde dormían Sophie y Caroline. Esta ya se había ido, por lo que encontró a Sophie a solas. Estaba de pie frente al armario, en ropa interior, tratando de elegir modelito. No le hizo ninguna gracia descubrir que llevaba puesto un sensual conjunto de tanga y sostén negro de copa muy baja, que le dejaba los pezones al aire.
-¿Ha visto tu madre ese disfraz? -preguntó.
-Mi madre me deja ponerme lo que quiera -replicó Sophie con aire suficiente.
Miranda se sentó en una silla.
-Ven un momento, quiero hablar contigo.
Sophie se acercó a regañadientes y se sentó en la cama. Cruzó las piernas y miró hacia otro lado.
-Preferiría mil veces que fuera tu madre la que te dijera esto, pero puesto que no está aquí, tendré que hacerlo yo.
-¿Decirme el qué?
-Creo que eres demasiado joven para tener relaciones sexuales. Solo tienes quince años, y Craig solo tiene dieciséis.
-Tiene casi diecisiete.
-Aun así, lo que estáis haciendo es incluso ilegal.
-No en este país.
Miranda había olvidado que no estaban en el Reino Unido.
-Bueno, vale, pero de todas formas sois demasiado jóvenes.
Sophie hizo una mueca de hastío y puso los ojos en blanco.
-Por el amor de Dios.
-Sabía que no me ibas a dar las gracias, pero tenía que decírtelo -insistió Miranda.
-Bueno, pues ya lo has dicho -replicó Sophie con brusquedad.
-Sin embargo, también sé que no te puedo obligar a hacer lo que yo te diga.
Sophie parecía sorprendida. No esperaba oír ningún tipo de concesión.
Miranda sacó del bolso el paquetito que había guardado antes.
-Así que, si pese a todo te empeñas en desobedecerme, quiero que uses esto -añadió, tendiéndole una caja de preservativos.
Sophie la cogió sin pronunciar palabra. Su rostro era el vivo retrato de la perplejidad.
Miranda se levantó.
-No quiero que te quedes embarazada estando bajo mi responsabilidad.
Se dirigió a la puerta.
-Gracias -oyó decir a Sophie mientras salía.
* * *
El abuelo había reservado un salón en el restaurante del hotel para los diez miembros de la familia Oxenford. Un camarero rodeó la mesa sirviendo champán. Solo faltaba Sophie. La esperaron un rato, pero luego el abuelo se levantó, y todos guardaron silencio.
-Hay filete de ternera para cenar -anunció-. Había encargado un pavo, pero al parecer se ha dado a la fuga.
Todos rieron al unísono.
Stanley prosiguió, ahora en un tono más serio.
-El año pasado no llegamos a celebrar la Navidad como Dios manda, así que he pensado que la de este año debía ser especial.
-Gracias por invitarnos, papá -apuntó Miranda.
-Estos últimos doce meses han sido los peores de mi vida, pero también los mejores -continuó-. Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo después de lo que ocurrió en Steepfall hace ahora un año.
Craig miró a su padre. Hugo, desde luego, no volvería a ser el mismo. Uno de sus ojos permanecía semicerrado todo el tiempo, y en su rostro había una expresión apática y vagamente amistosa. A menudo parecía ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.
El abuelo siguió hablando:
-De no haber sido por Toni, solo Dios sabe cómo podía haber acabado todo aquello.
Craig miró a Toni. Estaba guapísima, con un vestido de seda marrón que realzaba su melena pelirroja. El abuelo estaba loco por ella. «Debe de sentir casi lo mismo que siento yo por Sophie», pensó.
-Luego tuvimos que revivir toda la pesadilla dos veces -recordó el abuelo-. Primero con la policía. Por cierto, Olga, ¿qué forma es esa de tomarle declaración a la gente? Te hacen preguntas, anotan las respuestas y luego las convierten en algo que no tiene nada que ver con lo que tú has dicho, que está plagado de errores y que ni siquiera suena a lo que diría un ser humano, y a eso lo llaman tu declaración.
-A los abogados de la acusación les gusta decir las cosas a su manera -contestó Olga.
-¿«Me hallaba circulando por la vía pública en dirección oeste» y todo eso?
-Exacto.
El abuelo se encogió de hombros.
-Bueno, luego tuvimos que volver a pasar por el mismo calvario durante el juicio, y para colmo hubo quien tuvo la desfachatez de sugerir que nosotros merecíamos ser castigados por haber herido a unos tipos que se habían colado en nuestra casa, nos habían atacado y nos habían atado de pies y manos. Y para postre tuvimos que leer las mismas insinuaciones absurdas en los diarios.
Craig nunca lo olvidaría. El abogado de Daisy había insinuado que él había intentado matarla porque la había atropellado mientras ella le disparaba. Era ridículo, pero por unos momentos, en la sala de juicio, aquella versión de los hechos había sonado casi plausible.
El abuelo prosiguió:
-Toda aquella pesadilla me recordó que la vida es corta, y me hizo darme cuenta de que tenía que compartir con todos vosotros lo que sentía por Toni y dejar de perder el tiempo. No hace falta que os diga lo felices que somos. Y luego mi nuevo fármaco recibió luz verde para la experimentación con seres humanos, gracias a lo cual el futuro de la empresa quedó asegurado y yo pude comprarme otro Ferrari… y pagarle a Craig el carnet de conducir.
Todos rieron, y Craig se sonrojó. No le había hablado a nadie de la primera abolladura que había hecho en el coche del abuelo. Solo Sophie lo sabía. Seguía sintiéndose avergonzado y culpable por ello. Se dijo a sí mismo que a lo mejor lo confesaba cuando llegara a viejo, «a los treinta o así».
-Pero basta ya de hablar del pasado -concluyó el abuelo-. Propongo un brindis: Feliz Navidad a todos.
-Feliz Navidad -repitieron los presentes al unísono.
Sophie llegó mientras servían los entrantes. Estaba deslumbrante. Se había recogido el pelo en la nuca y llevaba unos delicados pendientes largos. Parecía tener por lo menos veinte años. Craig se quedó sin aliento al pensar que aquella era su chica.
Mientras pasaba por detrás de su silla, Sophie se inclinó y le susurró al oído:
-Miranda me ha dado condones.
Craig se sobresaltó de tal modo que derramó el champán.
-¿Qué?
-Ya lo has oído -repuso ella, tomando asiento.
Craig le sonrió, aunque había llevado sus propias provisiones. «Caray con la tía Miranda, quién lo hubiera dicho…»
-¿A qué viene esa sonrisa, Craig? -preguntó Stanley.
-Nada, abuelo -contestó-. Me siento feliz, eso es todo.
AGRADECIMIENTOS
He tenido el privilegio de visitar dos laboratorios de alta seguridad. En el Canadian Science Center for Animal and Human Health de Winnipeg, Manitoba, Stefan Wagener, Laura Douglas y Kelly Keith me ofrecieron su inestimable ayuda. En la Health Protection Agency de Colindale, Londres, fueron David Brown y Emily Collins quienes me brindaron su colaboración. Sandy Ellis y George Korch también me han asesorado sobre laboratorios de alta seguridad y procedimientos clínicos.
En materia de seguridad y bioseguridad, he contado con la inestimable ayuda de Keith Crowdy Mike Bluestone y Neil McDonald. Para tratar de comprender cómo reaccionarían las fuerzas de seguridad en caso de peligro biológico, he contado con la experiencia de la subinspectora jefe Norma Graham, así como del comisario Andy Barker y la inspectora Piona Barker, todos ellos pertenecientes a la Central Scotland Police de Stirling.
Anthony Holden y Daniel Meinertzhagen han esclarecido mis dudas en torno al juego, y además tuve el honor de leer el mecanoscrito del libro de David Antón Stacking the Deck: Beating America"s Casinos at their own Game.
Daniel Starer, de la agencia Research for Writers de Nueva York, se encargó de localizar a muchos de los expertos que acabo de mencionar.
Por último, deseo dar las gracias a mis editores, Leslie Gelbman, Phyllis Grann, Neil Nyren e Imogen Tate por sus comentarios sobre los distintos borradores de esta novela, a mis agentes Al Zuckerman y Amy Berkower, a Karen Studsrud y a toda mi familia, en especial a Barbara Follett, Emanuele Follett, Greig Stewart, Jann Turner y Kim Turner.
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2014.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH -POR SIEMPRE"®
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |