Podía haber comprado todas las tarjetas del mundo a un proveedor cualquiera, pero las tarjetas magnéticas salían de fabrica con un código de área incorporado, y solo funcionaban en ese lugar preestablecido. Ninguna de las tarjetas que hubiera comprado a los proveedores habituales habría tenido el código del Kremlin.
Nigel Buchanan lo había interrogado a fondo sobre el robo de la tarjeta.
-¿Dónde la guarda tu padre?
-Normalmente la lleva en el bolsillo de la chaqueta.
-¿Y si no está allí?
-En su cartera o en el maletín, supongo.
-¿Cómo podrás quitársela sin que te vea?
-Es una casa grande. Lo haré mientras se esté duchando, o cuando salga a dar una vuelta.
-¿No se dará cuenta de que no está?
-No hasta que la necesite, lo que no ocurrirá hasta el viernes, como muy pronto. Para entonces ya la habré vuelto a dejar en su sitio.
-¿Puedes estar seguro de eso?
Llegados a este punto, Elton había intervenido en la conversación. Con su inconfundible acento del sur de Londres, había dicho:
-¡Joder, Nigel! Kit nos tiene que colar en un laboratorio de alta seguridad. Mal iríamos si no pudiera birlarle una puta tarjeta a su viejo.
La tarjeta de Stanley tendría el código de área correcto, pero en su chip estarían grabadas las huellas digitales de Stanley, no las de su hijo. Kit también había pensado en la manera de sortear este obstáculo.
La película se acercaba a su climax. John Wayne se disponía a vaciar el cargador de su pistola. Era una buena ocasión para que Kit pusiera en marcha su plan.
Se levantó, farfulló algo sobre el lavabo y abandonó el salón. Desde el vestíbulo, echó un vistazo a la cocina. Olga estaba rellenando un enorme pavo mientras Miranda limpiaba coles de Bruselas. En una de las paredes del vestíbulo había dos puertas, una que daba al lavadero y otra al comedor. Justo entonces Lori salió del lavadero cargando un mantel doblado y lo llevó al comedor.
Kit entró en el estudio de su padre y cerró la puerta.
El lugar donde tenía más probabilidades de encontrar la tarjeta era, tal como le había dicho a Nigel, uno de los bolsillos de la chaqueta de su padre. Esperaba encontrar la chaqueta en la percha de la puerta o doblada sobre el respaldo de la silla del escritorio, pero enseguida se dio cuenta de que la prenda no estaba en aquella habitación.
Ya puestos, decidió probar otras posibilidades. Era arriesgado -podía entrar alguien, y no sabía qué decir si eso ocurría- pero tenía que intentarlo. De lo contrario, no habría robo, no conseguiría sus trescientas mil libras ni el billete a Lucca y -lo que era peor- seguiría en deuda con Harry Mac. Recordó lo que Daisy le había hecho aquella mañana y se estremeció.
El maletín del viejo estaba en el suelo, junto al escritorio. Kit lo registró rápidamente. Había una carpeta con una serie de gráficos, todos ellos carentes de significado para Kit, el Times del día con el crucigrama a medio terminar, un trozo de chocolate y la pequeña libreta con tapas de piel en la que su padre iba anotando las cosas que tenía que hacer. La gente mayor siempre hacía listas, pensó Kit. ¿Por qué les daba tanto pánico olvidarse de algo?
El escritorio Victoriano estaba perfectamente ordenado y no había ninguna tarjeta a la vista ni nada que pudiera contenerla. Solo una pequeña pila de carpetas, un cubilete portalápices y un volumen titulado Séptimo Informe de la Comisión Internacional de Taxonomía Vírica.
Empezó a abrir los cajones. La respiración se le aceleró, el corazón le latía con fuerza. ¿Y qué si le cogían? ¿Qué harían, llamar a la policía? Se dijo a sí mismo que no tenía nada que perder y siguió adelante. Pero le temblaban las manos.
Aquel era el escritorio de su padre desde hacía treinta años, la acumulación de objetos inútiles era impresionante: souven¡rs en forma de llavero, bolígrafos sin gota de tinta, una anticuada calculadora de sobremesa, papel de carta con prefijos telefónicos desfasados, tinteros, manuales de software obsoleto (cuánto hacía que nadie utilizaba el PlanPerfect?), pero ni rastro de la tarjeta.
Kit salió de la habitación. Nadie lo había visto entrar, y nadie lo vio salir.
Subió las escaleras sin hacer ruido. Su padre era un hombre ordenado y rara vez perdía algo. No habría dejado la cartera en cualquier sitio, como el armario de las botas. Si no estaba en el estudio, solo podía estar en su dormitorio.
Kit entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
La presencia de su madre se iba desvaneciendo paulatinamente. La última vez que había estado allí, sus objetos personales aún llenaban la habitación: un recado de escribir en piel, un conjunto de tocador de plata, una foto de Stanley en un marco antiguo. Todo aquello había desaparecido. Pero las cortinas y la tapicería seguían siendo las mismas, confeccionadas con una atrevida tela azul y blanca muy al gusto de la mamma.
A cada lado de la cama había una cómoda victoriana de pesada madera de caoba que hacía las veces de mesilla de noche. Su padre siempre había dormido en el lado derecho de la gran cama de matrimonio. Kit registró los cajones de ese lado. Encontró una linterna, seguramente para los apagones, y una novela de Proust, quizá para las noches de insomnio. Luego miró en los cajones del lado de su madre, pero estaban vacíos.
La suite se dividía en tres zonas diferenciadas: el dormitorio, el vestidor y el cuarto de baño. Kit entró en el vestidor, una estancia cuadrada revestida de armarios, algunos lacados en blanco, otros con puertas espejadas. El sol se estaba poniendo pero Kit no necesitaba más luz de la que tenía, así que no encendió ninguna lámpara.
Abrió la puerta del armario en el que Stanley guardaba sus trajes. La chaqueta del traje que llevaba puesto colgaba de una percha. Kit hundió la mano en el bolsillo y sacó una gran cartera de piel negra desgastada por el uso. En su interior había un pequeño fajo de billetes y una serie de tarjetas, entre ellas la que buscaba.
-Bingo -murmuró Kit.
Justo entonces, se abrió la puerta de la habitación.
Kit no había cerrado la puerta del vestidor, así que pudo ver a través del vano a su hermana Miranda, que entró en la habitación con un cesto de plástico naranja de la colada.
Kit estaba en su campo visual, de pie ante la puerta abierta del armario de la suite, pero la penumbra impidió que lo distinguiera al instante, y él se escondió rápidamente tras la puerta del vestidor. Si asomaba la cabeza por el canto de la puerta, podía ver a su hermana reflejada en el gran espejo que colgaba de una pared de la habitación.
Miranda encendió la luz y empezó a deshacer la cama. Era evidente que Olga y ella estaban ayudando a Lori con las tareas domésticas. Kit se resignó a esperar.
De pronto, se sintió despreciable. Allí estaba, comportándose como un intruso en su propia casa, robando a su padre y escondiéndose de su hermana. ¿Cómo había podido caer tan bajo?
Conocía la respuesta. Su padre le había fallado. Cuando más lo necesitaba, Stanley le había vuelto la espalda. Él tenía la culpa de todo.
Pero no tardaría en dejarlos atrás, a todos ellos. Ni siquiera les diría adonde se iba. Empezaría una nueva vida en un país distinto. Desaparecería en el plácido día a día de una pequeña población como Lucca. Se dedicaría a comer tomates y pasta, a beber vino de la Toscana, a jugar al pinacle por las noches, apostando cantidades modestas. Sería como uno de esos personajes que pueblan el telón de fondo de los grandes cuadros, un transeúnte que no se detiene a contemplar el mártir moribundo, por fin hallaría la paz que tanto anhelaba.
Miranda empezó a hacer la cama con sábanas limpias, y en ese momento entró Hugo.
Se había puesto un jersey rojo y unos pantalones de pana verdes que le daban el aspecto de un duende navideño. Cerró la puerta tras de sí. Kit frunció el ceño. ¿Qué secretitos podía haber entre Miranda y su cuñado?
-Hugo, ¿qué quieres? -preguntó ella. Sonaba recelosa.
Él esbozó una sonrisa maliciosa, pero se limitó a decir:
-He pensado que podía echarte una mano.
Entonces se dirigió al otro lado de la cama y empezó a remeter la sábana debajo del colchón.
Kit seguía oculto tras la puerta del vestidor, con la cartera de su padre en una mano y la tarjeta del Kremlin en la otra. No podía moverse sin arriesgarse a ser visto.
Miranda lanzó a Hugo una funda de almohada limpia por encima de la cama, y este embutió la almohada en su interior. Juntos, estiraron la colcha sobre la cama.
-Hace siglos que no nos vemos -dijo Hugo-.Te echo de menos.
-No digas tonterías -le espetó Miranda en tono seco.
Kit estaba perplejo y fascinado a un tiempo. ¿De qué iba todo aquello?
Miranda alisó la colcha. Hugo rodeó la cama y se acercó a ella. Miranda cogió el cesto de la ropa sucia y lo sostuvo ante sí como si se tratara de un escudo. Hugo esbozó su mejor sonrisa y dijo:
-¿Qué tal si me das un beso, por los viejos tiempos?
Kit no salía de su asombro. ¿A qué viejos tiempos se refería Hugo? Llevaba casi doce años casado con Olga. ¿Habría besado a Miranda a los catorce?
-Déjate de tonterías, lo digo en serio -replicó Miranda con firmeza.
Hugo cogió el cesto de la ropa sucia y lo empujó. Las corvas de Miranda golpearon el borde la cama, obligándola a sentarse. Soltó el cesto y utilizó las manos para recobrar el equilibrio. Hugo apartó el cesto de un manotazo, se inclinó sobre ella y la empujó hacia atrás al tiempo que se arrodillaba en la cama, aprisionando el cuerpo de Miranda entre sus piernas. Kit estaba atónito. No le extrañaba descubrir que Hugo era un Don Juan, a juzgar por el modo en que flirteaba con todas las mujeres que se cruzaban en su camino, pero jamás habría imaginado que se lo montaba con Miranda.
Hugo le levantó la holgada falda plisada. Miranda tenía caderas y muslos rollizos. Llevaba bragas de encaje negro y un liguero, que para Kit fue la revelación más sorprendente de todas.
-Quítate de encima -le advirtió Miranda.
Kit no sabía qué hacer. Aquello no era asunto suyo, así que se inclinaba por no intervenir, pero tampoco podía quedarse allí como un pasmarote asistiendo a semejante escena. Aunque se diera la vuelta, no podía evitar oír lo que estaba pasando. ¿Podría escabullirse de la habitación mientras forcejeaban? No, era demasiado pequeña para eso. Recordó la portezuela secreta del armario que permitía acceder al desván, pero no podía llegar hasta allí sin arriesgarse a ser visto. Optó por quedarse donde estaba, observando sin moverse.
-Uno rapidito -insistió Hugo-. Nadie se va a enterar.
Miranda llevó el brazo derecho hacia atrás para tomar impulso y le propinó un sonoro bofetón. Luego levantó la rodilla bruscamente, golpeando a Hugo en algún punto de la entrepierna. Rodó hacia un lado, lo apartó de un empujón y se levantó.
Hugo seguía tumbado en la cama.
-¡Me has hecho daño! -protestó.
-Me alegro -replicó ella-. Ahora escúchame: ni se te ocurra volver a intentar algo así.
Hugo se subió la cremallera y se puso en pie.
-¿Por qué no? ¿Qué harás, decírselo a Ned?
-Debería decírselo, pero me falta valor. Me acosté contigo una vez, me sentía sola y deprimida, y desde entonces no ha pasado un solo día sin que lo lamente.
Así que eso era, pensó Kit. Miranda se había acostado con el marido de Olga. Quién lo iba a decir. El comportamiento de Hugo no le sorprendía lo más mínimo; follarse a su cuñada a escondidas era el tipo de apaño cómodo que a muchos hombres les gustaría tener. Pero Miranda era muy remilgada en ese aspecto. Kit habría jurado que nunca se acostaría con el marido de otra mujer, y mucho menos el de su propia hermana.
Miranda prosiguió:
-Es lo más vergonzoso que he hecho en mi vida, y no quiero que Ned se entere nunca.
-No pretenderás hacerme creer que serías capaz de contárselo a Olga, ¿verdad?
-Si se enterara, se divorciaría de ti y nunca me volvería a dirigir la palabra. Sería el fin de esta familia.
«Pues eso no estaría mal», pensó Kit. Pero Miranda se desvivía por mantener a la familia unida.
-¿Eso te deja las manos atadas, no crees? -le espetó Hugo, relamiéndose de satisfacción-. Ya que no podemos ser enemigos, ¿por qué no me das un besito y hacemos las paces?
-Porque me das asco -replicó Miranda en tono seco.
-Ah, bueno. -Hugo sonaba resignado, pero no arrepentido-. Pues ódiame si eso es lo que quieres. Yo te seguiré adorando.
Le dedicó su sonrisa más seductora y se fue de la habitación cojeando ligeramente.
-Hijo de la gran puta -dijo Miranda cuando la puerta se cerró de golpe.
Kit nunca la había oído hablar así.
Entonces Miranda cogió el cesto de la ropa, y en lugar de salir como esperaba, se volvió hacia él. «Debe de traer toallas limpias para el baño», pensó de pronto. No tenía tiempo de moverse. Con tres pasos, Miranda alcanzó la puerta del vestidor y encendió la luz.
Kit apenas tuvo tiempo de deslizar la tarjeta magnética en el bolsillo de su pantalón. Un segundo más tarde, ella lo vio y soltó un grito.
-¡Kit! ¿Qué haces ahí? ¡Menudo susto me has dado! -Entonces se puso pálida y añadió-: Lo habrás oído todo.
-Lo siento -dijo él, encogiéndose de hombros-. No era mi intención.
Su rostro pasó de la palidez al rubor.
-No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
-Claro que no.
-Lo digo en serio, Kit. No se lo puedes contar a nadie, nunca. Sería terrible. Podría ser el fin de dos matrimonios.
-Lo sé, lo sé.
Entonces Miranda vio la cartera en su mano.
-¿Qué andas tramando?
Kit dudó un instante, pero de pronto tuvo una idea.
-Necesito dinero.
Le enseñó los billetes que había en la cartera.
-¡Kit, por el amor de Dios! -Su tono no era de reproche, sino de pura y llana consternación-. ¿Por qué siempre buscas dinero fácil?
Kit iba a replicar pero se mordió la lengua. Miranda se había tragado su historia, eso era lo importante. Guardó silencio e intentó aparentar vergüenza.
-Olga siempre dice que prefieres robar a ganarte la vida de una forma decente -prosiguió Miranda.
-Vale, vale, no hace falta que me lo restriegues.
-Pero ¿cómo has podido cogerle la cartera a papá? ¡Es horrible!
-Estoy un poco desesperado.
-Yo te daré dinero. -Dejó el cesto de la ropa en el suelo. Había dos bolsillos en la parte delantera de su falda. Hurgó en uno y sacó unos pocos billetes arrugados. Separó dos de cincuenta libras, los alisó y se los dio-. Pídemelo cuanto te haga falta, yo nunca te daré la espalda.
-Gracias, Mandy -dijo él.
-Pero no vuelvas a quitarle dinero a papá.
-Vale.
-Y por el amor de Dios, no le cuentes a nadie lo mío con Hugo.
-Te lo prometo -dijo él.
17.00
Toni llevaba una hora durmiendo profundamente cuando sonó el despertador.
Solo entonces se dio cuenta de que se había acostado completamente vestida. No había tenido fuerzas ni para quitarse la chaqueta y los zapatos. Pero la siesta le había sentado bien. Estaba acostumbrada a los horarios extraños desde que le había tocado hacer turnos de noche en la policía, y era capaz de quedarse dormida en cualquier sitio y despertar de forma repentina.
Su apartamento ocupaba una de las plantas de una antigua casa victoriana. Disponía de una habitación, una sala de estar, una pequeña cocina y un cuarto de baño. Inverburn era una ciudad portuaria, pero desde su casa no se veía el mar. Toni no le tenía un gran cariño. Era el lugar en el que se había refugiado después de romper con Frank, y no guardaba recuerdos felices de su estancia en él. Llevaba dos años viviendo allí, pero lo seguía considerando una solución provisional.
Se levantó. Se quitó el traje que llevaba puesto desde hacía dos días y una noche y lo dejó en el cesto de la ropa sucia. Se puso un salto de cama por encima de la ropa interior y empezó a moverse rápidamente por el piso, haciendo la maleta para pasar cinco noches en un balneario. Había planeado hacerla la noche anterior y salir a mediodía, así que tenía que darse prisa.
Apenas veía la hora de llegar al balneario. Era justo lo que necesitaba. Un buen masaje para quitarse las penas, una sauna para eliminar toxinas, una pedicura, un corte de pelo y una permanente de pestañas. Y lo mejor de todo: pasar el rato jugando y charlando con un puñado de viejos amigos y olvidar sus cuitas.
Su madre ya debía de estar en casa de Bella. La señora Gallo era una mujer inteligente que estaba perdiendo paulatinamente la cordura. Había sido profesora de matemáticas en un instituto y siempre había ayudado a Toni con sus estudios, incluso cuando estaba en el último año de la carrera de ingeniería. Pero ahora no podía siquiera comprobar el cambio que le daban en las tiendas. Toni la quería mucho, y su creciente decrepitud le producía una gran tristeza.
Bella era un poco dejada. Limpiaba la casa cuando le daba la gana, cocinaba cuando tenía hambre y a veces se olvidaba de llevar a los niños al colegio. Su marido, Bernie, era peluquero pero pasaba largas temporadas de baja a causa de una vaga afección respiratoria. «El médico me ha dado otras cuatro semanas de baja», solía decir en respuesta a la rutinaria pregunta «¿Cómo te encuentras?».
Toni esperaba que su madre se encontrara a gusto en casa de Bella. Su hermana era una simpática holgazana, algo que a la señora Gallo nunca parecía haberle molestado demasiado. Se diría que le encantaba visitar la ventosa urbanización de protección oficial de Glasgow donde vivía su hermana y compartir patatas fritas medio crudas con sus nietos. Pero ahora estaba en las primeras fases de una senilidad que iba a más. ¿Se mostraría tan comprensiva como siempre con la precaria intendencia doméstica de Bella? ¿Y estaría Bella preparada para enfrentarse a la creciente rebeldía de su madre?
En cierta ocasión, Toni había dejado escapar un comentario mordaz sobre Bella y la señora Gallo le había replicado con dureza:
-No se esfuerza tanto como tú, y por eso es más feliz.
Su madre había perdido toda noción del tacto, pero sus comentarios podían ser dolorosamente certeros.
Después de hacer la maleta, Toni se lavó el pelo y se dio un baño para deshacerse de la tensión acumulada en los últimos dos días. Se quedó dormida en la bañera. Se despertó sobresaltada aunque no podía llevar mucho tiempo durmiendo, pues el agua seguía caliente. Salió de la bañera y se secó enérgicamente.
Mirándose en el espejo de cuerpo entero, pensó: «Sigo teniendo todo lo que tenía hace veinte años, solo que siete centímetros más abajo». Una de las cosas buenas que tenía Frank, por lo menos al principio de su relación, era lo mucho que disfrutaba con su cuerpo. «Tienes unas tetas perfectas», solía decirle. Ella las veía demasiado grandes para su constitución, pero él las veneraba. «Nunca había visto un coño de este color -le dijo en cierta ocasión, mientras descansaba entre sus piernas-. Es como una galleta de jengibre.» Toni se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que otro hombre se maravillara ante el color de su vello púbico.
Se puso unos vaqueros desgastados y un jersey verde oscuro. Mientras cerraba la maleta, sonó el teléfono. Era su hermana.
-Hola, Bella –saludó Toni-. ¿Cómo está mamá?
-No está aquí.
-¿Qué? ¡Se supone que tenías que recogerla a la una!
-Lo sé, pero Bernie se ha llevado el coche y no he podido escaparme.
-¿Y todavía estás ahí? -Toni miró su reloj. Eran las cinco y media de la tarde. Se imaginó a su madre en el hogar de ancianos, sentada en el vestíbulo con el abrigo y el sombrero puestos, la maleta junto a la silla, esperando hora tras hora. Se puso hecha una furia-. Pero ¿dónde tienes la cabeza?
-Verás, lo que pasa es que el tiempo ha empeorado.
-Está nevando en todo el territorio escocés, pero no es una nevada importante.
-Ya, pero Bernie no quiere que recorra una distancia de cien kilómetros en plena noche.
-¡No tendrías que hacerlo en plena noche si la hubieras ido a recoger a la hora acordada!
-Vaya, estás enfadada. Sabía que esto pasaría.
-No estoy enfadada. -Toni hizo una pausa. No era la primera vez que su hermana le tendía aquella trampa. En menos de nada estarían hablando del mal genio de Toni, y el hecho de que Bella hubiera roto su promesa pasaría a un segundo plano-. Pero eso ahora no importa -añadió-. ¿Qué hay de mamá? ¿No crees que se sentirá decepcionada?
-Por supuesto, pero no puedo cambiar el tiempo.
-¿Qué vas a hacer?
-No puedo hacer nada.
-¿O sea, que vas a dejarla en la residencia toda la Navidad?
-A menos que tú la vayas a recoger. Solo estás a dieciséis kilómetros.
-¡Bella, tengo una reserva hecha en un balneario, y siete personas esperando que me reúna con ellas para pasar los próximos cinco días. He pagado cuatrocientas libras por adelantado y necesito tomarme un respiro.
-Eso suena un poco egoísta.
-Un momento. ¿Mamá se ha venido a pasar conmigo las últimas tres navidades y resulta que yo soy la egoísta?
-No sabes lo dura que es la vida con tres hijos pequeños y un marido demasiado enfermo para trabajar. A ti te sobra el dinero, y solo tienes que ocuparte de ti misma.
«Y no soy tan estúpida como para casarme con un perfecto holgazán y tener tres hijos con él», pensó Toni, aunque se abstuvo de decirlo. No tenía sentido discutir con Bella. Su forma de vida era su propio castigo.
-Es decir, me estás pidiendo que me olvide de mis vacaciones, vaya hasta la residencia, recoja a mamá y me encargue de ella durante la Navidad.
-Allá tú… -replicó Bella en tono de moralina-. Cada cual actúa según el dictado de su conciencia.
-Gracias por el consejo. -La conciencia de Toni le decía que debía estar con su madre, y Bella lo sabía. No podía imaginarla pasando la Navidad en el geriátrico, sola en su habitación, o comiendo un trozo de pavo insípido y coles de Bruselas medio frías en el comedor colectivo, o recibiendo un regalo cutre envuelto en un papel chabacano de manos del empleado de turno, vestido de Santa Claus para la ocasión. Ni siquiera le hacía falta imaginárselo-. De acuerdo, ahora salgo hacia allá.
-Lástima que lo hagas de tan mala gana.
-Que te den por el culo, Bella -le espetó, y colgó el teléfono.
Más deprimida que nunca, Toni llamó al balneario y canceló su reserva. Luego pidió que le pasaran con alguien de su grupo de amigos. Tras unos minutos de espera, Charlie se puso al teléfono.
-¿Dónde te has metido? -preguntó con su inconfundible acento de Lancashire-. Estamos todos en el jacuzzi, ¡te estás perdiendo lo mejor!
-No voy a poder ir -dijo con voz lastimera, y explicó por qué.
Charlie estaba indignado.
-No es justo -dijo-. Necesitas un descanso.
-Lo sé, pero no soporto imaginármela sola en ese sitio mientras todos los demás están con sus familias.
-Y además me consta que no has tenido un día fácil en el trabajo.
-Sí. Todo el asunto es muy triste, pero creo que Oxenford Medical se saldrá de esta, siempre que no pase nada más.
-Te he visto en la tele.
-¿Qué tal estaba?
-Preciosa, pero el que me tiene robado el corazón es tu jefe.
-A mí también, pero tiene tres hijos adultos a los que no quiere molestar por nada del mundo, así que me parece que es un caso perdido.
-Vaya, sí que has tenido un mal día.
-Siento mucho rajarme de esta manera.
-Esto no será lo mismo sin ti.
-Tengo que colgar, Charlie. Será mejor que vaya a recoger a mi madre lo antes posible. Feliz Navidad. -Sostuvo el auricular contra el pecho y se quedó mirando el teléfono-. Qué asco de vida -se dijo en voz alta.
18.00
La relación de Craig y Sophie progresaba muy lentamente.
Había pasado toda la tarde con ella. Le había ganado al pingpong y había perdido al billar. Habían coincidido en cuanto a gustos musicales: ambos preferían los grupos guitarreros al drumand-bass. Ambos eran aficionados a las novelas de terror, aunque ella adoraba a Stephen King, mientras que él prefería a Anne Rice. Craig le había hablado del matrimonio de sus padres, que era tempestuoso pero apasionado, y ella le había contado cosas sobre el divorcio de Ned y Jennifer, que al parecer había sido una pesadilla.
Pero Sophie no le daba pie a nada. No le tocaba el brazo distraídamente ni lo miraba fijamente a los ojos mientras hablaba con ella, ni sacaba a colación temas de conversación románticos, como las citas o los besuquees. En lugar de eso, hablaba de un mundo que lo excluía, un mundo de discotecas -¿cómo se las arreglaba para que la dejaran entrar con solo catorce años?-, amigos que tomaban drogas y chicos que tenían motos.
A medida que se acercaba la hora de la cena, Craig empezó a sentirse desesperado. No quería pasarse cinco días persiguiéndola para acabar robándole un beso. Su intención era ganársela el primer día y dedicar el resto de las fiestas a conocerla «de verdad». Pero resultaba evidente que Sophie llevaba otro ritmo. Tenía que encontrar un atajo hasta su corazón.
Ella parecía considerarlo más allá de todo interés romántico. Tanto hablar de gente mayor era como insinuar que él no era más que un crío, aunque fuera un año y siete meses mayor que Sophie. Tenía que encontrar el modo de demostrarle que era tan maduro y sofisticado como ella.
Sophie no sería la primera chica a la que besaba. Había salido con Caroline Stratton, que estaba en décimo curso, durante seis semanas pero, aunque era guapa, se aburría con ella. Lindy Riley, la rolliza hermana de un amigo del fútbol, había resultado más emocionante y le había dejado hacer varias cosas que no había hecho hasta entonces, aunque después había desplazado sus afectos hacia el teclista de un grupo de rock de Glasgow. Y había besado una o dos veces a otras chicas.
Pero aquello era distinto. Después de conocer a Sophie en la fiesta de cumpleaños de su madre, no había podido dejar de pensar en ella todos los días durante cuatro meses seguidos. Se había descargado una de las fotos que su padre había hecho en la fiesta, en la que él aparecía haciendo señas y Sophie riendo, y la había puesto de salvapantallas en el ordenador. Seguía mirando a otras chicas, pero solo para compararlas con Sophie, y siempre llegaba a la conclusión de que, al lado de ella, eran demasiado pálidas, demasiado gordas o sencillamente carentes de atractivo; en general, todas le parecían de lo más convencional. Le daba igual que Sophie tuviera un carácter difícil. Estaba acostumbrado a las mujeres difíciles, empezando por su madre, pero había algo en ella que lo conmovía profundamente.
A las seis de la tarde, repantigado en el sofá del granero, decidió que ya había visto bastante MTV por un día.
-¿Te apetece que nos vayamos a la casa? -le preguntó.
-¿Para qué?
-Estarán todos sentados alrededor de la mesa de la cocina.
-¿Y…?
«Bueno -pensó Craig-, se está bien. La cocina está calentita, la cena huele que alimenta, mi padre cuenta unas anécdotas que son para partirse, la tía Miranda sirve vino y sencillamente te encuentras a gusto.» Pero sabía que nada de aquello impresionaría a Sophie, así que dijo:
-Puede que haya bebidas.
Sophie se levantó al instante.
-Bien. Me apetece un cóctel.
«Eso ni en sueños», pensó Craig. El abuelo no iba a servir bebidas alcohólicas a una chica de catorce años. Como mucho, si estaban tomando champán, quizá le dieran media copa. Pero no quería aguarle la fiesta. Se pusieron las chaquetas y salieron.
Se había hecho de noche, pero el patio estaba bien iluminado por las luces externas de los edificios circundantes. La nieve caía con fuerza, formando remolinos en el aire, y el suelo estaba resbaladizo. Cruzaron el patio hasta la casa principal y se dirigieron a la puerta trasera. Justo antes de que entraran, Craig se asomó al otro lado de la casa y vio el Ferrari de su abuelo, todavía aparcado frente a la puerta, con una capa de nieve que ahora medía unos cinco centímetros sobre el amplio arco del alerón trasero. Luke aún no habría tenido tiempo de llevarlo al garaje.
-La última vez que estuve aquí, el abuelo me dejó llevar su coche hasta el garaje.
-Pero si tú no sabes conducir -replicó Sophie en tono escéptico.
-No tengo carnet, pero eso no significa que no sepa conducir.
Sabía que estaba exagerando. Había cogido el Mercedes de su padre en un par de ocasiones, una en la playa y otra en un aeródromo abandonado, pero nunca había conducido por una carretera normal.
-Vale, pues apárcalo ahora -lo retó Sophie.
Craig sabía que debía pedir permiso. Pero si lo hiciera parecería que estaba intentando escaquearse. Además, el abuelo podía decir que no, y entonces habría perdido la oportunidad de impresionar a Sophie, así que contestó:
-Vale, venga.
El coche estaba abierto, las llaves puestas.
Sophie se apoyó en la pared de casa, junto a la puerta trasera con los brazos cruzados y un aire de suficiencia qué veía a decir: «Muy bien, demuéstrame qué sabes hacer». Craig no pensaba dejar que se saliera con la suya.
-¿Por qué no te vienes conmigo? -preguntó-. ¿O es que tienes miedo?
Subieron los dos al coche.
Aquello era más complicado de lo que parecía a primera vista. Los asientos eran muy bajos -estaban casi al mismo nivel que las soleras de las puertas-, por lo que Craig hubo de introducir una pierna y luego deslizar el trasero por encima del apoyabrazos. Una vez sentado, cerró dando un portazo.
La palanca de cambios era estrictamente utilitaria: una barra de aluminio con un pomo en el extremo. Craig comprobó que estuviera en punto muerto y luego giró la llave en el contacto. El coche empezó a rugir como un Boeing a punto de despegar.
Craig casi deseó que el ruido hiciera salir a Luke protestando con los brazos en alto. Pero el Ferrari estaba parado frente a la parte delantera de la casa y la familia estaba reunida en la cocina, que daba a la parte trasera. El ruido del motor no traspasaba los gruesos muros de piedra de la vieja casa de campo.
Todo el coche parecía temblar, como si lo sacudiera un terremoto, mientras el gran motor se ponía en marcha con indolente potencia. Craig sentía las vibraciones a través del asiento tapizado en piel.
-¡Qué guay! -exclamó Sophie, emocionada.
Craig encendió los faros. Dos fuertes haces de luz se proyectaron sobre el jardín cubierto por la nieve. Apoyó la mano en el pomo de la palanca de cambios, pisó el pedal del embrague y miró hacia atrás. El camino de acceso a la casa se extendía en línea recta hasta el garaje antes de describir una curva para rodear la cima del acantilado.
-Venga, ¿a qué esperas? -protestó Sophie-. Arranca de una vez.
Craig la miró con fingida indiferencia, tratando de ocultar su temor.
-Relájate -dijo, al tiempo que quitaba el freno de mano-. Disfruta del paseo. -Presionó la palanca de cambios hacia abajo y la desplazó a un lado para poner la marcha atrás Rozó el pedal del acelerador tan suavemente como pudo. El motor rugió, amenazador. Liberó el embrague muy poco a poco. El coche empezó a retroceder lentamente.
Craig sostenía el volante sin apenas ejercer presión y sin moverlo a ninguno de los dos lados, y el coche retrocedió en línea recta. Ya sin pisar el embrague, volvió a rozar el acelerador con el pie. El vehículo salió disparado hacia atrás, pasando de largo por delante del garaje. Sophie soltó un grito de miedo. Craig desplazó el pie del acelerador al freno. El coche derrapó en la nieve pero, para su alivio, no se salió de la calzada. Estaba a punto de detenerse por sí solo cuando Craig se acordó de pisar el embrague para impedir que se calara.
Se sentía orgulloso de sí mismo. No había perdido el control, aunque poco le había faltado. Mejor aún, Sophie se había asustado, mientras que él había conservado la calma en todo momento. Quizá eso sirviera para que dejara a un lado su actitud altanera.
El garaje quedaba a la derecha de la casa, y ahora sus puertas estaban adelantadas y a la izquierda del Ferrari. El coche de Kit, un Peugeot negro de dos puertas, estaba aparcado delante del garaje, pero en el extremo más alejado de la casa. Craig encontró un mando a distancia guardado debajo del salpicadero y lo accionó. La más distante de las tres puertas del garaje empezó a abrirse.
El acceso al garaje estaba asfaltado y cubierto por una suave capa de nieve. Había un macizo de arbustos junto a la esquina más cercana del edificio y un gran árbol en el extremo más alejado. Lo único que tenía que hacer Craig era evitar ambos obstáculos e introducir el coche en su plaza del garaje.
Ya más seguro de sí mismo, puso la primera marcha, pisó levemente el acelerador y liberó el embrague. El coche se movió hacia delante. Giró el volante, que al no tener dirección asistida resultaba pesado a tan poca velocidad. El coche giró obedientemente hacia la izquierda. Craig pisó el pedal del acelerador otro milímetro y el coche ganó velocidad, la justa para que la maniobra resultara emocionante. Entonces giró a la derecha para encararlo hacia la puerta abierta, pero iba demasiado deprisa. Pisó el freno.
Craso error.
El coche se deslizaba deprisa por la nieve con las ruedas delanteras giradas hacia la derecha. Tan pronto como Craig apretó el freno, las ruedas traseras perdieron adherencia. En lugar de seguir girando a la derecha, hacia la puerta abierta del garaje, el vehículo derrapó de lado en la nieve. Craig sabía lo que estaba pasando, pero no tenía ni idea de cómo detenerlo. Giró el volante hacia la derecha, pero eso no hizo más que empeorar la situación, y el coche patinó inexorablemente sobre la superficie resbaladiza, como un barco zarandeado por la tormenta. Craig pisó a fondo el freno y el embrague a la vez, pero de nada sirvió.
El edificio del garaje se desplazaba ante sus ojos hacia la parte derecha del parabrisas. Craig pensó que se estamparían contra el Peugeot de Kit, pero para su alivio el Ferrari esquivó el otro vehículo por los pelos. Pasado el impulso inicial, el coche fue perdiendo velocidad. Por un momento, Craig pensó que se había salido con la suya pero, justo antes de que el coche se detuviera por completo, el guardabarros delantero del lado izquierdo rozó el gran árbol.
-¡Ha sido genial! -exclamó Sophie.
-No, no ha sido genial. -Craig puso el coche en punto , soltó el embrague y salió precipitadamente del coche.
Rodeó el vehículo por delante. El golpe había sido suave, pero a la luz del garaje comprobó para su desesperación que había una abolladura de dimensiones considerables en la reluciente superficie azul del guardabarros.
-Mierda -masculló.
Sophie salió a echar un vistazo.
-No es muy grande -opinó.
-No digas tonterías. -El tamaño no importaba. La carrocería estaba dañada, y la culpa era suya. Sintió un nudo en la boca del estómago. Menudo regalo de Navidad para el abuelo.
-Puede que no se den cuenta -aventuró Sophie.
-Claro que se darán cuenta -replicó irritado-. El abuelo lo sabrá en cuanto vea el coche.
-Bueno, pero puede que eso no ocurra hasta que pase algún tiempo. No creo que vaya a salir con la que está cayendo.
-¿Y qué más da cuándo lo vea? -le espetó Craig con impaciencia. Sabía que estaba siendo arisco, pero ya casi le daba igual-. Tendré que dar la cara.
-Ya, pero mejor si no estás aquí cuando se entere. -No entiendo cómo… -Enmudeció de pronto. Sí que lo entendía. Si confesaba ahora, estropearía las navidades. Mamma Marta habría dicho: «Menudo bordello se va a liar». Si callaba ahora pero confesaba más tarde, quizá hubiera menos follón. De todos modos, la idea de posponer su asunción de culpa le resultaba tentadora.
-Tendré que meterlo en el garaje -dijo, pensando en alto.
-Apárcalo con el lado de la abolladura pegado a la pared -sugirió Sophie-. Eso impedirá que lo vea alguien que sencillamente pase por delante.
Lo que decía Sophie no era tan descabellado, pensó Craig. Había otros dos coches en el garaje: el inmenso Toyota Land Cruiser Amazon, un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas que el abuelo solía usar en días como aquel, y el viejo Ford Mondeo de Luke, en el que Lori y él se desplazaban de la casa a su pequeño chalet, que quedaba a kilómetro y medio de distancia. Si el tiempo empeoraba, quizá pidiera prestado el Land Cruiser y dejara su Ford allí. En cualquier caso, tendría que entrar en el garaje. Pero si el Ferrari estuviera bien arrimado a la pared no podría ver la abolladura.
El motor seguía en marcha. Craig se sentó al volante. Puso la primera y avanzó lentamente. Sophie entró corriendo en el garaje y se puso delante de los faros del coche. Mientras Craig lo introducía en el garaje, ella le iba indicando por señas lo cerca que estaba de la pared.
En su primer intento no pudo dejar menos de medio metro de separación entre el coche y la pared. Era demasiado. Tenía que intentarlo de nuevo. Miró nerviosamente por el espejo retrovisor, pero no había nadie a la vista. Dio las gracias por el mal tiempo, que hacía que todos se quedaran en casa.
En su tercer intento logró dejar el coche a diez o doce centímetros de la pared. Se apeó y comprobó el resultado. Era imposible ver la abolladura desde ningún ángulo.
Cerró la puerta del garaje, y luego Sophie y él se dirigieron a la cocina. Craig se sentía nervioso y culpable, pero Sophie parecía eufórica.
-Ha sido increíble -dijo.
Craig se dio cuenta de que por fin había logrado impresionarla.
19.00
Kit instaló el ordenador en el trastero, un cuartucho al que solo se podía acceder cruzando su dormitorio. Enchufó el portátil, un escáner de huellas digitales y un lector-reproductor de tarjetas magnéticas de segunda mano que había comprado en eBay por 270 libras.
Aquella habitación siempre había sido su refugio. Cuando era pequeño, solo existían tres dormitorios: la suite donde dormían sus padres, la habitación que compartían Olga y Miranda y el trastero de la habitación de estas, donde habían colocado su cuna. Después de la ampliación de la casa y de que Olga se fuera a la universidad, Kit se había adueñado de la habitación del trastero, pero este nunca dejó de ser su santuario.
La diminuta habitación seguía amueblada como el rincón de estudio de un colegial: un sencillo escritorio, una estantería, un pequeño televisor y un sillón plegable que se convertía en cama individual y en la que se habían quedado a dormir sus compañeros de clase alguna que otra noche. Sentado al escritorio, pensó con nostalgia en las tediosas horas que había pasado allí haciendo deberes de geografía y biología, las dinastías medievales y los verbos irregulares, «¡Ave, César!». Había aprendido tantas cosas, y las había olvidado todas.
Cogió la tarjeta que había hurtado a su padre y la introdujo en el lector-reproductor. La parte superior de la tarjeta asomaba por la ranura, dejando claramente a la vista la inscripción «Oxenford Medical». Deseó que nadie entrara en la habitación en aquel momento. Estaban todos en la cocina. Lori estaba preparando un ossobucco según la famosa receta de mamma Marta. Le llegaba el olor a orégano. Papá había descorchado una botella de champán, y Kit supuso que para entonces estarían contando anécdotas que empezaban invariablemente con un «¿Te acuerdas cuando…?».
El chip de la tarjeta contenía información detallada sobre la huella dactilar de su padre. No se trataba de una simple imagen, pues eso habría sido demasiado fácil de falsificar. De hecho, una foto del dedo habría bastado para engañar a un escáner normal. Por eso, Kit había diseñado un artefacto que medía veinticinco puntos distintos de la huella dactilar, captando las infinitesimales diferencias entre los surcos digitales. También había desarrollado un programa informático que permitía codificar y almacenar estos detalles. En su piso tenía varios prototipos del escáner de huellas dactilares y, por supuesto, conservaba una copia de todo el software que creaba.
Se dispuso a leer la tarjeta magnética desde el portátil. Aquello era pan comido, a menos que alguien en Oxenford Medical -Toni Gallo, quizá- hubiese modificado el software de algún modo, por ejemplo, exigiendo un código de acceso antes de proceder a la lectura de la tarjeta. Era harto improbable que alguien se hubiera tomado tantas molestias para precaverse contra una posibilidad aparentemente descabellada, pero tampoco podía descartarlo del todo. Y no le había dicho nada a Nigel sobre aquel posible obstáculo.
Esperó unos segundos mirando la pantalla del ordenador con angustia.
Finalmente, tras un breve parpadeo, la pantalla mostró una página codificada con los detalles de la huella dactilar de Stanley. Kit suspiró de alivio y guardó el archivo.
Justo entonces Caroline, su sobrina, entró en la habitación con un hámster en las manos.
Llevaba un vestido de estampado floral y unos calcetines blancos demasiado infantiles para su edad. El hámster tenía el pelo blanco y los ojos rosados. Caroline se sentó en el sillón cama, acariciando a su mascota.
Kit reprimió una maldición. No podía decirle que estaba haciendo algo secreto y que prefería quedarse a solas, pero tampoco podía seguir adelante mientras ella estuviera allí.
Aquella niña siempre había sido un estorbo. Veneraba a su joven tío Kit desde que tenía uso de razón, y este no había tardado en cansarse de ella y del modo en que lo seguía a todas partes. Pero deshacerse de Caroline no era tarea fácil.
Intentó mostrarse amable.
-¿Cómo está tu ratón? -preguntó.
-Se llama Leonard -replicó ella con un tono de ligero reproche.
-Leonard. ¿De dónde lo sacaste?
-De Mis Queridas Mascotas, en Sauchiehall Street. -Caroline soltó el ratón, que correteó por su brazo hasta encaramarse en el hombro.
Kit pensó que aquella chica no podía estar bien de la cabeza para ir por ahí con un ratón entre los brazos como si fuera un bebé. Se parecía físicamente a Olga, su madre, de la que había heredado la melena oscura y las cejas pobladas, pero mientras aquella tenía un carácter dominante y autoritario, esta era tímida y apocada. Pero solo tenía diecisiete años, aún podía cambiar mucho.
Kit deseó que Caroline estuviera demasiado absorta en sí misma y en su mascota para fijarse en la tarjeta que asomaba por fuera del lector y en las palabras «Oxenford Medical» impresas en la misma. Incluso ella se daría cuenta de que su tío no debería tener un pase para el Kremlin nueve meses después de que lo despidieran.
-¿Qué haces? -preguntó ella.
-Estoy trabajando. Tengo que acabar esto hoy.
Kit deseaba sacar la tarjeta delatora del lector, pero temía llamar su atención si lo hacía.
-No te estorbaré, tú sigue como si yo no estuviera aquí.
-¿Qué se cuece allá abajo?
-Mamá y la tía Miranda están rellenando los calcetines en el salón, así que me han echado.
-Ah. -Kit se volvió de nuevo hacia la pantalla y activó el modo de lectura del programa. El siguiente paso sería escanear su propia huella digital, pero no podía dejar que Caroline lo viera haciéndolo. Quizá no le diera la importancia que merecía, pero podía mencionárselo a alguien que sí se la daría. Fingió observar atentamente la pantalla mientras se estrujaba la sesera en busca de una forma de deshacerse de ella. Al cabo de un minuto le vino la inspiración. Simuló un estornudo.
-Salud -dijo Caroline.
-Gracias. -Volvió a estornudar-. Sabes, creo que es el bueno de Leonard el que me está haciendo estornudar.
-¿Qué dices? -replicó ella, indignada.
-Soy un poco alérgico, y esta habitación es muy pequeña.
Caroline se levantó.
-No queremos molestar a nadie, ¿verdad, Lennie? -dijo Caroline, y se fue.
Kit cerró la puerta con alivio. Luego se sentó y apoyó la yema del índice de la mano derecha sobre el cristal del escáner. El programa escaneó su huella dactilar y codificó los detalles. Kit guardó el archivo.
Por último, grabó sus propios detalles dactilares en la tarjeta magnética, sobreescribiendo los de su padre. Nadie más podía haber hecho aquello, a menos que tuviera copias del software de Kit, además de una tarjeta robada con el código de área correcto. Aunque tuviera que volver a crear un sistema de seguridad, no se molestaría en proteger las tarjetas magnéticas contra posibles reescrituras. Pero Toni Gallo podía haberlo hecho. Observó la pantalla con ansiedad, casi esperando que apareciera un mensaje de error con las palabras «Usuario no autorizado».
Pero no apareció ningún mensaje de ese tipo. Esta vez Toni no se le había adelantado. Volvió a leer la información del chip para asegurarse de que la operación se había realizado correctamente. Así era: ahora la tarjeta contenía los detalles de su huella dactilar, no la de Stanley.
-¡Genial! -exclamó en voz alta, tratando de contener su entusiasmo.
Sacó la tarjeta del aparato y la metió en el bolsillo. Ahora podía acceder al NBS4. Cuando pasara la tarjeta por el lector del laboratorio y presionara el dedo contra la pantalla táctil, el ordenador leería la información grabada en la tarjeta, la cotejaría con su huella dactilar y, tras haber concluido que coincidían, abriría la puerta.
Cuando volviera del laboratorio repetiría el proceso pero al revés, borrando del chip la información de su propia huella dactilar y volviendo a grabar la de Stanley antes de devolver la tarjeta a su sitio, lo que haría en algún momento del día siguiente. En el ordenador del Kremlin quedaría registrado que Stanley Oxenford había entrado en el NBS4 en la madrugada del día 25 de diciembre. Stanley lo negaría diciendo que a esas horas estaba en su casa durmiendo, mientras que Toni Gallo aseguraría a la policía que nadie más podía haber usado la tarjeta de Stanley debido al control de la huella dactilar.
-Inocentes… -dijo Kit, pensando en alto.
Le encantaba imaginar lo desconcertados que se quedarían todos.
Algunos sistemas de seguridad biométrica comparaban la huella dactilar con la información almacenada en un ordenador central. Si el Kremlin hubiera establecido una configuración de ese tipo, Kit habría tenido que acceder a dicha base de datos. Pero los empleados tenían una aversión irracional a la idea de que sus detalles personales quedaran almacenados en los ordenadores de la empresa, y los científicos en particular solían leer The Guardian y eran bastante melindrosos respecto a sus derechos. Kit había decidido almacenar la información de las huellas digitales en las tarjetas magnéticas y no en una base de datos centralizada para que el nuevo sistema de seguridad resultara más atractivo de cara al personal, sin imaginar que algún día intentaría burlar su propio sistema de control.
Estaba contento. Había completado con éxito la primera fase del plan. Tenía un pase para entrar en el NBS4. Pero para poder usarlo había que entrar en el Kremlin.
Sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de Hamish McKinnon, uno de los agentes de seguridad que estaban de guardia aquella noche en el Kremlin. Hamish era el camello oficial de la empresa, el que suministraba marihuana a los científicos más jóvenes y éxtasis a las secretarias con ganas de marcha. Nunca traficaba con heroína ni crack, pues sabía que un drogadicto de verdad acabaría traicionándolo más pronto que tarde. Kit había pedido a Hamish que fuera su infiltrado aquella noche, confiando en que no se iría de la lengua por la cuenta que le traía.
-Soy yo -dijo Kit en cuanto Hamish contestó-. ¿Puedes hablar?
-Feliz Navidad, lan, viejo granuja -saludó Hamish en tono alegre-. Espera un segundo que salgo fuera… así está mejor.
-¿Va todo bien?
El tono de Hamish cambió radicalmente.
-Sí, pero la tía ha doblado los turnos, así que tengo a Willie y Crawford conmigo.
-¿Dónde te ha tocado?
-En la garita de la entrada.
-Perfecto. ¿Está todo tranquilo?
-Como un cementerio.
-¿Cuántos guardias hay en total?
-Seis. Dos aquí, dos en recepción y otros dos en la sala de control.
-Vale, ningún problema. Avísame si ves algo fuera de lo normal.
-De acuerdo.
Kit colgó y marcó un número que le permitía acceder al ordenador que controlaba las líneas telefónicas del Kremlin. Era el mismo número que utilizaba Hibernian Telecom, la empresa que había hecho la instalación telefónica, para el diagnóstico a distancia de fallos en el sistema. Kit había colaborado estrechamente con Hibernian, ya que las alarmas que había instalado dependían de la línea telefónica. Conocía el número y el código de acceso. Una vez más, vivió un momento de tensión mientras se preguntaba si habrían cambiado el código en los nueve meses que habían pasado desde su partida. Pero no lo habían hecho.
Su teléfono móvil se mantenía en comunicación con el portátil mediante una conexión inalámbrica cuyo alcance era de aproximadamente quince metros, aunque hubiera paredes de por medio, lo que podía serle de gran utilidad más adelante. Kit utilizó el portátil para acceder a la unidad de procesamiento central del sistema telefónico del Kremlin. Este contaba con detectores de manipulación de las líneas, pero no harían saltar la alarma si el acceso se hacía utilizando la línea y el código de la propia empresa.
Primero desconectó todos los teléfonos de la zona, excepto el que había en el mostrador de recepción.
A continuación, desvió las llamadas que entraban y salían del Kremlin a su propio teléfono móvil. Había programado su portátil para reconocer los números más previsibles, como el de Toni Gallo. Podría contestar él mismo a las llamadas, reproducir un mensaje grabado o incluso redirigir las llamadas y escuchar las conversaciones sin que nadie se diera cuenta.
Por último, hizo que todos los teléfonos del edificio sonaran durante cinco segundos, solo para llamar la atención de los guardias de seguridad.
Luego se desconectó y se sentó en el borde de la silla, a la espera.
Estaba bastante seguro de lo que pasaría a continuación. Los guardias tenían una lista de las personas a las que debían llamar en caso de emergencia. Lo primero que harían sería ponerse en contacto con la compañía telefónica.
No hubo de esperar demasiado para que su móvil empezara a sonar. En lugar de contestar, volvió los ojos hacia el portátil. Al cabo de unos instantes, apareció un mensaje en pantalla: «Kremlin llamando a Toni».
Aquello sí que no se lo esperaba. Tendrían que haber llamado primero a Hibernian. Pero Kit estaba preparado para un imprevisto de este tipo. Sin perder un segundo, activó un mensaje pregrabado. Al otro lado del teléfono, una voz femenina anunció al guardia de seguridad que el número marcado estaba apagado o fuera de cobertura. El guardia colgó.
El teléfono de Kit volvió a sonar casi al instante. Estaba seguro de que, ahora sí, llamarían a la compañía telefónica, pero se equivocó de nuevo. En la pantalla apareció el mensaje: «Kremlin llamando a Inverburn». Los guardias estaban tratando de ponerse en contacto con el cuartel general de la policía regional escocesa. Kit era el primer interesado en que la policía tuviera constancia de lo ocurrido. Redirigió la llamada al número correcto y permaneció a la escucha.
-Soy Steve Tremlett, jefe de seguridad de Oxenford Medical. Llamo para informar de un incidente.
-¿De qué se trata, señor Tremlett?
-Nada grave, pero tenemos un problema con las líneas telefónicas, y no estoy seguro de que el sistema de seguridad funcione como es debido.
-Tomo nota. ¿Podrán arreglar la línea?
-Llamaré a la compañía para que nos mande a un técnico, pero siendo Nochebuena cualquiera sabe cuándo llegará.
-¿Quiere que le envíe una patrulla?
-No estaría de más, si no tienen demasiado entre manos ahora mismo.
Kit esperaba que la policía se pasara por el Kremlin. Eso daría más convicción a su coartada.
-Más tarde sí que estarán liados, cuando los pubs echen el cierre -dijo el policía-, pero ahora mismo esto está muy tranquilo.
-De acuerdo. Dígales que los invitaremos a una taza de té.
Colgaron. El móvil de Kit sonó por tercera vez, y en la pantalla apareció el mensaje: «Kremlin llamando a Hibernian Telecom». «Por fin», pensó con alivio. Aquella era la llamada que había estado esperando. Apretó un botón y contestó:
-Hibernian Telecom, ¿en qué puedo ayudarle?
-Llamo de Oxenford Medical -dijo Steve-.Tenemos un problema con las líneas telefónicas.
-¿Están ustedes en Greenmantle Road, Inverburn? -preguntó Kit, exagerando el acento escocés para disimular su voz.
-Correcto.
-¿Qué problema hay?
-No tenemos línea en ningún teléfono, excepto este. Siendo el día que es, aquí no hay un alma, pero el sistema de alarma utiliza las líneas telefónicas, así que tenemos que asegurarnos de que funcionen correctamente.
En ese instante, Stanley entró en la habitación.
Kit se quedó mudo, petrificado de miedo, aterrorizado como si volviera a ser un niño. Stanley miró el ordenador, luego el móvil, y arqueó las cejas. Kit intentó recobrar el control de sí mismo. Ya no era un niño temeroso de las reprimendas de su padre. Tratando de aparentar tranquilidad, dijo:
-Le llamaré en un par de minutos.
Luego tocó el teclado de su portátil y activó el salvapantallas.
-¿Estás trabajando? -le preguntó Stanley.
-Tengo que acabar una cosa.
-¿En Navidad?
Di mi palabra de que este software estaría listo el veinticuatro de diciembre.
-A estas horas tu cliente ya se habrá ido a casa, como toda persona de bien.
-Pero su ordenador demostrará que le envié el programa por correo electrónico antes de la medianoche del veinticuatro, así que no podrá decir que me retrasé.
Stanley sonrió y asintió.
-Bueno, me alegro de que seas tan responsable.
Se quedó unos segundos en silencio, sin duda rumiando algo más que no se atrevía a decir. Como todo buen científico, no le molestaba lo más mínimo introducir largas pausas en una conversación. Lo importante era la precisión del mensaje.
Kit esperó, tratando de disimular una impaciencia que rayaba en la desesperación. Entonces sonó su móvil.
-Mierda -dijo-. Perdona -añadió, dirigiéndose a su padre. Miró la pantalla. Lo que estaba entrando no era una llamada del Kremlin desviada hacia su móvil, sino una llamada directa de Hamish McKinnon, el guardia de seguridad con el que se había compinchado. Tenía que contestar. Cogió el teléfono, pegándolo al oído para que su padre no alcanzara a oír la voz de la persona que llamaba.
-¿Diga?
-¡Todas las líneas de teléfono se han ido al carajo!
-Sí, no pasa nada, eso forma parte del programa. Me has dicho que te llamara si veía algo fuera de… Sí, y has hecho bien en llamarme, pero ahora tengo que colgar. Gracias. -Colgó el teléfono.
Necesito saber si estamos en paz, tú y yo -dijo al fin Stanley.
A Kit no le gustaba aquella forma de hablar, en la que se daba por sentado que ambos tenían parte de culpa. Pero estaba desesperado por volver a ponerse al teléfono, así que contestó:
-Sí, eso creo.
-Sé que crees que he sido injusto contigo -prosiguió Stanley, leyendo sus pensamientos-. No acabo de entenderlo pero acepto que lo veas así. Yo también creo que no se me ha tratado como merecía. Pero tenemos que intentar olvidarlo y volver a ser amigos.
-Eso dice Miranda.
-Lo que pasa es que no estoy seguro de que quieras realmente olvidarlo. Me da la impresión de que te guardas algo.
Kit intentó componer una expresión neutra, temeroso de que la culpa se reflejara en su rostro.
-Estoy haciendo lo que puedo -repuso-. No es fácil.
Stanley parecía satisfecho.
-Bueno, no puedo pedirte más que eso -concluyó. Puso la mano sobre el hombro de Kit, se inclinó y lo besó en la coronilla-. He venido a decirte que la cena está casi lista.
-Vale, ya me falta poco. Bajaré en cinco minutos.
-Bien. -Stanley salió de la habitación.
Kit se desplomó en la silla, temblando de la cabeza a los pies con una mezcla de vergüenza y alivio. Su padre no era tonto y no se hacía ilusiones respecto a la relación entre ambos, pero Kit se las había arreglado para sobrevivir al interrogatorio. A duras penas, eso sí.
Cuando sus manos dejaron de temblar, volvió a llamar al Kremlin.
Contestaron enseguida.
-Oxenford Medical. -Era la voz de Steve Tremlett.
-Le llamo de Hibernian Telecom -dijo Kit, acordándose de cambiar de voz. No conocía bien a Tremlett, y habían pasado nueve meses desde que se había marchado de Oxenford Medical, así que era poco probable que recordara su voz, pero no quería arriesgarse-. No puedo acceder a vuestra unidad central de procesamiento.
-No me extraña. Esa línea también debe de estar estropeada. Tendréis que mandar a alguien.
Eso era exactamente lo que Kit pretendía, pero tomó la precaución de no mostrarse demasiado entusiasmado con la idea.
-No será fácil haceros llegar un equipo técnico en plena Nochebuena.
-No me vengáis con esas. -La voz de Steve delataba su irritación-. Os habéis comprometido a solucionar cualquier problema en un plazo máximo de cuatro horas, trescientos sesenta y cinco días al año. Para eso os pagamos. Son las 7.55, y voy a registrar esta llamada.
-De acuerdo, tranquilo. Os mandaré un equipo lo antes posible.
-Dime un tiempo aproximado, por favor.
-Haré todo lo que esté en mis manos para que lleguen ahí sobre las doce de la noche.
-Gracias, los estaremos esperando.
Steve colgó.
Kit hizo lo mismo. Estaba sudando. Se secó el rostro con la manga. De momento, todo estaba saliendo a pedir de boca.
20.30
Stanley dejó caer la bomba durante la cena.
Miranda se sentía relajada y feliz. El osso buco estaba delicioso, y su padre había abierto dos botellas de Brunello di Montepulciano para acompañarlo. Kit parecía inquieto y subía corriendo al piso de arriba cada vez que sonaba su móvil, pero todos los demás estaban muy tranquilos. Los cuatro chicos comieron deprisa y se retiraron al granero para ver una película en DVD titulada Scream II, dejando a los seis adultos en torno a la mesa del comedor: Miranda y Ned, Olga y Hugo, Stanley a la cabecera de la mesa y Kit en el extremo opuesto. Lori sirvió café mientras Luke llenaba el lavavajillas en la cocina.
Fue entonces cuando Stanley dijo:
-¿Qué os parecería si volviera a salir con alguien?
Se hizo un silencio total alrededor de la mesa. Hasta Lori reaccionó: dejó de servir café y se lo quedó mirando fijamente, como si no saliera de su asombro.
Miranda ya se barruntaba algo, pero no por eso le resultó menos desconcertante oírle hablar de semejante tema sin tapujos de ninguna clase.
-Supongo que te refieres a Toni Gallo.
-No -negó Stanley con mal disimulado sobresalto.
-No, qué va… -insinuó Olga.
Miranda tampoco se lo creía, pero no dijo nada.
La verdad es que no me refería a nadie en particular. Solo quería saber vuestra opinión -prosiguió-. Hace un año y medio que se murió mamma Marta, que en paz descanse. Durante casi cuatro décadas fue la única mujer de mi vida. Pero tengo sesenta años y es probable que me queden otros veinte o treinta de vida. No estoy seguro de querer pasarlos solo.
Lori lo fulminó con la mirada, dolida. No estaba solo, tuvo ganas de decirle. Los tenía a Luke y a ella.
-¿Y para qué nos consultas? No necesitas nuestro permiso para acostarte con tu secretaria o con quien te venga en gana -replicó Olga, malhumorada.
-No os estoy pidiendo permiso. Quería saber cómo os sentiríais en el caso de que ocurriera. Y, por cierto, tampoco es mi secretaria. Dorothy está felizmente casada.
Miranda tomó la palabra, aunque solo fuera para impedir que Olga dijera una barbaridad.
-Creo que no sería fácil para nosotros, papá, verte con otra mujer en esta casa. Pero queremos que seas feliz, y llegado el caso estoy segura de que haríamos todo lo posible para que esa persona se sintiera bienvenida.
Stanley la miró con gesto irónico.
-Ya veo que la idea no te chifla, pero gracias por intentar ser positiva.
-No esperes tanto de mí -intervino Olga-. Por el amor de Dios, ¿qué esperabas que te dijéramos? ¿Estás pensando en casarte con esa mujer? ¿Tener más hijos con ella?
-No estoy pensando en casarme con nadie -replicó Stanley, irritado. Olga se negaba a ver las cosas tal como él las planteaba, y eso lo sacaba de quicio. Marta solía hacer exactamente lo mismo cuando quería buscarle las cosquillas-. Pero tampoco lo descarto -añadió.
-Pues me parece fatal -explotó Olga-. Cuando yo era pequeña apenas te veía. Siempre estabas en el laboratorio. La mamma y yo nos quedábamos en casa con Mandy, que por entonces no era más que un bebé, desde las siete y media de la mañana hasta las nueve de la noche. Éramos una familia monoparental, y todo lo hicimos por el bien de tu carrera, para que pudieras inventar antibióticos de corto espectro, un fármaco para la úlcera y unas pastillas para el colesterol, y de paso hacerte rico y famoso. Bien, pues quiero una recompensa a mi sacrificio.
-Has tenido una educación privilegiada -repuso Stanley
-No es suficiente. Quiero que mis hijos hereden el dinero que has ganado, y no que se vean obligados compartirlo con un hatajo de mocosos, hijos de una fulana cualquiera que lo único que sabe hacer en la vida es aprovecharse de un viudo solitario.
A Miranda se le escapó un grito de indignación.
Abochornado, Hugo dijo:
-Olga, cariño, no te andes con rodeos. Di lo que estás pensando.
La expresión de Stanley se endureció.
-No tengo intención de salir con una «fulana cualquiera» -replicó.
Olga comprendió que había ido demasiado lejos.
-Vale, retiro esa última parte.
Para ella, aquello equivalía a una disculpa.
-Tampoco sería tan distinto -opinó Kit con aire displicente-. La mamma era alta, atlética, pragmática e italiana. Toni Gallo es alta, atlética, pragmática y descendiente de españoles. Me pregunto si sabrá cocinar.
-No seas idiota -le espetó Olga-. La diferencia es que la tal Toni no ha formado parte de esta familia durante los últimos cuarenta años, así que no es de los nuestros, sino una intrusa.
Kit torció el gesto.
-No vuelvas a llamarme idiota, Olga. No soy yo el que no ve lo que pasa delante de sus narices.
Miranda contuvo la respiración. ¿De qué estaba hablando?
Olga se hizo la misma pregunta.
-¿Qué es lo que pasa delante de mis narices?
Miranda lanzó una mirada furtiva a Ned, temerosa de que más tarde le preguntara a qué se refería Kit. Tenía una intuición especial para aquella clase de indirectas.
Kit se mordió la lengua.
-Deja ya de interrogarme, me estás poniendo de los nervios.
-¿No te preocupa tu futuro económico? -le preguntó Olga- Tu herencia está tan amenazada como la mía. ¿Qué pasa, que te sobra el dinero?
Kit soltó una carcajada amarga.
-Sí, eso es.
-¿No crees que te estás comportando como una mercenaria? -le preguntó Miranda a su hermana.
-Hombre, papá nos ha pedido nuestra opinión.
-Pensé que quizá os molestara ver a vuestra madre desplazada por otra persona -terció Stanley-. Nunca se me ocurrió que vuestra principal preocupación fuera mi testamento.
Miranda se sentía dolida por su padre, pero más aún le inquietaba Kit y lo que este pudiera decir. De niño, nunca se le había dado bien guardar secretos. Olga y ella se veían obligadas a ocultárselo todo. Si le hacían alguna confidencia, no tardaba ni cinco minutos en chivarse a la mamma. Y ahora conocía su secreto más oscuro. Ya no era un niño, pero a decir verdad tampoco había dejado de serlo, y eso era lo que lo hacía tan peligroso. El corazón se le disparó. Se le ocurrió que, si participaba en la conversación, tal vez pudiera encauzarla. Se volvió hacia Olga.
-Lo importante es que la familia se mantenga unida. Decida papá lo que decida, no debemos dejar que eso nos separe.
-No me vengas con moralinas sobre la familia -replicó Olga, irritada-. Eso díselo a tu hermanito.
-¿Quieres dejarme en paz de una puta vez? -repuso Kit.
-Lo pasado, pasado está -intervino Stanley.
Olga insistió:
-Pero si alguien ha estado a punto de destruir a la familia es Kit.
-Que te den por el culo -le espetó este.
-Basta ya -atajó Stanley con firmeza-. Podemos discutir acaloradamente sobre cualquier tema sin tener que recurrir a los insultos y el lenguaje soez.
-Venga ya, papá -replicó Olga. Estaba furiosa. Le habían llamado mercenaria y necesitaba vengarse-. ¿Qué podría amenazar más la unidad familiar que descubrir que uno de nosotros le roba a otro?
Kit se sonrojó de vergüenza y rabia.
-Te lo diré.
Miranda sabía qué iba a decir. Aterrada, alargó una mano abierta en la dirección de su hermano.
-Kit, tranquilízate, por favor -le suplicó en tono desesperado.
Pero él no la escuchaba.
-Te diré qué es más peligroso para la unidad familiar.
-¿Quieres callarte de una vez? -le gritó Miranda.
Stanley se dio cuenta de que había algo que él ignoraba en medio de todo aquello, y frunció el ceño, desconcertado.
-¿De qué estáis hablando?
-Hablo de alguien…
-¡No! -gritó Miranda, levantándose.
-… alguien que se acuesta…
Miranda cogió un vaso de agua y lo arrojó a la cara de Kit. Este enmudeció.
Se limpió el rostro con la servilleta. En medio del silencio y las miradas perplejas de todos los presentes, concluyó:
-… que se acuesta con el marido de su propia hermana.
Olga no salía de su asombro.
-Eso no tiene ningún sentido. Nunca me he acostado con Jasper, ni con Ned.
Miranda hundió la cabeza entre las manos.
-No me refiero a ti -repuso Kit.
Olga se volvió hacia Miranda, y esta apartó la mirada.
Lori, que todavía seguía allí con la cafetera en la mano, dio un grito ahogado al comprender lo ocurrido. Parecía consternada.
-¡Dios santo! Nunca lo habría imaginado -dijo Stanley.
Miranda miró a Ned. Estaba horrorizado.
-¿Es verdad? -preguntó.
Miranda no contestó.
Olga se volvió hacia Hugo.
-¿Mi hermana y tú?
Hugo ensayó su sonrisa de chico malo. Olga levantó el brazo y le propinó un bofetón que sonó más bien como un puñetazo.
-¡Ay! -gritó él, y cayó de espaldas.
-Hijo de la gran puta, maldito… -No encontraba palabras- maldito cabronazo. Cerdo. Gusano de mierda. Escoria humana. -Entonces se volvió hacia Miranda-. ¡Y tú!
Miranda no podía sostener su mirada. Clavó los ojos en la mesa, en la pequeña taza de café que descansaba frente a ella. Era una taza de porcelana blanca con una lista azul, de la vajilla preferida de la mamma.
-¿Cómo has podido? -le espetó Olga-. ¿Cómo has podido?
Miranda intentaría explicárselo, algún día. Pero dijera lo que dijese, en aquel momento sonaría como una excusa, así que se limitó a negar con la cabeza.
Olga se levantó y abandonó la sala.
Hugo parecía terriblemente avergonzado.
-Será mejor que… -Y salió tras ella.
Fue entonces cuando Stanley se percató de que Lori seguía allí, y de que lo había oído todo. Demasiado tarde, sugirió:
-Lori, será mejor que vayas a echarle una mano a Luke.
El ama de llaves lo miró sobresaltada, como si acabara de despertar de un sueño.
-Sí, profesor Oxenford.
Stanley miró a Kit.
-¿Qué necesidad tenías de ser tan cruel? -La voz le temblaba de ira.
-No, si ahora va a resultar que la culpa es mía -replicó Kit enfurruñado-. No fui yo quien se acostó con Hugo.
Tiró la servilleta sobre la mesa y se fue.
Ned no sabía dónde meterse.
-Eh… perdonad -dijo, y salió de la habitación.
Miranda se quedó a solas con su padre. Stanley se levantó, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.
-Ya se les pasará, antes o después -dijo-. No será fácil, pero las aguas volverán a su cauce.
Miranda se volvió hacia él y apretó el rostro contra el suave tweed de su chaleco.
-Lo siento mucho, papá -dijo, y rompió a llorar.
21.30
El tiempo empeoraba por momentos. Toni había tardado más de lo previsto en llegar a la residencia geriátrica, pero el viaje de regreso estaba siendo más lento todavía. Una fina capa de nieve cubría la carretera, nieve trillada por los neumáticos y demasiado cuajada para derretirse. Los conductores más aprensivos avanzaban a paso de tortuga, retrasando a todos los demás. El Porsche Boxster de Toni era el coche perfecto para adelantarlos, pero no daba lo mejor de sí sobre el asfalto resbaladizo, así que no podía hacer gran cosa para acortar el viaje.
La señora Gallo iba sentada en el asiento del acompañante, con su abrigo de lana verde y un sombrero de fieltro. No estaba enfadada con Bella ni mucho menos, algo que a Toni le había sentado como una jarro de agua fría, por más que le avergonzara admitirlo. En el fondo, deseaba que su madre se enfureciera con Bella, tal como había hecho ella. Eso le habría hecho sentirse un poco mejor. Pero la señora Gallo parecía creer que era culpa suya el que hubiera pasado tanto tiempo esperando, y Toni le había dicho en tono irritado:
-Sabes que era Bella la que tenía que venir a recogerte hace horas, ¿verdad?
-Sí, cariño, pero tu hermana tiene una familia a la que atender.
-Y yo tengo un trabajo de mucha responsabilidad.
-Lo sé, así sustituyes a los hijos.
-Así que Bella puede dejarte tirada, pero yo no.
-Así es, cariño.
Toni intentó seguir el ejemplo de su madre y mostrarse magnánima, pero no podía dejar de pensar en sus amigos, que estarían en el balneario, dándose un baño en el jacuzzi, haciendo el tonto o tomando café frente a una gran chimenea encendida. Con el paso de las horas, Charles y Damien se irían relajando y darían rienda suelta a su hilarante amaneramiento; Michael contaría anécdotas de su visceral madre irlandesa, toda una leyenda en su pueblo natal de Liverpool, y Bonnie recordaría los tiempos de la universidad y los líos en los que Toni y ella se habían metido cuando eran las únicas mujeres entre trescientos estudiantes de ingeniería. Se lo estarían pasando en grande mientras ella conducía por la nieve con su madre.
Se dijo a sí misma que no podía seguir autocompadeciéndose. «Soy una mujer adulta -pensó-, y los adultos tienen responsabilidades. Además, puede que mamá no viva muchos más años, así que debería disfrutar de su compañía mientras pueda.»
Le resultó más difícil ser positiva cuando pensó en Stanley. Aquella mañana se había sentido más cercana a él que nunca, pero de pronto había un abismo insalvable entre ambos. Se preguntó si no lo habría presionado más de la cuenta. ¿Lo había obligado a elegir entre su familia y ella? Si se hubiera mordido la lengua, tal vez él no se hubiera sentido obligado a tomar una decisión. Pero Toni tampoco se había abalanzado sobre él, y a veces una mujer tenía que darle un empujoncito al hombre o se arriesgaba a que este nunca diera el primer paso.
No tenía sentido lamentarse, se dijo a sí misma. Lo había perdido y punto.
Avistó en la distancia las luces de una gasolinera.
-¿Tienes que ir al baño, mamá? -preguntó.
-Sí, por favor.
Toni aminoró la marcha y detuvo el coche frente al surtidor. Llenó el depósito y luego acompañó a su madre hasta la tienda de la gasolinera. Mientras ella pagaba, la anciana se fue al lavabo. Cuando volvía al coche, su móvil empezó a sonar, pensando que quizá fuera una llamada del Kremlin, lo cogió apresuradamente.
-Toni Gallo al habla.
-Soy Stanley Oxenford.
-Ah. -Se quedó sin palabras. Aquello sí que no se lo esperaba.
-¿Te llamo en mal momento, quizá? -preguntó educadamente.
-No, no, qué va -se apresuró a contestar, sentándose al volante-. Pensé que quizá llamaban del Kremlin, y me preocupaba que algo pudiera ir mal.
Cerró la puerta del coche.
-Todo va perfectamente, al menos que yo sepa. ¿Qué tal el balneario?
-Al final no me he ido.
Le explicó lo que había pasado.
-Qué mala pata -comentó él.
El corazón de Toni latía aceleradamente sin que supiera muy bien por qué.
-¿Y tú qué tal? ¿Va todo bien por ahí? -Se preguntaba a qué se debía aquella llamada mientras observaba la tienda fuertemente iluminada de la gasolinera. Su madre tardaría un buen rato en salir del lavabo.
-La cena familiar ha acabado como el rosario de la aurora. No es la primera vez. A veces se encienden los ánimos.
-¿Qué ha pasado?
-Seguramente no debería contártelo.
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