«¿Entonces por qué me has llamado?», pensó. No era propio de Stanley llamar sin un buen motivo. Por lo general parecía tan centrado que daba la impresión de tener una lista mental de los asuntos que necesitaba resolver.
-Resumiendo, Kit ha sacado a la luz que Miranda se acostó con Hugo, el marido de su hermana.
-¡Madre mía! -Toni se imaginó la escena: el apuesto y malicioso Kit, la rellenita y atractiva Miranda, un galán de tres al cuarto que atendía al nombre de Hugo y la temible Olga. Era como para echarse a temblar, pero lo que más la sorprendía era que Stanley se lo estuviera contando precisamente a ella. Una vez más, la trataba como si fueran amigos íntimos, pero Toni desconfió de esta impresión. Si se permitía el lujo de hacerse ilusiones, él podía volver a echarlas por tierra en cualquier momento. No obstante, se resistía a poner fin a la conversación.
-¿Y tú qué tal te lo has tomado?
–Hombre, Hugo siempre ha sido un poco mujeriego. Olga tendría que conocerlo de sobra después de casi veinte años casados. Se siente humillada y se ha puesto hecha una furia. De hecho, oigo sus gritos ahora mismo. Pero creo que acabará perdonándole. Miranda me ha explicado las circunstancias. No es que tuviera una aventura con Hugo; solo se acostó con él una vez, cuando estaba deprimida por su divorcio, y desde entonces no ha dejado de lamentarlo. Creo que, a la larga, Olga también acabará perdonándola. El que me preocupa es Kit. -Había una gran tristeza en su voz-. Siempre quise que mi hijo fuera valiente, que tuviera principios, que se convirtiera en un hombre de bien al que todos pudieran respetar. Pero es débil y malvado.
Como en una revelación, Toni comprendió de pronto que Stanley hablaba con ella como lo habría hecho con Marta. Después de una bronca como aquella, se habrían ido los dos a su habitación y, ya en la cama, habrían comentado el comportamiento de cada uno de sus hijos. Stanley echaba de menos a su esposa y trataba a Toni como una sustituta, pero eso ya no le hacía ilusión, sino todo lo contrario. Estaba resentida. Stanley no tenía ningún derecho a utilizarla de aquella manera. Se sintió explotada. Además, iba siendo hora de que fuera a ver si su madre estaba bien.
Estaba a punto de decírselo cuando Stanley se le adelantó: -Pero no debería agobiarte con todo esto. Te llamaba por otra cosa.
Eso era más propio de Stanley, pensó Toni. Su madre podía esperar unos minutos más.
Stanley prosiguió:
-Cuando hayan pasado las navidades, ¿querrás salir a cenar conmigo algún día?
«¿Y ahora, a qué viene esto?», pensó.
-Claro -contestó. ¿Adonde quería ir a parar Stanley?
-Ya sabes lo que pienso de los jefes que se insinúan a sus subordinadas. Creo que las ponen en una situación muy delicada, temiendo que si lo rechazan puedan sufrir represalias.
-Yo no tengo ese problema -dijo Toni, en un tono algo brusco. ¿Trataba Stanley de decirle que aquella invitación no presuponía ningún interés personal por su parte para que no se sintiera incómoda? Tenía un nudo en la garganta, pero aun así se esforzó por sonar absolutamente normal:
-Me encantaría cenar contigo.
-He estado pensando en nuestra charla de esta mañana, en el acantilado.
«Yo también», pensó ella.
-Te dije algo que no he dejado de lamentar desde entonces.
-¿Qué…? -Apenas podía respirar-. ¿Qué dijiste?
-Que nunca podría formar otra familia.
-¿No lo decías en serio?
-Lo dije porque… tenía miedo. ¿Qué raro, verdad, que me acobarde a estas alturas de mi vida?
-¿Miedo de qué?
Tras una larga pausa, Stanley dijo:
-De mis propios sentimientos.
Toni estuvo a punto de dejar caer el teléfono. Sintió que la sangre se le agolpaba en el rostro.
-Tus sentimientos… -repitió.
-Si esta conversación te está resultando terriblemente incómoda, debes decírmelo ahora mismo, y no volveré a mencionarla jamás.
-Sigue.
-Cuando me dijiste que Osborne te había invitado a salir, me di cuenta de que no vas a estar libre toda la vida, y que probablemente no tardarás en encontrar a alguien. Si estoy haciendo un ridículo espantoso, te suplico que me lo digas cuanto antes y pongas fin a mi sufrimiento.
-No. -Toni tragó en seco. Se dio cuenta de lo difícil que aquello le estaría resultando. Habrían pasado por lo menos cuarenta años desde la última vez que le había hablado así a una mujer. Tenía que echarle una mano. Debía dejar claro que no se sentía ofendida-. No estás haciendo un ridículo espantoso ni mucho menos.
-Esta mañana me dio la impresión de que quizá sintieras algo por mí, y eso es lo que me dio miedo. ¿Hago bien en decirte todo esto? Ojalá pudiera verte la cara.
-Me alegro mucho de que lo hayas hecho -repuso ella con un hilo de voz-. Me haces muy feliz.
-¿De verdad?
-De verdad.
-¿Cuándo podemos vernos? Quiero seguir hablando de esto.
-Verás, ahora mismo estoy con mi madre. Nos hemos parado en una gasolinera y acaba de salir del lavabo. La estoy viendo. -Toni salió del coche, todavía con el teléfono pegado al oído-. Hablemos mañana por la mañana.
-No cuelgues todavía. Tenemos tanto de qué hablar…
Toni llamó a su madre por señas y gritó:
-¡Estoy aquí!
La anciana la vio y cambió el rumbo de sus pasos. Toni abrió la puerta del acompañante y la ayudó a acomodarse en el asiento mientras le decía:
-Termino esta llamada y nos vamos.
-¿Dónde estás? -preguntó Stanley.
Toni cerró la puerta del lado de su madre.
-A unos quince kilómetros de Inverburn, pero hay unas retenciones tremendas en la carretera.
-Quedemos mañana. Ya sé que ambos tenemos obligaciones familiares, pero también tenemos derecho a sacar un poco de tiempo para nosotros mismos.
-Ya se nos ocurrirá algo -dijo Toni, al tiempo que abría la puerta del conductor-. Tengo que irme, mamá está empezando a coger frío.
-Hasta mañana -se despidió él-. Llámame cuando te apetezca, sea la hora que sea.
-Hasta mañana.
Toni cerró la solapa del teléfono y se metió en el coche.
-Vaya sonrisa -observó su madre-. Te veo mucho más animada. ¿Con quién hablabas, alguien especial?
-Sí -contestó Toni-. Alguien muy especial.
22.30
Kit esperaba en su habitación, impaciente porque todos se acostaran de una vez. Necesitaba salir cuanto antes, pero si alguien lo oía estaba perdido, así que permaneció a la espera.
Se sentó al viejo escritorio del cuarto trastero. Su portátil seguía enchufado a la corriente, para ahorrar batería. La necesitaría aquella misma noche. El móvil estaba en su bolsillo.
Había atendido tres llamadas, dos de entrada y una de salida. Las primeras eran inofensivas llamadas personales a los guardias de seguridad y las pasó sin más. La tercera era una llamada del Kremlin a Steepfall. Kit supuso que, al no poder ponerse en contacto con Toni Gallo, Steve Tremlett debió llamar a Stanley para informarle del problema en las líneas telefónicas. Kit le puso un mensaje grabado que advertía de un fallo en la línea. Mientras aguardaba, permanecía atento a los ruidos de la casa. En la habitación de al lado, Olga y Hugo discutían acaloradamente. Ella le lanzaba preguntas y acusaciones como una ametralladora y él reaccionaba mostrándose, por este orden, arrepentido, suplicante, persuasivo, bromista y arrepentido de nuevo. Abajo, Luke y Lori habían estado trajinando en la cocina durante media hora, y luego la puerta principal se había cerrado sonoramente. Se habrían ido a su casa, que quedaba a poco más de un kilómetro de distancia. Los chicos estaban en el granero, y Kit suponía que Miranda y Ned se habrían ido al chalet de invitados. Stanley había sido el último en irse a la cama. Antes, se había encerrado en el estudio y había hecho una llamada. Era fácil saber si alguien más estaba usando el teléfono en la casa, porque había un indicador luminoso que se encendía en todas las extensiones. Al cabo de un rato, Kit lo oyó subir las escaleras y cerrar la puerta de su habitación. Olga y Hugo entraron juntos al cuarto de baño, y después ya no hicieron más ruido. O bien habían hecho las paces o bien estaban exhaustos. La perra, Nellie, estaría en la cocina, acostada junto al horno, en el rincón más caliente de la casa.
Kit esperó un poco más, con la esperanza de que todos se durmieran.
La bronca de antes lo redimía, en cierto sentido. El desliz de Miranda demostraba que él no era el único pecador de la familia. Lo habían reprendido por revelar un secreto, pero ciertas cosas había que sacarlas a la luz. ¿Por qué sus transgresiones tenían que magnificarse hasta sacarlas completamente de madre y en cambio las de los demás podían esconderse bajo la alfombra? Que se enfadaran. Él había disfrutado viendo cómo Olga le zurraba a Hugo. «Mi hermana mayor es de armas tomar», pensó divertido.
Se preguntó si habría llegado el momento de marcharse. Estaba listo. Se había quitado su anillo de sello y había reemplazado su elegante reloj de Armani por un Swatch del montón. Llevaba pantalones vaqueros y un jersey negro abrigado. Bajaría descalzo y se pondría las botas antes de salir.
Se levantó, pero justo entonces oyó la puerta de atrás. Se le escapó una maldición. Alguien acababa de entrar en la cocina, seguramente alguno de los chicos, para atacar la nevera. Se quedó a la espera de oír la puerta de nuevo, lo que indicaría que se habían marchado, pero lo único que oyó fue el sonido de pasos subiendo la escalera.
Instantes después se abrió la puerta de su habitación, alguien cruzó la estancia y Miranda apareció en el cuarto trastero. Llevaba puestas las botas de agua y un chubasquero por encima del camisón, y sostenía una sábana y una manta. Sin decir una palabra, se dirigió al sillón cama y extendió la sábana.
Kit no daba crédito a sus ojos.
-Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué pretendes?
-Me quedo a dormir aquí -contestó ella con toda serenidad.
-¡No puedes! -replicó Kit, al borde del pánico.
-No veo por qué no.
-Se supone que te quedas en el chalet de invitados.
-He discutido con Ned, gracias a tus revelaciones de sobremesa, chivato de mierda.
-¡No te quiero aquí!
-Me importa un pepino lo que quieras.
Kit intentó recobrar la calma. Observó con desesperación a Miranda mientras se hacía la cama. ¿Cómo iba a escaparse de su habitación teniéndola allí, donde podía oír el menor de sus movimientos? Además, con lo disgustada que estaba, era probable que tardara horas en quedarse dormida, y a la mañana siguiente seguro que se despertaría antes de que él volviera, por lo que notaría su ausencia. Su coartada se venía abajo por momentos.
Tenía que irse sin demora. Fingiría estar más enfadado aún de lo que estaba.
-Que te den -masculló, mientras desenchufaba el portátil y lo cerraba-. No pienso quedarme aquí contigo.
Salió a la habitación principal.
-¿Adonde vas?
Aprovechando que Miranda no lo veía, Kit cogió sus botas.
-Me voy a ver la tele al estudio.
-Pues no la pongas muy alta.
Miranda cerró de un portazo la puerta que separaba las dos habitaciones.
Kit se fue.
Cruzó de puntillas el rellano en penumbra y bajó las escaleras. Los peldaños de madera gimieron bajo su peso, pero toda la casa crujía y nadie se fijaba en aquella clase de ruidos. Un débil halo de luz se colaba por el ventanuco de la puerta principal, dibujando sombras en torno al perchero, el pie de la escalera y los listines apilados sobre la mesita del teléfono. Nellie salió de la cocina y se detuvo junto a la puerta moviendo la cola, esperando con irreprimible optimismo canino que la sacaran a pasear.
Kit se sentó en un escalón y se puso las botas, atento al posible sonido de una puerta abriéndose en el piso de arriba. Era un momento peligroso, y sintió un escalofrío de miedo mientras se ataba los cordones a tientas. Siempre había trajín a media noche. Olga podía salir a por un vaso de agua, Caroline venir desde el granero en busca de una pastilla para el dolor de cabeza, Stanley verse sorprendido por la inspiración científica y levantarse para ponerse delante del ordenador.
Se ató los cordones de las botas y se puso su chaquetón acolchado. Estaba a punto de conseguirlo.
Si alguien lo sorprendiera en aquel momento, se marcharía de todas formas. Ya nada podía detenerlo. Los problemas vendrían al día siguiente. Sabiendo que se había marchado, podían adivinar dónde había ido, y todo su plan se basaba en lograr que nadie comprendiera lo ocurrido.
Apartó a Nellie de la puerta y la abrió. En aquella casa nunca se cerraban las puertas con llave. Stanley creía que los intrusos difícilmente llegarían hasta aquel rincón apartado, y en caso de que lo hicieran la perra era la mejor alarma antirrobo.
Salió afuera. Hacía un frío glacial y nevaba copiosamente. Empujó el hocico de Nellie hacia dentro y cerró la puerta tras de sí con un ligero clic.
Las luces que rodeaban la casa se dejaban encendidas toda la noche, pero aun así apenas se divisaba el garaje. En el suelo había una capa de nieve de varios centímetros de grosor. En pocos segundos, Kit tenía los calcetines y el dobladillo de los pantalones empapados. Lamentó no haberse puesto las botas de lluvia.
Su coche estaba en el extremo mas alejado del garaje, cubierto por un manto de nieve. Deseó con todas sus fuerzas que arrancara a la primera. Entró en el coche y dejó el portátil en el asiento del acompañante para poder contestar rápidamente a las llamadas del Kremlin. Giró la llave en el contacto. El coche dio un respingo y carraspeó, pero al cabo de unos segundos el motor empezó a rugir.
Deseó que nadie lo oyera.
La nieve caía con tanta intensidad que apenas veía nada. Se vio obligado a encender los faros, rezando para que no hubiera nadie asomado a la ventana.
Se puso en marcha. El coche derrapaba peligrosamente en la espesa nieve. Kit avanzó despacio, tratando de no hacer maniobras bruscas. Sacó el coche hasta el camino de acceso, rodeó la cima del acantilado con suma cautela y se adentró en el bosque. Desde allí, siguió hasta la carretera principal.
Allí la nieve no era virgen. Había marcas de neumáticos en ambas direcciones. Se dirigió al norte, en dirección opuesta a la del Kremlin, y avanzó siguiendo las huellas de los otros vehículos. Al cabo de diez minutos tomó una carretera secundaria que serpenteaba entre las colinas. Allí no había marcas de neumáticos, y Kit aminoró la marcha, lamentando no tener tracción a las cuatro ruedas.
Finalmente avistó un letrero con la inscripción «Academia de aviación de Inverburn» y tomó el camino señalado, que conducía a una verja metálica abierta de par en par. Cruzó la verja y se adentró en la propiedad. Los faros del coche alumbraron un hangar y una torre de control.
El lugar parecía desierto. Por un momento, Kit casi deseó que los demás no se presentaran, para poder cancelarlo todo. La idea de poner fin cuanto antes a aquella terrible tensión se le antojaba tan apetecible que se desanimó y empezó a sentirse deprimido. «Resiste -se dijo a sí mismo-. Esta noche se acaban todos tus problemas.»
La puerta del hangar estaba semiabierta. Kit entró lentamente al volante de su coche. Dentro no había aviones -el aeródromo solo funcionaba durante los meses de verano-, pero enseguida vio un Bentley Continental de color claro que reconoció como el coche de Nigel Buchanan. Junto a este había una furgoneta con el rótulo comercial de Hibernian Telecom.
No había un alma a la vista, pero desde el hueco de la escalera llegaba un débil resplandor. Kit cogió su portátil y subió las escaleras hasta la torre de control.
Nigel estaba sentado delante de un escritorio. Llevaba puesto un jersey rosa de cuello vuelto y una cazadora. Sostenía un teléfono móvil y se le veía tranquilo. Elton estaba apoyado contra la pared y lucía una gabardina beis con el cuello levantado. A sus pies descansaba una gran bolsa de lona. Daisy se había escarranchado en una silla y apoyaba sus pesadas botas en la repisa de la ventana. Se había puesto unos ajustados guantes de ante beis que le daban un aire tan femenino como incongruente.
Nigel hablaba por teléfono con su melodioso acento londinense.
-Aquí está nevando bastante ahora mismo, pero los del tiempo dicen que lo peor de la tormenta nos pasará de largo… sí, mañana por la mañana podrás coger un avión, seguro… llegaremos aquí bastante antes de las diez… yo estaré en la torre de control, hablaremos en cuanto llegues… no habrá ningún problema, siempre que traigas el dinero, todo el dinero, en billetes pequeños y grandes, tal como acordamos.
Al oír hablar de dinero, Kit sintió un escalofrío de emoción. En tan solo doce horas y unos pocos minutos, tendría trescientas mil libras en sus manos. Por poco tiempo, bien era cierto, porque enseguida tendría que devolverle la mayor parte de esa cantidad a Daisy, Pero le quedarían cincuenta mil. Se preguntaba cuánto espacio ocupaban cincuenta mil libras en billetes grandes y pequeños. ¿Cabrían en sus bolsillos? Debería haber cogido un maletín…
-Gracias a ti -dijo Nigel-. Hasta mañana. -Entonces se dio la vuelta. – Hombre, Kit. Llegas justo a tiempo.
-¿Con quién hablabas, con nuestro cliente? -preguntó Kit.
-Con su piloto- Llegará en helicóptero.
Kit frunció el ceño.
-¿Qué dirá su plan de vuelo?
-Que despega de Aberdeen y aterriza en Londres. Nadie sabrá que hizo una escala imprevista en la academia de aviación de Inverburn.
-Bien.
-Me alegro de que te lo parezca -repuso Nigel con un punto de sarcasmo. Kit lo interrogaba constantemente sobre sus áreas de competencia– Le preocupaba que, pese a tener experiencia, Nigel careciera de la preparación y la inteligencia que él poseía. Nigel contestaba a sus preguntas con una distancia irónica no exenta de humor. Para él Kit era el principiante, por lo que debía confiar en él sin cuestionar sus decisiones.
-Bueno, ¿preparados para la sesión de transformismo? -dijo Elton, al tiempo que sacaba de la bolsa de lona cuatro monos de trabajo con el logotipo de Hibernian Telecom estampado en la espalda. Todos se pusieron una de aquellas prendas.
-Esos guantes quedan muy raros con el mono -le espetó Kit a Daisy.
-No me digas -replicó ella.
Kit se la quedó mirando fijamente unos segundos, pero luego apartó la mirada. Daisy era conflictiva, y deseó que no fuera a estar presente aquella noche. Le tenía miedo pero también la detestaba y estaba decidido a humillarla, tanto para sentar su autoridad como para vengarse de lo que le había hecho aquella mañana. Iban a tener un enfrentamiento más pronto que tarde y Kit temía y anhelaba ese momento a la vez.
A continuación, Elton repartió unas tarjetas de identificación en las que ponía: «Equipo de Mantenimiento de Hibernian Telecom». La de Kit portaba la fotografía de un hombre mayor que no se le parecía en nada. El pelo negro le colgaba por debajo de las orejas en un estilo que había estado de moda mucho antes de que él naciera, pero además lucía un mostacho a lo Zapata y llevaba gafas.
Elton hurgó de nuevo en su bolsa y entregó a Kit una peluca negra, un bigote del mismo color y un par de gafas de montura pesada con lentes oscuros. También le ofreció un espejo de mano y un pequeño tubo de cola. Kit se pegó el bigote sobre el labio superior y se puso la peluca sobre su propio pelo, de un tono castaño y cortado muy corto, como mandaban los cánones estéticos del momento. Se miró en el espejo, satisfecho con el resultado. El disfraz le daba un aspecto radicalmente distinto. Elton había hecho un buen trabajo.
Kit se fiaba de Elton. Bajo su mordacidad se ocultaba una implacable eficiencia. No se detendría ante nada con tal de cumplir su misión, pensó.
Aquella noche Kit tenía intención de evitar a los guardias con los que había coincidido en el Kremlin mientras trabajaba allí. Sin embargo, en el caso de que se viera obligado a hablar con ellos, confiaba en que no lo reconocerían. Se había despojado de los objetos personales que podían delatarlo, y pensaba cambiar de acento.
Elton también había buscado disfraces para los demás y para sí mismo. Nadie los conocía en el Kremlin, así que no había peligro de que los reconocieran, pero más tarde los guardias de seguridad darían sus descripciones a la policía, y gracias a los disfraces esas descripciones no tendrían nada que ver con su aspecto real.
Nigel también se puso una peluca sobre el pelo corto, de un rubio rojizo. Con aquella peluca entrecana que le llegaba a la barbilla, el londinense elegante e informal parecía un Beatle entrado en años. Como remate, se puso unas gafas de montura aparatosa y desfasada.
Daisy se cubrió el cráneo rapado con una larga peluca rubia. Un par de lentes de contacto cambiaron el habitual color marrón de sus ojos por un azul intenso. Estaba incluso más horrorosa de lo habitual. Kit se preguntaba a menudo por su vida sexual. Había conocido a un hombre que se jactaba de haberse acostado con ella, pero lo único que había dicho al respecto era «Todavía tengo moratones». Mientras Kit la observaba, Daisy se quitó los piercings que le colgaban de la ceja, la nariz y el labio inferior. El resultado era un aspecto ligeramente menos inquietante.
Elton había reservado para sí mismo el más sutil de todos los disfraces. Lo único que se puso fueron unos dientes postizos que hacían sobresalir su mandíbula superior, pero eso era cuanto bastaba para cambiar su apariencia de un modo radical. De pronto, el guaperas se había esfumado y en su lugar había un tipo con aspecto de empollón.
Por último, repartió entre todos los presentes gorras con el rótulo de Hibernian Telecom impreso sobre la visera.
-La mayor parte de las cámaras de seguridad están situadas en puntos elevados -explicó-. Una gorra con visera impedirá que consigan una toma decente de nuestras caras.
Estaban listos. Hubo un momento de silencio en el que se miraron unos a otros. Luego Nigel dijo:
-Que empiece el espectáculo.
Abandonaron la torre de control y bajaron hasta el hangar. Elton se puso al volante de la furgoneta y Daisy se acomodo a su lado de un salto. Nigel ocupó el tercer asiento. No había mas sitio delante, por lo que Kit tendría que ir sentado en el suelo de la parte trasera, con las herramientas.
Mientras los miraba fijamente, preguntándose qué hacer, Daisy se arrimó a Elton y le puso una mano en la rodilla.
-¿Te gustan las rubias? -preguntó.
-Estoy casado -contestó él, mirando hacia delante con gesto impasible.
Daisy deslizó la mano por su muslo en dirección a la ingle.
-Pero seguro que te gustaría montártelo con una chica blanca para variar, ¿no?
-Estoy casado con una blanca.
Elton le asió la muñeca y apartó su mano con firmeza.
Kit decidió que había llegado el momento de poner a Daisy en su sitio. Con un nudo en la garganta, dijo:
-Daisy, pásate a la parte de atrás.
-Que te den por el culo -replicó ella.
-No te lo estoy pidiendo, sino ordenando. Pásate atrás.
-¿Por qué no me obligas?
-Si eso es lo que quieres…
-Venga, adelante -repuso ella con una sonrisa burlona-. No sabes la ilusión que me hace.
-Me largo -dijo Kit. Respiraba con dificultad a causa del miedo, pero se las arregló para aparentar una tranquilidad que distaba mucho cíe sentir-. Lo siento, Nigel. Buenas noches a todos.
Se alejó de la furgoneta con piernas temblorosas. Se metió en su coche, puso el motor en marcha, encendió los faros y esperó.
Desde su posición alcanzaba a ver lo que ocurría en el interior de la furgoneta, cuyos ocupantes discutían entre sí. Daisy hacía aspavientos. Al cabo de un minuto, Nigel salió de la furgoneta y sostuvo la puerta. Daisy seguía protestando. Entonces, Nigel rodeó la furgoneta por detrás, abrió las puertas posteriores y volvió a la parte delantera.
Por fin, Daisy accedió a bajar del vehículo. Se quedó allí de pie como un pasmarote, fulminando a Kit con la mirada. Nigel volvió a hablarle, y solo entonces se subió a la parte de atrás de la furgoneta y cerró las puertas con violencia.
Kit volvió a la furgoneta y se sentó delante. Elton arrancó salió del garaje y se detuvo. Nigel cerró la gran puerta del hangar y volvió a subirse a la furgoneta.
-Solo espero que los del tiempo no se hayan equivocado -rezongó Elton-. Esto parece el puto polo norte.
Poco después, franquearon la verja del aeródromo.
Fue entonces cuando el móvil de Kit empezó a sonar. Levantó la tapa de su portátil. En la pantalla ponía: «Toni llamando al Kremlin».
23.00
La señora Gallo se quedó dormida tan pronto como salieron de la gasolinera. Toni detuvo el coche, reclinó el asiento del acompañante hacia atrás e improvisó una almohada con su bufanda. La anciana dormía como un bebé. Le resultaba extraño, cuidar de su madre como si fuera una niña. Le hacía sentirse mayor.
Pero nada podría deprimirla después de su conversación con Stanley. Con el estilo sobrio y comedido que lo caracterizaba, se le había declarado. Toni acariciaba esa certeza para sus adentros mientras se dirigía a Inverburn circulando sobre la nieve con una lentitud desesperante.
Su madre seguía profundamente dormida cuando alcanzaron las afueras de la ciudad. Aún había algún que otro juerguista en la calle. El tráfico impedía que la nieve se acumulara en la calzada, lo que le permitía conducir sin la incómoda sensación de que el coche podía írsele de las manos en cualquier momento. Aprovechó para llamar al Kremlin, solo para comprobar qué tal iba todo.
Steve Tremlett cogió el teléfono.
-Oxenford Medical.
-Soy Toni. ¿Cómo va todo?
-Hola, Toni. Ha habido un pequeño problema, pero estamos en ello.
Toni sintió un escalofrío.
-¿Qué problema?
-La mayoría de los teléfonos no funciona. El único que da señal es este, el de recepción.
-¿Qué ha pasado?
-Ni idea. La nieve, supongo.
Toni movió la cabeza en señal de negación, perpleja.
-Esa instalación telefónica costó cientos de miles de libras No debería venirse abajo por culpa del mal tiempo. ¿Podemos arreglarlo?
-Sí. He llamado a los de Hibernian Telecom y han enviado a un equipo de mantenimiento. Deben de estar a punto de llegar.
-¿Y qué pasa con las alarmas?
-No sé si están funcionando.
-Maldita sea. ¿Has hablado con la policía?
-Sí. Antes ha venido por aquí un coche patrulla. Se han dado una vuelta por las instalaciones pero no han visto nada fuera de lo común. Se han ido hace un ratito, para empezar a detener borrachos.
Un hombre cruzó la calle con paso tambaleante y Toni se vio obligada a pegar un volantazo para esquivarlo.
-Trabajo no les va a faltar, desde luego.
Hubo una pausa.
-¿Dónde estás?
-En Inverburn.
-Creía que te ibas a pasar la Navidad a un balneario.
-Yo también, pero ha surgido un imprevisto. Mantenrne informada de lo que digan los de mantenimiento, ¿vale? Mejor llámame al móvil.
-Claro.
Toni colgó.
«Joder -se dijo-. Primero lo de mi madre, y ahora esto.»
Se abrió paso por las intrincadas calles de su barrio, encaramado a la falda de la montaña, de cara al puerto. Cuando llego a su edificio aparcó el coche pero no salió.
Tenía que ir al Kremlin.
Si hubiera estado en el balneario, ni se le habría ocurrido volver, pero seguía en Inverburn. Tardaría un buen rato en llegar allí debido al mal tiempo -una hora, como mínimo, en lugar de los habituales diez o quince minutos-, pero nada le impedía hacerlo. El único problema era su madre.
Toni cerró los ojos. ¿De veras tenía que ir hasta el Kremlin? Incluso en el supuesto de que Michael Ross estuviera compinchado con los activistas de Amigos de los Animales, era poco probable que estos estuvieran detrás del fallo de la instalación telefónica. Sabotearla no era tarea fácil. Claro que, si se lo hubieran preguntado un día antes, habría dicho que era imposible sacar un conejo a escondidas del NBS4.
Suspiró, resignada. Solo podía hacer una cosa. En última instancia, la seguridad del laboratorio era responsabilidad suya, y no podía quedarse en casa e irse a dormir tranquila sabiendo que algo raro estaba pasando en Oxenford Medical.
Sin embargo, no podía dejar a su madre sola, y a aquellas horas tampoco podía pedirle a ningún vecino que se hiciera cargo de ella durante un rato. No le quedaba más remedio que llevarla consigo.
Mientras ponía la primera, un hombre se apeó de un Jaguar de color claro que estaba estacionado junto al bordillo, unos coches más allá del suyo. Había algo familiar en él, pensó Toni, resistiéndose a arrancar. El hombre avanzaba por la acera en su dirección. A juzgar por su forma de caminar, estaba ligeramente ebrio. El hombre se acercó a su ventanilla, y fue entonces cuando Toni reconoció a Carl Osborne, el presentador de televisión. Llevaba un pequeño bulto en la mano.
Toni volvió a poner el coche en punto muerto y bajó la ventanilla.
-Hola, Carl –saludó-. ¿Qué haces aquí?
-Te estaba esperando, aunque a punto de darme por vencido.
Justo entonces, la madre de Toni se despertó y dijo:
-Hola, ¿es tu novio?
-Mamá, te presento a Carl Osborne. Y no, no es mi novio.
Con su habitual perspicacia y su no menos habitual falta de tacto, la anciana replicó:
-Pero a lo mejor le gustaría serlo.
Toni se volvió hacia Carl, que sonreía abiertamente.
-Te presento a mi madre, Kathleen Gallo.
-Es un placer conocerla, señora Gallo.
-¿Por qué me estabas esperando? -le preguntó Toni.
-Te he comprado un regalo -dijo él, enseñándole lo que llevaba en la mano. Era un cachorro-. Feliz Navidad -añadió, y lo dejó caer sobre su regazo.
-¡Carl, por el amor de Dios, no seas ridículo! -Toni cogió el bulto peludo y trató de devolvérselo, pero él se apartó del coche al tiempo que levantaba los brazos.
-¡Ahora es tuyo!
El cachorro era suave y cálido al tacto, y una parte de ella deseaba estrecharlo contra su pecho, pero sabía que tenía que deshacerse de él. Se apeó del coche.
-No quiero una mascota -dijo con firmeza-. Soy una mujer soltera en un puesto de mucha responsabilidad y tengo a una anciana a mi cargo, así que no puedo darle a un perro la atención que necesita.
-Seguro que te las arreglarás. ¿Cómo lo vas a llamar? Carl es un nombre bonito.
Toni miró al cachorro. Era un pastor inglés, blanco con manchas grises, de unas ocho semanas. Podía sostenerlo con una sola mano, aunque saltaba a la vista que no podría hacerlo por mucho tiempo. El cachorro la lamió con su lengua áspera y la miró con ojos suplicantes. Toni sacó fuerzas de flaqueza.
Se acercó al coche de Carl Osborne y depositó al cachorro suavemente en el asiento delantero.
-El nombre se lo pones tú -le dijo-. Yo ya tengo demasiadas responsabilidades.
-Al menos piénsatelo -suplicó él. Parecía decepcionado-. Me lo quedo esta noche y mañana te llamo.
Toni volvió a subirse a su coche.
-Hazme un favor, no me llames.
Puso la primera.
-Eres una mujer despiadada -le espetó mientras Toni arrancaba.
Por algún motivo, aquel comentario le llegó al alma. «No soy una mujer despiadada», pensó. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas. «He tenido que hacer frente a la muerte de Michael Ross y a una horda de periodistas rabiosos, Kit Oxenford me ha llamado zorra, mi hermana me ha dejado en la estacada y he tenido que cancelar las vacaciones que tanta ilusión me hacían. Me hago responsable de mí misma, de mi madre y del Kremlin, pero no puedo cargar también con un cachorro, y punto.»
Entonces se acordó de Stanley y se dio cuenta de que le daba absolutamente igual lo que dijera Carl Osborne.
Se secó los ojos con el dorso de la mano y miró hacia delante, esforzándose por ver algo entre la nieve que caía formando remolinos. Tras abandonar su calle, se dirigió a la principal vía de salida de la ciudad.
-Carl parece un buen hombre -comentó la señora Gallo.
-Las apariencias engañan, madre. En realidad, es bastante superficial y mentiroso.
-Nadie es perfecto. A tu edad no debe de ser fácil encontrar un buen partido.
-Por no decir imposible.
-Y no querrás acabar sola.
Toni sonrió para sus adentros.
-Algo me dice que no lo haré.
El tráfico se iba haciendo menos intenso a medida que se del centro de la ciudad, y había una gruesa capa de nieve sobre la calzada. Mientras bordeaba con cautela una serie de rotondas,Toni se dio cuenta de que un coche la seguía de cerca. Al mirar por el espejo retrovisor, reconoció al Jaguar de color claro.
Era Carl Osborne.
Se detuvo en el arcén y él hizo lo propio.
Toni se apeó del coche y se acercó a su ventanilla
-¿Qué pasa ahora?
-Soy periodista, Toni -contestó él-. Son casi las doce, es Nochebuena y tienes que ocuparte de tu anciana madre, pero aun así te has puesto al volante y pareces dirigirte al Kremlin. Aquí tiene que haber una buena historia.
-Mierda -masculló Toni.
DÍA DE NAVIDAD
El Kremlin parecía sacado de un cuento de hadas, cubierto por el manto de nieve que seguía cayendo copiosamente sobre sus torres y tejados iluminados. Mientras la furgoneta con el rótulo de Hibernian Telecom impreso en un costado se acercaba a la entrada del complejo, Kit se imaginó por un momento como un valeroso caballero que se disponía a sitiar el castillo enemigo.
Sintió alivio al llegar. La tormenta se estaba convirtiendo en una ventisca en toda regla pese a lo que habían previsto los meteorólogos, y llegar hasta allí desde el aeródromo les había llevado más tiempo del previsto. El retraso lo inquietaba. Cada minuto que pasaba crecían las probabilidades de que surgiera algún obstáculo capaz de poner en peligro su elaborado plan.
La llamada de Toni Gallo lo inquietaba. Le había dejado hablar con Steve Tremlett por temor a que decidiera presentarse en el Kremlin para averiguar qué estaba pasando si le ponía un mensaje anunciando la avería en las líneas. Pero tras escuchar la conversación entre ambos llegó a la conclusión de que era muy posible que lo hiciera de todos modos. Lástima que estuviera en Inverburn y no en un balneario a ochenta kilómetros de distancia.
La primera barrera de seguridad se levantó y Elton avanzó hasta quedarse a la altura de la garita. Había dos guardias en su interior, tal como Kit esperaba. Elton bajó la ventanilla. Uno de los guardias sacó la cabeza y dijo:
-Qué alegría veros, chicos.
Kit no conocía a aquel hombre pero, recordando su conversación con Hamish, se dijo que solo podía ser William Crawford. Detrás de este estaba el propio Hamish.
-Es un detalle que hayáis venido en plena Nochebuena -comentó Willie.
-Gajes del oficio -contestó Elton.
-Sois tres, ¿verdad?
-Cuatro. Falta Ricitos de Oro, que va detrás.
Se oyó un gruñido en la parte de atrás de la furgoneta.
-Cuidado con lo que dices, capullo.
Kit reprimió una maldición. ¿Cómo podían ponerse a discutir en un momento tan crucial?
-Dejadlo ya -murmuró Nigel.
Willie no parecía haber oído nada.
-Necesito que os identifiquéis, por favor.
Todos sacaron sus falsas tarjetas de identificación. Elton las había reproducido a partir del recuerdo visual de Kit. Rara vez había averías en las líneas telefónicas, así que Kit había dado por sentado que ningún guardia recordaría con exactitud qué aspecto tenían las tarjetas de identificación de Hibernian Telecom, pero ahora, mientras aquel hombre escrutaba las tarjetas como si fueran billetes de cincuenta libras con aspecto sospechoso, contuvo la respiración.
Willie apuntó los nombres que figuraban en cada una de las tarjetas y luego las devolvió sin hacer ningún comentario. Kit apartó la mirada y se permitió volver a inspirar.
-Seguid hasta la entrada principal -indicó Willie-. Os podéis guiar por las farolas. -La carretera de acceso había quedado completamente sepultada bajo la nieve-. En recepción encontraréis al señor Tremlett. Él os dirá dónde tenéis que ir.
La segunda barrera se elevó y Elton arrancó de nuevo.
Ya estaban dentro.
Kit estaba aterrado. Había infringido la ley antes, para poner en marcha el chanchullo que le había costado el puesto, pero entonces no había tenido la sensación de estar cometiendo un delito, sino más bien de estar haciendo trampas en el mego, algo que hacía desde los once años. Pero aquello era un robo material en toda regla, y podía acabar en la cárcel. Tragó saliva e intentó concentrarse. Pensó en la enorme cantidad de dinero que debía a Harry Mac. Recordó el pánico atroz que había sentido aquella mañana, cuando Daisy le había sujetado la cabeza bajo el agua y se había dado por muerto. Tenía que hacerlo, no le quedaba otra.
-No le busques las pulgas a Daisy -ordenó Nigel a Elton.
-Solo era una broma -se excusó el interpelado.
-Carece de sentido del humor.
Si Daisy lo escuchó, no quiso replicar.
Elton aparcó la furgoneta frente a la puerta principal y todos se apearon del vehículo. Kit llevaba su portátil consigo. Nigel y Daisy sacaron varias cajas de herramientas de la parte trasera de la furgoneta. Elton portaba un maletín de piel de aspecto lujoso, muy delgado y con un cierre de latón. «Muy propio de él -pensó Kit-, aunque un poco exótico para un técnico de mantenimiento.»
Pasaron entre los leones de piedra del soportal y entraron en el vestíbulo principal, sutilmente iluminado por una serie de focos de baja intensidad que acentuaban el aire litúrgico de la arquitectura victoriana, resaltando las ventanas con parteluces, los arcos apuntados y las intrincadas vigas del techo. La penumbra reinante no mermaba en absoluto el desempeño de las cámaras de seguridad que, como Kit sabía de sobra, funcionaban con infrarrojos.
En el moderno mostrador de recepción que se alzaba en el centro del vestíbulo había otra pareja de guardias, compuesta por Steve Tremlett y una atractiva joven a la que Kit no reconoció. Se quedó un poco rezagado respecto al grupo para evitar que Steve lo viera de cerca.
-Supongo que querréis acceder a la unidad de procesamiento central -comentó Steve.
-Sí, habría que empezar por ahí -contestó Nigel. Steve arqueó las cejas al oír su acento londinense, pero no hizo ningún comentario.
-Susan os indicará el camino. Yo debo quedarme junto al teléfono.
La tal Susan lucía el pelo corto y un piercing en la ceja. Llevaba puesta una camisa con charreteras, corbata al cuello, pantalones oscuros de sarga y zapatos negros de cordones. Los recibió con una sonrisa afable y los guió por un pasillo revestido con paneles de madera oscura.
Una insólita tranquilidad se apoderó de Kit. Estaba dentro, escoltado por una guardia de seguridad, a punto de desvalijar el laboratorio de su padre. Un sentimiento fatalista se apoderó de él. La suerte estaba echada, y ahora no podía hacer otra cosa que jugar sus cartas, para bien o para mal.
Entraron en la sala de control.
La estancia estaba más limpia y ordenada de lo que Kit la recordaba, con todo el cableado oculto y los libros de registro perfectamente alineados en un estante. Supuso que era cosa de Toni. También allí había dos guardias en lugar de uno, sentados a un largo escritorio y controlando los monitores. Susan los presentó como Don y Stu. El primero era un hombre de tez oscura, con rasgos indios y un marcado acento de Glasgow, mientras que el segundo era un pelirrojo con pecas. Kit no reconoció a ninguno de los dos. Un guardia de más no suponía ningún problema grave, se dijo a sí mismo, solo otro par de ojos a los que ocultar las cosas, otra mente a la que distraer, otra persona a la que sumir en la apatía.
Susan abrió la puerta de la sala de máquinas.
-La CPU está aquí dentro.
Instantes después, Kit accedía al santuario. «¡Esto es pan comido!», pensó por más que le hubiera costado semanas de preparación. Tenía ante sí los ordenadores y otros aparatos que controlaban no solo el funcionamiento de las líneas telefónicas, sino también la iluminación, las cámaras de seguridad y las alarmas de todo el complejo. El mero hecho de haber llegado hasta allí era toda una hazaña.
-Muchas gracias -le dijo a Susan-. Creo que a partir de aquí podemos seguir por nuestra cuenta.
-Si necesitáis algo, estaré en recepción -se ofreció Susan antes de marcharse.
Kit dejó su portátil sobre un estante y lo conectó al ordenador que controlaba las líneas telefónicas. Se acercó una silla y giró el portátil para que nadie pudiera ver la pantalla desde la puerta. Notaba la mirada desconfiada y malévola de Daisy fija en él.
-Vete a la habitación de al lado -le ordenó-. Y vigila a los guardias.
Daisy lo miró con profundo rencor unos instantes, pero acató la orden.
Kit respiró hondo. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. Debía trabajar deprisa, pero sin descuidar ningún detalle.
En primer lugar, accedió al programa que controlaba las imágenes de las treinta y siete cámaras del circuito de televisión cerrado. Comprobó la situación en la entrada al NBS4, donde reinaba la normalidad. Luego se interesó por el mostrador de recepción, donde vio a Steve pero no a Susan. Repasando la señal de otras cámaras, la encontró patrullando el edificio. Apuntó la hora exacta.
La potente memoria del ordenador almacenaba las imágenes captadas por las cámaras durante cuatro semanas antes de reescribirlas. Kit conocía bien el programa; no en vano lo había instalado. Localizó las imágenes grabadas por las cámaras del NBS4 el día anterior a aquella misma hora. Comprobó el contenido de la grabación, seleccionando aleatoriamente varios momentos del metraje para asegurarse de que ningún científico chiflado había estado trabajando en el laboratorio en mitad de la noche. Pero todas las imágenes mostraban habitaciones vacías, lo cual era perfecto.
Nigel y Elton lo observaban en medio de un silencio tenso.
Entonces pasó las imágenes de la víspera a los monitores que los guardias tenían delante.
A partir de aquel instante, cualquiera podía entrar en el NBS4 y hacer lo que le diera la gana sin que ellos se enteraran.
Los monitores estaban equipados con interruptores polarizados capaces de detectar cualquier cambio en la señal recibida. Si, por ejemplo, esta procedía de un aparato de vídeo distinto al programado, el sistema haría saltar la alarma. Sin embargo, aquella señal no provenía de una fuente externa, sino directamente de la memoria del ordenador, por lo que el cambio pasaría inadvertido.
Kit pasó a la sala de control. Daisy se había desparramado sobre una silla y llevaba su chaqueta de piel por encima del mono de trabajo de Hibernian Telecom. Observó las pantallas. Todo parecía normal. El guardia de tez oscura, Don, lo miró con gesto inquisitivo.
-¿Hay algún teléfono que funcione en esta sala? -preguntó Kit para disimular.
-Ninguno -contestó Don.
Sobre el borde inferior de cada pantalla había una línea de texto que informaba de la fecha y hora actuales. La hora era correcta en las pantallas que mostraban la grabación del día anterior -Kit se había asegurado de eso-, pero la fecha correspondía a la víspera.
Confiaba en que nadie se fijara en esa incoherencia. Los guardias consultaban las pantallas buscando algún tipo de actividad, sin detenerse a leer una información que ya conocían.
Deseó estar en lo cierto.
Don empezaba a preguntarse a qué venía aquel súbito interés del técnico de la compañía telefónica por los monitores de seguridad.
-¿Le puedo ayudar en algo? -preguntó en tono desafiante.
Daisy emitió un gruñido y se removió en la silla, como un perro que huele la tensión entre humanos.
Justo entonces, el móvil de Kit empezó a sonar.
Volvió a la sala de máquinas. En la pantalla de su portátil apareció el mensaje: «Kremlin llamando a Toni». Supuso que Steve quería informar a Toni de que el equipo de mantenimiento había llegado. Decidió pasar la llamada. Quizá sirviera para tranquilizar a Toni y disuadirla de ir hasta allí. Presionó un botón y permaneció a la escucha.
-Soy Toni Gallo. -Estaba en el coche; Kit oía el ruido del motor.
-Aquí Steve. Ha llegado el equipo de mantenimiento de Hibernian Telecom.
-¿Han arreglado el problema?
-Acaban de empezar. Espero no haberte despertado.
-No, no estoy durmiendo. Voy de camino hacia ahí.
Kit soltó una maldición. Aquello era justo lo que temía.
-No tienes por qué hacerlo, de verdad -repuso Steve.
«¡Bien dicho!», pensó Kit.
-Quizá no -replicó ella-, pero me quedaré más tranquila si lo hago.
«¿Cuánto tardarás en llegar?», pensó Kit.
Steve tuvo la misma idea.
-¿Dónde estás ahora?
-A pocos kilómetros, pero las carreteras están fatal y no puedo ir a más de treinta por hora.
-¿Has cogido el Porsche?
-Sí.
-Esto es Escocia, Toni. Deberías haberte comprado un Land Rover.
-No, debería haberme comprado un carro de combate.
«Venga -pensó Kit-, ¿cuánto vas a tardar?»
Toni contestó a su pregunta:
-Tardaré por lo menos media hora en llegar, quizá incluso una hora.
Colgaron, y Kit masculló una maldición.
Trató de tranquilizarse. La visita de Toni no tenía por qué ser el fin. No había manera humana de que supiera lo que estaba ocurriendo. Nadie sospecharía que algo iba mal hasta que hubieran pasado varios días. Aparentemente, lo único fuera de lo común era aquella avería en las líneas telefónicas, que un equipo de mantenimiento se habría encargado de reparar para cuando ella llegara. Hasta que los científicos volvieran al trabajo, nadie se daría cuenta de había habido un robo en el NBS4.
Su gran temor era que Toni lo reconociera pese al disfraz. Parecía otra persona, se había quitado los objetos personales que podían delatarlo y sabía cambiar su tono de voz forzando el acento escocés, pero la muy zorra tenía el olfato de un sabueso y Kit no podía arriesgarse a que lo descubriera. Si se presentaba allí antes de que se hubieran marchado, haría todo lo posible por evitarla y dejaría que Nigel hablara con ella. Aun así, las probabilidades de que algo fuera mal se multiplicarían por diez.
Pero no podía hacer nada al respecto, excepto darse prisa.
El siguiente paso era introducir a Nigel en el laboratorio sin que ninguno de los guardias lo viera. El problema en este caso eran las patrullas. Cada hora, uno de los guardias de recepción hacía una ronda por el edificio siguiendo una ruta específica y tardaba veinte minutos en completar el recorrido. Una vez que el guardia de turno hubiera pasado por delante del NBS4, tenían una hora para trabajar a sus anchas.
Kit había visto a Susan haciendo la ronda minutos antes, cuando había conectado su portátil al programa de vigilancia. Consultó la pantalla de recepción y la vio sentada con Steve detrás del mostrador, lo que significaba que había concluido su ronda. Kit consultó el reloj. Tenía un margen de treinta minutos antes de que volviera a iniciar la ronda.
Kit había manipulado las cámaras del laboratorio de alta seguridad, pero seguía habiendo una cámara por fuera de este que mostraba la entrada al NBS4. Abrió la grabación del día anterior y la pasó hacia delante. Necesitaba media hora de tranquilidad, sin nadie pasando por delante de la pantalla. Detuvo la imagen en el punto en que aparecía el guardia que hacía la ronda. Empezando por el momento en que este abandonaba la pantalla, pasó las imágenes de la víspera en el monitor de la sala contigua. Lo único que Don y Stu verían a lo largo de la siguiente hora, o hasta que Kit restableciera el funcionamiento normal del sistema, sería un pasillo vacío. Aquella pantalla mostraría no solo la fecha sino también la hora equivocada, pero una vez más confiaba en que los guardias no se fijaran en ese detalle.
Miró a Nigel.
-En marcha.
Elton se quedó en la sala de máquinas para asegurarse de que nadie tocaba el portátil.
Al cruzar la sala de control, Kit le dijo a Daisy:
-Nos vamos a la furgoneta, a coger el nanómetro. Tú quédate aquí.
En la furgoneta no había nada remotamente parecido a un nanómetro, pero Don y Stu no lo sabían.
Daisy rezongó y apartó la mirada. No se le daba muy bien disimular. Kit deseó que los guardias se limitaran a pensar que tenía mal genio.
Kit y Nigel se dirigieron rápidamente al NBS4. Kit pasó la tarjeta magnética de su padre por el escáner y presionó el índice de la mano derecha sobre la pantalla táctil. Esperó mientras el ordenador central cotejaba la información de la pantalla con la de la tarjeta. Se fijó en que Nigel llevaba consigo el elegante maletín de piel granate de Elton.
La luz que había por encima de la puerta seguía empecinadamente roja. Nigel miró a Kit con ansiedad. Este no podía creer que su plan no funcionara. El chip contenía los detalles codificados de su propia huella dactilar, lo había comprobado. ¿Qué podía ir mal?
Justo entonces, una voz femenina dijo a sus espaldas:
-Me temo que no podéis entrar ahí.
Kit y Nigel se dieron la vuelta. Susan estaba justo detrás de ellos, el gesto afable pero receloso. «Debería estar en recepción», pensó Kit, presa del pánico. Se suponía que no empezaba una nueva ronda hasta que hubiera pasado media hora.
A menos que Toni Gallo hubiese ordenado redoblar no solo el número de guardias, sino también las rondas.
Justo entonces se oyó una campanilla similar a un timbre. Se volvieron los tres hacia la luz que había por encima de la puerta. Había cambiado a verde, y la pesada puerta de seguridad se abría lentamente, pivotando sobre bisagras motorizadas.
-¿Cómo habéis abierto la puerta? -preguntó Susan. Ahora había temor en su voz.
Involuntariamente, Kit miró la tarjeta robada que descansaba en su mano.
Susan siguió su mirada.
-¿De dónde habéis sacado ese pase? -preguntó, sin salir de su asombro.
Nigel se movió en su dirección.
Susan dio media vuelta y echó a correr.
Nigel fue tras ella, pero la doblaba en edad. «Nunca la cogerá», pensó Kit. Gritó de rabia. ¿Cómo podía haberse torcido todo en tan poco tiempo?
Entonces Daisy salió al pasillo que conducía a la sala de control.
Kit nunca pensó que se alegraría de ver su fea cara.
No pareció sorprenderle lo más mínimo la escena con la que se encontró: la guardia corriendo hacia ella, Nigel siguiéndola, Kit petrificado en la retaguardia. Fue entonces cuando este se dio cuenta de que Daisy habría estado observando cuanto ocurría en los monitores de la sala de control. Habría visto a Susan saliendo de recepción y, habiéndose percatado del peligro, se había puesto en marcha.
Susan vio a Daisy y vaciló un momento, pero siguió corriendo hacia delante, al parecer decidida a embestirla.
Un amago de sonrisa afloró a los labios de Daisy. Tomó impulso llevando el brazo hacia atrás y hundió el puño enguantado en el rostro de Susan. El golpe produjo un sonido asqueroso, como si alguien hubiera dejado caer un melón sobre un suelo embaldosado. Susan se desplomó como si se hubiera empotrado contra una pared. Daisy se frotó los nudillos, complacida.
Susan se incorporó de rodillas. Respiraba con dificultad, sorbiendo la sangre que le manaba de la nariz y la boca. Daisy sacó del bolsillo de la chaqueta una porra flexible de unos veinte centímetros de largo, fabricada, supuso Kit, con bolas de acero metidas en una funda de piel. Daisy alzó el brazo.
-¡No! -gritó Kit.
Daisy aporreó a Susan en la cabeza. La guardia cayó al suelo sin emitir sonido alguno.
-¡Déjala! -chilló Kit.
Daisy levantó el brazo para volver a golpear a Susan, pero Nigel se adelantó y le cogió la muñeca.
-No hay por qué matarla -dijo.
Daisy retrocedió a regañadientes.
-¡Pirada de mierda! -gritó Kit-. ¡Conseguirás que nos condenen a todos por homicidio!
Daisy miró el guante marrón claro de su mano derecha. Había sangre en los nudillos. La lamió a conciencia.
Kit no podía apartar los ojos de la mujer que yacía inerte en el suelo. La mera visión de su cuerpo postrado le resultaba repugnante.
-¡Esto no tenía que haber pasado! -dijo, alarmado-, ¿Ahora qué hacemos con ella?
Daisy se alisó la peluca rubia.
-Atarla y esconderla en algún sitio.
Kit empezó a reaccionar tras la consternación que le había producido aquel súbito estallido de violencia.
-Vale -dijo-. La pondremos en el NBS4. Los guardias no pueden entrar allí.
-Arrástrala hasta el laboratorio -ordenó Nigel a Daisy-. Yo buscaré algo con lo que atarla -añadió, y entró en uno de los despachos que daban al pasillo.
El móvil de Kit empezó a sonar. Decidió no cogerlo. Utilizó la tarjeta para volver a abrir la puerta, que se había cerrado automáticamente. Daisy cogió un extintor rojo y lo usó para mantener la puerta entreabierta.
-No puedes hacer eso; saltará la alarma. Quitó el extintor.
Daisy lo miraba con gesto incrédulo.
-¿Que la alarma salta si dejas una puerta abierta?
-¡Sí! -replicó Kit con impaciencia-. En los laboratorios hay una cosa llamada sistema de tratamiento del aire. Lo sé porque instalé las alarmas con mis propias manos. ¡Y ahora cierra el pico y haz lo que se te ordena!
Daisy rodeó el pecho de Susan con los brazos y la arrastro sobre la moqueta. Nigel salió del despacho cargando un largo trozo de cable eléctrico. Entraron todos en el NBS4 y la puerta se cerró tras ellos.
Estaban en una pequeña antesala desde el que se accedía a los vestuarios. Daisy apoyó a Susan contra la pared debajo de un autoclave que permitía esterilizar los objetos antes de sacarlos del laboratorio mientras Nigel la ataba de pies y manos con el cable eléctrico.
El teléfono de Kit dejó de sonar.
Salieron los tres al exterior. Para salir no hacía falta la tarjeta; la puerta se abría con solo pulsar un botón verde empotrado en la pared.
Kit se esforzaba por anticiparse a los acontecimientos. Todo su plan se había venido abajo. Ahora era imposible que el robo pasara inadvertido.
-No tardarán en notar la ausencia de Susan -dijo, obligándose a conservar la calma-. Don y Stuart verán que ha desaparecido de los monitores. Y si ellos no lo hacen, Steve se dará cuenta de que algo va mal cuando no vuelva de su ronda en el tiempo previsto. Sea como sea, no podemos entrar en el laboratorio y volver a salir antes de que den la voz de alarma. ¡Mi plan se ha ido a la mierda!
-Tranquilízate -dijo Nigel-. Todo irá bien, siempre que no te dejes vencer por el pánico. Lo único que tenemos que hacer es encargarnos de los demás guardias, tal como lo hemos hecho con ella.
El móvil de Kit volvió a sonar. Sin su ordenador no podía saber quién estaba llamando.
-Seguramente es Toni Gallo -dijo-. ¿Qué hacemos si se presenta aquí? ¡No podemos fingir que no pasa nada con todos los guardias atados!
-Muy sencillo: nos encargaremos de ella en cuanto llegue.
El móvil seguía sonando.
12.30
Toni avanzaba a quince kilómetros por hora, echada sobre el volante para poder escudriñar la nieve cegadora e intentar adivinar el trazado de la carretera. Los faros del coche alumbraban una nube de grandes y blandos copos de nieve que parecían llenar el universo. Llevaba tanto tiempo forzando la vista que le escocían los ojos como si les hubiera entrado jabón.
Su móvil se convertía en un manos libres cuando lo insertaba en el soporte del salpicadero. Llamó al Kremlin, pero no obtuvo respuesta.
-Me parece que no hay nadie -observó su madre.
«Los de la compañía telefónica habrán desconectado todas las líneas», pensó Toni. ¿Funcionarían las alarmas? ¿Y si pasaba algo grave mientras estaban sin línea? Con una mezcla de angustia y frustración, presionó un botón para poner fin a la llamada.
-¿Dónde estamos? -preguntó la señora Gallo.
-Buena pregunta. -Toni conocía aquella carretera, pero apenas la veía. Tenía la impresión de llevar siglos al volante. De vez en cuando echaba un vistazo a los lados, en busca de algún punto de referencia. Creyó reconocer una casa de piedra con una característica verja de hierro forjado que, si no le fallaba la memoria, quedaba a unos tres kilómetros del Kremlin. Eso la animó-. En quince minutos habremos llegado, madre -anuncio.
Miró por el espejo retrovisor y vio los faros que la habían acompañado desde Inverburn. El pesado de Carl Osborne la seguía obstinadamente en su Jaguar, a su mismo paso de tortuga. En otras circunstancias habría disfrutado dándole esquinazo.
¿Estaría perdiendo el tiempo? Nada le gustaría más que llegar al Kremlin y encontrarlo todo en perfecto estado de revista: los teléfonos reparados, las alarmas funcionando, los guardias aburridos y soñolientos. Entonces se iría a casa, se metería en la cama y pensaría en su cita del día siguiente con Stanley.
Por lo menos disfrutaría viendo la cara de Carl Osborne cuando se diera cuenta de que había conducido durante horas bajo la nieve, en plena Nochebuena, para cubrir la noticia de una avería telefónica.
Parecían estar en un tramo recto de la carretera, y se arriesgó a pisar el acelerador. Pero el trazado de la calzada no tardó en cambiar, y de pronto se encontró ante una curva a la derecha. No podía usar los frenos por temor a derrapar, así que puso una marcha más corta y mantuvo el pie en el acelerador mientras tomaba la curva. La parte de atrás del Porsche quería irse por su cuenta, lo notaba, pero los anchos neumáticos traseros se mantuvieron firmes.
Dos faros se le acercaban por detrás, y para variar había ahora sus buenos cien metros de distancia entre los dos vehículos. Hacia delante no había mucho que ver: una capa de nieve de unos veinte centímetros de grosor en el suelo, un muro de mampostería a su izquierda, una colina blanca a su derecha. Toni se dio cuenta de que el coche de atrás avanzaba a bastante velocidad.
Recordaba aquel tramo de carretera. Era una larga y amplia curva que bordeaba la colina describiendo un ángulo de noventa grados, pero se las arregló para no salirse de su carril. El otro coche no tuvo tanta suerte.
Toni vio cómo derrapaba hasta el centro de la calzada, y pensó: «Idiota, has frenado en plena curva y se te ha ido el coche».
No bien lo había pensado, se percató horrorizada de que el otro vehículo venía derecho hacia ella.
El coche cruzó la calzada y parecía a punto de embestirla por un costado. Era un utilitario con cuatro hombres en su interior. Se reían a carcajadas, y le bastó la fracción de segundo en que pudo mirarlos para saber que eran jóvenes juerguistas demasiado borrachos para darse cuenta del peligro que corrían
-¡Cuidado! -gritó inútilmente.
El morro del Porsche estaba a punto de empotrarse contra el lateral del utilitario, que derrapaba sin control. Toni se dejó guiar por sus reflejos. Sin pensarlo, pegó un volantazo a la izquierda. El morro del coche giró en esa dirección. Casi simultáneamente, pisó el acelerador. El coche saltó hacia delante y derrapó. Por unos segundos, se situó en paralelo con el utilitario, a escasos centímetros de distancia.
El Porsche estaba escorado hacia la izquierda y se deslizaba hacia delante. Toni giró el volante para corregir el desvío y rozó muy suavemente el acelerador. El coche se enderezó y los neumáticos se agarraron a la carretera.
Pensó que el utilitario se daría con su guardabarros trasero. Luego pensó que la esquivaría por poco. Entonces oyó un golpe metálico, sonoro pero superficial, y se dio cuenta de que le habían dado en el parachoques.
No había sido un golpe fuerte, pero sí lo bastante para desestabilizar el Porsche, cuya cola se desvió hacia la izquierda, de nuevo fuera de control. Toni pegó un volantazo hacia ese mismo lado para tratar de corregir el derrape, pero antes de que la medida surtiera el efecto deseado el coche se empotró contra el muro de piedra que se alzaba al borde de la carretera. Se oyó un gran estruendo y un sonido de cristales rotos. El coche se detuvo.
Toni se volvió hacia su madre. Esta miraba fijamente hacia delante, boquiabierta y desconcertada, pero ilesa. Toni suspiró de alivio, y entonces se acordó de Osborne.
Miró por el espejo retrovisor, temerosa de que el utilitario se estrellara contra el Jaguar del periodista. En su campo de visión aparecieron los faros traseros del utilitario, de color rojo y los faros delanteros del Jaguar, blancos. Entonces el utilitario coleó y el Jaguar giró bruscamente hacia el borde de la carretera. El utilitario enderezó el rumbo y pasó de largo.
El Jaguar se detuvo y el coche repleto de jóvenes borrachos se perdió en la noche. Seguramente seguían riéndose.
La señora Gallo dijo con voz temblorosa:
-He oído un golpe. ¿Nos han dado?
-Sí -contestó Toni-. Suerte tenemos de que no haya sido peor.
-Creo que deberías conducir con más prudencia- observó la anciana.
12.35
Kit trataba de dominar el pánico. Su brillante plan se había venido abajo como un castillo de naipes. Ahora era imposible que el robo pasara desapercibido, tal como había planeado, hasta que el personal del laboratorio volviera al trabajo después de las vacaciones. Como mucho, seguiría siendo un secreto hasta las seis de la mañana de aquel mismo día, cuando llegara el siguiente turno de guardias. Pero si Toni Gallo iba hacia el Kremlin, el tiempo disponible era incluso menor.
Si su plan hubiera funcionado correctamente no habría habido necesidad de recurrir a la violencia. Ni siquiera ahora resultaba estrictamente necesaria, pensaba con impotente frustración. Podían haber apresado y atado a la guardia sin hacerle daño. Por desgracia, Daisy no podía resistirse a ejercer la violencia. Kit deseaba con todas sus fuerzas que pudieran neutralizar a los demás guardias sin más derramamiento de sangre.
Mientras se dirigían corriendo a la sala de control, Nigel y Daisy empuñaron sendas pistolas. Kit los miró horrorizado.
-¡Habíamos dicho que nada de armas! -protestó.
-Menos mal que no te hicimos caso -replicó Nigel.
Se detuvieron frente a la puerta. Kit miraba las armas de hito en hito, sumido en el estupor. Eran pequeñas pistolas automáticas con gruesas culatas.
-Esto nos hace culpables de robo a mano armada, lo sabéis, ¿verdad?
-Solo si nos cogen. -Nigel giró la empuñadura y abrió la puerta de una patada.
Daisy irrumpió en la habitación gritando:
-¡Al suelo los dos! ¡Al suelo, he dicho!
Hubo un instante de vacilación, mientras los dos guardias de seguridad pasaban de la perplejidad y el desconcierto al temor, pero enseguida obedecieron.
Kit se sentía impotente. Su intención era entrar primero en la sala y decirles «Por favor, mantened la calma y haced lo que se os dice, y no os pasará nada». Pero había perdido el control. Ahora no podía hacer nada excepto seguir los acontecimientos y hacer todo lo que estuviera en su mano para impedir que las cosas se acabaran de torcer.
Elton asomó por la puerta de la sala de máquinas. Un vistazo le bastó para comprender lo ocurrido.
-¡Boca abajo, las manos en la espalda, los ojos cerrados! -gritó Daisy a los guardias-. ¡Daos prisa si no queréis que os vuele los huevos!
Los guardias obedecieron sin rechistar, pero aun así Daisy pateó el rostro de Don con su pesada bota. El hombre soltó un grito y se encogió de dolor, pero no se movió del suelo.
Kit se interpuso entre Daisy y los guardias.
-¡Basta ya! -gritó.
Elton movía la cabeza en señal de negación, estupefacto.
-Esta tía está como una puta cabra.
El alegre sadismo de Daisy asustaba a Kit, pero se obligó a mirarla a los ojos. Había demasiado en juego para dejar que lo echara todo a perder.
-¡Escúchame! -le gritó-. Todavía no estamos en el laboratorio, y a este paso nunca llegaremos. Si quieres presentarte ante tu cliente a las diez con las manos vacías, vas por buen camino. -Daisy volvió la espalda a su dedo acusador, pero él la siguió-. ¡Basta de violencia!
Nigel se puso de su parte.
-Tómatelo con calma, Daisy -le aconsejó-. Haz lo que él dice. A ver si consigues atar a estos dos sin romperles el cráneo de una patada.
-Los pondremos con la chica -indicó Kit.
Daisy ató las manos de los guardias con cable eléctrico, y luego Nigel y ella los hicieron salir de la habitación a punta de pistola. Elton se quedó atrás, controlando los monitores y vigilando a Steve, que seguía en recepción. Kit siguió a los prisioneros hasta el NBS4 y abrió la puerta. Dejaron a Don y Stu en el suelo, junto a Susan, y les ataron los tobillos. Don tenía una herida en la frente que sangraba profusamente. Susan parecía consciente pero aturdida.
-Queda uno -recordó Kit mientras salían-. Steve, en el vestíbulo principal. ¡Y no os paséis ni un pelo!
Daisy emitió un gruñido a modo de respuesta.
-Kit, trata de no decir nada más sobre el cliente y nuestra cita de las diez delante de los guardias -le advirtió Nigel-. Si les cuentas demasiado, quizá nos veamos obligados a matarlos.
Solo entonces cayó Kit en la cuenta de lo que había hecho. Se sintió como un perfecto imbécil.
Su móvil empezó a sonar.
-Puede que sea Toni -dijo-. Voy a comprobarlo.
Volvió corriendo a la sala de máquinas. La pantalla de su portátil mostraba el mensaje: «Toni llamando al Kremlin». Pasó la llamada al teléfono de recepción y permaneció a la escucha.
-Hola, Steve. Soy Toni. ¿Alguna novedad?
-Los de mantenimiento siguen aquí.
-Por lo demás, ¿va todo bien?
Con el teléfono pegado al oído, Kit pasó a la sala de control y se puso detrás de Elton para ver a Steve por el monitor.
-Sí, eso creo. Susan Mackintosh ya debería haber vuelto de su ronda, pero a lo mejor ha ido al lavabo.
Kit soltó una maldición.
-¿Cuánto hace que debería haber vuelto?
En el monitor en blanco y negro, se vio a Steve consultando su reloj de muñeca.
-Cinco minutos.
-Dale cinco más y luego ve a buscarla.
-De acuerdo. ¿Dónde estás?
-No muy lejos, pero acabo de tener un accidente. Un coche lleno de borrachos me ha dado por detrás.
«Lástima que no te mataran», pensó Kit.
-¿Estás bien? -preguntó Steve.
-Perfectamente, pero mi Porsche no tanto. Por suerte, venía otra persona detrás de mí, y ahora vamos hacia ahí en su coche.
«¿Quién coño será?», se preguntó Kit.
-Mierda -dijo en voz alta-. Lo que faltaba.
-¿Cuándo llegarás?
-En veinte minutos, quizá treinta.
Kit sintió que le flaqueaban las piernas y fue a sentarse en la silla del guardia. ¡Veinte minutos, treinta como mucho! ¡Necesitaba veinte minutos solo para vestirse antes de entrar en el NBS4!
Toni se despidió y colgó el teléfono.
Kit cruzó la sala de control a toda prisa y enfiló el pasillo.
-Estará aquí en veinte o treinta minutos -anunció-. Y viene alguien más con ella, no sé quién. Hay que darse prisa.
Recorrieron el pasillo a la carrera. Daisy, que iba delante, entro de sopetón en el gran vestíbulo principal gritando:
-¡Al suelo!
Kit y Nigel entraron justo después de ella y frenaron en seco. La habitación estaba desierta.
-Mierda -dijo Kit.
Veinte segundos antes, Steve estaba detrás del mostrador. No podía haber ido lejos. Kit miró a su alrededor en medio de la penumbra reinante. Sus ojos recorrieron las sillas dispuestas para las visitas, la mesa de centro sobre la que descansaban revistas científicas, el expositor con folletos sobre Oxenford Medical la vitrina con maquetas de complejas estructuras moleculares. Alzó la vista hasta el esqueleto débilmente iluminado de la bóveda de abanico, como si Steve pudiera estar escondido entre las nervaduras de las vigas.
Nigel y Daisy corrían por los pasillos adyacentes al vestíbulo, abriendo todas las puertas que encontraban a su paso.
Dos pequeñas siluetas, masculina y femenina, recortadas sobre una puerta llamaron la atención de Kit. Los lavabos. Cruzó el vestíbulo a la carrera. Un corto pasillo conducía a los lavabos de hombres y mujeres. Kit entró en el primero. Parecía vacío.
-¿Señor Tremlett? -preguntó, y empezó a abrir las puertas de todos los cubículos. No había nadie.
Al salir, vio a Steve regresando al mostrador de recepción. Habría entrado en el lavabo de señoras en busca de Susan, comprendió entonces.
Steve oyó los pasos de Kit y se dio la vuelta.
-¿Me buscaba?
-Sí. -Kit se dio cuenta de que no podía apresar a Steve sin ayuda. Era más joven y atlético que el guardia, pero este tenía treinta y pocos años, estaba en buena forma y no se rendiría sin luchar-. Quería pedirle un favor -dijo Kit, intentando ganar tiempo. Forzó su acento escocés para asegurarse de que Steve no reconocía su voz.
El guardia levantó la solapa del mostrador y entró en el recinto ovalado.
-¿De qué se trata?
-Un segundo, por favor. -Kit se dio la vuelta y gritó-: ¡Eh, volved aquí!
Steve parecía alarmado.
-¿Qué ocurre? No tendríais que andar merodeando por el edificio.
-Se lo explicaré enseguida.
Steve lo miró con gesto severo, el ceño fruncido:
-¿Había venido por aquí antes?
Kit tragó saliva.
-No, nunca.
-Pues su cara me resulta familiar.
Kit tenía un nudo en la garganta que apenas le permitía articular palabra.
-Soy del equipo de mantenimiento.
«¿Dónde estaban los demás?»
-Esto no me gusta nada.
Steve descolgó el teléfono del mostrador.
¿Dónde se habían metido Nigel y Daisy? Kit los llamó de nuevo:
-¡Eh, vosotros dos, volved aquí!
Steve marcó un número y el móvil de Kit empezó a sonar en su bolsillo. Steve lo oyó. Frunció el ceño, pensativo,y de pronto se le desencajó el rostro con una mezcla de estupor e incredulidad.
-¡Habéis manipulado los teléfonos!
-Mantenga la calma y no le pasará nada -le advirtió Kit. No bien lo había dicho, se percató de su error: acababa de confirmar las sospechas de Steve.
Este reaccionó con rapidez. Saltó con agilidad por encima del mostrador y echó a correr hacia la puerta.
-¡Alto! -gritó Kit.
Steve tropezó, cayó al suelo y se levantó de nuevo.
Daisy entró corriendo en el vestíbulo, vio a Steve y se precipitó hacia la puerta para cortarle el paso.
Steve se dio cuenta de que no llegaría a la puerta, así que enfiló el pasillo que llevaba al NBS4.
Daisy y Kit fueron tras él.
Steve corría con todas sus fuerzas por el largo pasillo. Kit recordó que al fondo de éste había una puerta que daba a la parte trasera del edificio. Si Steve lograba salir, no sería fácil cogerlo. Daisy iba bastante por delante de Kit, balanceando los brazos vigorosamente como una velocista, y éste recordó sus poderosos hombros en la piscina. Pero Steve corría como alma que lleva el diablo, y la distancia que lo separaba de sus perseguidores aumentaba por momentos. Iba a escapar.
Entonces, justo cuando Steve estaba a punto de pasar por delante de la puerta que llevaba a la sala de control, Elton salió al pasillo. El guardia iba demasiado deprisa para intentar esquivarlo. Elton le puso la zancadilla, y Steve salió volando.
En el instante en que el guardia se dio de bruces en el suelo, Elton cayó sobre él, aprisionando su cintura entre las rodillas, y le puso el cañón de la pistola en la mejilla.
-No te muevas y no te volaré la cara -dijo. Sonaba tranquilo pero convincente.
Steve permaneció inmóvil.
Elton se levantó, sin dejar de apuntar a Steve.
-A ver si aprendes -le espetó a Daisy-. Ni una gota de sangre.
La interpelada lo miró con desdén.
Nigel llegó corriendo.
-¿Qué ha pasado?
-¡Déjalo! -dijo Kit a voz en grito-. ¡Vamos fatal de tiempo!
-¿Y qué pasa con los dos guardias de la garita? -replico Nigel.
-¡Olvídalos! No saben lo que ha pasado aquí, y no es probable que lo averigüen. Se pasan toda la noche en la garita. -Señalando a Elton, añadió-: Coge mi portátil y espéranos en la furgoneta. -Luego se volvió hacia Daisy-. Trae a Steve, átalo en el NBS4 y espera en la furgoneta. ¡Tenemos que entrar en el laboratorio ahora mismo!
12.45
De vuelta en el granero, Sophie sacó una botella de vodka.
La madre de Craig había ordenado que apagaran las luces a medianoche, pero no había vuelto para comprobar si le obedecían, así que los jóvenes seguían sentados delante de la tele, viendo una vieja película de terror. La hermana de Craig, Caroline, acariciaba un ratón blanco y fingía un desinterés por la película que estaba lejos de sentir. Su primo pequeño,Tom, se estaba pegando un atracón de chocolate e intentando no quedarse dormido. La sensual Sophie fumaba en silencio. Craig se debatía entre el sentimiento de culpa por el Ferrari abollado y el impulso de besarla a la menor oportunidad. El escenario no era todo lo romántico que cabría esperar, pero era poco probable que las circunstancias mejoraran.
Se sorprendió al ver la botella de vodka. Pensaba que Sophie solo estaba presumiendo cuando hablaba de cócteles. Pero había subido la escalera que conducía a la habitación del pajar, donde estaba su mochila, y había bajado con una botella mediada de Smirnoff.
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