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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 7)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-¿Quién quiere probar? -preguntó.

Todos querían.

En lugar de copas, tenían vasos de plástico decorados con dibujos de Winnie the Pooh,Tigger y Eeyore. Había una nevera con refrescos y hielo. Tom y Caroline mezclaron su vodka con Coca-Cola. Craig no sabía muy bien qué hacer, así que imitó a Sophíe y se lo bebió solo con un poco de hielo. El sabor era amargo, pero ]e gustó la sensación de calor que producía al bajar por la garganta

La película no estaba en su momento más álgido.

-¿Ya sabes qué te van a regalar en Navidad? -preguntó Craig a Sophie.

-Dos pletinas y una mezcladora, para pinchar discos. ¿Y tú?

-Snowboard con los amigos. Unos colegas se van a Val d"Isere en Semana Santa pero cuesta una pasta, así que me lo he pedido de regalo. ¿Quieres ser pinchadiscos?

-Creo que no se me daría mal.

-Pero ¿estás pensando en dedicarte a ello profesionalmente?

-Yo qué sé. -Sophie lo miró con sarcasmo-. ¿Y tú a qué piensas dedicarte profesionalmente? -preguntó, recalcando esta última palabra.

-No logro decidirme. Me encantaría jugar al fútbol profesional, pero te tienes que retirar antes de cumplir los cuarenta, y tampoco sé si soy lo bastante bueno. Lo que realmente me gustaría es ser científico, como el abuelo.

-Un poco aburrido, ¿no?

-¡Qué va! ¡Inventa nuevas medicinas que son una pasada, es su propio jefe, gana pasta por un tubo y tiene un Ferrari F50! ¿Qué tiene eso de aburrido?

Sophie se encogió de hombros.

-No me importaría tener su coche -observó con una risita-. Si no fuera por la abolladura.

Craig ya no se inquietaba al pensar en el daño que había hecho al coche de su abuelo. Se sentía relajado y libre de preocupaciones. Jugueteó con la idea de besar a Sophie allí mismo, sin importarle los demás. Lo único que le impidió hacerlo fue la posibilidad de que ella lo rechazara delante de su hermana, lo que habría sido humillante.

Deseó comprender a las chicas. Nadie le explicaba nunca nada. Su padre seguramente sabía todo lo que había que saber. Parecía caerle bien a todas las mujeres, pero Craig no entendía or qué, y cuando se lo preguntaba su padre se limitaba a reír. En uno de los escasos momentos de intimidad que había compartido con su madre en los últimos tiempos, le había preguntado qué era lo que atraía a las chicas en un hombre. «La amabilidad», le había contestado ella, lo que era a todas luces una patraña. Cuando las camareras y dependientas reaccionaban a los encantos de su padre sonriendo y ruborizándose antes de alejarse con un inconfundible contoneo de caderas, no era porque pensasen que era amable, eso lo tenía claro. Pero ¿por qué era? Todos los amigos de Craig tenían teorías infalibles sobre las reglas de la atracción sexual, todas ellas distintas. Unos sostenían que a las chicas les gustaban los tipos duros que les decían lo que tenían que hacer; otros que solo se interesaban por los cachas, los guaperas o los que tenían pasta. Craig estaba seguro de que todos se equivocaban, pero no tenía ninguna teoría propia.

Sophie apuró el vaso.

-¿Otra ronda?

Todos se apuntaron.

Craig empezó a darse cuenta de que, en realidad, la película era desternillante.

-¡Anda que no se nota que ese castillo es de cartón piedra! -comentó riendo entre dientes.

-Y todo el mundo va maquillado y peinado como en los años sesenta, aunque se supone que la cosa está ambientada en la Edad Media -apuntó Sophie.

Entonces Caroline dijo:

-Me muero de sueño.

Se levantó, subió la escalera con cierta dificultad y desapareció de vista.

«Primera baja de la noche -pensó Craig-. Solo queda uno.» Quizá no tuviera que descartar del todo la posibilidad de una escena romántica.

La vieja hechicera de la película tenía que bañarse en la sangre de una virgen para recuperar la juventud perdida. La escena de la bañera era una hilarante mezcla de provocación sexual y casquería que arrancó carcajadas a Craig y Sophie.

-Creo que voy a vomitar -dijo Tom de pronto.

-¡No! -Craig se levantó de un brinco. Se sintió ligeramente mareado, pero enseguida recuperó el equilibrio-. Al baño deprisa -ordenó. Cogió a Tom por el brazo y lo acompañó.

Tom empezó a vomitar segundos antes de alcanzar el váter.

Craig sorteó la mancha que había quedado en el suelo y guió a su hermano hasta la taza. Tom seguía vomitando. Craig lo sostenía por los hombros y procuraba no respirar. «Adiós al ambiente romántico», pensó.

Sophie apareció en el umbral.

-¿Se encuentra bien?

-Sí. -Craig imitó el tono redicho de un maestro de escuela-. Una imprudente combinación de chocolate, vodka y sangre virginal.

Sophie soltó una carcajada. Luego, para sorpresa de Craig, cogió un buen trozo de papel higiénico, se arrodilló y empezó a limpiar el suelo embaldosado.

Tom se incorporó.

-¿Ya está? -le preguntó Craig.

Tom asintió.

-¿Seguro?

-Seguro.

Craig tiró de la cadena.

-Ahora cepíllate los dientes.

-¿Por qué?

-No querrás que te apeste la boca.

Tom se cepilló los dientes.

Sophie tiró un puñado de papel dentro del váter y cogió un poco más.

Craig salió con Tom del cuarto de baño y lo acompañó hasta su cama plegable.

-Quítate esa ropa -le dijo, mientras abría la pequeña de Tom y sacaba un pijama de Spiderman. Tom se lo puso y se metió en la cama. Craig lo arropó.

Siento haber vomitado -se disculpó Tom.

Pasa en las mejores familias -dijo Craig-. Olvídalo.

Estiró la manta hasta la barbilla de Tom.

-Dulces sueños.

Volvió al cuarto de baño. Sophie había limpiado el suelo con una eficiencia sorprendente, y estaba vertiendo detergente en la taza. Craig se lavó las manos, y luego ella se puso a su lado e hizo lo propio. Había surgido un nuevo sentimiento de camaradería entre ambos.

Sophie comentó a media voz, divertida:

-Cuando le has dicho que se cepillara los dientes, te ha preguntado por qué.

Craig le sonrió a través del espejo.

-Ya, como diciendo que no pensaba ligar esta noche, así que para qué molestarse…

-Exacto.

Sophie estaba más guapa que nunca, pensó Craig mientras veía su reflejo sonriente, el brillo que iluminaba sus ojos oscuros. Cogió una toalla y le ofreció un extremo. Se secaron las manos. Entonces Craig tiró suavemente de la toalla, arrastrándola hacia él, y la besó en los labios.

Sophie le devolvió el beso. Él apartó un poco los labios y rozó los de ella con la punta de la lengua. Sophie parecía indecisa, sin ^aber cómo reaccionar. ¿Podía ser que, pese a lo mucho que alardeaba, no tuviera gran experiencia en aquello de besar?

-¿Volvemos al sofá? -sugirió Craig en un susurro-. Nunca me ha gustado hacer vida social en el cagadero. Sophie soltó una risita y salió del lavabo. Él la siguió. «Cuando estoy sobrio no soy ni la mitad de ingenioso», pensó Craig.

Se sentó cerca de Sophie y la rodeó con el brazo. Miraron la pantalla unos instantes, y luego él volvió a besarla.

12.55

Una puerta de cierre hermético permitía pasar de los vestuarios a la zona de peligro biológico. Kit giró la rueda radiada que accionaba el mecanismo de apertura y abrió la puerta. Había estado en el laboratorio antes de que empezara a funcionar, cuando no había virus peligrosos en su interior, pero desde entonces no había vuelto a poner un pie en el NBS4, y carecía del entrenamiento necesario para hacerlo. Sin poder evitar pensar que estaba poniendo su vida en peligro, cruzó el umbral y se adentró en las duchas. Nigel lo siguió, cargando el maletín granate de Elton. Este los esperaba fuera con Daisy, en la furgoneta.

Kit cerró la puerta tras ellos. Las puertas estaban conectadas electrónicamente, por lo que la siguiente no se abriría hasta que aquella se cerrara. Se le destaparon los oídos. La presión atmosférica se iba reduciendo paulatinamente a medida que se adentraban en el NBS4, para que cualquier posible fuga de aire se produjera de fuera hacia dentro y no a la inversa, impidiendo así que se escaparan agentes infecciosos al exterior.

Franquearon otra puerta y entraron en una habitación donde había trajes aislantes de plástico azul colgados de una serie de ganchos. Kit se quitó los zapatos.

-Busca un traje de tu talla y póntelo -ordenó a Nigel. -Tendremos que saltarnos algunas normas de seguridad.

-Eso no me hace ninguna gracia.

A Kit tampoco, pero no tenían alternativa.

-El procedimiento habitual es demasiado largo -explicó. -Tendríamos que quitarnos todo lo que llevamos encima, incluida la ropa interior y los objetos personales, y ponernos pijamas de cirujano debajo del traje. -Kit descolgó un traje y empezó a ponérselo-. Y para salir se tarda todavía más. Tienes que ducharte con el traje puesto, primero con una solución descontaminante, luego con agua, según un ciclo predeterminado que tarda cinco minutos. Luego te quitas el traje y el pijama y te duchas desnudo otros cinco minutos. Te limpias las uñas, te suenas la nariz, te aclaras la garganta y escupes. Luego te vistes. Si hacemos todo eso, la mitad de la policía de Inverburn estará aquí cuando salgamos. Nos saltaremos las duchas, nos quitaremos los trajes y saldremos corriendo.

Nigel parecía horrorizado.

-¿Cómo es de peligroso?

-Como ir a doscientos por hora en tu coche: podrías matarte, pero lo más probable es que no pase nada, siempre que no lo conviertas en un hábito. Venga, date prisa y ponte el puto traje de una vez.

Kit se caló el casco. La pantalla de plástico distorsionaba ligeramente su visión. Cerró la cremallera que cruzaba el traje por delante en sentido diagonal y luego ayudó a Nigel.

Decidió que podían prescindir de los guantes quirúrgicos. Se volvió hacia Nigel y, con un rollo de cinta adhesiva, unió las manoplas del traje a los rígidos puños del mismo. Luego Nigel hizo lo mismo por él.

De los vestuarios pasaron a la ducha descontaminante, un cubículo con salidas de agua repartidas por toda su superficie, incluido el techo. Notaron una nueva caída de la presión atmosférica, veinticinco o cincuenta paséales de una habitación a la siguiente, recordó Kit. De la ducha pasaron al laboratorio propiamente dicho.

Fue entonces cuando Kit experimentó un momento de puro pánico. Allí dentro, el aire podía acabar con su vida. De pronto, toda su palabrería de antes, incluida la comparación entre saltarse las medidas de seguridad y conducir a doscientos por hora, se le antojaba el colmo de la insensatez. «Podría morir -pensó-. Podría coger una enfermedad y sufrir una hemorragia tan grave que la sangre me saldría por las orejas, los ojos y el pene. ¿Qué puñetas estoy haciendo aquí? ¿Cómo he podido ser tan estúpido?»

Respiró hondo y procuró tranquilizarse. «No estás expuesto a la atmósfera del laboratorio, sino que estás respirando aire puro del exterior -se dijo a sí mismo-. Ningún virus puede traspasar este traje. Estás mucho más a salvo de cualquier infección aquí dentro que si fueras camino de Orlando en clase turista a bordo de un 747 abarrotado de gente. No pierdas la calma.»

Del techo colgaban, enroscadas sobre sí mismas, las mangueras amarillas de suministro de aire. Kit cogió una, la enchufó a la entrada de aire del cinturón del Nigel y vio cómo su traje empezaba a inflarse. Luego repitió la operación con su propio traje y oyó el chorro de aire entrando a presión. Eso aplacó sus temores.

Junto a la puerta descansaban varias botas de goma alineadas, pero Kit ni las miró. Las botas se utilizaban principalmente para proteger los trajes y evitar que se desgastaran.

Miró a su alrededor, tratando de orientarse, concentrándose en lo que tenía que hacer para no pensar en el peligro que corría. El laboratorio tenía un aspecto reluciente debido a la pintura epoxídica que se había utilizado para sellar herméticamente las paredes. Sobre las mesas de acero inoxidable descansaban microscopios y terminales de ordenador. Había un aparato de fax para enviar notas al exterior, puesto que el papel no podía pasar por las duchas ni los autoclaves. Kit se fijó en las neveras que se usaban para almacenar muestras, las cabinas de seguridad biológica para la manipulación de materiales peligrosos y las jaulas de conejo apiladas bajo una funda de plástico transparente. La luz roja situada por encima de la puerta parpadearía si sonaba el teléfono, ya que los trajes disminuían sensiblemente la capacidad auditiva de quienes los llevaban. En caso de emergencia, se encendería la luz azul. Además, las cámaras del circuito cerrado de televisión barrían cada rincón del laboratorio.

Kit señaló una puerta.

-Creo que la cámara está por allí.

Cruzó la estancia, estirando a su paso la manguera del aire. Abrió la puerta y entró en una diminuta habitación en la que había una cámara frigorífica cuya cerradura de seguridad se accionaba mediante un panel electrónico. Las teclas numéricas del panel estaban dispuestas de forma aleatoria y cambiaban de orden cada vez que se utilizaba para que nadie pudiera adivinar el código de acceso observando los dedos de la persona que lo introducía. Pero Kit había instalado la cerradura de seguridad, así que conocía la combinación… a menos que la hubieran cambiado.

Pulsó las teclas del código y tiró del picaporte. La puerta de la cámara se abrió.

A su espalda, Nigel seguía atentamente todos sus movimientos.

En el interior de la cámara frigorífica se conservaban dosis del precioso fármaco antiviral en jeringas desechables listas para utilizar. Las jeringas estaban empaquetadas en pequeñas cajas de cartón. Kit señaló la balda en la que descansaban y elevó la voz para Nigel pudiera oírlo a través del traje:

-Es este.

-No quiero el fármaco -replicó Nigel.

Kit se preguntó si lo había oído bien.

-¿Qué? -inquirió a voz en grito.

-No quiero el fármaco.

Kit no salía de su asombro.

-Pero ¿qué dices? ¿A qué hemos venido aquí si no?

No hubo respuesta.

En la segunda balda había muestras de diversos virus, listas para infectar a los animales de laboratorio. Nigel leyó atentamente las etiquetas y seleccionó una muestra de Madoba-2.

-¿Para qué coño quieres eso? -preguntó Kit.

Sin molestarse en contestarle, Nigel cogió todas las muestras que había del virus, doce cajas en total.

Una era suficiente para matar a alguien. Con doce se podía desatar una epidemia. Kit se lo habría pensado dos veces antes de tocar aquellas cajas, incluso llevando puesto un traje de seguridad biológica. ¿Qué estaría tramando Nigel?

-Creía que trabajabas para un gigante de la industria farmacéutica -dijo.

-Lo sé.

Nigel podía permitirse el lujo de pagarle trescientas mil libras por una noche de trabajo, pensó Kit. No sabía qué sacarían Elton y Daisy por su participación pero, aunque su tarifa fuera más baja, Nigel habría invertido en ellos cerca de medio millón de libras. Para que la operación le saliera a cuenta, tendría que cobrar un millón del cliente, quizá dos. El fármaco los valía con creces, pero ¿quién pagaría un millón de libras por un virus mortal?

Tan pronto como se hizo la pregunta, supo la respuesta.

Nigel cruzó el laboratorio sosteniendo varias cajas de muestras y las introdujo en una cabina de seguridad biológica, una especie de vitrina de cristal con una abertura en la parte delantera por la que los científicos podían introducir los brazos para efectuar experimentos. Una bomba acoplada a la cabina garantizaba que el aire circulaba de fuera hacia dentro y no al revés. Siempre que el científico llevara puesto un traje aislante, no se consideraba necesario sellar totalmente la cabina.

A continuación, Nigel abrió el maletín de piel granate. La parte superior estaba repleta de pequeños acumuladores de plástico azul. Las muestras de virus debían mantenerse a baja temperatura, eso lo sabía Kit. El fondo del maletín estaba cubierto con perlas blancas de poliestireno expandido, de las que se usaban para embalar objetos delicados. Sobre estas, como si de una gema preciosa se tratara, descansaba un vaporizador de perfume vacío. Kit reconoció el frasco. Era de la marca Diablerie, el perfume habitual de su hermana Olga.

Nigel puso el frasco en la cabina, donde la condensación no tardó en empañar el cristal.

-Me dijeron que pusiera el extractor de aire -dijo-. ¿Dónde se enciende?

-¡Espera! -exclamó Kit-. ¿Qué estás haciendo? ¡Me debes una explicación!

Nigel encontró el interruptor y conectó el extractor.

-El cliente quiere el producto en un formato más manejable -le informó con gesto indulgente-. Voy a pasar las muestras a este frasco dentro de la cabina porque es peligroso hacerlo fuera.

Nigel destapó el frasco de perfume y abrió la caja de muestras. Dentro había un vial de vidrio con una tabla de medición impresa a un lado. Con movimientos torpes a causa de las manoplas, Nigel desenroscó la tapa del vial y vertió el líquido en el frasco de Diablerie. Luego tapó el vial y cogió otro.

-La gente a la que vas a vender esto… -empezó Kit- ¿sabes para qué lo quiere?

-Me lo puedo imaginar.

-¡Van a matar a cientos de personas, quizá miles!

-Lo sé.

El vaporizador de perfume era el contenedor perfecto para el virus. Era una forma sencilla de crear un aerosol, y una vez repleto del líquido incoloro que albergaba el virus, parecía un frasco de perfume normal y corriente que pasaría inadvertido por todos los controles de seguridad. Cualquier mujer podría sacarlo de su bolso en un lugar público sin levantar la menor sospecha e impregnar el aire con un vapor letal para todo el que lo inhalara. También acabaría con su propia vida, con hacían los terroristas a menudo. Mataría a más gente que cualquier kamikaze con una bomba acoplada al cuerpo.

-¡Van a provocar una matanza!

-Sí. -Nigel se volvió hacia Kit. Sus ojos azules resultaban intimidantes incluso tras la doble pantalla que los separaba. -Y a partir de ahora tú también estás en el ajo y eres tan culpable como cualquiera de nosotros, así que cállate de una puta vez y no me desconcentres.

Kit dejó escapar un gemido. Nigel tenía razón. Nunca se le había pasado por la cabeza que acabaría implicado en algo más que un simple robo. Se había puesto enfermo al ver que Daisy aporreaba a Susan, pero aquello era mil veces peor, y no podía hacer nada para impedirlo. Si intentaba sabotear el golpe Nigel no dudaría en poner fin a su vida, y si las cosas se torcían y el virus no llegaba a manos del cliente, Harry McGarry haría que lo mataran por no haber saldado su deuda. Tenía que seguir adelante y recoger su parte del botín. De lo contrario, era hombre muerto.

También tenía que asegurarse de que Nigel manipulaba el virus con la debida precaución, o sería hombre muerto de todos modos.

Con los brazos en el interior de la cabina de seguridad biológica, Nigel vació el contenido de todos los viales en el frasco de perfume y luego volvió a taparlo. Kit sabía que la parte externa del frasco estaría contaminada, pero alguien se había encargado de informar a Nigel al respecto, pues introdujo el frasco en una cubeta repleta de solución descontaminante y lo extrajo por el otro lado. A continuación secó el frasco y extrajo del maletín dos bolsas de congelación con cierre hermético. Puso el frasco de perfume en una de las bolsas, la cerró y luego la introdujo en la segunda bolsa. Por último, volvió a dejar el frasco doblemente envuelto en el maletín y lo cerró.

Ya nos podemos ir -anunció.

Abandonaron el laboratorio. Nigel llevaba el maletín. Pasaron por la ducha descontaminante sin usarla, pues no había tiempo. En la sala donde se habían vestido se quitaron a toda prisa los incómodos trajes aislantes y volvieron a ponerse los zapatos. Kit se mantuvo todo lo lejos que pudo del traje de Nigel, cuyas manoplas seguramente estarían contaminadas con algún rastro ínfimo del virus.

Cruzaron la sala de las duchas de agua, de nuevo sin usarlas, siguieron hasta el vestuario y salieron a la antesala. Los cuatro guardias de seguridad seguían atados y apoyados contra la pared.

Kit consultó su reloj. Habían pasado treinta minutos desde que había escuchado la conversación de Toni Gallo con Steve.

-Espero que Toni no haya llegado aún.

-Si lo ha hecho, ya sabemos cómo hay que recibirla.

-Es una ex poli. No será tan fácil de reducir como estos cuatro. Y puede que me reconozca pese al disfraz.

Kit presionó el botón verde que abría la puerta. Nigel y él corrieron por el pasillo hasta llegar al vestíbulo principal. Para alivio de Kit, la sala estaba desierta. «Lo hemos conseguido», pensó. Pero Toni Gallo podía llegar en cualquier momento.

La furgoneta estaba parada frente a la puerta principal, con el motor en marcha. Elton iba sentado al volante y Daisy se había subido a la parte de atrás. Nigel saltó al interior del vehículo y Kit lo siguió al grito de:

-¡Arranca, arranca!

La furgoneta salió disparada antes de que Kit pudiera cerrar la puerta.

La nieve formaba una gruesa capa en el suelo. La furgoneta derrapó nada más arrancar y se desvió bruscamente a un lado, pero Elton se las arregló para recuperar el control del vehículo. Se detuvieron frente a la garita de la verja.

Willie Crawford asomó la cabeza.

-¿Ya lo habéis arreglado? -preguntó.

Elton bajó la ventanilla.

-No del todo -contestó-. Necesitamos repuestos. Tendremos que volver.

-Vais a tardar un buen rato, con este tiempo -comentó el guardia.

Kit reprimió un gruñido de impaciencia. Desde atrás, Daisy preguntó en un susurro:

-¿Le vuelo la tapa de los sesos?

-Volveremos tan pronto como podamos -repuso Elton, y subió el cristal de la ventanilla.

Al cabo de unos instantes, la barrera se elevó y salieron al exterior.

Mientras lo hacían, unos faros relumbraron en la oscuridad. Un coche se acercaba desde el sur. Kit creyó reconocer un Jaguar de color claro.

Elton giró en dirección norte y se alejó del Kremlin a toda velocidad.

Kit seguía por el espejo retrovisor los faros del otro coche, que tomó el camino de acceso al Kremlin.

«Toni Gallo -pensó-, demasiado tarde.»

01.15

Toni iba sentada en el asiento del acompañante, al lado de Carl Osborne, cuando este detuvo el coche frente a la garita del Kremlin. La señora Gallo iba en el asiento de atrás.

Toni pasó a Carl su salvoconducto y la cartilla de pensionista de su madre.

-Dale esto al guardia, junto con tu pase de prensa -dijo. Todos los visitantes debían enseñar algún tipo de identificación.

Carl bajó la ventanilla y ofreció los documentos al guardia.

Desde el otro extremo del coche,Toni reconoció a Hamish McKinnon.

-Hola, Hamish. Soy yo -dijo, elevando la voz-. Traigo a dos visitantes conmigo.

-Hola, señora Gallo -respondió el guardia-. ¿Es un perro eso que lleva la señora del asiento de atrás?

-Mejor no preguntes -repuso Toni.

Hamish apuntó los nombres de los tres pasajeros y devolvió a Carl el pase de prensa y la cartilla de pensionista.

-Encontraréis a Steve en recepción.

-¿Ya funcionan los teléfonos?

-Todavía no. El equipo de mantenimiento acaba de salir en busca de repuestos.

McKinnon levantó la barrera y Carl entró en el recinto.

Toni reprimió su indignación contra Hibernian Telecom. Con la que estaba cayendo, tenían que haber salido de casa con todos los repuestos que pudieran necesitar. El tiempo seguía empeorando, y pronto las carreteras se volverían intransitables Era poco probable que estuvieran de vuelta antes del alba.

Aquello estropeaba sus planes para el futuro inmediato Había pensado llamar a Stanley para decirle que había habido un pequeño problema en el Kremlin, pero que ya lo tenía bajo control, y luego quedar con él para verse más tarde. Ahora, al parecer, su informe de la situación no podía ser tan satisfactorio como habría deseado.

Carl estacionó frente a la entrada principal.

-Espérame aquí -dijo Toni,y salió del coche antes de que él pudiera protestar. No lo quería merodeando por el edificio si podía evitarlo. Subió a la carrera la escalinata que flanqueaban los leones de piedra y empujó la puerta. Le sorprendió no ver a nadie en el mostrador de recepción.

Vaciló un instante. Uno de los guardias podía estar haciendo la ronda, pero no deberían haberse ausentado los dos a la vez. Podían estar en cualquier punto del edificio, y mientras tanto la puerta principal había quedado desatendida.

Se encaminó a la sala de control. Los monitores le dirían dónde estaban los guardias.

Se quedó perpleja al encontrar la sala vacía.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Aquello olía a chamusquina. Que faltaran cuatro guardias no podía deberse a un mero incumplimiento de las normas. Algo había pasado.

Volvió a mirar los monitores. Todos mostraban habitaciones vacías. Si había cuatro guardias en el edificio, por lo menos uno de ellos tendría que aparecer en los monitores en cuestión de segundos. Pero no se advertía el menor movimiento en ninguna parte.

Entonces algo llamó su atención. Miró más de cerca la imagen correspondiente al NBS4.

La fecha sobreimpresa en la pantalla era el 24 de diciembre. Toni consultó su reloj. Pasaba de la una de la mañana. Estaban a 25 de diciembre, día de Navidad. Lo que tenía ante sí eran imágenes antiguas. Alguien había manipulado el sistema de vigilancia.

Se sentó frente a la terminal de ordenador y abrió el programa. Al cabo de tres minutos, llegó a la conclusión de que todos los monitores que cubrían el NBS4 estaban mostrando imágenes del día anterior. Los actualizó y miró las pantallas.

En la antesala de los vestuarios había cuatro personas sentadas en el suelo. Se quedó petrificada de horror. «Por favor, que no estén muertos», pensó.

Una de aquellas personas se movió.

Toni miró más atentamente la pantalla. Eran los guardias, con sus uniformes de color oscuro. Tenían las manos en la espalda, como si estuvieran atados.

-¡No, no! -exclamó en voz alta.

Pero no podía obviar la terrible conclusión de que alguien había asaltado el Kremlin.

Se sintió desolada. Primero Michael Ross, y ahora esto. ¿En qué se había equivocado? Había hecho todo lo que estaba en su mano para convertir aquel lugar en una fortaleza inexpugnable, pero había fracasado estrepitosamente. Había traicionado la confianza de Stanley.

Se volvió hacia la puerta. Su primer instinto fue salir corriendo hacia el NBS4 y desatar a los cautivos. Pero entonces le habló la policía que seguía llevando dentro. «Para, haz un balance de la situación, planifica la respuesta.» Quienquiera que hubiera hecho aquello podía seguir en el edificio, aunque Toni daba por sentado que los malos de la película eran los supuestos técnicos de Hibernian Telecom que acababan de marcharse. ¿Qué era lo más importante en aquel momento? Asegurarse de que ella no era la única persona que tenía conocimiento de aquello.

Descolgó el teléfono del escritorio. No había línea, por supuesto. Seguramente la avería en el sistema telefónico formaba parte del plan, fuera cual fuese. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a la policía.

-Soy Toni Gallo y estoy al frente de la seguridad en Oxenford Medical. Ha habido un incidente. Cuatro de mis guardias de seguridad han sido atacados.

-¿Siguen los atacantes en el recinto?

-No lo creo, pero no puedo estar segura.

-¿Algún herido?

-No lo sé. Tan pronto como cuelgue, iré a comprobarlo, pero antes quería avisarles.

-Intentaremos hacerle llegar un coche patrulla, pero las carreteras están fatal.

Por su tono de voz,Toni dedujo que se trataba de un agente joven e inexperto.

Intentó impresionarlo transmitiéndole una sensación de urgencia.

-Podríamos estar ante un grave incidente biológico. Ayer se murió un hombre a consecuencia de un virus sustraído de nuestros laboratorios.

-Haremos todo lo que esté en nuestras manos.

-Tengo entendido que Frank Hackett es el comisario de guardia esta noche. ¿Por casualidad no estará ahí?

-No, está en su casa.

-Le recomiendo vivamente que lo llame y lo despierte para explicarle lo ocurrido.

-Tomo nota de su indicación.

-Tenemos una avería en las líneas telefónicas, seguramente causada por los propios intrusos. Por favor, apunte mi número de móvil. -Lo leyó en alto-. Dígale a Frank que me llame enseguida.

-Entendido.

-¿Puedo saber su nombre?

-Agente David Reid.

-Gracias, agente Reid. Me quedo a la espera de ese coche patrulla.

Toni colgó. No estaba segura de que el agente Reid hubiera comprendido la importancia de su llamada, pero seguro que transmitiría la información a un superior. De todos modos, no tenía tiempo para seguir insistiendo. Salió a toda prisa de la sala de control y corrió por el pasillo hasta llegar al NBS4. Pasó su tarjeta por el lector de bandas magnéticas, presionó la yema del dedo sobre la pantalla del escáner y entró.

Allí estaban Steve, Susan, Don y Stu, alineados contra la pared y atados de pies y manos. Susan parecía haberse empotrado contra un árbol: tenía la nariz hinchada y manchas de sangre en la barbilla y el pecho. Don presentaba una herida abierta en la frente.

Toni se arrodilló y empezó a desatarlos.

-¿Qué demonios ha pasado aquí? -preguntó.

13.30

La furgoneta de Hibernian Telecom se abría camino con dificultad en la nieve. Elton no pasaba de los veinte kilómetros por hora y tenía puesta una marcha corta para evitar derrapar. Pesados copos de nieve acribillaban el vehículo y habían formado dos cuñas en la base del parabrisas que iban aumentando de tamaño, de tal modo que los limpiaparabrisas describían un arco cada vez más pequeño, hasta que Elton perdió la visibilidad por completo y paró para apartar la nieve.

Kit estaba desolado. Creía estar participando en un golpe que no perjudicaría gravemente a nadie. Su padre perdería dinero, sí, pero a cambio él podría saldar su deuda con Harry Mac, una deuda que el propio Stanley debería haber pagado, así que en el fondo no cometía ninguna injusticia. Pero la realidad era muy distinta. Solo podía haber un motivo para comprar el Madoba-2. Alguien quería acabar con la vida de un gran número de personas. Kit nunca se habría involucrado en algo así.

Se preguntó quién sería el cliente de Nigel: ¿una secta japonesa, fundamentalistas islámicos, un grupo escindido del IRA, suicidas palestinos? ¿Acaso un grupo de estadounidenses paranoicos que vivían armados hasta los dientes en un recóndito bosque de Montana? Poco importaba. Quienquiera que fuese el destinatario del virus, iba a emplearlo, y miles de personas morirían desangrándose por los ojos.

Pero ¿qué podía hacer él? Si intentaba abortar el golpe y llevar las muestras de vuelta al laboratorio Nigel lo mataría, o dejaría que Daisy lo hiciera. Pensó en abrir la puerta de la furgoneta y saltar con el vehículo en marcha. Iban lo bastante despacio para hacerlo. Se perdería en la tormenta antes de que pudieran darle alcance. Pero ellos seguirían teniendo el virus y él seguiría debiendo doscientas cincuenta mil libras a Harry.

Tenía que seguir adelante. Quizá cuando todo terminara pudiera mandar un mensaje anónimo a la policía, dando los nombres de Nigel y Daisy, y cruzar los dedos para que encontraran el virus antes de que lo utilizaran. Aunque lo más sensato sería quizá mantenerse fiel a su plan y desaparecer de la faz de la tierra. Nadie querría desatar una plaga en Lucca.

O tal vez liberaran el virus en el avión que lo llevaba a Italia, con lo que le tocaría sufrir en carne propia las consecuencias de sus actos. Eso habría sido un final justo.

Escudriñando la carretera en medio de la ventisca, avistó el letrero luminoso de un hotel. Elton se apartó de la carretera. Había una luz por encima de la puerta, y ocho o nueve coches en el aparcamiento. Eso quería decir que estaba abierto. Kit se preguntó quién pasaría la noche de Navidad en un hotel. Indios tal vez, o quizá hombres de negocios que no habían podido volver a sus casas, o parejas de amantes ilícitos.

Elton aparcó junto a un Opel Astra familiar.

-Lo ideal sería dejar la furgoneta aquí -dijo-. Es demasiado fácil de identificar. Se supone que tenemos que volver al aeródromo en ese Astra, pero no sé si vamos a poder.

Desde la parte de atrás, Daisy rezongó:

-Imbécil, ¿por qué no te has traído un Land Rover?

-Porque el Astra es uno de los coches más vendidos en Gran Bretaña, por lo que es más fácil que pase inadvertido, y además las previsiones decían que no iba a nevar, so burra.

-Venga, dejadlo ya -intervino Nigel, quitándose la peluca y las gafas-. Deshaceos de los disfraces. No sabemos cuánto tardarán esos guardias en dar nuestra descripción a la policía

Los demás obedecieron.

-Podríamos quedarnos aquí -propuso Elton-, alquilar un par de habitaciones y esperar a que pase la tormenta.

-Eso sería arriesgado -replicó Nigel-. Estarnos a pocos kilómetros del laboratorio.

-Si nosotros no podemos movernos, la policía tampoco. En cuanto la tormenta amaine, nos ponemos otra vez en marcha.

-Tenemos una cita con el cliente.

-Sí, pero no va a poder despegar con su helicóptero en medio de esta nevada.

-En eso tienes razón.

El teléfono de Kit empezó a sonar. Consultó su portátil. Era una llamada directa a su móvil, no desviada desde el Kremlin. Contestó.

-¿Sí?

-Soy yo. -Kit reconoció la voz de Hamish McKinnon-. Te llamo desde mi móvil aprovechando que Willie se ha ido al lavabo, así que seré breve.

-¿Qué está pasando?

-Toni ha llegado justo después de que os fuerais vosotros.

-Sí, he visto su coche.

-Ha encontrado a los otros guardias atados y ha llamado a la policía.

-¿Podrán llegar hasta ahí con este tiempo?

-Han dicho que lo intentarían. Toni acaba de venir hasta la garita para avisarnos de que están de camino. Cuando lleguen… lo siento, tengo que dejarte.

Colgó el teléfono.

Kit guardó el móvil en el bolsillo.

-Toni Gallo ha encontrado a los guardias -anunció- Ha llamado a la policía, que va de camino al laboratorio.

-Pues no se hable más -concluyó Nigel-. Nos vamos en el Astra.

01.45

Craig acababa de introducir una mano debajo del jersey de Sophie cuando oyó pasos. Se apartó y miró a su alrededor.

Su hermana bajaba del pajar en camisón.

-Me siento un poco rara -dijo, y cruzó la habitación hasta el cuarto de baño.

Frustrado, Craig desvió su atención hacia la película de la tele. La vieja hechicera, transmutada en una hermosa muchacha, seducía a un apuesto caballero.

Caroline salió del cuarto de baño diciendo:

-Ahí dentro apesta a vomitado.

Después subió la escalera y volvió a la cama.

-Aquí no hay manera de tener un poco de intimidad -murmuró Sophie.

-Es como intentar hacer el amor en la estación central de Glasgow -dijo Craig, pero volvió a besarla. Esta vez, ella entreabrió los labios y su lengua salió al encuentro de la de Craig, que gimió encantado.

Entonces él metió la mano por debajo de su jersey y le acarició un seno. Era pequeño y cálido al tacto por debajo del sostén de algodón fino. Craig lo apretó ligeramente entre sus dedos, y Sophie soltó un involuntario suspiro de placer.

-¿Queréis dejar de hacer ruido? ¡No me dejáis dormir! -protestó Tom-.

-Se separaron. Craig sacó la mano de debajo del jersey de Sophie. Estaba a punto de explotar de frustración.

-Lo siento. -murmuro.

-¿Porqué no nos vamos a otro sitio? -sugirió Sophie.

-¿Dónde, por ejemplo?

-¿Qué te parece el desván que me has enseñado antes?

Craig no podía imaginar nada mejor. Allí arriba estarían completamente solos, y nadie los molestaría.

-¡Genial! -dijo, levantándose. -¡Genial!

Se pusieron las chaquetas y las botas, y Sophie se caló un gorro de lana rosa con una borla que le daba un aire tierno e inocente.

-Un ramillete de alegría.

– ¿Qué cosa?

-Tú con ese gorro.

Sophie sonrió. Antes, lo habría llamado cursi por decir algo semejante pero la relación entre ambos había cambiado. A lo mejor era el vodka, pero Craig creía que el punto de inflexión se había dado en el cuarto de baño, cuando los dos juntos se habían encargado de Tom. Al ser un niño indefenso, los había obligado a actuar como adultos. Después de algo así, no era fácil volver a mostrarse enfurruñado y distante.

Craig jamás habría imaginado que limpiar una vomitona fuera el modo de llegar al corazón de una chica.

Abrió la puerta del granero. Una ráfaga de viento helado los cubrió de nieve como si fuera confeti. Craig salió deprisa, sostuvo la puerta para que Sophie pasara y luego la cerró.

Steepfall ofrecía una imagen terriblemente romántica. La nieve cubría las pronunciadas pendientes del tejado a dos aguas, se acumulaba en los alféizares y alfombraba el patio, donde alcanzaba unos treinta centímetros de profundidad. Las luces de los edificios anexos proyectaban halos dorados en los que bailaban copos de nieve. La ventisca había transformado una carretilla, una pila de leña y una manguera de jardín en esculturas de hielo.

Sophie contemplaba la escena con ojos maravillados.

-Es como una postal navideña -dijo.

Craig le cogió la mano. Cruzaron el patio caminando casi de puntillas, como aves zancudas, y rodearon la casa hasta la puerta trasera. Craig sacudió la nieve que cubría la tapa de un cubo de la basura. Luego se encaramó sobre el cubo y se impulsó hasta el cobertizo bajo el cual se encontraba el recibidor de las botas.

Miró hacia abajo. Sophie parecía dudar.

-¡Ven! -susurró él, al tiempo que extendía una mano.

Sophie la cogió y se subió al cubo de basura. Con la mano libre, Craig se agarró al borde del tejado para no perder el equilibrio y la ayudó a subir. Se quedaron unos instantes tumbados lado a lado sobre la nieve que cubría las tejas, como dos amantes en la cama. Luego Craig se levantó.

Avanzó por la cornisa que llevaba hasta la puerta del desván, despejó con el pie la mayor parte de la nieve que la cubría y abrió la gran puerta. Luego retrocedió hasta donde estaba Sophie.

Esta se puso a gatas, pero cuando intentó levantarse sus botas resbalaron y se cayó. Parecía asustada.

-Cógete a mí -dijo Craig, y la ayudó a incorporarse. Lo que estaban haciendo no era demasiado peligroso, y tenía la impresión de que Sophie exageraba un poco, pero eso no le molestaba lo más mínimo, pues le daba la oportunidad de mostrarse fuerte y protector.

Todavía sosteniendo su mano, Craig se subió a la cornisa. Ella siguió sus pasos y lo cogió por la cintura. A él le hubiera gustado alargar aquel momento y notar cómo Sophie se aferraba a su cuerpo, pero siguió adelante, caminando de lado por la cornisa hasta la puerta abierta. Una vez allí, la ayudó a entrar.

Craig cerró la puerta del desván tras de sí y encendió la luz. Aquello era perfecto, pensó al borde de la euforia. Estaban a solas en mitad de la noche, y nadie los molestaría. Podían hacer cualquiera cosa que quisieran.

Craig se tumbó en el suelo y miró por el agujero del suelo que daba a la cocina. Una sola luz permanecía encendida, la de la puerta del recibidor de las botas. Nellie estaba acostada delante del horno con la cabeza erguida, las orejas levantadas, a la escucha. Sabía que él estaba allí arriba.

-Vuelve a dormir -murmuró. Como si lo hubiera oído, la perra bajó la cabeza y cerró los ojos.

Sophie estaba sentada en el viejo sofá, temblando de frío.

-Tengo los pies helados.

-Te habrá entrado nieve en las botas.

Craig se arrodilló delante de ella y le sacó las botas de agua. Tenía los calcetines empapados, y también se los quitó. Sus pequeños pies blancos estaban tan fríos como si los hubiera metido en la nevera. Craig intentó calentarlos con las manos hasta que, súbitamente inspirado, se desabrochó la chaqueta, se levantó el jersey y apoyó las plantas de los pies de Sophie contra su pecho desnudo.

-¡Dios, qué gusto! -dijo ella.

Craig se dio cuenta de que la había oído repetir aquellas mismas palabras infinidad de veces en sus fantasías, aunque las circunstancias fueran ligeramente distintas.

02.00

Toni estaba en la sala de control, siguiendo los monitores.

Steve y los demás guardias le habían contado lo sucedido desde que el «equipo de mantenimiento» había entrado en el vestíbulo principal hasta el momento en que dos hombres salieron del NBS4, cruzaron la antesala y se esfumaron, uno de ellos llevando consigo un delgado maletín de piel granate. Mientras Steve le curaba las heridas, Don había dicho que uno de los hombres había intentado impedir el uso de la violencia. Las palabras que había proferido a voz en grito resonaban ahora en la mente de Toni: «Si quieres presentarte ante tu cliente a las diez con las manos vacías, vas por buen camino».

Era evidente que habían entrado en el laboratorio para robar algo, y se lo habían llevado en aquel maletín. Toni tenía la terrible sensación de que sabía lo que era.

Se puso a repasar las imágenes que las cámaras del NBS4 habían captado entre las 00.55 y la 01.15 de la madrugada. Aunque los monitores no habían proyectado aquella grabación en ningún momento, el ordenador las había registrado. Había dos hombres dentro del laboratorio, enfundados en sendos trajes aislantes.

Toni dio un grito ahogado cuando vio que uno de ellos abría la puerta que daba a la pequeña habitación de la cámara refrigeradora. A continuación, el desconocido introdujo una secuencia numérica en el panel digital. ¡Conocía el código!

Abrió la puerta de la cámara, y el otro hombre empezó a ex traer muestras de su interior.

Toni congeló la imagen.

La cámara estaba situada encima de la puerta, por lo que permitía ver al intruso desde arriba y la cámara refrigeradora más allá de este. Sostenía en las manos una pila de pequeñas cajas blancas. Los dedos de Toni se deslizaron sobre el teclado y la imagen en blanco y negro aumentó de tamaño en el monitor. Ahora alcanzaba a ver el símbolo internacional de peligro biológico impreso en las cajas. Aquel hombre estaba robando muestras de algún virus. Toni amplió todavía más la imagen y optimizó la resolución. Poco a poco, la palabra impresa en una de las cajas se fue haciendo nítida: Madoba-2.

Era justo lo que temía, pero la confirmación la golpeó como un gélido aliento de muerte. Se quedó mirando la pantalla, petrificada de miedo, atenta a los latidos de su corazón, que sonaban como una campana fúnebre. El Madoba-2 era el virus más mortal que se conocía, un agente infeccioso tan destructivo que se hallaba sometido a varios niveles de seguridad y que solo podían manipular personas altamente cualificadas y debidamente protegidas con un equipo aislante. Y ahora estaba en manos de una cuadrilla de ladrones que se dedicaba a pasearlo por ahí en un puñetero maletín.

Podían tener un accidente de tráfico; podían sentirse acorralados y tirar el maletín; el virus podía acabar en manos de personas que no supieran lo que era… los riesgos eran incalculables. Y aunque ellos no lo liberaran de forma accidental, su «cliente» lo haría deliberadamente. Alguien tenía la intención de utilizar el virus para matar a cientos, miles, de personas, tal vez incluso para desencadenar una epidemia capaz de exterminar a toda una población.

Y ella había dejado que le arrebataran el arma homicida.

Horrorizada, Toni descongeló la imagen y vio con desesperación cómo uno de los intrusos vaciaba el contenido de los viales en un frasco de perfume de la marca Diablerie. Aquel era todas luces el formato de entrega de la mercancía. Un frasco de perfume aparentemente inofensivo se había convertido en un arma de destrucción masiva. Toni vio cómo lo envolvía cuidadosamente en dos bolsas de plástico y lo guardaba en el maletín, acolchado entre perlas de poliestireno expandido.

Ya había visto suficiente. Sabía lo que tenía que hacer. La policía debía poner en marcha una operación a gran escala cuanto antes. Si se daban prisa, quizá pudieran coger a los ladrones antes de que entregaran el virus al comprador.

Toni restableció el funcionamiento normal de los monitores y abandonó la sala de control.

Los guardias de seguridad estaban en el vestíbulo principal, sentados en los sofás normalmente reservados para las visitas, bebiendo té y pensando que la crisis había llegado a su fin. Toni decidió tomarse unos segundos para recuperar el control de la situación.

-Tenemos mucho trabajo por delante -anunció en tono expeditivo-. Stu, ve a la sala de control y vuelve a ocupar tu puesto, por favor. Steve, ponte detrás del mostrador. Don, tú quédate donde estás.

Este último lucía un improvisado vendaje sobre la herida de la frente.

Susan Mackintosh estaba acostada en el sofá de las visitas. Le habían limpiado la sangre del rostro, pero tenía numerosas contusiones. Toni se arrodilló a su lado y le besó la frente.

-Pobrecita -dijo-. ¿Cómo te sientes?

-Bastante atontada.

-No sabes cuánto lo siento.

Susan esbozó una débil sonrisa.

-Ha valido la pena por el beso.

Toni le dio unas palmaditas en el hombro.

-Veo que te vas recuperando.

La señora Gallo estaba sentada junto a Don.

-Ese chico tan amable, Steven, me ha ofrecido una taza de té -dijo-. El cachorro estaba a sus pies, sobre una hoja de periódico abierta. Le dio un trozo de galleta.

-Gracias, Steve -dijo Toni.

-Sería un buen novio para ti -insinuó su madre.

-Está casado -replicó Toni.

-Hoy en día, eso no parece ser un problema.

-Para mí sí lo es. -Toni se volvió hacia Steve-. ¿Dónde está Carl Osborne?

-Ha ido al lavabo.

Toni asintió y cogió su móvil. Había llegado el momento de llamar a la policía.

Recordó lo que Steve Tremlett le había dicho sobre el personal que estaría de guardia aquella noche en la jefatura policial de Inverburn: un inspector, dos sargentos y seis agentes, además de un comisario, aunque este no estaría presente en la jefatura, sino localizable por teléfono. No era suficiente, ni de lejos, para hacer frente a una crisis de aquellas proporciones. Sabía lo que haría ella si estuviera al mando. Reuniría a veinte o treinta agentes, requisaría varias máquinas quitanieves, montaría controles de carretera y tendría a una brigada de agentes armados listos para efectuar la detención. Y lo haría cuanto antes.

Se sintió más animada. El horror de lo que había pasado empezó a desvanecerse en su mente mientras se concentraba en lo que había que hacer. La acción siempre le levantaba la moral, y el trabajo policial era la mejor clase de acción posible.

Le atendió de nuevo David Reid. Cuando se identificó, este le dijo:

-Les hemos enviado un coche patrulla, pero ha tenido que volver atrás. El tiempo…

Toni no daba crédito a sus oídos. Creía que el coche patrulla estaba de camino.

-No lo dirá en serio -replicó, elevando la voz.

-¿Ha visto cómo están las carreteras? Hay coches abandonados por todas partes. No tendría ningún sentido enviar a una patrulla para que se quede atrapada en la nieve.

-¡Mierda! Pero ¿qué clase de gallinas reclutáis estos días?

-No tiene por qué ponerse así, señora.

Toni intentó controlarse.

-Tiene usted razón, lo siento. -Recordó, de sus tiempos de entrenamiento, que cuando la respuesta de la policía a una crisis era un completo desastre, se debía muchas veces a que no se había identificado correctamente el problema en los primeros minutos de la misma, es decir, cuando alguien carente de experiencia como el agente Reid se encargaba de redactar el informe preliminar. La prioridad de Toni era asegurarse de transmitirle toda la información relevante, para que él se la pasara a su superior.

-La situación es la siguiente: en primer lugar, los ladrones han robado una cantidad significativa de un virus llamado Madoba-2 que es mortal para la especie humana, así que estamos ante una emergencia biológica.

-Emergencia biológica -repitió el agente Reid, apuntándolo.

-En segundo lugar, los autores del robo son tres varones, dos blancos y uno negro, y una mujer blanca. Viajan en una furgoneta de la empresa Hibernian Telecom.

-¿Podría darme descripciones más detalladas de los sospechosos?

-Ahora mismo le llamará el jefe de seguridad para darle esa información. Yo 110 los he visto, pero él sí. En tercer lugar, tenemos a dos personas heridas. Una de ellas ha sido agredida con una porra y la otra ha recibido varias patadas en la cabeza.

-¿Cómo de graves son las heridas?

Toni pensó que se lo acababa de decir, pero el agente Reid parecía estar leyendo un guión.

-La guardia que ha sido aporreada necesita que la vea un médico.

-De acuerdo.

-En cuarto lugar, los intrusos iban armados.

-¿Qué clase de armas llevaban?

Toni se volvió hacia Steve, que era un experto en el tema.

-¿Has podido reconocer las armas?

Steve asintió.

-Pistolas automáticas Browning de nueve milímetros, los tres. De las que llevan un cargador de trece balas, y con toda la pinta de haber pertenecido al ejército, creo yo.

Toni repitió la descripción a Reid.

-Robo a mano armada, entonces -concluyó.

-Sí, pero lo importante es que no pueden haber ido muy lejos, y que esa furgoneta es fácil de identificar. Si nos movemos deprisa, podemos cogerlos.

-Nadie puede moverse deprisa esta noche.

-Es evidente que necesitáis máquinas quitanieves.

-El cuerpo de policía no posee quitanieves.

-Debe de haber varias en la zona. Tenemos que limpiar las carreteras casi cada invierno.

-Limpiar la nieve de las carreteras no es cosa de la policía, sino de las autoridades locales.

Toni sintió ganas de gritar de impotencia, pero se mordió la lengua.

-¿Me puede poner con Frank Hackett?

-El comisario Hackett no se encuentra disponible.

Toni sabía que Frank estaba de guardia. Steve así se lo había dicho.

-Si usted no lo quiere despertar, lo haré yo -dijo. Cortó la llamada y marcó el número particular de Frank. Si era un policía responsable, estaría durmiendo con el teléfono al lado.

Lo cogió enseguida.

-Hackett.

-Soy Toni. Alguien ha entrado a robar en Oxenford Medical y se ha llevado muestras del Madoba-2, el virus que mató a Michael Ross.

-¿Cómo has dejado que pasara algo así?

Toni no dejaba de hacerse la misma pregunta, pero oírla de labios de Frank le sentó como una bofetada.

-Si eres tan listo, averigua cómo coger a los ladrones antes de que se escapen -retrucó.

-¿No os hemos enviado un coche patrulla hace una hora?

-Sí, pero no ha llegado. Tus valientes policías vieron la nieve y se echaron atrás.

-Bueno, si nosotros estamos atrapados, los sospechosos también lo estarán.

-Tú no estás atrapado, Frank. Puedes llegar hasta aquí en una máquina quitanieves.

-No tengo una máquina quitanieves.

-El ayuntamiento tiene varias, llámales.

Hubo una larga pausa.

-No creo que sea buena idea -dijo al fin.

Toni sintió ganas de matarlo. Frank disfrutaba ejerciendo su autoridad para llevarle la contraria. Le hacía sentirse poderoso, y nada le gustaba más que desafiarla. Toni siempre le había parecido demasiado autoritaria. ¿Cómo había podido vivir con él tanto tiempo? Se tragó la réplica que tenía en la punta de la lengua y dijo:

-¿Por qué no, Frank?

-No puedo enviar a un grupo de hombres desarmados en busca de una cuadrilla armada. Tendremos que reunir a unos cuantos agentes entrenados en el uso de armas de fuego, llevarlos al arsenal y equiparlos con chalecos antibalas, armas y munición. Eso nos llevará un par de horas.

-¡Mientras tanto, los ladrones se escapan con un virus que podría matar a miles de personas!

-Daré la alerta sobre la furgoneta.

-Puede que cambien de coche. Quizá tengan un todoterreno aparcado en algún sitio.

-Aun así no llegarán lejos.

-¿Y si tienen un helicóptero?

-Toni, te estás dejando llevar por la imaginación. En Escocia los ladrones no tienen helicópteros.

No estaban ante un grupo de delincuentes comunes que intentaban huir con un puñado de joyas o un saco de billetes, pero Frank nunca había acabado de entender la gravedad del peligro biológico.

-Frank, déjate llevar por la imaginación un momento. ¡Esa gente pretende desatar una epidemia!

-No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. Ya no eres policía.

-Frank… -No pudo acabar la frase. Él había colgado-. Frank, eres un capullo y un imbécil -dijo, aunque no había nadie al otro lado del teléfono, y luego colgó.

¿Siempre había sido así? Toni tenía la sensación de que, cuando vivían juntos, era más razonable. Quizá ella ejerciera una buena influencia sobre él. Por lo menos entonces no la desdeñaba como ahora. Le vino a la memoria el caso de Dick Buchan, un violador múltiple que se había negado a decirle a Frank dónde había ocultado los cadáveres tras horas de intimidaciones, gritos y amenazas. Toni se había sentado a charlar con él acerca de su madre y le había arrancado una confesión en veinte minutos. Después de aquello, Frank siempre le pedía consejo antes de empezar un interrogatorio importante. Pero desde que habían roto parecía haber sufrido una regresión.

Toni miró el teléfono con el ceño fruncido, estrujándose la sesera. ¿Cómo iba a hacerle entrar en razón? Estaba lo del caso de Johnny Kirk. En el peor de los casos, siempre podría utilizarlo para chantajear a Frank. Pero antes quería hacer una última llamada. Rastreó la agenda de su móvil hasta dar con el número personal de Odette Cressy, su amiga de Scotland Yard.

Al cabo de una eternidad, esta cogió el teléfono.

-Soy Toni -dijo-. Perdona que te despierte.

-Tranquilo, cariño -dijo Odette, dirigiéndose a una tercera persona-. Es del trabajo.

Toni se sorprendió.

-No esperaba que estuvieras con alguien.

-Solo es Santa Claus. ¿Qué pasa?

Toni se lo explicó.

-Mierda, eso es justo lo que nos temíamos -comentó Odette.

-No puedo creer que haya dejado ocurrir algo así.

-¿Hay alguna pista sobre cuándo y cómo piensan usar el virus?

-En realidad hay dos pistas -contestó Toni-. En primer lugar, no se han limitado a robar el virus, sino que lo han vertido en un frasco de perfume. Está listo para usar. Podrían liberarlo en cualquier lugar atestado de gente: un cine, un avión, los almacenes Harrods… nadie se daría cuenta.

-¿Un frasco de perfume, dices?

-De la marca Diablerie.

-Eso está bien. Por lo menos sabemos lo que estamos buscando. ¿Qué más tienes?

-Uno de los guardias les ha oído decir que han quedado con el cliente a las diez.

-A las diez. No pierden el tiempo.

-Exacto. Si entregan el virus a su cliente a las diez de la mañana, esta misma noche podría estar en Londres, y mañana podrían soltarlo en el Albert Hall.

-Buen trabajo, Toni. Dios, ojalá nunca te hubieras ido de la policía.

Toni empezaba a sentirse un poco más animada.

-Gracias.

-¿Algo más?

-Han seguido hacia el norte al salir de aquí. Yo vi la furgoneta. Pero hay una tormenta de nieve y las carreteras están poco menos que intransitables, así que segurarnente no se han alejado mucho de donde estoy.

-Eso significa que podemos cogerlos antes de que entreguen la mercancía.

-Sí, pero no he podido convencer a la policía local de lo urgente que es ir tras ellos.

-Eso déjamelo a mí. Me encargaré de que se pongan las pilas. El terrorismo es asunto de Estado. Tus chicos están a punto de recibir una llamada del número diez de Downing Street ¿Qué necesitas, helicópteros? Hay un portaaviones de la armada, el Gannet, a tan solo una hora de ahí.

-Ponlos en alerta. No creo que los helicópteros puedan volar con la que está cayendo, y aunque pudieran hacerlo no verían lo que pasa a ras de suelo. Lo que necesito de verdad es una máquina quitanieves. Habría que despejar la carretera desde Inverburn, y la policía tendría que establecer su base de operaciones aquí para empezar a buscar a los sospechosos.

-Me aseguraré de que así sea. Mantenme al corriente, ¿vale?

-Gracias, Odette.

Toni colgó.

Se dio la vuelta. Carl Osborne estaba justo detrás de ella, tomando notas.

02.30

Elton conducía el Opel Astra despacio, abriéndose camino con dificultad sobre una capa de nieve fresca de más de treinta centímetros de espesor. Nigel iba a su lado, aferrándose al maletín de piel granate y su mortal contenido. Kit iba en la parte de atrás con Daisy y no le quitaba ojo al maletín, imaginando un accidente de tráfico en el que este resultara aplastado, la botella hecha añicos y el líquido esparcido en el aire como una botella de champán envenenado que acabaría con la vida de todos ellos.

Su impaciencia se convirtió en desesperación cuando Elton redujo todavía más la marcha. Hasta una bicicleta los habría adelantado. Kit solo pensaba en llegar cuanto antes al aeródromo y dejar el maletín en un lugar seguro. Cada minuto que pasaran en la carretera estarían poniendo sus vidas en peligro.

Pero no estaba seguro de que pudieran llegar a su destino. Desde que habían salido del aparcamiento del Dew Drop no habían visto ningún otro vehículo en marcha. Cada kilómetro, aproximadamente, pasaban por delante de un coche o camión abandonado, algunos en el arcén y otros directamente en medio de la calzada, incluido un Range Rover de la policía que había volcado.

De pronto, los faros del Astra iluminaron a un hombre que agitaba los brazos frenéticamente. Vestía traje y corbata, y no llevaba abrigo ni sombrero. Elton miró de reojo a Nigel, que murmuró:

-Ni se te ocurra parar.

Elton avanzó decididamente hacia el hombre, que se apartó de la carretera en el último momento. Mientras pasaban de largo, Kit divisó a una mujer con vestido de fiesta y un delgado chal arrebujado alrededor de los hombros, de pie junto a un gran Bentley. Parecía desesperada.

Dejaron atrás el desvío que llevaba a Steepfall, y Kit deseó volver a ser un niño que dormía en la casa de su padre, ajeno a todo lo que tuviera que ver con virus, ordenadores y las reglas del blackjack.

La tormenta había arreciado hasta el punto de que casi no se veía nada al otro lado del parabrisas, a no ser una blancura infinita. Elton apenas tenía visibilidad. Conducía guiado por la intuición, el optimismo y los vistazos que iba echando a uno y otro lado por las ventanillas. El vehículo aminoró de nuevo la marcha, primero al ritmo de una carrera, luego de una caminata enérgica. Kit hubiera dado cualquier cosa por disponer de un coche más apropiado. Con el Toyota Land Cruiser Amazon de su padre, aparcado a tan solo un par de kilómetros de allí, lo habrían tenido mucho más fácil.

Al remontar una colina, los neumáticos empezaron a resbalar sobre la nieve. El coche fue perdiendo impulso poco a poco, luego se detuvo por completo y, ante la mirada horrorizada de Kit, empezó a deslizarse hacia atrás. Elton intentó frenarlo, pero solo logró acelerar la caída. Dio un volantazo y la parte trasera del vehículo se desvió hacia la izquierda. Entonces giró el volante en la dirección contraria y el coche se detuvo, quedando atravesado en medio de la calzada. Nigel soltó una maldición.

Daisy se inclinó hacia delante y le espetó a Elton: -¿Por qué has hecho eso, gilipollas?

-Sal y empuja, Daisy -replicó este.

-Que te den por el culo.

-Lo digo en serio -insistió Elton-. La cima de la colina está a tan solo unos metros. Podría llegar hasta allí si alguien me diera un empujón.

-Saldremos todos a empujar -sentenció Nigel. Nigel, Daisy y Kit se apearon del coche. Hacía un frío glacial, y los copos de nieve se metían en los ojos de Kit. Se colocaron detrás del coche y se apoyaron en él. Solo Daisy llevaba guantes. El metal del chasis cortaba las manos desnudas de Kit. Elton quitó el freno de mano poco a poco, descargando el peso del coche sobre ellos. En pocos segundos, los pies de Kit estaban empapados, pero los neumáticos se agarraron a la carretera. Elton se alejó de ellos y avanzó hasta la cima de la colina.

Remontaron la cuesta con dificultad, resbalando en la nieve, jadeando a causa del esfuerzo y temblando de frío. ¿Iba a repetirse aquella escena cada vez que se encontraran con una cuesta a lo largo de los siguientes quince kilómetros?

Nigel había pensado lo mismo. Cuando volvieron al coche le preguntó a Elton:

-¿De veras crees que llegaremos en este coche?

-En esta carretera quizá no haya mayor problema -contestó Elton-, pero hay cuatro o cinco kilómetros de camino rural para llegar al aeródromo.

Al oírlo, Kit se acabó de decidir.

-Sé dónde hay un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas, un Toyota Land Cruiser -anunció.

-Nadie nos asegura que no vaya a quedarse atrapado en la nieve. ¿Recuerdas el todoterreno de la policía que hemos dejado atrás? -observó Daisy.

-Tiene que ser mejor que un Opel Astra -repuso Nigel-. ¿Dónde está el coche?

-En casa de mi padre. Para ser exactos, está en el garaje, que apenas se ve desde la casa.

-¿A qué distancia?

-Tendríamos que retroceder poco más de un kilómetro y luego tomar un desvío. De allí al garaje debe de haber otro kilómetro.

-¿Cuál es tu plan?

-Dejamos el Astra en el bosque, cerca de la casa, cogemos el Land Cruiser y nos vamos al aeródromo. Después, Elton lleva el todoterreno de vuelta y coge el Astra.

-Para entonces será de día. ¿Y si alguien lo ve dejando el todoterreno en el garaje de tu padre?

-No lo sé, ya nos inventaremos algo, pero pase lo que pase no puede ser peor que quedarnos atrapados en la nieve.

-¿Alguien tiene una idea mejor? -inquirió Nigel.

No hubo respuesta.

Elton dio media vuelta y bajó la pendiente con una marcha corta. Al cabo de unos minutos, Kit dijo:

-Coge ese desvío.

Elton detuvo el coche.

-Ni hablar -replicó-. ¿Tú has visto la cantidad de nieve que hay en esa carretera? Tiene por lo menos medio metro de grosor, y por ahí no pasa un coche desde hace horas. No avanzaríamos ni cincuenta metros antes de quedarnos atrapados.

Al igual que cuando iba perdiendo al blackjack, Kit tuvo la terrible sensación de que alguna fuerza superior se complacía en darle malas cartas.

-¿Queda muy lejos la casa de tu padre? -preguntó Nigel.

-Un poquito. -Kit tragó en seco-. Poco más de un kilómetro.

-Con este puto tiempo, eso es muchísimo -retrucó Daisy.

-La alternativa -señaló Nigel- es quedarnos aquí esperando hasta que pase algún coche y secuestrarlo.

-Pues ya podemos esperar sentados -observó Elton – No he visto un coche en marcha desde que hemos salido del laboratorio.

-Vosotros tres podríais esperar aquí mientras yo voy a por el todoterreno -sugirió Kit.

Nigel negó con la cabeza.

-Podría pasarte algo, quedarte atrapado en la nieve o algo así, y no tendríamos manera de encontrarte. Es mejor que sigamos juntos.

Había otra razón, supuso Kit: Nigel no se fiaba de él. Seguramente temía que se echara atrás y decidiera llamar a la policía. Nada más lejos de la intención de Kit, pero Nigel no tenía por qué saberlo.

Hubo un largo silencio. Permanecían inmóviles, reacios a abandonar el ambiente cálido del coche. Entonces Elton apagó el motor y todos se apearon del vehículo.

Nigel se aferraba al maletín como si le fuera la vida en ello. Al fin y al cabo, era el motivo por el que todos estaban allí. Kit se llevó su portátil consigo. Quizá necesitara interceptar alguna comunicación del Kremlin con el exterior. Elton encontró una linterna en la guantera y se la dio a Kit.

-Tú irás delante -dijo.

Kit echó a andar sin más preámbulos, abriéndose paso como podía entre la nieve, que le llegaba a las rodillas. Oía los gruñidos y maldiciones de los otros, pero no volvió la vista atrás. O seguían su ritmo o se quedaban por el camino.

Hacía un frío implacable. Ninguno de ellos iba vestido para algo así. No habían contado con la posibilidad de tener que estar a la intemperie. Nigel llevaba una americana, Elton una gabardina y Daisy una chaqueta de piel. De todos ellos, Kit era el que iba más abrigado con su chaqueta acolchada. Se había puesto botas de montaña, y Daisy llevaba botas de motorista, pero Nigel y Elton llevaban zapatos normales y corrientes, y Daisy era la única que tenía guantes.

Kit no tardó en empezar a temblar. Le dolían las manos, aunque procuraba mantenerlas hundidas en los bolsillos de su chaquetón. La nieve le había empapado los vaqueros hasta las rodillas y el agua se le había colado dentro de las botas. Tenía las orejas y la nariz insensibilizadas por el frío.

La familiar carretera que tantas veces había recorrido a pie o en bicicleta de pequeño estaba sepultada bajo la nieve, y Kit se preguntó si no habría perdido el norte. Estaban en pleno páramo escocés, y a diferencia de lo que ocurría en otras zonas de Gran Bretaña, no había ningún seto o muro que bordeara la carretera. A uno y otro lado de esta se extendían terrenos sin cultivar, y a nadie se le había ocurrido nunca vallarlos.

Kit tenía la impresión de que se habían desviado de la carretera. Se detuvo y, con las manos desnudas, empezó a escarbar en la nieve.

-¿Qué pasa ahora? -preguntó Nigel con cara de pocos amigos.

-Un segundo. -Kit encontró hierba escarchada, lo que significaba que se habían alejado de la carretera asfaltada. Pero ¿en qué dirección? Pegó los labios a sus manos heladas y sopló para tratar de calentarlas con su propio aliento. A la derecha, el terreno parecía describir una pendiente. Supuso que la carretera tenía que estar en esa dirección. Se encamino hacia allí con dificultad, y a los pocos metros volvió a escarbar en la nieve. Esta vez encontró asfalto.

-Es por aquí -anunció, con más seguridad de la que sentía.

La nieve derretida que le había empapado los vaqueros y los calcetines empezó a cuajar de nuevo, así que ahora tenía una capa de hielo pegada a la piel. Llevaban media hora caminando y Kit tenía la sensación de que avanzaban en círculos. Había perdido el sentido de la orientación. En una noche normal, las farolas de la casa se habrían visto desde lejos, pero la tormenta de nieve impedía el paso de cualquier haz de luz. Tampoco veía ni olía el mar. Era como si estuviera a cien kilómetros de distancia. Kit cayó en la cuenta de que podían morir de frío si se perdían, y sintió verdadero pánico.

Los demás lo seguían en un silencio que era fruto del agotamiento. Hasta Daisy había dejado de refunfuñar. Resoplaban temblaban de la cabeza a los pies. No les quedaban fuerzas para protestar.

Finalmente, Kit percibió una oscuridad más intensa a su alrededor. La tormenta parecía haber amainado ligeramente. De pronto, tropezó con algo. Había estado a punto de darse de bruces con el grueso tronco de un gran árbol. Eso significaba que habían alcanzado el bosque cercano a la casa. Se sintió tan aliviado que tuvo ganas de arrodillarse y dar las gracias. A partir de allí, podría llegar al garaje sin problemas.

Mientras seguía el sendero que serpenteaba entre los árboles, oyó un sonoro castañeteo de dientes a su espalda. Deseó que fuera Daisy.

Había perdido toda la sensibilidad en los dedos de las manos y los pies, pero aún podía mover las piernas. La capa de nieve no era tan gruesa allí, bajo las copas de los árboles, por lo que podía avanzar más deprisa. Un débil resplandor le indicó que se acercaba a la casa. Por fin abandonó la arboleda y, siguiendo la luz, llegó al garaje.

Las grandes puertas automáticas estaban cerradas, pero había una puerta lateral que siempre se dejaba abierta. Kit la encontró y entró en el garaje. Los otros tres siguieron sus pasos.

-Gracias a Dios -dijo Elton en tono sombrío-. Creía que iba a palmarla en el puto páramo escocés.

Kit encendió la linterna. Allí estaba el Ferrari azul de su padre, con su voluptuosa silueta, arrimado a la pared. A su lado estaba el Ford Mondeo blanco de Luke, lo que no era nada habitual. Este solía volver a casa con Lori en su coche al final de la jornada. ¿Se habrían quedado a pasar la noche o…?

Apuntó con la linterna hacia el otro extremo del garaje, donde su padre solía dejar el Toyota Land Cruiser Amazon.

La plaza de aparcamiento estaba vacía.

Kit sintió ganas de llorar.

Enseguida comprendió lo ocurrido. Luke y Lori vivían en un pequeño chalet a unos dos kilómetros de allí. En vista del tiempo, Stanley les habría dado permiso para coger el todoterreno y dejar allí el Ford Mondeo, que no era mejor que el Opel Astra para circular por la nieve.

-Me cago en todo -masculló Kit.

-¿Dónde está el Toyota? -inquirió Nigel.

-Se lo han llevado -contestó Kit-. Maldita sea, ahora sí que la hemos cagado.

03.30

Carl Osborne hablaba por el móvil.

-¿Hay alguien en la redacción? Bien, pues pásame.

Toni cruzó el vestíbulo principal y se acercó a él.

-Espera, por favor.

Carl tapó el auricular con la mano.

-¿Qué pasa?

-Por favor, cuelga y escúchame un segundo.

Carl se volvió hacia el auricular.

-Prepárate para grabar mi voz, te volveré a llamar en un par de minutos.

Pulsó el botón de fin de llamada y la miró con gesto expectante.

Toni estaba desesperada. Carl podía hacer mucho daño a la empresa con un enfoque alarmista de lo ocurrido. Odiaba suplicar, pero tenía que impedírselo.

-Esto podría ser mi ruina -empezó-. Dejé que Michael Ross robara un conejo infectado, y ahora he consentido que una cuadrilla de ladrones se haga con varias muestras del virus.

-Lo siento, Toni, pero es ley de vida.

-También podría ser el fin de la empresa -insistió. Estaba siendo más franca de lo que hubiera deseado, pero no le quedaba otro remedio-. La mala publicidad podría ahuyentar a nuestros… inversores.

-Los americanos, quieres decir. -Carl no le dejaba pasar ni una.

-¿Y eso qué más da? Lo importante es que la empresa se iría al garete. -Y con ella Stanley, pensó, aunque se abstuvo de decirlo. Intentaba sonar razonable y objetiva, pero la voz estaba a punto de rompérsele-. ¡No se lo merecen!

-Querrás decir que tu querido profesor Oxenford no se lo merece.

-¡Lo único que intenta es encontrar una cura para enfermedades que matan a la gente, por el amor de Dios!

-Y de paso amasar una fortuna.

-Igual que tú, cuando llevas la verdad a los telespectadores escoceses.

Osborne se la quedó mirando fijamente, tratando de averiguar si había sarcasmo en sus palabras. Luego negó con la cabeza.

-Una noticia es una noticia. Además, antes o después saldrá a la luz. Si no lo hago yo, lo hará otro.

-Lo sé. -Toni volvió la mirada hacia las ventanas del vestíbulo principal. La tormenta no parecía querer amainar. En el mejor de los casos, el tiempo se estabilizaría un poco con la llegada del alba-. Dame solo tres horas -le pidió-. Espérate hasta las siete para hacer esa llamada.

-¿Qué diferencia hay?

Quizá ninguna, pensó Toni, pero aquella era su única esperanza.

-Para entonces tal vez podamos anunciar que la policía ha detenido a los ladrones, o por lo menos que están sobre su pista y esperan detenerlos en cualquier momento.

Quizá la empresa, y con ella Stanley, pudieran sobrevivir a la crisis si esta se zanjaba deprisa.

-Ni hablar. Mientras tanto, alguien podría pisarme la noticia. En cuanto se entere la policía, será un secreto a voces. No puedo arriesgarme.

Dicho lo cual, empezó a marcar un número en su móvil. Toni se lo quedó mirando fijamente. La verdad ya era bastante terrible, pero vista a través de la lente deformadora del periodismo sensacionalista podía tener consecuencias catastróficas.

-Graba lo que voy a decir -ordenó Carl a su interlocutor- Podéis pasarlo con una foto mía hablando por teléfono. ¿Listos?

Toni sintió ganas de estrangularlo.

-Les hablo desde los laboratorios Oxenford Medical. En tan solo dos días, esta empresa farmacéutica escocesa ha vivido dos graves incidentes de seguridad biológica.

¿Podía detenerlo? Tenía que intentarlo. Miró a su alrededor. Steve estaba detrás del mostrador. Susan seguía acostada y estaba muy pálida, pero Don seguía de pie. Su madre dormía, al igual que el cachorro. Tenía dos hombres de su parte.

-Perdona -le dijo a Carl.

El periodista se hizo el sordo. -Varias muestras de un virus mortal conocido como Madoba-2…

Toni puso la mano sobre el teléfono.

-Lo siento, pero no puede hablar aquí dentro.

Osborne se apartó e intentó proseguir. -Muestras de un virus…

Toni lo interrumpió de nuevo, y esta vez puso la mano entre el teléfono y la boca de Osborne.

-¡Steve, Don! ¡Venid aquí, rápido!

-Intentan impedir que dé la noticia -alcanzó a añadir Carl-, ¿sigues grabando?

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