-No hay nadie aquí excepto los miembros de mi equipo, y todos llevan puestos trajes de seguridad biológica.
-No me gusta este protocolo. Pone a un puñado de civiles al frente de la escena del crimen.
-Qué te hace pensar que estás ante una escena del crimen?
Alguien ha robado muestras de un fármaco.
Sí, pero no las robó de aquí.
Frank hizo caso omiso de su observación.
-Por cierto, ¿cómo se las arregló vuestro hombre para contraer el virus? Todos vosotros usáis esos trajes en el laboratorio, ¿no?
Eso es algo que la consejería de Salud Pública deberá determinar -contestó Toni en tono evasivo-. De nada sirve especular.
-¿Había algún animal aquí cuando llegasteis?
Toni dudó unos segundos, y eso fue cuanto necesitó Frank, que si por algo era un buen policía era porque no se le escapaba una.
-¿Así que un animal salió del laboratorio e infectó al técnico mientras este trabajaba sin traje de aislamiento?
-No sé qué ocurrió, y no quiero que empiecen a circular rumores sin fundamento. ¿Podríamos concentrarnos en la salud pública, al menos de momento?
-A la orden. Pero la salud pública no es lo único que te preocupa. También quieres proteger a la empresa y a tu querido profesor Oxenford.
Toni se preguntó por qué había elegido aquel calificativo para el profesor, pero antes de que pudiera reaccionar empezó a sonar un teléfono dentro de su casco.
-Tengo una llamada -le dijo a Frank-. Perdona.
Sacó el intercomunicador del casco y se lo puso. Volvió a sonar el tono de llamada, luego un silbido que indicaba el establecimiento de la comunicación, y entonces oyó la voz de un guardia de seguridad que le hablaba desde la centralita del Kremlin.
-La doctora Solomons para la señora Gallo.
-¿Sí? -dijo Toni.
La doctora se puso al teléfono.
-Michael ha muerto.
Toni cerró los ojos.
-Dios, Ruth, cuánto lo siento.
-Habría muerto aunque lo hubiéramos encontrado veinticuatro horas antes. Estoy casi segura de que tenía el Madoba-2.
-Hemos hecho cuanto hemos podido -dijo Toni, la voz embargada de dolor.
-¿Tienes idea de cómo ha podido pasar?
Toni no quería revelar mucha información delante de Frank.
-Estaba preocupado por la crueldad hacia los animales, y creo que seguía afectado por la muerte de su madre, hace un año.
-Pobre chico.
-Ruth, tengo aquí a la policía. Luego te llamo.
-Vale.
La comunicación se cortó. Toni se quitó el intercomunicador.
-Así que ha muerto -observó Frank.
-Se llamaba Michael Ross, y al parecer contrajo un virus llamado Madoba-2.
-¿Qué clase de animal encontrasteis en la casa?
Sin apenas pensarlo,Toni decidió tender una pequeña trampa a Frank:
-Un hámster -dijo-. Se llamaba Fluffy.
-¿Es posible que haya más personas infectadas?
-Esa es la gran pregunta. Michael vivía solo en esta casa. No tenía familia y muy pocas amistades. Cualquiera que lo hubiera visitado antes de que enfermara estaría a salvo, a menos que hiciera algo muy íntimo, como compartir una aguja hipodérmica. Así que existen bastantes posibilidades de que el virus no se haya propagado. -Toni estaba minimizando deliberadamente la gravedad de la situación. Si su interlocutor hubiera sido Kincaid, habría sido más sincera, pues sabía que él no haría cundir el pánico. Con Frank era distinto-. Pero evidentemente nuestra prioridad debe ser establecer contacto con todas las personas a las que Michael pueda haber visto en los últimos dieciséis días.
Frank intentó un nuevo acercamiento.
-Te he oído decir que estaba preocupado por la crueldad hacia los animales. ¿Pertenecía a alguna asociación de defensa de los animales?
-Sí, a Amigos de los Animales.
-¿Cómo lo sabes?
-He echado un vistazo a sus objetos personales.
-Eso es trabajo de la policía.
-Estoy de acuerdo, pero tú no puedes entrar en la casa.
-Podría ponerme uno de esos trajes.
-No se trata solo del traje. Tienes que poseer formación específica sobre cómo proceder en caso de accidente biológico para poder ponerte un traje de aislamiento.
Frank volvía a dar señales de enfado.
-¡Entonces sácame las cosas para que las vea!
-¿Por qué no hago que alguien de mi equipo te envíe todos sus documentos por fax? También podríamos descargar todo el disco duro de su ordenador desde Internet.
-¡Quiero los originales! ¿Qué tratas de ocultarme?
-Nada, te lo prometo. Pero tenemos que descontaminar todo lo que hay en la casa, ya sea con líquido desinfectante o con vapor a alta presión. Ambos procesos destruyen el papel, y podrían dañar el ordenador.
-Voy a hacer cambiar este protocolo. Me pregunto si el inspector jefe está al tanto del gol que Kincaid se ha dejado colar.
Toni empezaba a estar harta. Eran las tantas de la madrugada, se enfrentaba a una crisis de las gordas y para colmo tenía que intentar no herir los sentimientos de un ex amante resentido.
-Ay, Frank, por el amor de Dios… puede que tengas razón, pero esto es lo que hay, así que podríamos intentar olvidar el pasado y trabajar en equipo, ¿no crees?
-Tu idea del trabajo en equipo es que todo el mundo haga lo que tú dices.
Toni soltó una carcajada.
-Vale. ¿Cuál crees que debería ser nuestro siguiente paso?
-Informaré a la consejería de Salud Pública, que según el protocolo es la que debe llevar la voz cantante. Me imagino que en cuanto hayan localizado a su asesor en materia de peligro biológico, querrán concertar una reunión aquí con él a primera hora de la mañana. Mientras tanto, deberíamos empezar a buscar a todo aquel que pueda haber estado en contacto con Michael Ross. Haré que un par de agentes empiece a llamar a todos los teléfonos de esa libreta de direcciones. Sugiero que te encargues de interrogar a los empleados del Kremlin. Lo ideal sería disponer de esa información cuando nos reunamos con los de la consejería de Salud Pública.
-De acuerdo. -Toni dudó un instante. Quería preguntarle algo a Frank. Su mejor amigo era Carl Osborne, periodista de una cadena de televisión local que valoraba más el impacto de las noticias que la precisión informativa. Si Carl se enteraba de aquello, podía organizar un lío formidable.
Toni sabía que la forma de sacarle algo a Frank era hablándole con toda naturalidad, sin parecer autoritaria ni necesitada. -Hay un apartado del protocolo que debo comentarte -empezó-. Dice que no se harán declaraciones a la prensa sin antes hablar con todas las partes interesadas, lo que incluye la policía, la consejería de Salud Pública y la empresa.
-Por mí, perfecto.
-Te lo comento porque esto no tiene por qué convertirse en motivo de alarma para la población. Lo más probable es que nadie se halle en peligro.
-Bien.
-No queremos ocultar información, pero las declaraciones deben ser muy medidas y transmitir tranquilidad. No tiene por qué cundir el pánico.
Frank esbozó una sonrisa burlona.
-Temes que empiecen a circular artículos sensacionales sobre un grupo de hámsters asesinos que asolan Escocia?
Estás en deuda conmigo, Frank. Espero que lo recuerdes.
La sonrisa desapareció del rostro de Frank.
-Yo a ti no te debo nada.
Toni bajó la voz, aunque no había nadie cerca.
-¿Ya te has olvidado de Johnny Kirk, el Granjero?
Kirk era un traficante de cocaína a gran escala. Había nacido en el conflictivo barrio de Glasgow conocido como Garscube Road y nunca había visto una granja en su vida, pero se había ganado ese apodo debido a las enormes botas de caucho verde que siempre llevaba puestas para mitigar el dolor de los callos que tenía en los pies. Frank había logrado reunir pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Durante el juicio, por casualidad, Toni había encontrado una prueba que podía haber ayudado a la defensa. Se lo comentó a Frank, pero este nunca llegó a informar al tribunal. Johnny era a todas luces culpable y Frank había conseguido que lo enviaran a la cárcel, pero si la verdad salía a la luz algún día su carrera se iría al garete.
-¿Me estás amenazando con sacar eso otra vez si no hago lo que quieres? -replicó Frank, visiblemente irritado.
-No, solo te recuerdo que cuando necesitaste que yo guardara silencio sobre algo, lo hice.
Frank volvió a cambiar de actitud. Por un momento había llegado a parecer asustado, pero ahora volvía a ser el mismo Frank arrogante de siempre.
Todos nos saltamos las reglas de vez en cuando. Es ley de vida.
Claro. Y yo te estoy pidiendo que no filtres esto a tu amigo Carl Osborne, ni a nadie de la prensa. Frank sonrió.
-Toni, por Dios -dijo, fingiendo una indignación que estaba lejos de sentir-. Yo nunca haría algo así.
07.00
Kit Oxenford se despertó temprano, sintiéndose expectante y angustiado a la vez. Era una sensación extraña.
Se disponía a asaltar Oxenford Medical.
La sola idea lo llenaba de euforia. Sería su mejor jugada de todos los tiempos. Pasaría a la posteridad bajo titulares del tipo «El crimen perfecto». Mejor aún, le permitiría vengarse de su padre. La empresa se vendría abajo y Stanley Oxenford acabaría arruinado. De algún modo, la certeza de que el viejo nunca llegaría a enterarse de quién le había hecho aquello le generaba más placer aún. Sería una satisfacción secreta que Kit podría saborear durante el resto de su vida.
Pero Kit también se notaba angustiado, algo poco habitual en él. No era muy dado a las cavilaciones. Fuera cual fuese el lío en que estuviera metido, por lo general le bastaba con un poco de labia para salir indemne. Rara vez hacía planes.
Aquello sí lo había planeado. Quizá fuera ese el problema.
Se quedó en la cama con los ojos cerrados, pensando en los obstáculos que debía superar.
Primero, estaban los elementos físicos de seguridad que rodeaban el Kremlin: la doble valla, el alambre de espino, las luces, las alarmas contra intrusos. Esas alarmas estaban protegidas por interruptores antisabotaje, sensores de impactos y complejas redes eléctricas capaces de detectar el menor cortocircuito.
Las alarmas estaban directamente conectadas con el cuartel general de la policía regional, situado en Inverburn, a través de una línea telefónica que el sistema comprobaba de forma rutinaria para asegurar su correcto funcionamiento.
Ninguna de todas esas medidas de seguridad iba a impedir que Kit y sus compinches entraran en los laboratorios.
Luego estaban los guardias, que supervisaban las zonas más importantes a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión que barrían el recinto cada hora. Los monitores estaban equipados con interruptores polarizados de alta seguridad capaces de detectar cualquier cambio en el equipo, como por ejemplo si alguien reemplazara la señal de una de las cámaras por la de un aparato de vídeo.
Kit también había pensado en la manera de sortear ese obstáculo.
Por último, estaba el complejo sistema de control de acceso, que incluía tarjetas magnéticas con la foto del usuario autorizado y un chip con pormenores de su huella digital.
Burlar el sistema no era tarea sencilla, pero Kit sabía cómo hacerlo.
Era analista de sistemas y había sido el primero de su promoción, pero contaba con una ventaja todavía más importante: había diseñado el software que controlaba todo el sistema de seguridad del Kremlin. Era obra suya de principio a fin. Había hecho un trabajo magnífico para el ingrato de su padre, y el sistema era prácticamente inexpugnable para cualquier intruso, pero Kit conocía sus secretos.
Hacia la medianoche de aquel día, entraría en el templo sagrado, el laboratorio NBS4, el lugar más seguro de toda Escocia. Con él entrarían su cliente, un londinense discretamente amenazador llamado Nigel Buchanan, y dos colaboradores. Una vez dentro, Kit abriría la cámara refrigerada con un sencillo código de cuatro dígitos. Entonces Nigel podría robar las muestras del nuevo y precioso fármaco antiviral de Stanley Oxenford.
Las muestras no seguirían en su poder mucho tiempo. Nigel tenía un plazo de entrega muy ajustado. A las diez de la mañana del día siguiente, día de Navidad, tenía que hacérselas llegar al cliente. Kit no conocía el motivo del plazo límite. Tampoco sabía quién era el cliente, aunque lo suponía. Tenía que ser alguna multinacional farmacéutica. Disponer de una muestra para analizar les ahorraría años de investigación. Podían fabricar su propia versión del fármaco en cuestión en lugar de pagar millones a Oxenford a cambio de una licencia de patente. Era un fraude en toda regla, pero cuando había tanto dinero en juego eran pocos los que conservaban sus escrúpulos. Kit imaginaba al distinguido presidente de la multinacional en cuestión, con su pelo plateado y su traje de raya diplomática, preguntando con la mayor de las hipocresías: «¿Puede usted asegurarme sin sombra de duda que ningún empleado de nuestra empresa ha violado la ley para obtener esta muestra?».
En opinión de Kit, lo mejor de su plan era que la intrusión pasaría desapercibida hasta mucho después de que Nigel y él hubieran abandonado el Kremlin. Estaban a martes, día de Nochebuena. Los dos días siguientes serían festivos. Como muy pronto, la alarma saltaría el viernes, cuando uno o dos científicos adictos al trabajo se presentaran en el laboratorio. Pero había bastantes probabilidades de que nadie se percatara del robo entonces, y menos durante el fin de semana, lo que significaba que Kit y su banda tenían hasta el lunes de la semana siguiente para borrar las huellas de su paso por el Kremlin. Era más que suficiente.
Pero entonces, ¿por qué se sentía tan asustado? Le vino a la mente el rostro de Toni Gallo, la jefa de seguridad nombrada por su padre. Era una pelirroja pecosa, muy atractiva si a uno le iban las mujeres atléticas, aunque tenía demasiada personalidad para el gusto de Kit. ¿Era ella el motivo de sus temores? En el pasado la había subestimado, y el resultado había sido nefasto.
Pero ahora tenía un plan perfecto.
-Genial -dijo en voz alta, intentando convencerse a sí mismo.
-¿Qué es genial? -preguntó una voz femenina a su lado.
Kit se sobresaltó. Había olvidado que no estaba solo. Abrió los ojos. El piso estaba oscuro como boca de lobo.
-¿Qué es genial? -insistió la misma voz.
-Tu forma de bailar -contestó él, improvisando. La había conocido la noche anterior en una discoteca.
-Tú tampoco lo haces nada mal -repuso ella con un fuerte acento de Glasgow-. Mueves los pies que da gusto.
Kit se estrujó la sesera intentando recordar su nombre.
-Maureen… -dijo. Con semejante nombre, solo podía ser católica. Se volvió sobre un costado y la rodeó con el brazo mientras trataba de recordar su aspecto. Tenía buenas curvas. No le gustaban las chicas demasiado delgadas. Maureen se pegó a él de buen grado. ¿Rubia o morena?, se preguntó. Tenía su morbo, montárselo con una chica sin saber qué aspecto tenía. Se disponía a acariciarle los senos cuando recordó qué día era, y las ganas se le pasaron de golpe-. ¿Qué hora es? -preguntó.
-Es hora de follar -contestó Maureen, expectante.
Kit se apartó de ella. El reloj digital del aparato de música señalaba las 07.10.
-Tengo que levantarme -dijo-. Me espera un día movidito.
Quería llegar a casa de su padre a tiempo para almorzar. Iba a verlo con el pretexto de celebrar el día de Navidad, pero en realidad lo hacía para robar algo que necesitaba para ejecutar su plan aquella misma noche.
-¿Cómo puedes estar tan ocupado en Nochebuena?
-A lo mejor es que soy Santa Claus.
Kit se sentó en el borde de la cama y encendió la luz.
Maureen no ocultó su decepción:
-Bueno, pues este duende va a seguir durmiendo un poco más, si a Santa Claus no le importa -replicó, malhumorada.
Kit se volvió para mirarla, pero la chica se había tapado la cabeza con el edredón. Seguía sin saber qué aspecto tenía.
Se encaminó desnudo a la cocina y empezó a preparar café.
Su loft estaba dividido en dos grandes zonas. Por un lado se hallaba el salón con cocina americana y por el otro la habitación. El salón estaba repleto de aparatos electrónicos: una gran pantalla plana de televisión, un avanzado sistema de sonido y una pila de ordenadores y accesorios conectados entre sí por una maraña de cables. Kit siempre había disfrutado descubriendo el modo de burlar los sistemas de seguridad de los ordenadores ajenos. Sabía que la única forma de llegar a ser un experto en seguridad de software era convertirse primero en un hacker.
Mientras trabajaba para su padre en el diseño e instalación del sistema de seguridad del NBS4, había puesto en marcha uno de sus mejores chanchullos. Con la ayuda de Ronnie Sutherland, a la sazón jefe de seguridad de Oxenford Medical, había ideado una forma de desviar dinero de la compañía. Había manipulado el software de contabilidad para que, al sumar una serie de facturas de los proveedores habituales, el ordenador añadiera un uno por ciento al total, y luego hiciera una transferencia de esa cantidad a la cuenta de Ronnie mediante una transacción que no constaba en ningún informe o extracto. El plan dependía de que a nadie se le ocurriera cornprobar los cálculos del ordenador, y nadie lo había hecho hasta que un día Toni Gallo había visto a la mujer de Ronnie aparcando un flamante Mercedes cupé delante del Marks & Spencer"s de Inverburn.
La empecinada insistencia con la que Toni había investigado el asunto había asombrado y aterrado a Kit. Una vez descubierta la discrepancia, no pararía hasta dar con la causa. Sencillamente nunca se rendía. Peor aún, cuando averiguara lo que estaba pasando, nada en el mundo le impediría contárselo al jefe, que no era otro que su padre. Kit le había suplicado que no le diera semejante disgusto al viejo. Había intentado convencerla de que, en su ira, Stanley Oxenford la despediría a ella, no a su propio hijo. Como último recurso, había apoyado una mano en su cadera, le había dedicado su mejor sonrisa de chico malo y le había dicho en un tono explícitamente sexual: «Tú y yo deberíamos ser amigos, no enemigos». Pero todo había sido en vano.
Kit no había encontrado otro empleo desde que su padre lo había despedido. Por desgracia, tampoco había abandonado el juego. Ronnie le había abierto las puertas de un casino ilegal donde había conseguido que le concedieran un crédito ilimitado, sin duda porque su padre era un científico famoso y millonario. Kit intentaba no pensar en la cantidad de dinero que ahora debía. La cifra lo hacía temblar de pánico y despreciarse a sí mismo hasta el punto de que lo único que quería era tirarse desde el Forth Bridge. Pero la recompensa por el trabajo de aquella noche le permitiría saldar totalmente su deuda y volver a empezar de cero.
Se llevó la taza de café al cuarto de baño y se miró en el espejo. Años atrás había formado parte del equipo olímpico británico de deportes de invierno, y se pasaba todos los fines de semana esquiando o entrenando. Entonces estaba en perfecta forma y no le sobraba un solo gramo, pero ahora se notaba las carnes un poco blandas. «Estás echando barriga», se dijo a sí mismo. Pero seguía conservando su grueso pelo negro, que le caía sobre la frente prestándole un indudable atractivo. Su rostro acusaba la tensión del momento. Ensayó su expresión a lo Hugh Grant: con la cabeza ligeramente baja en señal de timidez, miró hacia arriba por el rabillo de los ojos azules al tiempo que esbozaba una sonrisa irresistible. Sí, todavía sabía hacerlo. Toni Gallo quizá fuera inmune a sus encantos, pero la noche anterior Maureen había caído rendida ante ellos.
Mientras se afeitaba, encendió la tele del cuarto de baño. Estaban poniendo un informativo local. El primer ministro británico había llegado a su distrito electoral escocés para pasar la Navidad. El Glasgow Rangers había pagado nueve millones de libras por un delantero llamado Giovanni Santangelo. «Nada como un escocés de pura cepa», ironizó Kit para sus adentros. El tiempo iba a seguir frío pero despejado. Una fuerte tormenta de nieve procedente del mar de Noruega se desplazaba hacia el sur, pero se esperaba que pasara de largo frente a la costa occidental de Escocia. Entonces vino la noticia local que heló la sangre de Kit.
Oyó la voz familiar de Carl Osborne, célebre presentador de la televisión escocesa conocido por su estilo sensacionalista. Kit volvió los ojos hacia la pantalla y vio el mismo edificio que pensaba robar aquella noche. Osborne informaba en directo desde el exterior de Oxenford Medical. Aún no había amanecido, pero los poderosos focos de seguridad iluminaban la recargada arquitectura victoriana. «¿Qué demonios ha pasado?», se preguntó Kit.
Entonces Osborne dijo:
-Justo aquí, en el edificio que ven ustedes a mis espaldas, al que los lugareños se refieren como «el castillo de Frankenstein», los científicos experimentan con algunos de los virus más peligrosos del mundo.
Kit nunca había oído a nadie referirse así a los laboratorios. Osborne se lo estaba inventando. El apodo del edificio era «el Kremlin».
-Pero hoy, en lo que algunos observadores no dudan en calificar como una venganza de la madre naturaleza ante la osadía del hombre, un joven técnico del laboratorio ha muerto a causa de uno de esos virus.
Kit dejó a un lado la maquinilla de afeitar. Aquello supondría un serio revés para Oxenford Medical, se percató al instante. En otras circunstancias se habría regocijado con las desgracias de su padre, pero en aquel momento estaba más preocupado por el efecto que aquella noticia podía tener en sus propios planes.
-Michael Ross, un técnico de treinta y un años, ha caído fulminado por un virus conocido como Ebola, nombre de la aldea africana donde se cree que empezó a propagarse. Esta terrible enfermedad causa la aparición de dolorosos forúnculos purulentos por todo el cuerpo de las víctimas.
Kit estaba bastante seguro de que Osborne no sabía de qué hablaba, pero los telespectadores se lo creerían a pies juntillas. Así era el sensacionalismo televisivo. Pero ¿podía la muerte de Michael Ross perjudicar los planes de Kit?
-Oxenford Medical siempre ha asegurado que sus investigaciones no suponen amenaza alguna para la población ni para su entorno natural, pero la muerte de Michael Ross pone esa afirmación en entredicho.
Osborne llevaba puesto un grueso anorak y un gorro de lana, y daba la impresión de no haber dormido demasiado la noche anterior. Alguien lo había despertado en plena madrugada con una primicia, supuso Kit.
-Es posible que Ross fuera mordido por un animal que robó del laboratorio y se llevó a su casa, a pocos kilómetros de aquí -prosiguió Osborne.
-Oh, no -se lamentó Kit. Aquello iba de mal en peor. No quería ni pensar en lo que pasaría si se viera obligado a abandonar su plan. No lo soportaría.
-¿Trabajaba Michael Ross a solas o formaba parte de un grupo organizado que puede intentar robar más animales infectados de los laboratorios de alta seguridad de Oxenford Medical? ¿Nos enfrentamos a la posibilidad de que perros y conejos aparentemente inofensivos campen a sus anchas por Escocia propagando un virus mortal? De momento, no hay respuesta oficial por parte de Oxenford Medical.
Al margen de lo que pudieran o no decir, Kit sabía perfectamente qué estarían haciendo los responsables del Kremlin: redoblando las medidas de seguridad a toda prisa. Toni Gallo ya estaría allí, asegurándose de que los procedimientos se seguían a rajatabla, comprobando alarmas y cámaras, impartiendo órdenes a los guardias de seguridad. Aquello era lo peor que podía pasarle a Kit en aquel momento. Estaba indignado.
-¿Por qué tengo tan mala pata? -se preguntó en voz alta.
-Sea como fuere -añadió Carl Osborne-, todo apunta a que Michael Ross perdió su vida por defender la de un hámster llamado Fluffy.
Su tono de voz era tan trágico que Kit casi esperaba ver a Osborne secándose una lagrimita, pero no llegó a tanto.
Entonces intervino la presentadora del informativo, una atractiva rubia con el pelo cardado:
-Carl, ¿ha hecho Oxenford algún comentario en torno a este lamentable suceso?
-Sí. -Carl consultó un cuaderno de notas-. Han dicho que lamentan profundamente la muerte de Michael Ross, pero afirman que nadie más se verá afectado por el virus. No obstante, han manifestado interés por hablar con cualquier persona que haya visto a Ross en los últimos quince días.
-Es posible que las personas que han estado en contacto con él hayan contraído el virus.
-Sí, y quizá hayan infectado a otros. Así que la afirmación de la empresa de que nadie más está infectado suena más a una esperanza bienintencionada que a una aseveración con base científica.
-Se trata, sin duda, de una noticia inquietante -concluyó la presentadora, volviéndose de nuevo hacia la cámara-. Nos la ha contado Carl Osborne. Y ahora, el fútbol.
Enfurecido, Kit cogió el mando a distancia e intentó apagar la tele, pero estaba tan nervioso que aporreaba los botones equivocados. Al final tiró del cable y arrancó la clavija del enchufe. Tenía ganas de arrojar el aparato por la ventana. Aquello era un desastre.
Los apocalípticos augurios de Osborne sobre la posible propagación del virus podían no ser ciertos, pero de lo que no cabía duda era que las medidas de seguridad serían más estrictas que nunca. Aquella noche era el peor momento imaginable para intentar asaltar Oxenford Medical. Kit tendría que cancelar la operación. Era un jugador nato: si tenía una buena mano, se lanzaba al todo o nada, pero sabía que cuando las cartas no le favorecían lo mejor que podía hacer era retirarse.
«Por lo menos no tendré que pasar la Navidad con mi padre», pensó con amargura.
Quizá pudiera llevar a cabo su plan más adelante, cuando las aguas hubieran vuelto a su cauce y la seguridad en Oxenford Medical a su nivel normal. Tal vez lograra convencer a su cliente de que lo mejor era posponer el plazo de entrega. Kit se estremeció al pensar en la enorme suma de dinero que seguía debiendo. Pero no tenía sentido seguir adelante cuando las posibilidades de fracaso eran tan abrumadoras.
Salió del cuarto de baño. El reloj del aparato de música señalaba las 07.28. Era pronto para llamar, pero se trataba de algo urgente. Descolgó el auricular y marcó un número.
Contestaron enseguida.
-¿Sí? -se limitó a decir una voz masculina.
-Soy Kit. ¿Está el jefe?
-¿Qué quieres?
-Necesito hablar con él. Es importante.
-Aún no se ha levantado.
-Mierda. -Kit no quería dejar recado. Y, pensándolo bien, tampoco quería que Maureen oyera lo que tenía que decir-. Dile que voy a ir a verle -anunció, y colgó sin esperar respuesta.
07.30
Toni Gallo estaba convencida de que a la hora de comer la habrían puesto en la calle.
Echó un vistazo a su despacho. No llevaba allí mucho tiempo. Apenas había empezado a hacerlo suyo. Sobre el escritorio había una foto suya con su madre y su hermana Bella. La habían sacado hacía unos pocos años, antes de que su madre enfermara. Junto a la fotografía descansaba su viejo y maltrecho diccionario. La ortografía nunca había sido su fuerte. Justo la semana anterior había colgado en la pared una foto tomada diecisiete años atrás en la que Toni aparecía con su uniforme de policía, joven y ambiciosa.
No podía creer que se había vuelto a quedar sin trabajo. Ahora sabía lo que Michael Ross había hecho. Había concebido un ingenioso y complejo plan para burlar todos los controles de seguridad. Había encontrado los puntos flacos del sistema y los había aprovechado. Nadie tenía la culpa, excepto ella.
Dos horas antes, cuando había llamado a Stanley Oxenford, presidente y principal accionista de Oxenford Medical, aún no lo sabía.
Habría dado cualquier cosa por no tener que hacer aquella llamada. Tenía que darle la peor noticia imaginable y asumir la responsabilidad de lo ocurrido. Se armó de valor para enfrentarse a la decepción, indignación o quizá incluso la furia de su jefe.
-¿Te encuentras bien? -le había preguntado él.
Toni estuvo a punto de romper a llorar. Ni en sueños se le habría ocurrido pensar que lo primero que haría Stanley Oxenford sería interesarse por su bienestar. No merecía tanta amabilidad.
-Estoy bien -había contestado-. Todos nos pusimos los trajes de buzo antes de entrar en la casa.
-Pero estarás agotada.
-Eché una cabezadita a eso de las cinco.
-Bien -dijo Stanley, y siguió adelante sin más preámbulos-. Conozco a Michael Ross. Es un tipo tranquilo, treinta y pico años, lleva bastante tiempo con nosotros, es un técnico con experiencia. ¿Cómo demonios ha podido pasar algo así?
-He encontrado un conejo muerto en el cobertizo de su jardín. Creo que se llevó a casa una cobaya del laboratorio, y que esta le mordió.
-Lo dudo -objetó Stanley en tono seco-. Lo más probable es que se cortara con un cuchillo contaminado. Hasta el científico más experimentado puede volverse negligente. Seguramente el conejo es una mascota normal y corriente que se murió de hambre después de que Michael cayera enfermo.
Toni deseó poder fingir que creía en su teoría, pero debía informar a su jefe de los hechos.
-Encontré al animal en una improvisada cabina de bioseguridad -observó.
-Aun así, lo dudo. Michael no puede haber trabajado solo en el NBS4. Incluso si su acompañante no estaba mirando, hay cámaras de televisión en cada sala del laboratorio. No podía haber robado un conejo sin que quedara registrado en los monitores. Y luego se habría encontrado con varios guardias de seguridad al salir, y ellos lo habrían pillado si hubiera intentado llevarse un conejo. Además, a la mañana siguiente los científicos que trabajan en el laboratorio se habrían dado cuenta enseguida de que faltaba un animal. Quizá no sepan distinguir a unos conejos de otros, pero seguro que saben cuántos forman parte del experimento.
Era muy pronto, pero su cerebro se había puesto en marcha como el motor de su Ferrari, pensó Toni. Sin embargo, se equivocaba.
-He sido yo la que ha montado todos esos controles de seguridad -señaló-, y te aseguro que no existe el sistema perfecto.
-En eso tienes toda la razón, desde luego. -Si se le daban argumentos de peso, Stanley era capaz de recapacitar y cambiar de opinión con sorprendente facilidad-. Supongo que tenemos la grabación en vídeo de la última vez que Michael estuvo en el NBS4.
-Es el siguiente paso en mi lista de comprobaciones.
-Llegaré ahí a eso de las ocho. Confío en que para entonces puedas darme algunas respuestas.
-Una cosa más. En cuanto empiece a llegar el personal, los rumores correrán como la pólvora. ¿Puedo decirles que harás una declaración oficial?
-Buena idea. Reúnelos a todos en el vestíbulo principal, pongamos… a las nueve y media.
El gran vestíbulo de acceso a la antigua mansión era la mayor estancia del edificio, y el lugar elegido habitualmente para las reuniones multitudinarias.
Toni había convocado en su despacho a Susan Mackintosh, una de las guardias de seguridad. Era una atractiva joven de veintipocos años que lucía un corte de pelo masculino y un piercing en la ceja. Susan se fijó enseguida en la foto que colgaba de la pared.
-Te sienta bien el uniforme -dijo.
-Gracias. Sé que falta poco para que se acabe tu turno, pero necesito a una mujer para esto.
Susan enarcó una ceja con coquetería.
-A mí me pasa a todas horas.
Toni recordó la fiesta de Navidad de la empresa, el viernes anterior. Susan se había presentado vestida como John Travolta en la película Grease, con el pelo engominado, pantalones de pitillo y zapatones con suela de caucho, y la había invitado a bailar. Toni le había sonreído amablemente y había dicho:
-Creo que no.
Un poco más tarde, después de haber tomado unas cuantas copas más, Susan le había preguntado si se acostaba con hombres.
-No tanto como me gustaría -había contestado ella.
Toni se sentía halagada por el hecho de que una chica tan joven y guapa se sintiera atraída por ella, pero había fingido no darse cuenta.
-Necesito que retengas a todos los empleados en cuanto lleguen. Coloca un escritorio en el vestíbulo principal y no los dejes ir a sus despachos o laboratorios hasta que hayas hablado con ellos.
-¿Qué les digo?
-Diles que alguien ha violado el sistema de seguridad, y que el profesor Oxenford los pondrá al corriente de todo esta misma mañana. Procura tranquilizarlos, pero no entres en detalles. Eso es cosa de Stanley.
-Vale.
-Pregúntales cuándo vieron a Michael Ross por última vez. Los hay que ya contestaron a esa pregunta anoche, por teléfono, pero solo los que tienen permiso para entrar en el NBS4, y no pasa nada por volver a preguntárselo. Si alguien vio a Michael después de que se marchara de aquí hace dos semanas, comunícamelo enseguida.
-Muy bien.
Toni quería hacerle una pregunta un tanto delicada pero no acababa de atreverse, hasta que se decidió y la soltó sin preámbulo alguno:
-¿Crees que Michael era gay?
-No. Si lo era, lo llevaba muy en secreto.
-¿Estás segura?
-Inverburn es una ciudad pequeña. Hay dos bares gay, una discoteca, un par de restaurantes, una iglesia… Conozco todos esos sitios y nunca lo vi en ninguno de ellos.
-De acuerdo. Espero no haberte molestado al dar por sentado que tú lo sabrías, solo porque…
-No pasa nada. -Susan sonrió, y mirando a Toni directamente a los ojos, añadió-: Tendrás que esforzarte bastante más para ofenderme.
-Gracias.
Habían transcurrido casi dos horas desde aquella conversación. Toni había pasado la mayor parte de ese tiempo viendo las imágenes en vídeo de la última visita de Michael Ross al NBS4. Ahora tenía las respuestas que Stanley quería. Iba a decirle lo que había ocurrido, y entonces seguramente él le pediría que presentara la dimisión.
Recordó su primera reunión con Stanley. Había coincidido con el bajón más fuerte de toda su vida. Se hacía pasar por una consultora de seguridad independiente, pero no tenía un solo cliente. Frank, su compañero desde hacía ocho años, la había abandonado y su madre se estaba volviendo senil. Se sentía como Job después de que Dios le hubiera vuelto la espalda.
Stanley la había llamado a su despacho y le había ofrecido un contrato a corto plazo. Había inventado un fármaco tan valioso que temía ser víctima de espionaje industrial, y quería que ella se encargara de impedirlo. Toni no le había dicho que en realidad aquel era su primer encargo.
Tras peinar las instalaciones en busca de micrófonos ocultos, había comprobado que ciertos empleados clave no estuvieran viviendo por encima de sus posibilidades. Nadie estaba espiando a Oxenford Medical, pero para su asombro Toni descubrió que el hijo de Stanley, Kit, robaba dinero a la empresa.
No podía creerlo. Kit le había parecido encantador y poco de fiar, pero ¿qué clase de hombre robaría a su propio padre? «El viejo se lo puede permitir, tiene dinero de sobra», se había limitado a decir Kit. Y Toni sabía, por su experiencia en la policía, que no había nada de profundo en la maldad. Los delincuentes no eran más que gente superficial y avariciosa que justificaba sus actos con excusas baratas.
Kit había intentado convencerla para que echara tierra sobre el asunto. Le había prometido que no volvería a hacerlo si ella le guardaba el secreto. Toni había sentido la tentación de ceder. No quería tener que decirle a un hombre que acababa de perder a su esposa que su hijo era un ladrón. Pero guardar silencio habría sido indecente por su parte.
Así que al final había hecho acopio de valor y se lo había contado todo a Stanley.
Nunca olvidaría la expresión de su rostro. Stanley palideció, torció el gesto y de sus labios brotó un gemido, como si un súbito dolor le traspasara las entrañas. En aquel momento, mientras Stanley Oxenford luchaba por dominar sus emociones, Toni se percató a la vez de su fuerza y su fragilidad, y se sintió fuertemente atraída por él.
Había hecho lo correcto diciéndole la verdad. Su integridad se había visto recompensada. Stanley había despedido a Kit y había ofrecido a Toni un puesto fijo. Siempre estaría en deuda con él. Le había jurado lealtad y estaba decidida a recompensar la confianza que había depositado en ella.
Desde entonces, la vida había vuelto a sonreírle. Stanley no tardó en ascenderla del puesto de jefe de seguridad a subdirectora de Oxenford Medical, con el correspondiente aumento de sueldo. Toni se había comprado un Porsche rojo.
Un día, tras mencionar que solía jugar al squash con el equipo nacional de la policía, Stanley la había retado a una partida en la pista de la empresa. Toni le había ganado, pero por los pelos, y a partir de entonces habían empezado a jugar todas las semanas. Stanley estaba en forma y golpeaba la pelota con más fuerza, pero ella tenía veinte años menos y buenos reflejos. De vez en cuando Stanley conseguía alguna victoria, sobre todo cuando Toni perdía la concentración, pero por lo general era ella quien ganaba.
Con el tiempo, fue conociéndolo mejor. Stanley era astuto y asumía riegos que a menudo le recompensaban con creces. Era competitivo, pero sabía perder con elegancia. La mente rápida de Toni era como la horma de su zapato, y ella disfrutaba con el toma y daca del juego dialéctico. Cuanto más lo conocía, más lo apreciaba. Hasta que, un buen día, se dio cuenta de que no era solo aprecio lo que sentía por él. Había algo más.
Ahora sentía que lo peor de perder su trabajo sería no poder seguir viéndolo.
Estaba a punto de bajar hacía el vestíbulo principal para ir a su encuentro cuando sonó el teléfono de su despacho.
Una voz de mujer con acento del sur dijo:
-Soy Odette.
-¡Hola! -saludó Toni, alegrándose de oír su voz. Odette Cressy era agente de la policía londinense. Se habían conocido en un curso en Hendon cinco años atrás. Tenían la misma edad. Odette estaba soltera y, desde que Toni había roto con Frank, se habían ido de vacaciones juntas dos veces. De no ser porque vivían tan lejos una de la otra, habrían sido amigas íntimas. Aun así, se hablaban por teléfono un par de veces al mes.
-Te llamo por lo del virus -dijo Odette.
-¿Qué interés puede tener para vosotros? -Toni sabía que Odette estaba en la brigada antiterrorista-. Supongo que no debería preguntarte eso.
-Exacto. Solo te diré que la palabra Madoba-2 ha hecho saltar la alarma por aquí. Imagínate el resto.
Toni frunció el ceño. Como ex policía, no le costaba imaginar lo que estaba pasando. El servicio de inteligencia habría informado a Odette de que había un grupo terrorista interesado en obtener el Madoba-2. Quizá algún sospechoso lo hubiera mencionado durante un interrogatorio, o tal vez la palabra hubiera surgido en una conversación pinchada, o alguien cuyas líneas de teléfono estaban bajo vigilancia la había tecleado en un buscador de Internet. Si se extraviaba una muestra del virus, la brigada antiterrorista sospecharía automáticamente que había sido robada por un grupo de fanáticos.
-No creo que Michael Ross fuera un terrorista -observó Toni-. Para mí que sencillamente se encariñó con una cobaya del laboratorio.
-¿Y qué me dices de sus amistades?
-He encontrado su libreta de direcciones, y la policía de Inverburn está comprobando los nombres que aparecen en ella.
-¿Te has quedado una copia?
Estaba sobre su escritorio.
-Te la puedo enviar por fax ahora mismo.
-Gracias, eso me ahorrará tiempo. -Toni apuntó el número de teléfono que le cantó Odette-. ¿Qué tal te va con el guaperas de tu jefe?
Toni no había dicho a nadie lo que sentía por Stanley, pero Odette parecía leerle los pensamientos.
-No me gusta mezclar el placer con los negocios, ya lo sabes. De todas formas, hace poco que se murió su mujer…
-Dieciocho meses, si no recuerdo mal.
-Lo que no es mucho después de casi cuarenta años de matrimonio. Además, está muy unido a sus hijos y nietos, que seguramente odiarían a muerte a cualquiera que intentara reemplazar a su difunta esposa.
-¿Sabes qué es lo bueno de montártelo con un hombre mayor? Que están tan preocupados por el hecho de que ya no son jóvenes y vigorosos que se esfuerzan el doble por complacerte.
-Si tú lo dices…
-¿Y qué más te iba a decir?… Ah, sí, casi se me olvida… -Ja, ja, además resulta que es millonario. Escucha, solo te digo una cosa: si al final decides que no quieres nada con él, preséntamelo. Mientras tanto, tenme al corriente de todo lo que averigües sobre Michael Ross.
-Descuida. -Toni colgó y miró por la ventana. El Ferrari F50 azul oscuro de Stanley Oxenford acababa de detenerse en la plaza de aparcamiento reservada para el presidente de la empresa. Toni puso la copia de la libreta de direcciones de Michael en la bandeja del fax y marcó el número que Odette le había dado.
Luego, sintiéndose corno un reo a punto de oír sentencia, salió al encuentro de su jefe.
08.00
El vestíbulo principal recordaba la nave de una iglesia, con sus altas ventanas en forma de arco por las que el sol se colaba y dibujaba caprichosas formas en el suelo de piedra. Dominaba la estancia una imponente bóveda de abanico con exuberantes nervaduras de madera. En medio de aquel espacio etéreo descansaba, en flagrante incoherencia, un moderno mostrador de recepción, alto y de forma ovalada, en cuyo interior había un guardia de seguridad uniformado.
Stanley Oxenford entró por la puerta principal. Era un hombre alto de sesenta años, con abundante pelo gris y ojos azules. No parecía un científico: no tenía calva, no caminaba encorvado, no usaba gafas. Toni pensó que más bien parecía la clase de actor que encarnaría a un general en una película sobre la Segunda Guerra Mundial. Vestía con elegancia sin parecer acartonado. Aquel día, se había puesto un traje de suave tweed gris con chaleco a juego, una camisa azul claro y -quizá en señal de duelo- una corbata de punto negra.
Susan Mackintosh había colocado una mesa de caballetes cerca de la puerta principal. En cuanto Stanley entró se dirigió a él. Este contestó brevemente a sus preguntas y luego se volvió hacia Toni.
-Bien pensado, esto de interrogar a todo el que entra por la puerta y preguntarle cuándo vio a Michael por última vez.
-Gracias. -«Algo he hecho bien», pensó Toni.
-¿Qué pasa con los que siguen de vacaciones? -prosiguió Stanley.
-Esta mañana los llamaremos a todos.
-Bien. ¿Has averiguado qué pasó?
-Sí. Yo estaba en lo cierto y tú estabas equivocado. Fue el conejo.
Pese a lo trágico de las circunstancias, Stanley esbozó una sonrisa. Le gustaba que lo desafiaran, sobre todo si quien lo hacía era una mujer atractiva.
-¿Cómo lo sabes?
-Por las imágenes del vídeo. ¿Quieres verlas?
-Sí.
Enfilaron un amplio pasillo revestido con paneles de roble tallado y luego tomaron un pasaje lateral que los condujo hasta la Unidad Central de Monitorización, más conocida como sala de control. Desde allí se supervisaba la seguridad del edificio. En tiempos había albergado una sala de billar, pero las ventanas se habían tapiado por motivos de seguridad y se había construido un falso techo que ocultaba una intrincada maraña de cables. Una de las paredes de la habitación permanecía oculta tras una serie de pantallas de televisión que mostraban las zonas clave de los laboratorios, incluyendo todas y cada una de las salas del NBS4. Sobre una larga mesa se alineaban pantallas táctiles que permitían controlar las alarmas. Miles de mandos electrónicos controlaban la temperatura, la humedad y los sistemas de tratamiento del aire en todos los laboratorios. Si una puerta permanecía abierta demasiado tiempo, la alarma se disparaba automáticamente. Frente a la terminal de trabajo que daba acceso al ordenador central de seguridad había un guardia con el uniforme impecablemente planchado.
-Este sitio ha mejorado mucho desde la última vez que estuve aquí -comentó Stanley, sorprendido.
Cuando Toni se había hecho cargo de la seguridad, la sala de control era una leonera repleta de tazas de café usadas, diarios viejos, bolígrafos rotos y tupperwares con restos de comida. Ahora estaba limpio y ordenado, sin nada sobre el escritorio excepto el archivo que el guardia estaba revisando. Toni se alegró de que Stanley se percatara del cambio.
Este echó un vistazo a la estancia contigua, fuertemente iluminada, que en tiempos había sido la sala de armas de la mansión y que ahora albergaba toda suerte de dispositivos de apoyo, incluida la unidad central de procesamiento del sistema telefónico. Cada uno de los miles de cables que allí se veían estaba claramente identificado mediante etiquetas indelebles y claras que permitían minimizar el tiempo de inactividad en caso de fallo técnico. Stanley asintió en señal de aprobación.
Todo aquello estaba muy bien, pensó Toni, pero Stanley ya sabía que se le daban bien las tareas de organización. La parte más importante de su trabajo era asegurarse de que nada peligroso salía del NBS4, y en eso había fallado.
Había momentos en los que no tenía ni idea de lo que estaba pensando Stanley, y aquel era uno de esos momentos. ¿Lamentaba la muerte de Michael Ross, temía por el futuro de la empresa o estaba furioso por el fallo de seguridad? Si así fuera, ¿la pagaría con ella, con el fallecido o con Howard McAlpine? Cuando Toni le enseñara lo que Michael había hecho, ¿la felicitaría por su rápida deducción o la despediría por haber consentido que ocurriera?
Se sentaron juntos delante de una pantalla, y Toni tecleó las instrucciones necesarias para reproducir las imágenes que quería enseñarle. La potente memoria del ordenador almacenaba las imágenes de veintiocho días consecutivos antes de borrarlas. Toni conocía el programa como la palma de su mano y lo manejaba con soltura.
Estando allí, sentada junto a Stanley, le vino a la memoria un absurdo recuerdo de cuando tenía catorce años. Había ido al cine con su novio y le había consentido que deslizara la mano por debajo de su jersey. El recuerdo le produjo una sensación de bochorno y se sintió ruborizar. Deseó que Stanley no se diera cuenta.
En la pantalla apareció la imagen de Michael llegando a la entrada del recinto y enseñando su pase al guardia de turno.
-La fecha y hora figuran a pie de pantalla -explicó Toni-. Eran las 14.27 del ocho de diciembre. -Toni tecleó nuevas instrucciones y la pantalla mostró un Volkswagen Golf de color verde deteniéndose en una plaza de aparcamiento. Un hombre delgado se apeó del coche y sacó una bolsa de deporte del asiento trasero-. Fíjate en esa bolsa -señaló Toni.
-¿Por qué?
-Hay un conejo en su interior.
-¿Cómo puede ser?
-Supongo que está sedado, y seguramente atado con firmeza. Recuerda que Michael Ross llevaba años trabajando con animales de laboratorio. Sabía cómo tenerlos tranquilos.
La siguiente secuencia mostraba a Michael enseñando su pase de nuevo en recepción. Una atractiva mujer paquistaní de unos cuarenta años entró en el vestíbulo principal.
-Esa es Mónica Ansari -dijo Stanley.
-Era su compañera ese día. Tenía que entrar a trabajar con los cultivos de tejidos, y él iba a hacer un chequeo rutinario de los animales.
Ambos enfilaron el pasillo que Toni y Stanley habían recorrido poco antes, pero en lugar de doblar a la altura de la sala de control siguieron de largo hasta la puerta del fondo. Era una puerta idéntica a todas las demás del edificio, con cuatro entrepaños y un pomo de cobre, salvo que por dentro era de acero. En la pared adyacente colgaba el símbolo internacional de peligro biológico, en amarillo y negro.
La doctora Ansari sostuvo una tarjeta de plástico ante el lector de bandas magnéticas y luego apoyó el índice de la mano izquierda en una pequeña pantalla. Hubo una pausa, mientras el ordenador comprobaba que su huella coincidía con la información del microchip incorporado a la tarjeta magnética. Así se aseguraban de que ninguna persona sin autorización utilizaba una tarjeta extraviada o robada. Mientras esperaba, la doctora Ansari miró a la cámara de televisión y remedó un saludo militar. Luego la puerta se abrió y cruzó el umbral, seguida por Michael.
Otra cámara los mostraba ahora en el interior de un pequeño vestíbulo. En la pared, una hilera de cuadrantes permitía controlar la presión atmosférica en el interior del laboratorio. Cuanto más se adentraba uno en el NBS4, más baja era la presión atmosférica. Este gradiente aseguraba que cualquier fuga de aire se produciría de fuera adentro, no al revés. Desde el vestíbulo, se dirigieron cada uno a sus respectivos vestuarios.
-Aquí es cuando saca el conejo de la bolsa -observó Toni-. Si su compañero de aquel día hubiese sido un hombre, el plan no habría funcionado. Pero le había tocado Mónica y, huelga decirlo, no hay cámaras en los vestuarios.
-Maldita sea, no podemos poner cámaras de seguridad en los vestuarios -protestó Stanley-. Nadie querría trabajar aquí.
-Exacto -asintió Toni-. Tendremos que pensar en otra cosa. Mira esto.
La siguiente toma provenía de una cámara situada en el interior del laboratorio y mostraba varias jaulas de conejos superpuestas y cubiertas por una funda de plástico aislante transparente. Toni congeló la imagen.
-¿Podrías explicarme a qué se dedican exactamente los científicos en este laboratorio?
-Claro. Nuestro nuevo fármaco combate eficazmente muchos virus, pero no todos. En este experimento lo estábamos probando contra el Madoba-2, una variante del Ébola que causa una fiebre hemorrágica letal en los conejos y los seres humanos. Primero inoculamos el virus a dos grupos de conejos, y luego inyectamos el fármaco a uno de esos grupos.
-¿Qué habéis descubierto?
-Que en el caso de los conejos el fármaco no vence al Madoba-2. Ha sido un pequeño chasco, y es casi seguro que tampoco podrá curar este tipo de virus en los humanos.
-Pero eso no lo sabíais hace dieciséis días.
-Exacto.
-En tal caso, creo que entiendo qué estaba intentando hacer Michael.
Toni presionó una tecla para descongelar la imagen. Una silueta enfundada en un traje de aislamiento azul claro y casco con pantalla entró en el campo visual y se detuvo junto a la puerta para embutir los pies en un par de botas de goma. Luego estiró el brazo para coger una manguera amarilla enroscada sobre sí misma que colgaba del techo y la conectó a una entrada de aire acoplada a su cinturón. La manguera empezó a bombear aire y el traje se fue inflando hasta parecer el muñeco de Michelin.
-Ese es Michael -informó Toni-. Se cambió antes que Mónica, así que de momento está solo en el laboratorio.
-No debería pasar, pero pasa -observó Stanley-. La regla de las dos personas se respeta, pero no en todo momento. Merda. -Stanley tenía la costumbre de decir palabrotas en italiano, lengua que había aprendido de su mujer. Toni hablaba español, y por lo general entendía lo que él decía.
En la pantalla, Michael se acercó a las jaulas de los conejos, moviéndose con deliberada lentitud en el incómodo traje de aislamiento. Le daba la espalda a la cámara y, por unos instantes, el traje inflado ocultó lo que estaba haciendo. Luego se apartó de las jaulas y dejó caer algo sobre una de las mesas de acero inoxidable del laboratorio.
-¿Has notado algo raro? -preguntó Toni.
-No.
-Tampoco lo hicieron los guardias de seguridad que controlaban los monitores. -Toni trataba de defender a su gente.
Si Stanley no había visto lo que había pasado, difícilmente podría culpar a los guardias por no haberlo hecho-.Vuelve a mirar la secuencia. -Toni retrocedió un par de minutos y congeló la imagen en el momento en que Michael entraba en escena- Hay un conejo en esa jaula de arriba a la derecha.
-Sí, lo veo.
-Fíjate bien en Michael. Lleva algo debajo del brazo.
-Sí… envuelto en la misma tela azul de los trajes.
Toni pasó las imágenes deprisa y volvió a detenerse en el preciso instante en que Michael se apartaba de las jaulas.
-¿Cuántos conejos ves ahora en la jaula de arriba a la derecha?
-Dos, maldita sea. -Stanley no daba crédito a sus ojos-. Creía que tu teoría era que Michael se había llevado un conejo del laboratorio. ¡Lo que me acabas de enseñar es cómo introduce uno!
-Un sustituto. De lo contrario, sus compañeros se habrían dado cuenta de que faltaba un conejo.
-Vale, pero entonces ¿por qué lo hace? ¡Para salvar a un conejo, tiene que condenar a otro a una muerte segura!
-Suponiendo que pensara de modo coherente, y quizá sea mucho suponer, me imagino que creería que el conejo al que salvó tenía algo especial.
-Por el amor de Dios, todos los conejos son iguales.
-No para Michael, sospecho.
Stanley asintió.
-Tienes razón. Quién sabe qué le estaría pasando por la cabeza a estas alturas del campeonato.
Toni volvió a avanzar las imágenes.
-Cumplió con sus funciones como de costumbre: comprobó que hubiera agua y comida en las jaulas, se aseguró de que los animales siguieran vivos y fue tachando las tareas realizadas de su lista. Mónica entró poco después, pero se fue a un laboratorio aparte, a trabajar en sus cultivos de tejidos, así que no podía verlo. Michael se fue a la sala contigua, al laboratorio principal, para ocuparse de los macacos y luego regresó. Ahora fíjate bien.
Michael desconectó su manguera de aire, corno era natural antes de trasladarse de una sala a otra dentro del NBS4. El traje retenía aire fresco suficiente para tres o cuatro minutos, y si empezaba a agotarse la pantalla del casco se empañaba, advirtiendo así al usuario. Michael entró en la pequeña habitación que albergaba la cámara refrigeradora, donde se conservaban las muestras vivas de virus. Al ser la zona más segura de todo el edificio, era asimismo el lugar donde se guardaban todas las existencias del valiosísimo nuevo fármaco antiviral. Michael marcó una combinación de números en el panel digital de la cámara refrigeradora. Gracias a la cámara de seguridad instalada en el interior de la misma, vieron cómo seleccionaba dos dosis de fármaco antiviral, previamente medidas e introducidas en jeringas desechables.
-Supongo que la dosis pequeña debía de ser para el conejo, y la grande para él -puntualizó Tony-. Al igual que tú, esperaba que el fármaco resultara eficaz para combatir el Madoba-2.Tenía intención de curar al conejo y de paso inmunizarse a sí mismo.
-Los guardias podían haber visto cómo se llevaba el fármaco de la cámara.
-Pero no tenía por qué parecerles sospechoso. Michael tenía permiso para manipular su contenido.
-Podían haberse dado cuenta de que no apuntaba nada en el libro de registro.
-Quizá, pero recuerda que hay un solo guardia para treinta y siete pantallas, y no tienen experiencia en procedimientos de laboratorio.
Stanley masculló algo ininteligible.
-Michael debió pensar que nadie se daría cuenta de la discrepancia hasta la auditoría anual, y que incluso entonces la achacarían a un error administrativo. No sabía que yo planeaba hacer una inspección aleatoria.
En la pantalla de televisión, Michael cerró la cámara refrigeradora y volvió al laboratorio de los conejos, donde volvió a conectarse a la manguera.
-Ha terminado sus tareas -explicó Toni-. Ahora vuelve a las jaulas de los conejos. -Una vez más, la espalda de Michael no permitía ver lo que estaba haciendo-. Aquí es cuando saca a su conejo preferido de la jaula. Creo que lo mete en un traje hecho a medida para él, seguramente a partir de otro viejo.
Michael se volvió a medias, ofreciendo su perfil izquierdo a la cámara. Mientras se dirigía a la salida parecía llevar algo debajo del brazo derecho, pero no se veía con claridad.
Todo el que salía del NBS4 tenía que pasar por una ducha química que descontaminaba el traje, y luego darse una ducha normal antes de vestirse.
-El traje habría protegido al conejo de la ducha química -observó Toni-. Supongo que después tiraría el traje del conejo al incinerador. La ducha de agua no podía hacer ningún daño al animal. Luego, en el vestuario, metería al conejo en la bolsa de deporte. Cuando salió del edificio, los guardias lo vieron con la misma bolsa con la que había entrado, y no sospecharon nada.
Stanley se recostó en su silla.
-Maldita sea -dijo-. Habría jurado que era imposible.
-Se llevó el conejo a casa. Creo que el animal pudo morderle cuando le inyectó el fármaco. Entonces se lo inyectó a sí mismo pensando que estaría a salvo. Pero se equivocó.
Stanley parecía abatido.
-Pobre chico -se lamentó-. Pobre insensato.
-Ahora ya sabes tanto como yo -concluyó Toni. Lo observaba, a la espera del veredicto. ¿Habría llegado a su fin aquella etapa de su vida? ¿La pondría de patitas en la calle en plena Navidad?
Stanley la miró con franqueza.
-Hay una medida de seguridad obvia que habría impedido que esto ocurriera.
-Lo sé -se adelantó ella-. Registrar los objetos personales de todo el que entra y sale del NBS4.
-Exacto.
-He dado orden de que se haga desde esta mañana.
-A buenas horas.
-Lo siento -se disculpó Toni. Seguro que la echaba, lo veía claro-. Me pagas para impedir que ocurran estas cosas. Te he fallado. Supongo que querrás que dimita.
Stanley parecía irritado.
-El día que quiera despedirte, lo sabrás enseguida.
Toni se lo quedó mirando de hito en hito. ¿La había indultado?
El rostro de Stanley se destensó.
-De acuerdo, eres una persona concienzuda y te sientes responsable de lo ocurrido, aunque ni tú ni nadie más podía haber previsto algo así.
-Podía haber establecido el control obligatorio de los objetos personales.
-Seguramente yo lo habría vetado, con el argumento de que molestaría al personal.
-Ah.
-Así que te lo diré una sola vez. Desde que has entrado a trabajar aquí, este lugar es más seguro que nunca. Eres condenadamente buena, y no pienso dejarte escapar. Así que, por favor, basta ya de flagelarte.
De pronto, Toni se sintió desfallecer de alivio.
-Gracias -acertó a decir.
-Tenemos por delante un día de mucho ajetreo, así que pongámonos manos a la obra cuanto antes.
Stanley salió de la habitación.
Toni cerró los ojos y suspiró de alivio. Se había salvado. «Gracias», pensó.
08.30
Miranda Oxenford pidió un capuchino vienes coronado por una pirámide de nata montada. En el último momento, pidió también un trozo de pastel de zanahoria. Metió el cambio como pudo en el bolsillo de la falda y llevó su desayuno hasta la mesa donde su delgada hermana Olga la esperaba sentada ante un doble exprés y un cigarrillo. El local estaba decorado con guirnaldas de papel y un árbol de Navidad titilaba por encima de la tostadora eléctrica, pero alguien con un aguzado sentido irónico había puesto los Beach Boys como música ambiental, y sonaba «Surfin" USA».
Miranda solía coincidir con Olga a primera hora de la mañana en aquella cafetería de Sauciehall Street, en el centro de Glasgow. Ambas trabajaban en las inmediaciones. Miranda era la directora ejecutiva de una agencia de colocación de personal especializada en informática y tecnologías de la información, y Olga era abogada. A ambas les gustaba tomarse cinco minutos para poner los pensamientos en orden antes de entrar a trabajar.
No parecían hermanas, pensó Miranda, mirándose de reojo en el espejo. Ella era baja de estatura, tenía el pelo rubio y ensortijado y una silueta más bien rechoncha. Olga, por el contrario, era alta como su padre y había heredado las cejas negras de la madre de ambas, italiana de nacimiento, a la que todos conocían en vida como mamma Marta. Olga lucía un traje sastre gris oscuro y unos zapatos de puntera afilada con los que bien podría haber encarnado a Cruella de Vil. Seguramente el jurado temblaba solo de verla.
Miranda se quitó el abrigo y la bufanda. Llevaba una falda plisada y un jersey con pequeñas flores bordadas. Se vestía para ganarse a las personas, no para intimidarlas. Mientras tomaba asiento, Olga dijo:
-¿Trabajas en Nochebuena?
-Solo una hora -respondió Miranda-. Más que nada para asegurarme de que no queden demasiados temas pendientes estos días de fiesta.
-Lo mismo me pasa a mí.
-¿Te has enterado? Uno de los técnicos del Kremlin se ha muerto de un virus -dijo Miranda.
-Pues no podía haber elegido mejor fecha -ironizó Olga.
Su hermana podía llegar a parecer cruel, pero en el fondo no lo era, pensó Miranda.
-Lo he oído por la radio. Aún no he hablado con papá, pero parece ser que el pobre chico se encariñó con un hámster del laboratorio y se lo llevó a casa.
-¿Y qué hizo con él, tirárselo?
-Lo más probable es que el hámster le mordiera. Vivía solo, así que nadie pudo acudir en su ayuda. Pero por lo menos eso significa que es poco probable que infectara a nadie más. De todas formas, es una desgracia para papá. No lo dirá, pero seguro que se siente responsable de lo ocurrido.
-Debería haber elegido una rama científica menos peligrosa, como las armas atómicas o algo así.
Miranda sonrió. Aquella mañana se alegraba especialmente de ver a Olga y poder hablar con ella a solas un momento. La familia al completo se reuniría en Steepfall, la casa paterna, para pasar la Navidad. Miranda acudiría a la cita con su prometido, Ned Hanley, y quería asegurarse de que Olga lo trataría bien, pero no se atrevía a abordar el tema de forma directa:
-Espero que esto no nos estropee las fiestas. Me hace mucha ilusión. ¿Sabes que va a venir Kit?
-Qué gran honor por parte de nuestro hermanito. Estoy conmovida.
-No iba a venir, pero yo lo convencí.
-Papá estará contento -observó Olga con un punto de sarcasmo.
-Pues sí que lo estará -repuso Miranda en tono de reproche-. Sabes lo que le dolió tener que despedir a Kit.
-Sé que nunca lo había visto tan enfadado. Pensé que iba a matar a alguien.
-Pero luego lloró.
-Yo no lo vi.
-Ni yo tampoco. Me lo dijo Lori. -Lori era el ama de llaves de Stanley-. Pero ahora quiere hacer las paces con él y olvidar lo que pasó.
Olga aplastó el cigarrillo en el cenicero.
-Lo sé. La generosidad de papá no tiene límites. ¿Kit ha encontrado trabajo?
-No.
-¿No puedes buscarle algo? Es tu campo, y él es bueno.
-Ahora mismo la cosa está muy floja. Además, la gente sabe que su padre lo puso de patitas en la calle.
-¿Ha dejado el juego?
-Supongo que sí. Prometió a papá que lo haría, y además no tiene dinero.
-Papá pagó sus deudas, ¿verdad?
-No creo que eso sea asunto nuestro.
-Venga ya, Mandy -replicó Olga, llamando a su hermana por el diminutivo que usaba de niña-. ¿Cuánto?
-Mejor pregúntaselo a papá, o a Kit.
-¿Diez mil libras?
Miranda apartó la mirada.
-¿Más todavía? ¿Veinte mil?
-Cincuenta -susurró Miranda.
-¡La madre que lo parió! ¿Ese pequeño cabrón se ha pulido cincuenta mil libras de nuestra herencia? Ya verás cuando lo vea.
-Bueno, basta ya de hablar de Kit. Esta Navidad vas a poder conocer mucho mejor a Ned. Quiero que lo trates como a uno más de la familia.
-A estas alturas del campeonato, Ned ya tendría que ser uno más de la familia. ¿Cuándo os casáis? Sois demasiado mayores para un noviazgo a la antigua. Además, ya habéis estado casados los dos, así que tampoco tenéis que ahorrar para el ajuar ni nada por el estilo.
Aquella no era la respuesta que Miranda estaba esperando. Quería que Olga se mostrara amable con Ned.
-Ya sabes cómo es Ned -contestó en tono evasivo-. Vive en su propio mundo.
Ned era editor del Glasgow Review of Books, una prestigiosa publicación de cultura y política, pero no era el más pragmático de los hombres.
-No sé cómo lo aguantas. Yo no soporto la indecisión.
La conversación no estaba tomando el rumbo que Miranda había deseado.
-Después de Jasper, es una bendición del cielo, créeme. -El primer marido de Miranda era un bravucón y un tirano. Ned era todo lo contrario, y esa era una de las razones por las que lo quería-. Ned nunca será lo bastante organizado para intentar controlar mi vida. Bastante le cuesta recordar qué día es.
-Aun así, te las arreglaste perfectamente sin un hombre durante cinco años.
-Es verdad, y estaba orgullosa de mí misma, sobre todo cuando vino el bache económico y dejaron de pagarme aquellas primas tan grandes.
-¿Y para qué quieres a otro hombre?
-Pues… ya sabes…
-¿Te refieres al sexo? ¿Por Dios, no has oído hablar de los vibradores?
Miranda soltó una tímida risita.
-No es lo mismo.
-No, desde luego. El vibrador es más grande, más duro y más fiable. Además, cuando has terminado puedes volver a dejarlo en la mesilla de noche y olvidar que existe.
Miranda empezaba a sentirse agredida, como solía pasar cuando hablaba con su hermana.
-Ned es muy bueno con Tom -observó. Se refería a su hijo de once años-Jasper apenas hablaba con Tom, a no ser para darle órdenes. Ned se interesa por él, le hace preguntas y lo escucha.
-Hablando de hijastros, ¿qué tal se lleva Tom con Sophie? -Ned también tenía una hija de su matrimonio anterior, una adolescente de catorce años.
-Va a venir a Steepfall. La iré a recoger más tarde. Tom ve a Sophie como los griegos veían a los dioses: seres sobrenaturales y muy peligrosos a menos que se les apacigüe con sacrificios constantes. Siempre le está ofreciendo golosinas, aunque a ella le gustaría más que le ofreciera tabaco. Está delgada como un palillo, y dispuesta a morir con tal de seguir así.
Miranda lanzó una elocuente mirada al paquete de Marlboro Light de su hermana Olga.
-Todos tenemos nuestras debilidades -se excusó esta-. Anda, come un poco más de pastel de zanahoria.
Miranda dejó el tenedor en el plato y bebió un sorbo de café.
-Sophie puede llegar a ser difícil, pero no es culpa suya. Su madre no puede ni verme, y es normal que la niña imite su actitud.
-Apuesto a que Ned prefiere dejar el problema en tus manos.
-No me importa.
-Ahora que está viviendo en tu piso, pagará una parte del alquiler, supongo.
-No se lo puede permitir. En la revista le dan una miseria, y todavía tiene que acabar de pagar la hipoteca de la casa en la que vive su ex. No le hace ninguna gracia depender económicamente de mí, eso te lo puedo asegurar.
-No imagino por qué no. Puede echar un polvo siempre que le apetezca, te tiene a ti para ocuparte de su problemática hija y vive en tu piso de gorra.
Miranda se sintió dolida.
-Eres un poco dura, ¿no crees?
-No deberías haber dejado que se mudara a tu piso sin antes haber fijado una fecha para la boda.
Miranda pensaba lo mismo, pero no iba a reconocerlo ante su hermana.
-Lo que pasa es que Ned cree que todos deberíamos darnos un poco más de tiempo para acostumbrarnos a la idea de volver a estar casados.
-¿Todos, quiénes?
-Pues… Sophie, para empezar.
-Y ella no hace más que repetir las actitudes de su madre, tú misma lo has dicho. Así que lo que estás diciendo es que Ned no se casará contigo hasta que su ex le dé permiso.
-Olga, por favor, quítate la toga de abogada cuando hables conmigo.
-Alguien tiene que decirte estas cosas.
-Sí, pero tú lo simplificas todo demasiado. Ya sé que es deformación profesional, pero yo soy tu hermana, no un testigo de cargo.
-Perdón por abrir la boca.
-No, si en el fondo me alegro de que lo hayas hecho, porque ese es justo el tipo de cosas que no quiero que digas delante de Ned. Es el hombre al que quiero, y voy a casarme con él, así que lo único que te pido es que seas amable con él estas navidades.
-Haré todo lo que pueda -repuso Olga sin demasiado afán.
Miranda quería que su hermana entendiera lo importante que era para ella.
-Necesito que vea que podemos construir una nueva familia juntos, él y yo, para nosotros y los chicos. Te estoy pidiendo que me ayudes a convencerlo de que podemos hacerlo.
-Vale, vale. De acuerdo.
-Si todo va bien esta Navidad, creo que podremos fijar una fecha para la boda.
Olga tocó la mano de Miranda.
-He captado el mensaje. Sé lo mucho que esto significa para ti. Me portaré bien.
Miranda había dejado clara su postura. Complacida, centró su atención en otro tema espinoso.
-Espero que todo vaya bien entre papá y Kit.
-Yo también, pero ahí no hay mucho que podamos hacer tú y yo.
-Kit me llamó hace unos días. No sé por qué, pero está empeñado en dormir en el chalet de invitados cuando vayamos a Steepfall.
Olga torció el gesto.
-¿Por qué se tiene que quedar él solo en el chalet? ¡Eso significa que nosotras tendremos que dormir apretujadas con Ned y Hugo en dos cuartuchos de la casa vieja!
Miranda contaba con la oposición de Olga en este punto.
-Ya sé que se pasa un poco, pero le he dicho que por mí no hay problema. Bastante me costó convencerlo para que viniera. No quería darle una excusa para echarse atrás.
-Es un egoísta de mierda. ¿Qué explicación te dio?
-No se la pedí.
-Pues yo sí lo haré. -Olga sacó el móvil de la cartera y marcó un número.
-No hagas un drama de esto -le rogó Miranda.
-Solo quiero preguntárselo -replicó Olga, y volviéndose hacia el aparato, elijo-: Oye, Kit, ¿qué es eso de que tú te quedas en el chalet? No crees que es un poco… -Hubo una pausa-. Ah. ¿Por qué no? Ya veo… pero ¿por qué no…? -Olga enmudeció de pronto, como si él le hubiera colgado el teléfono.
Miranda pensó, muy a su pesar, que sabía lo que Kit acababa de decir.
-¿Qué pasa?
Olga volvió a guardar el teléfono en su bolso.
-No hará falta discutir por el chalet. Kit ha cambiado de planes. No va a venir a Steepfall.
09.00
Las instalaciones de Oxenford Medical estaban completamente sitiadas. Periodistas, fotógrafos y equipos de televisión se agolpaban por fuera de la verja, acosando a los empleados que se dirigían a sus puestos de trabajo, arracimándose en torno a sus coches y bicicletas, plantándoles cámaras y micrófonos ante las narices, haciéndoles preguntas a voz en grito. Los guardias de seguridad intentaban por todos los medios apartar a los periodistas del flujo habitual de vehículos para evitar accidentes, pero estos no parecían demasiado interesados en colaborar con ellos. Para colmo, un grupo de defensa de los derechos de los animales había aprovechado la oportunidad para organizar una manifestación ante la verja. Allí estaban, agitando pancartas y coreando consignas de protesta ante las cámaras, que a falta de algo mejor se centraban en los manifestantes. Toni Gallo contemplaba la escena con una mezcla de irritación e impotencia. Estaba en el despacho de Stanley Oxenford, una gran habitación esquinera que en tiempos había albergado el dormitorio principal de la casa. A Stanley le gustaba mezclar lo antiguo y lo moderno en su lugar de trabajo: el ordenador descansaba sobre un escritorio de madera con el tablero rayado por el uso que lo acompañaba desde hacía treinta años, y en una mesa auxiliar había un microscopio óptico de los años sesenta que aún utilizaba de tarde en tarde. Aquellos días, el microscopio estaba rodeado de tarjetas de Navidad, una de ellas de Toni. Sobre la pared, un grabado Victoriano de la tabla periódica de los elementos colgaba junto a la foto de una deslumbrante joven de pelo oscuro vestida de novia. Era su difunta esposa, Marta.
Stanley hablaba a menudo de ella.
«Frío como una iglesia, como solía decir Marta», «Marta y yo solíamos ir a Italia cada dos años», «A Marta le encantaban los lirios». Pero solo en una ocasión había hablado de sus sentimientos hacia ella, el día en que Toni le había dicho lo hermosa que se veía en aquella fotografía.
-El dolor se hace más soportable, pero no desaparece -había confesado Stanley-. Creo que la seguiré llorando todos y cada uno de los días que me quedan de vida.
Al escucharlo, Toni se había preguntado si alguien la querría alguna vez del modo en que Stanley había querido a Marta.
Ahora Stanley estaba de pie junto a Toni, frente a la ventana, y sus hombros se rozaban. Observaban desolados cómo un número creciente de Volvo y Subaru aparcaba en la zona ajardinada que rodeaba el recinto de Oxenford Medical, engrosando una multitud cada vez más ruidosa y agresiva.
-Lamento mucho todo esto -se disculpó Toni, desolada.
-No es culpa tuya.
-Ya sé que no quieres que me flagele, pero yo dejé que se nos colara un conejo debajo de mis narices, y encima el capullo de mi ex ha filtrado la historia a Carl Osborne, el reportero de la tele.
-Deduzco que no te llevas demasiado bien con él.
Toni nunca había hablado abiertamente del tema con Stanley, pero ahora Frank se había inmiscuido en su vida profesional, y agradeció la oportunidad de explicarlo.
-De verdad que no sé por qué me odia. Yo nunca lo aparté de mi lado. Fue él quien me dejó, y lo hizo en el momento en que más necesitaba su ayuda. Creía que ya me había castigado bastante por lo que hice mal, fuera lo que fuese, pero ahora me sale con esto.
-A mí no me parece tan extraño. Seguramente no puede mirarte a la cara sin sentir remordimientos. Es verte y recordar lo débil y cobarde que fue cuando tú más lo necesitabas.
Toni nunca había pensado en Frank de ese modo, pero de pronto su comportamiento parecía cobrar sentido. Sintió una cálida sensación de gratitud. Procurando no descubrir demasiado sus sentimientos, dijo:
-No está mal visto.
Stanley se encogió de hombros.
-Nunca perdonamos a aquellos a los que hemos fallado.
Toni sonrió ante la paradoja. Stanley no solo era bueno desentrañando la naturaleza de los virus, sino también de las personas.
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