Asió el pomo de la puerta trasera, lo giró tan suavemente como pudo y empujó hacia dentro. La puerta se abrió y Craig entró en el recibidor. Era una estancia pequeña, de menos de dos metros de largo, acotada por una antigua e impresionante chimenea de ladrillo y el profundo armario que había junto a esta. El armarito de las llaves colgaba de la pared de la chimenea. Craig abrió la portezuela. En su interior había veinte ganchos numerados, algunos con una sola llave y otros con juego enteros, pero enseguida reconoció las del Ferrari. Las cogió y tiró hacia arriba, pero la cadenita se quedó enganchada. Craig sacudió las llaves, intentando contener la sensación de pánico que lo invadía. Entonces oyó cómo giraba el pomo de la puerta de la cocina.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. Quienquiera que fuese, estaba intentando abrir la puerta que comunicaba la cocina con el vestíbulo. Había girado el pomo, pero era evidente que no conocía la casa, porque empujaba la puerta en lugar de tirar hacia dentro. Craig aprovechó ese breve lapso para meterse en el vestidor y cerrar la puerta.
Lo había hecho sin pensar, dejando las llaves atrás. Tan pronto como se encontró en el interior del armario, se dio cuenta de habría sido casi igual de rápido salir al jardín por la puerta trasera. Intentó recordar si la había cerrado. Creía que no. ¿Y sus botas? ¿Habrían dejado un rastro de nieve fresca en el suelo? Eso revelaría que alguien había estado allí no hacía ni un minuto, porque de lo contrario la nieve se habría derretido. Y encima había dejado abierto el armario de las llaves.
Una persona observadora se fijaría en las pistas y lo descubriría en pocos segundos.
Craig contuvo la respiración.
* * *
Nigel forcejeó con el pomo hasta que se dio cuenta de que la puerta se abría hacia dentro, no hacia fuera. Tiró del pomo con fuerza e inspeccionó el recibidor de las botas.
-Aquí, no -dijo-. Hay una puerta y una ventana. -Cruzó la cocina y abrió de un tirón la puerta de la despensa- Los meteremos aquí. No hay ninguna otra puerta y solo una ventana, que da al patio. Elton, tráelos aquí.
-Ahí hace frío -protestó Olga.
En la despensa había un aparato de aire acondicionado.
-No sigas, por Dios, que voy a llorar -se burló Nigel.
-Mi marido necesita un médico.
-Después de lo que me ha hecho, suerte tiene de no necesitar un sepulturero. -Nigel se volvió de nuevo hacia Elton-. Mételes algo en la boca para que no chillen. ¡Date prisa, que no nos sobra el tiempo!
Elton encontró un cajón repleto de paños de cocina limpios y los utilizó para amordazar a Stanley, Olga y Hugo, que había recobrado el conocimiento pero todavía estaba aturdido. Luego ordenó a los prisioneros que se levantaran y los condujo a empujones hasta la despensa.
-Escucha -empezó Nigel, dirigiéndose a Kit. Se le veía tranquilo, anticipándose a los acontecimientos e impartiendo órdenes, pero estaba pálido y en su rostro enjuto y cínico había una expresión sombría. «La procesión va por dentro», pensó Kit-. Cuando llegue la pasma, tú sales a abrir la puerta -prosiguió-. Muéstrate amable y relajado, como un ciudadano ejemplar. Diles que aquí no pasa nada extraño, que todo el mundo está durmiendo excepto tú.
Kit no sabía cómo iba a apañárselas para aparentar tranquilidad cuando estaba tan nervioso como si tuviera delante a un pelotón de fusilamiento. Se aferró al respaldo de una silla para dejar de temblar.
-¿Y si quieren entrar de todas formas?
-Disuádelos. Si insisten, hazlos pasar a la cocina. Nosotros estaremos en ese cuartito de ahí atrás -puntualizó, señalando el recibidor de las botas-. Tú, quítatelos de encima lo antes posible.
-Toni Gallo viene con ellos -observó Kit-. Es la encargada de la seguridad en el laboratorio.
-Bueno, pues dile que se vaya por donde ha venido.
-Querrá ver a mi padre.
-Dile que no puede ser.
-No sé yo si aceptará un no por respuesta…
-¡Por el amor de Dios! -explotó Nigel, alzando la voz -¿Qué crees que va a hacer, tumbarte de un puñetazo y entrar pisoteando tu cuerpo inconsciente? Dile que se vaya a tomar por el culo y santas pascuas.
-De acuerdo -concedió Kit-, pero tenemos que asegurarnos de que mi hermana Miranda no se va de la lengua. Está escondida en el desván.
-¿En el desván, qué desván?
-El que queda justo por encima de esta habitación. Mirad dentro del primer armario del vestidor. Detrás de los trajes colgados hay una pequeña puerta que conduce a la buhardilla.
Nigel no le preguntó cómo sabía que Miranda estaba allí. Miró a Daisy.
-Encárgate de ella.
* * *
Miranda vio cómo su hermano hablaba con Nigel y escuchó sus palabras.
Cruzó el desván a toda prisa y, franqueando la puerta a gatas, se metió en el armario de su padre. Respiraba con dificultad, el corazón parecía a punto de salírsele del pecho y notó cómo la sangre se le agolpaba en el rostro, pero no se dejó dominar por el pánico. Todavía no. Desde el armario, saltó al vestidor.
Había oído decir a Kit que la policía estaba de camino, y por un instante había creído que estaban a salvo. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que los hombres de uniforme azul irrumpieran por la puerta principal y detuvieran a los ladrones. Pero luego había escuchado con horror cómo Nigel pergeñaba rápidamente un plan para librarse de ellos. ¿Qué podía hacer ella si la policía se disponía a marcharse sin haber detenido a nadie? Había decidido que, llegado ese momento, abriría una ventana y empezaría a gritar.
Ahora Kit había dado al traste con su plan.
Le aterraba volver a enfrentarse a Daisy, pero se obligó a pensar fríamente, o casi. Podía esconderse en la habitación de £it, al otro lado del rellano, mientras Daisy registraba el desván. ¡s[o lograría entretenerla más que unos pocos segundos, pero quizá fuera suficiente para abrir una ventana y pedir socorro.
Cruzó la habitación a la carrera. Justo cuando posó la mano en el pomo de la puerta, oyó las botas de Daisy en la escalera. Demasiado tarde.
La puerta se abrió bruscamente y Miranda se escondió detrás de esta. Daisy irrumpió en la habitación y se fue directa al vestidor sin mirar atrás.
Miranda se escabulló por la puerta. Cruzó el rellano y se metió en la habitación de Kit. Corrió hasta la ventana y apartó las cortinas, esperando ver los coches de policía con sus faros destellantes.
Pero no había ni un alma allí fuera.
Miró en la dirección del camino de acceso. Empezaba a clarear, y se distinguían los árboles cubiertos de nieve en las lindes del bosque, pero ni rastro de la policía. Miranda estaba al borde de la desesperación. Daisy tardaría pocos segundos en inspeccionar el desván y darse cuenta de que no había nadie allí. Luego empezaría a buscarla en las demás habitaciones de la planta de arriba. Necesitaba ganar tiempo. La policía no podía estar muy lejos.
¿Había algún modo de encerrar a Daisy en el desván?
No se permitió el lujo de detenerse a pensar en el peligro. Volvió corriendo al dormitorio de su padre, donde la puerta del armario seguía abierta. Daisy debía de seguir allí dentro, escrutando la habitación de arriba abajo con aquellos ojos de aspecto castigado, preguntándose si no habría ningún escondrijo secreto lo bastante grande para albergar a una mujer adulta y ligeramente sobrada de carnes.
Sin pensarlo dos veces, cerró la puerta del armario.
No había cerradura, pero la puerta era de madera maciza. Si lograba atrancarla, Daisy no lo tendría fácil para abrirla por la fuerza, pues dentro del armario apenas había espacio para maniobrar.
Quedaba una estrecha rendija entre el umbral y la puerta Si pudiera calzarla de algún modo no habría manera de abrí la, al menos durante unos segundos. ¿Qué podía usar? Necesitaba un trozo de madera o cartón, o incluso un fajo de papel Abrió el cajón de la mesilla de noche de su padre y encontró un libro de Proust.
Empezó a arrancar páginas.
Kit oyó a la perra ladrar en la habitación de al lado.
Eran ladridos fuertes, agresivos, de los que solía emitir cuando un extraño llamaba a la puerta. Venía alguien. Kit empujó la puerta de vaivén que conducía al comedor. La perra estaba de pie sobre las patas traseras y apoyaba las delanteras sobre el alféizar de la ventana.
Kit se acercó y miró hacia fuera. La nevada había remitido, y ya solo caían algunos copos de nieve dispersos. Kit dirigió la mirada hacia el bosque y vio asomar entre los árboles un gran camión con un lanzadestellos naranja en el techo y una pala quitanieves delante.
-¡Ya están aquí! -gritó.
Nigel entró en la habitación. La perra lo recibió con un gruñido y Kit la mandó callar. Nellie se retiró a un rincón. Nigel se pegó a la pared de la ventana y asomó la cabeza para mirar hacia fuera.
La máquina quitanieves avanzaba despejando a su paso una franja de ocho o diez metros de ancho. Pasó por delante de la puerta principal y se acercó todo lo que pudo a los coches aparcados. En el último momento giró a un lado, barriendo la nieve que se había acumulado delante del Mercedes de Hugo y el Toyota de Miranda. Luego dio marcha atrás hasta el edificio del garaje. Mientras lo hacía, un Jaguar tipo «S» de color claro la adelantó por el camino recién despejado y se detuvo frente a la puerta principal.
Alguien se apeó del coche, una mujer alta y delgada con el pelo largo que lucía una chaqueta de aviador forrada de piel de borrego. A la luz de los faros del coche, Kit reconoció a Toni Gallo.
-Deshazte de ella -ordenó Nigel.
-¿Qué pasa con Daisy? Está tardando mucho en…
-Ella se encargará de tu hermana.
-Más vale.
-Confío en Daisy más de lo que confío en ti. Ve a abrir la puerta. -Nigel se fue al recibidor de las botas con Elton.
Kit se dirigió a la puerta principal y la abrió.
Toni estaba ayudando a alguien a apearse del asiento trasero del coche. Kit frunció el ceño. Era una anciana con un largo abrigo de lana y un sombrero de piel.
-Pero ¿qué coño…? -masculló.
Toni tomó a la anciana del brazo y se dieron la vuelta. El rostro de la primera se ensombreció en cuanto vio quién había salido a abrir.
-Hola, Kit –saludó, mientras acompañaba a la anciana hasta la puerta.
-¿Qué quieres? -le espetó este.
-He venido a ver a tu padre. Ha habido problemas en el laboratorio.
-Papá está durmiendo.
-No le importará que lo despiertes, créeme.
-¿Quién es la vieja?
-Esta señora es mi madre. Se llama Kathleen Gallo.
-Y no soy ninguna vieja -replicó la anciana-.Tengo setenta y un años y estoy en perfecta forma física, así que cuidadito con lo que dice, joven.
-Tranquila, madre. Estoy segura de que no era su intención ofenderte.
Kit no se dio por aludido.
-¿Qué está haciendo aquí?
-Se lo explicaré a tu padre.
La máquina quitanieves había dado la vuelta delante del garaje y volvía por el camino que acababa de despejar, cruzando el bosque para regresar a la carretera principal. El Jaguar la seguía.
El pánico se apoderó de Kit. ¿Qué se suponía que debía hacer? Los vehículos se marchaban pero Toni seguía allí.
El Jaguar se detuvo bruscamente. Kit deseó con todas sus fuerzas que el conductor no hubiera visto algo sospechoso. El coche volvió hasta la casa dando marcha atrás. La puerta del conductor se abrió y un pequeño fardo cayó en la nieve. Kit pensó que casi parecía un cachorro.
El conductor cerró dando un portazo y arrancó.
Toni volvió sobre sus pasos y recogió el fardo. Era, en efecto, un cachorro de pastor inglés que no tendría más de ocho semanas de vida.
Kit no salía de su asombro, pero decidió no hacer ninguna pregunta.
-No puedes entrar -le dijo a Toni.
-No digas tonterías -replicó ella-. Esta casa no es tuya, sino de tu padre, y él querrá recibirme.
Toni seguía caminando despacio hacia la casa, con su madre colgada de un brazo y el cachorro en el otro, pegado al pecho.
Kit estaba paralizado. Esperaba ver llegar a Toni en su propio coche, y su plan consistía en decirle que volviera más tarde. Por un momento, consideró la posibilidad de echar a correr detrás del Jaguar y pedirle al conductor que volviera. Pero seguramente este querría saber por qué, y los policías que iban en la máquina quitanieves podrían preguntarse a qué venía tanto jaleo. Era demasiado peligroso, así que optó por no hacer nada.
Toni se detuvo delante de Kit, que le cerraba el paso.
-¿Ha pasado algo? -preguntó ella.
Kit se dio cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Si se empeñaba en obedecer las órdenes de Nigel, Toni podía hacer que los policías volvieran, y resultaría más fácil de manejar estando sola.
-Será mejor que pases -repuso él.
-Gracias. Por cierto, el perro se llama Osborne. -Toni y su madre pasaron al vestíbulo-. ¿Tienes que ir al baño, mamá? -preguntó Toni-. Está aquí mismo.
Kit vio desaparecer entre los árboles las luces de la máquina quitanieves y del Jaguar. Se relajó un poco. No había podido quitarse a Toni de encima, pero por lo menos la policía se había largado. Cerró la puerta.
Entonces se oyó un sonoro golpe en el piso de arriba, como si alguien hubiera aporreado la pared con un martillo.
-¿Qué demonios ha sido eso? -inquirió Toni.
* * *
Miranda había arrancado un grueso fajo de hojas del libro, las había doblado en forma de cuña y las había metido en la rendija de la puerta del armario. Pero sabía que eso no retendría a Daisy durante mucho tiempo. Necesitaba una barrera más resistente. Junto a la cama había una antigua cómoda que hacía las veces de mesilla de noche. Con gran esfuerzo, empujó el pesado mueble de caoba maciza desrizándolo sobre la moqueta. Luego la inclinó un poco hacia atrás y la empotró contra la puerta. Casi al instante, oyó a Daisy empujando desde el otro lado. Cuando se dio cuenta de que empujar no serviría de nada, pasó a los golpes.
Miranda supuso que Daisy tenía la cabeza en el desván y los pies en el armario, y que golpeaba la puerta con las suelas de las botas. La puerta se estremeció pero no cedió a sus patadas. Daisy era fuerte y acabaría abriéndola, pero mientras tanto Miranda había ganado unos preciosos segundos.
Corrió hasta la ventana. Ante su mirada incrédula, dos vehículos -un camión y un turismo– se alejaban de la casa.
-¡Nooo! -exclamó. Los vehículos ya estaban muy lejos para que sus ocupantes la oyeran gritar. ¿Sería demasiado tarde? Salió de la habitación.
Se detuvo en lo alto de la escalera y miró hacia abajo. En el vestíbulo, una anciana a la que nunca había visto se dirigía al aseo
¿Qué estaba pasando?
Entonces reconoció a Toni Gallo, que se estaba quitando la chaqueta para colgarla del perchero.
Un pequeño cachorro blanquinegro olisqueaba los paraguas.
Entonces vio a su hermano. Se oyó otro golpe procedente del vestidor.
-Parece que los chicos se han despertado -dijo Kit.
Miranda no salía de su asombro. ¿Cómo podía ser? Kit se comportaba como si nada hubiera pasado.
Estaba tratando de engañar a Toni, concluyó. Esperaba poder convencerla de que todo iba bien. Si no lograba persuadirla de que se marchara, la reduciría por la fuerza y la ataría junto con los demás.
Mientras tanto, la policía se alejaba.
Toni cerró la puerta del aseo en el que había entrado su madre. Nadie se había percatado de la presencia de Miranda.
-Será mejor que pases a la cocina -dijo Kit.
Ahí era donde la atacarían, supuso Miranda. Nigel y Elton la estarían esperando.
Se oyó un estruendo procedente de la habitación de Stanley. Daisy había logrado salir del armario.
Miranda actuó sin pensar.
-¡Toni! -gritó.
Toni miró hacia arriba y la vio.
-¡Mierda, no!… -farfulló Kit.
-¡Los ladrones están aquí, han atado a papá y van armados.. –
Daisy irrumpió en el descansillo y arrolló a Miranda, que cayó rodando escaleras abajo.
07.30
Toni tardó unos segundos en reaccionar.
Kit estaba de pie junto a ella, mirando hacia arriba sin disimular su ira.
-¡Cógela, Daisy! -gritó torciendo el gesto.
Miranda seguía rodando escaleras abajo, y sus rollizos muslos blancos asomaban por debajo del camisón rosado.
Tras ella bajó corriendo una mujer joven y poco agraciada, con el pelo cortado al rape y los ojos pintarrajeados de negro, toda ella vestida de piel negra.
Y la señora Gallo estaba en el aseo.
De pronto, Toni comprendió lo que estaba pasando. Miranda había dicho que los ladrones estaban allí, y que iban armados. No podía haber dos bandas distintas actuando en la misma zona aislada, la misma noche. Tenían que ser los mismos que habían entrado a robar en el Kremlin. La mujer calva que estaba en lo alto de la escalera sería la rubia que había visto en la grabación de las cámaras de seguridad. Habían encontrado la peluca en la furgoneta utilizada para la fuga. Los pensamientos se sucedían a toda velocidad en la mente de Toni: Kit parecía estar compinchado con ellos. Eso explicaría que hubieran logrado burlar el sistema de seguridad…
Justo cuando este pensamiento tomaba forma en su mente, Kit se le acercó por la espalda, le rodeó el cuello con un brazo y tiró hacia atrás, intentando hacerle perder el equilibrio al tiempo que gritaba:
-¡Nigel!
Toni le propinó un fuerte codazo en las costillas y tuvo la satisfacción de oírlo gruñir de dolor. Kit aflojó el abrazo, lo que permitió que Toni se diera la vuelta y le asestara un puñetazo en el estómago con la zurda. Kit intentó devolverle el golpe pero Toni lo esquivó sin dificultad.
Alzó el brazo derecho, preparándose para asestarle el puñetazo definitivo, pero justo entonces Miranda se desplomó al pie de la escalera y chocó contra sus piernas en el momento en que había arqueado el cuerpo hacia atrás para tomar impulso. Toni perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Instantes después, la mujer vestida de cuero negro tropezó con los cuerpos postrados de ambas y fue a darse de bruces con Kit, por lo que acabaron los cuatro amontonados unos sobre otros en el suelo de piedra.
Toni se dio cuenta de que no podía ganar aquella batalla. Se enfrentaba a Kit y a la tal Daisy, y no tardarían en llegar refuerzos. Tenía que salir de allí, recuperar el aliento y pensar en lo que iba a hacer.
Se zafó de aquella maraña de cuerpos y rodó sobre un costado.
Kit yacía de espaldas en el suelo. Miranda estaba hecha un ovillo y parecía magullada pero no gravemente herida. Entonces Daisy se puso de rodillas y la golpeó con furia, asestándole un puñetazo en el brazo con el puño enfundado en un guante de ante beige de lo más femenino, lo que no dejó de sorprender a Toni.
Se levantó de un brinco. Saltó por encima de Kit, se fue derecha a la puerta y la abrió. Kit le apresó el tobillo con una mano. Toni se volvió y le golpeó el brazo con el otro pie, alcanzándolo en el codo. Kit aulló de dolor y la soltó. Toni cruzó el umbral de un salto y cerró dando un sonoro portazo.
Se fue hacia la derecha y echó a correr por el camino que había despejado la máquina quitanieves. Oyó un disparo, y el estrépito de un cristal que se hacía añicos en alguna ventana cercana. Alguien le estaba disparando desde la casa, pero había fallado el tiro.
Corrió hasta el garaje, dobló la esquina y se refugió en el acceso hormigonado de las puertas automáticas, donde la máquina quitanieves había abierto un claro. Ahora el edificio del garaje se interponía entre ella y la persona que le había disparado.
La máquina quitanieves, con los dos agentes de policía en la cabina, había partido a velocidad normal por el camino despejado, avanzando con la hoja elevada. Eso quería decir que ya estaría demasiado lejos para darle alcance a pie. ¿Qué iba a hacer? Si tomaba el camino despejado alguien podía seguirla fácilmente desde la casa. Pero ¿dónde podía esconderse? Miró hacia el bosque. Allí les costaría dar con ella, pero iba mal abrigada para estar a la intemperie, pues justo se había quitado la cazadora cuando Miranda dio la voz de alarma. En el interior del garaje la temperatura no sería mucho más elevada.
Corrió hasta el extremo opuesto del edificio y asomó la cabeza por el otro lado. Distinguió la puerta del granero a escasos metros de distancia. ¿Se atrevería a cruzar el patio, arriesgándose a que la vieran desde la casa? No le quedaba más remedio.
Estaba a punto de echar a correr cuando se abrió la puerta del granero.
Toni dudó. ¿Y ahora qué?
Un niño salió del edificio. Se había puesto una chaqueta por encima del pijama de Spiderman y unas botas de agua demasiado grandes para él. Toni reconoció a Tom, el hijo de Miranda. El chico no miró a su alrededor, sino que se fue hacia la izquierda y avanzó con dificultad por la espesa nieve. Toni dio por sentado que se dirigía a la casa, y se preguntó si debía detenerlo. Pero enseguida se dio cuenta de que estaba equivocada. En lugar de cruzar el patio en dirección a la casa principal el pequeño se fue hacia el chalet de invitados. Toni lo urgió mentalmente para que se diera prisa y se quitara de en medio antes de que las cosas se pusieran feas. Supuso que iba en busca de su madre para preguntarle si podía abrir los regalos, sin imaginar que Miranda estaba en la casa principal, encajando los golpes de una troglodita con guantes de piel. Pero quizá su padrastro estuviera en el chalet. Toni pensó que lo más prudente sería dejar que el chico siguiera su camino. La puerta del chalet no estaba cerrada con llave, y Tom desapareció en su interior.
Toni seguía dudando. ¿Habría alguien apostado en una ventana de la casa, cubriendo el patio con una Browning automática de nueve milímetros? Estaba a punto de averiguarlo.
Echó a correr pero, tan pronto como sus pies se hundieron en la nieve, cayó de bruces en el suelo. Se levantó con dificultad, notando el contacto gélido de la nieve que enseguida le caló los vaqueros y el jersey, y siguió adelante, abriéndose paso con más cuidado pero también más lentamente. Miró hacia la casa con temor. No distinguió ninguna silueta en las ventanas. En circunstancias normales no habría tardado más de un minuto en cruzar el patio, pero cada nueva zancada en la nieve se le hacía eterna. Finalmente alcanzó el granero, entró en su interior y cerró la puerta tras de sí, temblando de alivio por seguir respirando.
Una pequeña lámpara le permitió reconocer las siluetas de una mesa de billar, un variopinto surtido de vetustos sillones, una televisión de pantalla gigante y dos camas plegables, ambas vacías. La estancia parecía desierta, pero había una escalera de mano que conducía a un altillo. Se obligó a dejar de temblar y empezó a trepar por la escalera. Cuando estaba a medio camino, estiró el cuello para echar un vistazo a la habitación y se sobresaltó al tropezar con varios pares de ojillos rojos que la miraban fijamente: los hámsters de Caroline. Siguió subiendo. Allí arriba había otras dos camas. En una de ellas reconoció la silueta durmiente de Caroline. La otra estaba sin deshacer.
Los ladrones no tardarían en salir a buscarla. Tenía que pedir ayuda cuanto antes. Se llevó la mano al bolsillo para sacar el móvil.
Solo entonces se dio cuenta de que no lo llevaba encima.
Alzó los puños cerrados hacia el cielo en un gesto de frustración. Había dejado el móvil en el bolsillo de la cazadora, que había colgado en el perchero del vestíbulo.
Y ahora, ¿qué?
* * *
-Tenemos que encontrarla -sentenció Nigel-. Podría estar llamando a la policía ahora mismo.
-Espera -dijo Kit. Cruzó el vestíbulo hasta el perchero, frotándose el codo izquierdo, dolorido a causa del puntapié de Toni, y registró los bolsillos de su cazadora. Poco después, extrajo un móvil con gesto triunfal-. No puede llamar a la policía.
-Menos mal. -Nigel miró a su alrededor. Daisy tenía a Miranda acostada boca abajo en el suelo con un brazo doblado en la espalda. Elton estaba de pie en la puerta de la cocina.
-Elton, busca algo con lo que atar a la gorda -ordenó, y volviéndose hacia Kit, añadió-: tus hermanitas son de armas tomar.
-Olvídate de ellas -replicó Kit-. Ya podemos largarnos, ¿no? No hay que esperar a que salga el sol para ir a por el todoterreno. Podemos coger cualquier coche y seguir el camino que el quitanieves ha despejado.
-Tu hombre ha dicho que van dos policías en esa máquina quitanieves.
-Sí, pero el último sitio donde se les ocurriría buscarnos es justo detrás de ellos.
Nigel asintió.
-Bien pensado. Pero el quitanieves no va a ir despejando la carretera hasta… hasta donde tenemos que llegar. ¿Qué hacemos cuando se desvíe de nuestra ruta?
Kit reprimió su impaciencia. Debían alejarse de Steepfall cuanto antes, pero Nigel no parecía consciente de eso.
-Mira por la ventana -repuso-. Ha dejado de nevar, y el hombre del tiempo ha dicho que pronto empezará el deshielo.
-Aun así, podríamos quedarnos atrapados.
-Corremos más peligro estando aquí, ahora que el camino de acceso está despejado. Puede que Toni Gallo no sea la única visita inesperada del día.
Elton volvió con un trozo de cable eléctrico.
-Kit tiene razón -observó-. Si todo va bien, podemos estar allí sobre las diez de la mañana.
Tendió el cable a Daisy, que ató las manos de Miranda a la espalda.
-De acuerdo -concedió Nigel-. Pero antes tendremos que reunir a todo el mundo aquí, incluidos los chavales, y asegurarnos de que no puedan llamar pidiendo socorro en las próximas horas.
Daisy arrastró a Miranda por la cocina y la hizo entrar en la despensa de un empujón.
-Miranda habrá dejado su móvil en el chalet de invitados -apuntó Kit-. De lo contrario, ya lo habría utilizado. Su novio, Ned, está allí.
-Elton, ve a por él -ordenó Nigel.
-Hay otro teléfono en el Ferrari -prosiguió Kit-. Sugiero que Daisy vaya a echar un vistazo para asegurarnos de que nadie intenta usarlo.
-¿Y qué pasa con el granero?
-Yo lo dejaría para el final. Caroline, Craig y Tom no tienen móvil. En el caso de Sophie no estoy seguro, pero es poco probable. Solo tiene catorce años.
-Muy bien -dijo Nigel-.Acabemos con esto cuanto antes.
Entonces, la puerta del aseo se abrió y la señora Gallo salió de su interior, todavía con el sombrero puesto.
Kit y Nigel se la quedaron mirando de hito en hito. Kit se había olvidado por completo de ella.
-Encerradla en la despensa con los demás -ordenó Nigel.
-De eso nada -replicó la señora Gallo-. Creo que prefiero sentarme junto al árbol de Navidad.
La anciana cruzó el vestíbulo y se encaminó al salón.
Kit miró a Nigel, que se encogió de hombros.
* * *
Craig entreabrió ligeramente la puerta del armario para echar un vistazo fuera. El recibidor estaba desierto. Justo cuando se disponía a abandonar su escondrijo, Elton entró desde la cocina. Craig tiró de la puerta hacia dentro y contuvo la respiración.
Llevaba un cuarto de hora así.
Siempre había algún intruso rondando por allí. Dentro del ¡armario reinaba un olor a chaquetas húmedas y botas viejas. Estaba preocupado por Sophie, que seguía sentada en el Ford de Luke, cogiendo frío. Intentó no impacientarse. La oportunidad que estaba esperando no tardaría en llegar.
Pocos minutos antes, había oído ladrar a Nellie, lo que significaba que había alguien llamando a la puerta. Por un momento, se había sentido esperanzado. Pero Nigel y Elton estaban a escasos centímetros de él, hablando en susurros ininteligibles para él. Dedujo que estarían ocultándose del visitante. Habría saltado del armario y echado a correr hacia la puerta pidiendo socorro a gritos, pero sabía que aquellos dos lo detendrían y lo obligarían a guardar silencio en cuanto se descubriera. Se contuvo, loco de frustración.
Se oyeron unos golpes que parecían venir del piso de arriba, como si alguien intentara echar abajo una puerta, y luego un estruendo distinto, más parecido al un petardo -o un disparo-, seguido del ruido de cristales rotos. Craig estaba asustado. Hasta entonces, la banda solo había utilizado las armas para amenazarlos. Ahora que habían apretado el gatillo, no había manera de saber hasta dónde podían llegar. La familia estaba en grave peligro.
Al oír el disparo, Nigel y Elton se fueron dejando la puerta abierta. Desde su escondrijo, Craig veía a Elton en la cocina, hablando en tono urgente con alguien que estaba en el vestíbulo. Poco después regresó al recibidor y abandonó la casa por la puerta trasera, que dejó abierta de par en par.
Por fin Craig podía moverse sin ser visto. Los demás estaban en el vestíbulo. Era la oportunidad que estaba esperando. Salió del armario.
Abrió el pequeño armario metálico y cogió las llaves del Ferrari, que esta vez salieron sin resistirse.
Con dos zancadas se plantó en la calle.
Había dejado de nevar. Más allá de las nubes empezaba a salir el sol, y los contornos se perfilaban en blanco y negro. A su izquierda avistó a Elton, abriéndose camino por la nieve en dirección al chalet de invitados. Le daba la espalda, por lo que no podía verlo. Craig siguió en la dirección opuesta y dobló la esquina para evitar que lo descubrieran.
Fue entonces cuando vio a Daisy a tan solo unos metros de él.
Por suerte, también ella le daba la espalda. Había salido por la puerta principal y se encaminaba al otro lado de la casa. Craig se fijó en el camino despejado y supuso que mientras él estaba escondido en el armario de las botas habría pasado por allí una máquina quitanieves. Daisy se iba derecha al garaje… y a Sophie.
Se agachó detrás del Mercedes de su padre. Asomando la cabeza por detrás de un guardabarros, vio cómo Daisy alcanzaba el extremo del edificio, se apartaba del camino despejado y doblaba la esquina de la casa, desapareciendo así de su campo visual.
Siguió sus pasos. Moviéndose tan deprisa como podía, avanzó pegado a la fachada de la casa. Pasó por delante del comedor, donde seguía Nellie con las patas delanteras apoyadas en el alféizar. Dejó atrás la puerta principal, que estaba cerrada, y el salón con su reluciente árbol de Navidad. Se quedó perplejo al ver a una anciana sentada junto al árbol con un cachorro en el regazo, pero no se detuvo a pensar quién podía ser.
Alcanzó la esquina y miró en derredor. Daisy iba derecha hacia la puerta lateral del garaje. Si entraba allí dentro, encontraría a Sophie sentada en el Ford de Luke.
Daisy metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de piel negra y sacó la pistola.
Craig observó, impotente, cómo abría la puerta del garaje.
07.45
En la despensa hacía frío.
El pavo de Navidad, demasiado grande para caber en la nevera, descansaba en su fuente de hornear sobre una repisa de mármol, relleno y condimentado por Olga, listo para asar. Miranda se preguntó con amargura si viviría lo bastante para saborearlo.
Estaba junto a su padre, su hermana y Hugo, todos ellos atados como el pavo y hacinados en el escaso metro cuadrado de la despensa, rodeados de comida: las verduras dispuestas en los estantes, una hilera de frascos con pasta, cajas de cereales para el desayuno, latas de atún, tomates en conserva y judías en salsa de tomate.
Hugo se había llevado la peor parte. Por momentos parecía volver en sí, pero no tardaba en perder de nuevo el conocimiento. Estaba apoyado contra la pared y Olga se había pegado a su cuerpo desnudo para intentar transmitirle calor. Stanley parecía haber sido arrollado por un camión, pero permanecía de pie y estaba atento a cuanto ocurría a su alrededor.
Miranda se sentía impotente y abatida. Le descorazonaba ver a su padre, un hombre tan noble, golpeado y atado de pies y manos. Ni siquiera el sinvergüenza de Hugo merecía lo que le habían hecho. A juzgar por su aspecto, era bastante probable que sufriera daños irreversibles. Y Olga era una mujer admirable; no había más que ver cómo se desvivía por el marido que la había traicionado.
Los demás tenían paños de cocina metidos en la boca, pero Daisy no se había molestado en amordazar a Miranda; de nada servía que se pusiera a gritar ahora que la policía se había marchado. Fue entonces cuando se dio cuenta, con un atisbo de esperanza, de que quizá pudiera liberar a los demás de sus mordazas. -Papá, inclínate hacia abajo -pidió.
Obediente, Stanley flexionó la cintura y se dobló hacia delante, acercando su rostro al de Miranda. El extremo del paño colgaba de su boca. Miranda ladeó la cabeza como si quisiera besarlo en los labios y logró atrapar un extremo del paño entre los dientes. Tiró hacia atrás, extrayendo parte del paño, pero entonces se le escapó.
Miranda soltó un gemido de exasperación. Su padre volvió a inclinarse, animándola a intentarlo de nuevo. Repitieron la maniobra, y esta vez el paño salió entero y cayó al suelo.
-Gracias -dio Stanley-. Dios, qué desagradable.
Miranda repitió la operación con Olga, que dijo:
-Esta cosa me daba arcadas, pero tenía miedo de ahogarme si vomitaba.
Olga retiró la mordaza a Hugo por el mismo procedimiento.
-Tienes que intentar mantenerte despierto, Hugo -le dijo-.Venga, no cierres los ojos.
-¿Qué está pasando ahí fuera? -preguntó Stanley.
-Toni Gallo se ha presentado con una máquina quitanieves y un par de policías -explicó-. Kit ha salido a recibirla como si nada hubiera pasado y la policía se ha marchado, pero Toni ha insistido en quedarse.
-Esa mujer es increíble.
-Yo estaba escondida en el desván de tu habitación y he conseguido avisar a Toni.
-¡Bien hecho!
-La bestia de Daisy me ha empujado escaleras abajo, pero Toni ha logrado escapar. No sé dónde estará ahora mismo.
-Llamará a la policía.
Miranda movió la cabeza en señal de negación.
-Se ha dejado el móvil en el bolsillo de la cazadora, y ahora lo tiene Kit.
-Ya se le ocurrirá algo. Es una mujer de recursos. De todos modos, es nuestra única esperanza. Nadie más sigue libre, excepto los niños… y Ned, claro está.
-Me temo que Ned no nos será de mucha ayuda -apuntó Miranda, apesadumbrada-. En una situación como esta, lo último que necesitamos es un experto en Shakespeare. Miranda se acordó de lo pusilánime que se había mostrado el día anterior cuando su ex mujer, Jennifer, la había echado de su casa. No era de esperar que un hombre como él decidiera plantar cara a tres matones consumados.
Se asomó a la ventana de la despensa. Había empezado a amanecer y ya no nevaba, así que podía distinguir el chalet de invitados en el que Ned estaría durmiendo y el granero donde se alojaban los chicos. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio a Elton cruzando el patio.
-Dios mío -murmuró-.Va al chalet.
Stanley miró por la ventana.
-Tratan de reunimos a todos -dedujo-. Nos dejarán atados antes de marcharse. No podemos dejar que se escapen con ese virus… pero ¿cómo podemos detenerlos?
Elton entró en el chalet de invitados.
-Espero que Ned esté bien.
De pronto, Miranda se alegró de que Ned no fuera un gallito. Elton era implacable, despiadado y tenía un arma. La única esperanza de Ned era dejarse apresar sin oponer resistencia.
-Podría ser peor -observó Stanley-. Ese chico no es trigo limpio, pero por lo menos tampoco es un psicópata, a diferencia de Daisy.
-Está como una cabra, y eso la hace cometer errores -apuntó Miranda-. Hace unos minutos, en el vestíbulo, se ha liado a puñetazos conmigo cuando debería haber ido tras Toni. Por eso ha logrado escapar.
-¿Por qué se ha liado Daisy a puñetazos contigo?
-Porque la encerré en el desván.
-¿Que la encerraste en el desván?
-Sabía que venía a por mí, así que esperé en la habitación, dejé que entrara en el desván y entonces cerré la puerta del armario y la atranqué como pude. Por eso estaba tan cabreada.
-Eres muy valiente -susurró Stanley con la voz embargada.
-Qué va -replicó Miranda. La idea le parecía absurda-. Lo que pasa es que tenía tanto miedo que habría hecho cualquier cosa con tal de escapar.
-Pues yo creo que eres muy valiente -insistió Stanley. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, y apartó la mirada.
Ned salió del chalet. Elton iba justo detrás de él, con la pistola pegada a su nuca, y sujetaba a Tom con la mano libre.
Miranda reprimió un grito. Creía que su hijo estaba en el granero. Supuso que se había despertado pronto y había salido en su busca. Llevaba puesto el pijama de Spiderman. Miranda intentó contener las lágrimas.
Se dirigían los tres hacia la casa cuando de pronto se oyó un grito y se detuvieron bruscamente. Instantes después, Daisy apareció en el campo visual de los prisioneros, arrastrando a Sophie por el pelo. Esta avanzaba doblada en dos, tropezando en la nieve y gritando de dolor.
Daisy le dijo algo a Elton que Miranda no alcanzó a oír. Entonces fue Tom quien le espetó a voz en grito:
-¡Suéltala! ¡Le estás haciendo daño! -Su voz infantil sonaba más aguda de lo habitual a causa del miedo y la rabia.
Miranda recordó que su hijo estaba prendado de Sophie.
-Cállate,Tommy -murmuró temerosa, aunque no pudiera oírla-. No pasa nada porque le tiren del pelo.
Elton soltó una carcajada. Daisy esbozó una sonrisa y tiró con más fuerza del pelo de Sophie.
Ver cómo se burlaban de él fue seguramente lo que le hizo perder los estribos. Furibundo,Tom se zafó de la mano de Elton y embistió a Daisy con todas sus fuerzas.
-¡No! -gritó Miranda.
Sorprendida, Daisy cayó de espaldas, soltó Sophie y se quedó sentada en la nieve. Tom se abalanzó sobre ella y la golpeó repetidamente con sus pequeños puños.
-¡Para, para! -gritaba Miranda inútilmente.
Daisy apartó a Tom de un empujón y se incorporó. El niño se levantó al instante, pero Daisy lo golpeó en la cabeza con su puño enguantado y lo volvió a tumbar. Entonces lo levantó del suelo, furiosa, y lo sostuvo con la mano derecha mientras con la izquierda lo golpeaba en la cara y el cuerpo.
Miranda gritaba de desesperación.
Fue entonces cuando Ned intervino.
Haciendo caso omiso del arma con la que Elton le apuntaba, se interpuso entre Daisy y Tom. Dijo algo que Miranda no alcanzó a oír y apresó el brazo de Daisy con la mano.
Miranda no daba crédito a sus ojos. ¡El cobarde de Ned le plantaba cara a los matones!
Sin soltar a Tom, Daisy le asestó un puñetazo en el estómago.
Ned se inclinó hacia delante con el rostro deformado por el dolor, pero cuando Daisy hizo ademán de volver a golpear a Tom, se incorporó y una vez más se interpuso entre ambos. Cambiando de idea en el último momento, Daisy lo golpeó a él, asestándole un puñetazo en la boca. Ned gritó de dolor y se llevó las manos al rostro, pero no se apartó.
Miranda le estaba profundamente agradecida por haber apartado a Daisy de Tom, pero ahora se preguntaba cuánto tiempo iba a aguantar aquel suplicio.
Ned seguía resistiendo, impasible. Cuando apartó las manos del rostro, un hilo de sangre manó de su boca. Daisy le asestó otro puñetazo.
Miranda no salía de su asombro. Ned era como un muro. Allí estaba, encajando los golpes uno tras otro sin ceder. Y no lo hacía por su propia hija, sino por Tom. Miranda se avergonzó de haber pensado que era un cobarde.
Entonces fue la hija de Ned, Sophie, la que pasó a la acción. Desde que Daisy la había soltado no se había movido, sino que se limitaba a contemplar la escena con gesto atónito. Pero de pronto se dio media vuelta y se alejó del grupo a toda prisa.
Elton intentó cogerla, pero perdió el equilibrio y Sophie logró escabullirse. Echó a correr por la profunda capa de nieve con zancadas dignas de una bailarina.
Elton se incorporó apresuradamente, pero Sophie se había esfumado.
Cogió a Tom y le gritó a Daisy:
-¡Que se escapa la chica! -Daisy no parecía demasiado interesada en ir tras ella-. ¡Yo me quedo con estos dos! ¡Vete de una vez!
Tras lanzar una mirada asesina a Ned y Tom, se dio la vuelta y se fue en busca de Sophie.
08.00
Craig giró la llave en el contacto del Ferrari. El enorme motor trasero de doce cilindros arrancó pero no tardó en calarse.
Craig cerró los ojos.
-Ahora no -suplicó en voz alta-. Por favor, no me falles ahora.
Volvió a girar la llave en el contacto. El motor arrancó con un carraspeo y finalmente rugió como un toro enfurecido. Craig pisó el acelerador, solo para estar seguro, y el rugido se hizo ensordecedor.
Miró el teléfono del coche. «Buscando red», ponía en la pantalla. Marcó el 999 aporreando las teclas numéricas con frenesí, aunque sabía que era inútil hacerlo hasta que el teléfono se hubiera conectado a la red.
-¡Venga, no tengo mucho tiempo!
Entonces la puerta lateral del garaje se abrió de golpe y, para su sorpresa, Sophíe entró precipitadamente.
Craig no daba crédito a sus ojos. Creía que Sophie estaba en las manos de la temible Daisy. Había visto cómo la sacaba a rastras del garaje y había tenido que reprimir el impulso de salir en su auxilio, pero sabía que no podía ganar a Daisy en un combate cuerpo a cuerpo, aunque no fuera armada. Se había esforzado por mantener la calma mientras la veía arrastrando a Sophie por el pelo, y se había repetido una y otra vez que lo mejor que podía hacer era evitar que lo cogieran y llamar a la policía.
Pero al parecer Sophie había logrado escapar sin la ayuda de nadie. Estaba llorando y parecía aterrada. Craig supuso que Daisy le pisaba los talones.
El otro lado del coche estaba tan pegado a la pared que era imposible abrir la puerta del acompañante. Craig abrió su puerta Y dijo:
-¡Métete en el coche, deprisa! ¡Salta por encima de mí!
Sophie se acercó al coche con paso tambaleante y se lanzó en plancha al interior de la cabina.
Craig cerró dando un portazo.
No sabía cómo se ponía el seguro, y tenía demasiada prisa para detenerse a averiguarlo. Daisy no tardaría más de unos segundos en llegar, supuso mientras Sophie pasaba atropelladamente por encima de él. No tenía tiempo de llamar a nadie, había que salir de allí cuanto antes. Mientras Sophie se desplomaba en el asiento del acompañante, Craig hurgó en la repisa que había debajo del salpicadero hasta encontrar el mando a distancia de la puerta del garaje. Apretó el botón del mando y oyó un chirrido metálico a su espalda, señal de que el mecanismo se había puesto en marcha. Miró por el espejo retrovisor y vio cómo la persiana metálica empezaba a subir lentamente.
Entonces llegó Daisy.
Tenía el rostro encendido a causa del esfuerzo y en sus ojos desorbitados había una expresión de puro odio. La nieve se había depositado en los pliegues de su chaqueta de piel. Se quedó un momento en el umbral, escrutando el garaje en penumbra. Luego sus ojos descubrieron una silueta en el asiento del conductor del Ferrari.
Craig pisó el embrague y puso la marcha atrás. Nunca le resultaba fácil, con la caja de seis velocidades del Ferrari. La palanca se resistió a obedecerle y los engranajes chirriaron hasta que, de pronto, algo pareció encajar.
Daisy cruzó el garaje a la carrera hasta la puerta del conductor. Su mano enguantada se cerró en torno al picaporte.
La puerta del garaje aún no estaba abierta del todo, pero Craig no podía esperar ni un segundo más. En el preciso instante en que Daisy abrió la puerta del coche, levantó el pie del embrague y pisó el acelerador.
El coche saltó hacia delante como si lo hubieran propulsado con una catapulta. El techo del vehículo golpeó el borde inferior de la puerta automática del garaje y se oyó un estruendo metálico. Sophie gritó de miedo.
El coche salió disparado como el corcho de una botella de champán. Craig pisó el freno. La máquina quitanieves había despejado la gruesa capa de nieve que había caído durante la noche, pero desde entonces había vuelto a nevar y el acceso de hormigón estaba resbaladizo. El Ferrari derrapó hacia atrás y se detuvo bruscamente al chocar con un banco de nieve.
Daisy salió del garaje. Craig la veía con claridad a la luz grisácea del alba. Parecía no saber muy bien qué hacer.
De pronto, se oyó una voz de mujer. Era el teléfono del coche.
-Tiene un mensaje nuevo.
Craig desplazó la palanca de cambios hasta lo que rezó para que fuera la primera marcha. Soltó el embrague y, para su alivio, los neumáticos encontraron agarre y el coche se movió hacia delante. Giró el volante, buscando la salida. Si tan solo pudiera llegar a la carretera, se largaría de allí con Sophie e iría en busca de ayuda.
Daisy debió de pensar lo mismo, pues hurgó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un arma.
-¡Agáchate! -gritó Craig-. ¡Va a dispararnos !
Mientras Daisy empuñaba el arma, Craig pisó el acelerador y dio un volantazo, desesperado por salir de allí.
Los neumáticos patinaron sobre el hormigón helado. Junto con el temor y el pánico, Craig experimentó la extraña sensación de haber vivido aquello antes. El coche había derrapado en aquel mismo lugar el día anterior, pero era como si hubieran pasado siglos. Intentó recuperar el control del vehículo, pero el suelo estaba aún más resbaladizo que la víspera tras una noche de nevada ininterrumpida y temperaturas bajo cero.
Giró en la dirección opuesta y por un momento los neumáticos recuperaron su adherencia, pero se le fue la mano con el volante. El coche patinó hacia el otro lado y giró sobre sí mismo. Sophie daba bandazos en el asiento del acompañante. Craig esperaba oír en cualquier momento el estruendo de un disparo, pero los segundos pasaban y nada ocurría. Lo único bueno de todo aquello, se dijo una parte de su aterrada mente, era que Daisy no podría apuntar a un vehículo que se movía de forma tan errática.
Milagrosamente, el coche se detuvo en medio de la carretera, de espaldas a la casa y encarado hacia el bosque. Era evidente que la máquina quitanieves había despejado los accesos. Tenía ante sí el camino hacia la libertad.
Craig pisó el acelerador, pero nada ocurrió. El coche se había calado.
Por el rabillo del ojo, vio cómo Daisy empuñaba el arma y apuntaba en su dirección.
Giró la llave en el contacto y el coche dio una brusca sacudida hacia delante. Se había olvidado de poner el punto muerto. Su error le salvó la vida, pues en ese preciso instante oyó el inconfundible estrépito de un disparo, ligeramente amortiguado por la mullida capa de nieve que todo lo cubría. Luego, una de las ventanillas traseras del coche se resquebrajó en mil pedazos. Sophie soltó un grito.
Craig puso el coche en punto muerto y volvió a girar la llave en el contacto. El gutural rugido del motor resonó en la nieve. Mientras pisaba el embrague y ponía la primera, vio a Daisy apuntando de nuevo en su dirección. Se agachó involuntariamente, y menos mal que lo hizo, pues esta vez fue su ventanilla la que quedó hecha añicos.
La bala atravesó el parabrisas, abriendo un pequeño agujero redondo en el mismo y haciendo que todo el cristal se resquebrajara. Ahora Craig no veía nada ante sí a no ser contornos borrosos de luz y sombra. No obstante, siguió pisando el acelerador e intentando no salirse de la calzada, consciente de que moriría si no se alejaba de Daisy y su pistola. Sophie estaba hecha un ovillo en el asiento del acompañante y se había tapado la cabeza con las manos.
Mirando de soslayo por el espejo retrovisor, Craig vio a Daisy corriendo detrás del coche. Se oyó otro disparo. El buzón de voz del teléfono seguía sonando:
-Stanley, soy Toni. Malas noticias: han entrado a robar en el laboratorio. Por favor, llámame al móvil en cuanto puedas.
Craig supuso que aquella gente debía de estar relacionada de algún modo con el asalto al laboratorio, pero no podía detenerse a pensar en eso. Intentó guiarse por lo poco que podía ver al otro lado del cristal hecho trizas, pero de nada sirvió. Al cabo de unos segundos, el coche se apartó de la calzada y Craig notó una repentina resistencia al avance. La forma de un árbol se perfiló en el parabrisas resquebrajado y Craig pisó el freno con todas sus fuerzas, pero era demasiado tarde, y el Ferrari se empotró contra el árbol con un estruendo ensordecedor.
Craig salió disparado hacia delante. Se golpeó la cabeza con el parabrisas, haciendo saltar esquirlas de cristal que se le clavaron en la frente. El volante se hundió en su pecho. Sophie también se había visto propulsada hacia delante, se había dado contra el salpicadero y había caído hacia atrás. Tenía el trasero en el suelo y los pies hacia arriba, pero soltaba toda clase de improperios y trataba de incorporarse, por lo que Craig supo que estaba bien.
El coche había vuelto a calarse.
Craig miró por el espejo retrovisor. Daisy estaba a diez metros de distancia del Ferrari, avanzando con paso firme por la nieve y empuñando la pistola con la mano enguantada. Craig tuvo la certeza instintiva de que solo se acercaba para poder disparar sin errar el tiro. Iba a matarlos a ambos.
Solo le quedaba una salida. Tenía que matarla.
Volvió a arrancar el coche. Daisy, que ahora estaba a tan solo cinco metros de distancia y se había situado justo detrás del coche, alzó el brazo que sostenía el arma. Craig puso la marcha atrás y cerró los ojos.
Oyó un disparo en el preciso instante en que pisó el acelerador. La luna trasera quedó hecha añicos. El coche arrancó bruscamente, derecho hacia Daisy. Se oyó un golpe seco, como si alguien hubiera dejado caer un saco de patatas en el maletero.
Craig levantó el pie del acelerador y el coche se detuvo. I ¿Dónde estaba Daisy? Apartó de un manotazo los cristales ro[tos del parabrisas y la vio. El impacto la había arrojado a un lado de la calzada, y yacía en el suelo con una pierna completamente torcida. Craig se la quedó mirando fijamente, horrorizado por lo que había hecho.
Entonces Daisy se movió.
-¡Dios, no! -gritó-. ¿Por qué no te mueres de una vez?
Daisy alargó uno de los brazos y recogió el arma, que había caído en la nieve.
Craig puso la primera marcha.
El buzón de voz dijo:
-Para borrar este mensaje, pulse «tres».
Daisy lo miró a los ojos y le apuntó con la pistola.
Craig soltó el embrague y pisó a fondo el acelerador.
Oyó el estruendo del disparo, amortiguado por el rugido del motor, pero no levantó el pie del acelerador. Daisy se arrastró hacia un lado, intentando apartarse de su trayectoria, pero Craig giró el volante en su dirección. Un instante antes del impacto vio su rostro, mirándolo con gesto aterrorizado, la boca abierta en un grito inaudible. El coche la golpeó con un ruido seco. Daisy desapareció debajo del curvilíneo morro del Ferrari. El chasis del coche se restregó contra una forma abultada. Craig se dio cuenta de que se iba derecho al mismo árbol con el que había chocado antes. Frenó, pero era demasiado tarde. Una vez más, el coche se empotró contra el grueso tronco.
El buzón de voz, que estaba explicando cómo guardar los mensajes recibidos, se interrumpió a media frase. Craig intentó arrancar el coche, pero fue en vano. Ni siquiera se oyó el clic del motor de arranque. Los mandos no funcionaban, y no había ninguna luz encendida en el salpicadero. Se había cargado el sistema eléctrico. No era de extrañar, teniendo en cuenta la cantidad de veces que lo había estrellado.
Pero eso significaba que no podía usar el teléfono.
¿Y dónde se había metido Daisy?
Craig se apeó del coche.
Sobre la calzada había un amasijo de carne blanca, reluciente sangre roja y jirones de cuero negro.
Daisy no se movía.
Sophie salió del coche y se acercó a Craig.
-Dios mío… ¿es ella?
Craig sintió ganas de devolver. No podía hablar, así que se limitó a asentir.
-¿Crees que está muerta? -preguntó Sophie en un susurro.
Craig volvió a asentir, y entonces las náuseas pudieron mas que él. Se apartó y vomitó sobre la nieve.
08.15
Kit tenía la terrible sensación de que todo se iba a pique.
Para tres delincuentes profesionales de la talla de Nigel, Elton y Daisy debería haber resultado fácil reunir a los miembros dispersos de una familia pacífica y respetuosa de la ley, pero las cosas iban de mal en peor. El pequeño Tom había arremetido contra Daisy en un ataque suicida, Ned había sorprendido a propios y extraños protegiendo a Tom con su propio cuerpo, y Sophie había aprovechado la confusión del momento para escapar. Y no había ni rastro de Toni Gallo.
Elton condujo a Ned y Tom hasta la cocina a punta de pistola. El primero sangraba de varias heridas en el rostro y el pequeño lloraba a lágrima viva, pero ambos caminaban con paso firme. Ned sostenía la mano de Tom.
Kit calculó cuántos seguían sueltos. Sophie se había escapado y Craig no debía andar muy lejos de ella. Caroline seguramente seguía durmiendo en el granero. Y luego estaba Toni Gallo. Cuatro personas, tres de ellas menores. No podían tardar mucho en apresarlas. Pero se les acababa el tiempo. Kit y la banda tenían menos de dos horas para llegar al aeródromo con el virus. Su cliente no esperaría demasiado. En cuanto se oliera que algo iba mal, se marcharía por temor a una encerrona.
Elton arrojó el móvil de Miranda sobre la mesa de la cocina.
-Lo he encontrado en un bolso, en el chalet -dijo- Este no parece tener móvil -añadió, refiriéndose a Ned.
El aparato aterrizó junto al frasco de perfume. Kit anhelaba el momento en que harían entrega de aquel frasco para no tener que volver a verlo nunca más y poder cobrar su recompensa.
Esperaba que las carreteras principales volvieran a estar transitables hacia el final del día. Tenía intención de ir en coche hasta Londres y alojarse en un pequeño hotel, pagando en efectivo. Pasaría allí un par de semanas sin dejarse ver demasiado y luego cogería un tren a París con cincuenta mil libras en el bolsillo. Desde allí emprendería sin prisas su viaje por Europa, cambiando pequeñas cantidades de dinero a medida que lo fuera necesitando hasta llegar a Lucca.
Pero antes tenían que reducir y apresar a todos los ocupantes de Steepfall con el fin de retrasar al máximo el inicio de la persecución, y eso no estaba resultando nada fácil.
Elton ordenó a Ned que se tendiera en el suelo y luego lo ató de pies y manos. Este guardaba silencio pero no perdía detalle de cuanto ocurría. Nigel se encargó de atar a Tom, que seguía lloriqueando. Cuando Elton abrió la puerta de la despensa para encerrarlos dentro, Kit se sorprendió al ver que los prisioneros se las habían arreglado para quitarse las mordazas.
Olga fue la primera en hablar.
-Por favor, dejad salir a Hugo -suplicó-. Está malherido y muy frío. Tengo miedo de que se muera. Solo os pido que lo dejéis acostado en el suelo de la cocina, en la parte más caliente.
Kit movió la cabeza de un lado al otro en señal de asombro. La lealtad de Olga a su infiel marido era algo que nunca alcanzaría a entender.
-Si no se hubiera liado a puñetazos conmigo, esto no le habría pasado -replicó Nigel.
Elton empujó a Ned y Tom al interior de la despensa, con los demás.
-¡Por favor, te lo ruego! -insistió Olga.
Elton cerró la puerta.
Kit trató de alejar a Hugo de sus pensamientos.
-Tenemos que encontrar a Toni Gallo, es la más peligrosa de todos.
-¿Dónde crees que puede estar?
-Veamos… no está en la casa, ni en el chalet de invitados, porque Elton acaba de mirar allí, y no puede estar en el garaje porque Daisy la habría encontrado. O bien está a la intemperie, en cuyo caso no aguantará mucho tiempo sin su chaqueta, o bien en el granero.
-Muy bien -dijo Elton-. Yo iré al granero.
* * *
Toni estaba mirando por la ventana del granero.
Había logrado identificar a tres de las cuatro personas que habían asaltado el Kremlin. Una de ellas era Kit, por supuesto. El debía de ser el cerebro de la operación, el que había dicho a los demás cómo burlar el sistema de seguridad. Luego estaba la mujer a la que Kit había llamado Daisy, lo que sonaba a apodo irónico teniendo en cuenta que su aspecto habría asustado a un vampiro. Escasos minutos antes, en el preludio al altercado del patio, Daisy se había referido al joven negro como Elton, lo que tanto podía ser un nombre de pila como un apellido. Toni aún no había visto al cuarto miembro de la banda, pero sabía que respondía al nombre de Nigel porque Kit lo había llamado a gritos desde el vestíbulo.
Sus sentimientos se dividían entre el temor y la satisfacción. Temor porque era evidente que se enfrentaba a delincuentes profesionales que no dudarían en matarla si les convenía y porque tenían el virus en su poder. Satisfacción porque ella también era dura de roer, y ahora tenía la posibilidad de redimirse echándoles el guante.
Pero ¿cómo? El mejor plan habría sido pedir ayuda, pero no disponía de teléfono ni coche. Las líneas telefónicas de la casa no funcionaban, lo que probablemente era cosa de la banda, y seguro que también habían requisado todos los móviles que habían encontrado. ¿Y qué pasaba con los coches? Toni había visto dos aparcados delante de la casa, y debía de haber por lo menos uno más en el garaje, pero no tenía ni idea de dónde podían estar las llaves.
Eso significaba que tenía que atrapar a los ladrones por sus propios medios.
Repasó la escena que había presenciado en el patio. Daisy y Elton estaban reuniendo a los miembros de la familia pero Sophie, la adolescente díscola, había escapado, y Daisy había ido tras ella. Toni había oído ruidos distantes -el motor de un coche, cristales rotos y disparos- que parecían venir de más allá del garaje, pero no podía ver lo que estaba pasando y temía descubrirse si salía a investigar. Como se dejara coger, todo estaría perdido.
Se preguntó si quedaría alguien más en libertad. Los ladrones debían de tener prisa por marcharse, pues se habían citado con el cliente a las diez, pero antes de partir querrían tenerlos a todos bajo control para asegurarse de que nadie llamaría a la policía antes de tiempo. Quizá empezaran a dejarse llevar por el pánico y a cometer errores.
Toni deseó ardientemente que así fuera. Sus posibilidades de salir airosa de aquel trance eran casi nulas. No podía enfrentarse a los cuatro ladrones a la vez. Tres de ellos iban armados, según Steve con pistolas automáticas de trece balas. Su única esperanza era dejarlos fuera de juego uno a uno.
¿Por dónde empezar? En algún momento tendría que entrar en la casa principal. Afortunadamente conocía su distribución, porque justo el día anterior Stanley la había invitado a ver la casa. Pero no sabía en qué habitaciones estaban todos, y no le hacía ninguna gracia efectuar un registro a ciegas. Necesitaba desesperadamente más información.
Mientras se devanaba los sesos, perdió la oportunidad de tomar la iniciativa. Elton salió de la casa y cruzó el patio en dirección al granero.
Era más joven que ella -no le echó más de veinticinco años- y de complexión alta y robusta. Con la mano derecha sostenía una pistola que apuntaba al suelo. Toni había aprendido técnicas de combate cuerpo a cuerpo, pero sabía que Elton sería un adversario temible, incluso desarmado. Tenía que evitar a toda costa un enfrentamiento directo.
Presa del miedo, se preguntó si podría esconderse. Miró a su alrededor, pero no descubrió ningún rincón propicio. Tampoco habría tenido mucho sentido ocultarse. Lo que debía hacer era enfrentarse a la banda, pensó con amargura, y cuanto antes mejor. Elton venía a por ella solo, seguramente convencido de que no necesitaba la ayuda de nadie para vérselas con [una mujer. Quizá lo lamentara.
Por desgracia, Toni no tenía ningún arma. Disponía de pocos segundos para encontrar una. Estudió apresuradamente los objetos que la rodeaban. Consideró la posibilidad de empuñar un taco de billar, pero era demasiado ligero. Un golpe con el taco dolería horrores pero no bastaba para dejar inconsciente a un hombre, ni tan siquiera para hacerle perder el equilibrio.
Las bolas de billar, en cambio, eran mucho más peligrosas: macizas y duras. Se metió dos en los bolsillos de los vaqueros.
Deseó tener una pistola.
Levantó la vista hasta el pajar. La altura siempre era una ventaja. Subió a toda prisa por la escalera de mano. Caroline seguía durmiendo a pierna suelta. En el suelo, entre las dos camas, había una maleta abierta, y sobre la ropa apilada en su interior descansaba una bolsa de plástico. Junto a la maleta había una jaula con ratones blancos.
La puerta del granero se abrió y Toni se lanzó de bruces al suelo. Se oyó un murmullo, como si alguien buscara algo a tientas, y luego se encendieron las luces. Toni no alcanzaba a ver la planta de abajo, así que no sabía exactamente dónde estaba Elton, pero él tampoco podía verla a ella, y contaba con la ventaja de saber que él estaba allí.
Aguzó el oído, tratando de distinguir el sonido de aquellos pasos por encima de los latidos de su propio corazón. Entonces oyó un ruido extraño que solo acertó a reconocer al cabo de unos instantes: Elton estaba volcando las camas plegables por si alguien -uno de los chicos, quizá- se había escondido debajo. Luego abrió la puerta del cuarto de baño. No había nadie dentro, Toni ya lo había comprobado.
No quedaba ningún sitio por registrar excepto el altillo. Elton subiría de un momento a otro. ¿Qué podía hacer?
Los desagradables chillidos de los ratones le dieron una idea. Todavía acostada boca abajo, cogió la bolsa de plástico de la maleta abierta y la vació de su contenido, un paquete envuelto en papel de regalo en el que alguien había escrito: «Para papá con cariño. Feliz Navidad. Sophie». Volvió a dejar el regalo sobre la pila de ropa y abrió la jaula de los ratones.
Con delicadeza, cogió los roedores uno a uno y los introdujo en la bolsa de plástico. Eran cinco en total.
Notó que el suelo se estremecía y supo que Elton había empezado a subir la escalera.
Era ahora o nunca. Alargó los brazos hacia delante y vació la bolsa de los ratones desde lo alto de la escalera de mano.
Elton soltó un alarido, entre asustado y asqueado, en el instante en que cinco ratones vivos aterrizaron sobre su cabeza. Sus gritos despertaron a Caroline, que se incorporó en la cama chillando.
Se oyó un estrépito. Elton había perdido el equilibrio y se había caído al suelo.
Toni se levantó de un brinco y miró hacia abajo. Había caído de espaldas. No parecía gravemente herido pero gritaba, presa del pánico, al tiempo que intentaba sacudirse los ratones de encima con frenéticos aspavientos. Los ratones, a su vez, estaban tan asustados como él y trataban desesperadamente de aferrarse a algo.
Toni no alcanzaba a ver su pistola.
Dudó una fracción de segundo, pero luego saltó desde lo alto del antiguo pajar.
Aterrizó con ambos pies sobre el pecho de Elton, que soltó un involuntario gruñido al quedarse sin aire en los pulmones. Toni cayó como una gimnasta, rodando hacia delante, pero aun así el impacto le hizo daño en las piernas.
Desde arriba, se oyó un grito:
-¡Mis niños!
Al mirar hacia arriba, vio a Caroline en lo alto de la escalera de mano, luciendo un pijama azul lavanda con un estampado de ositos de peluche amarillos. Toni estaba segura de que había aplastado a una o dos de sus mascotas en el aterrizaje, pero no había ni rastro de los ratones, por lo que dedujo que habían escapado ilesos.
Toni se levantó apresuradamente. No podía perder la escasa ventaja que había logrado. Notó una punzada de dolor en uno de los tobillos, pero no le hizo caso.
¿Dónde estaba la pistola? Seguro que la había dejado caer.
Elton estaba herido, pero quizá no inmovilizado. Toni hurgó en el bolsillo de los vaqueros en busca de una bola de billar, pero esta se le escapó entre los dedos mientras intentaba sacarla. Experimentó unos instantes de puro terror, junto con la sensación de que su cuerpo se negaba a obedecer al cerebro y de que estaba a merced de su enemigo. Decidió usar ambas manos, una para empujar la bola desde fuera y la otra para cogerla en cuanto asomara por la costura del bolsillo.
Aquellos segundos de demora habían permitido a Elton recuperarse del susto de los ratones. Cuando Toni alzó el brazo derecho para coger impulso, él se alejó rodando en el suelo. En lugar de arrojarle la bola a la cabeza con la esperanza de dejarlo inconsciente, Toni se vio obligada a cambiar de idea en el último momento y lanzarla casi a ciegas.
No fue un lanzamiento enérgico, y en algún rincón de su mente Toni oyó la voz de Frank, diciéndole en tono burlón: «No sabrías lanzar una pelota como Dios manda aunque te fuera la vida en ello». Ahora le iba realmente la vida de ello, y Frank tenía razón: había sido ridículo. Dio en el blanco, y se oyó un ruido seco cuando la bola de billar golpeó el cráneo de Elton haciéndole chillar de dolor, pero este no perdió el conocimiento, ni mucho menos. Se puso de rodillas al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza y se levantó con dificultad.
Toni empezó a sacar la segunda bola.
Elton miraba el suelo a su alrededor, buscando la pistola con aire aturdido.
Caroline había bajado hasta la mitad de la escalera y en aquel preciso instante decidió saltar al suelo. Se agachó y cogió un ratón que se había escondido detrás de una de las patas de la mesa de billar. Cuando se volvió para coger a otro de sus ratones, se dio de bruces con Elton, que la tomó por Toni y le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caroline cayó al suelo, pero él también se hizo daño, pues Toni vio cómo torcía el gesto en una mueca de dolor y se abrazaba el pecho con los dos brazos. Supuso que le había roto algunas costillas al saltar sobre él.
Algo había llamado la atención de Toni cuando Caroline se había metido debajo de la mesa de billar para coger a su mascota. Volvió a mirar en aquella dirección y vio la silueta gris mate de una pistola recortada contra la madera oscura del suelo.
Elton también la había visto. Se arrodilló para cogerla.
Toni apretó la bola de billar entre sus dedos.
En el instante en que él se agachó, levantó el brazo bien por encima de la cabeza y arrojó la bola con todas sus fuerzas. Le dio de lleno en la nuca. Elton se desplomó en el suelo, inconsciente.
Toni se cayó de rodillas, física y emocionalmente exhausta. Cerró los ojos un momento, pero tenía demasiadas cosas que hacer para permitirse el lujo de descansar. Cogió la pistola. Steve tenía razón, era una Browning automática de las que el ejército británico repartía a las denominadas fuerzas especiales para misiones clandestinas. Tenía el seguro en el lado izquierdo, por detrás de la empuñadura. Lo puso y luego se metió la pistola en la cintura, por dentro de los vaqueros.
Desenchufó la televisión, arrancó el cable del aparato y lo usó para atar las manos de Elton a la espalda.
Luego le registró los bolsillos en busca de un móvil pero, para su decepción, no llevaba ninguno encima.
08.30
Craig tardó un buen rato en reunir el valor suficiente para volver a mirar la silueta inmóvil de Daisy.
La mera visión de su cuerpo destrozado, aun a cierta distancia, le producía arcadas. Cuando ya lo había sacado todo fuera, intentó enjuagarse la boca con puñados de nieve fresca. Entonces Sophie se acercó a él y le rodeó la cintura con los brazos. Craig la abrazó, dando la espalda a Daisy. Permanecieron así hasta que se le pasaron las náuseas y se sintió con fuerzas para darse la vuelta y comprobar lo que había hecho.
-¿Qué hacemos ahora? -preguntó Sophie. Craig tragó en seco. Aquello aún no había terminado. Daisy era solo una de tres, y además estaba su tío Kit. -Será mejor que cojamos su pistola -dijo él. A juzgar por la expresión de Sophie, la idea no le hacía ninguna gracia.
-¿Sabes usarla? -preguntó.
-No puede ser muy difícil.
Sophie parecía contrariada, pero se limitó a decir: -Como quieras.
Craig se lo pensó unos segundos más. Luego cogió la mano de Sophie y se acercaron juntos al cuerpo postrado de Daisy.
Estaba boca abajo, con ambos brazos debajo del cuerpo. Por más que hubiera intentado matarlo, Craig no soportaba verla en semejante estado. Las extremidades inferiores eran lo peor. Los pantalones de piel habían quedado hechos jirones. Una de las piernas se presentaba torcida en un ángulo inverosímil y la otra tenía un corte profundo que sangraba profusamente. Al parecer, la chaqueta de piel le había protegido los brazos y el tronco, pero su cráneo rapado estaba bañado en sangre. No se le veía el rostro, enterrado en la nieve.
Se detuvieron a unos dos metros de distancia.
-No veo la pistola -dijo Craig-. Debe estar debajo del cuerpo.
Se acercaron un poco más.
-Nunca he visto a un muerto -observó Sophie.
-Yo vi a mamma Marta en el velatorio.
-Quiero verle la cara.
Sophie soltó la mano de Craig, se apoyó sobre una rodilla y alargó el brazo hacia el cuerpo ensangrentado.
Rápida como una serpiente, Daisy levantó la cabeza, apresó la muñeca de Sophie y sacó de debajo del cuerpo la mano derecha, con la que empuñaba la pistola. Sophie chilló, aterrada.
Craig se sintió como si lo hubiera alcanzado un rayo. -"Joder! -gritó, y saltó hacia atrás. Daisy pegó la boca de la pequeña pistola gris a la suave piel del cuello de Sophie.
-¡Quieto ahí, chico! -gritó. Craig frenó en seco.
Daisy daba la impresión de llevar puesta una gorra de sangre. Una de las orejas se le había desgajado casi por completo de la cabeza, y colgaba grotescamente de un fino jirón de piel, pero su rostro seguía intacto y exhibía una expresión de puro odio.
-Con lo que me has hecho, debería pegarle un tiro en el vientre y dejar que vieras cómo se desangraba hasta morirse, chillando de dolor.
Craig se estremeció.
-Pero necesito tu ayuda -prosiguió Daisy-. Si quieres salvar la vida de tu novia, harás todo lo que te diga sin pestañear Como vea que dudas una fracción de segundo, me la cargo.
Craig supo que la amenaza iba en serio.
-Ven aquí -ordenó.
No tenía elección. Se acercó a Daisy.
-Arrodíllate.
Obedeció.
Daisy volvió su mirada cargada de odio hacia Sophie.
-Y ahora, pequeña zorra, voy a soltarte el brazo, pero ni se te ocurra alejarte, o te meteré una bala en el cuerpo. Ganas no me faltan, créeme. -Soltó el brazo de Sophie, que hasta entonces había sujetado con la mano izquierda, pero siguió presionando el cañón de la pistola contra la piel de su cuello. Luego pasó el brazo izquierdo por encima de los hombros de Craig-. Cógeme la muñeca, chico.
Craig sujetó la muñeca de Daisy, que colgaba por encima de su hombro.
-Tú, niñata, ven y ponte debajo de mi brazo derecho.
Sophie cambió de postura lentamente y Daisy pasó el brazo derecho por encima de sus hombros, sin dejar de apuntarle a la cabeza.
-Ahora quiero que me levantéis del suelo y me llevéis hasta la casa. Pero con cuidadito. Creo que me he roto una pierna. Si me zarandeáis puede que me duela, y si me retuerzo de dolor puede que apriete el gatillo sin querer. Así que… despacito y buena letra. ¡Arriba!
Craig asió con más fuerza la muñeca de Daisy y se incorporó lentamente. Para aligerarle la carga a Sophie, rodeó la cintura de Daisy con el brazo derecho. Poco a poco, se levantaron los tres.
Daisy respiraba con dificultad a causa del dolor, y estaba pálida como la nieve que cubría el suelo a su alrededor. Pero cuando Craig la miró de reojo se topó con sus ojos, observándolo fijamente.
Una vez que lograron incorporarse, Daisy ordenó:
-Adelante, despacito.
Craig y Sophie echaron a andar sosteniendo entre ambos a Daisy, que iba arrastrando las piernas.
-Apuesto a que os habéis pasado la noche escondidos en algún sitio -insinuó-. Qué os traíais entre manos, ¿eh?
Craig no contestó. No podía creer que desperdiciara el aliento metiéndose con ellos.
-Dime, machote -insistió en tono socarrón-, le has metido el dedo en el coñito, ¿verdad? ¿Eh, cabroncete? Apuesto a que sí.
Oyéndola hablar de aquella manera, Craig sintió vergüenza de sus propios sentimientos. Daisy había logrado mancillar una experiencia preciosa con la que ambos habían disfrutado sin la menor sombra de culpa. La detestó por estropearle el recuerdo. Lo que más deseaba en el mundo era dejarla caer al suelo, pero estaba seguro de que apretaría el gatillo si lo hacía.
-Esperad -ordenó Daisy-. Parad un momento.
Se detuvieron, y Daisy apoyó parte de su peso en la pierna izquierda, la que no estaba torcida.
Craig observó su rostro demacrado. Los ojos tiznados de negro se habían cerrado de dolor.
-Descansaremos aquí un ratito y luego seguiremos -anunció.
* * *
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