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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 8)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-Los teléfonos móviles pueden alterar el funcionamiento de los aparatos electrónicos existentes en el laboratorio -dijo Toni, lo bastante alto para que se la escuchara al otro lado de la línea-, por lo que su uso está prohibido. -Lo que acababa de decir no era cierto, pero serviría como pretexto-. Haga el favor de desconectarlo.

Carl Osborne se apartó de Toni y exclamó a voz en grito:

-¡Déjame en paz!

Toni hizo una seña a Steve, que le arrebató el aparato de las manos y lo apagó.

-¡No puedes hacerme esto! -protestó Carl.

-Por supuesto que puedo. Eres un invitado, y yo estoy al frente de la seguridad.

-Y una mierda. La seguridad no tiene nada que ver con esto.

-Piensa lo que quieras, pero aquí las reglas las dicto yo.

-Me iré afuera a hablar por teléfono.

-Te morirás de frío.

-No puedes impedir que me vaya.

Toni se encogió de hombros.

-En eso tienes razón. Pero no pienso devolverte el móvil.

-Me lo robas.

-Lo confisco por motivos de seguridad. Te lo enviaremos por correo.

-Encontraré una cabina.

-Que tengas suerte.

No había ningún teléfono público en diez kilómetros a la redonda.

Carl se puso el abrigo y salió. Toni y Steve lo observaban por las ventanas. Se metió en el coche y arrancó el motor. Luego volvió a salir y barrió con las manos la capa de varios centímetros de nieve que cubría el parabrisas. Los limpiaparabrisas empezaron a funcionar. Carl se subió al coche y arrancó.

-Se ha olvidado del perro -observó Steve.

La ventisca había remitido ligeramente. Toni masculló una maldición. No podía creer que el tiempo fuera a mejorar justo cuando no debía hacerlo.

A medida que el Jaguar remontaba la cuesta, la pila de nieve que iba arrastrando le dificultaba el avance. Se detuvo a unos cien metros de la verja.

Steve sonrió.

-Ya decía yo que no podía llegar muy lejos.

La luz de la cabina se incendió frunció el ceño, preocupada.

-A lo mejor piensa quedarse ahí encerrado -aventuró Steve-, con el motor en marcha y la calefacción a todo gas hasta que se le acabe la gasolina.

Toni miró hacia fuera con ojos escrutadores, intentando ver a través de la nieve.

-¿Qué demonios hace? -se preguntó Steve-. Parece que esté hablando solo.

Toni comprendió lo que estaba pasando, y el corazón le dio un vuelco en el pecho.

-Mierda -dijo-. Está hablando, pero no solo.

-¿Qué?

-Tiene otro teléfono en el coche. Es un periodista, debe de llevar un equipo de repuesto. Joder, tenía que haberlo sabido.

-¿Quieres que salga y se lo quite de las manos?

-Demasiado tarde. Para cuando lo alcanzaras, ya habría dicho lo suficiente. Maldita sea. -Todo se le volvía en contra. Sintió ganas de rendirse, dar la espalda a todo aquello, buscar una habitación a oscuras y acostarse con los ojos cerrados. Pero no lo hizo, sino que procuró tranquilizarse-. Cuando vuelva a entrar, sal sin que te vea y mira a ver si ha dejado las llaves puestas. Si es así, sácalas. Por lo menos no podrá volver a usar el teléfono.

-De acuerdo.

El móvil de Toni empezó a sonar.

-Toni Gallo -contestó.

-Soy Odette.

Sonaba algo alterada.

-¿Qué ha pasado?

-Acabo de hablar con los de inteligencia. Un grupo terrorista que se hace llamar Cimitarra ha estado intentando comprar el Madoba-2.

-¿Cimitarra? ¿Es un grupo árabe?

-Eso parece, aunque no estamos seguros. Puede que hayan elegido ese nombre para despistar. Pero creemos que tus ladrones trabajan para ellos.

-Dios santo. ¿Sabes algo más?

-Piensan liberarlo mañana, aprovechando que es festivo, en algún lugar público de Gran Bretaña.

Toni reprimió un grito. Odette y ella habían comentado aquella posibilidad, pero saber que se confirmaba le ponía los pelos de punta. Los británicos solían pasar el día de Navidad en casa, y el 26 de diciembre, más conocido como Boxing Day, aprovechaban para salir a pasear. En todo el país, familias enteras se echarían a la calle para ir a un partido de fútbol, una carrera de caballos, al cine, al teatro o a la bolera. Muchos cogerían un avión para irse a esquiar o a pasar unos días en alguna playa del Caribe. Las posibilidades eran infinitas.

-Pero ¿dónde? -inquirió Toni-. ¿En qué lugar público?

-No lo sabemos. Así que no nos queda otra que detener a esos ladrones. La policía local se dirige hacia ahí con una máquina quitanieves.

-¡Eso es genial!

Toni empezó a sentirse más animada. Si lograban atrapar a los ladrones, todo cambiaría. No solo podrían recuperar el virus y evitar el peligro anunciado, sino que Oxenford Medical no quedaría tan mal en la prensa, y Stanley se salvaría. Odette prosiguió:

-También he puesto sobre aviso a la policía de las localidades vecinas, y he informado a Glasgow. Pero creo que las operaciones se dirigirán desde Inverburn. El tipo que está al frente de la jefatura de policía se llama Frank Hackett. El nombre me resulta familiar… no será tu ex, ¿verdad?

-Pues sí. Ahí está el problema. Le gusta llevarme la contraria.

-Creo que te vas a encontrar con un hombre muy cambiado. Ha recibido una llamada personal del canciller del ducado de Lancaster. Ya sé que suena cómico, pero es la persona que está al frente de la secretaría de Estado de Interior, lo que significa que es el mandamás de la lucha antiterrorista. Tu ex habrá saltado de la cama como si estuviera en llamas.

-Que no te dé lástima, no se lo merece.

-Después ha tenido una charla con mi jefe, otra experiencia de las que no se olvidan fácilmente. Ahora mismo el pobre desgraciado va camino de Oxenford Medical en una máquina quitanieves.

-Preferiría la máquina quitanieves a secas.

-Lo ha pasado mal, pórtate bien con él.

-Sí, claro… -repuso Toni.

03.45

Daisy temblaba tanto que apenas podía sujetar la escalera de mano. Elton escaló los travesaños, sosteniendo unas tijeras de podar en una de sus manos heladas. Las luces de la fachada relucían a través de un cedazo de nieve. Kit los observaba desde la puerta del garaje. Le castañeteaban los dientes. Nigel estaba en el interior del garaje, abrazado al maletín de piel granate.

Habían apoyado la escalera de mano contra uno de los muros laterales de la casa principal. Los cables de teléfono salían al exterior por una esquina y discurrían paralelos al tejado hasta llegar al garaje. Kit sabía que desde allí conectaban con un tubo subterráneo que iba hasta la carretera principal. Cortar los cables dejaría a toda la propiedad sin línea telefónica. Era solo una precaución, pero Nigel había insistido en que se hiciera, y Kit había encontrado la escalera de mano y las tijeras de podar en el garaje.

Tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla. Sabía que el trabajo de aquella noche implicaba algún peligro, pero jamas se le habría pasado por la cabeza que acabaría plantado delante de la casa de su padre mientras un matón a sueldo cortaba los cables de teléfono y el jefe de la cuadrilla se abrazaba a un maletín en cuyo interior había un virus capaz de matarlos a todos.

Elton despegó la mano izquierda de la escalera, buscó un punto de equilibrio y sujetó las tijeras de podar con ambas manos. Se inclinó hacia delante, apresó el cable entre las hojas de las tijeras, las cerró con fuerza… y las dejó. Estas aterrizaron boca abajo en la nieve, a escasos centímetros de Daisy, que soltó un grito.

-¡Chsss! -susurró Kit.

-¡Podía haberme matado! -protestó Daisy.

-¡Vais a despertar a todo el mundo!

Elton bajó la escalera, recogió las tijeras de podar y volvió a subir.

Tenían que ir hasta el chalet de Luke y Lori para coger el todoterreno, pero Kit sabía que no podrían marcharse enseguida. Estaban al borde del agotamiento, y lo que era peor, no estaba seguro de saber encontrar la casa de Luke. Casi se había perdido para llegar a Steepfall. La nieve seguía cayendo con fuerza. Si intentaban seguir adelante sin antes reponer fuerzas, se perderían o morirían de frío, o ambas cosas. Tenían que esperar a que amainara la tormenta, o que la luz del día les permitiera orientarse, y para asegurarse de que nadie descubría su paradero habían decidido cortar la línea telefónica.

Al segundo intento, Elton logró cortar el cable. Mientras bajaba la escalera, Kit recogió los trozos de cable suelto, los enrolló y los dejó apoyados contra la pared del garaje, donde resultaban menos visibles.

Elton llevó la escalera de mano hasta el garaje y la dejó caer con estruendo en el suelo de hormigón.

-¡Procura no hacer tanto ruido! -le reconvino Kit. Nigel miraba las paredes de piedra desnuda del establo convertido en garaje.

-No podemos quedarnos aquí.

-Mejor aquí que ahí fuera -repuso Kit.

-Estamos destemplados y mojados, y aquí no hay calefacción. Nos moriremos de frío.

-Tienes razón -asintió Elton.

-Pondremos en marcha los motores de los coches -sugirió Kit-. Eso caldeará el ambiente.

-No seas imbécil -replicó Elton-. El monóxido de carbono nos mataría antes de que pudiéramos entrar en calor

-Podríamos sacar el Ford afuera y esperar dentro.

-Y una mierda -protestó Daisy-. Yo lo que necesito es una taza de té, algo de comida caliente y una copa. Voy a entrar en la casa.

-¡No!

La idea de dejar entrar a aquellos tres en la casa familiar le producía auténtico pavor. Sería como llevarse a casa a una jauría de perros rabiosos. ¿Y qué pasaba con el maletín y su virulento contenido? ¿Cómo iba a dejar que entraran con algo así en la cocina?

-Estoy con Daisy -terció Elton-. Entremos en la casa.

Kit lamentó amargamente haberles dicho cómo cortar las líneas telefónicas.

-Pero ¿qué digo yo si nos sorprenden?

-Estarán todos durmiendo.

-¿Y si sigue nevando cuando se levanten?

Nigel intervino:

-Dirás lo siguiente: no nos conoces de nada. Nos has encontrado en la carretera. Nuestro coche se ha quedado atrapado en la nieve a un par de kilómetros de aquí. Al vernos, te has compadecido de nosotros y nos has traído hasta aquí.

-¡Se supone que no he salido de la casa!

-Di que te fuiste a tomar una copa.

-O que habías quedado con una chica -sugirió Elton.

-¿Cuántos añitos tienes, por cierto? -le espetó Daisy- ¿Todavía le pides permiso a papá para salir por la noche?

Kit no soportaba que una energúmena como Daisy lo tratara con aires de superioridad.

-Se trata de buscar una excusa creíble, imbécil. ¿Quien sería tan estúpido para salir en plena ventisca y hacer un montón de kilómetros solo para tomarse una copa con la cantidad de alcohol que hay en la casa?

-Alguien lo bastante estúpido para perder un cuarto de millón al blackjack -replicó Daisy.

-Ya se te ocurrirá algo, Kit -dijo Nigel-.Vámonos dentro antes de que se nos caigan los putos dedos de los pies.

-Habéis dejado los disfraces en la furgoneta. Mi familia os verá tal como sois.

-Da igual. Solo somos tres desventurados automovilistas que se han quedado atrapados en la nieve. Habrá cientos como nosotros, saldrá en las noticias. Tu familia no tiene por qué relacionarnos con los ladrones que han entrado a robar en el laboratorio.

-No me gusta -insistió Kit. Le daba miedo plantar cara a un grupo de delincuentes habituales, pero estaba lo bastante desesperado para hacerlo-. No quiero que entréis en la casa.

-Nadie te ha pedido permiso -replicó Nigel con gesto desdeñoso-. Si no nos dices cómo entrar, lo averiguaremos por nuestra cuenta.

Lo que aquellos tres no entendían, pensó Kit al borde de la desesperación, era que en su familia nadie se chupaba el dedo. Nigel, Elton y Daisy lo tendrían difícil para engañarlos.

-No parecéis un grupo de inocentes ciudadanos que se han quedado atrapados en la nieve.

-¿Qué quieres decir? -inquirió Nigel.

-No respondéis precisamente al perfil de la típica familia escocesa -contestó Kit-.Tú eres londinense, Elton es negro y Daisy es una psicópata. No sé, pero puede que mis hermanas sospechen algo.

-Nos portaremos bien y no diremos gran cosa.

-Mejor sería que no abrierais la boca en absoluto. Os lo advierto: a la menor señal de violencia, se acabó lo que se daba.

-Por supuesto. Queremos que piensen que somos inofensivos.

-Sobre todo Daisy. -Kit se volvió hacia ella-. Las manos quietas.

Nigel apoyó a Kit.

-Sí, Daisy. Procura no descubrir el pastel. Compórtate como una chica normal, aunque solo sea durante un par d horas, ¿vale?

-Que sí, que sí… -rezongó Daisy, y se dio la vuelta.

Kit comprendió que, en algún momento de la conversación que no sabría concretar, había acabado sometiéndose a los deseos de los demás.

-Mierda -masculló-. Recordad que me necesitáis para encontrar el todoterreno. Si le tocáis un pelo a alguien de mi familia, ya os podéis olvidar de mí.

Con la sensación fatalista de que no podía evitar buscarse su propia perdición, Kit rodeó la casa y los guió hasta la puerta trasera, que como siempre estaba abierta.

-No pasa nada, Nellie, soy yo -dijo, para que la perra no ladrara.

Cuando entró en el recibidor de las botas, el aire caliente lo envolvió como una bendición. A su espalda, Elton exclamó:

-¡Dios, qué bien se está aquí!

Kit se dio la vuelta y dijo entre dientes:

-¡Haced el favor de no levantar la voz! -Se sentía como un maestro de escuela intentando controlar a un grupo de niños revoltosos en un museo-. ¿No entendéis que cuanto más tarden en despertarse, mejor para nosotros? -Los guió hasta la cocina- Pórtate bien, Nelly -dijo en voz baja-. Son amigos.

Nigel acarició a Nellie, y la perra movió la cola. Se quitaron las chaquetas mojadas. Nigel dejó el maletín sobre la mesa de la cocina y dijo:

-Ve calentando agua para el té, Kit.

El interpelado dejó el portátil en la mesa y encendió el pequeño aparato de televisión que había sobre la encimera. Buscó una cadena de noticias y luego llenó la tetera de agua.

Una atractiva presentadora dijo:

_-A causa de un cambio inesperado en la dirección del viento, la ventisca ha sorprendido a la mayor parte de la población escocesa.

-Y que lo jures -observó Daisy.

La presentadora hablaba en un tono seductor, como si estuviera invitando al telespectador a subir a su piso para tomar una última copa.

-En algunas zonas, han caído más de treinta centímetros de nieve en tan solo doce horas.

-¡No me digas! -replicó Elton.

Se estaban relajando, comprobó Kit con inquietud. Él, en cambio, se sentía incluso más tenso que antes.

La presentadora informó de varios accidentes de tráfico, carreteras bloqueadas y vehículos abandonados.

-¿Y a mí qué me importa todo eso? -explotó Kit en tono airado-. ¿Cuándo se acaba la puta tormenta?

-Prepara el té, Kit -sugirió Nigel.

Kit sacó tazas, un azucarero y una jarra de leche. Nigel, Daisy y Elton se reunieron en torno a la mesa de pino macizo, tal como lo haría una familia de verdad. El agua rompió a hervir. Kit preparó té y café.

La presentadora de televisión cedió paso a un meteorólogo, cuya imagen apareció montada sobre un mapa de isobaras. Todos guardaron silencio.

-Mañana por la mañana la tormenta habrá desaparecido tan repentinamente como empezó -anunció el meteorólogo.

-¡Bien! -exclamó Nigel, exultante.

-El deshielo empezará antes de mediodía.

-¡Podrías ser un poco más preciso! -replicó Nigel, al borde de la exasperación-. ¿A qué hora de la mañana?

-Aún podemos conseguirlo -dijo Elton. Vertió té en su taza y le añadió leche y azúcar. Kit compartía su optimismo.

-Deberíamos salir al alba -advirtió. La promesa de poder distinguir claramente el camino le había dado nuevos bríos

-Solo espero que lleguemos a tiempo -apuntó Nigel.

Elton bebió un sorbo de té.

-Qué bien sienta esto, por Dios. Ahora sé cómo debió sentirse Lázaro al resucitar de entre los muertos.

Daisy se levantó. Abrió la puerta que daba al comedor y escudriñó la estancia en penumbra. -¿Qué hay aquí? -preguntó.

-¿Adonde crees que vas? -replicó Kit.

-No pienso beberme el té a secas.

Daisy encendió la luz y pasó al comedor. Segundos más tarde soltó una exclamación exultante y Kit la oyó abriendo el mueble bar.

Fue entonces cuando Stanley entró en la cocina desde el vestíbulo, ataviado con su pijama gris y una bata de cachemira negra.

-Buenos días -dijo-. ¿Qué pasa aquí?

-Hola, papá -respondió Kit-. Te lo puedo explicar.

Daisy volvió del comedor sosteniendo una botella de Glenmorangie con una de sus manos enguantadas.

Stanley arqueó las cejas al verla.

-¿Le apetece una copa? -preguntó.

-No, gracias -contestó Daisy-.Tengo una botella entera.

04.15

Toni llamó a Stanley a su casa tan pronto como encontró un momento libre. No podía hacer nada para remediar la situación, pero al menos estaría al tanto de lo ocurrido. Lo último que quería Toni era que se enterara del robo por las noticias.

Temía aquella conversación. Debía confesarse responsable de una calamidad que podía arruinar su vida. ¿Cómo no iban a cambiar sus sentimientos hacia ella después de algo así?

Marcó el número, pero no había línea. Stanley debía de tener el teléfono estropeado. Era posible que la tormenta hubiera provocado un fallo en las líneas. Se sintió aliviada por no tener que darle la terrible noticia de viva voz.

Stanley no tenía móvil, pero en su Ferrari había un teléfono. Llamó a ese número y dejó un mensaje.

-Stanley, soy Toni. Malas noticias: han entrado a robar en el laboratorio. Por favor, llámame al móvil en cuanto puedas.

Era posible que no escuchara el mensaje hasta que fuera demasiado tarde, pero por lo menos lo había intentado.

Toni miraba con impaciencia por las ventanas del vestíbulo principal. ¿Dónde se había metido la policía con el quitanieves? Venían desde Inverburn -es decir, desde el sur, por la carretera principal. Toni había calculado que la máquina quitanieves avanzaría a unos veinticinco kilómetros por hora, dependiendo de la profundidad de la nieve que debía despejar a su paso, así que el viaje les tomaría entre veinte y treinta minutos Ya tendrían que haber llegado. «¡Venga, daos prisa!»

Esperaba que, nada más llegar a Oxenford Medical, la policía saliera hacia el norte en busca de la furgoneta de Hibernian Telecom. Seguramente sería fácil de localizar gracias a las grandes letras blancas impresas sobre el fondo oscuro del chasis.

Pero los ladrones podían haber pensado en eso, se dijo de pronto. Seguramente tenían previsto cambiar de vehículo al poco de abandonar el Kremlin. Eso es lo que ella habría hecho en su lugar. Habría elegido un coche del montón, un Ford Fiesta o similar, que se parecía a muchos otros modelos, y lo habría dejado en un aparcamiento cualquiera, a las puertas de un supermercado o de una estación de tren. Los ladrones se irían derechos al aparcamiento y, pocos minutos después de haber dejado la escena del crimen, huirían en un vehículo completamente distinto.

La idea era desoladora. Si estaba en lo cierto, ¿cómo se las iba a arreglar la policía para identificar a los ladrones? Tendrían que inspeccionar todos los coches y comprobar si sus ocupantes eran tres hombres y una mujer.

Se preguntó con nerviosismo si podía hacer algo para acelerar el proceso. Suponiendo que la banda hubiera cambiado de vehículo en algún punto cercano al laboratorio, tampoco disponían de tantas alternativas. Necesitaban un sitio en el que pudieran dejar un vehículo aparcado durante varias horas sin llamar la atención de nadie. No había estaciones de ferrocarril ni supermercados en los alrededores. ¿Qué había? Se fue a mostrador de recepción, cogió un bloc de notas y un bolígrafo y confeccionó una lista:

Club de golf de Inverburn

Hotel Drew Drop Restaurante Happy Eater

Centro de jardinería Greenfingers

Fábrica de pescados ahumados

Editorial Williams Press

Toni no quería que Carl Osborne se enterara de lo que estaba haciendo. El periodista había vuelto de su coche para resguardarse del frío en el vestíbulo principal y no perdía detalle de cuanto ocurría a su alrededor. Lo que ignoraba era que a no podía hacer llamadas desde su coche, pues Steve había Ludo a hurtadillas y había sacado las llaves del contacto. Aun así,Toni prefería no arriesgarse.

Se dirigió a Steve en voz baja:

-Tengo un pequeño trabajo de investigación para ti. -Rasgó en dos la hoja de papel en la que había apuntado la lista y le dio una de las mitades-. Llama a estos sitios. Estará todo cerrado, pero supongo que habrá algún conserje o guardia de seguridad para coger el teléfono. Explícales que hemos sido víctimas de un robo, pero no digas qué han robado. Solo diles que el vehículo utilizado para la fuga puede haber sido abandonado en las inmediaciones. Pregunta si ven una furgoneta de Hibernian Telecom aparcada fuera.

Steve asintió.

-Bien pensado. Quizá podamos seguirles la pista y poner a la policía en el buen camino.

-Exacto. Pero no uses el teléfono de recepción. No quiero que Carl se entere. Ve al otro extremo del vestíbulo, desde allí podrás hablar sin que te oiga, y usa su móvil.

Toni se situó a una distancia prudente de Carl y saco su móvil. Llamó al teléfono de información y pidió el número del dub de golf. Marcó el número solicitado y esperó. El teléfono sonó durante más de un minuto, hasta que al fin un voz somnolienta contestó:

-Club de golf, ¿diga?

Toni se presentó y explicó lo ocurrido. -Estoy tratando de localizar una furgoneta con el rotulo de la empresa Hibernian Telecom impreso en un costado. ¿Podría decirme si está en su aparcamiento?

-Ah, ya entiendo… es el vehículo en el que se han dado a la fuga, ¿no?

Toni contuvo la respiración.

-¿Está ahí?

-No, o por lo menos no lo estaba cuando empezó mi turno. Hay un par de coches aquí fuera, pero son los que dejaron los clientes que no se atrevieron a echarse a la carretera ayer después de comer, ya sabe…

-¿A qué hora empezó su turno?

-A las siete de la noche.

-¿Es posible que desde entonces hubiera llegado una furgoneta y hubiera aparcado delante del club, a eso de las dos de la mañana, por ejemplo?

-Pues… quizá, sí. No puedo saberlo.

-¿Le importaría salir a comprobarlo?

-¡Claro, puedo salir a comprobarlo! -Por su tono de voz, se diría que la idea le parecía digna de un genio-. Espere un segundo, no tardo nada.

El hombre posó el auricular.

Toni esperó. Oyó el ruido de pasos alejándose y luego regresando.

-Me parece que no hay ninguna furgoneta ahí fuera.

-De acuerdo.

-Tenga en cuenta que los coches están todos cubiertos de nieve. Es imposible verlos con claridad. ¡Ni siquiera estoy seguro de poder reconocer el mío!

-Me hago cargo, gracias.

-Pero si hubiera una furgoneta destacaría entre los demás coches por ser más alta, ¿no cree? Vamos, que saltaría a la vista.

-No, no hay ninguna furgoneta ahí fuera.

-Ha sido usted muy amable. Se lo agradezco de veras.

-¿Qué han robado?

Toni fingió no oír la pregunta y colgó. Steve estaba hablando por teléfono, y era evidente que tampoco había conseguido nada. Marcó el teléfono del hotel Drew Drop.

-Vincent al habla, ¿en qué puedo ayudarle? -dijo un joven en tono alegre y servicial.

Toni pensó que sonaba como el típico recepcionista que parece desvivirse por los clientes hasta que a estos se les ocurre pedirle algo. Repitió su exposición de los hechos.

-Hay muchos vehículos en nuestro aparcamiento, no cerramos por Navidad -le comunicó Vincent-. Ahora mismo estoy mirando el monitor del circuito cerrado de televisión, pero no veo ninguna furgoneta. Claro que, por desgracia, la cámara no abarca todo el aparcamiento.

-¿Le importaría asomarse a la ventana y echar un vistazo? Es muy importante.

-La verdad es que estoy bastante ocupado.

«¿A estas horas de la noche?», pensó Toni. Luego, empleando su tono de voz más amable y considerado, añadió:

-Verá, así la policía no tendría que desplazarse hasta ahí para comprobarlo y de paso entrevistarle.

El truco funcionó. Lo último que quería Vincent era que su tranquilo turno de noche se viera alterado por la llegada de varios coches patrulla y agentes de policía.

-Un momento, por favor.

Se fue y volvió al cabo de pocos minutos.

-Sí, está aquí -dijo.

-¿De veras?

Toni no daba crédito a sus oídos. Apenas recordaba la última vez que la suerte se había puesto de su parte.

-Una furgoneta Ford Transit azul, con la inscripción «Hibernian Telecom» impresa a un lado en grandes letras blancas. No puede llevar aquí mucho tiempo, porque no está tan cubierta de nieve como los demás coches. Por eso he podido leer la inscripción.

-No sabe usted la alegría que me da, muchas gracias. Ya puestos, ¿no se habrá fijado si falta otro coche, posiblemente el que han usado para darse a la fuga?

-No, lo siento.

-De acuerdo, ¡gracias de nuevo! -Toni colgó y buscó la mirada de Steve- ¡He encontrado el vehículo en que se dieron a la fuga!

Steve asintió al tiempo que volvía el rostro hacia la ventana.

-Y la máquina quitanieves ya está aquí.

04.30

Daisy apuró su taza de té y la volvió a llenar de whisky.

Kit estaba al borde de un ataque de nervios. Nigel y Elton quizá pudieran hacerse pasar por inocentes viajeros sorprendidos por la ventisca, pero Daisy era un caso perdido. Parecía una delincuente y se comportaba como tal.

Cuando dejó la botella sobre la mesa de la cocina, Stanley la cogió.

-Cuidado, no vayas a emborracharte -le advirtió en tono amable, al tiempo que tapaba la botella.

Daisy no estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo que debía hacer, seguramente porque nadie se atrevía. Miró a Stanley como si estuviera a punto de estrangularlo. Se le veía elegante y vulnerable, enfundado en su pijama gris y su bata negra. Kit se preparó para lo peor.

-Un poco de whisky templa el espíritu, pero si te pasas te hará sentir peor -dijo Stanley, y guardó la botella en un armario-. Mi padre solía decir eso, y era un gran amante del whisky.

Daisy trataba de contener su ira. El esfuerzo era visible para Kit. Temía lo que podía pasar si perdía los estribos. Justo cuando la tensión parecía insoportable, su hermana Miranda entró en la cocina luciendo un camisón de noche de color rosa con estampado floral.

-Hola, cariño. Te has levantado pronto -dijo Stanley.

-No podía dormir. He pasado la noche en el sillón cama del viejo estudio de Kit. No preguntes por qué. -Entonces miró a los desconocidos-. Es muy pronto para recibir visitas

-Os presento a mi hija Miranda -anunció Stanley –

Mandy, te presento a Nigel, Elton y Daisy.

Minutos antes Kit los había presentado a su padre y, para cuando se percató de su error, ya le había dado los nombres reales de los tres.

Miranda asintió a modo de saludo.

-¿Os ha traído Santa Claus en su trineo? -preguntó en tono dicharachero.

-El coche los ha dejado tirados en la carretera principal, cerca de nuestro desvío -explicó Kit-. Yo los he recogido, pero luego mi coche también se ha quedado atrapado en la nieve y hemos tenido que hacer el resto del camino a pie. -¿Se lo tragaría? ¿Y se resistiría a preguntar por el maletín de piel granate que descansaba sobre la mesa de la cocina como una bomba a punto de estallar?

Pero, contra todo pronóstico, Miranda se fijó en otro aspecto de la cuestión.

-No sabía que habías salido. ¿Adonde demonios has ido, en plena noche y con este tiempo?

-Bueno, ya sabes… -Kit había pensado cómo contestar a aquella pregunta, y miró a su hermana con una media sonrisa-. No podía dormir, me sentía solo y se me ocurrió ir a ver a una antigua novia de Inverburn.

-¿Cuál de ellas? La mayoría de las chicas de Inverburn son antiguas novias tuyas.

-No creo que la conozcas. -Pensó rápidamente en un nombre-. Lisa Freemont.

No bien lo dijo, se arrepintió. Lisa Freemont era de un personaje de una película de Hitchcock.

Miranda no pareció darse cuenta.

-¿Se alegró de verte?

-No estaba en casa.

Miranda se dio la vuelta y cogió la cafetera.

Kit se preguntó si se lo habría tragado. La historia que había inventado sobre la marcha no era lo bastante buena, pero Miranda no podía saber por qué mentía. Seguramente daría por sentado que su hermano mantenía una relación con alguien pero prefería mantenerla en secreto, quizá por tratarse de la mujer de otro.

Mientras Miranda se servía café, Stanley se dirigió a Nigel. -¿De dónde eres? No suenas escocés. Parecía un comentario de lo más inocente, pero Kit sabía que su padre trataba de recabar información sobre los desconocidos.

Nigel le contestó en el mismo tono despreocupado. -Vivo en Surrey, pero trabajo en Londres. Tengo un despacho en Canary Wharf.

-Ah, te dedicas al mundo de las finanzas.

-Suministro sistemas de alta tecnología a países del tercer mundo, sobre todo de Oriente Próximo. Un joven jeque del petróleo quiere tener su propia discoteca y no sabe dónde comprar todo lo necesario, así que acude a mí y yo le soluciono la papeleta.

Sonaba muy creíble.

Miranda se llevó el café a la mesa y se sentó frente a Daisy. -Qué guantes más chulos -dijo. Daisy llevaba puestos unos guantes de ante marrón claro de aspecto lujoso que estaban completamente empapados-. ¿Por qué no los pones a secar?

Kit se puso nervioso. Cualquier intercambio verbal con Daisy entrañaba peligro.

La aludida lanzó una mirada hostil a Miranda, pero esta no se dio cuenta e insistió:

-Deberías rellenarlos con algo para que no pierdan la forma. -Cogió un rollo de papel de cocina de la encimara-.Ten, puedes usar esto.

-No lo necesito -masculló Daisy con mal disimulada ira.

Miranda arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

-Perdona, ¿he dicho algo que haya podido molestarte?

«Oh, no. Ahora sí que vamos listos», pensó Kit.

Nigel intervino.

-No seas tonta, Daisy. No querrás quedarte sin guantes -Había un tono de insistencia en su voz que hacía que sus palabras sonaran más como una orden que como una sugerencia Estaba tan preocupado como Kit-. Haz lo que te dice la señora, solo está siendo amable contigo.

Una vez más, Kit esperó el desenlace fatal. Pero, para su sorpresa, Daisy se quitó los guantes. Kit se quedó desconcertado al ver que tenía unas manos pequeñas y delicadas. Nunca se había percatado de ello. El resto de su persona transmitía una inequívoca sensación de brutalidad: el recargado maquillaje negro de los ojos, la nariz torcida, la chaqueta de piel con cremallera metálica, las botas de motorista. Pero sus manos eran preciosas, y saltaba a la vista que lo sabía, pues las llevaba bien cuidadas, con las uñas limpias y pintadas de un rosa pálido. Kit estaba fascinado. Se dio cuenta de que en algún rincón de aquel monstruo había una chica normal y corriente. ¿Qué le habría pasado? Había crecido bajo la tutela de Harry Mac, eso es lo que le había pasado.

Miranda la ayudó a rellenar los guantes mojados con papel de cocina.

-¿De qué os conocéis, vosotros tres? -preguntó a Daisy. Había empleado un tono de educada curiosidad, como si estuviera charlando con alguien en una fiesta, pero en realidad estaba intentando sonsacarle información. Al igual que Stanley, no tenía ni idea del peligro al que se exponía.

Daisy parecía aterrada. Al verla, Kit pensó en una colegiala a la que el maestro hubiese preguntado por la tarea que se le había olvidado hacer. Kit quería romper aquel silencio incómodo, pero habría quedado raro que contestara por ella. Al cabo de unos instantes, fue Nigel quien intervino:

-El padre de Daisy y yo somos viejos amigos.

«Eso está bien», pensó Kit, aunque Miranda se preguntaría por qué no le había contestado la propia Daisy.

.-Y Elton trabaja para mí -añadió Nigel.

Miranda sonrió a Elton.

-¿Eres su mano derecha?

-Su chófer -contestó el interpelado en tono brusco.

Kit pensó que era una suerte que por lo menos Nigel fuera un tipo sociable, para compensar la hosquedad de los otros dos.

-Es una lástima que os haya pillado este tiempo -comentó Stanley.

Nigel sonrió.

-Si hubiera querido tomar el sol, me habría ido a las Barbados.

-El padre de Daisy y tú debéis de ser buenos amigos, para pasar las navidades juntos.

Nigel asintió.

-Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

A Kit le parecía evidente que Nigel estaba mintiendo. ¿Sería porque conocía la verdad? ¿O también resultaba evidente para Stanley y Miranda? No podía seguir al margen, la tensión era insoportable. Se levantó bruscamente.

-Tengo hambre -anunció-. Papá, ¿te importa que prepare unos huevos fritos para todos?

-Por supuesto que no.

-Te echaré una mano -se ofreció Miranda, y empezó a poner rebanadas de pan en la tostadora.

-De todas formas, espero que el tiempo no tarde en mejorar -comentó Stanley-. ¿Cuándo pensáis volver a Londres?

Kit sacó una bandeja de beicon de la nevera. ¿Sospechaba algo su padre o solo le picaba la curiosidad?

-Mañana mismo -contestó Nigel.

-Una visita relámpago -repuso Stanley, que como quien no quería la cosa seguía poniendo a prueba la veracidad de la historia.

Nigel se encogió de hombros.

-El deber nos llama.

-Puede que os tengáis que quedar más tiempo del previsto No creo que logren despejar las carreteras de aquí a mañana

Este pensamiento pareció poner a Nigel nervioso. Se subió la manga de su jersey rosa y miró el reloj.

Kit se dio cuenta de que tenía que hacer algo para demostrar que no estaba confabulado con Nigel y los otros dos. Mientras preparaba el desayuno, decidió no defenderlos ni excusarlos bajo ninguna circunstancia. Más aún: cuestionaría a Nigel en tono escéptico, como si no acabara de creer su versión de los hechos. Quizá lograra alejar las sospechas que sin duda recaían sobre él fingiendo que tampoco acababa de fiarse de aquellos desconocidos.

Sin embargo, antes de que pudiera poner en práctica su plan, Elton se volvió repentinamente locuaz.

-¿Y usted cómo pasa la Navidad, profesor? -preguntó. Kit había presentado a su padre como «profesor Oxenford»-. Rodeado de la familia, al parecer. Veo que tiene usted dos hijos.

-Tres.

-Con sus respectivos maridos y mujeres, supongo.

-Mis hijas tienen pareja, pero Kit sigue solo.

-¿No tiene nietos?

-Sí, también.

-¿Cuántos, si no es indiscreción?

-En absoluto. Tengo cuatro nietos.

-¿Y han venido todos a pasar la Navidad con usted?

-Sí.

-Eso está muy bien. Su señora y usted deben de estar contentos.

-Por desgracia, mi mujer falleció hace dieciocho meses.

-Vaya, lo lamento mucho.

-Gracias.

¿A qué venía aquel interrogatorio?, se preguntó Kit. Elton sonreía y hablaba echando el tronco hacia delante, como si sus preguntas no tuvieran más motivación que una sana e inocente curiosidad, pero a Kit no se le escapaba que todo aquello formaba parte de alguna estratagema y se preguntaba con angustia si su padre lo vería igual de claro que él.

Elton no había terminado.

-Debe de ser grande la casa, para que quepan… ¿qué, unas diez personas?

-También tenemos un par de edificios anexos.

-Ah, bien pensado. -Se asomó a la ventana, aunque la nieve no permitía distinguir nada con claridad-. Algo así como casas de invitados.

-Hay un pequeño chalet y un antiguo granero.

-Muy útil. Y luego están las dependencias del servicio, supongo.

-Nuestros empleados tienen un pequeño chalet a poco más de un kilómetro de aquí. No creo que los lleguemos a ver en todo el día.

-Qué lástima.

Tras haber averiguado cuántas personas había exactamente en la propiedad, Elton retomó su habitual mutismo.

Kit se preguntó si alguien más se habría dado cuenta.

05.00

La máquina quitanieves era un camión de la marca Mercedes con una cuchilla acoplada a la parte delantera del chasis. En un costado tenía la inscripción «Alquiler de maquinaria Inverburn» y llamativos lanzadestellos de color naranja en el techo, pero a los ojos de Toni era como un carro alado enviado por los mismísimos dioses.

La cuchilla tenía una inclinación que le permitía apartar la nieve hacia el borde de la carretera. El quitanieves despejó rápidamente el camino que iba de la garita hasta la entrada principal del Kremlin, elevando automáticamente la hoja para salvar los badenes que jalonaban el trayecto. Para cuando el vehículo se detuvo frente a la entrada principal, Toni se había puesto la chaqueta y estaba lista para partir. Habían pasado cuatro horas desde que los ladrones se habían marchado pero, si se habían quedado atrapados en la nieve, todavía podían cogerlos.

Tras la máquina quitanieves avanzaban tres coches de la policía y una ambulancia. Los ocupantes de esta última fueron los primeros en entrar al edificio. Poco después sacaron a Susan en una camilla, por más que ella dijera que podía caminar. Don se negó a marcharse.

-Si un escocés se fuera al hospital cada vez que le patean la cabeza, los médicos no darían abasto -bromeó.

Frank llevaba puesto un traje oscuro, camisa blanca y corbata. Hasta había tenido tiempo de afeitarse, seguramente en el coche. En cuanto vio su expresión sombría, Toni supo muy a su pesar que se moría por una buena pelea. Le guardaba rencor por haber hecho que sus superiores lo obligaran a hacer lo que ella quería. Se dijo a sí misma que debía armarse de paciencia y hacer todo lo posible por evitar un enfrentamiento.

-¡Hola, Frank! -exclamó la madre de Toni mientras acariciaba al cachorro-. Esto sí que es una sorpresa. ¿Habéis hecho las paces?

-No precisamente -masculló él.

-Lástima.

Le seguían dos agentes de policía que portaban sendos maletines voluminosos. Toni supuso que se trataba del equipo de investigación científica, que se disponía a analizar la escena del crimen. Frank miró a Toni y asintió a modo de saludo,luego estrechó la mano de Carl Osborne y se detuvo a hablar con Steve.

-¿Es usted el jefe de seguridad?

-Sí, señor. Steve Tremlett. Usted es Frank Hackett, ¿verdad? Creo que hemos coincidido en alguna ocasión.

-Tengo entendido que los intrusos atacaron a cuatro guardias de seguridad.

-Sí, señor. A mí y a otros tres.

-¿Los atacaron a todos en el mismo lugar?

¿Qué se proponía Frank?, pensó Toni con impaciencia. ¿Por qué perdía el tiempo con preguntas triviales cuando lo importante era salir pitando?

-A Susan la atacaron en el pasillo -contestó Steve-. A mí me pusieron la zancadilla más o menos en el mismo lugar. A Don y a Stu los redujeron a punta de pistola y los ataron en la sala de control.

-Enséñeme esos lugares, por favor.

Toni no salía de su estupor.

-Tenemos que ir tras ellos, Frank. ¿Por qué no dejas que tu equipo se encargue de eso?

-No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo -respondió él. Ella se lo había puesto en bandeja, y Frank parecía encantado de poder humillarla. Toni se mordió la lengua. No era el momento de revivir sus peleas conyugales. Frank se volvió hacia Steve-. Indíquenos el camino, sí es tan amable.

Toni reprimió una maldición y fue tras ellos. Carl Osborne siguió sus pasos.

Los agentes precintaron el tramo del pasillo donde Steve había caído y Susan había sido atacada. Luego se dirigieron a la sala de control, donde Stu estaba al frente de los monitores Frank precintó la puerta.

-Nos maniataron a los cuatro y nos llevaron al NBS4 -indicó Steve-. No al laboratorio propiamente dicho, sino a la antesala.

-Que es donde yo los encontré -añadió Toni-. Pero eso fue hace cuatro horas, y los ladrones se alejan más a cada minuto que pasa.

-Iremos a echar un vistazo a ese lugar.

-No, no lo haréis -replicó Toni-. Es una zona de acceso restringido. Lo podréis ver por el monitor número diecinueve.

-Si no es el laboratorio en sí, doy por sentado que no hay peligro.

Tenía razón, pero Toni no pensaba consentir que siguiera perdiendo el tiempo.

-Nadie puede cruzar esa puerta a menos que posea formación específica sobre peligro biológico. Son las normas.

-Me importan un pito tus normas. Aquí el que manda soy yo.

Toni se dio cuenta de que, sin querer, había hecho justo lo que pretendía evitar: enfrentarse con Frank. Intentó sortear el problema.

-Te acompañaré hasta la puerta.

Se dirigieron a la entrada. Al ver el lector de bandas magnéticas, Frank se volvió hacia Steve:

-Déme su pase. Es una orden.

-No tengo pase -contestó Steve-. Los guardias de seguridad no pueden entrar ahí dentro.

Frank se volvió hacia Toni.

-Tú sí tendrás un pase, ¿no?

-Yo he recibido formación específica sobre peligro biológico.

-Dámela.

Toni se la entregó. Frank pasó la tarjeta por el escáner y empujó la puerta, pero esta no se abrió.

-¿Qué es esto? -preguntó, señalando la pequeña pantalla empotrada en la pared.

-Un lector de huellas dactilares. La tarjeta no funciona sin la huella del titular. Es un sistema que hemos instalado para impedir que cualquier insensato entre en el laboratorio con una tarjeta robada.

-Pero eso no detuvo a los ladrones, ¿verdad que no? -Habiéndose apuntado un tanto, Frank dio media vuelta.

Toni lo siguió. En el vestíbulo principal había dos hombres enfundados en aparatosos chaquetones amarillos y botas de goma, fumando. En un primer momento, los tomó por los conductores de la máquina quitanieves, pero cuando Frank empezó a darles instrucciones se dio cuenta de que eran agentes de policía.

-Identificad a cada vehículo con el que os crucéis -ordenó-. Informadnos por radio del número de la matrícula y nosotros averiguaremos si es robado o alquilado. Decidnos también si hay o no ocupantes en el vehículo. Ya sabéis lo que estamos buscando: tres hombres y una mujer. Pase lo que pase, no abordéis a los ocupantes. Esa gente va armada y vosotros no, así que recordad: esto es una misión de reconocimiento. Hay una unidad de respuesta armada viniendo hacia aquí. Si localizamos a los sospechosos, los enviaremos a ellos. ¿Entendido? Los dos hombres asintieron.

-Salid hacia el norte y coged el primer desvío. Creo se fueron hacia el este.

Toni sabía que eso no era cierto. Lo último que le apetecía era volver a enfrentarse con Frank, pero no podía consentir que el equipo de reconocimiento partiera en la dirección equivocada. Frank se pondría hecho una furia, pero tenía que volver a contrariarlo.

-Los ladrones no se fueron hacia el este.

Frank hizo caso omiso de sus palabras.

-Ese desvío os llevará a la carretera principal que va hasta Glasgow.

-Los sospechosos no partieron en esa dirección -insistió Toni.

Los dos agentes de policía asistían al rifirrafe con curiosidad, mirando a Frank y a Toni alternativamente como si contemplaran un partido de tenis.

Frank se ruborizó.

-Nadie ha pedido tu opinión,Toni.

-No se fueron en esa dirección -insistió ella-. Siguieron hacia el norte.

-Supongo que has llegado a esa conclusión por intuición femenina.

Uno de los agentes soltó una carcajada.

«¿Por qué serás tan bocazas?», pensó Toni.

-El vehículo utilizado para la fuga está en el aparcamiento del hotel Dew Drop, a ocho kilómetros de aquí en dirección norte.

Frank se sonrojó más todavía, abochornado porque ella sabía algo que él ignoraba.

-¿Y cómo has obtenido esa información?

-Investigando. -«Yo era mejor policía que tú, y lo sigo siendo», pensó-. He hecho algunas llamadas. Suele dar mejor resultado que la intuición a secas.

«Tú te lo has buscado, imbécil.»

A uno de los agentes se le volvió a escapar la risa, pero enmudeció en cuanto Frank le dirigió una mirada homicida.

-Cabe la posibilidad de que los ladrones estén allí, pero lo más probable es que hayan cambiado de vehículo y hayan seguido adelante -añadió Toni.

Frank reprimió un acceso de ira.

-Id hacia el hotel -ordenó a los dos agentes-. Os daré más instrucciones cuando estéis en camino. Andando.

Los dos agentes salieron apresuradamente. «Por fin», pensó Toni.

Frank llamó a un agente vestido de paisano que estaba en uno de los coches y le ordenó que siguiera a la máquina quitanieves hasta el hotel. Una vez allí, debía inspeccionar la furgoneta y averiguar si alguien había visto algo.

Toni se concentró en su siguiente prioridad. No quería perder detalle de la investigación policial, pero no tenía coche. Y su madre seguía allí.

Vio a Carl Osborne hablando con Frank en voz baja. El periodista señaló su Jaguar, todavía atrapado en la cuesta del camino de acceso. Frank asintió y dio una serie de instrucciones a un agente uniformado, que salió afuera y habló con el conductor de la máquina quitanieves. Iban a liberar el coche de Carl, dedujo Toni.

Se dirigió al reportero.

-Vas a seguir a la máquina quitanieves, ¿verdad?

El interpelado la miró con aire de suficiencia.

-Soy libre de ir donde me plazca.

-No te olvides de llevarte al perro.

-Pensaba dejártelo a ti.

-Yo me voy contigo.

-Eso ni lo sueñes.

-Necesito llegar a casa de Stanley. Está en esta carretera, cinco kilómetros más allá del Dew Drop. Puedes dejarnos allí a mi madre y a mí.

Después de informar a Stanley de lo sucedido podía pedirle un coche prestado, dejar a su madre en Steepfall y seguir a la máquina quitanieves.

-¿Y encima pretendes que me lleve a tu madre? -preguntó Carl, sin salir de su asombro.

-Sí.

-Olvídalo.

Toni asintió.

-Avísame si cambias de idea.

Osborne frunció el ceño, desconfiado. Toni no solía aceptar un no por respuesta con tanta facilidad, pero decidió no indagar y se puso la chaqueta.

Steve Tremlett abrió la boca para decir algo, pero Toni le indicó por señas que guardara silencio.

Carl se encaminó a la puerta.

-No te olvides del perro -le recordó Toni.

El periodista recogió al animal y salió del edificio.

Asomada a la ventana, Toni vio cómo el grupo se alejaba. La máquina quitanieves despejó la nieve acumulada delante del Jaguar de Carl y luego remontó la cuesta y se dirigió a la garita, seguida de cerca por uno de los coches patrulla. Carl se sentó al volante de su coche, pero segundos más tarde se apeo y volvió al vestíbulo principal.

-¿Dónde están las llaves? -preguntó, furioso.

Toni le sonrió con infinita dulzura.

-¿Has cambiado de idea?

Steve hizo sonar el manojo de llaves en su bolsillo.

Carl torció el gesto.

-Súbete al coche de una vez -rezongó.

05.30

Miranda se sentía incómoda en presencia del extraño trío compuesto por Nigel, Elton y Daisy. ¿Serían realmente quienes decían ser? Había algo en ellos que la hacía desear algo llevar encima más que un camisón.

Había pasado mala noche. Acostada en el incómodo sillón cama del antiguo estudio de Kit, había sucumbido a una agitada duermevela y había revivido en sueños su estúpida y bochornosa aventura con Hugo. Al despertar, sentía rencor hacia Ned por haber sido incapaz de defenderla una vez más. Debería estar enfadado con Kit por irse de la lengua, pero se había limitado a decir que los secretos acaban saliendo a la luz antes o después. Habían tenido una discusión muy similar a la de aquella mañana en el coche. Miranda había albergado la esperanza de que aquellas vacaciones sirvieran para que su familia aceptara a Ned, pero empezaba a sospechar que había llegado el momento de romper con él. Sencillamente era demasiado débil.

Al oír voces en el piso de abajo había experimentado alivio, pues eso quería decir que ya podía levantarse, pero ahora estaba preocupada. ¿No tenía Nigel familia, ni tan siquiera una novia con la que pasar la Navidad? ¿Y Elton? Estaba bastante segura de que aquellos dos no eran pareja. Nigel había mirado su camisón con los ojos golosos de un hombre al que le gustaría ver qué había debajo.

En cuanto a Daisy, habría desentonado en cualquier grupo Tenía la edad adecuada para ser la novia de Elton, pero parecían despreciarse mutuamente. ¿Qué hacía con Nigel y su chófer?

Nigel no era amigo de la familia de Daisy, concluyó Miranda. No había la menor señal de familiaridad entre ambos. Más bien parecían dos personas que se veían obligadas a trabajar juntas aunque no simpatizaran demasiado la una con la otra. Pero si eran compañeros de trabajo, ¿por qué mentir al respecto? Su padre también parecía tenso. Miranda se preguntó si, al igual que ella, sospechaba algo.

Entretanto, la cocina se fue llenado de efluvios deliciosos: beicon frito, café recién hecho y pan tostado. Cocinar era una de las cosas que mejor se le daban a Kit, pensó Miranda. Su comida siempre tenía un aspecto exquisito, y sabía cómo hacer que un simple plato de espagueti pareciera un festín digno de un rey. Las apariencias eran importantes para su hermano. Quizá no supiera conservar un puesto de trabajo durante mucho tiempo ni evitar que su cuenta corriente estuviera en números rojos, pero por muy mal que fuera de dinero siempre vestía de punta en blanco y conducía un coche vistoso. En opinión de Stanley, alternaba los logros frívolos con graves debilidades. La única ocasión en que se había sentido orgulloso de Kit había sido cuando este había participado en los Juegos Olímpicos de invierno.

Kit sirvió a cada uno de los presentes un plato con beicon crujiente, rodajas de tomate fresco, huevos revueltos espolvoreados con hierbas aromáticas y triángulos de pan tostado con mantequilla. El ambiente en la cocina se distendió. Quizá, pensó Miranda, eso era precisamente lo que pretendía su hermano. En realidad no tenía apetito, pero hundió el tenedor en los huevos revueltos y se lo llevó a la boca. Kit los había sazonado con un poco de queso parmesano, y estaban deliciosos. Fue él quien rompió el silencio:

-¿Y tú a qué te dedicas, Daisy? -preguntó, dedicándole su mejor sonrisa. Miranda sabía que solo trataba de ser amable. A Kit le gustaban las chicas guapas, y Daisy era cualquier cosa menos guapa.

La interpelada tardó una eternidad en contestar.

-Trabajo con mi padre -dijo al fin.

-¿Y en qué anda él?

Daisy parecía desconcertada por la pregunta.

-¿Que en qué anda?

-Sí, cómo se gana la vida.

Nigel soltó una carcajada y dijo:

-Mi viejo amigo Harry tiene tantas cosas en marcha que es difícil decir a qué se dedica.

Para sorpresa de Miranda, Kit siguió insistiendo.

-Bueno, pero podrás decirnos alguna de las cosas que hace -sugirió en tono desafiante.

De pronto, a Daisy se le iluminó el rostro como si hubiera tenido una idea brillante, y dijo:

-Es promotor inmobiliario.

Parecía estar repitiendo algo que había escuchado antes.

-Así que le gusta comprar cosas.

-Supongo -repuso Daisy.

-Siempre me he preguntado qué querrá decir exactamente eso de «promotor inmobiliario».

No era propio de Kit interrogar a un extraño en aquel tono agresivo, pensó Miranda. A lo mejor tampoco acababa de creerse la descripción que los invitados habían hecho de sí mismos. Se sintió aliviada. Eso demostraba que eran realmente desconocidos. Por un momento, había llegado a temer que Kit estuviera involucrado en algún tipo de negocio turbio con aquella gente. Tratándose de él, nunca se sabía.

Había una nota de impaciencia en la voz de Nigel cuando dijo:

-Harry compra un viejo almacén de tabaco, solicita un permiso de recalificación para convertirlo en una urbanización de lujo y luego lo revende a un constructor con un buen margen de beneficio.

Nigel volvía a contestar por Daisy, pensó Miranda.

Kit debió de pensar lo mismo, porque preguntó:

-¿Y tú cómo contribuyes al negocio familiar, Daisy? Supongo que eres una buena vendedora.

A juzgar por su aspecto, se diría que lo suyo era más bien desahuciar a los inquilinos de sus casas.

Daisy miró a Kit con gesto claramente hostil.

-Hago muchas cosas -contestó al tiempo que alzaba la barbilla, como desafiándolo a replicarle.

-Y estoy seguro de que las haces con gracia y eficiencia -observó Kit.

Los halagos de Kit sonaban a mal disimulado sarcasmo, pensó Miranda con inquietud. Daisy no sería la más sutil de las mujeres, pero seguramente sabía cuándo la estaban insultando.

Aquella constante tensión le estaba amargando el desayuno. Tenía que hablar con su padre de todo aquello. Tragó y rompió a toser, fingiendo que se había atragantado. Se levantó de la mesa.

-Perdón -farfulló.

Su padre cogió un vaso y lo llenó con agua del grifo.

Todavía tosiendo, Miranda salió de la cocina. Tal como esperaba, su padre la siguió. Miranda cerró la puerta de la cocina y señaló el estudio. Mientras entraban en la habitación, volvió a toser para no levantar sospechas.

Stanley le ofreció el vaso de agua, pero ella lo rechazó con un ademán.

-Estaba fingiendo -reveló-. Quería hablar contigo. ¿Qué opinas de nuestros invitados?

Stanley dejó el vaso sobre el tapete de piel verde de su escritorio.

-Son muy raritos. Me preguntaba si no formarían parte del turbio círculo de amistades de Kit hasta que él ha empezado a interrogar a la chica.

-Lo mismo me ha pasado a mí. Pero estoy segura de que mienten sobre algo.

-Sí, pero ¿en qué? Si han venido hasta aquí con la intención de robarnos, se lo están tomando con mucha calma.

-No lo sé, pero me siento amenazada.

-¿Quieres que llame a la policía?

-Eso quizá sería pasarnos, pero me quedaría mucho más tranquila si alguien supiera que esta gente está aquí.

-Bien, pensemos… ¿A quién podríamos llamar?

-¿Qué tal al tío Norman?

El hermano de su padre vivía en Edimburgo, donde trabajaba como bibliotecario de la universidad. Stanley y él mantenían una relación cordial pero distante. Con verse una vez al año tenían suficiente.

-Sí. Norman lo entenderá. Le diré lo que ha pasado y le pediré que me llame dentro de una hora para comprobar que todo va bien.

-Perfecto.

Stanley descolgó el teléfono que descansaba sobre el escritorio y se llevó el auricular al oído. Frunció el ceño, colgó y volvió a descolgar.

-No hay línea -dijo.

Miranda sintió una punzada de miedo.

-Ahora sí que quiero avisar a alguien.

Stanley tocó el teclado de su ordenador.

-Tampoco tenemos conexión a Internet. Seguramente es culpa del mal tiempo. A veces las nevadas provocan averías en las líneas.

-Aun así…

-¿Dónde está tu móvil?

-En el chalet de invitados. ¿Tú no tienes uno?

-El del Ferrari.

-Olga tendrá el suyo a mano.

-No hace falta que la despiertes. -Stanley se asomó a la ventana-. Me pondré un abrigo encima del pijama y saldré al garaje.

-¿Dónde están las llaves?

-En el armarito del recibidor de las botas. -Yo te las traigo.

Salieron al distribuidor. Stanley se encaminó a la puerta principal, junto a la cual había dejado sus botas. Miranda se disponía a entrar en la cocina cuando oyó la voz de Olga al otro lado de la puerta. Dudó unos instantes. No había vuelto a hablar con su hermana desde la víspera, cuando Kit se había ido de la lengua y había revelado su secreto. ¿Qué podía decirle? ¿Y qué le diría Olga a ella?

Abrió la puerta. Olga estaba apoyada en la encimera de la cocina. Llevaba puesto un salto de cama de seda negra que recordaba la toga de un abogado. Nigel, Elton y Daisy estaban sentados a la mesa, lado a lado. Kit estaba de pie detrás de ellos, visiblemente nervioso. Olga había dado rienda suelta a su naturaleza inquisidora e interrogaba sin piedad a los tres extraños sentados al otro lado de la mesa.

-¿Qué demonios hacíais en la carretera a esas horas? -preguntó, dirigiéndose a Nigel y pensando que tenía toda la pinta de haber sido un delincuente juvenil.

Miranda se fijó en un bulto rectangular que asomaba bajo el bolsillo del salto de cama de Olga. Su hermana nunca iba a ninguna parte sin su móvil. Se disponía a dar media vuelta y decirle a su padre que no se molestara en ponerse las botas cuando Olga la detuvo con su implacable interrogatorio.

Nigel frunció el ceño ante la pregunta, pero contestó de todos modos:

-Nos dirigíamos a Glasgow.

-¿De dónde veníais? Apenas hay nada hacia el norte.

-De casa de unos amigos.

-Seguramente los conocemos. ¿Quiénes son?

-El propietario se llama Robinson.

Miranda observaba la escena a la espera de una oportunidad para coger prestado el móvil de Olga sin llamar demasiado la atención.

-¿Robinson? No me suena de nada. Es un apellido casi tan común como Smith o Brown. ¿Os dirigíais a algún sitio especial?

-A una fiesta.

Olga arqueó sus oscuras cejas.

-¿Te vienes a Escocia a pasar la Navidad con un viejo amigo y luego su hija y tú os largáis a una fiesta y dejáis al pobre hombre solo?

-No se encontraba demasiado bien.

Olga se volvió hacia Daisy.

-Razón de más. ¿Qué clase de hija deja solo a su padre enfermo en Nochebuena?

Daisy le sostuvo la mirada, reprimiendo un acceso de ira. De pronto, Miranda temió que pudiera recurrir a la violencia. Kit debió de pensar lo mismo, porque dijo:

-Déjala tranquila, Olga.

Pero esta hizo caso omiso de sus palabras.

-¿Y bien? -insistió-. ¿No tienes nada que decir en tu defensa?

Daisy cogió sus guantes. Por algún motivo, Miranda lo interpretó como un mal augurio. Daisy se puso los guantes y dijo: -No tengo por qué contestar a tus preguntas.

-Yo creo que sí -replicó Olga, y se volvió de nuevo hacia Nigel-. Sois tres perfectos desconocidos, estáis en la cocina de mi padre atiborrándoos con su comida y nos habéis contado una historia tan inverosímil que no hay quien se la trague. A mí me parece que nos debéis una explicación.

-Olga, ¿no crees que te estás pasando? -intervino Kit con ansiedad-. Se han quedado atrapados en la nieve, eso es todo.

-¿Estás seguro? -replicó ella, volviéndose hacia Nigel

Hasta entonces este se había mostrado impasible, pero al contestarle no pudo ocultar su irritación:

-No me gusta que me interroguen.

-En ese caso, puedes largarte -repuso Olga-. Pero si queréis quedaros en casa de mi padre, ya nos estáis contando algo más creíble que esa sarta de patrañas que nos habéis soltado.

-¡No nos podemos ir! -intervino Elton en tono indignado-. Por si no te has dado cuenta, ahí fuera hay una puta tormenta de nieve.

-Haz el favor de no emplear esa clase de lenguaje en esta casa. Mi madre nunca consintió que se dijeran obscenidades, a no ser en otras lenguas, y hemos mantenido esa regla desde su muerte. -Olga cogió la cafetera, y luego señaló el maletín granate que descansaba sobre la mesa-. ¿Y eso?

-Es mío -contestó Nigel.

-En esta casa no se deja el equipaje sobre la mesa. -Alargó el brazo y cogió el maletín-. No tiene gran cosa dentro… ¡aaay! -Olga soltó un grito porque Nigel la había cogido del brazo-. ¡Me haces daño! -gritó.

Nigel había desistido de intentar mostrarse amable.

-Deja el maletín sobre la mesa ahora mismo -ordenó con rotundidad pero sin elevar la voz.

Stanley apareció junto a Miranda. Se había puesto una chaqueta, guantes y botas.

-¿Qué demonios crees que estás haciendo? -le dijo a Nigel-. ¡Aparta las manos de mi hija!

Nellie empezó a ladrar. Con un movimiento ágil y rápido, Elton se agachó y cogió a la perra del collar.

Olga seguía sosteniendo al maletín empecinadamente.

-Suéltalo, Olga -le aconsejó Kit.

Daisy tiró del maletín y Olga intentó aferrarse a él tirando en la dirección opuesta hasta que, con el tira y afloja, se abrió inesperadamente. Una lluvia de perlas de poliestireno expandido cayó sobre la mesa de la cocina. Kit lanzó un grito de pánico y Miranda se preguntó qué le daba tanto miedo. Una botella de perfume envuelta en plástico cayó del interior del maletín.

Con la mano libre, Olga abofeteó a Nigel.

Él le devolvió el bofetón. Todos gritaron al unísono. Con un gruñido de rabia, Stanley apartó a Miranda de su camino y avanzó a grandes zancadas hacia Nigel.

-¡No! -gritó Miranda.

Daisy le cortó el paso, pero Stanley intentó apartarla. Hubo unos segundos de forcejeo, y luego él lanzó un grito y cayó de espaldas, sangrando por la boca.

Nigel y Daisy sacaron sus pistolas.

Todos enmudecieron excepto Nellie, que ladraba sin cesar. Elton le retorció el collar, ahogándola, hasta que la obligó a callar. El silencio se impuso en la habitación.

-¿Quién coño sois? -preguntó Olga.

Stanley se fijó en el frasco de perfume que había caído sobre la mesa y preguntó con temor:

-¿Por qué lleváis ese frasco envuelto en dos bolsas de plástico?

Miranda había aprovechado la confusión para escabullirse.

05.45

Kit miraba con terror el frasco de Diablerie que había caído sobre la mesa. Pero el vidrio no se había roto, la tapa seguía en su sitio y las dos bolsas de plástico estaban intactas. El líquido mortal seguía a salvo en el interior de su frágil recipiente.

Sin embargo, ahora que Nigel y Daisy habían sacado las pistolas, no podían seguir fingiendo que eran inocentes víctimas de la tormenta. Tan pronto como se hiciera público el asalto al laboratorio, los relacionarían inevitablemente con el robo del virus.

Nigel, Daisy y Elton aún tenían posibilidades de escapar, pero Kit estaba en una posición delicada. No había ninguna duda en torno a su identidad. Incluso si lograba salir de allí, se pasaría el resto de sus días huyendo de la justicia.

Se estrujó la sesera tratando de dar con una salida airosa.

Entonces, mientras todos permanecían inmóviles, mirando fijamente las pequeñas y aterradoras pistolas de color gris oscuro, Nigel desplazó su arma unos milímetros, apuntando a Kit con gesto receloso, y este tuvo una idea brillante.

Se dio cuenta de que su familia seguía sin tener motivos para sospechar de él. Los tres fugitivos podían haberle mentido. Había dicho que no los conocía de nada, y nadie tenía por qué pensar lo contrario.

Pero ¿cómo podía dejarlo claro?

Despacio, alzó las manos en el tradicional gesto de rendición.

Todos lo miraron. Por un momento, temió que sus propios compinches fueran a delatarlo. Nigel arqueó una ceja. Elton parecía desconcertado. Daisy lo miraba con sorna.

-Papá, siento mucho haber traído a esta gente a tu casa. No tenía ni idea…

Su padre lo miró largamente y al fin asintió.

-No es culpa tuya -dijo-. Ninguna persona de bien los habría dejado tirados en medio de la tormenta. No tenías manera de saber… -se volvió hacia Nigel con una mirada de profundo desprecio- qué clase de gentuza era.

Nigel comprendió enseguida lo que se proponía Kit y le siguió la corriente.

-Lamento devolverte la hospitalidad de este modo… Kit, ¿verdad? Sí, tú nos salvas el pellejo y nosotros te apuntamos con un arma. ¿Qué puedo decir? La vida es así.

El rostro de Elton se destensó. Lo había entendido.

Nigel prosiguió:

-Si la metomentodo de tu hermana no se hubiera empeñado en buscarnos las cosquillas, podíamos habernos marchado pacíficamente y nunca habríais descubierto lo malas personas que somos. Pero no, ella tenía que seguir hurgando.

Daisy lo captó al fin, y se dio la vuelta con gesto asqueado.

Solo entonces se le ocurrió a Kit que Nigel y los demás podían decidir liquidar a su familia. Si estaban dispuestos a robar un virus capaz de matar a miles de personas inocentes, ¿por qué les iba a temblar la mano a la hora de acabar con los Oxenford? No era lo mismo, claro está. La idea de acabar con las vidas de miles de seres humanos con un virus era un poco abstracta, pero matar a sangre fría a un grupo de adultos y niños era algo más difícil de asumir. Sin embargo, los creía perfectamente capaces de hacerlo si se sentían acorralados. Y hasta era posible que lo mataran a él también, pensó con un escalofrío. Afortunadamente, todavía lo necesitaban. Solo Kit conocía el camino hasta la casa de Luke, donde les esperaba el Toyota Land Cru" ser. Sin él, nunca lo encontrarían. Decidió recordárselo a Nigel en cuanto tuviera ocasión.

-Verás, lo que hay en ese frasco vale mucho dinero -concluyó Nigel.

-¿Qué es? -preguntó Kit, por dar mayor credibilidad a su supuesta inocencia.

-Eso no es asunto tuyo -replicó Nigel.

El teléfono de Kit empezó a sonar.

No sabía qué hacer. Seguramente era Hamish. Algo debía haber ocurrido en el Kremlin, algo lo bastante importante para que su infiltrado se arriesgara a llamarle. Pero ¿cómo iba a hablar con Hamish delante de su familia sin delatarse? Se quedó paralizado mientras sonaba la novena de Beethoven que había elegido como sintonía.

Nigel puso fin a su dilema:

-Dame eso -ordenó.

Kit le entregó el móvil y Nigel contestó.

-Sí, soy Kit -dijo, imitando razonablemente el acento escocés.

Al parecer, la persona al otro lado de la línea no se dio cuenta de la suplantación, pues Nigel escuchó en silencio lo que esta le decía.

-Entendido -dijo-. Gracias. -Colgó y se metió el móvil en el bolsillo-. Alguien pretendía avisarte de que hay tres peligrosos forajidos en la zona -reveló-. Al parecer, la policía ha salido a buscarlos con una máquina quitanieves.

* * *

Craig no acababa de entender a Sophie. Tan pronto se mostraba terriblemente tímida como atrevida hasta el punto de hacerle sonrojar. Le había dejado introducir las manos por debajo de su jersey, se había encargado de desabrochar el sostén mientras él forcejeaba a tientas con los corchetes, y Craig había creído que e moriría de placer cuando le había dejado abarcar sus senos con las manos, pero luego se había negado a que los mirara a }a luz de la vela. Su excitación había ido en aumento cuando ella le había desabotonado los vaqueros como si llevara toda la vida haciéndolo, pero después se había detenido como si no supiera qué hacer a continuación. Craig se preguntó si se le estaría escapando algo, algún código de conducta que él desconocía, aunque empezaba a sospechar que lo único que pasaba era que ella tenía tan poca experiencia como él. Eso sí, lo de besar se le daba cada vez mejor. Al principio se había mostrado vacilante, como si no estuviera segura de si realmente quería hacerlo, pero tras un par de horas de práctica se había convertido en una verdadera entusiasta del beso.

Craig, por su parte, se sentía como un marino zarandeado por la tormenta. Se había pasado toda la noche entre oleadas de esperanza y desesperación, deseo y decepción, angustia y placer. En un momento dado, ella le había dicho en susurros:

-Eres tan bueno… Yo no. Yo soy mala.

Y entonces, cuando él volvió a besarla, se dio cuenta de que Sophie tenía el rostro bañado en lágrimas. «¿Qué se supone que tienes que hacer -se preguntó- si una chica se echa a llorar mientras tienes la mano metida en sus bragas?» Había empezado a retirar la mano, suponiendo que era lo que quería, pero Sophie le había cogido la muñeca y lo había retenido.

-Yo creo que eres buena -le dijo, pero eso sonaba poco convincente, así que añadió-: En realidad, creo que eres maravillosa.

Estaba desconcertado, pero a la vez experimentaba una intensa felicidad. Nunca se había sentido tan cerca de una chica. Creía que iba a estallar de tanto amor, ternura y alegría. Estaban hablando de lo lejos que querían llegar cuando les interrumpió el ruido procedente de la cocina.

-¿Quieres hacerlo? -le preguntó ella.

-¿Y tú?

-Por mí sí, si tú quieres.

Craig asintió.

-Me gustaría mucho.

-¿Has traído condones?

-Sí.

Craig hurgó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un pequeño envoltorio.

-Así que lo tenías todo planeado…

-No, en realidad no. -Era verdad, al menos en parte: no tenía un gran plan-. Pero deseaba que ocurriera. Desde que te conocí no he parado de pensar en… ya sabes, en volver a verte y eso. Y hoy, durante todo el día…

-Has sido muy persistente.

-Lo único que quería era estar así, como estamos ahora.

Quizá no fuera muy elocuente, pero al parecer era lo que ella deseaba oír.

-Vale, pues de acuerdo. Hagámoslo.

-¿Estás segura?

-Sí. Venga, deprisa.

-Vale.

-Dios mío, ¿qué pasa ahí abajo?

Craig no ignoraba que había gente en la cocina. Le había llegado un murmullo de voces, y luego el repiqueteo metálico de una sartén y el olor a beicon frito. No estaba seguro de qué hora sería, aunque le parecía demasiado pronto para desayunar. En cualquier caso, no le había prestado demasiada atención; confiaba en que nadie los interrumpiría allá arriba. Pero ahora había un barullo tal que era imposible seguir haciéndose el sordo. Primero oyó gritar a su abuelo, algo muy poco frecuente en él. Luego Nellie había empezado a ladrar con todas sus fuerzas, y de pronto se había oído un chillido que Craig creyó identificar como la voz de su madre. Justo después, varias voces masculinas habían empezado a vociferar a la vez.

-¿Esto es normal? -preguntó Sophie en tono amedrentado.

-No -contestó Craig-. A veces discuten, pero no se ponen a chillar así.

-¿Qué está pasando?

Craig se sentía dividido. Por un lado quería olvidarse del ruido y comportarse como si Sophie y él estuvieran en un mundo aparte, tumbados en el viejo sofá del desván y tapados por las chaquetas de ambos. Habría fingido no notar un terremoto con tal de poder concentrarse en su suave piel, su aliento cálido y sus labios húmedos. Pero por otro lado intuía que aquella interrupción podía no ser del todo mala. Lo habían hecho casi todo; quizá fuera buena idea posponer el final, para tener algo que esperar con ilusión, un placer adicional con el que soñar despierto.

Abajo, en la cocina, había ahora un silencio tan repentino como el estruendo que lo había precedido.

-Qué raro -comentó Craig.

-Da un poco de cosa.

La voz de Sophie sonaba asustada, y eso acabó de convencer a Craig. La besó una vez más en los labios y se levantó. Se subió los vaqueros y cruzó el desván hasta el agujero en el suelo. Una vez allí, se tumbó boca abajo y miró por el hueco entre los tablones.

Vio a su madre, de pie con la boca abierta en un gesto de perplejidad y terror. El abuelo se secaba un hilo de sangre que le manaba de la boca. El tío Kit tenía las manos en alto. Había tres desconocidos en la habitación. En un primer momento, los tomó a todos por hombres, hasta que se dio cuenta de que uno de ellos era una chica muy poco agraciada con el pelo cortado al rape. Un hombre negro sujetaba a Nellie por el collar, torciéndolo con fuerza. El hombre mayor y la chica empuñaban sendas pistolas.

-¡La madre que me…! ¿Qué demonios está pasando ahí abajo?

Sophie se tumbó junto a él, y al cabo de unos instantes reprimió un grito.

-¿Eso que llevan en la mano son pistolas? -preguntó en un susurro.

-Sí.

-Dios mío…

Craig trató de poner sus pensamientos en orden.

-Tenemos que llamar a la poli. ¿Dónde está tu móvil?

-Lo he dejado en el granero.

-Mierda.

-¿Qué vamos a hacer?

-Piensa, piensa. Un teléfono. Necesitamos un teléfono.

Craig dudaba. Estaba asustado. Lo que más deseaba en aquel momento era acurrucarse en un rincón y cerrar los ojos con fuerza. Tal vez lo hubiese hecho si no hubiera una chica a su lado. No conocería todas las reglas, pero sabía que un hombre debía mostrar valor cuando una chica estaba asustada, sobre todo si eran amantes, o casi. Y si no se sentía especialmente valiente, tenía que fingir.

¿Dónde estaba el teléfono más cercano?

-Hay una extensión junto a la cama del abuelo.

-Yo no puedo moverme, estoy demasiado asustada.

-Mejor quédate aquí.

-Vale.

Craig se levantó. Se abrochó los vaqueros, se ciñó el cinturón y se dirigió a la portezuela del desván. Respiró hondo y la abrió. Se metió a gachas en el armario del abuelo, empujó la puerta de este y salió al vestidor.

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