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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 9)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

La luz estaba encendida. Los zapatos de piel marrón del abuelo descansaban lado a lado en la alfombra, y la camisa azul que llevaba puesta el día anterior asomaba entre las prendas apiladas en el cesto de la ropa sucia. Craig pasó al dormitorio propiamente dicho. La cama estaba deshecha, como si el abuelo acabara de levantarse. Sobre la mesilla de noche, junto a un ejemplar de la revista Scientific American, descansaba el teléfono.

Craig nunca había llamado a la policía. ¿Qué se suponía que debía decir? Había visto cómo lo hacían por la tele. Tenía que dar su nombre y el lugar desde el que llamaba, pensó. ¿Y luego, qué? «Hay unos hombres con pistolas en mi cocina» sonaba melodramático, pero seguramente todas las llamadas a la policía sonaban así.

Descolgó el teléfono. No había línea.

Presionó repetidamente la horquilla del aparato y volvió a llevarse el auricular al oído, pero fue en vano.

Colgó el teléfono. ¿Por qué no había línea? ¿Se debía a una avería o a que los desconocidos habían cortado los cables?

¿Tenía el abuelo un teléfono móvil? Craig abrió el cajón de la mesilla de noche. Dentro había una linterna y un libro, pero ni rastro del teléfono. Entonces se acordó: el abuelo tenía un teléfono en el coche, pero no un móvil propiamente dicho.

Oyó un sonido procedente del vestidor. Sophie sacó la cabeza por fuera del armario ropero. Parecía asustada.

-¡Viene alguien! -susurró.

Segundos después, Craig oyó pasos pesados en el rellano.

Regresó corriendo al vestidor. Sophie retrocedió hasta el desván. Craig se dejó caer de rodillas y pasó gateando al otro lado justo en el momento en que se abría la puerta de la habitación. No le dio tiempo de cerrar el armario. Se arrastró hasta el desván y se volvió rápidamente para cerrar la portezuela sin hacer ruido.

El hombre mayor le ha dicho a la chica que registre la casa -informó Sophie en un susurro-. La ha llamado Daisy.

-He oído sus botas en el rellano.

-¿Has podido llamar a la policía?

Craig negó con la cabeza.

-No hay línea.

-¡Dios mío!

Craig oyó los sonoros pasos de Daisy en el vestidor. Sin duda vería la puerta del armario abierta. ¿Se daría cuenta de que había una portezuela oculta detrás de la ropa colgada? Solo si miraba muy de cerca.

Permaneció atento a sus movimientos. ¿Estaría escudriñando el interior del armario en aquel preciso instante? No pudo evitar estremecerse. Daisy no era muy alta -un par o tres de centímetros más baja que él, supuso-, pero inspiraba verdadero terror.

El silencio se hizo eterno. Craig creyó oír a la desconocida entrando en el cuarto de baño. Al poco, sus botas cruzaron el vestidor y se alejaron. La puerta de la habitación se cerró con estruendo.

-Dios, estoy temblando de miedo -gimió Sophie.

-Yo también -confesó Craig.

* * *

Miranda estaba en la habitación de Olga, con Hugo.

Al salir de la cocina, no había sabido qué hacer. No podía salir fuera en camisón y descalza. Había subido las escaleras a toda prisa con la intención de encerrarse en el cuarto de baño, pero enseguida se había dado cuenta de que eso no serviría de nada. Se demoró en el rellano, titubeante. Tenía tanto miedo que sentía náuseas. Debía alertar a la policía, esa era su prioridad.

Olga llevaba el móvil en el bolsillo del salto de cama, pero seguramente Hugo tenía otro.

Aunque estaba aterrada, dudó una milésima de segundo ante la puerta de su hermana. Lo último que quería era verse encerrada con Hugo en la misma habitación. Pero entonces oyó pasos procedentes de la cocina. Rápidamente, abrió la puerta de la habitación, entró con sigilo y cerró la puerta sin hacer ruido.

Hugo estaba apostado a la ventana, mirando hacia fuera, completamente desnudo y de espaldas a la puerta.

-¿Has visto qué asco de tiempo? -rezongó, creyendo hablaba con su mujer.

Miranda se quedó muda unos instantes, sorprendida por su tono distendido. Era evidente que Olga y él habían hecho las paces después de haber pasado media noche discutiendo a gritos. ¿Le habría perdonado Olga por haberse acostado con su hermana? Parecía un poco precipitado, pero a lo mejor no era la primera vez que discutían por la infidelidad de Hugo. Miranda se había preguntado a menudo qué clase de acuerdo tendría Olga con el mujeriego de su marido, pero era algo de lo que su hermana jamás hablaba. A lo mejor era algo recurrente: él la traicionaba, ella lo descubría, se peleaban y se reconciliaban… hasta la siguiente traición.

-Soy yo -dijo Miranda.

Hugo se dio la vuelta, sobresaltado, pero enseguida esbozó una sonrisa.

-Y en camisón… ¡qué agradable sorpresa! Métete en la cama, deprisa.

Miranda oyó pasos en la escalera, al tiempo que se fijaba en el orondo vientre de Hugo; se veía mucho más prominente de lo que lo recordaba, y le daba el aspecto de un pequeño gnomo rechoncho. Se preguntó qué le pudo haber visto.

-Tenemos que llamar a la policía ahora mismo -dijo-. ¿Dónde está tu móvil?

-Aquí -contestó él, señalando la mesilla de noche-. ¿Qué pasa?

-Hay unos tíos con pistolas en la cocina. ¡Llama al 999, rápido!

-¿Quiénes son?

-¡Eso ahora da igual! -Miranda oyó pasos en el rellano. Se quedó paralizada de terror, esperando que la puerta se abriera de sopetón, pero quienquiera que fuese pasó de largo. Su voz sonaba ahora como un grito ahogado-: ¡Creo que me están buscando, date prisa!

Hugo reaccionó. Cogió el teléfono, lo dejó caer al suelo, lo volvió a coger y apretó frenéticamente el botón de encendido.

-¡Esta mierda tarda siglos en encenderse! -farfulló, desesperado-. ¿Has dicho que van armados?

-¡Sí!

-¿Cómo han llegado hasta aquí?

-Dicen que los ha sorprendido la tormenta. ¿Qué coño le pasa a tu móvil?

-«Buscando red» –leyó él-. ¡Venga, venga!

Miranda volvió a oír pasos al otro lado de la puerta. Esta vez estaba preparada. Se tiró al suelo y se deslizó debajo de la cama de matrimonio en el preciso instante en que la puerta se abría de par en par.

Cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas volverse invisible. Sintiéndose ridícula, abrió los ojos de nuevo. Vio los pies desnudos de Hugo, sus tobillos peludos, y un par de botas de piel negra con punteras de acero.

-Hola, preciosa. Y tú ¿quién eres? -preguntó Hugo.

Pero Daisy era inmune a sus encantos.

-Dame el teléfono -ordenó.

-Solo iba a…

-Que me lo des, gordo de mierda.

-Vale, ten.

-Y ahora ven conmigo.

-Espera, déjame ponerme algo.

-No sufras, no te voy a arrancar el pingajo de un mordisco.

Miranda vio cómo los pies de Hugo se alejaban a toda prisa de Daisy, pero esta no tardó en darle alcance. Luego oyó un golpe seco y un alarido de dolor. Los dos pares de pies se desplazaron juntos hacia la puerta, abandonando su campo visual. Instantes después, los oyó bajar la escalera.

-¿Y ahora, qué hago yo? -se preguntó en voz baja.

06.00

Craig y Sophie estaban tumbados lado a lado en el suelo del desván, espiando el piso de abajo por el hueco que había entre los tablones de madera, cuando Daisy entró en la cocina arrastrando a Hugo completamente desnudo.

Craig se quedó sin palabras. Aquello parecía una pesadilla, o uno de esos cuadros antiguos que mostraban cómo los pecadores eran arrastrados hasta las simas del infierno. Apenas podía asociar a aquel hombrecillo humillado e indefenso con su padre, el hombre de la casa, el único con suficiente valor para plantarle cara a su dominante madre, el que había regido su destino desde que tenía uso de razón. Se sintió desorientado, carente de peso específico, como si de pronto la ley de la gravedad hubiera quedado en suspenso y no supiera ubicarse en el espacio.

Sophie empezó a llorar bajito.

-Esto es horrible -gimió-. Nos van a matar a todos.

La necesidad de consolarla dio fuerzas a Craig. Pasó un brazo alrededor de sus delgados hombros. Estaba temblando.

-Es horrible, sí, pero todavía no estamos muertos -dijo-. Podemos conseguir ayuda.

-¿Cómo?

-¿Dónde has dejado exactamente tu móvil?

-En el granero, arriba, junto a la cama. Creo que lo puse en la maleta al cambiarme.

-Tenemos que llegar hasta allí y usarlo para llamar a la poli.

-¿Y si nos ve esa gente?

-Nos mantendremos alejados de las ventanas de la cocina.

-¡No podernos, la puerta del granero está justo enfrente!

Tenía razón, y Craig lo sabía, pero debían arriesgarse.

-No creo que miren hacia fuera.

-¿Y si lo hacen?

-Con la que está cayendo, apenas se ve nada.

Seguro que nos pillan!

Craig no sabía qué más decirle.

-Tenemos que intentarlo.

-Yo no puedo. Quedémonos aquí…

La idea era tentadora, pero Craig sabía que si se limitaba a esconderse y no hacía nada para ayudar a su familia, nunca se lo perdonaría.

-Puedes quedarte si quieres, mientras yo voy al granero.

-¡No, no me dejes sola!

Craig había supuesto que diría eso.

-Entonces tendrás que venir conmigo.

-No quiero.

Craig estrechó sus hombros y le dio un beso en la mejilla.

-Venga, sé valiente.

Sophie se secó la nariz con la manga.

-Lo intentaré.

Craig se levantó y se puso las botas y la chaqueta. Sophie se quedó inmóvil, observándolo a la luz de la vela. Intentando caminar sin hacer ruido por temor a que lo oyeran desde abajo, Craig buscó las botas de agua de Sophie y luego se arrodilló y las calzó en sus pequeños pies. Ella se dejó hacer sin oponer resistencia, todavía aturdida por lo ocurrido. Craig tiró de ella hacia arriba con suavidad, obligándola a incorporarse, y luego le ayudó a ponerse el anorak. Le cerró la cremallera, le puso la capucha y le apartó el pelo del rostro con la mano. Parecía un muchachito con aquella capucha calada, y por un fugaz instante Craig pensó en lo preciosa que era.

Abrió la puerta de la buhardilla. Un viento gélido entró en U habitación, arrastrando consigo una gran ráfaga de nieve. La lámpara que había por encima de la puerta trasera de la cocina dibujaba un semicírculo de luz en la espesa nieve. La tapa del cubo de la basura parecía el sombrero de Ali Baba.

Había dos ventanas en aquel extremo de la casa, una en la despensa y otra en el recibidor de las botas. Los siniestros desconocidos estaban en la cocina. Había que tener muy mala suerte para que uno de ellos entrara en la despensa o saliera al recibidor justo cuando él pasara por delante de la ventana. Craig creía que tenía bastantes probabilidades de salir airoso de aquel trance.

-Venga -animó a Sophie.

Ella se puso a su lado y miró hacia abajo.

-Tú primero.

Craig se asomó. Había luz en el recibidor de las botas, pero no en la despensa. ¿Lo vería alguien? De haber estado a solas se habría sentido aterrado, pero el miedo de Sophie le infundía valor. Barrió la nieve de la cornisa con la mano y luego avanzó por esta hasta el tejado adosado del recibidor de las botas. Barrió un trozo del tejado, se incorporó y alargó el brazo hacia Sophie, que le dio la mano mientras avanzaba paso a paso por la cornisa.

-Lo estás haciendo muy bien -le susurró. La cornisa tenía sus buenos treinta centímetros de ancho, así que aquello tampoco era tan difícil, pero Sophie estaba temblando. Finalmente, bajó hasta el tejado adosado-. Bien hecho -la felicitó Craig.

Fue entonces cuando Sophie resbaló.

Los pies se le fueron hacia delante. Craig seguía sujetándole la mano, pero no podía impedir que perdiera el equilibrio, Y la joven cayó de nalgas sobre el tejado con un golpe seco que debió de oírse abajo. Sophie se quedó tumbada de espaldas y empezó a resbalar por las tejas cubiertas de hielo.

Craig alargó la mano y logró asir un trozo de anorak. Tiró de Sophie con todas sus fuerzas, tratando de frenar su caída, pero él también se apoyaba sobre la misma superficie resbaladiza, y lo que ocurrió fue que ella lo arrastró consigo. Craig se deslizó por el tejado, intentando permanecer de pie e impedir que Sophie cayera abajo.

Los pies de esta golpearon el canalón, que frenó su caída pero tenía medio trasero colgando por fuera del borde del tejado, y estaba en un tris de caerse abajo. Craig agarró la chaqueta con más fuerza y empezó a tirar de Sophie, arrastrándola hacia sí, pero entonces resbaló de nuevo. Soltó la chaqueta y abrió los brazos para no perder el equilibrio.

Sophie gritó y cayó del tejado.

Aterrizó tres metros más abajo, en la mullida nieve fresca, por detrás del cubo de la basura.

Craig asomó la cabeza por el borde del tejado. Casi no llegaba luz a aquel rincón oscuro, y apenas alcanzaba a verla.

-¿Estás bien? -preguntó. No hubo respuesta. ¿Habría perdido el conocimiento?-. ¡Sophie!

-Estoy bien -contestó, desolada.

La puerta trasera de la casa se abrió repentinamente.

Craig se agachó.

Un hombre salió a la calle. Desde arriba, Craig solo alcanzaba a ver su cabeza poblada de pelo corto y oscuro. Echó un vistazo por la parte lateral del tejado adosado. La luz que manaba de la puerta abierta le permitía distinguir a Sophie. Su anorak rosa se confundía con la nieve, pero los vaqueros se veían bastante. Estaba inmóvil. Craig no alcanzaba a verle el rostro.

Una voz gritó desde dentro:

-¡Elton! ¿Quién anda ahí fuera?

El aludido blandió una linterna de lado a lado, pero el haz de luz no mostraba nada excepto copos de nieve. Craig se tumbó boca abajo en el tejado.

Elton se volvió hacia la derecha, alejándose de Sophie, y adentró un poco en la oscuridad, alumbrando sus pasos con la linterna.

Craig se aplanó sobre el tejado, deseando con todas sus fuerzas que Elton no mirara hacia arriba. Entonces se dio cuenta de que la puerta del desván seguía abierta de par en par. Si a aquel tipo se le ocurría dirigir el haz de su linterna en esa dirección no podía sino verla y querría ir a echar un vistazo, lo que podía tener consecuencias nefastas. Craig reptó lentamente hacia arriba por el tejado adosado. Tan pronto como tuvo la puerta a su alcance, la cogió por el canto inferior y la empujó con suavidad. La puerta giró lentamente sobre los goznes hasta el marco en forma de arco. Craig le dio un último empujón y volvió a tumbarse en el tejado. La puerta se cerró con un chasquido.

Elton se dio media vuelta. Craig no se movió. Desde arriba, veía cómo el haz de la linterna barría el hastial de la casa y la puerta del desván.

-¿Elton? -llamó la misma voz desde dentro.

El haz de luz se alejó.

-¡No se ve una mierda! -gritó, visiblemente irritado.

Craig se arriesgó a levantar la cabeza para echar un vistazo abajo. Elton se dirigía al otro lado de la puerta, donde estaba Sophie. Se detuvo junto al cubo de la basura. Si se le ocurría rodear el recibidor de las botas para inspeccionar aquel rincón, la descubriría. Si eso pasaba, decidió Craig, se lanzaría en picado sobre Elton. Seguramente le daría una paliza de muerte, pero quizá Sophie lograra escapar.

Tras unos segundos interminables, Elton se dio la vuelta.

-¡Lo único que hay aquí fuera es nieve! -anunció a voz en grito. Luego entró en la casa y cerró la puerta dando un sonoro portazo.

Craig soltó un gemido de alivio. Solo entonces se dio cuenta de que estaba temblando. Intentó tranquilizarse. Pensar en Sophie lo ayudó. Saltó del tejado y aterrizó junto a ella.

-¿Te has hecho daño? -preguntó, inclinándose hacia ella

Sophie se incorporó.

-No, pero estoy muerta de miedo.

-Bueno. ¿Puedes levantarte?

-¿Estás seguro de que se ha ido?

-He visto cómo entraba y cerraba la puerta. Habrán oído tu grito, o quizá un golpe en el techo cuando te has resbalado, pero seguramente creerán que ha sido la nieve.

-Dios, eso espero.

Sophie se levantó con dificultad.

Craig frunció el ceño, pensativo. Era evidente que aquella gente estaba atenta a cuanto ocurría en la casa y sus alrededores. Si Sophie y él cruzaban el patio hasta el granero, podían ser vistos por alguien que estuviera asomado a la ventana de la cocina. Lo mejor que podían hacer era salir por el jardín, rodearlo hasta el chalet de invitados y acercarse al granero por la parte de atrás. Se arriesgaban a que los vieran entrando por la puerta, pero el rodeo minimizaba las posibilidades de ser descubiertos.

-Por aquí -dijo. Cogió la mano de Sophie, que lo siguió a regañadientes.

El viento soplaba con más fuerza en aquella zona. La tormenta se desplazaba tierra adentro. Lejos del cobijo que ofrecía la casa, la nieve no caía en remolinos danzantes, sino en violentas rachas ladeadas que les azotaban el rostro sin piedad y se les metían en los ojos.

Cuando Craig perdió la casa de vista, echó a caminar hacia la derecha. Allí la nieve tenía medio metro de profundidad y dificultaba mucho el avance. La tormenta le impedía ver el chalet de invitados. Contando los pasos, avanzó lo que consideraba una distancia equivalente a la anchura del patio. Ya completamente a ciegas, supuso que estarían a la altura del granero y volvió a cambiar de dirección. Contó los pasos que según sus cálculos faltaban para darse de bruces con la pared trasera del edificio.

Pero no encontró nada.

Estaba seguro de que no se había equivocado. Había medido las distancias meticulosamente. Avanzó otros cinco pasos. Temía haberse perdido, pero no quería que Sophie se diera cuenta. Reprimiendo una oleada de pánico, volvió a cambiar el rumbo de sus pasos, esta vez para volver a la casa principal. Gracias a la impenetrable oscuridad Sophie no le veía la cara, así que afortunadamente no podía saber lo asustado que estaba.

Llevaban menos de cinco minutos a la intemperie, pero Craig ya empezaba a notar un frío insoportable en las manos y los pies. Se dio cuenta de que sus vidas corrían verdadero peligro. Si no encontraban refugio pronto, morirían de frío.

Sophie no era tonta.

-¿Dónde estamos?

Craig intentó sonar más seguro de lo que se sentía.

-A punto de llegar al granero. Unos pasos más y ya está.

No tardó en arrepentirse de haber pronunciado aquellas palabras. Diez pasos más allá seguían envueltos en tinieblas.

Craig supuso que se habrían alejado más de lo creía del núcleo de viviendas. Eso explicaba el que se hubiera quedado corto al calcular la distancia de regreso. Volvió a doblar hacia la derecha. Había dado tantas vueltas que ya no estaba seguro de saber orientarse. Avanzó diez pasos más a trancas y barrancas y se detuvo.

-¿Nos hemos perdido? -preguntó Sophie con un hilo de voz.

-¡No podemos estar lejos del granero! -replicó Craig en tono airado-. ¡Si apenas nos hemos alejado de la casa!

Sophie lo rodeó con los brazos.

-No es culpa tuya.

Craig lo sabía, pero se sintió agradecido de todos modos.

-Podríamos pedir socorro -sugirió ella-. A lo mejor Caroline y Tom nos oyen.

-Esa gente también podría oírnos.

-Aun así, eso sería mejor que morir congelados.

Sophie tenía razón, pero Craig se resistía a reconocerlo ¿Cómo podían haberse perdido en un recorrido tan corto? Se negaba a creerlo.

Abrazó a Sophie, pero se sentía desesperado. Se había creído superior a ella porque estaba más asustada que él, y por unos momentos se había sentido muy viril protegiéndola, pero ahora estaban los dos perdidos por su culpa. «Menudo hombre -pensó-. Menudo protector.» Su novio el futuro abogado seguro que lo habría hecho mejor, si es que existía.

Justo entonces creyó vislumbrar una luz por el rabillo del ojo.

Se volvió en esa dirección, pero la luz desapareció de su campo visual. Sus ojos no avistaron más que oscuridad. ¿Podían ser imaginaciones suyas?

Sophie percibió su tensión.

-¿Qué pasa?

-Me ha parecido ver una luz.

Craig se volvió hacia Sophie y entonces vislumbró de nuevo aquella luz por el rabillo de ojo, pero cuando miró en la dirección de la que parecía provenir se había vuelto a desvanecer.

Recordaba vagamente haber leído algo en clase de biología sobre la visión periférica y su capacidad para percibir objetos que resultan invisibles si se miraban de frente. Había una explicación científica para ello, y tenía algo que ver con el denominado «ángulo muerto» de la retina. Craig se volvió de nuevo hacia Sophie y la luz volvió a brillar. Esta vez no se molestó en volver la cabeza, sino que procuró observarla sin mover los ojos. La luz titilaba, vacilante, pero estaba allí.

Movió la cabeza y volvió a desaparecer, pero ahora sabía en qué dirección debía avanzar.

-Por aquí.

Se abrieron camino con dificultad sobre la nieve. La luz no volvió a aparecer enseguida, y Craig se preguntó si habría tenido una alucinación, algo así como los espejismos de oasis que se avistaban en pleno desierto. Pero entonces la luz parpadeó unos segundos antes de volver a extinguirse.

-¡La he visto! -gritó Sophie.

Siguieron avanzando a duras penas. Segundos después la luz volvió a brillar, y esta vez no se desvaneció. Craig sintió un alivio tremendo, y se dio cuenta de que por un momento había llegado a pensar que iba a morir, y Sophíe con él.

Cuando se acercaron a la luz, Craig vio que era la que había por encima de la puerta trasera de la casa. Habían trazado un círculo y volvían al punto de partida.

06.15

Miranda permaneció inmóvil durante mucho tiempo. Le aterraba pensar que Daisy podía volver en cualquier momento, pero se sentía incapaz de hacer nada al respecto. En su imaginación, aquella mujer entraba en la habitación a grandes zancadas con sus botas de motorista, se arrodillaba en el suelo y miraba debajo de la cama. Casi podía ver su rostro despiadado, el cráneo rapado, la nariz torcida y los ojos oscuros, tan tiznados de perfilador negro que parecían amoratados. El mero recuerdo de aquel rostro era tan aterrador que a veces Miranda cerraba los ojos con todas sus fuerzas hasta que empezaba a ver destellos.

Fue el pensar en Tom lo que la obligó a pasar a la acción. Tenía que proteger a su hijo de once años. Pero ¿cómo? Ella sola no podía hacer nada. Estaba dispuesta a enfrentarse a los desconocidos y defender la vida de los chicos con la suya propia, pero eso de nada serviría: la apartarían de en medio corno a un saco de patatas. A las personas civilizadas no se les daba muy bien ejercer la violencia; eso era precisamente lo que las convertía en personas civilizadas.

La respuesta a su pregunta seguía siendo la misma. Tenía que encontrar un teléfono y pedir ayuda. Eso significaba que debía llegar como fuera hasta el chalet de invitados. Teñí a que salir de su escondite bajo la cama, abandonar la habitación y bajar las escaleras sin ser vista, con la esperanza de que ninguno de los intrusos la oyera desde la cocina ni saliera al vestíbulo. Por el camino tenía que coger alguna prenda de abrigo y un par de botas. Iba descalza, y lo único que llevaba sobre la piel era un camisón de algodón. Sabía que no podía salir a la calle vestida de aquella manera, en plena ventisca y con una capa de nieve de medio metro de espesor. Luego tendría que rodear la casa, cuidando de mantenerse bien alejada de las ventanas, hasta llegar al chalet. Una vez allí, cogería el móvil que había dejado en su bolso, junto a la puerta.

Intentó hacer acopio de fuerzas. ¿De qué tenía tanto miedo? «La tensión», pensó. La tensión era lo que más la aterraba. Pero no duraría mucho tiempo. Medio minuto para bajar las escaleras; un minuto para ponerse una chaqueta y unas botas; dos minutos, a lo sumo tres, para avanzar por la nieve hasta el chalet. Menos de cinco minutos en total.

Un sentimiento de indignación se apoderó de ella. ¿Cómo se atrevía aquella gentuza a darle miedo de caminar por su propia casa? La ira le infundió valor.

Temblando, se deslizó de debajo de la cama. La puerta de la habitación estaba abierta. Asomó la cabeza, comprobó que no había nadie en los alrededores y salió al descansillo. Le llegaban voces desde la cocina. Miró hacia abajo.

Había un perchero al pie cíe la escalera. La mayor parte de las prendas de abrigo y botas de la familia se guardaban en el vestidor del pequeño recibidor trasero, pero su padre siempre dejaba las suyas en el vestíbulo. Desde arriba, Miranda alcanzaba a ver su viejo anorak azul colgado del perchero y las botas de goma forradas de piel que le mantenían los pies calientes mientras sacaba a Nellie. Con aquello tendría bastante para no morir congelada mientras se abría camino por la nieve hasta el chalet. No tardaría más de unos segundos en ponérselo todo y escabullirse por la puerta delantera.

Si lograba reunir el valor suficiente, claro.

Empezó a bajar las escaleras de puntillas.

Las voces de la cocina se hicieron más audibles. Al parecer estaban discutiendo. Reconoció la voz de Nigel:

-¡Pues vuelve a mirar, joder!

¿Significaba aquello que alguien se disponía a registrar la casa de nuevo? Se dio la vuelta y echó a correr, subiendo los peldaños de dos en dos. Justo cuando llegó al descansillo, oyó pasos de botas en el vestíbulo. Daisy.

De nada serviría volver a esconderse debajo de la cama. Si Daisy iba a inspeccionar la casa por segunda vez, se aseguraría de no pasar por alto ningún posible escondrijo. Miranda entró en la habitación de su padre. Solo había un sitio en el que podía esconderse: el desván. Cuando tenía diez años, lo había convertido en su refugio. Todos los niños de la casa lo habían hecho en algún momento de sus vidas.

La puerta del armario ropero estaba abierta.

Miranda oyó los pasos de Daisy en el descansillo.

Se arrodilló, entró en el armario gateando y abrió la portezuela que daba al desván. Entonces se dio la vuelta y cerró la puerta del armario ropero. Luego reculó hasta el desván y cerró la portezuela.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había cometido un grave error. Daisy había registrado la casa un cuarto de hora antes, y seguro que había visto la puerta del armario abierta. ¿Se acordaría de eso ahora, y se daría cuenta de que alguien la había cerrado en su ausencia? ¿Y sería lo bastante lista para deducir por qué?

Oyó los pasos de Daisy en el vestidor. Contuvo la respiración mientras registraba el cuarto de baño. De pronto, las puertas del armario ropero se abrieron de par en par. Miranda se mordió el pulgar para no gritar de miedo. Se oyó el frufrú de las prendas rozándose entre sí mientras Daisy hurgaba entre los trajes y camisas de Stanley. La portezuela era difícil de ver, a menos que uno se arrodillara y mirara por debajo de la ropa colgada. ¿Sería Daisy tan meticulosa?

Hubo un largo silencio.

Luego los pasos de Daisy se alejaron hacia el dormitorio.

Miranda se sintió tan aliviada que tuvo ganas de romper a llorar, pero se contuvo. Debía ser valiente. ¿Qué estaba pasando en la cocina? Recordó el agujero en el suelo. Gateó lentamente hasta allí para echar un vistazo.

* * *

Hugo tenía un aspecto tan lamentable que Kit casi sintió lástima por él. Era un hombre bajito y rechoncho con pechos protuberantes, pezones peludos y un abultado vientre que le colgaba por encima de los genitales. Las delgadas piernas que sostenían aquel cuerpo rollizo le hacían parecer un muñeco mal diseñado. Su desnudez resultaba aún más bochornosa por el contraste que ofrecía respecto a su imagen habitual. En circunstancias normales, Hugo aparentaba ser un hombre desenvuelto y seguro de sí mismo, vestía prendas elegantes que lo favorecían y flirteaba con el aplomo de un galán, pero ahora parecía un pobre diablo muerto de vergüenza.

La familia estaba apiñada a un lado de la cocina, junto a la puerta de la despensa y lejos de todas las salidas: Kit, su hermana Olga envuelta en un salto de cama de seda negra, el padre de ambos con los labios hinchados a causa del puñetazo que Daisy le había propinado y el mando de Olga, Hugo, tal como su madre lo había traído al mundo. Stanley se había sentado y sujetaba a Nellie, acariciándola para tranquilizarla, temeroso de que le pegaran un tiro si atacaba a los intrusos. Nigel y Elton permanecían de pie al otro lado de la mesa, y Daisy estaba registrando el piso de arriba.

Hugo dio un paso al frente.

-En el cuartito de la lavadora hay toallas y todo eso -dijo. Desde la cocina se podía acceder a dicha habitación, contigua al comedor-. ¿Puedo ir a buscar algo con lo que taparme?

Justo entonces, Daisy volvió a entrar en la cocina.

-Prueba con esto -dijo, y lo azotó en la entrepierna con un paño de cocina. Kit recordaba lo mucho que aquello podía doler de sus tiempos de estudiante, cuando se dedicaba a hacer el ganso con sus compañeros en los vestuarios. Hugo lanzó un grito involuntario y se dio la vuelta. Daisy volvió a azotarlo, esta vez en las nalgas. Hugo se acurrucó en un rincón y Daisy se echó a reír. No podía haberlo humillado más.

La escena daba vergüenza ajena, y Kit se sintió ligeramente asqueado.

-Deja de hacer el imbécil -reprendió Nigel a Daisy en tono irritado-. Quiero saber dónde se ha metido la otra hermanita… Miranda, se llama. Ha debido salir sin que nos diéramos cuenta. ¿Dónde está?

-La he buscado por todas partes dos veces -señaló Daisy-. No está en la casa.

-Puede que se haya escondido.

-Y puede que sea la mujer invisible, no te jode, pero yo no la encuentro.

Kit sabía dónde estaba Miranda. Segundos antes había visto a Nellie ladear la cabeza y erguir una de sus orejas negras. Alguien había entrado en el desván, y solo podía ser su hermana. Se preguntó si Stanley también se habría fijado en la reacción de Nellie. Miranda no suponía una gran amenaza, encerrada allí arriba sin teléfono y con un camisón por único atuendo, pero aun así Kit deseó que se le ocurriera algún modo de advertir a Nigel.

-A lo mejor ha salido -aventuró Elton-. Ese ruido que hemos oído debía de ser ella.

Había una nota de exasperación en la réplica de Nigel:

-En ese caso, ¿cómo es que no la has visto cuando has salido a mirar?

-¡Porque ahí fuera no se ve una mierda! -El tono autoritario de Nigel empezaba a molestar a Elton.

Kit supuso que el ruido de fuera lo habría hecho alguno de los chicos jugando. Se había oído un golpe seco y luego un grito, como si una persona o un animal se hubiera dado con la puerta trasera. Era posible que un ciervo se hubiera tropezado con la puerta, pero los ciervos no gritaban, sino que emitían mugidos similares a los del ganado. Tampoco era descabellado suponer que el viento había arrojado a un pájaro grande contra la puerta y que este había lanzado un graznido similar a un grito humano. Sin embargo, para Kit el principal sospechoso seguía siendo el hijo de Miranda, el joven Tom. Tenía once años, la edad perfecta para escabullirse por la noche y jugar a los espías.

De haber mirado por la ventana y haber visto las pistolas, ¿qué habría hecho Tom? En primer lugar habría buscado a su madre, pero no la habría encontrado. Luego habría despertado a su hermana, o quizá a Ned. En cualquier caso, no había tiempo que perder. Tenían que reunir al resto de la familia antes de que alguien lograra hacerse con un teléfono. Pero Kit no podía hacer nada sin delatarse, así que se sentó y aguardó con la boca cerrada.

-No llevaba puesto más que un camisón -observó Nigel-. No puede haber ido lejos.

-Vale, pues vamos a mirar en los demás edificios -sugirió Elton.

-Espera un segundo. -Nigel frunció el ceño-. Hemos buscado en todas las habitaciones de la casa, ¿verdad?

-Sí, ya te lo he dicho -contestó Daisy.

-Les hemos quitado el móvil a tres de ellos: Kit, el enano en pelotas y la hermana marimandona. Y estamos seguros de que no hay más móviles en la casa -prosiguió Nigel.

-Aja -asintió Daisy, que había aprovechado para buscar teléfonos móviles mientras registraba las habitaciones.

-Entonces será mejor que miremos en los demás edificios -concluyó Nigel.

-De acuerdo -repuso Elton-. Está el chalet de invitados, el granero y el garaje, eso ha dicho el viejo.

-Mira en el garaje primero. Habrá teléfonos en los coches.

Luego ve al chalet y al granero. Reúne al resto de la familia tráelos aquí. Asegúrate de quitarles los móviles. Los tendremos a todos aquí bajo control durante una hora o dos, y luego nos largaremos.

No era un mal plan, pensó Kit. En cuanto lograran reunir a toda la familia en una misma habitación, sin ningún teléfono cerca, el peligro habría pasado. Nadie llamaría a su puerta el día de Navidad por la mañana -ni el lechero, ni el cartero, ni la furgoneta de reparto de los supermercados Tesco, ni la de Majestic Wine-, así que nadie sospecharía lo que estaba pasando Podían tomarse un respiro y sentarse a esperar la salida del sol

Elton se puso la chaqueta y miró por la ventana, inspeccionando la nieve con ojos escrutadores. Siguiendo su mirada, Kit se dio cuenta de que, a la luz de las lámparas exteriores, apenas se vislumbraban el chalet y el granero al otro lado del patio. Seguía nevando con ganas.

-Yo miraré en el garaje. Que se vaya Elton al chalet -propuso Daisy.

-Será mejor que nos demos prisa -observó este-.Ahora mismo puede haber alguien llamando a la policía.

Daisy se metió la pistola en el bolsillo y cerró la cremallera de su chaqueta de piel.

-Antes de que os vayáis, encerremos a estos cuatro en algún sitio donde no den la lata.

Fue entonces cuando Hugo se abalanzó sobre Nigel.

El ataque sorprendió a propios y extraños. Al igual que sus compinches, Kit había dado por sentado que Hugo no suponía ninguna amenaza para ellos. Pero había saltado hacia delante con furia y golpeaba a Nigel en el rostro una y otra vez con ambos puños. Había elegido un buen momento, pues Daisy acababa de guardar el arma y Elton ni siquiera había llegado a sacar la suya, así que Nigel era el único que tenía una pistola en la mano, pero estaba tan ocupado intentando esquivar sus puñetazos que no podía usarla.

Nigel retrocedió tambaleándose y se golpeó con la encimera. Hugo fue hacia él como una fiera, golpeándolo en el rostro y el cuerpo al tiempo que gritaba algo ininteligible. Le asestó bastantes puñetazos en pocos segundos, pero Nigel no soltó el arma.

Elton fue el primero en reaccionar. Se fue hacia Hugo e intentó apartarlo de Nigel. Al estar desnudo resultaba difícil cogerlo, y por más que lo intentara no lograba inmovilizarlo, pues sus manos resbalaban sobre los hombros de Hugo, que no paraba de moverse.

Stanley soltó a Nellie, que ladraba furiosamente, y la perra atacó a Elton mordiéndole las piernas. Había visto pasar muchos inviernos y sus dientes ya no tenían la fuerza de antes, pero toda ayuda era poca.

Daisy intentó sacar la pistola, pero el cañón del arma se enganchó con el forro del bolsillo. Olga cogió un plato y se lo arrojó desde el otro extremo de la cocina. Daisy esquivó el golpe, pero el plato la alcanzó de refilón en el hombro.

Kit dio un paso adelante para inmovilizar a Hugo, pero se contuvo.

Lo último que quería era que la familia se hiciera con el control de la situación. Por mucho que le hubiera consternado descubrir la verdadera finalidad del robo que él había planeado, su máxima prioridad era salvar el pellejo. Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que Daisy había estado a punto de ahogarlo en la piscina, y sabía que si no pagaba al padre de esta el dinero que le debía se enfrentaría a una muerte tan atroz como la que podía causar el virus encerrado en aquel frasco de perfume. Intervendría para defender a Nigel contra su propia familia si tenía que hacerlo, pero solo como último recurso. Mientras pudiera, seguiría haciéndoles creer que nunca había visto a Nigel hasta aquella noche. Permaneció al margen, sintiéndose impotente y dividido por dos impulsos de signo contrario.

Elton rodeó a Hugo con ambos brazos y lo estrechó con fuerza. Este forcejeó con energía, pero era más pequeño que su adversario y no estaba en forma, por lo que no logró zafarse Elton lo levantó del suelo y retrocedió, alejándolo de Nigel

Daisy asestó un certero puntapié a Nellie en las costillas con una de sus pesadas botas. La perra lanzó un aullido y fue a acurrucarse en un rincón.

Nigel sangraba por la nariz y la boca, y tenía feas marcas rojas alrededor de los ojos. Miró a Hugo con odio y alzó la mano derecha, la que seguía empuñando el arma.

Olga dio un paso al frente y gritó:

-¡No!

Nigel movió el brazo y le apuntó a ella.

Stanley cogió a Olga y la sujetó, al tiempo que suplicaba:

-Por favor, no dispares, te lo ruego.

Nigel seguía apuntando a Olga cuando dijo:

-Daisy, ¿sigues llevando la porra?

La interpelada asintió, complacida. Nigel se volvió hacia Hugo.

-Empléate a fondo con este hijo de la gran puta.

Viendo lo que se le venía encima, Hugo empezó a forcejear, pero Elton lo sujetó con más fuerza.

Daisy blandió la porra en el aire y la estrelló contra el rostro de Hugo. Le dio de lleno en un pómulo, produciendo un repugnante crujido. Hugo lanzó un grito de dolor. Daisy volvió a golpearlo, y la sangre empezó a manar de su boca hacia el pecho desnudo. Con una sonrisa malévola, Daisy le miró los genitales y le propinó una patada en la entrepierna. Luego volvió a aporrearlo, esta vez en la coronilla. Hugo cayó al suelo, inconsciente, pero eso a Daisy le daba igual. Lo golpeó con la porra en la nariz y le asestó otro puntapié.

Olga lanzó un gemido de dolor y rabia, se zafó del abrazo de su padre y se abalanzó sobre Daisy. Esta blandió la porra en su dirección, pero Olga estaba demasiado cerca y el arma paso silbando detrás de su cabeza.

Elton soltó a Hugo, que se desplomó en el suelo embaldosado, y se fue hacia Olga, que había logrado poner las manos sobre el rostro de Daisy y le estaba clavando las uñas.

Nigel tenía a Olga en su punto de mira pero no se atrevía a disparar por temor a herir a uno de los suyos en medio del forcejeo.

Stanley se volvió hacia la placa de cocina y cogió la pesada sartén con la que Kit había preparado una docena de huevos revueltos. La levantó en el aire y la blandió en la dirección de Nigel, apuntándole a la cabeza. En el último momento, este lo vio venir y esquivó el golpe. La sartén lo golpeó en el hombro derecho. Nigel lanzó un grito de dolor y la pistola salió disparada de su mano.

Stanley intentó cogerla, pero no lo consiguió. El arma aterrizó sobre la mesa de la cocina, a escasos centímetros del frasco de perfume, rebotó en el asiento de una silla de pino, rodó y se cayó al suelo, a los pies de Kit. Este se inclinó y la recogió.

Nigel y Stanley lo miraban fijamente. Intuyendo un vuelco en la situación, Olga, Daisy y Elton dejaron de forcejear entre sí y se volvieron hacia él.

Kit dudaba, dividido ante el angustioso dilema que se le había presentado de pronto.

Durante unos segundos de inmovilidad que se hicieron eternos, todos clavaron en él sus ojos.

Finalmente, Kit dio la vuelta al arma y, sosteniéndola por el cañón, se la devolvió a Nigel.

06.30

Por fin, Craig y Sophie habían encontrado el granero. Habían pasado unos minutos junto a la puerta trasera de la casa, sin acabar de decidir si debían entrar o no, pero no tardaron en darse cuenta de que morirían congelados si seguían allí indefinidamente. Haciendo acopio de valor, cruzaron el patio por las buenas, la cabeza gacha, rezando para que nadie estuviera mirando por las ventanas de la cocina. Los veinte pasos que los separaban del otro lado del patio se les hicieron eternos a causa de la gruesa capa de nieve que cubría el suelo. Una vez allí, avanzaron pegados a la fachada del granero, siempre arriesgándose a que los vieran desde la cocina. Craig no se atrevía a mirar en esa dirección; tenía demasiado miedo de lo que podían ver sus ojos. Cuando por fin alcanzaron la puerta, echó un vistazo rápido a la casa. En la oscuridad, no alcanzaba a distinguir la silueta del edificio, sino solo las ventanas iluminadas. La nieve también le dificultaba la visión, por lo que solo acertaba a ver siluetas borrosas moviéndose en la cocina. Nada parecía indicar que alguien se hubiera asomado a la ventana en el momento equivocado.

Abrió la gran puerta del granero. Pasaron ambos al interior y Craig se volvió para cerrar la puerta con un sentimiento de infinita gratitud. El aire caliente lo envolvió como un abrazo. Estaba temblando de la cabeza a los pies, y los dientes de Sophie castañeteaban sin cesar. La joven se quitó el anorak cubierto de nieve y se sentó en uno de los grandes radiadores como los de los hospitales. A Carig también le hubiera gustado calentarse durante un minuto pero no había tiempo para eso. Tenía que conseguir ayuda enseguida.

En lugar estaba débilmente iluminado por una pequeña luz de noche cercana a la cama plegable en la que Tom estaba acostado. Craig miró al chico desde cerca preguntándose si debía despertarlo. Parecía haberse recuperado del vodka de Sophie y dormía tranquilamente con su pijama de Spider Man.

Algo que estaba en el suelo, al lado de la almohada, llamó la atención de Craig. Era una foto. Craig la cogió y la acercó a la luz. Parecía haber sido tomada en la fiesta de cumpleaños de su madre y se veía a Sophie rodeando a Tom con uno de sus brazos alrededor de sus hombros. Craig sonrió. Parece que no soy el único que estaba cautivado por ella esa tarde, pensó para sus adentros. Volvió a colocar la foto en su su tío y no le dijo nada a Sophie.

No tenía sentido despertar a Tom, decidió. No había nada que él pudiera hacer, y solo conseguiría aterrorizarlo.. Estaba mejor durmiendo.

Craig subió rápidamente la escalera que conducía al antiguo pajar. En una de las estrechas camas individuales, bajo un montón de mantas se adivinaba la silueta de su hermana Caroline. Parecía profundamente dormida. También ella estaba mejor así. Si se despertaba y descubría lo que estaba pasando se pondría histérica. No trataría de despertarla.

La segunda cama estaba intacta. En el suelo, cerca de ella, pudo ver el contorno de una maleta abierta. Sophie había dicho que había dejado el teléfono encima de sus ropas. Craig cruzó la habitación moviéndose cautelosamente en la oscuridad. Al inclinarse escuchó muy cerca de él los crujidos y chillidos débiles de algún ser vivo y masculló una maldición. El corazón parecía querer saltársele del pecho. Eran los dichosos ratones de Caroline, paseándose en su jaula. Empujó la jaula a un lado y empezó a registrar la maleta de Sophie.

Guiándose por el tacto, hurgó en el interior de la maleta. Arriba del todo había una bolsa de plástico que contenía un bulto envuelto en papel de regalo. Aparte de eso, casi todo eran prendas de vestir meticulosamente dobladas. Alguien había ayudado a Sophie a hacer la maleta, dedujo, pues no la tenía precisamente por una amante del orden. Se distrajo momentáneamente con un sostén de seda, pero luego su mano asió un objeto con la forma alargada de un móvil. Abrió la solapa, pero la pantalla no se iluminó. No veía lo bastante para encontrar el botón de encendido.

Bajó la escalera apresuradamente con el móvil en la mano. Había una lámpara junto al estante. Craig la encendió y sostuvo el móvil de Sophie bajo la luz. Encontró el botón de encendido y lo presionó, pero nada ocurrió. En ese momento habría roto a llorar de frustración.

-¡No consigo encender este puto trasto! -susurró.

Aún sentada sobre el radiador, Sophie alargó el brazo y Craig le tendió el teléfono. Ella pulsó el mismo botón, frunció el ceño, volvió a presionarlo y luego lo aporreó repetidas veces, hasta que al fin se dio por vencida.

-Se ha quedado sin batería -anunció.

-¡Mierda! ¿Dónde está el cargador?

-No lo sé.

-¿En tu maleta?

-No creo.

Craig estaba al borde de la exasperación.

-¿Cómo puedes no saber dónde está el cargador de tu móvil?

-Creo que lo he dejado en casa -contestó con un hilo de voz.

-¡No me jodas!

Craig se esforzó por controlar su mal genio. Tenía ganas de decirle que era una idiota, pero eso no serviría de nada. Guardó silencio durante unos instantes. Le vino a la mente el recuerdo de los besos que se habían dado poco antes, y ya no pudo seguir enfadado. Su ira se desvaneció como por arte de magia, y rodeó a Sophie con los brazos.

-Vale -le dijo-, no pasa nada.

Sophie apoyó la cabeza en su pecho.

-Lo siento.

-A ver qué se nos ocurre.

-Tiene que haber más móviles por aquí, o un cargador que podamos usar.

Craig movió la cabeza en señal de negación.

-Caroline y yo no tenemos móvil. Mi madre no nos deja. Ella no se despega del suyo ni para ir al baño, pero dice que nosotros no los necesitamos para nada.

-Tom tampoco tiene. Miranda cree que es demasiado joven.

-Genial.

-¡Espera! -exclamó Sophie, apartándose de él-. ¿No había uno en el coche de tu abuelo?

Craig chasqueó los dedos.

-¡El Ferrari, claro! Y además he dejado las llaves puestas. Lo único que tenemos que hacer es ir hasta el garaje y podremos llamar a la policía.

-¿Quieres decir que habrá que volver a salir?

-Tú puedes quedarte aquí.

-No. Quiero ir.

-No te quedarías sola. Tom y Caroline están aquí.

-Quiero estar contigo.

Craig intentó no revelar lo feliz que le hacían aquellas palabras.

-En ese caso, será mejor que vuelvas a ponerte el anorak.

Sophie se apartó del radiador. Craig cogió su anorak del suelo y la ayudó a ponérselo. Ella buscó su mirada y él intentó esbozar una sonrisa alentadora.

-¿Lista?

Por unos segundos, volvió a ser la Sophie de antes:

-Claro, ¿a qué esperamos? Lo peor que puede pasar es que nos vuelen la tapa de los sesos…

Salieron afuera. La oscuridad seguía siendo total y la nieve caía con fuerza, más como ráfagas de perdigones que como nubes de mariposas. Una vez más, Craig miró con inquietud hacia el otro extremo del patio, pero su visibilidad era tan escasa como antes, lo que significaba que los desconocidos tampoco lo tendrían fácil para distinguirlos en medio de la ventisca. Cogió la mano de Sophie. Orientándose por las luces de los edificios colindantes, la guió hasta el extremo del granero, alejándose de la casa, y luego cruzaron el patio hasta el garaje.

La puerta lateral estaba abierta, como siempre. Dentro hacía tanto frío como fuera. No había ventanas, así que Craig decidió encender la luz.

El Ferrari del abuelo estaba donde él lo había dejado, pegado a la pared para disimular la abolladura. De pronto, recordó la vergüenza y el temor que había sentido doce horas antes, después de haber rozado el Ferrari contra el árbol. De pronto, le parecía poco menos que ridículo haberse puesto así por algo tan banal como una abolladura en el chasis de un coche. Se acordó de lo ansioso que estaba por impresionar a Sophie y caerle bien. No hacía tanto tiempo de aquello, pero parecía que hubieran pasado siglos.

En el garaje estaba también el Ford Mondeo de Luke. En cambio, el Toyota Land Cruiser había desaparecido. Craig supuso que Luke se lo habría llevado la noche anterior.

Se acercó al Ferrari y tiró de la puerta, pero esta no se abrió. Volvió a intentarlo, pero estaba cerrada con llave.

-Me cago en todo -maldijo, masticando las palabras.

-¿Qué pasa? -preguntó Sophie.

-El coche está cerrado con llave.

-¡No!

Craig miró hacia dentro.

-Y las llaves no están.

-¿Cómo ha podido pasar?

Craig golpeó el techo del coche con el puño.

-Luke se daría cuenta de que el coche estaba abierto antes de marcharse. Quitaría la llave del contacto, cerraría el coche y la dejaría en la casa.

-¿Y qué hay del otro coche?

Craig intentó abrir la puerta del Ford, pero también estaba cerrada con llave.

-De todas formas, dudo que Luke tenga móvil en el coche.

-¿Podemos recuperar las llaves del Ferrari?

Craig torció el gesto.

-Quizá.

-¿Dónde se guardan?

-En el recibidor de las botas.

-¿El que da a la parte de atrás de la cocina?

Craig asintió con gesto sombrío.

-Lo que nos situaría a dos metros escasos de esos tíos y sus pistolas.

06.45

La máquina quitanieves avanzaba despacio por la carretera de dos carriles, abriéndose paso en la oscuridad. El Jaguar de Carl Osborne la seguía. Toni iba al volante del Jaguar, aguzando la vista mientras los limpiaparabrisas se afanaban en despejar la nieve que caía profusamente sobre el cristal. Ante ellos se extendía un paisaje inmutable: justo delante, los faros destellantes de la máquina quitanieves; a la derecha, un montículo de nieve recién formado por esta; a la izquierda, la nieve virgen que cubría la calzada y las llanuras aledañas hasta donde alumbraban los faros del coche.

La señora Gallo iba dormida con el cachorro en su regazo. Carl iba en el asiento del acompañante y guardaba silencio, ya fuera porque se había quedado dormido o porque estaba enfurruñado. Le había dicho lo mucho que detestaba que otros condujeran su coche, pero Toni había insistido en hacerlo y él se había visto obligado a consentírselo, puesto que ella tenía las llaves.

-Eres incapaz de ceder aunque sea un milímetro, ¿verdad? -había refunfuñado antes de enmudecer.

-Por eso soy tan buena poli -había replicado ella.

-Por eso no tienes marido -había apostillado su madre desde el asiento trasero.

De aquello había pasado más de una hora. Toni luchaba por seguir despierta pese al efecto hipnótico de los limpiaparabrisas, el amodorramiento que producía la calefacción del coche y la monotonía del paisaje. Casi deseó haber dejado que Carl fuera conduciendo. Pero tenía que conservar el control de la situación. Habían encontrado el vehículo de la fuga en el aparcamiento del hotel Dew Drop. En su interior había varias pelucas, bigotes falsos y gafas sin graduación que los ladrones habrían utilizado para disfrazarse, pero ni una sola pista sobre la dirección que pudo haber tomado la banda. El coche de la policía se había quedado en el hotel mientras los agentes interrogaban a Vincent, el joven recepcionista con el que Toni había hablado por teléfono. La máquina quitanieves había seguido hacia el norte por orden de Frank.

Por una vez, Toni estaba de acuerdo con él. Era de esperar que los ladrones cambiaran de vehículo en algún punto de su ruta en lugar de retrasar la huida dando un rodeo innecesario. Siempre cabía la posibilidad de que previeran el modo de pensar de la policía y eligieran deliberadamente un lugar que pusiera a sus perseguidores en la pista equivocada, pero según la experiencia de Toni, los delincuentes no eran tan precavidos. Una vez que tenían el botín en las manos, lo que querían era escapar lo más deprisa posible.

La máquina quitanieves no se detenía ante los coches que encontraba parados a su paso. En la cabina del conductor, además de este, iban dos agentes de policía, pero tenían órdenes estrictas de limitarse a observar a los ocupantes de los vehículos atrapados en la nieve, pues a diferencia de los ladrones, ellos no iban armados. Algunos de los vehículos estaban abandonados, otros tenían uno o dos ocupantes en su interior, pero de momento no habían visto ninguno en el que viajaran dos hombres y una mujer. La mayoría de los coches ocupados arrancaban al paso de la máquina quitanieves y la seguían. Detrás del Jaguar se había formado ya una pequeña caravana.

Toni empezaba a dejarse vencer por el pesimismo. Ya tenían que haber encontrado a la banda. Al fin y al cabo, habían sali do del Dew Drop en un momento en que las carreteras eran poco menos que intransitables. No podían haber ido muy lejos

¿Tendrían algún tipo de escondrijo en los alrededores? No parecía probable. Los ladrones no solían esconderse cerca de la escena del crimen, más bien todo lo contrario. Mientras la caravana avanzaba hacia el norte, Toni se preguntaba con creciente inquietud si no se habría equivocado al suponer que habían partido en esa dirección.

Entonces avistó un letrero familiar que ponía «Playa» y se dio cuenta de que debían de estar cerca de Steepfall. Había llegado el momento de poner en práctica la segunda parte de su plan. Tenía que llegar a la casa e informar a Stanley de lo sucedido.

Se acercaba el momento que tanto temía. Su trabajo consistía en impedir que algo así llegara a ocurrir. Había tenido varios aciertos: gracias a su insistencia, el robo se había descubierto más pronto que tarde, había obligado a la policía a tomarse en serio la amenaza biológica y salir en persecución de los ladrones, y Stanley no podía sino quitarse el sombrero por cómo se las había arreglado para llegar hasta él en medio de una fuerte ventisca. Pero Toni deseaba poder decirle que los ladrones habían sido detenidos y que la situación de emergencia había pasado, y en lugar de eso se disponía a comunicarle su propio fracaso. No sería, desde luego, el encuentro gozoso que había previsto.

Frank se había quedado en el Kremlin. Usando el teléfono del coche de Osborne,Toni lo llamó al móvil.

La voz de Frank resonó en los altavoces del Jaguar.

-Comisario Hackett.

-Soy Toni. La máquina quitanieves se acerca al desvío de la casa de Stanley Oxenford. Me gustaría informarle de lo sucedido.

-No necesitas mi permiso para hacerlo.

-No logro comunicarme con él por teléfono, pero la casa está a un kilómetro y medio de la carretera principal.

-Olvídalo. Ha llegado la unidad de respuesta .Vienen armados hasta los dientes y se mueren de ganas de entrar en acción. No voy a retrasar la búsqueda de la banda.

-Solo necesito la máquina quitanieves durante cinco o seis minutos, lo suficiente para despejar el camino de acceso, y después puedes olvidarte de mí, y de mi madre.

-Suena tentador, pero no estoy dispuesto a interrumpir la búsqueda durante cinco minutos.

-Es posible que Stanley pueda contribuir a la investigación. Al fin y al cabo, él es la víctima.

-La respuesta es no -insistió Frank, y colgó. Osborne había escuchado toda la conversación.

-Este coche es mío -dijo- . No pienso ir a Steepfall. Quiero seguir a la máquina quitanieves. De lo contrario, podría perderme algo.

-Puedes seguir al quitanieves. Nos dejas a mi madre y a mí en Steepfall y lo sigues de vuelta a la carretera principal. En cuanto haya informado a Stanley, le pediré un coche prestado y os alcanzaré.

-Me parece que Frank te acaba de frustrar los planes.

-Todavía no me he rendido -repuso Toni, y volvió a marcar el número de Frank.

Esta vez, la respuesta fue tajante:

-¿Qué quieres?

-Acuérdate de Johnny el Granjero.

-Vete a la mierda.

Estoy usando un manos libres y Carl Osborne está sentado a mi lado, escuchándonos a ambos. ¿Dónde has dicho que me vaya?

-Descuelga el puto teléfono.

Toni se acercó el auricular al oído para que Carl no pudiera oír a Frank.

-Llama al conductor de la máquina quitanieves, Frank. Por favor.

-Pero mira que eres hija de puta. Siempre me sales con el caso de Johnny el Granjero cuando sabes perfectamente que era culpable.

-Eso lo sabe todo el mundo. Pero solo tú y yo sabemos lo que hiciste para conseguir que lo declararan culpable.

-No serías capaz de decírselo a Carl.

-Está escuchando todas y cada una de mis palabras.

-Supongo que no serviría de nada apelar a tu lealtad -replicó Frank en tono de moralina.

-No, desde que te fuiste de la lengua con lo de Fluffy, el hámster.

Había dado en el blanco. Frank se puso a la defensiva.

-Carl no se rebajaría a sacar lo de Johnny. Somos amigos.

-Tu confianza en él es conmovedora -repuso Toni-, teniendo en cuenta que estamos hablando de un periodista.

Hubo una larga pausa.

-Decídete, Frank -dijo Toni al fin-. Faltan pocos metros para el desvío. O haces que la máquina quitanieves se aparte de la carretera o me paso la siguiente hora explicándole a Carl todo lo que sé sobre Johnny el Granjero.

Se oyó un clic, y luego un zumbido. Frank había colgado.

-¿De qué iba todo eso? -inquirió Carl.

-Si pasamos de largo por la próxima salida, te lo cuento.

Minutos después, la máquina quitanieves tomó la carretera secundaria que conducía a Steepfall.

07.00

Hugo yacía en el suelo embaldosado, inconsciente pero vivo.

Olga sollozaba desesperadamente. El pecho se le agitaba con cada nueva e incontrolable convulsión. Estaba al borde de la histeria.

Stanley Oxenford estaba pálido como la cera. Parecía un hombre al que acabaran de diagnosticar una enfermedad mortal. Miraba a Kit fijamente, y en su rostro se mezclaban la desesperación, la perplejidad y una rabia apenas contenida. «¿Cómo has podido?», decían sus ojos. Kit evitaba mirarlo.

Estaba que se lo llevaban los demonios. Todo le salía mal. Ahora su familia sabía que estaba compinchado con los ladrones y no se molestarían en encubrirlo, lo que significaba que la policía acabaría descubriendo toda la historia. Estaba condenado a vivir huyendo de la justicia. Apenas podía contener su ira. También tenía miedo. La muestra del virus descansaba sobre la mesa de la cocina en su frasco de perfume, protegida tan solo por dos delgadas bolsas de plástico transparente. El temor alimentaba su furia.

Nigel ordenó a Stanley y Olga que se acostaran boca abajo junto a Hugo, amenazándolos con la pistola. Estaba tan enfurecido por la paliza que Hugo le había propinado que no habría dudado en apretar el gatillo a la menor excusa. Kit no habría intentado detenerlo. También él se sentía capaz de matar a alguien.

Elton buscó algo con lo que atarlos y encontró cable eléctrico, una cuerda de tender y una soga resistente.

Daisy ató a Olga, a Stanley y a Hugo, que seguía inconsciente, anudándoles los pies y las manos a la espalda. Tensó bien las cuerdas para que laceraran la carne al menor movimiento y tiró de los nudos para asegurarse de que no podrían deshacerlos fácilmente. En sus labios se había dibujado aquella sonrisita sádica que esbozaba cuando hacía daño a otras personas.

-Necesito el teléfono -dijo Kit a Nigel.

-¿Por qué?

-Por si tengo que interceptar alguna llamada al Kremlin.

Nigel dudaba.

-¡Por el amor de Dios! -explotó Kit-. ¡Te he devuelto la pistola!

Nigel se encogió de hombros y le tendió el teléfono.

-¿Cómo puedes hacer esto, Kit? -le espetó Olga mientras Daisy se arrodillaba sobre la espalda de su padre-. ¿Cómo puedes consentir que traten así a tu familia?

-¡Yo no tengo la culpa! -replicó él en tono airado-. Si os hubierais portado bien conmigo, nada de esto habría pasado.

-¿Que tú no tienes la culpa? -preguntó Stanley, sin salir de su asombro.

-Primero me echaste a la calle y luego te negaste a ayudarme, así que acabé debiendo dinero a unos matones.

-¡Te eché porque me estabas robando!

-¡Soy tu hijo, tendrías que haberme perdonado!

-Y te perdoné.

-Demasiado tarde.

-Por el amor de Dios…

-¡Me he visto obligado a hacerlo!

Stanley habló con un tono en el que se mezclaban la autoridad y el desprecio, un tono que Kit recordaba de su infancia:

-Nadie se ve obligado a hacer algo así.

Kit detestaba aquel tonillo. Su padre solía utilizarlo cuando quería hacerle saber que había hecho algo especialmente estúpido.

-Tú no lo entiendes.

-Me temo que sí lo entiendo, demasiado bien. «Típico de ti», pensó Kit. Siempre creyéndose más listo que los demás. Pero en aquel preciso instante, mientras Daisy le ataba las manos a la espalda, parecía bastante idiota.

-¿De qué va todo esto, por cierto? -preguntó Stanley.

-Cierra el pico -ordenó Daisy.

Stanley hizo caso omiso de sus palabras.

-¿Qué demonios estáis tramando, Kit? ¿Y qué hay en ese frasco de perfume?

-¡Te he dicho que te calles! -Daisy le asestó un puntapié en la cara.

Stanley gruñó de dolor, y la sangre empezó a manar de su boca.

«Te está bien empleado», pensó Kit con un regocijo salvaje.

-Pon la tele, Kit -ordenó Nigel-. A ver si dicen cuándo cono dejará de nevar.

Estaban poniendo anuncios: de las rebajas de enero, de las vacaciones de verano, de créditos baratos. Elton cogió a Nellie del collar y la encerró en el comedor. Hugo se removió en el suelo, como si volviera en sí. Olga le habló en voz baja. En la pantalla apareció un presentador tocado con un sombrero de Papá Noel. Kit pensó con amargura en todas las familias que estarían a punto de iniciar un día de celebración.

-Anoche, una inesperada ventisca azotó Escocia -anunció el presentador-. Hoy, la mayor parte del país se ha levantado cubierta por un manto blanco.

-Me cago en todo -maldijo Nigel, recalcando cada palabra-. ¿Hasta cuándo vamos a quedarnos aquí atrapados? -Se espera que la tormenta, que ha obligado a decenas de conductores a detenerse en la carretera durante la noche, amaine con la salida del sol. Según las últimas previsiones, a media mañana ya se habrá producido el deshielo.

Kit se animó. Aún podían llegar a tiempo a la cita con el cliente.

Nigel pensó lo mismo.

-¿A qué distancia está el todoterreno, Kit?

-A poco más de un kilómetro.

-Nos iremos al alba. ¿Tienes el diario de ayer?

-Debe de haber uno por aquí… ¿para qué lo quieres?

-Para ver a qué hora sale el sol.

Kit entró en el estudio de su padre y encontró un ejemplar de The Scotsman sobre un atril. Se lo llevó a la cocina.

-El sol sale a las ocho y cuatro minutos -anunció.

Nigel consultó su reloj de muñeca.

-Falta menos de una hora.-Parecía preocupado-.Tenemos que hacer más de un kilómetro a pie por la nieve, y luego otros dieciséis en coche. Vamos a llegar por los pelos.-Nigel sacó un teléfono del bolsillo. Empezó a marcar un número, pero se detuvo-. Se ha quedado sin batería -dijo-. Elton, dame tu móvil.-Volvió a marcar el mismo número desde el teléfono de éste-. Sí, soy yo, ¿qué vais a hacer con este tiempo? -Kit supuso que estaba hablando con el piloto del cliente-. Sí, debería empezar a amainar dentro de una hora más o menos… yo sí puedo llegar, pero ¿y vosotros? -Nigel fingía estar más seguro de sí mismo de lo que realmente estaba. Una vez que la nieve hubiera dejado de caer, el helicóptero podría despegar y volar a donde quisiera, pero ellos no lo tenían tan fácil porque viajaban por carretera-. Bien. Nos veremos a la hora acordada, entonces. Cerró la solapa del teléfono. En ese instante, el presentador dijo:

-Anoche, en plena tormenta, una banda de ladrones asaltó los laboratorios de Oxenford Medical, en las inmediaciones de Inverburn.

Un silencio sepulcral se instaló en la cocina. «Ya está.-pensó Kit-. Se ha descubierto el pastel.» -Los sospechosos se han dado a la fuga con varias muestras de un peligroso virus.

-Así que eso es lo que hay en el frasco de perfume… dedujo Stanley, hablando con dificultad a causa del labio partido-. ¿Os habéis vuelto locos?

-Carl Osborne nos informa desde el lugar de los hechos. En pantalla apareció una foto de Osborne sosteniendo el teléfono. Su voz sonaba a través de una línea telefónica.

-El virus mortal que ayer mismo acabó con la vida del técnico de laboratorio Michael Ross se encuentra ahora en manos de una banda de delincuentes. Stanley no daba crédito a sus oídos.

-Pero ¿por qué? ¿De veras creéis que podréis venderlo?

-Sé que puedo -replicó Nigel.

Osborne prosiguió:

-En una acción meticulosamente planeada, dos hombres y una mujer lograron burlar el sofisticado sistema de seguridad del laboratorio y acceder al nivel cuatro de bioseguridad, donde la empresa conserva muestras de virus letales para los que no existe cura.

-Pero, Kit… no les habrás ayudado a hacer algo así, ¿verdad? -preguntó Stanley.

Olga se le adelantó.

-Por supuesto que lo hizo. -Había un profundo desprecio en su voz.

-La banda redujo por la fuerza a los guardias de seguridad, dos de los cuales han resultado heridos, uno de ellos gravemente. Pero muchos más morirán si el virus Madoba-2 se propaga entre la población.

Stanley rodó sobre un costado y se sentó con dificultad. Tenía el rostro magullado, apenas podía abrir un ojo y la pechera de su pijama estaba manchada de sangre, pero seguía pareciendo la persona con más autoridad de toda la habitación

-Escuchad lo que dice ese hombre -les advirtió.

Daisy hizo amago de acercarse a él, pero Nigel la detuvo alzando la mano.

-Solo conseguiréis mataros -continuó Stanley-. Si lo que hay en ese frasco de perfume es realmente el Madoba-2, no existe antídoto. Si lo dejáis caer y el frasco se rompe, estáis muertos. Aunque se lo vendáis a otro y ese alguien se espere a que os hayáis marchado para liberar el virus, el Madoba-2 se propaga tan deprisa que podríais contagiaros y morir de todas formas.

La voz de Osborne lo interrumpió:

-Se cree que el Madoba-2 es más peligroso que la Peste Negra, que arrasó Gran Bretaña en… tiempos remotos.

Stanley alzó la voz para hacerse oír por encima de sus palabras.

-Tiene razón, aunque no sepa de qué siglo está hablando. En el año 1348, la Peste Negra mató a una de cada tres personas en Gran Bretaña. Esto podría ser peor. Ninguna cantidad de dinero puede valer ese riesgo, ¿no creéis?

-Pienso estar muy lejos de Gran Bretaña cuando suelten el virus -reveló Nigel.

Kit se sorprendió. Nigel no le había comentado nada al respecto. ¿Tendría Elton un plan similar? ¿Y qué pasaba con Daisy y Harry Mac? Kit había previsto marcharse a Italia, pero ahora se preguntaba si sería lo bastante lejos.

Stanley se volvió hacia Kit.

-No puedo creer que formes parte de esta locura.

Tenía razón, pensó Kit. Todo aquello era de locos. Pero el mundo no era un lugar muy cuerdo.

-Me moriré de todas formas si no pago el dinero debo.

-Venga ya, no te van a matar por una deuda.

-Por supuesto que sí -aseveró Daisy.

-¿Cuánto dinero debes?

-Doscientas cincuenta mil libras.

-¡Por el amor de Dios!

-Ya te dije que estaba desesperado. Te lo dije hace tres meses, cabrón, pero no me escuchaste.

-¿Cómo demonios te las has arreglado para acumular una deuda tan…? No, déjalo, prefiero no saberlo.

-Apostando a crédito. Tengo un buen sistema, pero he pasado una mala racha.

-¿Mala racha? -intervino Olga-. ¡Kit, despierta de una vez! ¡Te han tendido una trampa! ¡Esos tíos te prestaron el dinero y luego se aseguraron de que perdías porque necesitaban que les ayudaras a asaltar el laboratorio!

Kit no concedió ningún crédito a sus palabras.

-¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó en tono desdeñoso.

-Soy abogada, me las tengo que ver con esta clase de gentuza, oigo sus ridículas excusas cuando los pillan. Sé más de ellos de lo que me gustaría.

Stanley volvió a tomar la palabra.

-Escucha, Kit. Alguna forma habrá de solucionar todo esto sin matar a personas inocentes, ¿no crees?

-Demasiado tarde. He tomado una decisión y no puedo echarme atrás.

-Piénsalo bien, hijo. ¿Sabes cuántas personas van a morir por tu culpa? ¿Decenas, miles, millones?

-Claro, que yo me muera te da igual. Harías lo que fuera por salvar a un montón de desconocidos, pero no moviste un dedo por salvarme a mí.

Stanley gimió de exasperación.

-Solo Dios sabe lo mucho que te quiero, y lo último que deseo es verte muerto, pero ¿estás seguro de querer pagar un precio tan alto por salvar tu propia vida?

Kit abrió la boca para decir algo, pero en ese momento empezó a sonar su móvil.

Lo sacó del bolsillo, preguntándose si Nigel le dejaría con testar. Pero nadie hizo el menor movimiento, así que se acercó el aparato al oído. Oyó la voz de Hamish McKinnon al otro lado de la línea.

-Toni va siguiendo a los de la máquina quitanieves, y los ha convencido para que se desvíen hasta tu casa. Llegará en cualquier momento. Y en el quitanieves van dos agentes de policía.

Kit colgó el teléfono y miró a Nigel.

-La policía viene hacia aquí.

07.15

Craig abrió la puerta del garaje y sacó la cabeza para echar un vistazo fuera. Había tres ventanas iluminadas en un extremo de la casa pero las cortinas estaban corridas, así que nadie podía verlo.

Se volvió un momento para mirar a Sophie. Había apagado las luces del garaje, pero sabía que ella estaba en el asiento del acompañante del Ford de Luke, con el anorak rosa cerrado hasta arriba para protegerse del frío. Alzó la mano a modo de despedida y salió al exterior.

Caminando tan deprisa como podía, levantando los pies y las rodillas para no quedarse atrapado en la profunda capa de nieve, avanzó a lo largo de la pared menos expuesta del garaje hasta alcanzar la fachada de la casa.

Iba a coger las llaves del Ferrari. Tendría que entrar en el recibidor de la cocina sin ser visto y sacarlas del pequeño armario donde se guardaban. Sophie había querido acompañarlo, pero Craig la había persuadido de que era menos peligroso si solo iba él.

Sin ella, se sentía más asustado. Para tranquilizarla, había fingido no tener miedo, y eso le había infundido valor. Pero ahora estaba al borde de un ataque de nervios. Mientras dudaba, agazapado en la esquina de la casa, las manos le temblaban y le flaqueaban las piernas. Era una presa fácil para los intrusos, y si lo cogían no sabía qué hacer. Nunca se había peleado en serio al menos desde que tenía unos ocho años. Conocía a chicos dé su misma edad que lo hacían a menudo, por lo general a la puertas de un bar el sábado por la noche, y todos sin excepción eran unos perfectos idiotas. Ninguno de los tres intrusos de la cocina parecía mucho más fuerte que él, pero aun así le inspiraban pánico. Tenía la impresión de que, en caso de pelea, sabrían qué hacer, mientras que él no tenía ni la más remota idea Y además iban armados. Podían dispararle. Se preguntó cuánto dolería una herida de arma.

Escrutó la fachada de la casa. Tendría que pasar por delante de las ventanas del salón y del comedor, cuyas cortinas no estaban corridas. La nevada había perdido intensidad, y cualquiera que mirara hacia fuera podía distinguirlo fácilmente.

Se obligó a avanzar.

Se detuvo junto a la primera ventana y miró hacia dentro. Las luces de colores parpadeaban en el árbol de Navidad, alumbrando débilmente las familiares siluetas del tresillo y las mesas, el aparato de televisión y los cuatro calcetines infantiles de tamaño descomunal que descansaban en el suelo delante de la chimenea, llenos a rebosar de cajas y paquetes.

No había nadie en la habitación.

Siguió caminando. La nieve era más profunda en aquella zona, donde se había acumulado por la acción del viento que soplaba desde el mar, y Craig hubo de emplear todas sus fuerzas para abrirse paso. Lo habría dado todo por poder acostarse un rato. Se dio cuenta de que llevaba veinticuatro horas sin pegar ojo. Se sacudió la modorra de encima y siguió avanzando. Cuando pasó por delante de la puerta principal, casi esperaba que esta se abriera de golpe y que el londinense del jersey rosado se abalanzara sobre él. Pero no ocurrió nada.

Estaba a punto de pasar por delante del comedor en penumbra cuando un suave ladrido lo sobresaltó. Se llevó un buen susto, pero enseguida se dio cuenta de que solo era Nellie. Seguramente la habrían encerrado allí. La perra reconoció la silueta de Craig y lanzó un gemido.

-Cállate, Nellie, por el amor de Dios -murmuró. No estaba seguro de que la perra pudiera oírlo, pero lo cierto es que se calló.

Craig pasó por delante de los coches aparcados, el Toyota Previa de Miranda y el Mercedes-Benz familiar de Hugo. Un manto blanco los cubría por completo, dándoles un aspecto irreal, como si fueran los coches de una familia de muñecos de nieve. Dobló la esquina de la casa. Había luz en la ventana del recibidor de las botas. Asomó la cabeza tímidamente para echar un vistazo al interior. Desde allí veía el gran vestidor donde se guardaban los anoraks y las botas. Había una acuarela de Steepfall que tenía toda la pinta de ser obra de la tía Miranda, una escoba apoyada en un rincón y el armarito metálico de las llaves, atornillado a la pared.

La puerta del recibidor estaba cerrada, lo que lo favorecía.

Aguzó el oído, pero no oyó nada.

¿Qué ocurría cuando le dabas un puñetazo a alguien? En el cine se limitaban a desplomarse en el suelo, pero Craig estaba casi seguro de que eso no ocurriría en la vida real. Y lo que era más importante aún, ¿qué ocurría si alguien te daba un puñetazo a ti? ¿Cómo de doloroso sería? ¿Y si lo hacían una y otra vez? ¿Y qué se sentía al recibir un disparo? Había oído en alguna parte que no había nada más doloroso que una bala en el estómago. Estaba completamente aterrado, pero se obligó a seguir adelante.

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