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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

Descansó una mano suavemente sobre el hombro de Toni en un gesto tranquilizador. ¿O acaso era algo más? Stanley rara vez establecía contacto físico con sus empleados. Toni había notado su tacto exactamente tres veces en el año que llevaba trabajando para él. Le había estrechado la mano cuando habían firmado el contrato inicial, cuando él la había incorporado a la plantilla fija de la empresa y cuando la había ascendido. En la fiesta de Navidad, Stanley había bailado con su secretaria, Dorothy, una mujer fornida que desprendía el aire maternal y eficiente de una atenta mamá ganso. Aparte de ella, Stanley no había bailado con nadie más. Toni habría querido sacarlo a bailar, pero temía que sus sentimientos resultaran demasiado evidentes. Más tarde lamentaría no haberse mostrado más desinhibida, como Susan Mackintosh.

-Puede que Frank no haya filtrado la historia solo para fastidiarte -apuntó Stanley-. Sospecho que lo habría hecho de todas formas. No me cabe duda de que Osborne sabrá agradecérselo hablando favorablemente de la policía de Inverburn en general y del comisario Frank Hackett en particular.

Toni notaba el calor que transmitía la mano de Stanley a través de su blusa de seda. ¿Sería aquel un gesto casual, hecho sin pensar? Toni experimentó una vez más la familiar frustración de no saber qué le estaría pasando por la cabeza. Se preguntó si notaría el tirante de su sostén. Deseó que no se diera cuenta de lo mucho que le gustaba que la tocara.

No estaba segura de que Stanley estuviera en lo cierto respecto a Frank y Carl Osborne.

-Es generoso por tu parte verlo de ese modo -observó.

De todas formas, decidió asegurarse de que la empresa no salía perjudicada por culpa de Frank.

Alguien llamó a la puerta, y Cynthia Creighton, la relaciones públicas de la empresa, entró en el despacho. Stanley apartó rápidamente la mano del hombro de Toni.

Cynthia era una mujer delgada de cincuenta años que lucía falda de tweed y medias de punto. Era una auténtica santa. En cierta ocasión,Toni había hecho reír a Stanley diciendo que Cynthia era la clase de persona que se hacía su propio muesli. Por lo general parecía insegura, pero ahora estaba al borde de un ataque de nervios. Tenía el pelo alborotado, la respiración acelerada y hablaba demasiado deprisa.

-¡Esa gente me ha zarandeado! -declaró-. ¡Qué bestias! ¿Dónde está la policía?

-Hay un coche patrulla de camino -informó Toni-. Debería llegar en diez o quince minutos.

-Pues tendrían que detener a toda esa gentuza.

Toni se percató con gran pesar de que Cynthia no estaba a la altura de la crisis. Su principal cometido era administrar un pequeño presupuesto destinado a obras de caridad, a conceder ayudas a equipos de fútbol escolar y a carreras benéficas, con tal de que el nombre de Oxenford Medical apareciera a menudo en el Inverburn Courier relacionado con asuntos que nada tenían que ver con virus ni experimentos con animales. Era un trabajo importante y Toni lo sabía, pues los lectores creían en la prensa local, mientras que desconfiaban de los diarios nacionales. De esta manera, la sutil publicidad que Cynthia se encargaba de hacer en nombre de la empresa la inmunizaba contra los virulentos y alarmistas artículos de Fleet Street,* capaces de comprometer cualquier proyecto científico. Pero Cynthia nunca se las había tenido que ver con la jauría enfurecida en que se podía convertir la prensa británica, y estaba demasiado afectada para tomar las decisiones correctas.

Stanley estaba pensando exactamente lo mismo.

-Cynthia, quiero que Toni y tú os enfrentéis a esto juntas -dijo-. Ella tiene experiencia en tratar con los medios de comunicación.

Cynthia parecía aliviada y agradecida.

-¿De verdad?

-Estuve un año destinada en la oficina de prensa de la policía, aunque nunca me tocó llevar un asunto tan grave como este.

-¿Qué crees que debemos hacer?

-Bueno… -Toni no creía estar capacitada para hacerse con el mando de la situación, pero aquello era una emergencia, y al parecer era la mejor candidata disponible. Decidió atenerse a los principios básicos-. Hay una regla de oro para tratar con los medios. -Quizá fuera demasiado simple para aquella situación, pensó, pero se abstuvo de decirlo-. Primero, decidimos cuál es nuestro mensaje. Segundo, nos aseguramos de que es verdad, para no tener que desdecirnos más adelante. Tercero, repetimos ese mensaje una y otra vez.

-Mmm… -Stanley parecía escéptico, pero no daba la impresión de tener una idea mejor.

-¿Crees que deberíamos pedir disculpas? -preguntó Cynthia.

-No -se apresuró a contestar Toni-. Lo interpretarían como la confirmación de que hemos sido descuidados. Y eso no es verdad. Nadie es perfecto, pero el sistema de seguridad de Oxenford Medical es irreprochable.

-¿Ese es nuestro mensaje? -preguntó Stanley.

-No creo. Parecería que estamos a la defensiva. -Toni reflexionó unos instantes-. Deberíamos empezar diciendo que lo que hacemos aquí es de vital importancia para el futuro de la humanidad. No, eso suena demasiado apocalíptico. La labor de investigación médica que aquí llevamos a cabo nos permitirá salvar vidas en el futuro, eso suena mejor. Y esa investigación entraña ciertos riesgos, pero nuestro sistema de seguridad es todo lo infalible que puede llegar a ser cualquier cosa creada por el hombre. Lo cierto es que muchas personas morirían innecesariamente si cesáramos nuestra actividad.

-Eso me gusta -aplaudió Stanley.

-¿Es verdad?

-Sin duda. Cada año un nuevo virus se propaga desde China y mata a miles de personas. Nuestro fármaco salvará sus vidas.

Toni asintió.

-Eso es perfecto. Sencillo y contundente.

Stanley seguía sin tenerlas todas consigo.

-¿Cómo nos las vamos a arreglar para hacer llegar el mensaje?

-Creo que deberías convocar una rueda de prensa para dentro de un par de horas. Hacia mediodía, las redacciones estarán buscando un nuevo enfoque para la noticia, así que se alegrarán de poder sacar algo más de nosotros. Y la mayoría de la gente que se ha apiñado ahí fuera se marchará en cuanto eso haya ocurrido. Sabrán que es poco probable que se produzcan más novedades, y quieren irse a casa para celebrar la Navidad como el resto de los mortales.

-Espero que estés en lo cierto -observó Stanley-. Cynthia, ¿te encargas de los preparativos, por favor?

Cynthia seguía algo desorientada.

-Pero… ¿qué debo hacer?

Toni asumió el mando.

Daremos la rueda de prensa en el vestíbulo principal. Es el único sitio lo bastante grande para hacerlo, y ya se están colocando las sillas para el comunicado que el profesor Oxenford dará a las nueve y media ante los empleados. Lo primero que debes hacer es decirle a toda esa gente de ahí fuera que habrá una rueda de prensa. Eso les dará algo con lo que acallar a sus editores, y puede que los tranquilice un poco. Luego llama a la Asociación de Prensa y a Reuters y pídeles que hagan circular la convocatoria, y que informen a cualquier medio de comunicación que todavía no haya mandado a nadie.

-Bien -dijo Cynthia sin demasiada convicción-, bien.

Luego se dio la vuelta y salió del despacho. Toni se dijo que no debía perderla de vista durante demasiado tiempo.

En cuanto Cynthia salió, Dorothy llamó a Stanley por el interfono y dijo:

-Laurence Mahoney, de la embajada de Estados Unidos en Londres, por la línea uno.

-Me acuerdo de él -comentó Toni-. Estuvo aquí hace unos meses. Le di una vuelta por las instalaciones.

El ejército estadounidense financiaba buena parte de la investigación de Oxenford Medical. El ministerio de Defensa de dicho país estaba muy interesado en el nuevo fármaco antiviral de Stanley, que prometía ser un poderoso recurso contra las armas biológicas. Stanley había tenido que recabar fondos para costear el largo proceso de experimentación, y el gobierno estadounidense no había dudado en invertir en su proyecto. Mahoney era el encargado de mantener las cosas bajo control en nombre del ministerio de Defensa.

-Dame un segundo, Dorothy. -En lugar de descolgar el teléfono, Stanley se volvió hacia Toni y dijo-: Mahoney es más importante para nosotros que todos los medios de comunicación británicos juntos. No quiero hablar con él así, en frío. Necesito saber qué tal se lo ha tomado, para poder pensar en la mejor forma de abordar la cuestión.

-¿Quieres que le dé largas?

-Intenta averiguar por dónde van los tiros.

Toni cogió el auricular y presionó un botón.

-Hola, Larry. Soy Toni Gallo, nos conocimos en septiembre. ¿Cómo estás?

Mahoney era un secretario de prensa con malas pulgas y voz quejumbrosa que siempre le recordaba al Pato Donald.

-Preocupado -contestó.

-¿Por qué?

-Esperaba poder hablar con el profesor Oxenford -repuso en tono cortante.

-Y él está deseando hablar contigo. Lo hará en cuanto tenga ocasión -dijo Toni, tratando de sonar lo más sincera posible-. Ahora mismo está reunido con el subdirector. -En efecto, Stanley estaba sentado en el borde de su propio escritorio, observándola con una expresión en el rostro que podía ser afectuosa o simplemente atenta. Sus miradas se cruzaron y Toni apartó los ojos-. Te llamará en cuanto haya podido hacerse una idea más precisa de lo ocurrido, seguramente antes del mediodía.

-¿Cómo demonios has dejado que ocurriera algo así?

-El joven que ha muerto se llevó un conejo del laboratorio a escondidas, en una bolsa de deporte. A partir de ahora haremos un control exhaustivo de todos los bultos que entren o salgan del NBS4 para asegurarnos de que no vuelve a pasar.

-Lo que me preocupa es la mala publicidad que esto representa para el gobierno estadounidense. No queremos que nos culpen de la propagación de un virus mortal entre la población escocesa.

-No hay ningún peligro de que eso ocurra -dijo Toni, cruzando los dedos.

-¿Alguno de los medios locales ha sacado a relucir el hecho de que esta investigación se hace con fondos estadounidenses?

-No.

-Lo harán antes o después.

-Estaremos preparados para contestar a cualquier pregunta que hagan sobre el tema.

-La línea argumental que más daño puede hacernos, a nosotros, y a vosotros, es la que sostiene que esta investigación se hace en suelo escocés porque los estadounidenses pensamos que es demasiado peligrosa para hacerla en nuestro país.

-Gracias por la advertencia. Creo que tenemos una respuesta muy convincente para rebatir ese argumento. Al fin y al cabo, el fármaco lo inventó el profesor Oxenford aquí mismo, en Escocia, así que lo lógico es que se experimente aquí.

-Lo único que trato de evitar es que lleguemos a un punto en el que la única manera de probar nuestra buena voluntad sea trasladar la investigación a Fort Detrick.

Toni se quedó sin palabras. Fort Detrick, en la ciudad de Frederick, estado de Maryland, era el Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas del ejército estadounidense. ¿Cómo podía trasladarse allí el proyecto? Eso significaría el fin del Kremlin. Tras una larga pausa,Toni dijo:

-No hemos llegado a ese punto, ni mucho menos -aseguró, deseando que se le ocurriera una expresión más contundente.

-Eso espero, la verdad. Dile a Stanley que me llame cuanto antes.

-Gracias, Larry. -Toni colgó el teléfono y se volvió hacia Stanley-. No pueden trasladar el proyecto a Fort Detrick, ¿verdad que no?

Stanley estaba pálido.

-En el contrato no consta ninguna disposición que así lo indique, desde luego -empezó-. Pero estamos hablando del gobierno del país más poderoso del mundo, y puede hacer cualquier cosa que se le antoje. ¿Qué podría hacer yo, llegado el caso? ¿Demandarlos? Me pasaría el resto de la vida en los tribunales, suponiendo que pudiera permitírmelo.

Toni se estremeció al comprobar que Stanley también era vulnerable. Él, que siempre conservaba la calma, que tranquilizaba a los demás y siempre sabía cómo solucionar un problema. De pronto, parecía asustado. Toni reprimió el impulso de abrazarlo.

-¿Crees que lo harían?

-Estoy seguro de que los microbiólogos de Fort Detrick preferirían llevar las riendas de la investigación, si pudieran.

-¿Y eso dónde te dejaría a ti?

-En la bancarrota.

-¿Qué? -Toni estaba consternada.

-Lo he invertido todo en el nuevo laboratorio -confesó Stanley-. He pedido un crédito personal de un millón de libras. En principio, el contrato con el ministerio de Defensa estadounidense me permitiría cubrir el coste del laboratorio en un plazo de cuatro años. Pero como les dé por echarse atrás ahora, no tengo manera de pagar las deudas, ni las mías ni las de la empresa.

Toni no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo era posible que de golpe y porrazo todo el futuro de Stanley -por no mencionar el suyo propio- colgara de un hilo?

-Pero el nuevo fármaco vale millones.

-Los valdrá, a la larga. Estoy seguro de su valor científico, y por eso me dejé empeñar de esta manera. Pero nunca se me ocurrió que el proyecto pudiera venirse abajo por algo tan banal como la mala publicidad.

Toni puso una mano sobre su brazo.

-Y todo porque una estrella de la tele con cerebro de mosquito necesitaba una buena primicia -apostilló Toni-. No me lo puedo creer.

Stanley dio unas palmaditas en la mano que descansaba sobre su brazo, y luego apartó su propia mano y se levantó.

-De nada sirve quejarnos. Lo que hay que hacer es encontrar el modo de salir de esta.

-Claro. Los empleados te esperan. ¿Estás listo?

-Sí. -Salieron de su despacho juntos-. Así me voy curtiendo para la rueda de prensa.

Cuando pasaban por delante del escritorio de Dorothy, esta levantó la mano para detenerlos.

-Un momento, por favor -dijo por el auricular. Luego presionó un botón y se dirigió a Stanley-: Es el primer ministro escocés -anunció-. En persona -añadió, a todas luces impresionada-. Quiere hablar con usted.

-Baja tú al vestíbulo y entretenlos -dijo Stanley a Toni-. Iré tan pronto como pueda.

Dicho lo cual, volvió a entrar en su despacho.

09.30

Kit Oxenford llevaba más de una hora esperando a Harry McGarry.

McGarry, más conocido por todos como Harry Mac, había nacido en Govan, un barrio obrero de la ciudad de Glasgow, y se había criado en un humilde bloque de viviendas cercano a Ibrox Park, cuna de los Rangers, el equipo de fútbol protestante de la ciudad. Con los beneficios que extraía del tráfico de drogas, el juego ilegal, el robo y la prostitución, había logrado mudarse a Dumbreck, al otro lado de Paisley Road. Físicamente, seguía a poco más de un kilómetro de su antiguo barrio, pero el cambio suponía un gran salto en la escala social. Ahora vivía en un amplio chalet de nueva planta con todas las comodidades, incluida piscina.

La casa estaba decorada como un hotel de lujo, con réplicas de muebles de época y litografías enmarcadas en las paredes, pero sin ningún toque personal: ni fotos de familiares, ni objetos de adorno, ni flores, ni mascotas. Kit esperaba nervioso en el amplio vestíbulo, los ojos puestos en el papel pintado a rayas amarillas o las afiladas patas de alguna mesa, observado de cerca por un guardaespaldas sobrado de carnes que lucía un traje negro de mala calidad.

El imperio de Harry Mac abarcaba todo el territorio escocés y el norte de Inglaterra. Trabajaba con su hija, Diana, a la que siempre llamaba Daisy,* lo que no dejaba de ser irónico, teniendo en cuenta que era todo un ejemplo de violencia y sadismo.

Harry era el propietario del casino ilegal en el que Kit solía jugar. En Gran Bretaña, los establecimientos de juego autorizados estaban sometidos a una serie de medidas restrictivas que limitaban sus beneficios: no podían cargar un porcentaje sobre las apuestas ni cobrar una tarifa fija por el uso de las mesas de juego, no se admitían propinas, no se podía beber alcohol en las mesas de juego y había que ser socio del casino desde hacía por lo menos veinticuatro horas para poder jugar. Harry hacía caso omiso de las leyes, y a Kit le gustaba el ambiente clandestino del juego ilegal.

Kit estaba convencido de que la mayor parte de los jugadores eran estúpidos. Y la gente que controlaba los casinos no era mucho más brillante. Un jugador inteligente tenía todas las de ganar. En el caso del blackjack había una forma correcta de jugar todas las manos -el denominado «sistema básico»- que él dominaba a la perfección. Luego, mejoraba sus probabilidades memorizando las cartas que iban saliendo del juego de seis barajas. Empezando de cero, sumaba un punto por cada carta baja -el dos, el tres, el cuatro, el cinco y el seis- y lo restaba por cada carta alta: el diez, la jota, la reina, el rey y el as. No contaba el siete, el ocho ni el nueve. Cuando el número resultante era positivo, significaba que la pila de naipes restante contenía más cartas altas que bajas, así que tenía bastantes posibilidades de sacar un diez. Un número negativo le permitía albergar esperanzas de sacar una carta baja. Conociendo las probabilidades, sabía cuándo apostar fuerte y cuándo no.

Pero Kit había tenido una mala racha más prolongada de lo habitual, y cuando su deuda alcanzó las cincuenta mil libras, Harry quiso cobrar.

Kit había acudido a su padre y, en lo que sin duda habría sido para él una experiencia humillante, le había suplicado que saldara su deuda. Poco antes, cuando Stanley lo había despedido, Kit lo había acusado de no preocuparse por él, pero entonces se había visto obligado a reconocer la verdad: su padre sí lo quería. De hecho, estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa por él, y Kit lo sabía perfectamente. Su farsa había quedado al descubierto, dejándolo a la altura del betún, pero había valido la pena. Stanley había pagado.

Kit había prometido no volver a las andadas y lo había dicho en serio, pero la tentación pudo más que él. Era una locura, una enfermedad, era vergonzoso y humillante, pero era lo más excitante del mundo, y no podía resistirse.

Cuando su deuda volvió a alcanzar las cincuenta mil libras, recurrió de nuevo a su padre, pero esta vez Stanley se negó a hacerse cargo de la deuda.

-No tengo tanto dinero -le había dicho-. A lo mejor podría pedirlo prestado, pero ¿de qué serviría? Lo perderías y acabarías volviendo a por más hasta arruinarnos a los dos.

Kit lo había acusado de no tener corazón, de ser un avaricioso. Lo llamó usurero, tacaño y judío de mierda, juró que nunca volvería a dirigirle la palabra. Sus palabras habían hecho mella -siempre podía herir a su padre, eso lo sabía-, pero Stanley se había mantenido firme.

Llegados a este punto, Kit habría hecho bien en abandonar el país.

Soñaba con marcharse a Italia e instalarse en la ciudad natal de su madre, Lucca. La familia la había visitado varias veces durante su infancia, antes de que los abuelos se murieran. Era una hermosa ciudad amurallada, antigua y pacífica, con pequeñas plazas en las que se podía tomar un exprés a la sombra. Kit chapurreaba el italiano, pues mamma Marta se dirigía a sus hijos en esta lengua cuando eran pequeños. Podía alquilar una habitación en una de aquellas antiguas casas señoriales y trabajar ayudando a la gente con sus problemas informáticos, algo que para él era como coser y cantar. Creía que podía ser muy feliz llevando una vida así.

Pero en lugar de marcharse a Italia había intentado recuperar jugando el dinero que debía. Con eso, su deuda se había elevado a un cuarto de millón.

Por esa cantidad de dinero, Harry Mac lo habría perseguido hasta el fin del mundo. Pensó en suicidarse, y llegó incluso a estudiar los rascacielos del centro de Glasgow, preguntándose si podría llegar hasta la azotea de uno de ellos para lanzarse al vacío.

Tres semanas atrás, lo habían citado en aquella casa. Había sentido un pánico atroz. Estaba seguro de que iban a darle una paliza. Cuando lo guiaron hasta el salón, con sus sofás de seda amarilla, se había preguntado cómo se las arreglarían para impedir que la sangre manchara las tapicerías.

-Tengo aquí a un caballero que desea hacerte una pregunta -le había dicho Harry. Kit no podía imaginar qué clase de pregunta podría querer hacerle ninguno de los amigos de Harry, a no ser «¿Dónde está el puto dinero?».

El caballero en cuestión era Nigel Buchanan, un tipo de cuarenta y pocos años y aspecto reservado que lucía ropa informal de aspecto caro: chaqueta de cachemira, pantalones de sport oscuros y camisa con el cuello desabrochado.

-¿Puedes colarme en el Nivel Cuatro de Oxenford Medical?

Había otras dos personas en el salón amarillo en aquel momento. Una de ellas era Daisy, una chica musculosa de unos veinticinco años con la nariz rota, piel acneica y un piercing en el labio inferior. Llevaba puestos unos guantes de piel. La otra persona era Elton, un apuesto hombre negro más o menos de la misma edad que Daisy, al parecer compañero de Nigel.

Kit se sintió tan aliviado de saber que no le iban a pegar una paliza que habría accedido a cualquier cosa.

Nigel le ofreció una recompensa de trescientas mil libras por el trabajo de una noche.

Kit no podía creer que tuviera tanta suerte. Aquella cantidad sería suficiente para pagar sus deudas y más. Podía abandonar el país. Podía irse a Lucca y convertir su sueño en realidad. Se sentía exultante. Todos sus problemas se habían resuelto como por arte de magia.

Más tarde, Harry le había hablado de Nigel en tono encomiástico. Al parecer, era un ladrón profesional que solo robaba por encargo y tras haber acordado el precio.

-Es el mejor -dijo Harry-. ¿Que quieres comprar un cuadro de Miguel Ángel? Ningún problema. ¿Una ojiva nuclear? Él te la consigue, siempre que puedas permitírtelo. ¿Te acuerdas de Shergar, el caballo de carreras al que secuestraron? Ahí estaba Nigel. -Y añadió-: Vive en Licchtenstein -como si Licchtenstein fuera un lugar de residencia más exótico que Marte.

Kit había pasado las siguientes tres semanas planeando el robo del fármaco antiviral. Había sentido alguna que otra punzada de culpa mientras perfeccionaba el plan para robar a su padre, pero por encima de todo experimentaba un profundo regocijo ante la oportunidad de vengarse de papá, que primero lo había despedido y luego se había negado a salvarlo de las garras de los matones. Y de paso le metería el dedo en el ojo a Toni Gallo.

Nigel había repasado el plan con él punto por punto, cuestionándolo todo. A veces consultaba a Elton, que estaba a cargo del equipo logístico, en especial de los vehículos. Kit tenía la impresión de que era un valioso experto en cuestiones técnicas que había trabajado con Nigel en ocasiones anteriores. Daisy se uniría a ellos en el momento de la incursión, en teoría para asegurar un plus de fuerza bruta en caso de necesidad, aunque Kit sospechaba que su verdadero propósito era arrebatarle las 250.000 libras que debía a su padre en cuanto cobrara de Nigel.

Kit había propuesto que se dieran cita en un aeródromo abandonado cerca del Kremlin. Nigel miró a Elton.

Eso está bien -aprobó este. Hablaba con un marcado acento londinense-. Podríamos quedar allí con el comprador más tarde. Puede que quiera venir en avión.

Al final, para alegría de Kit, Nigel había declarado que su plan era brillante.

Ahora, se veía en el penoso deber de decirle a Harry que tenían que cancelarlo todo. Estaba destrozado. En su interior se mezclaban la decepción, el abatimiento y el miedo.

Finalmente lo llevaron hasta Harry. Nervioso, siguió los pasos del guardaespaldas y cruzó el cuarto de la lavadora, situado en la parte trasera de la casa, hasta salir al exterior. Desde allí, el guardaespaldas lo guió hasta el pabellón de la piscina, construido a imagen y semejanza de un invernadero eduardiano, con azulejos vidriados en tonos oscuros y mortecinos. La propia piscina era de un desagradable verde oscuro. Algún interiorista había aconsejado aquello, adivinó Kit, y Harry le había dado su aprobación sin ni siquiera mirar los planos.

Harry era un hombre bajo y fornido de cincuenta años, con la piel grisácea de un fumador empedernido. Estaba sentado a una mesa de hierro forjado, envuelto en un albornoz púrpura de rizo americano, tomando café solo en una pequeña taza de porcelana y leyendo el Sun. El diario estaba abierto por la página de los horóscopos. Daisy estaba en el agua, nadando infatigablemente de un lado a otro de la piscina. Kit se sobresaltó al ver que iba completamente desnuda, a no ser por los guantes de submarinista. Siempre llevaba guantes.

-No necesito verte, chaval -dijo Harry-. No quiero verte. No sé nada de ti ni de lo que vas a hacer esta noche. Y nunca he conocido a nadie llamado Nigel Buchanan. ¿Vas pillando la indirecta?

No ofreció a Kit una taza de café.

El ambiente era bochornoso. Kit lucía su mejor traje de lana de mohair en tono azul de Prusia sobre una camisa blanca con el cuello desabrochado. Le costaba trabajo respirar y notaba una incómoda sensación de humedad en la piel. Se dio cuenta de que había roto alguna regla sagrada del protocolo criminal al acudir a Harry el mismo día del robo, pero no tenía alternativa.

-Necesitaba hablar contigo -dijo-. ¿No has visto las noticias?

-¿Y qué si lo he hecho?

Kit reprimió un gesto de irritación. Los hombres como Harry jamás reconocían que ignoraban algo, por insignificante que fuera.

-Se ha montado una buena en Oxenford Medical -le informó Kit-. Uno de los técnicos de laboratorio se ha muerto de un virus.

-¿Y qué quieres que haga yo, enviarle un ramo de flores?

-Habrán extremado las medidas de seguridad. Hoy es el peor día imaginable para entrar a robar en el laboratorio. En condiciones normales ya es bastante difícil. Tienen un sistema de alarmas supercomplicado y la tía que han puesto al frente de la seguridad es un hueso duro de roer.

-Pero qué quejica eres.

Harry no lo había invitado a tomar asiento, así que Kit se apoyó en el respaldo de una silla, sintiéndose fuera de lugar.

-Hay que cancelar el golpe.

-Deja que te explique algo. -Harry sacó un cigarrillo de un paquete que descansaba sobre la mesa y lo encendió con un mechero de oro. A la primera calada tuvo un ataque de tos, una tos cavernosa que parecía brotarle del fondo de los pulmones. Cuando se le pasó, escupió en la piscina y le dio un sorbo al café antes de proseguir-: Para empezar, yo he dado mi palabra de que el plan se llevará a cabo. Puede que eso no signifique nada para ti, siendo como eres un hijo de papá, pero cuando un hombre hecho y derecho dice que algo va a ocurrir y luego no ocurre, queda como un perfecto imbécil.

-Sí, pero…

-Ni se te ocurra interrumpirme.

Kit enmudeció.

-En segundo lugar, Nigel Buchanan no es un colgado cualquiera que decide entrar a robar en el Woolworth"s de la esquina. Es una leyenda viva, y más importante aún, se relaciona con gente muy respetada en Londres. Cuando tratas con gente de ese nivel, lo último que quieres es quedar como un imbécil.

Hizo una pausa, como retando a Kit a llevarle la contraria.

Este no abrió la boca. ¿Cómo había llegado a involucrarse con semejante gentuza? Se había metido en la boca del lobo y ahora estaba completamente paralizado, esperando a que la jauría se cebara con él.

-Y en tercer lugar, me debes un cuarto de millón. Nadie me ha debido tanto dinero durante tanto tiempo sin tener que comprarse unas muletas. No sé si me explico.

Kit asintió en silencio. Estaba tan asustado que creía que iba a vomitar.

-Así que no me vengas con que hay que cancelar el golpe.

Harry cogió el Sun, dando por finalizada la conversación.

Kit se obligó a romper su mutismo.

-Quería decir posponer, no cancelar -aventuró-. Podemos hacerlo otro día, cuando haya pasado todo este follón.

Harry no apartó la mirada del diario.

-A las diez de la mañana del día de Navidad, eso es lo que dijo Nigel. Y yo quiero mi dinero.

-¡Es absurdo hacerlo sabiendo que nos van a coger! -replicó Kit, desesperado. Harry no respondió-. Todos podemos esperar un poquito, ¿no? -Era como hablarle a una pared-. Más vale tarde que nunca.

Harry miró fugazmente hacia la piscina, haciendo una seña. Daisy debía de estar atenta a todos sus gestos, pues salió del agua al instante. No se quitó los guantes. Tenía hombros y brazos fornidos. Sus senos rasos apenas se movían mientras caminaba. Kit se fijó en que tenía un tatuaje en un pecho y un piercing en el pezón del otro. Cuando se acercó más, se dio cuenta de que iba afeitada de la cabeza a los pies. Tenía el vientre plano, los muslos delgados y el pubis prominente. Cada detalle de su cuerpo estaba expuesto a la vista, no solo de Kit, sino también de su padre, si es que este se molestaba en mirar. Kit se sintió incómodo.

Harry seguía impasible.

-Kit quiere que esperemos para cobrar el dinero que nos debe, Daisy. -Se levantó y ciñó el cinturón del albornoz-. Explícale qué opinamos nosotros al respecto. Yo estoy demasiado cansado.

Harry se colocó el periódico debajo del brazo y se fue.

Daisy cogió a Kit por las solapas de su mejor traje.

-Escucha -suplicó él-, solo quiero asegurarme de que esto no sea un desastre para todos.

Daisy lo zarandeó bruscamente. Kit perdió el equilibrio y se habría caído al suelo si ella no lo hubiera impedido. Entonces lo arrojó a la piscina.

Kit se llevó un buen susto, pero si lo peor que le hacía Daisy era estropear su mejor traje, se consideraría un hombre afortunado. Entonces, justo cuando sacaba la cabeza del agua, ella saltó sobre él, golpeándole la espalda con las rodillas. Kit gritó de dolor y tragó agua mientras volvía a sumergirse en contra de su voluntad.

Estaban en la parte menos profunda de la piscina. Cuando sus pies tocaron el fondo, Kit intentó incorporarse, pero el brazo de Daisy le sujetó la cabeza y volvió a perder el equilibrio. Entonces ella lo sujetó boca abajo, obligándole a mantener la cabeza sumergida.

Kit contuvo la respiración, esperando que Daisy le asestara un puñetazo o algo similar, pero nada ocurrió. Angustiado por la falta de aire, empezó a forcejear, intentando zafarse, pero ella era más fuerte que él. Furioso, la emprendió a patadas y manotazos que no eran sino débiles aspavientos debajo del agua. Se sentía como un niño con un berrinche que se debatía impotente mientras su madre lo sujetaba.

Su necesidad de aire era ahora desesperada, y procuró no dejarse vencer por el pánico mientras reprimía el impulso de abrir la boca para respirar. Se dio cuenta de que Daisy lo sujetaba con el brazo izquierdo y se apoyaba en una rodilla, por lo que su propia cabeza apenas asomaba por encima del agua. Kit se quedó inmóvil, para que sus pies flotaran hacia abajo, pensando que quizá así Daisy creería que había perdido el conocimiento. Sus pies tocaron el fondo de la piscina, pero ella no aflojó la presión. Entonces afianzó bien los pies y se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas en un desesperado intento de desplazarla. Pero Daisy apenas se movió, y se limitó a sujetarlo con más fuerza. Era como si alguien le exprimiera la cabeza con unas tenazas de acero.

Kit abrió los ojos debajo del agua. Tenía la barbilla aplastada contra las huesudas costillas de Daisy. Ladeó un poco la cabeza, abrió la boca y le hincó los dientes con todas sus fuerzas. Notó que se estremecía, y la mano que le sujetaba la cabeza aflojó un poco. Kit apretó las mandíbulas, intentando traspasar con los dientes el pliegue de piel que había aprisionado. Entonces sintió la mano enguantada de Daisy en el rostro y sus dedos presionándole los ojos. Retrocedió instintivamente, relajando las mandíbulas y soltando la presa.

El pánico se adueñó de él. No podía contener la respiración por mucho más tiempo. Su cuerpo privado de oxígeno lo obligó a abrir la boca en busca de aire, y el agua encharcó sus pulmones. Empezó a toser y a vomitar al mismo tiempo. Con cada nuevo espasmo, el agua entraba a borbotones por su garganta. Supo que no tardaría en morir.

Entonces Daisy pareció ceder un poco. Tiró con fuerza de su cabeza hasta sacarla del agua. Kit abrió la boca e inspiró una bocanada de aire, de bendito aire puro, que le hizo expulsar un chorro de agua de los pulmones. Entonces, antes de que pudiera volver a inspirar, ella le hundió de nuevo la cabeza, y en lugar de aire tragó agua.

El pánico se convirtió en algo peor. Desesperado, Kit se debatía con todas sus fuerzas. El terror le dio nuevos bríos y Daisy hubo de emplearse a fondo para sujetarlo, pero no logró sacar la cabeza del agua. Ya no intentaba mantener la boca cerrada, sino que dejaba que el agua lo inundara. Cuanto antes se ahogara, antes se acabaría aquel suplicio.

Daisy volvió a sacar su cabeza del agua.

Kit escupió agua e inspiró una preciosa bocanada de aire. Luego su cabeza volvió a sumergirse.

Gritó, pero de su boca no brotó sonido alguno. Sus forcejeos se debilitaron. Sabía que Harry no quería que Daisy lo matara, pues eso daría al traste con el plan, pero Daisy no parecía demasiado cuerda, y todo hacía pensar que se le estaba yendo la mano. Kit decidió que iba a morir. Sus ojos abiertos no veían más que un borrón verdoso. Entonces todo empezó a oscurecerse, como si anocheciera de pronto.

Y al fin perdió el conocimiento.

10.00

Ned no sabía conducir, así que Miranda se sentó al volante del Toyota Previa. Su hijo Tom iba sentado en el asiento de atrás con la Game Boy. Habían abatido la última fila de asientos para hacer sitio a una pila de regalos envueltos en papel rojo y dorado y atados con cinta verde.

Mientras se alejaban de las casas adosadas de estilo georgiano cercanas a Great Western Road donde Miranda tenía su piso, empezó a nevar ligeramente. Se había desatado una tormenta sobre el mar, hacia el norte, pero los meteorólogos aseguraban que pasaría de largo por Escocia.

Miranda se sentía satisfecha. Se dirigía a la casa paterna junto a los dos hombres de su vida para pasar la Navidad en familia. Le vino a la mente la época en que, como ahora, cogía el coche y volvía a casa desde la universidad para celebrar las fiestas soñando con la comida casera, los cuartos de baño limpios, las sabanas planchadas y el sentirse querida y cuidada.

Su primer destino era el barrio de la periferia donde vivía la ex mujer de Ned. Tenían que pasar a recoger a su hija, Sophie, antes de seguir hacia Steepfall.

La consola de Tom emitía una melodía descendente, lo que seguramente indicaba que se había estrellado con su nave espacial o que un gladiador lo había decapitado. El chico suspiró:

-He visto en una revista de coches unas pantallas superguays que se ponen en los reposacabezas para que la gente que va detrás pueda ver pelis y todo eso.

-Un accesorio realmente indispensable -ironizó Ned con una sonrisa.

-Deben de costar un ojo de la cara -apuntó Miranda.

-No creas -repuso Tom.

Miranda lo miró por el espejo retrovisor.

-¿Cuánto?

-No lo sé, es solo que no parecían demasiado caras, ya sabes.

-¿Por qué no averiguas el precio, y veremos si nos podemos permitir una pantalla de esas?

-¡Vale, genial! Y si es demasiado cara para ti, se la pediré al abuelo.

Miranda sonrió. Nada como pillar al abuelo de buenas para conseguir cualquier cosa.

Miranda siempre había albergado la esperanza de que Tom heredara el talento científico de su abuelo. Por el momento, nada permitía adivinarlo. Era buen estudiante, pero no sobresaliente. Miranda tampoco estaba segura de saber en qué consistía exactamente el talento de su padre. Era un brillante microbiólogo, por supuesto, pero había algo más. En parte la imaginación para adivinar en qué dirección avanzaría el progreso, en parte la capacidad de liderazgo para ilusionar a un grupo de científicos y animarlos a trabajar en equipo. ¿Cómo saber si un chico de once años poseía ese tipo de habilidades? Mientras tanto, nada atrapaba la atención de Tom como un nuevo juego de ordenador.

Miranda puso la radio. Había un coro cantando un villancico.

-Si vuelvo a escuchar «Away in a Manger» una vez más, me veré obligado a suicidarse empalándome a mí mismo en un árbol de Navidad -rezongó Ned. Miranda cambió de emisora y dio con John Lennon cantando «War is Over». Ned gimió y dijo:

-¿Sabías que en el infierno suenan villancicos durante todo el año? Es un hecho conocido.

Miranda soltó una carcajada. Segundos después encontró una emisora de música clásica en la que sonaba un trío de piano.

– ¿Qué te parece esto?

– Haydn. Perfecto.

Ned se comportaba como un cascarrabias ante todo lo relacionado con la cultura popular. Era algo que formaba parte de su pose de intelectual, como el hecho de no saber conducir. A Miranda le daba igual. Tampoco le gustaban la música pop, los culebrones y las reproducciones baratas de cuadros famosos. Pero sí los villancicos.

Aceptaba las rarezas de Ned, pero la conversación de aquella mañana con Olga le había dado que pensar. ¿Era Ned una persona débil? A veces desearía que se mostrara más firme y enérgico. Su ex marido, Jasper, lo era en exceso, pero a veces Miranda añoraba el tipo de relación sexual que había tenido con él. Jasper era egoísta en la cama, la poseía sin delicadeza alguna, sin pensar en otra cosa que en su propio placer; y para su vergüenza, Miranda había descubierto que eso la hacía sentirse liberada y le permitía disfrutar a sus anchas. Con el tiempo, la pasión de aquellos encuentros se había ido apagando y ella había terminado harta de su egoísmo y su nula consideración por nada que no fuera él mismo. No obstante, deseaba que Ned pudiera comportarse así de vez en cuando.

Sus pensamientos se volvieron hacia Kit. Estaba desolada por el hecho de que se hubiera echado atrás. Se había esforzado mucho para convencerlo de que se uniera al resto de la familia en Navidad. Había acabado cediendo tras negarse en un principio, así que tampoco le sorprendía demasiado que hubiera vuelto a cambiar de idea. De todas formas era un golpe duro, pues Miranda deseaba con todas sus fuerzas ver a la familia reunida, como ocurría casi siempre en Navidad hasta la muerte de la mamma. El distanciamiento entre papá y Kit la asustaba. El que hubiera ocurrido tan poco tiempo después de la muerte de su madre hacía que la familia pareciera peligrosamente frágil. Y si su familia era vulnerable, ¿de qué podía estar segura?

Tomó una calle flanqueada por pequeñas casas de piedra adosadas, construidas en la era industrial para albergar a los obreros, y aparcó delante de una vivienda algo más grande que las demás que bien podía haber pertenecido a un capataz de la época. Ned había vivido allí con Jennifer hasta que se habían separado, dos años antes. Habían reformado la casa con gran sacrificio, y Ned aún seguía pagando las obras. Cada vez que Miranda pasaba por aquella calle se enfurecía al recordar la cantidad de dinero que le pasaba a su ex mujer.

Puso el freno de mano pero dejó el motor en marcha. Tom y ella se quedaron en el coche mientras Ned enfilaba el camino de acceso a la casa. Miranda nunca había estado en aquella casa. Aunque Ned había abandonado el hogar conyugal antes de conocerla, Jennifer se comportaba como si ella fuera la culpable de que su matrimonio se viniera abajo. Evitaba verla, le hablaba en un tono cortante por teléfono y según su hija Sophie, que no conocía el significado de la palabra discreción, se refería a ella como «esa vaca burra» delante de sus amigas. Jennifer, por su parte, era delgada como un palillo y tenía una gran nariz aguileña.

Sophie, una adolescente de catorce años ataviada con vaqueros y un jersey ajustado, salió a abrir la puerta. Ned la besó y pasó al interior de la casa.

En la radio del coche sonaba una de las Danzas eslavas de Dvorak. En el asiento trasero, la Game Boy de Tom pitaba a intervalos irregulares. Fuera, las ráfagas de nieve azotaban el coche. Miranda subió la calefacción. Ned salió de la casa con cara de pocos amigos.

Se acercó a la ventanilla de Miranda.

-Jennifer ha salido -dijo-. Sophie ni siquiera ha empezado a preparar la maleta. ¿Puedes venir y echarle una mano?

-Francamente, Ned, no creo que deba -contestó Miranda contrariada. No le apetecía lo más mínimo entrar en la casa en ausencia de Jennifer.

Ned parecía desesperado.

-Si quieres que te diga la verdad, no estoy seguro de saber qué necesita una chica cuando se va de viaje.

Miranda no lo puso en duda. Para Ned, hacer su propia maleta era todo un reto. Nunca lo había hecho mientras vivía con Jennifer. Cuando Miranda y él estaban a punto de irse de vacaciones juntos por primera vez -una visita a los museos de Florencia- ella se había negado por principio a hacerle la maleta y él se había visto obligado a aprender. Sin embargo, en los viajes siguientes -un fin de semana en Londres, cuatro días en Viena-, ella se había encargado de revisar su equipaje, y siempre descubría que había olvidado algo importante. Hacer la maleta de otra persona era algo que estaba más allá de sus posibilidades.

Miranda suspiró y apagó el motor.

-Tom, tú también tendrás que venir.

La decoración de la casa era todo un acierto, pensó Miranda mientras entraba en el vestíbulo. Jennifer tenía buen ojo. Había combinado muebles rústicos sencillos con telas coloridas, tal como lo habría hecho cien años atrás la hacendosa esposa de un capataz. Las tarjetas de Navidad se alineaban sobre la repisa de la chimenea, pero al parecer no habían puesto árbol.

Le resultaba extraño pensar que Ned había vivido allí y que había vuelto a aquella casa día tras día al finalizar la jornada laboral, tal como ahora volvía a su propio piso. Había escuchado las noticias en la radio, se había sentado a cenar, había leído novelas rusas, se había lavado los dientes con gesto ausente y se había metido en la cama del mismo modo maquinal para estrechar a otra mujer entre sus brazos.

Sophie estaba en el salón, tumbada en un sofá delante de la televisión. Lucía un piercing de bisutería barata en el ombligo. Miranda reconoció el olor a tabaco.

-Sophie -dijo Ned-, Miranda te ayudará a hacer la maleta, ¿vale, tesoro? -Había en su voz un tono de súplica que hizo que Miranda sintiera vergüenza ajena.

-Estoy viendo una peli -replicó la joven, enfurruñada.

Miranda sabía que Sophie no reaccionaría con súplicas, sino con firmeza. Cogió el mando a distancia y apagó la televisión.

-Enséñame tu habitación, por favor -dijo en un tono que no admitía réplica.

Sophie parecía indignada.

-Date prisa, no tenemos mucho tiempo.

Sophie se levantó a regañadientes y se encaminó lentamente a la habitación. Miranda la siguió escaleras arriba hasta un dormitorio de aspecto caótico decorado con pósters de adolescentes que lucían extraños cortes de pelo y pantalones ridiculamente anchos.

-Vamos a pasar cinco días en Steepfall, así que para empezar necesitas diez bragas.

-No tengo tantas.

Miranda no se lo creía, pero le dijo:

-Entonces nos llevaremos las que tengas, y podrás ir lavándolas tú misma.

Sophie estaba de pie en medio de la habitación, y había un aire desafiante en su hermoso rostro.

-Venga -dijo Miranda-. Yo no soy tu criada. Saca unas cuantas bragas.

La miró a los ojos. Sophie no pudo sostener su mirada. Bajó la vista, se dio la vuelta y abrió el cajón superior de una cómoda. Estaba repleto de ropa interior.

-Saca también cinco sostenes -ordenó Miranda.

Sophie empezó a sacar las prendas.

«Crisis superada», pensó Miranda. Abrió la puerta del armario.

-Vas a necesitar un par de vestidos para cenar. -Sacó un vestido rojo con tirantes finos, demasiado sexy para una adolescente de catorce años-. Este es bonito -mintió.

Sophie se relajó un poco.

-Es nuevo.

-Deberíamos envolverlo para que no se arrugue. ¿Sabes si hay papel de seda?

-En un cajón de la cocina, creo.

-Yo iré a por él. Tú, mientras, busca un par de vaqueros limpios.

Miranda bajó las escaleras, sintiendo que empezaba a encontrar el punto justo entre la amabilidad y la autoridad en su relación con Sophie. Ned y Tom estaban en el salón, viendo la tele. Miranda entró en la cocina y le preguntó elevando la voz:

-Ned, ¿sabes dónde está el papel de seda?

-Lo siento, no tengo ni idea.

-No sé por qué me molesto en preguntártelo -farfulló Miranda, y empezó a abrir cajones.

Al final encontró un poco de papel de seda en el fondo de un aparador, junto con varios objetos de costura. Tuvo que arrodillarse en el suelo embaldosado para sacar el fajo de papel de debajo de una caja de cintas. Le costó trabajo hurgar en el interior del mueble, y notó como la sangre se le agolpaba en la cabeza. «Esto es ridículo -pensó-. Solo tengo treinta y cinco años, debería poder agacharme sin esfuerzo. Tengo que perder cinco kilos. Adiós a las patatas asadas con el pavo de Navidad.»

Mientras sacaba el papel de seda del aparador, se abrió la puerta trasera y se oyeron pasos de mujer. Miranda levantó los ojos y se encontró con Jennifer.

¿Qué demonios crees que estás haciendo? -preguntó esta. Era una mujer menuda, pero se las arreglaba para parecer temible, con su ancha frente y la prominente nariz. Iba muy elegante, con un traje sastre entallado y botas de tacón.

Miranda se incorporó, jadeando ligeramente. Para su vergüenza, notó que una gota de sudor le resbalaba por el cuello.

-Estaba buscando papel de seda.

-Eso ya lo veo. Quiero saber qué haces en mi casa para empezar.

Ned apareció en el umbral de la puerta.

-Hola, Jenny. No te he oído entrar.

-Salta a la vista que no te ha dado tiempo de hacer sonar la alarma -replicó con sarcasmo.

-Lo siento -dijo él-, pero le he pedido a Miranda que entrara y…

-¡Pues no tendrías que haberlo hecho! -interrumpió Jennifer-. No quiero a tus mujeres en mi casa.

Lo había dicho como si Ned tuviera un harén, cuando lo cierto era que solo había salido con dos mujeres desde que había roto con ella. Con la primera solo había quedado una vez, y la segunda había sido Miranda. Pero habría parecido infantil recordárselo en aquel momento. En lugar de eso, Miranda dijo:

-Solo intentaba ayudar a Sophie.

-Mi hija es cosa mía. Por favor, vete de mi casa.

Ned intervino:

-Lo siento si te hemos asustado, Jenny, pero…

-No te molestes en pedir disculpas, solo sácala de aquí.

Miranda se puso roja como un tomate. Nadie había sido tan grosero con ella en toda su vida.

-Será mejor que me vaya -musitó.

-Eso es -repuso Jennifer.

-Saldré con Sophie tan pronto como pueda -dijo Ned.

Miranda estaba tan enfurecida con él como con Jennifer, aunque todavía no sabía muy bien por qué. Se encaminó al vestíbulo.

-Puedes usar la puerta de atrás -le espetó Jennifer.

Para su vergüenza, Miranda dudó un segundo. Miro a Jenifer y vio en su rostro un amago de sonrisa. Eso le dio el valor que necesitaba.

-No lo creo -respondió serenamente. Y siguió caminando hasta la puerta delantera.

-Tom, nos vamos -dijo, alzando la voz.

-Un segundo! -contestó el niño a voz en grito.

Miranda entró en el salón, donde su hijo estaba viendo la televisión. Lo cogió por la muñeca, lo obligó a levantarse y lo sacó a rastras.

-Me haces daño! -protesto.

Miranda salió dando un portazo.

-La próxima vez, ven cuando te llame.

Cuando se subió al coche, tenía ganas de llorar. Ahora tenía que quedarse allí esperando, como una criada, mientras Ned estaba en la casa con su ex mujer. ¿Habría planeado Jennifer aquella escenita solo para humillarla? Era posible. Ned se había comportado como un verdadero calzonazos. Ahora sabía por qué estaba tan furiosa con él. Había consentido que Jennifer la insultara sin decir una sola palabra en su defensa. Lo único que hacía era disculparse una y otra vez. ¿Y por qué? Si Jennifer se hubiera molestado en prepararle el equipaje a su hija, o si por lo menos la hubiera puesto a ella a hacerlo, Miranda no habría tenido que entrar en la casa. Y lo peor de todo era que se había desquitado con su hijo. Debería haberle gritado a Jennifer, no a Tom.

Lo miró por el espejo retrovisor.

-Tommy, siento haberte hecho daño -dijo.

No pasa nada -contestó el chico sin apartar los ojos de la Game Boy. -Siento no haber venido cuando me has llamado.

-Entonces estamos en paz -concluyó Miranda.

Una lágrima rodó por su mejilla, y la secó rápidamente.

11.00

-Los virus matan a miles de personas todos los días -empezó Stanley Oxenford-. Cada diez años, aproximadamente, una epidemia de gripe mata a cerca de veinticinco mil personas en el Reino Unido. En 1918, la gripe causó más bajas que la Primera Guerra Mundial. En el año 2002, tres millones de personas murieron a causa del sida, provocado por el virus de inmunodeficiencia humano. Y los virus están presentes en el diez por ciento de los casos de cáncer.

Toni escuchaba atentamente, sentada junto a él en el vestíbulo principal, bajo las vigas barnizadas de la bóveda neogótica. Stanley parecía tranquilo y dueño de sí mismo, pero ella lo conocía lo bastante bien para percibir el temblor apenas audible que la tensión imprimía a su voz. La amenaza de Laurence Mahoney le había sentado como un mazazo, y el temor a perder cuanto tenía era tan grande que a duras penas lograba ocultarlo bajo aquella apariencia de serenidad.

Observó los rostros de los periodistas allí congregados. ¿Escucharían lo que tenía que decirles y comprenderían la importancia de su trabajo? Conocía bien a los periodistas. Algunos eran inteligentes, muchos estúpidos. Unos pocos creían en la verdad, pero la mayoría se limitaba a escribir la historia más sensacionalista que podía sin pillarse demasiado los dedos. Le indignaba que tuvieran en sus manos el destino de un hombre como Stanley. Sin embargo, el poder de los tabloides era un hecho indiscutible de la vida moderna. Si un número suficiente de aquellos gacetilleros decidía retratar a Stanley como un científico loco en su castillo de Frankenstein, los estadounidenses podrían sentirse lo bastante incómodos con la situación para retirarle su apoyo económico.

Y eso sería trágico, no solo para Stanley, sino para la toda humanidad. Sin duda, otra persona se encargaría de concluir el proceso de experimentación del fármaco antiviral, pero un Stanley arruinado y destrozado no podría inventar más panaceas. Toni pensó con rabia que le gustaría abofetear la cara de tontos de los periodistas y decirles: «¡Eh, despertad, también es vuestro futuro el que está en juego!».

-Los virus forman parte de la vida, pero no tenemos por qué aceptarlos resignadamente -prosiguió Stanley. Toni admiraba su forma de hablar. Su voz sonaba ponderada y relajada a la vez. También utilizaba aquel tono cuando quería explicar algo a sus colegas más jóvenes. Por eso sus disertaciones sonaban más bien como una conversación amistosa-. Los científicos podemos vencer a los virus. Antes del sida, la enfermedad más temida por el hombre era la viruela, hasta que un científico llamado Edward Jenner descubrió la vacuna en el año 1796. Hoy la viruela se ha erradicado. Del mismo modo, la incidencia de la polio es nula en grandes zonas del mundo. Algún día derrotaremos a la gripe, el sida e incluso el cáncer, y lo harán científicos como nosotros, que trabajarán en laboratorios como este.

Una mujer levantó la mano y preguntó:

-¿A qué campo de investigación se dedican ustedes exactamente?

Toni se adelantó a Stanley:

-¿Le importaría identificarse, por favor?

-Edie McAllan, corresponsal para temas científicos del Scotland on Sunday.

Cynthia Creighton, que estaba sentada al otro lado de Stanley, tomó nota del nombre.

-Hemos desarrollado un fármaco antiviral -contestó Stanley-. No es algo frecuente. Existen muchos fármacos antibióticos, que eliminan a las bacterias, pero pocos atacan a los virus.

-¿Cuál es la diferencia? -preguntó un hombre, y añadió-: Clive Brown, del Daily Record.

El Record era un diario sensacionalista. Toni estaba satisfecha con el rumbo que iban tomando las preguntas. Quería que la prensa se concentrara en los aspectos científicos de la cuestión. Cuanto mejor entendieran lo que allí se hacía, menos probabilidades había de que publicaran disparates capaces de perjudicar a la empresa.

-Las bacterias o gérmenes -contestó Stanley- son seres diminutos que pueden observarse con un microscopio normal. Cada uno de nosotros es el anfitrión de millones de bacterias. Muchas de ellas son útiles, como por el ejemplo las que nos ayudan a digerir la comida o a deshacernos de las células cutáneas muertas. Unas pocas son causantes de enfermedades, y algunas de estas pueden tratarse con antibióticos. Los virus son seres vivos más pequeños y simples que las bacterias. Hace falta un microscopio de electrones para verlos. Los virus no se pueden reproducir a sí mismos, así que lo que hacen es apropiarse de la maquinaria bioquímica de una célula viva y obligarla a fabricar copias del virus. Ninguno de los virus conocidos posee utilidad alguna para el ser humano, y disponemos de pocas medicinas para combatirlos. Por eso, el descubrimiento de un nuevo fármaco antiviral es una gran noticia para la humanidad.

-Concretamente ¿qué virus combate vuestro fármaco? -preguntó Edie McAllan.

Otra pregunta científica. Toni empezaba a creer que la conferencia de prensa iba a ser exactamente lo que Stanley y ella deseaban que fuera. Reprimió su propio optimismo a regañadientes. Sabía, por su experiencia en la oficina de prensa de la policía, que un periodista podía formular preguntas serias e inteligentes para luego volver a la redacción y escribir una sarta de infundios incendiarios. Incluso si el redactor de turno entregaba un artículo veraz y cabal, algún editor ignorante o irresponsable podía venir después y reescribirlo.

-Esa es la pregunta a la que intentamos dar respuesta -contestó Stanley-. Estamos experimentando el fármaco con una serie de virus para determinar su alcance.

-¿Incluye eso a los virus peligrosos? -preguntó Clive Brown.

-Sí -contestó Stanley-. Nadie está interesado en combatir a los virus inofensivos.

Se oyeron risas entre los periodistas. Era una respuesta ingeniosa a una pregunta tonta. Pero Brown parecía molesto, y Toni sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Un periodista humillado no se detendría ante nada para tomar revancha. Toni intervino rápidamente:

-Me alegro de que haya hecho esa pregunta, Clive -empezó, en un intento de apaciguarlo-. En Oxenford Medical aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes a los laboratorios donde se utilizan materiales especiales. En el NBS4, cuyas siglas corresponden a Nivel de Bioseguridad Cuatro, el sistema de alarma está directamente conectado con la jefatura de la policía regional, situada en Inverburn. Hay guardias de seguridad custodiando los laboratorios veinticuatro horas al día, y esta mañana he dado orden de duplicar el número de efectivos. Como medida de precaución adicional, los guardias de seguridad no pueden acceder al NBS4, pero controlan cuanto ocurre en su interior a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión.

Brown no parecía dispuesto a enterrar el hacha de guerra.

-Si vuestro sistema de seguridad es tan perfecto, ¿cómo se las arregló ese hámster para escapar del laboratorio?

Toni estaba preparada para aquella pregunta.

-Permítame algunas aclaraciones. En primer lugar, no se trataba de un hámster. Esa información se la habrá facilitado la policía, y no es correcta. -Toni había pasado información falsa a Frank para ponerlo a prueba, y este había caído en su trampa, delatándose como la fuente que había filtrado la noticia-. Por favor, recurran a nosotros para saber lo que ocurre aquí dentro. El animal en cuestión era un conejo, y desde luego no se llamaba Fluffy.

Una carcajada general acogió estas últimas palabras, y hasta Brown esbozó una sonrisa.

-En segundo lugar, alguien se llevó al conejo del laboratorio a escondidas en el interior de una bolsa de deportes, y esta misma mañana hemos establecido el registro obligatorio de todos los bultos a la entrada del NBS4 para asegurarnos de que no vuelva a ocurrir. En tercer lugar, yo no he dicho que nuestro sistema de seguridad sea perfecto. He dicho que aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes. Es lo mejor que podemos hacer hoy por hoy los seres humanos.

-Entonces admiten ustedes que su laboratorio es una amenaza para los ciudadanos escoceses.

-De ningún modo. Están ustedes más seguros aquí de lo que estarían conduciendo por la M8 o viajando en avión desde Prestwick. Los virus matan a muchas personas todos los días, pero solo una persona ha muerto a causa de un virus procedente de nuestro laboratorio, y no era un ciudadano escocés de a pie, sino un empleado que quebrantó las reglas y puso su vida en peligro de forma consciente y deliberada.

En general, la rueda de prensa marchaba bastante bien, pensó Toni, atenta a la siguiente pregunta. Las cámaras de televisión filmaban sin cesar, los destellos de los flashes se sucedían y Stanley se expresaba como lo que era, un brillante científico con un fuerte sentido de la responsabilidad. Pero Toni temía que los noticiarios descartaran las imágenes desdramatizadoras de la rueda de prensa en favor de los jóvenes que se habían congregado a las puertas de Oxenford Medical y que coreaban consignas en contra de la experimentación con animales. Deseaba poder ofrecer a los cámaras algo más interesante.

Carl Osborne, el amigo de Frank, tomó entonces la palabra. Era un hombre atractivo, más o menos de la misma edad que Toni, con rasgos de estrella del celuloide y un pelo demasiado rubio para ser natural.

-¿Exactamente qué clase de peligro suponía ese animal para los ciudadanos escoceses?

Esta vez fue Stanley quien contestó:

-El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos que para que Michael se infectara el conejo tuvo que haberle mordido.

-¿Y si el conejo se hubiera escapado?

Stanley miró por la ventana. Caía una ligera nevada.

-Habría muerto congelado.

-Suponiendo que otro animal se lo hubiera comido, un zorro, por ejemplo, ¿es posible que lo hubiera infectado?

-No. Los virus se adaptan a un pequeño número de especies, por lo general una, a veces dos o tres. Que nosotros sepamos, este virus no puede infectar a los zorros, ni a ningún otro animal de la fauna autóctona escocesa. Solo a los humanos, los macacos y cierto tipo de conejos.

-Pero Michael podía haber contagiado a otras personas.

-Así es, a través de los estornudos. Esa era la posibilidad que más nos atemorizaba. Sin embargo, parece ser que Michael no vio a nadie durante la fase crítica de contagio. Ya nos hemos puesto en contacto con sus colegas y amigos. No obstante, les estaríamos agradecidos si pudieran ustedes transmitir a través de sus respectivos diarios y programas de televisión un llamamiento a cualquier persona que pudiera haber estado con él para que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible.

-Quisiera aclarar que no estamos intentando restar importancia a este incidente -se apresuró a añadir Toni-. Lo ocurrido nos preocupa profundamente y, como he explicado, hemos redoblado las medidas de seguridad. Pero, al mismo tiempo, debemos intentar no sacar las cosas de quicio. -Decirle a un periodista que no sacara las cosas de quicio era como decirle a un abogado que no se mostrara belicoso, pensó con ironía-. La verdad es que la ciudadanía no ha estado en peligro en ningún momento.

Osborne aún no había terminado.

-Suponiendo que Michael se lo hubiera contagiado a un amigo, que a su vez se lo hubiera transmitido a otra persona… ¿cuántas personas podían haber muerto?

-No debemos lanzarnos a hacer conjeturas descabelladas que no nos llevarán a ninguna parte -contestó Toni-. El virus no se ha extendido. Ha muerto una sola persona. No debería haber muerto nadie, pero tampoco nos pongamos ahora a pensar en los cuatro jinetes del Apocalipsis. -No bien lo dijo, se arrepintió de haberlo hecho. Menuda estupidez. Seguro que alguien tendría la ocurrencia de citar sus palabras fuera de contexto, para que pareciera que estaba augurando el día del Juicio Final.

Osborne volvió a tomar la palabra:

-Tengo entendido que su proyecto se desarrolla gracias al apoyo económico del ejército estadounidense.

-Del ministerio de Defensa, sí -matizó Stanley-. Como es natural, están interesados en nuevas formas de combatir la guerra biológica.

-¿No es verdad que los americanos han querido que la experimentación se hiciera en Escocia porque creen que es demasiado peligrosa para llevarla a cabo en suelo estadounidense?

-Muy al contrario. La mayoría de los proyectos de este tipo se desarrollan en Estados Unidos, en el Centro para el Control de las Enfermedades de Atlanta, en el estado de Georgia, y en el Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas del ejército estadounidense, en Fort Detrick.

Entonces ¿por qué se eligió Escocia?

-Porque el fármaco se descubrió aquí, en Oxenford Medical.

Toni decidió que lo más prudente era retirarse mientras la suerte les sonreía. Había llegado el momento de poner fin a la rueda de prensa.

-No quisiera dejarles con la palabra en la boca, pero sé que algunos de ustedes todavía tienen que cerrar la edición de mediodía -observó-. Se les entregará un dossier de prensa a cada uno, y Cynthia dispone de más ejemplares en caso de que los necesiten.

-Una última pregunta -apuntó Clive Brown, del Record-. ¿Qué opinión les merece la manifestación de ahí fuera?

Toni cayó en la cuenta de que aún no se le había ocurrido nada interesante que ofrecer a los cámaras del exterior.

Fue Stanley quien contestó:

-Proponen una respuesta simple a un problema ético complejo. Como la mayoría de las respuestas simples, la suya es equivocada.

Era la réplica correcta, pero sonaba un poco despiadada, así que Toni añadió:

-Y esperamos que no cojan la gripe.

Los periodistas todavía se reían cuando Toni se levantó para poner fin a la rueda de prensa. Entonces tuvo una idea. Llamó a Cynthia Creighton por señas y, dando la espalda a los presentes, le susurró en tono urgente:

-Necesito que bajes enseguida al comedor. Haz que dos o tres empleados salgan con bandejas de café y té caliente y las repartan entre los manifestantes.

-Qué amable por tu parte -comentó Cynthia.

Toni no estaba siendo amable. De hecho, estaba siendo cínica, pero no había tiempo para explicárselo.

-Tienen dos minutos para hacerlo -añadió-. ¡Venga, date prisa!

Cynthia se fue.

Toni se volvió hacia Stanley.

-Muy bien. Lo has hecho estupendamente.

Stanley sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo rojo de lunares y se secó la frente con discreción.

-Espero que haya funcionado.

-Lo sabremos cuando veamos el telediario del mediodía. Ahora tendrías que irte, porque si no intentarán arrinconarte por todos los medios para conseguir una entrevista exclusiva. -Stanley estaba sometido a mucha presión, y ella quería protegerlo.

-Buena idea. De todas formas, tengo que irme a casa. -Stanley vivía en una antigua casa de campo levantada al borde de un precipicio, a unos ochos kilómetros del laboratorio-. Me gustaría llegar a tiempo para recibir a mi familia.

Toni se sintió decepcionada. Había dado por sentado que verían juntos la retransmisión de la rueda de prensa.

-De acuerdo -dijo-. Yo me encargo de comprobar el resultado.

-Por lo menos nadie me ha hecho la pregunta que más temía.

-¿Qué pregunta es esa?

-La tasa de supervivencia del Madoba-2.

-¿A qué te refieres?

-Por muy grave que sea una infección, normalmente hay unos pocos individuos que logran sobreviviría. La tasa de supervivencia indica la peligrosidad de un virus.

-¿Y cuál es la tasa de supervivencia del Madoba-2?

-Cero -contestó Stanley.

Toni se lo quedó mirando fijamente, alegrándose de haber ignorado aquel dato hasta entonces.

Stanley miró por encima del hombro de Toni y asintió con la cabeza.

-Ahí viene Osborne.

-Yo me encargo de él. -Se volvió para cortarle el paso al periodista, y Stanley salió por una puerta lateral-. Hola, Carl. Confío en que tengas toda la información que necesitas.

Eso creo. Me preguntaba cuál había sido el primer éxito de Stanley.

Formaba parte del equipo que desarrolló el acyclovir.

-¿Qué es?

Una crema para los herpes. Se comercializa con el nombre de Zovirax. Es un fármaco antiviral.

-¿De veras? Interesante.

Toni no creía que Carl estuviera realmente interesado en lo que ella le estaba explicando. Se preguntó qué tendría en mente.

-¿Podemos confiar en que harás un artículo sensato, que refleje la realidad sin exagerar el peligro?

-¿Quieres saber si hablaré de los cuatro jinetes del Apocalipsis?

Toni hizo una mueca.

-Fue una tontería por mi parte dar un ejemplo del tipo de hipérbole que pretendía evitar.

-No te preocupes, no pienso citarte.

-Gracias.

-No se merecen. Lo haría encantado, pero mis espectadores no tendrían ni la más remota idea de lo que significa. -Osborne cambió de tono-. Apenas te he visto desde que rompiste con Frank. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

-Por Navidad hará dos años.

-¿Qué tal lo llevas?

-Ha habido momentos duros, la verdad. Pero las cosas empiezan a remontar, o al menos eso creía hasta hoy.

-Tendríamos que quedar un día de estos, y ponernos al día.

Toni no tenía ningunas ganas de intimar con Osborne, pero optó por la respuesta más cortés:

-Claro, por qué no.

Para su sorpresa, Carl Osborne le tomó la palabra. -¿Te apetece salir a cenar?

-¿A cenar? -repuso ella.

-Sí

-¿Te refieres a una cita?

-Sí.

Aquello era lo último que hubiera esperado de él.

-¡No! -contestó sin pensarlo. Entonces recordó lo peligroso que aquel hombre podía llegar a ser y trató de suavizar su rechazo-. Lo siento, Carl. Me has pillado por sorpresa. Te conozco desde hace tanto tiempo que sencillamente no puedo pensar en ti de ese modo.

-Podría hacer que cambiaras de opinión. -Parecía vulnerable como un adolescente-. Dame una oportunidad.

La respuesta seguía siendo no, pero Toni dudó un momento. Carl era guapo, encantador, solvente, una celebridad local. Cualquier soltera que rondara los cuarenta se arrojaría a sus brazos sin pestañear. Pero daba la casualidad de que no la atraía lo más mínimo. Aunque no se hubiera enamorado de Stanley, no se habría sentido tentada a salir con Carl. ¿Por qué?

No tardó más de un segundo en averiguar la respuesta. Carl carecía de integridad moral. Un hombre capaz de distorsionar la verdad con tal de conseguir un titular sensacionalista podía ser igual de mentiroso en otros aspectos de la vida. Eso no lo convertía en un monstruo; había bastantes hombres como él, y unas cuantas mujeres también. Pero Toni no se imaginaba manteniendo una relación íntima con alguien tan superficial. ¿Cómo podía nadie besar, confesar sus secretos, olvidar sus inhibiciones y abrir su cuerpo a una persona en la que no podía confiar? La sola idea le parecía repugnante.

-Me halagas -mintió-, pero la respuesta es no.

Osborne no parecía dispuesto a rendirse fácilmente.

-La verdad es que siempre me has gustado. No me digas que no lo sabías.

-Solías coquetear conmigo, pero lo hacías con la mayoría de las chicas.

-No era lo mismo.

-¿No estabas saliendo con aquella chica del tiempo? Creo que he visto alguna foto vuestra en el diario.

-¿Te refieres a Marnie? Lo nuestro nunca fue en serio. Lo hice más que nada por la publicidad.

El recuerdo pareció molestarlo, y Toni dedujo que la tal Marnie le había dado calabazas.

-Vaya, sí que lo siento -dijo Toni, intentando ser amable.

-Pues demuéstralo cenando conmigo esta noche. Tengo mesa reservada en La Chaumiére.

Se refería a un restaurante de lo más selecto. Tendría la reserva hecha desde hacía tiempo, seguramente desde que salía con Marnie.

-Esta noche no puedo.

-No seguirás colgada de Frank, ¿verdad?

Toni rió con amargura.

-Lo hice durante un tiempo, tonta de mí, pero ya lo he superado. Completamente.

-¿Hay otra persona, entonces?

-No estoy saliendo con nadie.

-Pero hay alguien que te hace tilín. No será el bueno del profesor, ¿verdad?

-No seas ridículo -replicó Toni.

-No te estarás sonrojando, ¿verdad?

-Espero que no, aunque cualquier mujer lo haría si la sometieran a semejante interrogatorio.

-¡Dios santo, te gusta Stanley Oxenford! -Carl no sabía encajar el rechazo, y su rostro se torció en una mueca de rencor-. Stanley es viudo, ¿verdad? Sus hijos ya son mayores, y tendríais todo ese dinero solo para vosotros dos…

-Te estás poniendo desagradable, Carl.

-La verdad lo es a menudo. Te van los peces gordos, ¿eh? Primero fue Frank, el agente de policía con la carrera más prometedora de la historia de la policía escocesa, y ahora un científico y millonario. ¡Menuda cazafortunas!

Toni tenía que poner fin a aquella conversación antes de que Carl la sacara de sus casillas.

-Gracias por haber venido a la rueda de prensa -dijo, alargando la mano, que él estrechó con gesto mecánico-. Adiós.

Se dio la vuelta y se alejó.

Estaba temblando de rabia. Carl Osborne había hecho que sus sentimientos más profundos sonaran indignos. Le apetecía estrangularlo, no salir con él. Intentó tranquilizarse. Tenía una crisis profesional entre manos, y no podía consentir que sus emociones interfirieran con el trabajo.

Se dirigió al mostrador de recepción situado junto a la puerta y habló con el jefe de seguridad, Steve Tremlett.

-Quédate aquí hasta que todos se hayan marchado, y asegúrate de que ninguno de ellos intenta visitar las instalaciones por su cuenta.

Un fisgón lo bastante determinado podría intentar acceder a las zonas de alta seguridad esperando a que pasara alguien con un pase para colarse sin ser visto.

-Descuida -dijo Steve.

Toni empezó a tranquilizarse. Se puso la chaqueta y salió fuera. La nieve caía con más fuerza, pero no le impedía ver la manifestación. Se acercó a la garita del guardia que custodiaba la verja. Tres empleados de la cantina repartían bebidas calientes. Los manifestantes habían dejado de corear consignas y agitar pancartas para charlar unos instantes entre sonrisas.

Y las cámaras los estaban enfocando.

«Todo ha salido a pedir de boca», pensó. Pero entonces ¿por qué se sentía tan abatida?

Volvió a su despacho. Cerró la puerta y se quedó inmóvil, saboreando aquel momento a solas. Había llevado bien la rueda de prensa, pensó. Había protegido a su jefe de Osborne, y la idea de repartir bebidas calientes entre los manifestantes había funcionado a la perfección. No sería prudente celebrarlo hasta haber visto las imágenes que retransmitían los telediarios, por supuesto, pero tenía la impresión de haber tomado las decisiones correctas.

Y entonces ¿por qué se sentía tan mal?

En parte se debía a Osborne. Un encuentro con él podía deprimir a cualquiera. Pero sobre todo, se dio cuenta, era por Stanley. Después de todo lo que había hecho por él aquella mañana, se había marchado sin apenas darle las gracias. En eso consistía ser el jefe, supuso. Y hacía mucho tiempo que sabía lo importante que era la familia para él. Ella, en cambio, no era más que una compañera de trabajo, valorada, apreciada, respetada… pero no querida.

El teléfono sonó. Toni se lo quedó mirando unos segundos, molesta por su alegre tintineo. No le apetecía hablar. Luego descolgó.

Era Stanley, que llamaba desde el coche.

-¿Por qué no te pasas por casa dentro de una hora, más o menos? Podríamos ver las noticias y conocer nuestro destino juntos.

El estado de ánimo de Toni cambió al instante. Se sentía como si de pronto hubiera salido el sol.

-Claro -contestó-. Me encantaría.

-Ya puestos, que nos crucifiquen juntos -añadió él.

-Sería un honor.

12.00

La nieve empezó a caer con más fuerza mientras Miranda se dirigía al norte. Grandes copos blancos se depositaban sobre la luna delantera del Toyota Previa, donde los limpiaparabrisas se encargaban de barrerlos hacia los lados. Miranda se vio obligada a reducir la marcha a causa de la escasa visibilidad. La nieve parecía insonorizar el coche y, aparte del ligero rumor de los neumáticos, no se oía nada excepto la música clásica que sonaba en la radio.

Dentro del coche, el ambiente no era precisamente festivo. En el asiento de atrás, Sophie iba escuchando su propia música por los auriculares, mientras Tom seguía absorto en el mundo de la Game Boy y sus intermitentes pitidos. Ned guardaba silencio, y de vez en cuando alzaba el dedo índice para dirigir la orquesta. Mientras él contemplaba la nieve y escuchaba el concierto de violoncelo de Elgar, Miranda observó su rostro sereno, la sombra de la barba, y concluyó que no tenía ni idea de lo mucho que la había decepcionado.

Ned intuía su enfado.

-Siento mucho que Jennifer se haya puesto así -se disculpó.

Miranda miró por el espejo retrovisor y vio que Sophie movía la cabeza al compás de la música que sonaba en su reproductor multimedia. Habiéndose asegurado de que la chica no podía oírla, dijo:

-Su grosería no tiene perdón.

-De verdad que lo siento -repitió él.

Era evidente que no sentía ninguna necesidad de explicar su propio comportamiento ni de pedir perdón por el mismo.

Miranda tenía que echar por tierra esa cómoda ilusión.

-No es la actitud de Jennifer la que me molesta -observó-, sino la tuya.

-Sé que ha sido un error invitarte a entrar en la casa sin que ella estuviera presente.

-No es eso. Todos nos podemos equivocar.

Ned parecía confuso e irritado.

-¿A qué te refieres, entonces?

-¡Por Dios Ned! ¡No has movido un dedo para defenderme!

-Creo que eres perfectamente capaz de hacerte valer por ti misma.

-¡No es eso lo que está en causa! Por supuesto que sé valerme por mí misma. No necesito que me protejan. Pero tú deberías haber salido en mi defensa.

-Cual caballero andante.

-¡Pues sí!

-Me ha parecido que era más importante intentar apaciguar los ánimos.

-Pues te has equivocado. Cuando el mundo se vuelve hostil, no quiero que te conviertas en arbitro imparcial de la situación, sino que te pongas de mi parte.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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