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El bastardo de Marx Las hijas y el hijo ilegítimo de Karl Marx – Una novela documental (página 3)


Partes: 1, 2, 3

Marx era, ante todo, un revolucionario. Colaborar, de este o de otro modo, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quien él había infundido por primera vez la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones de su emancipación: esa era la verdadera misión de su vida. La lucha era su elemento. Y batalló con una pasión, una tenacidad y un éxito como pocos. Primera Gaceta Renana, 1842; Adelante de París, 1844; Gaceta Alemana de Bruselas, 1847; Nueva Gaceta Renana, 1848-1849; New York Tribune, 1852 a 1861; a todo lo cual hay que añadir un montón de panfletos de lucha y el trabajo en las organizaciones de París, Bruselas y Londres, hasta que, por último, nació como remate de todo ello, la gran Asociación Internacional de Trabajadores, que era, en verdad, una obra de la que su autor podía estar orgulloso, aunque no hubiera creado ninguna otra cosa. Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Los gobiernos, lo mismo los absolutistas que los republicanos, le expulsaban. Los burgueses, lo mismo los conservadores que los demócratas, competían en lanzar difamaciones contra él. Marx apartaba todo esto a un lado como si fueran telas de araña, no hacía caso de ello; sólo contestaba cuando la necesidad más imperiosa lo exigía. Y ha muerto venerado, querido, llorado por millones de obreros de la causa revolucionaria, como él, diseminados por toda Europa y América, desde las minas de Siberia hasta California. Y puedo atreverme a decir que si pudo tener muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a través de los siglos, y con él su obra.

Un bello discurso, sin duda, pero que falta a la verdad en muchos puntos; hay que reconocerlo. Me complace pensar que sólo quisieron acudir a su entierro los amigos más íntimos, pero lo cierto es que mi padre era un hombre prácticamente olvidado en el momento de su muerte. Hacía mucho que no escribía nada, muchos años que se había clausurado la Internacional, muchos años que no hacía política. Aun así, el discurso del General fue muy emotivo, lo mismo que los obituarios publicados por sus seguidores. Después de morir mi padre, el General se implicó en la tarea de dar a conocer su obra, de actualizarla, de hacerla más accesible a la clase obrera, de reunir los apuntes que dejó para publicar los siguientes volúmenes de El Capital y de escribir libros que sirvieran para entender mejor los principios fundamentales de sus teorías. Por decirlo en pocas palabras, una vez muerto Marx, Engels estaba fundando el marxismo.

También me dolió mucho la muerte, en 1890, de la fiel Lenchen, nuestra segunda madre. Cuando murió mi padre se mudó a la casa del General, y ya liberada de las tareas domésticas, vivió mejor que nunca. No le faltó de nada y por fin pudo ver con total libertad a su hijo, esto es, cumpliendo las restricciones que mencioné antes. Legó a su hijo Freddy todas sus posesiones, que ascendían a noventa y cinco libras. Como era una más de la familia, la enterramos junto a mis padres.

De: Friedrich Engels

A: Friedrich Adolph Sorge

5 de noviembre de 1890

Hoy tengo tristes noticias que contar. Mi buena, querida y leal Lenchen ha fallecido plácidamente después de una enfermedad breve y prácticamente sin dolor. Hemos vivido juntos siete felices años en esta casa. Hemos sido los dos últimos de la vieja guardia, de antes de 1848. Ahora estoy solo de nuevo. Si Marx, durante un largo período de tiempo, y yo, durante los últimos siete años, tuvimos tranquilidad mental para trabajar, fue en esencia gracias a ella. No sé qué será de mí ahora. También echaré dolorosamente de menos sus discretos consejos respecto a los asuntos del partido.

Friedrich Engels

En cuanto al General, fue siempre quien mejor salud tuvo de todos los miembros de la vieja guardia, y por eso mismo fue el último en morir. Y si no hubiera sido por ese cáncer de garganta, a saber cuántos años más podría haber vivido, ya que por lo demás se encontraba muy bien físicamente. Recuerdo con amargura esos días, no sólo por su fallecimiento, sino porque fue cuando descubrí el asunto de la paternidad de Freddy, como ya he relatado.

Engels es ahora un setentón, pero lleva con facilidad sus tres veces veinte años más diez. Tanto física como intelectualmente se mantiene en forma. Lleva con tanta familiaridad sus seis pies y algo más de estatura, que uno no creería que fuera tan alto. Tiene barba, que forma una extraña inclinación lateral, y que ahora comienza a encanecer. Su cabello, por el contrario, se mantiene castaño y sin una sola cana; por lo menos no he podido descubrir ninguna después de un atento examen. En lo relativo a su cabello resulta más joven que la mayoría de nosotros. Pero si ya el aspecto externo de Engels es joven, él todavía lo es mucho más que su aspecto. Es realmente el hombre más joven que conozco. Y por lo que puedo recordar, en estos últimos veinte años no ha envejecido (…)

Todavía existe otro aspecto en Engels, quizás el más esencial, que creo que merece comentarse. En vida de Marx decía de sí mismo: "He tocado el segundo violín y creo haber conseguido cierto virtuosismo, y me he considerado condenadamente feliz de haber podido contar con un primer violín tan bueno como Marx". En la actualidad Engels dirige la orquesta, pero sigue siendo tan modesto y sencillo como si, como él mismo dijo, tocara "el segundo violín".

Eleanor Marx

De: Louise Freyberger

A: Eleanor Marx

5 de agosto de 1895

Querida Tussy:

El viejo y querido General cayó dormido plácidamente y sin sufrimiento a las 10:30 del día de hoy.

Salí de la habitación para cambiarme y ponerme algo para la vigilancia nocturna, estuve fuera cinco minutos, y cuando volví todo había acabado.

Tuya

Louise

Cuando murió, hicimos incinerar su cadáver, tal como había dejado encargado. Unos días después, con Edward, Bernstein y Lessner, llevamos la urna con sus cenizas a Eastbourn, el pueblo donde le gustaba pasar sus días de vacaciones, alquilamos una barca, nos adentramos en el mar y allí esparcimos sus cenizas. Igual que durante toda su vida cedió la primacía a mi padre y quiso mantenerse en un segundo plano -aunque en realidad nunca lo estuvo-, no quiso que le enterraran, para que los obreros de todas las épocas visiten la tumba de mi padre, no la suya. Fue fiel a los Marx incluso después de su muerte, ya que nos legó a Laura y a mí, las dos supervivientes de la familia, una cantidad más que respetable que nos permitió comprar nuestras respectivas casas. En cuanto a Freddy, también le ignoró en su testamento, pero nosotras dos y Longuet, viudo de mi hermana Jenny, nos encargamos de hacerle llegar una suma de dinero suficiente, si no para vivir desahogadamente, sí al menos para solucionar sus problemas económicos.

Obituario de Friedrich Engels, por Edward Aveling:

Engels medía aproximadamente seis pies, y hasta su última enfermedad era un hombre de porte erguido, militar, que llevaba con facilidad la carga de sus más de setenta años. Ese porte militar, y el paso rápido y enérgico, guardan cierta relación con el nombre que sus amigos íntimos le daban: el General (…)

Engels podía hablar con cada persona en la lengua materna de ésta. Al igual que Marx, hablaba y escribía a la perfección alemán, francés e inglés, y casi con la misma perfección italiano, español y danés; también sabía leer y hacerse entender en ruso, polaco y rumano; por no mencionar lenguas no vivas como el la-tín y el griego. Cada día, con cada correo, llegaban cartas y periódi-cos escritos en todas las lenguas europeas, y era sorprendente ver cómo, además de ocuparse de todo su trabajo, tenía tiempo de leerlas, ordenarlas y conservar lo más importante en su memoria. Cuando alguno de sus escritos o de los de Marx se traducía a otra lengua, los traductores le enviaban siempre los trabajos para su revisión y corrección (…)

Ahora bien, no sólo por su facilidad para los idiomas, sino en otros muchos sentidos, era Engels un admirable anfitrión. Era la hospitali-dad en persona y tenía unos modales excelentes (…) Durante los días de la se-mana vivía en la mayor sencillez, a menos que alguno de nosotros fuera a visitarle, desayunar o comer con él. Pero los domingos era una verdadera alegría contemplar cómo le divertía homenajear a sus amigos con lo mejor que podía encontrar (…)

Engels fue uno de los hombres más altruistas del mundo. Su propia presencia ya resultaba estimulante, y lo mismo cabía decir de su valor y su optimismo (…) Él era el hombre al cual se podía dirigir uno ante cual-quier dificultad que se presentara, y siempre se podía seguir su consejo. Su saber enciclopédico estaba en todo momento a disposición de sus amigos. Incluso especialistas de diferentes campos del saber tuvieron que admitir que Engels conocía dicho campo mejor que ellos mis-mos. Así, en las ciencias naturales siempre era capaz de aportar una nueva idea, ayudar un poco más, cualquiera que fuera la rama o el aspecto de un ámbito sobre el que se le hacía alguna pregunta.

En cuanto a la política, ese campo por el que se interesaban todos sus amigos, todos acudían a él para recibir instrucción. No sólo conocía las bases fundamentales, sino también los más pequeños detalles de la evolu-ción económica, histórica y política de cada país (…)

Su vida fue hermosa, y él la amaba. A veces creo que bien pudo ha-ber pensado, igual que Sócrates: "Cuando toda razón haya pasado y la muerte sólo sea como un profundo sueño sin ensueños, en el cual nos sumimos a veces, qué deseable será entonces la muerte". Con su saber, con su obra, su confianza en el futuro del movimiento, su ejército de amigos -entre los que Marx era naturalmente el primero y último, su todo-, con su enorme alegría de vivir, tenía más razones que otros muchos para aferrarse a la vida y estimarla. Ahora bien, tampoco sentía el mínimo temor ante la muerte.

3

Edward es un enfermo moral y yo he querido curarle. Pero ya es tarde. Tarde para los dos; para él y para mí. Hace tiempo que desistí de hacerle cambiar, y ahora lo único que quiero es descansar de una vez. Ya no habrá más discusiones ni más sufrimiento. Va a salir a arreglar unos asuntos -eso me ha dicho; a saber con qué sucia amante se va a encontrar-, y aprovecharé para enviar a Gertrude a que compre en la botica el fármaco liberador. Dentro de unas horas llegará el sueño eterno, la falta de sensación, y con ella la cesación del dolor. Porque, ¿qué otra cosa es el dolor sino sensación dañina, ya sea procedente del cuerpo o de la mente? ¿Y qué cosa es la muerte sino la ausencia de sensación y de dolor? Cuando el querido veneno detenga mi respiración, mi corazón y mi cerebro, habré dejado de sufrir. Dicen que el efecto del ácido prúsico -más conocido como cianuro- es terrible y doloroso, pero también muy rápido. Unos minutos de convulsiones, rigidez muscular, pulso acelerado, dificultades para respirar y sensación de quemazón por todo el cuerpo, y al final el corazón deja de latir, los pulmones de respirar y sobreviene el coma irreversible. El tradicional arsénico es mucho peor, con largas horas de náuseas, dolores, calambres, diarreas y vómitos. Además, con tanto tiempo y esos síntomas tan notables corro el riesgo de que llamen a un médico y me dé algún antídoto, igual que pasó en aquella ocasión, hace más de diez años, en que Edward me humilló y yo tomé una buena cantidad de opio, pero me descubrieron y lograron salvarme haciéndome ingerir unos cuantos cafés bien cargados y no dejándome que me quedara quieta.

Sólo espero que el color azulado que mostrará mi cuerpo no deje un cadáver poco estético de ver. Por algo voy a estar recién bañada y me voy a poner un bonito pijama blanco. Ya que voy a acabar con todo, que sea bien y no de cualquier forma. Va a ser como Madame Bovary, pero sin el maldito arsénico. Al final resultará que durante mi vida no he podido cumplir mi gran sueño de ser actriz -después de que mi querida profesora me dijera que no tenía el talento suficiente-, pero pondré fin a mis días de un modo novelesco. Sólo espero que la posteridad sea benevolente conmigo.

Ansiamos vivir cuando nuestra vida está llena de alegría y gozo. Nos aferramos a la vida cuando nos queda algo por lo que luchar, o cuando siguen presentes algunos de los placeres que le dan sentido. Pero, ¿qué sentido tiene vivir cuando lo único que nos queda es dolor? Y no hablo del dolor físico, ese que puede amortiguarse tomando una píldora de opio. Hablo del dolor del corazón, del dolor emocional, ese que necesitaría de altas dosis de láudano, administradas de forma continua, varias veces al día, día tras día. Ese que no tiene cura porque su causa es una persona que actúa intencionalmente, y que sabemos que nunca dejará de obrar así porque no puede ser de otra forma. ¿Qué otra alternativa tengo? ¿Matarle? No sería capaz de hacerlo, y aunque pudiera lo peor no sería la cárcel, no, sino el remordimiento durante toda la vida por haberlo hecho y el dolor de haber acabado con la persona a la que yo quería, a pesar de todo. ¿Irme de su lado, olvidarle? No soportaría que tuviera una vida sin mí, que fuera feliz sin mí. ¿Estar toda la vida sedada, bajo los efectos del opio a grandes cantidades? Llegaría un momento en que la dosis necesaria sería demasiado alta, y además creo que la vida hay que vivirla con lucidez, no en estado de sedación. No. La decisión que he tomado es, sin duda, la más adecuada. Decía Epicuro que no debemos temer a la muerte porque, cuando nosotros somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos. Nunca llegamos a sentir qué es la muerte, y el proceso de morir no puede ser doloroso cuando es producido por un tóxico como el ácido prúsico. No voy a sufrir, y en cambio voy a poner fin a todos mis sufrimientos. Una decisión correcta, por tanto.

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El 31 de marzo de 1898, por la mañana temprano, Edward Aveling se vistió a duras penas para viajar a Londres él solo. Eleanor le rogó que no fuera, no sólo por su salud, sino porque no quería que se viera con ninguna amante ni con aquella a la que había convertido en su esposa. Edward no dijo nada, terminó de vestirse y se marchó.

A las 10 de la mañana, Eleanor envió a la criada, Gertrude Gentry, a la botica de George Dale, situada en el número 92 de la calle Kirkdale, con una nota que decía: "Por favor, entregue al portador cloroformo y una pequeña cantidad de ácido prúsico para el perro". La nota incluía las iniciales E.A., y una tarjeta a nombre del doctor Edward Aveling. La criada regresó con un paquete que contenía dos onzas (60 mililitros) de cloroformo y un dracma (la octava parte de una onza, es decir, 3,75 mililitros) de ácido prúsico. También trajo el libro de venenos. Eleanor lo firmó con sus iniciales E.M.A. (Eleanor Marx Aveling), tras lo cual Gertrude fue a devolver el libro al boticario. Cuando volvió a casa, alrededor de las 10:45, subió a las habitaciones de la parte superior de la casa y encontró a Eleanor tumbada en la cama respirando con dificultad. Le preguntó qué le ocurría, y al no recibir respuesta corrió a la casa de la vecina, la señora Kell, para pedir ayuda, y después a casa del médico. Cuando la señora Kell entró en el dormitorio de Eleanor, el veneno ya había cumplido su misión. Cuando llegó el doctor Henry Shackleton, tras un examen del cadáver, dedujo, por el color de la cara y por el característico olor a almendras amargas, que la causa de la muerte había sido un envenenamiento con cianuro.

Eleanor había escrito dos notas de despedida.

Una para Aveling:

Querido, muy pronto habrá terminado todo. Mi última palabra para ti es la misma que te dije durante todos estos largos y tristes años: Amor.

Otra para su sobrino favorito, Jean Longuet:

Mi queridísimo Johnny:

Mis últimas palabras son para ti. Intenta ser digno de tu abuelo. Tu tía Tussy.

La muerte suscitó muchas reacciones. Hubo quien dijo que había habido un pacto de suicidio entre Eleanor y Edward, y que éste no cumplió su parte y la dejó morir. También se dijo que él conocía sus intenciones, que se marchó de casa para no estar presente durante la muerte y que regresó cuando estuvo seguro de que todo había acabado.

Bernstein escribió un artículo expresando su opinión, "¿Qué llevó a Eleanor Marx a la muerte?", publicado en alemán en Neue Zeit y en inglés en Justice:

(…) El doctor Aveling no ha intentado poner en duda ni refutar lo expuesto, ni tampoco librarse de la sospecha que todo esto arroja sobre él. La sospecha consiste en que el doctor Aveling, cuando salió de casa el 31 de marzo, sabía que Eleanor estaba decidida a acabar con su vida, y también sabía que había conseguido veneno para tal fin, y sabiendo esto, no obstante no hizo ningún esfuerzo para evitar el suicidio.

Por tanto, que el doctor Aveling tenga, o no, responsabilidad criminal en la prematura muerte de Eleanor Marx, sólo puede decidirlo una investigación judicial. En cuanto a su responsabilidad moral, lo siguiente servirá a modo de aporte (…)

Eduard Bernstein

En el artículo, Bernstein resumía los últimos meses de vida en común de Eleanor y Aveling, las llamadas de socorro a Freddy Demuth y la actitud de Aveling la mañana del día del suicidio y cuando volvió a la casa, con Eleanor ya muerta. Bernstein afirmaba que, sin lugar a dudas, Aveling fue responsable moral de la muerte de Eleanor Marx, y tal vez responsable judicial. También Wilhelm Liebknecht, amigo de la familia, tuvo sospechas.

De: Wilhelm Liebknecht

A: Laura Marx

9 de abril de 1898

Son terribles las cosas que la gente dice sobre Aveling. No puedo creerlo todo, y espero las noticias que Paul y tú me hagáis llegar. En cualquier caso, fue una cobardía decir que Tussy pudo tener una tendencia mórbida al suicidio. No es cierto (…)

Pero un juicio contra Aveling, como desea Bernstein, no me parece muy razonable.

De: Eduard Bernstein

A: Laura Marx

Abril de 1898

(…) Se le ha visto en compañía de una mujer en un restaurante de moda, riendo y haciendo bromas. Y no hay duda de que vive con una mujer. No sé si te dije que aquí corrió el rumor de que Aveling se había casado en secreto y que enterarse de este asunto fue lo que llevó a Eleanor a morir.

Al funeral, celebrado el 5 de abril en el cementerio de Waterloo Station, acudió una gran multitud. Pronunciaron discursos varios dirigentes; Bernstein, entre otros. Sobre el ataúd había coronas de flores enviadas por la Federación Socialdemócrata, el Partido Socialdemócrata Alemán, numerosas agrupaciones de trabajadores y redacciones de periódicos. Aveling asistió, pero se limitó a pronunciar unas palabras sin ningún sentimiento y sin lágrimas en los ojos. El día anterior había ido a ver un partido de fútbol. Según Bernstein, si no hubiera sido porque no querían un escándalo público, la gente le habría despedazado. El cuerpo fue incinerado y Aveling no solicitó quedarse con las cenizas. Después de la investigación judicial, no fue encontrado culpable de ningún cargo.

Eleanor pudo descansar por fin en paz. Seguramente las palabras de su amiga, la actriz Olive Schreiner, no fueron en absoluto negativas: "Me siento muy contenta de que Eleanor esté muerta. Es una gran suerte que por fin haya logrado librarse de él".

Edward Aveling recibió mil novecientas libras de la herencia, que se gastó en poco tiempo, en parte para pagar sus numerosas deudas. De todas formas, no pudo disfrutar demasiado porque murió cuatro meses después, de enfermedad renal. Durante ese tiempo se le prohibió asistir a las reuniones del partido y del sindicato.

La pequeña urna con las cenizas fue recogida por Lessner, que depositó en su interior una tarjeta que decía "Estas son las cenizas de Eleanor Marx". La llevó a las dependencias de la Federación Socialdemócrata, donde el secretario la colocó sobre la estantería acristalada de un armario, donde permaneció 23 años. Después de muchas tribulaciones, en 1956 fue enterrada junto a los restos de Marx, su mujer, su nieto Johnny y Helene Demuth, bajo el monumento a Marx que hay en el Cementerio de Highgate, de Londres.

4

Mi hermana Eleanor fue, con mucho, la más inteligente y mejor dotada de las tres. Ella heredó el amor por el conocimiento que siempre tuvo nuestro padre, y el hecho de querer ser siempre una mujer independiente le permitió conseguir logros que a Jennychen y a mí nos fueron ajenos. Sus apodos, aparte del conocido "Tussy", fueron Quo-quo y el Enano Alberich. Tenía los ojos color castaño oscuro, el cabello negro azabache y la nariz gruesa de mi padre, y era la favorita de mi madre. Nunca fue lo que se suele llamar très jolie, pero su alegría y su fuerza de carácter resultaban realmente atractivas. Fue la única de las tres que hablaba y leía alemán con soltura. Haber nacido nueve años antes que ella me permitió observar sus progresos en todos los ámbitos, y he de decir que siempre fue una niña sobresaliente, si bien es cierto que tuvo la ventaja de no sufrir las penurias que sí pasamos las dos hermanas mayores, especialmente el tiempo que vivimos en aquel pequeño apartamento del Soho donde murieron tres de nuestros hermanos, donde mi madre permanecía más días encamada que levantada, y donde mon père tenía que trabajar sobre una mesa carcomida, siempre que se lo permitían sus fuerzas, muy mermadas por la mala alimentación, el excesivo consumo de tabaco y el insomnio crónico, y cuando no se retorcía por los dolores causados por sus llagas, sus cólicos o sus hemorroides.

Mi padre fue excesivamente sobreprotector con Eleanor; por eso tuvo ese débil carácter, y por eso mismo necesitaba una figura paterna que la protegiese, aunque fuera el malvado de Aveling, la causa de todos sus males en sus últimos años de vida y el culpable de su suicidio.

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Mi hermana Jennychen, conocida por la familia por Emperador de China, Quiqui y Di, tenía los ojos negros y el cabello color azabache, también como mi padre. Físicamente era la más parecida a Möhme, y de ella heredó no sólo el nombre, sino saber aguantar el sufrimiento, ya que tuvo un matrimonio muy difícil con el inepto de Charles Longuet, que tanto la hizo sufrir y tan poco la ayudó a llevar la casa. Mi padre no pudo oponer ningún reparo a la relación, ya que él siempre se comportó correctamente y Jenny ya tenía veintiocho años. Pero, igual que mi marido, Paul, Longuet era proudoniano. El pobre Moro tuvo que soportar declararse socialista científico y tener dos hijas casadas con dos socialistas utópicos. Imagino que este hecho le haría recordar sus viejas batallas dialécticas de juventud contra Proudhon y su Miseria de la filosofía, que escribió en contestación a la obra Filosofía de la miseria, de aquél.

Antes de conocer a Longuet, con veinticuatro años, Jennychen consiguió un empleo de profesora de idiomas para ayudar económicamente a la familia, ante lo cual el Moro se preocupó mucho porque temía que trabajar todo el día pudiera perjudicar su frágil salud.

Jenny y Laura

Jennychen y Charles se conocieron cuando él huyó a Londres huyendo de la represión contra los comuneros de París y se casaron en 1872. Se mudaron a Oxford, donde Longuet intentó establecerse como profesor, pero no lo logró. Volvieron a Londres para buscar trabajo, y en 1874 consiguieron colocarse como profesores. Entre los dos se ganaban la vida pasando el día dando clase, ya que tenían que complementar sus empleos con clases particulares.

Longuet era también bastante delicado de salud y lo único que supo hacer bien fue dejar a Jennychen embarazada de seis hijos en ocho años, a los que ni siquiera supo criar, razón por la que dos murieron muy pronto y los otros cuatro -una vez fallecida ella- no están recibiendo la educación que necesitan. Para colmo de males, en 1877 él sufrió un brote de fiebre tifoidea que le dejó con un carácter irascible, casi histérico.

Con razón mi madre dudaba de que Longuet pudiera hacerla feliz, a ella, siempre tan frágil. ¡Qué dolores tan terribles tuvo que sufrir la pobre Jennychen durante sus últimos años de vida! Dado que me duele hablar de ella, a modo de homenaje, prefiero recordar el bello obituario que le dedicó el General.

Obituario de Jenny Longuet, nacida Marx, por Friedrich Engels

Jenny, la hija mayor de Karl Marx, ha muerto en Argenteuil, cerca de París, el 11 de enero. Hace ocho años se casó con Charles Longuet, antiguo miembro de la Comuna de París y actual codirector de Justice.

Jenny Marx nació el 1 de mayo de 1844, y creció en medio del movimiento proletario internacional y en estrecho contacto con él. A pesar de cierta reticencia que se debía a su timidez, cuando era necesario exhibía una presencia de ánimo y una energía que muchos hombres envidiarían.

Cuando la prensa irlandesa desveló el infame trato que los fenianos juzgados en 1866 tuvieron que sufrir en la cárcel, y los periódicos ingleses ignoraron obstinadamente las atrocidades; y cuando el gobierno de Gladstone, a pesar de las promesas realizadas durante la campaña electoral, rechazó amnistiarlos e incluso mejorar sus condiciones, Jenny Marx encontró una forma para que el piadoso señor Gladstone tomara medidas inmediatamente. Escribió dos artículos para el periódico Marsellesa, de Rochefort, describiendo vívidamente cómo se trata a los prisioneros políticos en la Inglaterra libre. La tarea surtió efecto. La divulgación en un gran periódico parisino fue irresistible. Unas semanas después, O"Donovan Rosa y la mayoría de los demás estaban libres y de camino a América.

En verano de 1871, Jenny, junto con su hermana menor, visitaron a su cuñado, Lafargue, en Burdeos. Lafargue, su mujer, su hijo enfermo y las dos chicas se trasladaron de allí a Bagneres de Luchon, un balneario de los Pirineos. Una mañana temprano, un caballero se presentó ante Lafargue y le dijo: "Soy oficial de policía, pero republicano; hemos recibido una orden de arresto contra usted; se sabe que usted estuvo a cargo de la comunicaciones entre Burdeos y la Comuna de París. Tiene usted una hora para cruzar la frontera".

Lafargue, con su mujer y su hijo, lograron pasar la frontera y entrar en España, por lo que la policía se vengó arrestando a las dos chicas. Jenny tenía en su bolsillo una carta de Gustave Flourens, el líder de la Comuna que fue asesinado cerca de París; si se descubría la carta, las dos hermanas tenían asegurado el viaje a la cárcel. Cuando se encontró un momento sola en la oficina de policía, Jenny abrió un polvoriento y viejo libro de cuentas, metió dentro la carta y volvió a cerrar el libro; tal vez la carta siga aún allí. Cuando las dos chicas fueron llevadas a la oficina, el prefecto, el conde de Keratry, un famoso bonapartista, las interrogó. Pero la astucia del antiguo diplomático y la brutalidad del antiguo oficial de caballería sirvieron de poco al enfrentarse a la tranquila prudencia de Jenny. Salió de la sala en un ataque de ira por "la energía que parece propia de las mujeres de esta familia". Después de enviar varios mensajes a París y de recibir otros tantos, finalmente tuvo que liberar a las dos, que habían sido tratadas de manera realmente indigna durante su detención.

Estas dos historias son características de Jenny. El proletariado con ella ha perdido una valiente luchadora. Pero su padre, que se encuentra de luto, tiene al menos la consolación de que cientos de miles de trabajadores de Europa y América comparten su dolor.

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En cuanto a mí, nací el 26 de septiembre de 1845 en Bruselas, cuando mi padre se encontraba en esa ciudad conspirando contra las monarquías europeas. Mi familia y mis amistades más cercanas, en lugar de llamarme por mi nombre, Laura, me conocen por los apodos de Hotentote y Kakadou. Tengo los ojos verdes y el cabello de color castaño claro, siempre me han dicho que soy bonita, y en cuanto al temperamento soy la más callada de las tres hermanas; incluso en algunos momentos he tenido lo que podemos llamar ataques de melancolía. Siempre fui la más hogareña y la menos propensa a meterme en política, así que supongo que estaba predestinada a casarme. De hecho, aunque Jenny era mayor que yo, me casé antes. Tuve un pretendiente llamado Charles Manning, que tenía bastante dinero y parecía un hombre honesto. Me pidió que entabláramos relación en numerosas ocasiones, pero yo simplemente no sentía nada por él, a pesar de que su hermana era una buena amiga mía.

Laura Lafargue-Marx

Conocí a Paul en 1866, con 20 años, y año y medio después me casé con él, no sin que antes mi padre mostrara su preocupación y le pidiera que probase que podía mantener sin problemas un hogar. Paul comenzó a estudiar medicina en París, pero sus ideas revolucionarios habían provocado su expulsión. Por eso se trasladó a Londres, con la idea de acabar allí la carrera. Como buen revolucionario, empezó a visitar a mi padre para presentarle sus respetos, pero pronto el objeto de su admiración fui yo, no el Moro. Reconozco que al principio me mostré un poco fría con él, pero así era mi carácter. Él, en cambio, no dejaba de cortejarme y me acosaba con su fogosidad antillana, que en aquel momento me incomodaba. Paul tenía sangre francesa, judía, india caribeña y negra, a partes iguales, y aunque de tez morena y cabellos ondulados, tenía todo el aspecto de un joven francés de buena familia. Su interés por mí fue pronto evidente, y el Moro se preocupó como todo padre lo hace por el bien de su petite fille y por el del futuro matrimonio. Así que, además de rogarle que fuera menos ardiente, escribió a su padre, para que le informara sobre la situación económica de la familia.

De: Karl Marx

A: Paul Lafargue

13 de agosto de 1866

Me va a permitir usted hacerle las siguientes observaciones:

1. Si quiere proseguir sus relaciones con mi hija, tendrá usted que reconsiderar su modo de "hacer la corte". Sabe que no hay compromiso definitivo, que todo es provisional; incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no debería olvidar que se trata de un asunto a largo plazo. La intimidad excesiva está, por tanto, fuera de lugar, si se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar la misma ciudad durante un período necesariamente prolongado de duras pruebas (…) A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia, e incluso la timidez del amante ante su idolatrada, y no en la libertad de la pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija. Si en su presencia es usted incapaz de amarla de un modo conforme a las costumbres de Londres, tendrá que resignarse a quererla a distancia. Estoy seguro de que entiende lo que le quiero decir.

2. Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura, necesito serias explicaciones sobre su posición económica. Mi hija supone que estoy al corriente de sus asuntos, pero se equivoca. No he sacado a relucir esta cuestión hasta ahora porque, a mi juicio, la iniciativa debería haber provenido de usted. Sabe que he sacrificado toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento, sin embargo. Si tuviera que recomenzar mi vida, obraría de la misma forma (…) Pero, en lo que esté en mis manos, quiero salvar a mi hija de los problemas con los que se ha encontrado su madre (…) En lo que respecta a su posición en términos generales, sé que usted aún es estudiante, que su carrera en Francia ha quedado más o menos arruinada por cierto incidente, que aún no domina el idioma, algo indispensable para su aclimatación en Londres, y que su futuro es, como mucho, enteramente problemático (…) Respecto a su familia, no sé nada.

3. Para evitar toda mala interpretación de mi carta, le puedo asegurar que si usted desea contraer matrimonio en las circunstancias actuales, eso no sucedería. Mi hija no consentiría (…)

4. Me gustaría que esta carta fuera un asunto privado entre nosotros dos. Espero su respuesta.

Suyo,

Karl Marx

Posteriormente, Paul dejó testimonio escrito sobre esos primeros contactos con mi padre. Nunca guardó ningún resentimiento; al contrario, su admiración por él fue constante. Mon cher mari puede tener defectos, como todo el mundo, pero nunca ha albergado malos sentimientos hacia nadie.

Fue en febrero de 1865 cuando vi por vez primera a Karl Marx. La Internacional había sido fundada el 28 de septiembre de 1864, en la asamblea celebrada en St. Martin's Hall. Yo acudí desde París para llevarle noticias de los progresos que la joven asociación había logrado allí (…)

Por aquel entonces tenía yo veinticuatro años, y toda mi vida recordaré la impresión que me causó aquella primera visita. Marx estaba enfermo y trabajaba en el primer volumen de El Capital, que no se publicó hasta dos años más tarde, en 1867, y que él temía no poder terminar. Le gustaba recibir gente joven (…)

En aquel gabinete de trabajo de Maitland Park Road -donde desde todas las partes del mundo civilizado confluían los camaradas para consultar al maestro de la causa socialista- no se me apareció como el incansable e incomparable agitador socialista, sino como un erudito. Aquel gabinete es histórico, y es necesario haberlo visto para poder penetrar en la vida intelectual de Marx en su faceta más íntima. Estaba situado en el primer piso, y la amplia ventana que confería tanta luminosidad al cuarto daba al parque. A ambos lados de la chimenea, y frente a la ventana, las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros, y cargadas hasta el techo de manuscritos y paquetes de periódicos. Frente a la chimenea, y a un lado de la ventana, había dos mesas cubiertas de papeles, libros y diarios. En el centro de la habitación, donde la luz era más favorable, estaba la pequeña y sencilla mesa de trabajo (tres pies de largo por dos pies de ancho) y el sillón de madera (…)

Marx no permitía que nadie ordenara, o más bien desordenara, sus libros y papeles. Por otra parte, el desorden reinante sólo era aparente: todo se encontraba en el sitio preciso que él deseaba, y sin tener que buscar, siempre cogía el libro o cuaderno que en aquel momento necesitaba. Incluso en medio de una conversación se interrumpía a menudo para demostrar con ayuda de un libro alguna cita o cifra que acababa de utilizar. Formaba una unidad con su gabinete de trabajo, cuyos libros y papeles le obedecían como sus propios miembros (…)

Descansaba yendo de un lado a otro en su gabinete; desde la puerta hasta la ventana la alfombra mostraba una franja completamente gastada, tan claramente delimitada como un sendero en un prado. De vez en cuando se tendía en el sofá para leer alguna novela; en ocasiones leía dos o tres al mismo tiempo (…)

Marx leía todas las lenguas europeas y escribía tres: alemán, francés e inglés, para admiración de todos quienes conocían tales idiomas (…) Poseía un enorme talento para las lenguas, que heredaron también sus hijas. Contaba ya cincuenta años cuando se decidió a aprender también el ruso, y a pesar de que esa lengua no guarda relación etimológica próxima con ninguna de las lenguas antiguas y modernas que él conocía, al cabo de seis meses ya lo dominaba hasta el extremo de poder recrearse en la lectura de los poetas y novelistas rusos que más apreciaba: Pushkin, Gógol y Schedrín. La razón por la cual aprendió ruso era poder leer los documentos de las investigaciones oficiales, que el gobierno mantenía en secreto debido a sus terribles revelaciones; unos amigos devotos los habían conseguido para Marx, que a buen seguro es el único economista político de toda Europa Occidental que los conoce (…)

La biblioteca de Marx, que contenía más de mil volúmenes reunidos cuidadosamente en el curso de su larga vida de investigaciones, no le bastaba. Así, durante años fue un asiduo visitante del Museo Británico, cuyo catálogo apreciaba en mucho. Incluso sus enemigos se han visto obligados a reconocer su vasto y profundo saber, que no sólo poseía en su propio campo, la economía política, sino también en los campos de la historia, la filosofía y la literatura de todos los países (…)

El cerebro de Marx estaba repleto de una increíble cantidad de hechos históricos y científicos y de teorías filosóficas, y era capaz de hacer un uso apropiado de todos esos conocimientos y observaciones reunidos en largos trabajos intelectuales. Uno podía preguntarle en cualquier momento y sobre cualquier tema, y en todo momento daba la respuesta más completa que se pudiera desear, acompañada siempre de reflexiones filosóficas de carácter general. Su cerebro se parecía a un buque de guerra anclado en el puerto y con las máquinas a pleno vapor, dispuesto en todo momento a zarpar en cualquier dirección del pensamiento. El Capital nos revela a buen seguro un intelecto de sorprendente fuerza y altos conocimientos, pero ni para mí ni para ninguno de quienes conocíamos de cerca a Marx, El Capital u otra obra suya reflejaba toda la magnitud de su genio y saber. Estaba muy por encima de sus obras (…)

Pasaba horas enteras jugando con sus hijas, que todavía hoy recuerdan las batallas navales y el incendio de flotas enteras de barquitos de papel que Marx fabricaba para ellas, colocándolos luego en una enorme tinaja llena de agua y entregándolas a las llamas, para diversión general de las chiquillas. Los domingos, sus hijas no le permitían que trabajara; ese día les pertenecía. Cuando hacía buen tiempo, toda la familia hacía largas excursiones por el campo, parando en sencillas fondas para refrescarse con cerveza de jengibre y comer pan con queso. Cuando sus hijas todavía eran pequeñas, les alegraba el camino contándoles cuentos fantásticos de hadas que parecían no querer acabar nunca, y que iba inventando a medida que caminaban y cuyos enredos iba complicando y aumentando según la longitud del camino, de modo que el interés de la narración hiciera olvidar a las chiquillas su cansancio (…)

Marx estaba orgulloso de Engels. Me enumeraba con satisfacción todos los méritos morales e intelectuales de su amigo; incluso viajó conmigo expresamente a Manchester para presentármelo. Admiraba la extraordinaria diversidad de sus conocimientos científicos, y se preocupaba por los menores acontecimientos que pudieran afectarle.

Paul Lafargue

El Moro escribió al padre de Paul, que vivía en Burdeos, y éste le tranquilizó diciéndole que la familia contaba con recursos, entre los que se encontraban plantaciones de café en Cuba, y que podían ofrecer a la joven pareja una renta para que pudieran vivir holgadamente. El padre de Paul también aprovechó para pedir mi mano. Nos casamos en 1868, nos instalamos en Burdeos, con frecuentes viajes a España para participar en la organización de la sección española de la Internacional. Allí conocimos a destacados socialistas de ese país, como Pablo Iglesias, José Mesa y Anselmo Lorenzo, quien se hizo muy amigo de mi marido y llegó a conocer a mi padre durante un viaje que hizo a Londres.

Paul Lafargue

Testimonio de Anselmo Lorenzo sobre Karl Marx

Al cabo de poco rato paramos delante de una casa, llamó el cochero y se me presentó un anciano que, encuadrado en el marco de la puerta, recibiendo de frente la luz de un candil, parecía la figura venerable de un patriarca producida por la inspiración de un eminente artista. Me acerqué con timidez y respeto, anunciándome como delegado de la Federación Regional Española de la Internacional, y aquel hombre me estrechó entre sus brazos, me besó la frente, me dirigió palabras afectuosas en español y me hizo entrar en su casa. Era Karl Marx.

Su familia ya se había recogido, y él mismo, con amabilidad exquisita, me sirvió un apetitoso refrigerio; al final tomamos té y hablamos extensamente sobre ideas revolucionarias, sobre la propaganda y sobre la organización, y se mostró satisfecho de los trabajos realizados en España, al valorar el resumen que le hice de la memoria de que era portador para presentarla a la conferencia. Agotado el tema, o más bien deseando dar expansión a una inclinación especial, mi respetable interlocutor me habló de literatura española, que conocía detallada y profundamente, causándome asombro todo lo que dijo de nuestro teatro antiguo cuya historia, vicisitudes y progresos dominaba perfectamente. Calderón, Lope de Vega, Tirso y demás grandes maestros, no ya del teatro español, sino del teatro europeo, según juicio suyo, fueron analizados en conciso y a mi parecer justo resumen. En presencia de aquel gran hombre, ante las manifestaciones de aquella inteligencia, me sentía anonadado, y a pesar del inmenso gozo que experimentaba hubiera preferido hallarme tranquilo en mi casa, donde, si bien no me asaltarían sensaciones tan diversas, nada me reprocharía no hallarme en armonía con la situación ni con las personas.

No obstante, haciendo un esfuerzo casi heroico para no dar triste idea de mi ignorancia, suscité la semejanza que suele hacerse entre Shakespeare y Calderón y evoqué el recuerdo de Cervantes. De todo ello habló Marx como consumado experto, dedicando frases de admiración al ingenioso hidalgo manchego.

He de advertir que la conversación fue sostenida en español, que Marx hablaba regularmente, con buena sintaxis, como sucede a muchos extranjeros ilustrados, aunque con una pronunciación defectuosa, debido en parte a la dureza de nuestras letras "c", "j" y "r".

Anselmo Lorenzo – Septiembre de 1871

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También viajábamos a Londres para visitar a mis padres. En 1871 tuvo lugar el apasionante episodio -con terrible final- de la Commune de Paris. Paul participó activamente, por lo que tras su caída y la consecuente represión contra los comuneros, tuvimos que trasladarnos a España, donde pasamos un par de años. En 1873 nos fuimos a Londres, donde Paul quiso dedicarse a la litografía, pero el negocio le salió mal y el General tuvo que ayudarnos. He tenido tres hijos, pero todos murieron a muy temprana edad, a pesar de los cuidados de Paul. Precisamente fue eso lo que terminó de convencerle de que debía abandonar la medicina, que siempre había ejercido a regañadientes. Tras la amnistía aprobada en Francia, volvimos allí y nos establecimos, pero seguimos dependiendo del bueno de Engels, que parece que nació para dedicar su vida a ayudar a la familia Marx. La verdad es que no sé qué habría sido de la familia sin él. Habríamos perecido en la más absoluta miseria, así que espero que la posteridad le reconozca este mérito, aparte de su labor como organizador y, por supuesto, como autor de artículos y libros. Paul colaboró en la organización del partido socialista francés, con algunos sobresaltos en forma de acoso policial, aunque ha tenido el honor de ser el primer socialista en entrar al Parlamento. Fuimos sobreviviendo, a veces bien, a veces mal, hasta que murió el General, quien nos legó parte de sus posesiones, tras lo cual compramos nuestra propia casa y hemos tenido de sobra para vivir hasta ahora.

Laura Lafargue-Marx

Paul también ha contribuido al movimiento socialista con muchos artículos y algunos libros. El que más éxito ha tenido ha sido El derecho a la pereza, que no gustó demasiado a mi padre, cuando pudo leerlo en sus últimos meses de vida, ya muerta mi madre y en un momento en que nada le hacía ilusión ni parecía alegrarle. Al fin y al cabo, el Moro decía en su juventud que el trabajo forma parte de la esencia del hombre, así que poca gracia podía hacerle que su yerno dijera que el trabajo es una desgracia.

Paul Lafargue, El derecho a la pereza

En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica (…)

El proletariado, la gran clase de los productores de todos los países, la clase que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; también el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su pasión por el trabajo (…)

Nuestro siglo -dicen- es el siglo del trabajo. En efecto, es el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción. Y, sin embargo, los filósofos y economistas burgueses, desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta el ridículamente claro Leroy-Beaulieu, los literatos burgueses, desde el charlatanamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock, todos han entonado horribles cánticos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo.

Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Así es la ley implacable de la producción capitalista.

Los proletarios, prestando atención a las falaces palabras de los economistas, se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción que trastornan el organismo social. Dado que hay abundancia de mercancías y escasez de compradores, se cierran las fábricas, y el hambre azota a las poblaciones obreras con su látigo de mil correas (…)

Para que llegue a la conciencia de su fuerza es necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de la moral "cristiana", económica y librepensadora; es necesario que vuelva a sus instintos naturales, que proclame los derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los ridículos derechos del hombre, concebidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se obligue a no trabajar más de tres horas diarias, holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche.

5

Y así ha sido nuestra vida, que hemos dedicado a lo que nos ha gustado y en la que nunca hemos ejercido ningún empleo, excepción hecha de los artículos que Paul ha escrito para diversas publicaciones. Llevamos muchos años viviendo tranquilamente en nuestra casa de Draveil, que compramos con la herencia del General. Nos han visitado cientos de amigos, especialmente miembros de partidos socialistas de todo el mundo. El año pasado, por ejemplo, estuvieron aquí los rusos Vladímir Lenin y Nadeshda Krúpskaya, que llegaron en bicicleta. Tomaron el té con nosotros; Paul habló con él sobre filosofía y yo paseé con ella por el jardín.

En este momento, Paul con sesenta y nueve años y yo con sesenta y seis, habiendo agotado las rentas que nos quedaban de lo que nos legó Engels y de la herencia de los padres de Paul, sin hijos -ya que todos murieron en la primera niñez- y sintiendo cómo nuestros cuerpos van envejeciendo y sufriendo cada vez más enfermedades, ha llegado el momento de la liberación final. ¿Qué sentido tiene la vida cuando ya no hay nada por lo que vivir, cuando la vejez impone su ley? Mi hermana Eleonor se suicidó por desesperación, en un arrebato, por dolor ante las traiciones procedentes de Aveling. Sin embargo, Paul y yo vamos a acabar con nuestras vidas con toda la placidez del mundo, después de una larga deliberación y habiéndolo pensado mucho. El cianuro será el veneno liberador, pero, para evitar la más mínima agonía -que sin duda sufrió mi hermana durante unos minutos-, nos inyectaremos la sustancia en lugar de beberla, para que la muerte sea más rápida. Me contaron que un fuerte aroma a almendras amargas impregnaba el aire de la habitación en que mi hermana se suicidó. Imagino que quien nos descubra muertos mañana percibirá el mismo olor.

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Y cumplieron con lo proyectado. Paul y Laura no estaban enfermos, con la salvedad de los achaques propios de la edad, si bien tampoco eran unos ancianos. El 26 de noviembre de 1911, el jardinero de la casa encontró a los dos sin vida, completamente vestidos, sentados en sendos sillones de un dormitorio. Sobre una mesa había una nota.

Sano de cuerpo y de mente, pongo fin a mis días antes de que la penosa vejez, que me ha quitado los placeres y alegrías uno tras otro, y que me ha quitado mi fuerza física y mental, pueda paralizar mi energía y acabar con mi fuerza de voluntad convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Durante algunos años me había prometido no vivir más allá de los setenta años de edad, y fijé el año exacto de mi despedida de la vida. Preparé el método para la ejecución de nuestro deseo, una inyección hipodérmica de cianuro. Muero con la gran alegría de saber que, en algún momento futuro, triunfará la causa a la cual he dedicado cuarenta y cinco años. ¡Larga vida al comunismo! ¡Larga vida a la Segunda Internacional!

Paul Lafargue

Dejaron poco dinero a su muerte: lo justo para pagar el funeral y algo para el jardinero. Parece evidente, por tanto, que se les había acabado el que tenían y que preferían no vivir pasando penurias. Lafargue fue toda su vida un hedonista, y en la vejez no iba a ser distinto; su mujer, Laura, le apoyó en su decisión final.

La lluviosa tarde del domingo 3 de diciembre, los cuerpos de Paul y Laura fueron incinerados en el cementerio de Pere-Lachaise. Una gran multitud acudió al funeral. Entre los asistentes había destacados representantes de partidos socialistas: Jaures por el francés, Kautsky por el alemán y Lenin por el ruso, entre ellos. Algunos ofrecieron discursos. Lenin, fuertemente impresionado por el acontecimiento, afirmó que si un socialista ya no puede hacer nada por la causa, puede afrontar la muerte y poner fin a la vida.

Discurso de Lenin en el funeral por Laura Marx y Paul Lafargue

Camaradas, tomo la palabra para expresar, en nombre del Partido Socialdemócrata Ruso, nuestro profundo dolor por la muerte de Paul y Laura Lafargue (…) Para los obreros socialdemócratas rusos Lafargue era un vínculo entre dos épocas: la época en que la juventud revolucionaria de Francia y los obreros franceses se lanzaban, en nombre de las ideas republicanas, al asalto contra el Impe-rio, y la época en que el proletariado francés, bajo la dirección de los marxistas, ha desplegado la consiguiente lucha de clases contra todo el régimen burgués, preparándose para la guerra final contra la burguesía, por el socialismo.        

Los socialdemócratas rusos, que sufrimos toda la represión de un absolutismo impregnado de barbarie asiática, y que hemos tenido la dicha de conocer en forma directa, por las obras de Lafargue y de sus amigos, la experiencia revolu-cionaria y el pensamiento revolucionario de los obreros eu-ropeos, vemos hoy con particular claridad lo rápidamente que se aproxima la época del triunfo de la causa a cuya defensa consagró su vida Lafargue (…) En Europa se multiplican los sínto-mas de que se aproxima el fin de la época de dominación del llamado parlamentarismo burgués pacífico, para dar paso a una época de batallas revolucionarias del proletariado organizado y educado en el espíritu de las ideas del marxismo, y que ha de derrocar el dominio de la burguesía e implantar el régimen comunista.

Otros, en cambio, se sintieron molestos y ofendidos porque la pareja hubiera tomado esa determinación. Por ejemplo, un artículo publicado en el periódico Le Populaire, decía:

¿Tenía derecho a traicionarnos y abandonarnos? ¿Tenía derecho a no creer en nosotros? No creyó que los camaradas no le dejarían ser un indigente, no creyó que tendríamos recursos suficientes para ofrecerle una vejez despreocupada. No entendía lo que su presencia y la de la única hija superviviente de Marx significaba para el partido.

Algunos socialistas españoles también les rindieron tributo en forma de artículos.

La muerte de Paul Lafargue y Laura Marx, de Juan José Morato

Publicado en La Palabra Libre, 1911

¿Qué catástrofe, qué dolor pudo determinar al socialista francés Pablo Lafargue a quitarse la vida? Una enfermedad -dice el telégrafo-. Y no formulamos igual pregunta respecto de su esposa, Laura Marx, porque el gran pensador hizo de sus hijas seres afectuosos, de tanto corazón, de tan sensible y exquisita delicadeza, que no podrían sobrevivir a un desengaño tremendo ni a la pérdida del compañero que eligieran de por vida.

Hace años, Eleanor Marx, la gentil muchacha que hacía recitar a Anselmo Lorenzo los versos de Calderón para apreciar de labios castellanos las bellezas eufónicas de la poesía, se envenenaba con ácido prúsico, y este trágico suceso conmovía al mundo del socialismo internacional. Bien acomodada por su esposo Aveling; enriquecida por el legado paternal de Engels; alegre, risueña, sana de cuerpo y de espíritu, nadie adivinaba los móviles siniestros de la trágica resolución.

Liebcknecht hizo saber que el culpable de tal desgracia era Aveling, que faltó a la fidelidad jurada a su compañera.

Ahora parece que los padecimientos físicos determinaron a Pablo Lafargue a concluir con ellos y con su vida; Laura Marx le ha seguido.

Lafargue nació en Santiago de Cuba, de familia rica; estudió mucho y se hizo médico. La Comuna de París lo arrastró al socialismo, y la caída de aquélla lo trajo emigrado a España, donde ingresó en la Internacional. Fue decisiva su presencia entre nosotros (…)

En España, Lafargue fue delegado al Congreso de la Internacional celebrado en Zaragoza, y, si no mienten nuestros informes, suyo es, en su mayor parte, el portentoso dictamen acerca de la propiedad que aprobó el Congreso.De España se trasladó a Londres, donde se unió a Laura Marx, y volvió a Francia en 1878, cuando se promulgó la amnistía para los condenados o los comprometidos en los sucesos de la Comuna. Y allí trabajó en la fundación del partido obrero francés, juntamente con Guesde y Deville, y colaboró en el programa del histórico Congreso de Marsella, y después trabajó asiduamente en L'Egalité.

En L'Egalité principalmente publicó sus paradójicos trabajos, llenos de erudición, desconcertantes y siempre graciosísimos, "Pío IX en el Paraíso", "El derecho a la pereza", "La religión del capital", y muchos más que merecieron ser traducidos a todos los idiomas cultos y que andan impresos en español (…)

Fue diputado por Lille, y quiso repudiársele por haber nacido en Cuba; demostró que era francés, y tuvo asiento en el Parlamento, pronunciando discursos dignos hermanos de sus humorísticos escritos.

Conocía bien el castellano y era entusiasta de nuestra literatura, como Marx y como Engels, y en sus trabajos no faltan citas de autores castellanos, sobre todo el Romancero.

Laura Marx, su esposa, también deja huellas de su vida en la literatura socialista. Tradujo del alemán al francés el Manifiesto comunista, una bella traducción llena de primores literarios, por lo que resulta un poco apartada de la fidelidad. Esta traducción es la que sirvió para realizar la española.

Los dos esposos trabajaron mucho y bien por el proletariado militante. Éste recordará siempre sus nombres, y se sentirá conmovido por esta romántica desaparición de dos seres a los que unía inextinguible cariño.

A la memoria de Paul Lafargue y Laura Marx, por Anselmo Lorenzo

Publicado en La Palabra Libre, 1911

El doble, original y, digan lo que quieran los rutinarios, hasta simpático suicidio de Paul Lafargue y Laura Marx, que supieron y pudieron vivir unidos y amantes hasta la muerte en la ancianidad, ha suscitado mis recuerdos, aquellos recuerdos juveniles que representan la vivacidad y alegría de la plenitud de la vida, tristemente comparados con la actualidad.Conocí al matrimonio suicida en Madrid en 1872. Él, de inteligencia poderosa y varonil, y afabilidad femenina; ella soberanamente hermosa, infundía respeto y admiración, tanto por su belleza como por su aspecto de amable superioridad. Encargado por el Consejo federal de la Federación española de la Internacional de redactar un dictamen sobre la propiedad, para ser presentado al Congreso regional de Zaragoza, fui a casa de Lafargue muchas veces para consultarle, y con su conversación y amable trato aprendí más que con todas mis lecturas anteriores y muchas de las posteriores. Diría que mi personalidad se formó allí y entonces, siendo lo que soy, y valga lo que valga, formado por aquel filósofo revolucionario.

Lafargue fue mi maestro. Su recuerdo es para mí casi tan estimable como el de Fanelli. Se ha dicho de mí que soy pesado, que soy el dómine de la lección única, algo así como la destemplada caja de música, que sólo produce una sonata. Quizá sea verdad; yo no lo sé; pero si fuera cierto, se debería a que aquel concepto de la propiedad, tan magistralmente expuesto, me pareció de tanta importancia, y vi después tanta inclinación a desviar el proletariado de la vía emancipadora, que me impuse, como objetivo de mi vida, la protesta contra aquellos de quienes el código presume que son autores de todas las obras, siembras y plantaciones, y el señalamiento de todo conato de desviación. ¡Ojalá hubiera producido el mismo efecto que a mí la amistad de Lafargue a Pablo Iglesias y a Paco Mora! Quizá no andaría el proletariado español tan dividido en anarquistas, socialistas y masa neutra.

Porque en Lafargue había dos aspectos diferentes que le hacían aparecer en constante contradicción: afiliado al socialismo, era anarquista comunista por íntima convicción, pero enemigo de Bakunin por sugestión de Marx, procuró dañar al anarquismo. Debido a esa manera de ser, producía diferente efecto en quienes con él se relacionaban, según el carácter propio de cada individuo; los sencillos se confortaban; pero los tocados por pasiones deprimentes trocaban la amistad en odio, produciendo cuestiones personales, escisiones, y creaban organismos que, por vicio de origen, darán siempre fruto amargo.

Pasó aquella época; no volví a ver a Lafargue ni con él tuve correspondencia, y quizá nada hubiera escrito sobro este triste asunto, si a ello no me hubiera inducido la mención del citado dictamen, hecha por mi amigo Morato, el simpático redactor obrero del Heraldo de Madrid. En efecto, de aquel dictamen fue Lafargue el autor principal, el que aportó la mayor parte de las ideas, correspondiéndome la parte menor y la forma, porque Lafargue, aunque hablaba español, no dominaba el idioma para poder escribirlo (…)

Me complazco en unir este recuerdo a las honras tributadas por los trabajadores de París a Paul Lafargue y a Laura Marx, ante el horno crematorio del Pere Lachaise.

6

Mi abuelo, Freddy Demuth, nunca llegó a saber de quién era hijo, pero dudo que aceptara la historia de que nació fruto de una relación de Friedrich Engels con Helene Demuth, la criada de los Marx. Esa incertidumbre le acompañó toda su vida, le indujo a ser retraído, y su naturaleza tímida y su escasa formación le impidieron investigar más al respecto.

Yo supe la historia porque me la relató mi padre, Harry Demuth, quien a su vez la conoció de labios de la señora Louise Freyberger, testigo directo de los hechos, presente en el momento en que Engels lo confesó todo; después he investigado un poco por mi cuenta. Ella consideró que era mejor que mi abuelo nunca conociera su paternidad, y por eso nunca se lo contó, pero sí quiso que mi padre la conociera, una vez muerto Freddy. Además de ella, mi padre y yo, han conocido el secreto su marido -el doctor Ludwig Freyberger-, Samuel Moore, Karl Pfänder, August Bebel y Friedrich Lessner. También lo supo Eleanor Marx, quien se lo contó a Edward Aveling y a su hermana Laura. Dado que tanto Eleanor como Aveling murieron hace mucho tiempo -en 1898-, que Laura y su marido se suicidaron en 1911, que éstos no se lo confiaron a nadie más, y que todos prometieron no decir nada, pocas personas han sabido el secreto más oculto y terrible de Karl Marx. Lamentablemente para la posteridad y para los historiadores, la correspondencia de Marx, su mujer, sus hijas y Engels fue cribada en varias ocasiones para evitar dejar testimonios excesivamente comprometedores. Después de morir Marx, Engels se hizo cargo de esta tarea, y después de morir éste Eleanor y Laura tomaron el relevo censor. Un claro ejemplo de ello es que Marx y Engels se escribían casi a diario, y sin embargo hay un hueco en la correspondencia de las dos semanas posteriores al nacimiento de Freddy. Parece que alguien no quiso que se supiera de qué hablaron los protagonistas de los acontecimientos.

Posiblemente algún día se sepa gracias a algún documento que lo revele, pero confío en que se difunda cuando se haga público este escrito que estoy redactando ahora, suponiendo que la gente me crea. No soy socialista ni comunista; tampoco tengo nada en contra de ellos ni quiero dar argumentos a sus enemigos, pero sí deseo que se conozca la verdad. Marx tuvo un hijo ilegítimo y la historia debe saberlo.

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Mi abuelo Freddy, aun sin formación académica, llegó a tener un buen empleo gracias a que era un trabajador muy aplicado; de hecho, fue admitido en la Sociedad de Trabajadores Especializados. Trabajaba como ajustador y tornero, y gracias a su posición tenía derecho a subsidio de desempleo y por enfermedad y a pensión de jubilación. Se casó en 1873 con Ellen Murphy, en la parroquia de St. George, en Hanover Square y vivieron algún tiempo en Whitehorse Street, Piccadilly. Su hijo, Harry -mi padre-, nació en 1882. Poco después ocurrió el episodio más duro de su vida: su mujer le abandonó por un soldado. Además, se llevó una cantidad considerable de dinero que guardaba, perteneciente a un fondo común de los empleados de la fábrica.

Posteriormente vivió, junto con su hijo (mi padre), durante mucho tiempo, en la Avenida Grandsden, una pequeña callejuela llena de viviendas para obreros, en el número 25, donde compartían casa con la familia Clayton, formada por Henry, su mujer y sus tres hijos. Henry Clayton y mi abuelo eran muy buenos amigos: tenían el mismo trabajo, las mismas aficiones y los dos eran socialistas, si bien no del ala revolucionaria, sino reformista. De hecho, mi abuelo colaboró en la organización de una sección del Partido Laborista.

Freddy era pequeño, tranquilo y con buen porte, y llevaba mostacho. Era callado y de buenos modales, algo distante. Era bondadoso y ayudaba a todo el que lo necesitaba. Vestía muy bien y destacaba entre los demás obreros por su aspecto. Su forma de hablar era correcta, con una voz clara, aunque un poco aguda. No había recibido educación formal, pero le gustaba instruirse y su estilo de redacción no era del todo malo. Transcribo a continuación la única carta que se conserva de él.

De: Freddy Demuth

A: Laura Marx

10 de octubre de 1910

Mi querida Laura. Hace tanto tiempo que no sé nada sobre ti que me tomo de nuevo la libertad de escribirte, lo cual debí haber hecho antes, pero deseaba escribirte noticias mejores sobre mí y sobre mi hijo y su familia, y me complace decir que puedo hacerlo yo por mí mismo. Te alegrará saber que estoy bien de salud.

Alrededor de 1905, los Clayton se mudaron a Rushmore Road y mi abuelo alquiló un apartamento en los sótanos de Dunlace Road. En 1914 cambió de trabajo, y aunque tenía cincuenta y tres años, para que le admitieran mintió sobre su edad y dijo que tenía cuarenta y cinco. También en ese nuevo trabajo destacó enseguida, los aprendices le consultaban los problemas y cobraba algo más que los demás mecánicos. Ahorraba todo el dinero que podía, e incluso llegó a invertir algo.

En 1919 se mudó a otra casa, en la calle Reighton Road. Le habían subido el sueldo y quería una vivienda consecuente con su mejor posición social. En 1924 se jubiló y comenzó a recibir dos pensiones, correspondientes a los dos empleos que había ejercido. Le habría gustado no jubilarse, pero por su edad ya no era capaz de trabajar correctamente.

Por aquel tiempo, mi abuelo era ya un anciano que vivía con su ama de llaves, la señora Laura Ann Payne. En 1926, buscando más comodidad, se trasladó a la calle Stoke Newington Common, a una típica casa de clase media, con tres pisos. Allí murió el 28 de enero de 1929, de fallo cardíaco.

Tres días después incineraron el cadáver en el crematorio de Golders Green y esparcieron las cenizas por el jardín. En el testamento dejó la décima parte a un amigo, un tal Jimmy Hill, la cuarta parte a su ama de llaves, y el resto a su hijo, es decir, a Harry Demuth, mi padre. Toda la herencia ascendía a mil novecientas setenta y una libras, una cantidad muy elevada para esos años y para un obrero, lo que podríamos llamar una pequeña fortuna. Gracias a ella, mi padre y yo hemos podido vivir desahogadamente, y ni él ni yo hemos tenido que trabajar más de lo estrictamente necesario.

Mi abuelo nunca se interesó excesivamente por la teoría política, aunque sí por temas prácticos y sindicalistas. Nunca le interesaron las doctrinas marxistas, sino que se declaraba reformista. Que yo sepa, no leyó el Manifiesto Comunista ni El Capital, pero, a diferencia de su padre, Karl Marx, supo vivir de su trabajo y dar la importancia que merece al dinero ganado con esfuerzo.

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Para escribir lo que sigue a continuación he tenido que molestarme en investigar; espero que el resultado merezca la pena. La familia de Karl Marx tuvo descendientes, procedentes del matrimonio entre Jennychen y Charles Longuet. La pareja tuvo en 1873 un primer hijo, llamado Charles, que murió con menos de un año. El segundo, nacido en mayo de 1876, se llamaba Jean Laurent Frederick, y se le conoció como Johnny. Marx adoraba a este niño, su primer nieto. Johnny siguió los pasos de su padre y de su abuelo y se convirtió en uno de los líderes del Partido Socialista Francés. Murió en 1936, dejando dos hijos, Robert (nacido en 1899), que fue abogado, y Karl (nacido en 1904), que fue escultor.

El tercer hijo del matrimonio Longuet se llamó Henry, conocido como Harry. Nació en 1878. Era delicado de salud y retrasado mental. Murió en 1881. El cuarto hijo nació el 18 de agosto de 1879, se le puso el nombre de Edgar y se le conoció como Wolf. Se convirtió en médico y fue miembro del Partido Socialista Francés. En 1938 se afilió al Partido Comunista. Murió en 1950, con 71 años, dejando tres hijos y una hija, de nombres Charles (nacido en 1901), comerciante; Frederic (nacido en 1904), pintor; Jenny (1906-1939); y Paul (nacido en 1909), que fue agricultor en Madagascar.

En abril de 1881 nació el quinto hijo de Jennychen y Longuet, Marcel. No participó en política y murió en 1949. El 16 de septiembre de 1882 nació el sexto hijo, una niña, que murió en 1952. Tuvo un hijo, Charles Jean Longuet, que fue escultor y de quien se sabe que vivió en París con su mujer Simone y sus dos hijas, Frederique y Anne.

Karl Marx siempre quiso tener un varón, pero sólo tres hijas superaron la niñez. Tuvo un varón que murió con ocho años, Edgar, y otro con apenas unos meses, Guido. Pero tuvo otro que sí llegó a adulto -mi abuelo, Freddy Demuth- y a quien nunca aceptó como hijo, sino que quiso esconderlo a los ojos de su tiempo y al registro de la posteridad. Si le hubiera reconocido, su apellido se habría perpetuado; sin embargo, después del suicidio de Laura, desapareció el apellido Marx. Mi padre, Harry, hijo de Freddy, tuvo ocho hijos. Yo soy uno de ellos, y me llamo David Demuth, no David Marx. Lo que acabo de relatar -ahora que he llegado a la vejez y quiero dejar constancia de mis recuerdos-, junto a las memorias de Eleanor y Laura, ya forma parte de la historia, la historia de las hijas y el bastardo de Karl Marx.

Londres, enero de 1975

Freddy Demuth, el hijo ilegítimo de Karl Marx

Bibliografía

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  • Wheen, Francis, Karl Marx. Editorial Debate.

 

 

Autor:

J. C. Ruiz Franco

[1] Edward Aveling, escritor y político inglés. Fue la pareja de Eleanor Marx durante quince años, sin casarse con ella.

[2] Freddy Demuth, el hijo ilegítimo que Karl Marx tuvo con Helene Demuth, su criada.

[3] “General” es el apodo con el que los amigos solían llamar a Friedrich Engels.

[4] “Moro” era el apodo con el que la familia y los amigos solían llamar a Karl Marx. Se debía a su tez morena.

[5] El “Nido” es la forma con que Eleanor Marx se refería a su casa.

[6] “Nimmy” es uno de los apodos con los que la familia y los amigos llamaban a Helene Demuth, la criada de los Marx.

[7] “Möhme” es un diminutivo de “madre”, en alemán. Era la forma con que las hermanas Marx llamaban a su madre, Jenny Marx von Westphalen.

[8] La mujer de Marx redactó este escrito en 1865, con los recuerdos más destacables de su vida y la de la familia.

[9] “Lenchen” es otro de los apodos con los que la familia y los amigos conocían a Helene Demuth.

[10] Barrio londinense que en el siglo XIX era eminentemente obrero y habitado por la clase más pobre de la ciudad.

[11] “Lupus” era el apodo de Wilhelm Wolff, comunista y amigo de Marx que en numerosas ocasiones le prestó dinero y que a su muerte le dejó en herencia todos sus bienes, que ascendían a una cantidad considerable.

[12] En Padover, Saul. Karl Marx: An Intimate Biography. McGraw-Hill Book Company, 1978.

[13] S. Shuster, “The nature and consequence of Karl Marx’s skin disease”, British Journal of Dermatology, 2008, 158, pp1–3.

[14] Henry John Temple, vizconde de Palmerston, fue secretario de asuntos exteriores de Gran Bretaña desde 1846 a 1851, y primer ministro desde 1855 a 1865.

Partes: 1, 2, 3
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