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El bastardo de Marx Las hijas y el hijo ilegítimo de Karl Marx – Una novela documental (página 2)


Partes: 1, 2, 3

Así que al final tuvieron que contárselo a mi madre, que sentiría como si recibiese una puñalada en lo más profundo de su corazón. Su amado marido y su querida amiga y confidente -más que criada- habían aprovechado su ausencia para tener relaciones sexuales. Por supuesto, Möhme guardó silencio por el buen nombre de la familia y por el bien de la causa comunista, pero el suceso debió dejar huella en su naturaleza enfermiza y su carácter histérico. Supongo que tampoco quiso divorciarse por esos mismos motivos.

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Helene Demuth

Al separarle de su madre, Freddy evitó tener que vivir en penosas condiciones durante su infancia, pero el pobre no recibió educación, y aunque ahora lee todo lo que puede, ya es muy tarde para que la cabeza de un hombre maduro pueda convertirle en un intelectual.

En cuanto a su relación con la familia, creo que mi padre sólo le habló en una ocasión, sobre un asunto trivial. Y Engels no quiso coincidir nunca con él, hasta el extremo de que, después de morir mi padre y marcharse Lenchen a vivir con el General, Freddy sólo visitaba a su madre cuando él no estaba en la casa, entrando por la puerta de servicio, no por la puerta principal, y permaneciendo exclusivamente en la cocina o en el sótano, sin acceder al resto de la casa. A pesar de todo, Helene le quiso mucho y le dejó en herencia todo lo que tenía en el momento de su muerte. Por cierto, Lenchen, a pesar de la intimidad que había entre nosotras, nunca me dijo si alguna vez habló con su hijo sobre quién fue su verdadero padre. Creo que no, ya que, en caso de haberlo hecho, le habría sido imposible ocultármelo.

El peor momento para Freddy vino cuando su mujer se marchó de casa, le abandonó por un militar y se fue con todo el dinero ¡Con todo lo bueno que es, ha tenido la mala suerte de recibir mucho mal a lo largo de su vida!

De Eleanor Marx

A Laura Marx

26 de julio de 1892

Es estupendo que hayas enviado 50 francos a Freddy (¡sé que difícilmente puedes permitírtelo!), aunque, cuando él me pidió que tu marido no presionara a Longuet, no estaba queriendo dar a entender que tú le enviaras algo. Los hechos son éstos: la mujer de Freddy se marchó hace algún tiempo, llevándose no sólo la mayor parte de sus pertenencias y su dinero, sino, lo que es peor, 24 libras que guardaba a sus compañeros de trabajo. Este dinero pertenece a un fondo de compensación para ellos, y el sábado tiene que dar explicaciones sobre ese dinero. Ahora entenderás su mala situación. Freddy escribió a Longuet una y otra vez. Pero él ni siquiera contesta las cartas, por lo que me rogó que intentar convencer a Paul de que él explicara la situación a los administradores de algún modo. Por supuesto, yo no he contado todo esto a Longuet, ya que Freddy no quiere que lo sepa todo el mundo, especialmente Engels. Creo que nosotros podremos hacernos cargo del desembolso porque Edward espera obtener algo por una pequeña opereta que ha escrito, y eso, junto con lo que Freddy ya tiene, será suficiente.

Y luego vino el asunto de la herencia del General, que no le dejó ni un mísero penny. Menos mal que, con parte del dinero que recibimos Laura, el marido de Jenny y yo, le hemos ido ayudando. Si no hubiera sido por eso, no sé qué habría sido de él en los malos tiempos. ¡Pobre Freddy! El único consuelo que tiene es su hijo. Estoy segura de que sus buenos modales, su buen vestir, el maletín que siempre lleva al trabajo -en lugar del típico bolso de obrero- y el hecho de que use sombrero en lugar de gorra, es decir, esa manera de distinguirse del resto de los obreros, se debe a que necesita reafirmar su personalidad de algún modo.

Es una suerte que no sepa quién fue su verdadero padre. Sospecho que siempre ha creído que fue hijo natural del General, fruto de un desliz que tuvo con la fiel Lenchen, y que nunca ha sospechado nada sobre su relación con el Moro. Por supuesto, yo he hecho cuanto he podido para que nunca se enterase. Las personas intelectuales amamos la verdad y por ella hacemos cualquier cosa, incluso sacrificamos nuestra felicidad; pero las más simples no pueden soportarla en la mayoría de los casos. Para ellas es más importante ser felices, aunque sea la felicidad de la ignorancia. Freddy es mi hermano y una de las personas a las que más he querido, además del Moro, Möhme, Lenchen, mis hermanas y el General, pero es una persona sencilla, no un intelectual, y como tal hay que tratarle. Hay que protegerle de la verdad para que sea feliz, ya que no podría soportarla.

A las hijas siempre se nos escondió que teníamos un medio hermano, fruto de una relación ilegítima entre el Moro y Lenchen. La pobre Jenny murió sin saberlo. Creo que Laura fue atando cabos poco a poco y al final se enteró de todo. En cuanto a mí, fue un duro golpe. Mi padre era casi un dios para mí. Era la persona a la que yo adoraba, incluso después de muerto. Cumplí su voluntad mientras estuvo con vida: rompí mi relación con mon chéri monsieur Lissagaray y nunca le hablé sobre los inicios de mi relación con Edward. Pero alguna vez tenía que llegar el fatídico momento de conocer la verdad. Y sucedió en 1895, con motivo de la enfermedad del General y sus últimos días de vida. En su lecho de muerte, delante de Samuel Moore, Ludwig Freyberger y su mujer, Louise, sintiéndose morir, y para evitar que le acusaran, después de muerto, de no haber tratado bien a Freddy y de no haber accedido a poner su nombre en su inscripción de nacimiento, confesó la verdad, dijo que Freddy era en realidad hijo del Moro y añadió que el secreto sólo debería revelarse si su buena reputación estuviera en peligro. Moore acudió inmediatamente a decírmelo. En ese momento yo vivía en Orpington, y hasta allí viajó para comunicarme la noticia. Por supuesto, no le creí. ¿Cómo iba a ser posible lo que me contaba? Tuve que visitar al General para que él mismo me lo confirmara. El pobre ni siquiera podía hablar y tuvo que escribirlo en una pequeña pizarra: Marx era el padre de Freddy. Yo también até cabos en cuestión de segundos y todo parecía encajar. El mundo se me vino encima: la intocable figura de mi padre caía hecha añicos. Rompí a llorar y pasé varios días como si me encontrara en una nube.

De: Louise Freyberger

A: August Bebel

4 de septiembre de 1898

Que Freddy Demuth es hijo de Marx lo sé por el mismo General. El General se mostró muy sorprendido de que Tussy se aferrara con tanta tenacidad a su creencia, y ya entonces me concedió el derecho de que en caso de necesidad contestara a las habladurías sobre que él no trató bien a su hijo. Recordarás que ya te comuniqué esto mucho antes de la muerte del General.

Que Frederick Demuth es hijo de Karl Marx y Helene Demuth lo confirmó pocos días antes de su muerte el General a míster Moore, quien después fue a ver a Tussy en Orpington para comunicárselo. Tussy afirmó que el General mentía, y que hasta entonces él mismo siempre había dicho que él era el padre. Moore regresó de Orpington, volvió a preguntar insistentemente al General, pero el anciano mantuvo su afirmación de que Freddy era hijo de Marx, y comentó a Moore: "Tussy quiere convertir a su padre en un ídolo".

El domingo, es decir, la víspera de su muerte, el General se lo comunicó personalmente a Tussy escribiéndolo en la pizarrita, y Tussy salió tan afectada que olvidó todo su odio contra mí y se arrojó en mis brazos para llorar amargamente.

El General nos autorizó (a míster Moore, a Ludwig y a mí) a hacer uso de dicha confesión sólo en caso de que se le acusara de mezquindad para con Freddy; dijo que no quería ver mancillado su nombre, y menos aún cuando ya no serviría de nada a nadie.

Su intervención en favor de Marx había preservado a este último de un grave conflicto doméstico. Aparte de nosotros, míster Moore y las hijas de Marx -creo que Laura se imaginaba la historia, aunque no la supiera directamente-, y también Lessner y Pfander sabían de la existencia del hijo de Marx. Después de la publicación de las cartas de Freddy, Lessner todavía me dijo: "Freddy debe ser probablemente hermano de Tussy, siempre lo hemos sabido, pero nunca pudimos enterarnos dónde se había criado el chico".

En la apariencia física, Freddy se parece a Marx, y realmente había que estar muy ciego para querer sospechar en ese rostro claramente judío, con su espeso cabello negro azabache, cualquier parecido con el General. He visto la carta que Marx escribió por aquel entonces al General a Manchester, pues entonces éste todavía no vivía en Londres, pero creo que el General debe haberla hecho desaparecer, al igual que tantas otras.

Eso es todo cuanto sé acerca de la historia; Freddy no se enteró jamás -ni por su madre ni por el General- de quién era su padre. Yo ya conocí a Freddy durante mi primera estancia en Londres; la vieja Nimm me lo presentó. Freddy iba a visitarla regularmente cada semana, pero sorprendentemente no entraba nunca por la puerta de las visitas, sino por la cocina. Sólo cuando yo comencé a visitar al General y él prosiguió con sus visitas, logré que se le concedieran todos los derechos de una visita.

Acabo de leer una vez más tus líneas en relación con esta cuestión. Marx siempre tenía en mente la posibilidad de divorciarse de su esposa, que era terriblemente celosa. Pero Marx no amaba al chico y el escándalo habría sido demasiado grande. No se atrevía a hacer algo por el muchacho, que se crio en casa de unos señores llamados Lewis y utilizó el apellido de su familia adoptiva, y no lo hizo con el apellido Demuth hasta después de la muerte de Nimm. Tussy sabía muy bien que la señora Marx había abandonado una vez a su marido y se había ido a Alemania, y que durante mucho tiempo Marx y su esposa no durmieron juntos, pero eran cosas cuya verdadera razón no le gustaba indicar. Idolatraba a su padre e ideaba las mayores leyendas.

Jenny Marx von Westphalen

Al pobre Freddy le separaron muy pronto de su madre y vivió con los Lewis, aunque, por lo que me han contado, seguramente comió mejor en esa casa que si hubiera estado en la de mis padres y mis hermanas -yo no había nacido aún-, donde entonces reinaba la pobreza. Por mi parte, tuve la suerte de que, poco después de nacer, mi madre recibió la herencia de su madre y de su tío, con lo que la familia pudo dejar el Soho y mudarse a Grafton Terrace; luego vino el generoso donativo del tío Leon; después la herencia de mi abuela y la del bueno de Lupus[11]y por fin la pensión anual que nos pasó el General desde que se convirtió en socio de la empresa de su padre y ya pudo permitirse hacer ese desembolso para sostener a los Marx, por el bien de la causa. Mi padre era un genio; de eso no hay duda, pero nunca supo ganarse la vida ni mantener a la familia, y el poco dinero que entraba durante los años malos se le iba en los gastos más absurdos, en lugar de invertirlo bien. Estoy segura de que, si no hubiera sido por los continuos golpes de suerte en forma de herencias y donativos, y por todo lo que el General ayudó a la familia a lo largo de tantos años, todos habríamos muerto de hambre. ¡Pobre Moro! Escribió sobre los entresijos del capital, pero nunca fue capaz de ganar dinero, y menos de ahorrarlo o invertirlo cuando le llegaba caído del cielo.

2

Karl Marx, mi padre nació el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, pequeña ciudad renana perteneciente al reino de Prusia. Sus padres, Heinrich y Henriette, eran de ascendencia judía, pero, aunque ella seguía declarándose religiosa y procuraba respetar la tradición, él, que era abogado, había abjurado de sus orígenes y abrazado la religión evangélica para poder ejercer su oficio. Por encima de creencias y del respeto a las formas, se declaraba liberal y había leído a los ilustrados. Ciertamente, el joven Moro creció en un ambiente liberal, no sólo por la influencia de su padre, sino por la de su paisano, el barón Ludwig von Westphalen, que le quería y le apreciaba como si fuera su hijo. En 1835 comenzó sus estudios en la Universidad de Bonn y al año siguiente se trasladó a la de Berlín. Ya por entonces se había prometido en secreto con mi madre, que era cuatro años mayor que él. El fuerte carácter de mi padre debió impresionar profundamente a Möhme, hasta el extremo de rechazar pretendientes con buena presencia y excelente posición social y dar su amor a mi padre, cuando ella tenía veintiún años, él sólo diecisiete y un futuro incierto por delante.

Mi madre, originalmente Jenny von Westphalen, nació el 12 de febrero de 1814 en Saizwedel, si bien dos años después la familia se mudó a Tréveris, donde su padre y el de Karl entablaron una buena amistad, además de unirles su afinidad política. Mi madre era amiga de las hermanas mayores del Moro, mientras que éste era amigo del hermano menor de ella, Edgar. El barón von Westphalen tenía en más alta estima a mi padre que a sus propios hijos, por lo que, cuando se enteró de que Jenny y Karl se habían prometido en secreto, no se opuso, a pesar de las diferencias sociales y de origen.

Mi padre se doctoró en la Universidad de Jena y enseguida intentó encontrar trabajo como profesor, pero ya había dejado bien clara su tendencia radical y su amistad con Bruno Bauer, uno de los jóvenes hegelianos de izquierda más destacados, a quien expulsaron de su cátedra en 1842. Cuando fue evidente que no podría dedicarse a la docencia, tomó el otro camino posible, el de vivir de escribir, igualmente difícil por la férrea censura que existía en el militarista estado prusiano de aquella época. Mientras tanto, mi madre esperaba en Tréveris a que el joven doctor tuviera con qué ganarse la vida.

Jenny Marx von Westphalen

Antes de casarse, mi padre trabajó como redactor jefe en la Gaceta Renana, un periódico liberal donde parecía tener un prometedor futuro, pero las autoridades prusianas pronto le pusieron en su punto de mira. Duró apenas unos meses, desde octubre de 1842 hasta abril de 1843. El motivo: la censura no toleraba el radicalismo de Marx y del periódico, y en marzo ordenó el cierre debido a un artículo marcadamente anti-ruso que acababa de publicar. La pareja comenzó mal su andadura, pero en aquel momento mi padre gozaba de gran prestigio entre la burguesía progresista de la época y el editor Arnold Ruge le propuso publicar los Anales Franco-Alemanes en París, con un sueldo excelente. Mis padres, ya casados, se trasladaron a París en octubre de 1843, donde nació mi hermana Jenny en 1844 y donde se codearon con la flor y nata de la intelectualidad de la época, incluyendo el poeta alemán Heinrich Heine, que se había establecido en aquella ciudad. Fue también durante la época de París cuando comenzó la fraternal relación entre mi padre y Engels. Sin embargo, la colaboración entre Ruge y el Moro no podía durar mucho porque éste ya era prácticamente comunista, y en cambio Ruge era lo que podemos llamar un demócrata liberal. Dejó a cargo del Moro la edición del primer número, y al leerlo se sintió profundamente insatisfecho por la tendencia revolucionaria y porque casi todas las aportaciones habían sido alemanas. Además, el gobierno prusiano, de nuevo con mi padre en su punto de mira, consideró muy peligrosa la publicación, la prohibió y amenazó con detener a sus responsables si entraban en su territorio. Ruge se desentendió de la revista, pero mi padre tuvo suerte porque consiguió encontrar a un mecenas que le compró parte de la edición y que organizó una colecta para mantenerle en París. El Moro también escribía en aquella época para el periódico Adelante, y de nuevo sus ataques al gobierno prusiano le pasaron factura. En este caso, solicitaron que fuera expulsado de Francia, lo cual cumplió el gobierno. En enero de 1845 mis padres se trasladaron a Bruselas, ante la imposibilidad de volver a Alemania. Una vez allí, el Moro tuvo que prometer que no publicaría ningún artículo político. No ejerció ningún empleo y se dedicó a escribir artículos y libros con Engels, quien ya había colaborado en los Anales.

En Bruselas nacieron mis hermanos Laura y Edgar. Mis padres lograron mantenerse económicamente gracias al dinero de algunos amigos, a varias colectas y a lo que buenamente ya entonces les daba Engels. Pero no vivían de forma modesta, sino prácticamente como aristócratas, así que el dinero se les iba de las manos. La verdad es que nunca supieron administrarse, nunca entendieron el valor del dinero y, siempre que podían, vivían por todo lo alto.

Toda la familia Marx carecía de talento para gastar el dinero de forma moderada y práctica. Jenny relataba que su madre, poco después de haberse casado, recibió una pequeña herencia. El joven matrimonio hizo que le entregaran en efectivo todo el dinero que a ellos les tocaba, lo colocaron en una caja con dos asas que pusieron dentro de la berlina y que acarreaban entre los dos cada vez que se apeaban. Así, a lo largo de toda la luna de miel llevaban la caja a los hoteles en los que se hospedaban. Cuando recibían alguna visita de amigos y correli-gionarios necesitados, colocaban la caja abierta sobre la mesa de su cuarto, para que cada uno tomara lo que necesitara. Como es fácil imaginar, muy pronto quedó vacía.

Franziska Kugelmann

En Bruselas, mi padre fue miembro de la Liga de los Justos, después llamada Liga de los Comunistas, y pronto se implicó en actividades revolucionarias que fueron conocidas por el gobierno belga. Con ello llegaron nuevos problemas.

De Breve bosquejo de una vida memorable (de Jenny Marx)

La policía, los militares y la guardia civil fueron puestos en estado de alerta. Entonces los trabajadores alemanes decidieron que ya era hora de armarse a su vez. Se procuraron dagas, revólveres, etc. Karl aportó dinero gustosamente, pues acababa de recibir una herencia. El gobierno vio pruebas de conspiración e intriga: Marx obtiene dinero y compra armas, y por lo tanto ha de ser expulsado. Ya avanzada la noche, dos hombres irrumpieron en nuestra casa. Preguntaron por Karl, y cuando éste apareció declararon que eran sargentos de la policía y que tenían una orden de arresto para llevárselo a un interrogatorio. Así que todos se fueron en plena noche. Yo salí tras él con una terrible aprensión, e intenté ponerme en contacto con gente influyente para enterarme de lo ocurrido. Fui de casa en casa en la oscuridad de la noche. De pronto me detuvo un guardia, que me llevó a una oscura prisión. Era el lugar donde se conducía a mendigos que carecían de cobijo, vagabundos sin hogar y desgraciadas mujeres de la vida. Me metieron en una oscura celda. Sollocé al entrar en la celda (…)

Vi a Karl caminando con una escolta militar. Una hora después me llevaron ante el magistrado encargado de los interrogatorios. Tras dos horas de interrogatorio, en el que desde luego no obtuvieron de mí mucha información, me condujeron a un carruaje, y hacia el atardecer pude volver al lado de mis tres hijos. El asunto causó gran sensación. Todos los periódicos lo publicaron. También soltaron pronto a Karl, con órdenes de abandonar Bruselas inmediatamente. Él ya había decidido volver a París, después de apelar al gobierno provisional de Francia para una revocación de la orden de expulsión emitida contra él por el Gobierno de Luis Felipe (…) Ahora París nos abría sus puertas, y ¿dónde podíamos sentirnos más a nuestras anchas que bajo el sol naciente de la nueva revolución?

En febrero de 1848 estalló la revolución en París, se anuló la orden de expulsión y allí regresó mi padre, decidido a tomar parte en los acontecimientos. Es el año del Manifiesto del Partido Comunista, que redacta con Engels. La revolución se extiende por Europa. El Moro viaja a Colonia, donde publica la Nueva Gaceta Renana, de la que consigue editar sólo un número. Vuelve a París, pero ya Luis Bonaparte preside la república y no quiere saber nada de revolucionarios. En julio de 1849 se le ordena abandonar París. Antes de trasladarse a una región apartada, que es la alternativa que le ofrecen las autoridades francesas, prefiere exiliarse en Londres, donde viviría prácticamente en la miseria. La familia subsistió en todo momento gracias a las ayudas y las herencias, ya que no existía ningún ingreso fijo. En cierta ocasión, mi padre intentó trabajar para las oficinas del ferrocarril, pero no le admitieron porque su caligrafía era ilegible.

Edgard Marx

Sólo entraba dinero en casa cuando conseguía que alguien le prestara algo, que era a fondo perdido, por supuesto. Mi familia debía dinero a todo el mundo, incluidos el panadero y el carnicero. Me han contado que el pobrecito Edgard, el favorito de mi padre, que murió con ocho años, había aprendido la lección, y siempre que abría la puerta decía "el señor Marx no está en casa". Falleció en abril de 1855, poco después de nacer yo, en enero de ese mismo año. Además de él, otros dos hermanos míos murieron en medio de la pobreza del Soho: Guido y Franziska.

Informe de un espía de la policía prusiana:

(…) Marx es de estatura mediana y tiene treinta y cuatro años. Aunque se encuentra en la flor de la vida, ya está encaneciendo (…)

Lavarse, asearse y mudarse de ropa son cosas que hace muy de tarde en tarde. Se emborracha con frecuencia (…)

Vive en uno de los barrios peores, y por tanto más baratos de Londres. Ocupa dos habitaciones. La que da a la calle es el salón; el dormitorio se encuentra detrás. En todo el apartamento no hay ni un solo mueble limpio y sólido. Todo está roto, destrozado, desgarrado; todo con media pulgada de polvo encima y en el mayor desorden (…)

Todo está sucio y cubierto de polvo, de tal forma que el acto de sentarse se convierte en una empresa absolutamente peligrosa. Aquí hay una silla con sólo tres patas; en otra silla los niños juegan a cocinar, y da la casualidad de que esa silla tiene las cuatro patas. Es la que ofrecen al visitante, sin quitar el guiso que hacían los niños; si uno se sienta, pone en peligro sus pantalones.

Ese mal ambiente por fuerza tuvo que agriar el carácter del Moro y quebrantar su salud. Los que le quisimos fuimos testigos de su noble carácter… hacia nosotros. Los que no vivieron a su lado tienen una opinión completamente distinta. En realidad, según parece, el mal carácter de mi padre le venía de niño. Mis tías me contaron que de pequeño fue un espantoso tirano. Les obligaba a conducir el carruaje a pleno galope cuesta abajo por el monte de Tréveris. Y, cosa todavía peor, exigía que comieran los pastelitos que él mismo preparaba con sus sucias manos y con una masa todavía más sucia. Sin embargo, todo ello lo soportaban sin rechistar porque Karl les contaba unos cuentos maravillosos a modo de recompensa.

Marx guardaba un enorme cariño a su padre. Jamás se cansaba de hablar de él y siempre llevaba con él una fotografía suya, obtenida a partir de un antiguo daguerrotipo. Sin embargo, se negaba a mostrar la fotografía a los extraños, pues decía que se parecía muy poco al original (…)

Para aquellos que conocían personalmente a Karl Marx, no existe leyenda más divertida que la que le muestra como un hombre malhumorado, amargado, rígido e inaccesible, como una especie de dios del trueno que continuamente lanza sus rayos y que, sin mostrar jamás una sonrisa en sus labios, aparece solitario e inaccesible en su trono del Olimpo. La descripción del hombre más alegre y campechano que jamás haya existido, del hombre de desbordante humor, cuya risa se contagiaba irresistiblemente, del más amable, dulce y simpático de los compañeros, constituye una constante fuente de extrañeza y diversión para todos aquellos que le conocieron (…)

Pero era en su relación con los niños donde se manifestaban los aspectos más notables del carácter de Marx. Los niños no podían imaginarse mejor compañero que él. Todavía recuerdo que, cuando yo debía tener tres años, el Moro (siempre tengo en la punta de la lengua este viejo apodo suyo) me montaba en sus hombros y me paseaba por nuestro pequeño jardín de Grafton Terrace, al tiempo que adornaba mis rizos castaños con anémonas. Mohr era realmente un buen caballo. Me contaron que mis hermanos mayores -entre ellos mi hermano, cuya muerte poco después de nacer yo fue para mis padres una fuente de eterna tristeza- solían enganchar al Moro a unos sillones, en los cuales se sentaban ellos mismos y se hacían arrastrar (…)

A mis hermanas -yo todavía era pequeña- les contaba cuentos durante los paseos, y esas historias no las dividía en capítulos, sino en millas. Así, las dos chiquillas siempre le pedían: "Cuéntanos otra milla". En lo que a mí se refiere, de todas las innumerables historias que me narraba, la que más me entusiasmaba era la historia de Hans Rockle. Duraba meses y meses, pues era una historia muy, muy larga, que no acababa nunca (…)

El Moro también leía a sus hijos. Y al igual que a mis hermanas, también a mí me leyó todo Homero, el Canto de los Nibelungos, la Saga de Gudrun, Don Quijote y Las Mil y Una Noches. Shakespeare era nuestra biblia familiar; a la edad de seis años ya me sabía de memoria escenas enteras de Shakespeare.

Eleanor Marx-Aveling

Marx tiene sus defectos. Son los siguientes:

1. En primer lugar, tiene el fallo de todos los eruditos profesionales: es doctrinario. Cree de modo absoluto en sus propias teorías, y desde sus alturas desprecia a todo el mundo. Por supuesto, como hombre erudito e inteligente tiene su partido, un núcleo de amigos ciegamente sumisos que sólo creen en él, sólo piensan por él, sólo siguen su voluntad; en resumidas cuentas, le tienen como un dios y le veneran, y debido a esa idolatría le están corrompiendo, situación que ya se encuentra en un estado muy avanzado. Debido a todo ello se considera realmente el Papa del socialismo, o mejor dicho del comunismo, ya que, de acuerdo con sus teorías, es un comunista autoritario (…)

2. A esa autoidolatría hacia sus teorías absolutas y absolutistas viene a añadirse, como consecuencia natural, el odio que Marx alimenta no sólo contra la burguesía, sino contra todos aquellos -incluso los socialistas revolucionarios- que se atreven a contradecirle y a seguir un camino distinto al marcado por sus teorías.

Algo sorprendente en una persona tan inteligente y tan honesta, sólo explicable por su formación como erudito y literato alemán, y en especial por sus nerviosos modales de judío, es que Marx sea extremadamente vanidoso y presumido hasta la locura. Quien tenga el infortunio de haberle herido en esa vanidad enfermiza, siempre al acecho y siempre irritada, aunque sea de la forma más ingenua, se convierte automáticamente en su enemigo irreconciliable; y en ese caso Marx considera válidos todos los medios, y de hecho utiliza los más prohibidos e ignominiosos para poner en evidencia a esa persona en cuestión ante la opinión pública. Miente, inventa y se esfuerza por difundir las más sucias difamaciones (…) El mal está en la búsqueda del poder, en el amor por la dominación, en la sed de autoridad. Y Marx está hondamente contaminado con ese mal.

3. Como jefe e inspirador, como organizador principal del Partido Comunista Alemán -por regla general es menos organizador y posee más bien el talento de dividir con sus intrigas que de organizar-, es un comunista autoritario y partidario de la liberación y la reorganización del proletariado a través del Estado; en consecuencia, de arriba abajo, a través de la inteligencia y del conocimiento de una minoría instruida, que, como es natural, se declara partidaria del socialismo, y que en beneficio de las masas ignorantes y necias ejerce sobre éstas una autoridad legítima (…)

Mijail Alexandrovich Bakunin

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En mi casa entraba poco dinero, y cuando lo había desaparecía rápidamente, porque, a pesar de su pobreza, a mis padres les gustaba vivir como aristócratas. De hecho, mi madre siempre firmó como "Jenny Marx, nacida baronesa von Westphalen", y mi padre estaba orgulloso del origen aristocrático de ella, lo contaba a sus conocidos a la más mínima oportunidad e incluso encargó hacer unas tarjetas en que aparecía su nombre con el título de baronesa. Es triste decir esto, pero mi padre, que dedicó su vida a la causa del proletariado, siempre quiso vivir como un rico burgués o como un noble, y esa fue una de las causas por las que, dejando a un lado los artículos y los libros, que prácticamente no le reportaron ningún dinero, no tuvo nunca un empleo. Vivió -y toda la familia ha vivido siempre- de lo que le daban los familiares, amigos, conocidos y miembros del partido, de las herencias y, sobre todo, del bueno del General, Friedrich Engels. Él y mi padre formaron una buena pareja, tantos años juntos, tan parecidos y tan distintos a la vez.

Karl Marx

Friedrich Engels nació el 28 de noviembre de 1820 en Barmen, Renania, estado de Prusia. Su familia pertenecía a la burguesía -tenía fábricas textiles en Inglaterra– y era religiosa y conservadora, pero ya en sus años en la Universidad de Berlín -1841 y 1842- se inclinó por las tendencias más radicales y por los hegelianos de izquierda. No terminó sus estudios y su padre le envió a Manchester, a ayudar en la dirección de las fábricas. Comenzó a colaborar con el Moro cuando éste dirigió los Anales Franco-Alemanes, aunque se conocieron algo antes, en noviembre de 1842, un día en que Engels se presentó en la redacción de la Gaceta Renana. Pero fue el año siguiente, recién llegados mis padres a París, cuando comenzó a ser su amigo inseparable. De aquella época data su amistad, y desde entonces no dejaron de hacer cosas juntos. El General desde el principio reconoció la primacía de mi padre, pero lo cierto es que sin él la familia habría perecido. Así que, además de los aportes intelectuales y organizativos que ha hecho, debemos estarle agradecidos en el ámbito puramente material.

El aspecto externo de Engels era diferente al de Karl Marx. Engels era alto y delgado, sus movimientos rápidos y ágiles, sus palabras breves y firmes, su porte muy erguido, lo cual le confería cierto aire de militar. Era de naturaleza muy viva, de humor certero; cualquiera que entablaba contacto con él sin duda extraía de inmediato la conclusión de que se trataba de una persona muy ingeniosa.

Cuando de vez cuando algunos militantes acudían a mí para quejarse de que Engels no era tan amable y accesible como habían supuesto, se debía a que se mostraba reservado con los extraños. Esa reserva se incrementó aún más con el paso de los años. Era necesario conocer muy bien a Engels para poderlo juzgar correctamente, como por otra parte también él tenía que conocer muy bien a alguien antes de mostrarse confiado. Y era preciso aprender a conocerlo y comprenderlo muy bien, antes de poder quererlo realmente. No había en él fingimiento alguno. Enseguida se daba cuenta de si alguien le importunaba con historias, o si se le exponía sin grandes rodeos la pura verdad. Engels era un buen conocedor de las personas, pero a pesar de ello también cometió algunos errores.

Era bastante desprendido y a muchos les prestó ayuda en momentos de necesidad y enfermedad, sin preguntar demasiado.

Friedrich Lessner

Ya en su misma apariencia externa eran distintos. Engels, el rubio germánico, de elevada estatura, de modales ingleses. Tal como dijo de él un observador, siempre impecablemente vestido, muy riguroso en la disciplina, no sólo cuartelera, sino también de oficina. En efecto, su intención había sido organizar un sector administrativo mil veces más sencillo, con sólo seis dependientes de comercio, y no con sesenta subsecretarios, que ni siquiera sabían escribir de forma legible y que emborronaban los libros de modo que nadie podía entenderlos. Pero, junto a su respetabilidad de miembro de la Bolsa de Manchester, sus negocios y las diversiones de la burguesía inglesa, sus cacerías de zorros y sus banquetes de Navidad, se hallaba el obrero y luchador intelectual que en su lejana casita en los confines de la ciudad ocultaba su tesoro, hija del pueblo irlandés, en cuyos brazos se recreaba cuando quedaba demasiado cansado de la chusma.

Marx, por el contrario, era robusto, bajo, con los ojos brillantes y la leonina melena de ébano que no pueden disimular su origen semítico (…) Entregado a un agotador trabajo intelectual, que apenas le permitía ingerir una breve comida, y que hasta altas horas de la noche consumía también sus fuerzas físicas; incansable pensador, para quien pensar constituía el máximo placer; auténtico heredero de Kant, de Fichte, y especialmente de Hegel.

Franz Mehring

La atmósfera que se respiraba en casa de Marx era completamente distinta a la de Engels. Ello se debía ante todo a que Marx y Engels eran muy distintos en algunos aspectos. Es evidente que como teóricos y políticos eran un solo corazón y alma. Tal vez no exista ningún otro ejemplo en la historia mundial en que dos pensadores tan profundos e independientes, dos luchadores tan apasionados, se hayan mantenido tan unidos desde el inicio de su adolescencia hasta la muerte. No sólo unidos en el pensamiento, sino también en el sentimiento, en el altruismo y la caridad, en la obstinada oposición a toda dominación, en la inflexibilidad y el apasionado odio contra toda vileza, y al mismo tiempo en la alegría y la risa.

Y, sin embargo, ¡cuántas diferencias, a pesar de tantas similitudes!

Que Marx y Engels se diferenciasen externamente no tiene por qué significar nada: Engels era alto y delgado; Marx, si no era bajo, sí menos alto y rechoncho. Sin embargo, ya esas diferencias externas estaban relacionadas con diferencias en las costumbres de vida. Hasta el final de su vida, Engels concedió gran importancia a los ejercicios físicos y al movimiento al aire libre. ¡Cuántas veces me dijo que no dejara de hacerlo, y cuántas veces se quejaba de Marx, que era difícil de convencer para que abandonara su gabinete de trabajo! A pesar de que Engels sólo tenía dos años menos que Marx, éste parecía mucho más viejo que aquél.

Engels era un hombre de mundo. Si no lo fue en Alemania, lo llegó a ser en Manchester, donde su profesión le convirtió en un asiduo asistente a la Bolsa. En aquella ciudad poseía incluso un caballo y solía participar en las cacerías de zorros. Siempre iba impecablemente vestido, tal como se exige de un gentleman inglés, y también mantenía un orden estricto en su gabinete de trabajo, como corresponde a un correcto comerciante.

Marx, por el contrario, tenía el aspecto de un patriarca que, aunque digno, mostraba indiferencia por el aspecto externo. No daba importancia al corte de sus trajes, y en su escritorio y en distintas sillas de su gabinete estaban amontonados en el más variado desorden libros y escritos (…)

Engels era probablemente el más fantasioso y universal en sus intereses intelectuales, aunque también la universalidad de Marx alcanzaba una fabulosa amplitud. Marx era más crítico y sensato, aunque trabajaba de forma más lenta y laboriosa, mientras que Engels lo hacía con mayor ligereza. El propio Engels me confesó que su peor defecto había sido su precipitación, de la cual Marx logró deshabituarlo. Éste no soltaba una idea hasta que no la analizaba y seguía detenidamente en todas las direcciones, con sus raíces y ramificaciones (…) Aparte de la diferencia en su forma de investigar, también había otra en su praxis política, y principalmente consiste en que Marx, según he podido saber de él, dominaba mejor el arte de tratar a las personas. Y este arte es importantísimo para el éxito de un político práctico.

No obstante, parece ser que ninguno de los dos llegó a ser un gran conocedor de las personas. Ello lo demuestra el hecho de que Engels pasó mucho tiempo sin llegar a darse cuenta de la calaña de Edward Aveling, sujeto malicioso que llegó a ser esposo de Tussy y finalmente supuso su ruina; durante casi un decenio lo prefirió a todos los demás socialistas ingleses, en gran detrimento de la causa marxista en Inglaterra.

Karl Kautsky

Friedrich Engels

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Durante la época del Soho, la alimentación de la familia era malísima y no había dinero para comprar medicinas. Mi madre envejeció prematuramente; entre otras cosas, padeció una viruela que le deformó su bonito rostro. Para evitar contagios, en la casa se quedaron sólo ella y mi padre, cuidándola.

Empeoraba con el paso del tiempo y me salió una espantosa erupción de pústulas. Sufría muchísimo. Sentía tremendos dolores de quemazón en la cara y no podía dormir nada en absoluto (…) Estuve siempre acostada junto a la ventana abierta, a fin de que entrara el aire frío de noviembre, al mismo tiempo que en la estufa bramaba el fuego y me ponían hielo en los ardorosos labios. Apenas podía trabajar, el oído se me iba debilitando y al final se me cerraron los ojos, de forma que no sabía si acabaría por envolverme la noche eterna.

No obstante, mi constitución, ayudada por los cuidados más tiernos y fieles, acabó por imponerse, de modo que ahora estoy sentada aquí, con perfecta salud, pero con la cara desfigurada, cubierta de cicatrices y de un color rojo oscuro (…) Cinco semanas atrás yo tenía una figura perfectamente respetable al lado de mis hijas, a las que se veía tan sanas (…) Ahora todo esto es cosa del pasado. Yo misma tengo la sensación de parecerme más a una especie de rinoceronte escapado del zoo que a un miembro de la raza blanca.

Carta de Jenny Marx a un amigo

Mi padre sufría del hígado y de la vesícula, a los que no sentaba demasiado bien su predilección por las comidas picantes, con muchas especias, pescados ahumados, caviar y pepinillos en vinagre. Tampoco era de ayuda su afición por el alcohol. Le daban ataques que solían presentarse en primavera, y que con el pasar de los años fueron haciéndose más intensos. Iban acompañados de dolores de cabeza, inflamación de ojos y fuertes neuralgias. Dicen que los enfermos de hígado tienen una hiperactividad espiritual. Son pacientes irritables, coléricos, descontentos, de ánimo fluctuante, con tendencia a criticarlo todo. La enfermedad hizo que se agravaran algunos de los rasgos de carácter de mi padre: discusiones agrias, sátira mordaz, expresiones crueles y groseras; era muy duro en sus juicios sobre sus adversarios, e incluso sobre sus amigos.

En una ocasión sufrió una parálisis, y en 1877 tuvo una sobreexcitación nerviosa. Como consecuencia de todos sus problemas de salud, tenía insomnio crónico, que combatía con fuertes narcóticos. También era un fumador empedernido, normalmente de cigarros de mala calidad.

Marx fue un apasionado fumador. Como hacía con todas las cosas, también fumaba con desenfreno. Como el tabaco inglés le resultaba demasiado fuerte, siempre que podía se compraba cigarros, que masticaba a medias con el fin de aumentar el placer, o tal vez para obtener un doble placer. Ahora bien, puesto que en Inglaterra los cigarros son muy caros, iba constantemente en busca de marcas baratas. Es fácil de imaginar qué tabaco llegaba a fumar (…) Debido a esos espantosos cigarros arruinó por completo su gusto y el olfato para el tabaco.

Wilhelm Liebknecht

La época en que mi familia ocupaba el pequeño apartamento del Soho fue sin duda la peor. Allí murieron tres de mis hermanos por culpa de la miseria. Según me han contado, fue especialmente trágico el fallecimiento de Franziska.

De Breve bosquejo de una vida memorable (de Jenny Marx)

Durante la pascua de 1852, nuestra pobra Franziska cayó enferma, aquejada de una grave bronquitis. Durante tres días, la criatura luchó con la muerte. Sufrió mucho. Su pequeño cuerpo descansaba en la habitación trasera; todos nos fuimos a la habitación de delante, y cuando anocheció colocamos nuestros colchones en el suelo, con los tres niños a nuestro lado, y todos lloramos por el pequeño ángel que yacía sin vida allí al lado. La muerte de nuestra querida hija ocurrió en la época de mayor pobreza. Nuestros amigos alemanes no podían ayudarnos en aquellos momentos. Ernest Jones, que nos hacía largas y frecuentes visitas, había prometido su ayuda, pero no pudo darnos nada (…)

Con angustia en el corazón corrí a casa de un emigrado francés que vivía cerca de nosotros y solía visitarnos. Le supliqué que nos ayudase en aquel terrible momento. Me dio inmediatamente dos libras, lleno de conmiseración, y con ellas compramos el pequeño féretro donde ahora la pobre niña descansa en paz. No tenía cuna cuando llegó al mundo, y durante muchas horas se le negó el último descanso. ¡Cuánto sufrimos cuando se llevaron el féretro al cementerio!

Por otra parte, mi padre trabajaba demasiado; se pasaba el día y la noche leyendo, estudiando y escribiendo, y eso acabó por minar su salud.

Todas las personas verdaderamente importantes que he conocido han sido muy laboriosas y han trabajado duro. En el caso de Marx ambas características se daban en grado sumo. Su entrega al trabajo era enorme, y como de día solía estar ocupado -sobre todo en los primeros tiempos del exilio-, buscaba refugio en la noche.

Cuando a altas horas de la noche regresábamos de alguna reunión o sesión, se sentaba habitualmente a su mesa y trabajaba durante algunas horas. Y estas pocas horas se iban extendiendo cada vez más, hasta que por último trabajaba durante toda la noche, para después descansar por la mañana. Su esposa le hacía las más diversas advertencias sobre esa costumbre suya, pero Marx decía que su naturaleza así lo exigía. Yo mismo me había acostumbrado en mi época de bachiller a realizar los trabajos difíciles a últimas horas de la tarde o por la noche, cuando me sentía intelectualmente más activo. Por eso veía la situación con ojos diferentes que la señora Marx. Sin embargo, ella tenía razón: a pesar de su robusta constitución, ya a finales de los años cincuenta Marx comenzó a quejarse de todo tipo de molestias funcionales. Fue preciso consultar a un médico, y la consecuencia fue una prohibición del trabajo nocturno y la recomendación de hacer mucho ejercicio, es decir, paseos a pie y a caballo.

En aquella época Marx y yo paseábamos mucho por los alrededores de Londres, sobre todo por las colinas del Norte. Se repuso muy pronto, pues en realidad tenía un cuerpo admirablemente apropiado para los grandes esfuerzos. Pero tan pronto se sentía mejor volvía a caer paulatinamente en la costumbre de trabajar por las noches, hasta que de nuevo se producía una crisis que le obligaba a un tren de vida más razonable, aunque sólo el tiempo justo para que la naturaleza imprimiera orden. Las crisis eran cada vez más intensas. Contrajo una afección hepática y tumores malignos. De esta forma, poco a poco se fue minando su férrea constitución. Estoy convencido -y este es también el juicio de los médicos que le trataron en sus últimos tiempos- de que si Marx se hubiera decidido a llevar una vida más natural, más adecuada a las necesidades de su cuerpo, una vida de acuerdo con los principios de la higiene, todavía viviría. Sólo en los últimos años -cuando ya era demasiado tarde- renunció a trabajar por la noche.

Wilhelm Liebknecht

El Moro padecía también continuamente problemas de la piel que eran sumamente molestos y que en ocasiones llegaron a ser graves. Creo que eran forúnculos, y seguramente tenían mucho que ver con sus problemas hepáticos, con su carácter y con las penurias sufridas, ya que se agravaban cuando la situación vital empeoraba.

La opinión de un psiquiatra: doctor Sigmund Gabe[12]

Es cierto, por supuesto, y está bien establecido, que diversas enfermedades y agentes físicos irritantes y situaciones predisponen a las infecciones de la piel, como por ejemplo la diabetes, la exposición a aceites, arsénico, etc. en el trabajo, una mala higiene y agentes mecánicos irritantes crónicos, como ciertas prendas de ropa. Pero está igualmente bien establecido que la piel responde en gran medida a la excitación psíquica y a los problemas emocionales (…)

Podemos estar muy cerca de la verdad si afirmamos que las dolencias físicas de Marx eran tan numerosas y complejas que podían haber agobiado incluso al santo Job. Y es precisamente la enfermedad de Job lo que Marx pudo sufrir. Recordemos la descripción de la aflicción de Job tal como nos cuenta la Biblia: "Satan golpeó a Job con forúnculos que le cubrían desde la planta del pie hasta la cabeza". En 1944, un psiquiatra británico, J. L. Halliday (Practitioner, 1944, 6:152) describió una dermatitis propia de los varones de mediana edad que designó con el nombre de "dermatitis de Job". Detectó un factor emocional común en una serie de varones de mediana edad que de repente habían contraído una dermatitis muy extensa que era resistente al tratamiento. Estos pacientes se enorgullecían de ser hombres honestos y virtuosos. La aparición de las erupciones cutáneas era subsiguiente a un revés en su suerte o a algún desastre serio. Ellos pensaban que su mala suerte era inmerecida y trabajaban bajo una sensación de injusticia. Esto se parecía tanto a la historia de Job que Halliday ideó el trastorno de la "enfermedad de Job".

La verdadera enfermedad cutánea de Marx[13]

Aunque las lesiones cutáneas fueron llamadas "forúnculos", "abscesos" y "diviesos" por Marx, su mujer y sus médicos, fueron demasiado persistentes, recurrentes, destructivas y específicas de ciertos sitios para ese diagnóstico; mi hipótesis es que Marx padecía hidradenitis supurativa. Esta condición infecciosa recurrente aparece por el bloqueo de los conductos apocrinos que se abren en los folículos pilosos, principalmente en la piel de las axilas, las mamas, la ingle, la zona perianal y la zona genital. Aunque las lesiones pueden parecer abscesos, y suelen ser diagnosticadas erróneamente como tales, ciertas características clínicas asociadas sirven para hacer el diagnóstico correcto, y he encontrado todas en la correspondencia original.

Las características clínicas descritas, con su transcurso recurrente y prolongado, su predilección por ciertos lugares y la destrucción de tejidos no corresponden a abscesos simples, sino que son típicas de la hidradenitis supurativa; actualmente podemos hacer este diagnóstico de modo definitivo.

La hidradenitis supurativa también explica varios de los otros problemas encontrados en su correspondencia; por ejemplo, la proliferación de forúnculos que tenía lugar en el cuero cabelludo, la cara y otras partes del cuerpo (y que forman parte de la tríada de la oclusión folicular); y la aparición de dolor articular coincidiendo con la exacerbación de la enfermedad (por ejemplo, en abril de 1866), que se ha atribuido a un trastorno reumático no relacionado; la condición dolorosa recurrente del ojo, ya sea blefaritis o queratitis (…)

La piel es un órgano de comunicación y sus trastornos generan muchos problemas psicológicos; producen asco y repulsión, depresión de la autoestima, del ánimo y del bienestar. Se ha descubierto que estos efectos aversivos son especialmente severos en pacientes con hidradenitis supurativa, y hay bastante evidencia de esto en las cartas de Marx; en particular, la hidradenitis de Marx contribuyó a su miseria y redujo en gran medida su autoestima, como contaba a Engels (24 de energo de 1863). Su odio hacia las lesiones ("chucho", "marrano", "Frankenstein", como solía llamarlas) y el aislamiento que le generaban se hace evidente por el violento placer que le producía atacarlas: "cogí una navaja afilada y sajé al chucho yo mismo. La sangre brotó y saltó en el aire".

Las consecuencias mentales obvias de la hidradenitis de Marx ofrecen una explicación más simple y menos tendenciosa de sus penas que afirmar que "Marx era rechoncho y morenucho, un judío atormentado por el odio a sí mismo, mientras que Engels era alto y rubio".

¿Pueden haber influido los efectos mentales de la habitualmente desastrosa hidradenitis supurativa en la obra de Marx? Él constantemente se quejaba de que de "el marrano" influía en su obra, pero también era consciente del efecto sobre su calidad: "los burgueses recordarán mis diviesos hasta el día en que mueran". Engels también notaba una mayor dureza estilística en los escritos de Marx durante las recaídas.

La situación de mi familia fue mala hasta que cayeron del cielo las ayudas que he mencionado, además del pequeño aporte que supusieron sus colaboraciones habituales en el New York Daily Tribune, que cada vez fueron más frecuentes, hasta 1861. Sólo entonces la vida fue más llevadera, pero la miseria había dejado su huella imborrable en la salud de mi padre, mi madre y mi hermana Jenny. No obstante, según sé por varias personas, mis padres fueron siempre excelentes anfitriones y recibían con gusto las visitas que les hacían los amigos y conocidos. La mayoría de los visitantes eran del gusto de mis padres, como es natural, pero a lo largo de los años pasaron personas de todo tipo, como por ejemplo el revolucionario Louis Blanc, un personaje bastante histriónico.

A Marx, las personas teatrales le provocaban horror. Todavía recuerdo cómo nos contó con grandes risas su primer encuentro con Louis Blanc.

La escena tuvo lugar todavía en Dean Street, en aquella pequeña vivienda que en realidad estaba formada sólo por dos habitaciones: la antesala o recibidor, que utilizaban como sala de visitas y de trabajo, y el cuarto posterior, que servía para todas las demás funciones. Louis Blanc había anunciado su llegada a Lenchen, quien le hizo pasar al recibidor, mientras Marx se vestía con rapidez en el cuarto posterior. Ahora bien, la puerta de comunicación había quedado entornada, y a través de la rendija Marx pudo contemplar un divertido espectáculo. El gran historiador y político era un hombrecito muy bajito, de estatura apenas mayor que la de un niño de ocho años, pero a pesar de ello era extremadamente vanidoso. Después de echar una mirada a todos los rincones de aquella sala proletaria, descubrió en uno de ellos un viejo espejo, ante el cual se colocó de inmediato, intentando elevar al máximo su estatura de enano -tenía los tacones más altos que nunca he visto-, contemplándose con complacencia, haciendo posturas como un conejo en celo en marzo, y ensayando una postura lo más majestuosa posible. La esposa de Marx, que también fue testigo de esa ridícula escena, apenas podía contener la risa. Finalizados estos preparativos, Marx anunció su presencia con un enérgico carraspeo, de forma que el presumido tribuno del pueblo tuvo tiempo de apartarse un paso del espejo y recibir al recién llegado con una reverencia de gran estilo

Wilhelm Liebkecht

Dado el gran deseo que tenía mi padre por ganar correligionarios, recibía de buen grado a cualquiera que afirmase compartir sus ideas y deseara defender sus teorías. De este modo llegaron incluso a entrar espías en casa, tanto alemanes como ingleses, para conocer las actividades revolucionarias del Moro y sus amigos. Mi padre era aún joven y deseoso de lograr una transformación radical de la sociedad mediante la acción directa. Con el paso de los años le fueron abandonando las fuerzas, en cierto modo se fue aburguesando y convenciéndose de que en algún momento futuro llegaría el ansiado cambio, pero sin saber cuándo ocurriría.

Informe de un espía prusiano sobre Karl Marx

Marx tiene una estatura mediana y 34 años. Aunque se encuentra en la flor de la vida, ya está encaneciendo. Tiene una estructura corporal poderosa, y su fisonomía recuerda muy distintamente a Szemere, con la diferencia que tiene un cutis más moreno, y el cabello y la barba muy negros. Últimamente no se afeita nada en absoluto. Sus ojos, grandes, penetrantes y apasionados, tienen algo de siniestramente diabólico. La primera impresión que le causa a uno es la de un hombre de gran genio y energía. Su superioridad intelectual ejerce un poder irresistible sobre lo que le rodea.

En la vida privada es un ser humano extremadamente desordenado y cínico, además de mal anfitrión. Lleva una vida realmente bohemia. Se emborracha con frecuencia. Aunque muy a menudo se pasa días interminables en la ociosidad, cuando tiene mucho trabajo es capaz de trabajar día y noche, incansablemente. No tiene hora fija para acostarse ni para levantarse. Es frecuente que se pase la noche en vela; luego, a mediodía, se acuesta, completamente vestido, en el sofá, y duerme hasta la noche, sin que le estorbe que todo el mundo entre y salga de la habitación.

Su esposa es la hermana del ministro prusiano Von Westphalen, mujer culta y encantadora que, por amor a su marido, se ha habituado a esta existencia bohemia, y ahora se siente en su ambiente en medio de esta pobreza. Tiene tres niñas y un niño; los tres son verdaderamente guapos y poseen los inteligentes ojos de su padre.

Informe a Lord Palmerston[14](Londres, 2 de mayo de 1850)

(…) En una reunión celebrada anteayer, a la cual asistí, y que fue presidida por Wolff y Marx, oí gritar a uno de los oradores: "La estúpida inglesa tampoco escapará a su destino. Las mercancías de acero inglesas son las mejores, aquí las hachas se afilan especialmente bien, y la guillotina espera a todas las cabezas coronadas". Así, pues, a sólo unos centenares de metros del palacio de Buckingham, los alemanes proclaman el asesinato de la reina de la Gran Bretaña (…)

La sociedad alemana A está en contacto con París y con la sociedad cartista de Londres, de la cual son miembros Wolff y Marx. Wolff declaró en la reunión de anteayer: "Los ingleses necesitan lo que hacemos, ha proclamado con voz fuerte un orador (de la sociedad cartista); no sólo queremos la república socialdemócrata, sino algo más. Comprenderán, por tanto, que la estúpida inglesa y sus principescos golfillos deben correr la misma suerte que hemos destinado a todos los monarcas coronados". A lo que un hombre bien vestido exclamó: "Se refiere a la horca, ciudadano, otra guillotina".

Se fijó el mes de mayo, o junio, para dar el golpe principal en París. Antes de clausurar la reunión, Marx comunicó al auditorio que podían estar completamente tranquilos, que sus hombres se hallaban todos en sus puestos. El momento crítico se aproxima y se toman medidas infalibles para que no pueda escapar ninguno de los verdugos coronados de Europa.

Karl Marx

Mi padre jugaba al ajedrez con algunas de las visitas y, según me han dicho, no se le daba mal, aunque se enfadaba mucho cuando perdía e insistía en que le ofrecieran la revancha, hasta que por fin mi madre daba por terminadas las veladas ajedrecísticas para poder ir a dormir.

Partida Karl Marx – Meyer (año 1867)

1.e4 e5

2.f4 (el Gambito de Rey, una apertura romántica y atacante) exf4

3.Ac4 g5

4.Cf3 g4

5.0-0 gxf3

El llamado Gambito Muzio, muy popular a finales del siglo XIX: un sacrificio de caballo para acelerar el desarrollo y poder lanzar un fuerte ataque contra la posición negra, más retrasada.

6.Dxf3 Df6

7.e5 Dxe5

8.d3 Ah6

9.Cc3 Ce7

El caballo sale por e7 en lugar de por f6 para evitar perder la dama cuando las blancas hagan Te1

10.Ad2 Cbc6

11.Tae1 Df5

12.Cd5

Más presión en la columna e, donde el pobre rey negro se encuentra esperando el chaparrón

12…Rd8

Un movimiento prudente, apartar al rey de la columna fatídica, pero las blancas tienen ya demasiada actividad a cambio de la pieza sacrificada

13.Ac3 Tg8

14.Af6

14…Ag5

15.Axg5 Dxg5

16.Cxf4 Ce5

Si las negras juegan 16…Cd4, entonces 17.Df2 Ce6, y parece que las blancas no compensan la pieza sacrificada

17.De4 d6

18.h4 Dg4

18…Dg7 parecía mejor porque defiende f7 y la dama no está en g4, casilla que será atacada por el alfil blanco, con la consiguiente ganancia de un tiempo

19.Axf7 Tf8

20.Ah5 Dg7

21.d4 C5c6

22.c3 a5

23.Ce6+ Axe6

24.Txf8+ Dxf8

25.Dxe6 Ta6

26.Tf1 Dg7

27.Ag4 Cb8 28.Tf7 Las negras abandonan

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El Moro, a pesar de que -igual que su padre- solía renegar de su ascendencia judía, en realidad tenía en muchos aspectos un comportamiento patriarcal en el ámbito sexual. Estaba enamorado de mi madre, pero era fogoso y, como bien sé por lo que me han contado y por su correspondencia, no dudaba en satisfacer sus impulsos sexuales con otras mujeres. Eso no quita que, en general, estimara a las mujeres. Siempre trató a Möhme y a nosotras tres, sus hijas, con la máxima ternura, y siempre respetó nuestras opiniones. Confió en mi madre y en Lenchen en todos los sentidos, y les consultaba todo, incluso temas políticos. A sus tres hijas nos crio para que fuéramos personas independientes, no amas de casa atadas a un marido. Además de esa influencia directa, las tres respiramos el buen ambiente intelectual que hubo siempre en nuestra casa, y es evidente que eso influyó en nuestra formación.

Pero, por lo demás, mi padre se dejaba llevar por los impulsos, o más bien por su impulso sexual. Me contó Jenny que en marzo de 1861 tuvo que viajar a Zaltbommel, Holanda, para ver -una vez más- a su tío Leon y pedirle dinero. En aquella ocasión le pidió prestado a cuenta de la herencia de su madre, para que se lo descontara cuando ella muriera. Pues bien, no sólo consiguió 160 libras, sino que tal vez tuviera un affair sentimental con su prima Nanette, hija de Leon. Es posible que la primita quedara deslumbrada por la cultura y la fama de mi padre; él en aquella época tenía cuarenta y tres años, y ella sólo veinticuatro. Por lo que me han contado, era muy guapa y seductora, con unos ojos negros muy bonitos. Mi padre por fuerza tuvo que cortejarla; de lo contrario, no se explica que pasara cuatro semanas en Holanda. He tenido acceso a la correspondencia que mantuvieron después, y ella le llamaba "Pachá", como si fuera un soberano hindú -debido a la tez morena de mi padre-, y él la trataba como "dulce y encantadora primita".

De: Karl Marx

A: Antoinette Philips

Londres, 17 de julio de 1861

Mi querida y dulce primita:

Espero que no hayas malinterpretado mi largo silencio. Al principio no sabía dónde dirigir mis cartas, si a Aquisgrán o a Bommel. Después tuve que atender unos molestos asuntos (…) Así que, mi querida niña, si debo confesarme culpable, hay muchas circunstancias atenuantes que, estoy seguro de que tú, como bondadoso juez, permitirás que influya en tu sentencia. En cualquier caso, me enfadaría si supusieras que, durante todo este tiempo, ha pasado un solo día sin que me acuerde de mi querida y pequeña amiga (…) Espero que no olvides tu promesa de visitar Londres, donde todos los miembros de la familia estarán encantados de recibirte. En cuanto a mí, no necesito decirte que nada en el mundo me daría más placer.

Espero, mi dulce y pequeña brujita, que no seas demasiado severa conmigo y que, como buena cristiana que eras, me envíes una de tus pequeñas cartas y demuestres no vengarte de mi largo silencio (…)

Tu más sincero admirador

Charles Marx

En cualquier caso, se trataba de mi amado padre, le quise como a nadie mientras vivió y siempre he honrado su memoria después de muerto. Incluso le he perdonado el daño que me hizo cuando no consintió mi relación con Lissagaray, mi querido Lissa, mi primer amor, el que siempre deja más huella.

Prosper-Olivier Lissagaray

Fue hace mucho -el año 1872- cuando le conocí. ¿Por qué mi padre se opuso con tanta fuerza a mi relación con él? Es algo que nunca he llegado a entender. Yo, una jovencita de diecisiete años, quedé deslumbrada por un apuesto francés que me doblaba la edad, alto, guapo, arrogante, cabello bien arreglado, buenos modales, y además héroe de la Comuna de París y autor de un libro sobre la misma. En cuanto le vi, me enamoré locamente de él. Él se dio cuenta enseguida, le gusté, por supuesto le gustó que fuera la hija de quien soy y nos hicimos novios.

Entiendo que el Moro estuviera harto de franceses en la familia: Jennychen casada con un francés y Laura casada con otro francés. Charles Longuet, el marido de Jennychen, hizo sufrir mucho a mi hermana, e incluso ahora, quince años después de su muerte, ni siquiera contesta a las cartas que le escribimos. Paul Lafargue, el marido de Laura, es de mucho mejor carácter, es una buena persona, pero no sabe ganarse la vida y el matrimonio ha ido sobreviviendo gracias a las ayudas económicas de otras personas, especialmente del siempre fiel Engels, que al morir prácticamente les solucionó la vida con lo que heredaron de él. Es posible que no quisiera verme casada también a mí con otro francés, y menos con la fama de conquistador que tenía Lissagaray.

"Ma petite femme", me llamaba. No pude soportar la negativa de mi padre, así que me fui de casa aprovechando el puesto de profesora que me salió en Brighton. Lejos del hogar podría verle cuando me apeteciera, aunque fuera sin su beneplácito. Pero no pude soportar la tensión, enfermé de los nervios y tuve que volver con ellos. Una vez de vuelta con ellos, siguieron negando su consentimiento y por tanto prosiguió la tensión. A pesar de que fui con el Moro a varios balnearios para curarnos de nuestras respectivas enfermedades, mi relación con él fue muy fría durante varios años. Mientras tanto, de vez en cuando me veía con Lissa a escondidas. Pero esa situación no podía ser satisfactoria y mis sentimientos hacia él se fueron enfriando, hasta el punto de que, cuando un día, en 1882, el Moro me dijo que me concedía plena libertad para elegir lo que decidiera en mi vida, ya era demasiado tarde para esa relación. A pesar de que nos habíamos prometido en secreto muchos años antes, rompimos nuestros lazos de unión y quedamos como dos buenos y viejos amigos.

De: Eleanor Marx

A: Olive Schreiner

Londres, 20 febrero de 1898

Mi querida Olive:

Esta noche he soñado con Lissagaray. Después de tanto tiempo sin haber pensado en él de esta forma, he soñado que me abrazaba con fuerza y he escuchado con nitidez su voz diciéndome, como lo hacía entonces, "ma petite femme". La sensación era tan intensa que me parecía que él estaba de verdad allí, a mi lado, en carne y hueso. Cuando desperté, me puse a pensar en él durante mucho tiempo.

¿Habríamos tenido una vida mejor?

Después de tantos años, hoy me he preguntado de nuevo por qué todo eso tuvo que suceder así. Él fue, sin duda, la persona que mejor me entendió, que mejor sabía lo débil que soy, cuánto necesito sentirme rodeada de cariño para poder vivir. En aquella época le decía que no me podía exigir que abandonara a mi familia por él, ya que sabía que sin ella yo no podría vivir (…) Él comprendía todo eso por completo.

Entonces, ¿por qué dejé de amarle, a mi adorable y paciente comunero?

Hoy, mirando hacia atrás, he sabido que fue una especie de proceso natural de autodefensa por mi parte. Lo que yo quería -conciliar a Lissa con el Moro- no era posible. Inconscientemente, mi decisión ya estaba tomada desde el principio: no podía romper con mi familia. Sólo me quedaba la opción de dejar de amarle. Fue un proceso muy lento, sin que yo fuera totalmente consciente de él, pero así ocurrió.

También tardé mucho en entender por qué mi padre no le aceptaba, pero hoy veo todo mucho más claro (…) El Moro me dijo: "Hija mía, si tú crees que realmente quieres estar al lado de ese hombre mucho mayor que tú y con tan pocas posibilidades de ofrecerte una vida estable, soy consciente de que no puedo hacer nada. He tratado de evitar que tengas los mismos padecimientos que, sin yo quererlo, le causé a tu madre (…) Si estuviera en mi poder, me gustaría salvar a mis hijas de los arrecifes en los cuales naufragó la vida de su madre. Siempre pensé que era mi deber de padre no permitir que, por lo menos tú, mi hija menor, tuviera la misma vida. Pero observo, con gran pena, que un padre, por mucho que lo intente y le duela, no tiene el poder de garantizar la felicidad de su hija. Y lo único que yo quiero es verte feliz, niña mía".

Si en ese momento yo le hubiera dicho al Moro que no se culpara, que yo estaba segura de que mi felicidad estaba al lado de Lissa, estoy segura de que por fin me habría dado su aprobación, me habría dejado ir. Pero yo no sabía si quería ir, si quería mudarme a Francia (…) De hecho, en el fondo, ya había dejado de amar a mi querido héroe. Ya había sufrido mucho durante todos aquellos años, había sacrificado el amor de juventud por el amor de la familia, y quería terminar de una vez por todas con ese dolor. Quería sentirme completa, ser dueña de mi vida, seguir una carrera, ser productiva (…) Quería ser feliz.

Aquella fue una época muy mala para la familia. A finales de 1881 murió Möhme, después de mucho sufrir y de pasar los últimos años de vida prácticamente metida en la cama. Tenía graves problemas digestivos que culminaron en un cáncer de hígado, y todas las medicinas que tomó no sirvieron de nada. Cuando falleció, también mi padre estaba enfermo, en cama. La mañana del 2 de diciembre gritó: "Karl, he perdido mis fuerzas", que fueron las palabras con las que se despidió. La enterraron en el cementerio de Highgate el día 5, y mi padre no pudo asistir al entierro, pero el General pronunció un bonito discurso.

La mujer de noble corazón ante cuya tumba nos encontramos nació en Salzwedel en 1814. Su padre, el barón Westphalen, fue poco después nombrado representante del gobierno en Tréveris, donde estableció relaciones de amistad con la familia Marx. Los hijos de las dos familias crecieron juntos. Cuando Marx fue a la universidad, él y su futura mujer ya sabían que sus destinos serían inseparables para siempre.

En 1843, después de que Marx hubiese brillado públicamente por primera vez como director de la primera Gaceta Renana, y después de la eliminación del periódico por parte del gobierno prusiano, se celebró la boda. Desde ese día, ella no sólo siguió la suerte, los trabajos y las luchas de su marido, sino que tomó parte activa en todo ello con la más elevada de las inteligencias y la más profunda de las pasiones.

La joven pareja se exilió en París, al principio voluntariamente, después por obligación. Incluso en París el gobierno prusiano les persiguió (…) La familia se trasladó a Bruselas. Estalló la revolución de febrero. Durante los problemas causados por este acontecimiento en Bruselas, la policía belga no sólo arrestó a Marx, sino que metió en prisión también a su mujer, sin motivo alguno.

El esfuerzo revolucionario de 1848 llegó a su fin el año siguiente. Siguió un nuevo exilio, al principio de nuevo en París, y después, debido a la injerencia del gobierno, en Londres. Y en esta ocasión iba a ser un verdadero exilio, con toda su dureza.

Soportó los lógicos sufrimientos del exilio, aunque a consecuencia de ellos perdió tres hijos, dos de ellos varones. Pero le dolía en lo más profundo que todos los partidos, tanto gubernamentales como de oposición, feudales, liberales y autoproclamados democráticos, juntos en una gran conspiración contra su marido, le acusaran de las más calumnias más viles y con más poca base; que toda la prensa, sin excepción, le cerrara las puertas, que estuviera indefenso frente a adversarios que él y ella despreciaban por completo. Y todo eso duró muchos años.

Pero no eso no iba a ser siempre así. Más adelante, la clase trabajadora de Europa se encontró en unas condiciones políticas que le ofrecieron al menos cierto espacio. Se formó la Asociación Internacional de Trabajadores; implicó en la lucha a un país civilizado tras otro, y en esa lucha, al frente de todos, participaba su marido. Después llegó para ella una época que compensó todos los sufrimientos pasados. Vivió para ver cómo todas las difamaciones construidas en torno a su marido volaban como las hojas con el viento; vivió para escuchar cómo las doctrinas de su marido suprimían aquello en que los reaccionarios de todos los países, tanto feudales como autodenominados demócratas, habían puesto todos sus esfuerzos, vivió para escucharlas, proclamadas de forma abierta y victoriosa en todos los países civilizados y todos los idiomas civilizados.

Vivió para ver cómo el movimiento revolucionario del proletariado sacudía un país tras otro y alzaba su cabeza, consciente de la victoria, desde Rusia hasta América. Y una de sus últimas alegrías, en su lecho de muerte, fue la espléndida prueba de una vida irreprimible, a pesar de todas las leyes represivas, que la clase trabajadora alemana dio en las últimas elecciones.

Lo que una mujer con una inteligencia tan clara y crítica, con tanto tacto político, con esos arrebatos de carácter, con esa capacidad de autosacrificio, ha hecho para el movimiento revolucionario no se ha hecho público, no se ha registrado en las columnas de la prensa. Sólo lo conocen quienes vivieron cerca de ella. Pero sé que con mucha frecuencia echaremos de menos sus consejos audaces y prudentes, ofrecidos sin arrogancia.

No necesito hablar sobre sus cualidades personales. Sus amigos la conocen y nunca las olvidarán. Si ha habido una mujer que encontró su mayor felicidad en hacer felices a los demás, esa mujer fue ella.

El lugar donde estamos es la mejor prueba de que vivió y murió con la plena convicción del materialismo ateo. No temía a la muerte. Sabía que un día tendría que volver, en cuerpo y mente, al seno de la naturaleza de la que había surgido. Y nosotros, que ahora la hemos dejado en su último lugar de descanso, intentemos mantener su memoria y ser como ella.

En enero de 1883 murió Jennychen, el último y más fuerte golpe para mi padre, el que terminó de quebrantar su salud, ya que sin su mujer y sin su hija favorita la vida dejaba de tener sentido. Fui yo quien tuvo que darle la mortal noticia, ante la cual se echó a llorar en mis brazos. Después pasaron dos meses llenos de dolores físicos y mentales, y el 14 de marzo tuvo lugar el acontecimiento más triste para la familia y para el socialismo internacional. Su salud se había agravado en los últimos años, las muertes de mamá y de Jenny le habían afectado profundamente, todos sabíamos que su fin estaba próximo; pero la muerte de un genio es un acontecimiento que nadie se espera. Además, mi padre fue toda su vida un enfermo; no es que estuviera enfermo, sino que lo era por naturaleza. Su carácter le llevaba a padecer dolencias relacionadas con los nervios que no sanaban con medicina alguna. Eran aflicciones de la psique, no del cuerpo.

Murió recostado tranquilamente en su sillón. A las dos y media de la tarde del miércoles 14 de marzo de 1883, cuando el General llegó a casa para su visita de todos los días, Lenchen bajó para decirle que el Moro estaba medio dormido en su sillón favorito, junto al fuego. Acudieron al dormitorio y le vieron morir.

Karl Marx, en su vejez

Le enterraron el día 17 en el cementerio de Highgate, en el lugar donde un año y medio antes habían enterrado a mi madre. Algo menos de veinte personas acudieron al sepelio. Sobre el ataúd, dos coronas con lazos rojos, una del periódico alemán Sozialdemokrat y otra de la Asociación de Trabajadores Alemanes de Londres. Después del discurso que pronunció Engels, su yerno, Charles Longuet, leyó telegramas de condolencia procedentes de los partidos socialistas de Rusia, Francia y España. A continuación, su amigo Wilhelm Liebknecht pronunció un discurso en alemán. Su muerte pasó prácticamente inadvertida en Inglaterra, y los obituarios fueron breves y llenos de errores sobre los datos de su vida.

Discurso de Friedrich Engels ante la tumba de Marx:

El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de nuestros días. Apenas le dejamos dos minutos solo y, cuando volvimos, le encontramos dormido suavemente en su sillón, pero ya para siempre.

Es completamente imposible calcular lo que el proletariado militante de Europa y América, así como la ciencia de la historia, han perdido con el fallecimiento de este hombre. Muy pronto se dejará sentir el vacío que ha abierto la muerte de esta figura gigantesca.

Igual que Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan simple, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse, antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, en consecuencia, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales y, por tanto, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la que surgen las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres, y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse; y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo. Pero no sólo esto. Marx descubrió también la ley específica que rige el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía arrojó una nueva luz sobre estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas.

Dos descubrimientos como éstos debían bastar para una vida. Quien tenga la suerte de hacer tan sólo un descubrimiento así ya puede considerarse feliz. Pero no hubo un solo campo que Marx no sometiese a investigación -y estos ámbitos fueron muchos, y no se limitó a tocar de pasada ni uno sólo de ellos-, incluyendo el de las matemáticas, en el que no hiciera descubrimientos originales. Así era el hombre de ciencia. Pero esto no fue, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro que fuese el placer que pudiera depararle un nuevo descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica, y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse en modo alguno, era muy distinto el deleite que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que ejercía inmediatamente una influencia revolucionaria en la industria y en el desarrollo histórico en general. Por eso seguía al detalle la marcha de los descubrimientos realizados en el campo de la electricidad, incluso los de Marcel Deprez en los últimos tiempos.

Partes: 1, 2, 3
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