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Aproximación al imaginario del explorador en tiempos del imperialismo (1870-1914)


Partes: 1, 2

    a partir de la novela "El mundo perdido" de Sir Arthur Conan Doyle

    Ensayo

    1. Literatura e historia
    2. El autor
    3. La época, las exploraciones y la expansión de Occidente
    4. El imaginario: un concepto clave
    5. Breve síntesis argumental de la novela El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle
    6. El Mundo Perdido, la radiografía de una época
    7. El romanticismo, la ciencia y la aventura
    8. Tierras perdidas fuera de los mapas
    9. Catalogar el mundo
    10. De la ficción literaria a la exploración real
    11. Las selvas de la imaginación y el miedo
    12. Monstruos y bestias
    13. Los hijos pródigos del Profesor Challenger
    14. Otros mundos perdidos
    15. Un color todopoderoso: el blanco
    16. Los exploradores perdidos
    17. Los hombres salvajes de los bosques

    Literatura e historia

    La novela de aventuras, tan de moda a lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX, puede ser —y esto no es una novedad— una excelente fuente para el análisis histórico de ciertos aspectos que por su complejidad no son evidentes a simple vista; especialmente al analizar temas de historia social, detalles de la vida cotidiana o tendencias de las mentalidades colectivas. Por eso, el historiador puede y debe servirse de la producción literaria como guía insuperable (aunque no exclusiva) para explorar la más recóndita intimidad de un momento histórico determinado.

    Como bien se sabe, el género de la narrativa es el que ofrece mayores aportes al respecto, permitiendo obtener así una representación de la realidad, de los problemas, de los sueños, miedos y miserias que expresan las circunstancias propias de una época o de un grupo social determinado.

    Alguien dijo alguna vez que el autor de una novela —cuando expresa y refleja en su relato a la sociedad que lo contiene— es un fiel testigo de su tiempo; y traslada al texto no sólo los conflictos propios de sus días, sino también sus más personales prejuicios, anhelos e ideología. De ahí la necesidad del historiador de conocer bien la biografía del novelista, el sector cultural en el que estuvo inmerso, sus modelos y símbolos, así como las corrientes ideológicas en las que se encausó a lo largo de su vida. Todo ello conformará su expresión artística y le dará un sentido propio, intransferible y único.

    En este ensayo no pretenderé acercarme a la fuente literaria escogida (El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle) buscando valores estéticos o analizando su estilo como artista, sino que indagaré en ella tratando de rescatar los testimonios que me permitan realizar una investigación que atienda a poner en claro la cosmovisión colectiva de la época, explicitando principalmente su imaginario. Por eso, en un primer momento, es ineludible comprender la situación histórica en la que la obra se gestó; delineando brevemente el contexto en el que se dio el fenómeno del imperialismo y tratando de dejar en claro qué se entiende por imaginario dentro del campo de la historia.

    Una vez cumplimentados los pasos antes señalados, entraremos de lleno en el análisis de lo que significó (y significa) explorar, atendiendo especialmente la vertiente imaginaria de dicha actividad y relacionándola con un sin número de factores que, en un primer momento, parecerían estar desconectados del tema.

    En realidad vamos a iniciar un viaje por un mundo en el que se han perdido menos cosas de la que uno desearía; ya que, como apreciaremos, muchos sentimientos, obsesiones y actitudes que creíamos perimidas han resucitado (si es que alguna vez murieron) con inusitada fuerza a fines del siglo XX y principios del XXI.

    Seguramente, la nuestra será una tarea incompleta y perfectible.

    El autor

    Arthur Conan Doyle nació en Edimburgo, Escocia, el 22 de mayo de 1859 (el mismo año en el que el mundo académico y teológico inglés se veía conmocionado por la obra de Charles Darwin, El Origen de las Especies) y murió el 7 de julio de 1930 en Sussex, Inglaterra.

    A pesar de las tres décadas que vivió en el siglo XX, Conan Doyle encarnó cabalmente el espíritu victoriano y los valores decimonónicos; siendo una personalidad íntimamente ligada a la cultura y a la historia del siglo que lo vio nacer. Tal como lo define José A. Mahieu:

    "(…) era un caballero británico del imperio, conservador con algún tinte de escepticismo, patriota y defensor del sistema colonial, al que apoyará públicamente al defender la política exterior de Inglaterra en algunos conflictos espinosos, como la guerra contra los colonos bóers de Sudáfrica".

    Criado en el seno de una familia culta, con inclinaciones hacia la literatura y las manifestaciones artísticas en general, Conan Doyle cursó sus estudios secundarios en un colegio de la Orden Jesuítica (estricto y exigente), fiel a la inclinación católica de sus padres; que por aquel entonces constituían una verdadera excepción dentro de un país mayoritariamente protestante. Pero esta formación religiosa, lejos de acentuar su vocación de fe, terminó a la larga por distanciarlo del universo ritual y dogmático de la iglesia, convirtiéndolo en un agnóstico racionalista, algo escéptico, defensor de una actitud analítica y experimental respecto de la realidad, con un apasionado interés por la investigación y los fenómenos de la naturaleza. Muchos de esos rasgos serían inmortalizados en la nutrida galería de personajes nacidos, posteriormente, de su inventiva

    Al terminar su educación básica, Conan Doyle ingresó en la Universidad de Edimburgo, matriculándose como médico; a pesar de tener una profunda afición por escribir novelas y relatos de misterio y aventuras. Tras una corta experiencia como doctor de la marina mercante, instaló su consultorio en Southsea y practicó la profesión de 1882 a 1890. Pero en 1887 una obra suya lo encausaría por el camino del éxito económico, el prestigio y la fama. En aquel año, con su libro A Study in Scarlet (Un Estudio en Escarlata), Conan Doyle le dio vida a la dupla de detectives más famosos del mundo: el célebre investigador aficionado Sherlock Holmes y su leal compañero el doctor Watson, que hicieron su aparición pública en el Strand Magazine (Revista Strand) de Londres.

    En un primer momento, Holmes y su socio tuvieron una gélida recepción por parte de los lectores; pero progresivamente, entre 1887 y 1890, fueron ganando más y más popularidad hasta convertirse en un verdadero éxito de taquilla. Ya para 1891, y después de otros títulos lanzados al mercado (tales como El Signo de los Cuatro, Las Aventuras de Sherlock Holmes y El Sabueso de los Baskerville), Conan Doyle pudo abandonar la medicina y dedicarse tiempo completo a la literatura. Sólo en 1898 retomaría la profesión universitaria a fin de encauzar su espíritu aventurero y nacionalista en el Sudán, cuando se alistó en el ejército británico para enfrentar una rebelión dirigida por las tribus derviches contra los intereses de su país.

    Profundamente convencido de la misión civilizatoria que Inglaterra tenía en el mundo, Conan Doyle representa —junto con los escritores Rudyard Kipling y Joseph Conrad — una de las mejores plumas de la literatura británica a la hora de exaltar la gloria y superioridad de Inglaterra sobre el resto del planeta. En muchísimos de sus libros (El Mundo Perdido incluido) se esfuerza por marcar claras diferencia entre los "bárbaros" (extranjeros) y la dignidad moral de los "blancos" provenientes de occidente ( los ingleses mismos). Por eso, como hemos dicho, fue un hombre de su tiempo, convencido de lo pueril que era enfrentarse al imperio y desechar el aporte de progreso y "verdadera cultura" que Inglaterra derramaba sobre el orbe.

    Pero ese mundo en el que se había formado, muy pronto empezó a cambiar. El siglo XX trastocó todos los parámetros de la centuria anterior y los antiguos modelos se descascararon, denunciando la falsedad de la permanencia de cosas que se consideraban inmutables y eternas (como el liberalismo, el monopolio del sistema capitalista, la hegemonía de la burguesía y el poderío inglés a nivel planetario).

    Con la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la irrupción de las masas proletarias en la vida política (Revolución Rusa de 1917) y la crisis de valores en el universo burgués, Conan Doyle fue el sorprendido testigo de un derrumbe que sumió en profundas alteraciones no sólo a la literatura (con el surgimiento de la nueva estética del dadaísmo, el expresionismo y el surrealismo), sino al equilibrio del poder internacional. Tras la Gran Guerra de 1914, Inglaterra dejaría de ser una potencia hegemónica.

    Por otro lado, la pérdida de su hijo —muerto en el campo de batalla europeo— hizo que Conan Doyle se encapsulara en sí mismo, abandonando su febril producción literaria y escribiendo sólo esporádicamente. Aquel resultó ser un choque muy fuerte (el peor de todos) y desde entonces nada resultó igual a lo que antes fuera. Su personalidad cambió y el analítico padre de Sherlock Holmes (el más lógico entre los investigadores lógicos de la literatura), se volcó hacia el misticismo, la parapsicología y el espiritismo (temas de los que llegó a escribir gruesos y reconocidos libros).

    Sin embargo, el escritor que reconocemos en sus novelas no es el crepuscular anciano pesimista y derrotado de sus últimos días. Por el contrario, en ellas descubrimos el optimismo, la ironía, el humor, la creatividad y la fuerza de un hombre convencido en el progreso y en el futuro.

    De su enorme producción bibliográfica, que incluye los géneros de novela histórica, ensayo, historia-política, cuentos de misterio y terror, he seleccionado la que fuera modelo y matriz de la gran novela de aventuras: El Mundo Perdido.

    La época, las exploraciones y la expansión de Occidente

    "Observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Allí está ante ti, sonriente, ceñuda, insinuante, grandiosa, mezquina, insípida o salvaje, y siempre muda, con aire de estar susurrando: 'Ven y descúbreme'." (Joseph Conrad, El Corazón de las Tinieblas, 1902).

    Punto de arribo a viejas tradiciones y formas definidas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX las recogió, reinterpretándolas; y a partir de entonces, nada fue idéntico a nada.

    Hito singular en la historia de la cultura occidental, esa centuria creó las bases de una sociedad nueva en la que aspectos públicos y privados, nacionales e internacionales, se encausaron por senderos absolutamente novedosos, desarrollando y potenciando a la economía, la tecnología y la industria. En pocas décadas se creó una sociedad urbana inimaginable cien años atrás, con nuevos problemas y clases sociales, conflictos y reivindicaciones. Una nueva ética, poco dependiente de Dios, fue inculcada y nuevos paradigmas científicos e ideológicos se hicieron carne en la gente, prolongando sus influencias hasta bien entrado el siglo XX. El ideal de Progreso, nacido en tiempos de la Ilustración (siglo XVIII), tomó cuerpo y se hicieron realidad muchos proyectos que antes eran sólo sueños. El optimismo se transformó en el telón de fondo de toda la época, en especial para Inglaterra, potencia hegemónica y dueña de los mares (y mercados) del mundo.

    La industrialización, la tecnificación de la producción y el implacable crecimiento del mundo financiero, convirtieron a Gran Bretaña en una potencia mundial. El Imperio inglés se dilató por todos los rincones del planeta y su influencia cultural, económica y política se dejó sentir por mucho tiempo.

    Un aspecto sumamente relevante del período decimonónico fue el peso que alcanzó a tener la burguesía como clase dominante. Como ya se ha dicho en otras partes, el siglo XIX fue esencialmente burgués en su hábitos, ilusiones y sueños. La moral burguesa, que exaltaba la virtud, la moderación y la contención (especialmente la corporal), insertó el afán de lucro y el emprendimiento personal como valores altamente loables; lo que no impidió que junto a ellos creciera una malsana hipocresía, disfrazada por el culto a la apariencia. Así mismo, se impuso un férreo orden social, jerarquizado y discriminativo, que regló los comportamientos, los gestos y gran parte del imaginario de la época.

    En poco tiempo, esa sociedad burguesa consiguió impregnar con su cosmovisión a las clases sociales que la combatieron duramente, imponiendo su cultura y aburguesando tanto a los tradicionales grupos aristocráticos como a los nuevos sectores obreros.

    Con el ascenso de los burgueses al poder económico y al control de los medios de producción, se favoreció a la expansión imperialista. Y las ideas de superioridad racial, cultural y tecnológica terminaron por justificar —moral y filosóficamente— el sometimiento de regiones inmensas del globo.

    La historia de los exploradores ha sido —y es— la historia de la búsqueda y del encuentro con lo desconocido. Constituye un campo de estudio amplísimo, tanto por las distintas temáticas que pueden asociarse al hecho mismo de explorar, como por lo dilatado que es el tema desde el punto de vista cronológico. Podemos ubicar sus más remotos inicios hace aproximadamente un millón y medio de años, cuando nuestro antecesor, el Homo Erectus, abandonó África iniciando la lenta "colonización" de Europa, del Cercano Oriente y Asia. Fue Erectus, de hecho, el primer gran explorador y aunque nunca lleguemos a conocer cuales fueron sus pensamientos y sensaciones al ingresar en territorios nunca antes recorridos por un homínido, podemos detectar en él el germen de una actitud que se prolongaría a lo largo de toda la historia evolutiva de la humanidad: el deseo por conocer, explorar y controlar aquello que está más allá del alcance de la mirada. Esa curiosidad fue la que nos hizo humanos.

    Desde lejanos tiempos prehistóricos hasta hoy, toda expansión implicó reacomodamientos y ajustes. Se dice que aquel que sale de viaje nunca regresa siendo el mismo; y es cierto. Ninguno de los exploradores posteriores a Erectus mantuvieron del mundo la mirada inicial que tenían antes de partir. Siempre algo se veía modificado, siempre alguna perspectiva se alteraba y las viejas certezas debían ser acomodadas a los nuevos conocimientos adquiridos. Por eso, hayan sido viajeros de la antigüedad clásica (griegos o romanos), comerciantes medievales (de los siglos XI al XIII), conquistadores españoles (siglo XV y XVI) o científicos victorianos del siglo XIX, todo movimiento de expansión territorial implicó apertura y cambio.

    Con cada avance, los modelos para interpretar la realidad se alteraban. Viejas concepciones se venían abajo o debían reformularse; y el tablero construido de la realidad social, política, económica o psicológica, se veía sumido en un profundo proceso de transformación a ambos lados de las fronteras traspuestas.

    Las ambiciones mutaban. Lo mejor y lo peor de cada individuo emergía; y tras proponer nuevos proyectos (personales o nacionales), se ponían proa hacía las riquezas de las regiones "vírgenes", que se abrían antes sus asombrados e ilusionados ojos.

    A lo largo de la historia occidental —tras la caída del Imperio Romano en el siglo V d. C.—, la cultura europea experimentó tres grandes "empujones" fuera de sus fronteras. En cada uno de esos momentos se elaboraron diversos tipos de justificaciones para legitimar la conquista y explotación de regiones del mundo, nunca visitadas hasta entonces.

    Podríamos señalar una fecha, un lugar y un personaje para simbolizar el inicio de esta gran expansión. La fecha: 27 de noviembre de 1095; el lugar: la ciudad de Clermont, en Francia; el personaje: el Papa Urbano II.

    Desde entonces, y acreditando el accionar con el grito "¡Dios lo quiere!", hombres nacidos en la Europa medieval del siglo XI dieron los primeros pasos de un largo proceso de desplazamiento de fronteras que, desde el siglo XIX, ha recibido el nombre de imperialismo.

    En ese primer "empujón" —desarrollado hasta el siglo XIII—, conocido cómo la "Revolución Comercial", el fanatismo religioso de los cruzados los llevó a controlar las costas de Palestina, que a la sazón estaban ocupadas por los musulmanes. Recuperar el Santo Sepulcro y crear bases comerciales para el contacto con el Cercano Oriente eran los objetivos más explícitos. Por otro lado, y tras un secular aislamiento, los europeos se abrían a nuevas posibilidades agrícolas con la roturación de tierras baldías en el oriente de su propio continente, desarrollando técnicas de laboreo que revolucionaron la producción del campo. Como consecuencia de todo ello empezaron a germinar algunos de los elementos que más tarde asociaremos con la modernidad: el renacimiento de las ciudades; la formación de la burguesía; el progresivo camino hacia el materialismo y la gradual concentración del poder en los reyes.

    El segundo momento expansivo se practicó a partir los siglos XV y XVI, y corresponde a la época de los Grandes Descubrimientos, inaugurada por Cristóbal Colón. En aquella circunstancia, el destino fue el recientemente descubierto continente americano y hacia él se dirigieron las naos de la conquista y la colonización ibérica, impulsadas a buscar en tierras americanas aquellas riquezas, poder y prestigio que ya no podían encontrar en España. Las leyendas generadas en dichas circunstancias serán las bases persistentes de muchos elementos del imaginario que se conservan hoy en día en los antiguos escenarios de lucha entre conquistadores y aborígenes.

    Finalmente, la gran y última expansión sobre el globo se registró desde mediados del siglo pasado hasta bien entrado el siglo XX, en lo que se ha dado en llamar la "Era del Imperio" (aproximadamente 1870–1914). En esta oportunidad, países industrializados, o en vías avanzadas de industrialización, ajustaron sus brújulas y pusieron delantera hacia regiones que aún permanecían desconocidas por la cultura europea. El horizonte teórico se abrió en abanico y las nuevas perspectivas políticas y económicas generaron tal entusiasmo, que naciones históricamente poco imperialistas se sumaron al proyecto de la ocupación y explotación, con energías nunca vistas hasta entonces. Se establecieron relaciones con pueblos que se habían mantenido aislados histórica y geográficamente, y nacieron así nuevas fronteras coloniales en donde la presencia conjunta de individuos y culturas diferentes produjeron las denominadas "Zonas de Contacto", en las que no tardaron en advertirse conflictos, coerción e injusticias.

    Pero este expansionismo decimonónico, enmarcado en un contexto de grandes avances tecnológicos y científicos —inaugurando una renovada etapa capitalista y consolidando a la cultura burguesa europea— no se contentó con el relevamiento y control de las costas. La época de las grandes expediciones marítimas, que iniciaran los viajes científicos del siglo XVIII con personajes tales como Charles de La Condamine (1735), o el célebre Capitán James Cook (1768), había terminado; y en oposición a ella, comenzó una nueva era de exploraciones que perseguían alcanzar el interior de los continentes; en su mayor parte, inexplorados y envueltos en fascinantes misterios.

    Así pues, las inmensas cuencas del Amazonas y del Orinoco; los desiertos y selvas de Asia, Oceanía y Australia o la hipnótica atracción que despertó África (el "Continente Negro") no sólo fomentaron la creación de Sociedades Geográficas —privadas y nacionales— encargadas de conocer, catalogar y controlar esos "otros mundos", sino que ayudaron a que surgiera un nuevo protagonista: el explorador científico independiente.

    Con él se generó también una nueva literatura de viajes, un nuevo conocimiento (y autoconocimiento), nuevos códigos, ambiciones y, fundamentalmente, un nuevo imaginario que supo resucitar antiguos mitos, reacondicionarlos y generar otros nuevos.

    Sobre este último aspecto nos referiremos en el apartado siguiente.

    El imaginario: un concepto clave

    El imaginario se ha convertido, en las últimas décadas, en el campo de estudio predilecto de los historiadores. Y es entendible que así suceda ya que, a través de él, es posible ordenar y analizar el difícil terreno de la psicología profunda de una sociedad. Como ha escrito Jacques Le Goff, "una historia sin el imaginario es una historia mutilada, descarnada […]; el imaginario es, pues, vivo, mudable", y constituye un fenómeno social e histórico que está presente en todos los grupos humanos.

    El imaginario conforma un sistema de referencia siempre cambiante, siendo sus dominios un complejo conjunto de representaciones que desbordan las comprobaciones de la experiencia y que encuentra profundas relaciones con la fantasía, la sensibilidad y el "sentido común" de cada época o lugar; alterando constantemente la línea por donde pasa la frontera entre lo real y lo irreal.

    Es un hecho evidente que la imaginación y sus productos participan en la historia de una manera mucho más persistente que aspectos del mundo concreto. Sus estructuras sutiles atraviesan siglos, demostrando que los mitos son indestructibles y que resisten mejor que cualquier creación material. Es posible, entonces, hablar de ciertas estructuras permanentes del imaginario que, respondiendo a obsesiones constantes de la humanidad (conocimiento, poder, sexo, inmortalidad, etc.), registran los cambios y las permanencias de las mentalidades a través de los siglos.

    José Luis Romero, en Estudio de la mentalidad Burguesa, escribe:

    "La mentalidad es algo así como el motor de las actitudes. De manera poco racional a veces, inconsciente o subconscientemente, un grupo social, una colectividad, se planta de una cierta manera ante la muerte, el matrimonio, la riqueza, la pobreza, el trabajo, el amor, [el otro y lo otro]. Hay en el grupo social un sistema de actitudes y predisposiciones que no son racionales pero que tienen una enorme fuerza porque son tradicionales. Precisamente a medida que se pierde racionalidad (…) las actitudes se hacen más robustas, pues se ve reemplazado el sistema original de motivaciones por otro irracional, que toca lo carismático (…)".

    De esta forma, el imaginario —que constituye un importante capítulo de la historia de las mentalidades— actúa como un vago sistema de ideas que inspira reacciones y condiciona los juicios de valor, las opiniones y conductas de una determinada época.

    ¿Cómo actúa el imaginario dentro de un proceso de expansión territorial? ¿Qué mecanismos extraños poseen los viajes para exacerbarlo? ¿Cómo se plasma y difunde dicho imaginario a lo largo y a lo ancho de una sociedad? ¿Qué factores deben darse para que lo real sea puesto en duda, dando espacio a lo plausible y poniendo en entre dicho a aquellas estructuras que desechan lo sobrenatural y lo asombroso?.

    Como de permanencias estamos hablando, intentaré analizar con detenimiento el imaginario de los exploradores imperialistas del siglo XIX-XX, a partir de la obra de Conan Doyle y dar respuestas tentativas y provisionales a éstas y otras preguntas.

    Por otro lado, un campo que puede resultar colateral, pero que está íntimamente ligado al tema del imaginario, es aquel que hace referencia al estudio del rumor y sus estrechas relaciones con la construcción de leyendas.

    Si bien existen elementos distintivos entre ambos, caracterizando al rumor como usualmente breve y sin estructura narrativa; las leyendas, al decir de Alan Dundes, "pueden ser breves y simples o bien ser narraciones más elaboradas a partir de un conjunto de rumores, reunidos en un punto central". Por consiguiente no sería correcto distinguir categóricamente entre rumor y leyenda, puesto que estaríamos tratando con fenómenos similares.

    De hecho, las leyendas son relatos convencionales de lo que fue originariamente un rumor; o, para decirlo más poéticamente, "las leyendas son rumores solidificados".

    Además, es común que los rumores hagan las veces de refuerzo a leyendas ya existentes o las puedan hacer resurgir cuando éstas no tienen circulación oral en la comunidad. En síntesis, la relación entre los rumores y las leyendas es de interacción; se alimentan mutuamente.

    Al mismo tiempo, y obviando el hecho de que ambas puedan tener elementos de verdad, lo más interesante del tema es que la gente las cree verdaderas. La leyenda y el rumor son plausibles.

    Realidad y plausibilidad deben estar presentes para que una historia sea aceptada; y para que sea leyenda tiene ser aceptada. Por otra parte, lo que uno entiende por plausible cambia de grupo en grupo, de tiempo en tiempo; y las realidades de unos pueden ser las fantasías de otros. Esto es lo que se advierte, claramente, en la expansión europea sobre el mundo.

    Existe otra condición para que el imaginario se desate y, tanto la leyenda como el rumor, campeen sin restricciones: la ambigüedad.

    Cuando alguna situación es ambigua, imprecisa o enigmática, surgen ansiedades, temores, que facilitan la elaboración de rumores y leyendas.

    Estar fuera de casa a cientos o miles de kilómetros —en plena jungla, montaña o desierto—constituye una situación límite de hondo carácter emocional; un caldero ideal para que la suma de las ansiedades, miedos, rumores, leyendas y peligros se conjuguen dando por resultado una perspectiva de la realidad que, seguramente, no sería considerada con seriedad en el entorno civilizado y racional de partida.

    A modo de ejemplo citaré lo que Conan Doyle pone en boca del profesor Challenger, en determinado momento de la novela.

    "Me habrían bastado como guía las leyendas de los indios, porque descubrí que entre todas las tribus ribereñas [de un afluente del Amazonas] circulan rumores relativos a la existencia de un país extraordinario. Habrá oído usted hablar —le dijo a Malone— del curupuri.

    —Jamás.

    El curupuri es el espíritu de los bosques, un ser terrible, maligno, del que es preciso huir. Nadie sabe describir su forma o su constitución; pero a lo largo de todo el Amazonas su nombre inspira temor. Ahora bien: todas las tribus concuerdan en lo referente a la dirección en que mora Curupuri (…). Algo espantoso se escondía de aquel lado, y a mí me correspondía averiguar qué era." [Pág. 46,47]

    Hemos dicho que la condición más importante de toda leyenda es que sea creída; lo que no significa decir que dicha creencia deba ser necesariamente actual y presente. Basta con que alguien, en algún lado, alguna vez la haya considerado verdadera para que su fuerza se mantenga, afirmando, negando o poniendo en duda algo.

    Las leyendas —puntales claros de un aspecto de lo imaginario— siempre han acompañado al ser humano ajustándose a los cambios de las sociedades a través del tiempo. Flexibles y adaptables, satisfacen las profundas necesidades que viven los hombres, en diferentes contextos sociales o culturales.

    Breve síntesis argumental de la novela El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle

    Dejarse guiar por la atrapante prosa de Conan Doyle es un placer, pues El Mundo Perdido (publicada en Londres por la revista Strand y la editorial Hodder & Stoughton, en 1912) constituye sin lugar a dudas una verdadera obra maestra de su género; una joya literaria algo olvidada y eclipsada por un filme moderno que ha tomado el mismo nombre y que, a pesar del despliegue técnico en efectos especiales invertidos, no consigue crear el clima de asombro, misterio y aventura que el viejo escritor británico plasmó en no más de doscientos cincuenta páginas.

    Al escribir la obra, Conan Doyle pretendió sólo una cosa: entretener al lector. No buscó elevar su discurso a nubes metafísicas, ni especular acerca de la condición humana. Sólo entretener. Tarea difícil, si no se posee la capacidad narrativa de un grande.

    Pero, como ya hemos dicho más arriba, el tiempo y el espacio lo condicionaron de un modo inevitable. Escribió como un inglés victoriano, volcando el espíritu efervescente de sus días en un grupo de aventureros dispuestos —como el mismísimo Imperio británico— a todo. Y esto quedará claro en las numerosas citas que transcribiré en las páginas que siguen.

    Por lo tanto, no será Conan Doyle el responsable del análisis histórico-sociológico que se desarrollará en los apartados posteriores. Si se quiere, este trabajo es el producto de la perspectiva que nos ha dado el tiempo y que considero fundamental a la hora de entender y explicar el comportamiento y los ideales de cualquier individuo o grupo social (aún ficticios).

    Pero vayamos a la trama misma de la novela.

    La historia comienza en Londres cuando el joven periodista Edward Malone, tratando de impresionar a la mujer que ama (Gladys Hungerton) , consigue formar parte de una expedición a Sudamérica que persigue el fantástico objetivo de probar que animales prehistóricos aún sobreviven aislados en lo alto de una misteriosa meseta de la profunda selva amazónica.

    A partir de ahí, los cuatro personajes de la novela trasladan al lector a un mundo exótico y lleno de peligros, en el que las fatigas por alcanzarlo son sólo la antesala a experiencias sobrecogedoras en la cima de la meseta misma; un paraje que se ha detenido en el tiempo y en el que persisten monstruos antediluvianos y retrógradas sociedades salvajes de monos-hombres, tal como Conan Doyle los nombra.

    El jefe y alma mater de la expedición es el iracundo y megalómano profesor George Edward Challenger, un especialista en zoología, paleontólogo y sabio que guiado por su tozudo entusiasmo trata de probarle al mundo científico que esos engendros prehistóricos existen y son tan reales como lo pájaros. Según él, los testimonios dejados por un desaparecido explorador anterior, llamado Maple White, probarían la presencia de ese universo congelado en el tiempo.

    En Challenger es posible detectar algunos rasgos de otro inolvidable personaje de Conan Doyle: Sherlock Holmes. Como éste, el intolerante profesor inglés es un consabido observador, un genio natural, "un cerebro superdotado" capaz de rebatir, con las palabras o los puños, los más retorcidos argumentos que se esgriman en su contra. Activo, amante del alpinismo y los paseos, Challenger encara la expedición portando todos los prejuicios imaginables de un británico nacido en 1863. Irónico, racista, brusco por momentos, es el que guía al resto de los protagonistas en dirección de la misterios meseta, en la que se ambienta la mayor parte de la novela.

    La contraparte de Challenger es otro académico del Imperio, el profesor Summerlee, un educado y escéptico erudito en zoología comparada cuya misión consiste en verificar la existencia real de los dinosaurios que Challenger dice haber visto, en un viaje preliminar. Cuestionador por naturaleza, Summerlee se verá confrontando con su colega de manera constante, hasta que la fantástica realidad de las Tierras de Maple White le hagan ver que los dichos del loco de Challenger son ciertos.

    Por último está la esbelta figura de Lord John Roxton, un aseado y meticuloso cazador de cuarenta y seis años, viajero infatigable por tierras africanas y sudamericanas, y enemigo acérrimo de la esclavitud. Roxton personifica el arquetipo del viajero aventurero del siglo XIX, siempre impecable y presto a dispararle a todo aquello que no encaje dentro de sus esquemas mentales de civilización y honorabilidad.

    Será, entonces, este grupo heterogéneo (un periodista con ansias de heroísmo, un profesor fanatizado, otro académico mesurado y un militar británico del Imperio, junto con sus guías y porteadores) el que nos traslade al Mundo Perdido, en la meseta de Maple White, no sólo para mostrarnos los portentos naturales que ahí se conservaban, sino también para comprobar que la fuerza de la imaginación —desplegada desde la ficción literaria— fue, y sigue siendo, un motor mucho más poderoso de lo que se cree.

    El Mundo Perdido es, a mi modesto entender, el perfecto mapeo de una época y de un imaginario que no ha muerto, ni morirá por mucho tiempo.

    Pasemos ahora al análisis propiamente dicho de la novela, tratando de detectar y explicar las íntimas relaciones que el texto tiene con problemáticas, sueños, prejuicios y comportamientos propios del período en que fue escrito y publicado.

    El Mundo Perdido, la radiografía de una época

    La aventura, la osadía y el machismo

    "Allí, donde terminan los caminos y rastros aislados; donde la palabra muere para dar cabida al susurro misterioso de las selvas y tierras vírgenes; donde todos los horizontes se esfuman, sin saber nadie por qué ni cómo, allí están los límites del país en que tan bien me encuentro. Se llama La Aventura" (Tibor Sekelj, Por Tierra de Indios, Editorial Libros del Centenario, 1º edición de 1967, pág.7).

    Se ha dicho con frecuencia que el universo del explorador del siglo pasado fue esencialmente masculino. Sólo el hombre, dueño del ámbito público y de las relaciones interpersonales fuera de casa, tenía el derecho y estaba capacitado para recorrer el mundo en pos de conocimiento y aventuras. La mujer, raras veces se arriesgaba a violar este rígido esquema de roles; y, si bien existen célebres viajeras que arriesgaron su reputación violentando las reglas machistas impuestas por la sociedad, éstas no han sido más que honrosas excepciones. La división sexual del trabajo se mantenía aún en la hora de calzarse una mochila. Claro que no faltaron las contestatarias que se negaron a aceptar el papel pasivo de ama de casa y, siguiendo a sus esposos o hijos, se embarcaron por tierras exóticas, explorando y dejando bellísimos diarios de viajes. Ann Marie Falconbridge, Sara Lee o Maria Graham —autoras todas de un literatura de viajes copiosamente leída— son quizá los mejores ejemplos al respecto.

    Pero Conan Doyle era un conservador, y en su novela refleja lo que, en su época, se consideraba socialmente correcto. La mujer es para él sólo un objeto de deseo, el motor romántico que impulsa a los aprendices de héroe a jugarse la vida en pos de prestigio y hombría.

    La siguiente cita, correspondiente a una conversación entablada entre Edward Malone y Gladys Hungerton, deja entrever varios aspectos fascinantes de las relaciones machistas vigentes en la época (internalizadas, incluso, por la protagonista femenina).

    Dice Gladys Hungerton, en el capítulo 1 de la novela:

    "—En primer lugar (…), mi hombre ideal sería (…) duro, rígido, (…) un hombre capaz de actuar, de hacer cosas, de mirar a la muerte cara a cara, sin encogérsele el corazón; un hombre de grandes hazañas y de extraordinarias experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino que amaría la gloria por él ganada y que se reflejaría en mí. (…) Esa clase de hombre que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma (…) porque todo el mundo la honraría como a la inspiradora de tan nobles acciones"[Pág.13].

    Como se observa, en el hegemónico mundo de los valores burgueses sólo el varón tenía el derecho —y la obligación, llegado el caso— de desplegar las acciones heroicas. Las cosas extraordinarias quedaban dentro de la esfera masculina. Él —no ella— era el único constructor de osadías.

    "Las oportunidades le rodean por todas partes. La característica de esa clase de hombres a que me refiero es que ellos mismos se crean sus oportunidades. (…) Es un impulso que le brota de dentro, como una cosa natural (…) que clama por encontrar una manera heroica de manifestarse" [pp. 13-14].

    La identificación entre hombre y héroe, que hace Gladys en este párrafo, arrastra mucho del ideal caballeresco medieval (tema admirado en el romanticismo) y que se corresponde perfectamente con una de las metas convertida en modelo por la burguesía: la idea del prestigio individual y el deseo por inmortalizarse a través de algún hecho inusual y riesgoso.

    Para Inglaterra, que dominaba los mares del mundo, el escenario para ese tipo de oportunidades era inmenso, de ahí la necesidad de romper el cascarón de la comodidad y salir en búsqueda del prestigio; exaltando el individualismo, el propio esfuerzo, la contención y el ingenio. Síntomas todos del perfecto burgués; del hombre que se hace a sí mismo.

    El propio Malone escribe que sin ese impulso, sin esa motivación, jamás hubiera podido emprender la aventura de ir en búsqueda de un universo perdido en plena jungla amazónica; ya que

    "(…) únicamente cuando el hombre se echa al mundo penetrado del pensamiento de que por todas partes le rodean heroísmos, y con el deseo vivo en su corazón de salir en persecución del primero que se le ponga delante, únicamente entonces rompe con la rutina de su vida y se lanza a la aventura por el país maravilloso envuelto en un místico crepúsculo, que esconde los grandes riesgos y los grandes premios" [pp. 15-16].

    El hombre es, pues, el encargado de encontrar, perseguir y buscar —sorteando riesgos y viviendo aventuras— aquello que permanece escondido y es maravilloso. Con ello se consiguen premios que lo conducen al altar del prestigio, propio de los héroes. Sólo así puede uno ganarse "un puesto en el mundo"[Pág. 15].

    Más adelante, cuando E. Malone solicita a su jefe del Daily Gazette, el señor McArdle, una misión periodística riesgosa, el simpático editor le pregunta:

    "—¿Y en qué clase de misión especial estaba usted pensando, míster Malone?

    — En cualquier cosa, señor, con tal que haya en ellas aventuras y peligros. De verdad que pondría en la tarea todo cuanto pudiera de mí. Cuanto más difícil sea, más a gusto me encargaré de ella.

    — ¿Tiene mucha prisa por perder la vida?

    —Por justificar mi vida, señor."[Pág. 18]

    Aquí no sólo se confirma lo que arriba señalábamos (justificar el ser a través de la aventura; etimológicamente definida como "lance extraño y peligroso"), sino que se suministra un dato importante para ser analizado: el rol del periodismo —a fines del XIX y principios del XX— en la formación del modelo del aventurero y explorador romántico.

    Pero vayamos ahora a explicar al rol que cumplieron los medios de comunicación en aquella época expansiva.

    Mucha de toda la fantasía e irracionalidad que pueden encontrarse en el imaginario de la época encontró en la literatura un soporte insustituible. La gran difusión del periodismo y el enorme éxito que desde el siglo pasado tuvieron los diarios de viajes y la novela, no hicieron más que aumentar la curiosidad y el interés del público por aquellas regiones extrañas, en cuyos límites se terminaba la "civilización" y en donde "cosas raras" eran posibles.

    Durante la segunda mitad del siglo XIX aparecieron por primera vez los llamados periodistas gráficos, más conocidos como artistas de la línea de fuego (front line artist), una suerte de corresponsales que dibujaban las noticias de mayor relieve, especialmente en guerras, campañas militares y expediciones.

    "Esta modalidad, nos dice Cristian Pérez Colman, tuvo su origen en 1842, año en que Herbet Ingram inició la aventura de su vida al crear un semanario que marcaría un hito en la historia del periodismo: The Ilustrated London News, que pronto tuvo serios competidores, tales como The Graphic y The Pictorial World. Hasta entonces sólo se conocían revistas o magazines ilustradas, pero un periódico que dibujara las noticias —anticipación a la foto— era algo nuevo. Ingram concluyó que no sólo era importante reflejar la noticia en una ilustración, también lo era que el dibujante hubiese estado en el lugar de los hechos. A esos enviados vino a dárseles un nombre, el de artistas especiales (special artist) y a sus encargos, misiones especiales".

    "—¿Qué sabe usted del profesor Challenger?

    —¿Challenger? —Frunció el seño con expresión desaprobadora.—Sí, es ese individuo que vino de Sudamérica contando cosas fantásticas." [Pág. 21]

    El sensacionalismo de la prensa popular, que a partir de mediados de siglo XIX empezó a ganar mayores clientes y tiradas —describiendo sucesos morbosos, exaltando lo pintoresco o lo exótico— supo explotar, muy inteligentemente, la fértil veta que los viajeros dejaban como estela. Periódicos como Le Petit Journal, en Francia desde 1863; el Evening News y el Star, en Londres desde 1881 y 1888 respectivamente, constituyen ejemplos bien claros de ese nuevo negocio de lucrar con la invención de muchas notas y la imaginación del público. En una palabra, se convirtieron en otro de los tantos caminos de evasión.

    Por otra parte, la aparición de las agencias de prensa internacionales (Associated Press, 1848; Reuter, 1851; United Press, 1884), como la rapidez y economía en la edición de diarios y revistas, gracias a la prensa mecanizada y el abaratamiento de los procesos técnicos de la publicación, permitieron que más gente tuviera la oportunidad de seguir, maravilladas, las cautivantes historias relatadas por las novelas folletines o las extravagantes noticias inventadas respecto de países y sociedades lejanas. De esta manera, tal como había ocurrido durante el siglo XVI con la novela de caballería (que incentivara a más de un conquistador español a arriesgar su dinero y su vida en suelo americano persiguiendo quimeras), las noticias fantásticas y los escritos de aventura empujaron a más de un romántico explorador hacia lugares que todavía no estaban en los mapas.

    Porque, sin duda, una de las tantas hebras que tejen el telón de fondo de las grandes expediciones del siglo pasado (reales o ficticias) —y que definen en parte el espíritu de sus expedicionarios— es el fenómeno cultural del romanticismo.

    El romanticismo, la ciencia y la aventura

    Tempestuoso y turbulento, el movimiento romántico, tal como lo define Francisco Villacorta Baños, "es antes una sensibilidad que un sistema fijo de ideas". Esto permitiría explicar su voluntaria pulsión hacia lo desconocido, lo maravilloso y lo ideal; su prédica contra el utilitarismo y el racionalismo, deificando la poesía y la imaginación, aún dentro del lenguaje de la observación científica.

    Problemático e insatisfecho, el hombre romántico, aspiró a reconstruir los lazos perdidos con la Naturaleza; acercándose a ella con los instrumentos de la ciencia, pero no desechando el camino de la intuición. Reforzó los factores subjetivos y aspiró a resolver la tensión, siempre latente, entre lo finito y lo infinito.

    El entorno natural comenzó a ser visto como un organismo vivo y el hombre se paró frente a la Naturaleza atraído por sus vetas exóticas y el misterio.

    "Sabrá usted (…), que hay regiones a uno y otro lado del Amazonas que han sido exploradas parcialmente y que existe un gran número de afluentes del río principal que aún no figuran en los mapas." [Pág. 39-40]

    Quizás sea Alexander von Humboldt (1769-1859) uno de los exploradores y viajeros que mejor sintetice esta combinación de empirismo e idealismo. Él mismo aconsejaba estudiar la realidad "conservando siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del mundo"; y no dudaba en establecer conexiones entre lo natural y las necesidades más profundas del ser humano cuando sostenía:

    " El contorno de las montañas […], la oscuridad del bosque de pinos, el torrente que se escapa del centro de las selvas[…], cada una de estas cosas ha existido […] en misteriosa relación con la vida interior del hombre".

    Por otra parte, el mismo Humboldt es quien resalta los contrastes y las distancias existentes entre la vida cotidiana de las ciudades y el contacto con una Naturaleza exuberante y casi sagrada, cuando escribe que:

    " El recuerdo de un país lejano y abundante en los dones todos de la Naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y fortifican el espíritu; oprimidos en el presente nos deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa sencilla grandeza que caracteriza a la infancia del género humano".

    Huir del presente. Esta es, con seguridad, otra de las tantas notas esenciales del ser romántico. Movimiento y huida. Escape de la simétrica y del frío racionalismo. Regreso a la libertad y al vigor natural de lo salvaje. Tendencia que se advierte también en la pintura de la época, al abandonar los interiores finitos del clasicismo del siglo XVIII y salir al encuentro de lo infinito; la montaña, la selva, la Naturaleza toda.

    Ese desencanto por el mundo revelado y conocido, en donde la aventura no es posible y la rutina se convierte en el opio de los pueblos, queda claro cuando el jefe del Daily Gazette le dice al impetuoso Edward Malone:

    "Aquellos grandes espacios en blanco que antes tenían los mapas van estando clasificados, y no queda ya en parte alguna lugar para lo novelesco." [Pág. 18]

    Pero, es justo aclarar, que no todo se movilizaba por la fantasía. También la curiosidad científica y los inevitables intereses económicos de una era imperialista impulsaron a la organización de muchas expediciones en busca de civilizaciones remotas y prácticamente desconocidas.

    El avance científico —que desde el siglo XVIII venía produciendo asombro y orgullo dentro de los propios europeos— intensificó el interés del público por el conocimiento de disciplinas tales como la historia, la geografía y la antropología. Las expediciones científicas aportaron nuevos datos, nuevas cuestiones y problemas.

    El panorama se hizo mucho más amplio y con él viejos mitos se vinieron abajo. Viaje tras viaje los espacios en blanco de los mapas se acotaban, pero la fuerza del imaginario se resistía a ceder ante ese desencantamiento del planeta; y la extraña necesidad de seguir suponiendo que, efectivamente, más allá de las montañas y de las selvas lo maravilloso perduraba, hizo que el universo onírico del explorador no se viera consumido por el academicismo racionalista imperante. Sólo se limitó a correr las fronteras.

    La plausibilidad aún no estaba agotada. Únicamente empezaba a quedar relegada en el campo de la ficción literaria; en esos libros como el de Conan Doyle.

    De ahí la importancia que tuvieron las palabras de Rudyard Kipling, cuando escribió:

    "…Una voz, tan insistente como la de la conciencia creaba matices infinitos en el sempiterno murmullo que noche y día repetía: Hay algo oculto. Ve y descúbrelo. Anda y explora detrás de las montañas. Algo hay perdido detrás de las montañas. Está perdido y te espera. ¡Ve en su búsqueda!". 

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