La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 2)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
No hacía mucho tiempo que Eddison había estado inventando obras de teatrillo de títeres con Arthur Ransome y llenando las páginas del Libro de dibujos cuando descubría los dos corpus literarios que más influencia ejercerían sobre él: los poemas de Homero y las sagas islandesas. Eddison pudo empezar a leer a Homero a los once años, pues le regalaron en 1893 un ejemplar de la odisea en traducción de Lang y Butcher, y hacia la misma época empezó a leer La biblioteca de las sagas, de William Morris y Eirikr Magnusson. No cabe duda de que a Eddison le encantaba Homero, pero las sagas islandesas las llevaba en lo más hondo de su corazón.
Cuando Eddison emprendía su segunda obra literaria de ficción, la novela histórica Styrbiorn el Fuerte [Styrbiorn the Strong, Londres, Jonathan Cape, 1926], comentó a una de sus mecanógrafas que su nueva novela estaría inspirada por «la era de la gran literatura clásica de las sagas nórdicas, que llevo veinte años estudiando, y que prefiero a todas las demás»[15]. Eddison escribió una carta de presentación del libro dirigida a su hermano Colin, y dijo que quería dedicarle a él el libro porque «tú, siendo un niño más pequeño que yo, padeciste con mucho valor, hace muchos años, mi primera locura por las sagas»[16]. Su loca pasión por las sagas, alimentada en primer lugar por La biblioteca de las sagas, impulsó a Eddison a aprender por su cuenta el islandés antiguo durante sus años de estudiante en Eton y en Oxford. Sus estudios continuados arrojaron como primer fruto Styrbiorn el Fuerte, y como rica cosecha la traducción de La saga de Egil, publicada en 1930 por la Cambridge University Press. Eddison decidió realizar esta traducción en 1926 y anotó cuidadosamente el momento de su decisión: «Caminando bajo una tempestad por el High Peak, en Sidmouth, el 3 de enero de 1926, cuando acababa de terminar de escribir Styrbiorn el Fuerte, pensé de pronto que mi próxima labor debería ser la traducción de una gran saga, y que ésta debía ser la de Egil. Así podría pagar en parte mi deuda con las sagas, a las que debo más de lo que puede contarse jamás»[17].
«Contaré un cuento sencillo y sin adornos.»
Influencia quiere decir algo más que admiración. ¿Qué debía Eddison a las sagas? ¿En qué consiste su deuda con ellas? Eddison responde a estas preguntas oscuras en su introducción a La saga de Egil, donde define lo que es una saga en función de sus elementos principales y sus aspectos sobresalientes. La definición descubre lo que valora él en este corpus literario, de tal manera que, al arrojar luz sobre las sagas, también ilumina indirectamente la influencia de las sagas sobre el Uróboros.
Empieza con una sencilla definición del género: «Se puede definir una saga en términos generales como una narración en prosa que trata de manera dramática unos materiales históricos»[18]. En la introducción a su cuarta novela, Cena de pescado en Memison, Eddison dice de su obra de ficción: «mi género es la narración dramática en prosa». Dejando aparte el entorno histórico de las sagas, estas descripciones de género y estilo son perfectamente paralelas entre sí. Pero, aparte de estas generalizaciones, el estilo de Eddison no es paralelo al de las sagas porque su fidelidad ecléctica a otras fuentes queridas suele hacer que su estilo se desvíe de las convenciones de la prosa de las sagas. Como en la mayoría de los aspectos del Uróboros, Eddison trabaja como un alquimista en el estilo de su prosa: mezcla esquemas de la prosa de las sagas con los de otras influencias literarias para crear una prosa que contiene proporciones diversas de varios estilos.
Eddison describe así el estilo de las sagas: «La mejor prosa islandesa es directa, sencilla y lacónica; usa el habla dura y curtida de los hombres que trabajan con las manos: habla directa, no afectada, de granjeros; no sofisticada, pero clásica y noble, porque es el habla de un pueblo que nace con instinto natural para el lenguaje y para la narración dramática». La única ocasión en que habla un granjero en el Uróboros es en el capítulo XXVI. He aquí algunas de las frases que dirige a su hija: «Eres una moza desobediente, y, si no es por ti, que venga espada o que venga fuego no se me da una paja; pues sé que no será sino una tormenta pasajera ahora que ha vuelto a casa mi señor». Todas las palabras del original, salvo disobedient (desobediente) y passing (pasajera), proceden etimológicamente del germánico del norte, y casi todas las palabras son sencillas, lacónicas, un «habla dura y curtida». Comparémosla con las palabras que dirige el señor Gro a la señora Mevrian: «En verdad que es mala cosa que tú, que no te has criado en la mendicidad ni en la pobreza, sino en la abundancia de honores y opulencias, tengas que ser fugitiva en tus propios dominios, y habitar con los zorros y las bestias de la montaña silvestre». Aquí, la sintaxis y las palabras de origen latino o francés son ajenas sin duda a las sagas. El granjero de Holt sólo mantiene la atención del lector durante tres páginas; los señores, damas, príncipes, reinas y reyes dominan otras cuatrocientas. Pero no siempre hablan los aristócratas con estos adornos isabelinos. Por ejemplo, Zeldornius pronuncia frases que podían haber sido pronunciadas por héroes islandeses como el Gunnar de la Saga de Njal: «Vuelve a mí el mundo, y con él este recuerdo: que los de Demonlandia decían verdad a amigos o enemigos y siempre tuvieron a vergüenza mentir y engañar». Las conversaciones del Uróboros tienen sus antecedentes más importantes en la literatura dramática isabelina, pero la tensión silenciosa del habla sencilla de las sagas también resuena en las voces, y la combinación da un resultado con ecos que no son completamente ingleses.
En el ritmo de la acción narrada tampoco puede encontrarse una influencia dominante en la prosa de Eddison. Su definición de la saga arroja luz sobre este aspecto del Uróboros cuando compara el ritmo narrativo de las sagas al de Homero v a otra de sus fuentes de inspiración, el Libro de las mil y una noches, traducido al inglés por sir Richard Burton:
(…) aunque el movimiento de Homero es rápido, la acción se detiene continuamente para la introducción de ornamentos poéticos, símiles o descripciones. La acción de la saga jamás se detiene, salvo para la introducción de datos genealógicos. [En Burton] (…) la acción se ralentiza a fin de dar tiempo para contemplar a placer todas las formas de la belleza sensual (…) Los nórdicos no dan mucha importancia a la belleza de la naturaleza (si podemos juzgarlos a la luz de las sagas); sí se la dan a la belleza física del hombre y de la mujer, pero se contentan con advertirla de manera objetiva y concisa: «era el más hermoso de ver de todos los hombres»; rara vez entran en detalles, y jamás permiten que interrumpa el ritmo del relato.
En este sentido, Eddison mantiene su eclecticismo, en vez de inspirarse únicamente en las sagas. Es capaz de narrar rápidamente sin «detenerse» para introducir «ornamentos poéticos», como suele hacer en casi todas las escenas de batallas o, por ejemplo, cuando Juss lucha con la manticora: «La asió tan estrechamente, que no podía alcanzarlo con sus dientes matadores, pero sus garras le arrancaron la carne desde la rodilla izquierda hacia abajo, hasta el hueso del tobillo, y cayó sobre él y lo aplastó sobre la roca, hundiéndole los huesos del pecho». Pero es más frecuente que la narrativa de Eddison «contemple todas las formas de la belleza sensual». Es capaz de «ralentizar» la acción para registrar «la belleza de la naturaleza», como cuando la compañía de demonios cabalga apaciblemente al paso hacia Krothering: «A la izquierda, un lago empedrado de lirios dormía fresco bajo olmos poderosos, con un cisne negro junto a la orilla y sus cuatro pollos sesteando en fila, con las cabezas metidas bajo el ala, de modo que parecían bolas de espuma gris pardusca que flotaban en el agua». Como los nórdicos, Eddison sí «daba importancia a la belleza física del hombre y de la mujer», pero, en lugar de advertir esta belleza «de manera objetiva y concisa», suele ofrecer detalles largos y complicados sobre ella, y permite que interrumpa completamente «el ritmo de su relato». Además, Eddison suele detener su narración activa para escribir largos párrafos que hablan de salas, ropas, mobiliario y armas. A lo largo de la mayor parte del libro, Eddison no sólo abandona los esquemas concisos mesurados de las sagas, sino que sobrepasa con mucho los «ornamentos poéticos» de sus otras influencias literarias: los símiles extensos de Homero suelen detener la acción durante menos de cinco líneas, pero las descripciones extensas de Eddison pueden detener la acción durante varias páginas.
En cuanto a los términos y expresiones generales, tampoco se aprecia un predominio claro de la saga en la prosa del Uróboros, como muestra Eddison al comparar las sagas con las leyendas galesas e islandesas:
(…) el antiguo relato celta es completamente opuesto al islandés en sus procesos; la figura y la expresión instintiva del primero es la retórica y la hipérbole; del segundo, la mesura y la meiosis. Así, para el celta las palabras y las frases son materiales que debe derramar en un torrente de emociones elocuentes en sus grandes escenas; por el contrario, en la saga la expresión resulta más tensa y atemperada cuanto más elevada es la situación.
Con frecuencia, Eddison sigue exactamente el esquema de la saga en los momentos de violenta emoción. Cuando Juss, de pie sobre la estrecha cornisa de la montaña, ve a la horrible manticora, que se abalanza sobre él y sus amigos por la pared del precipicio, Eddison dedica un párrafo entero a describir la expresión facial de aquél, pero las únicas palabras que pronuncia Juss son: «Hay poco lugar para manejar la espada». Es más frecuente todavía que, en tales momentos, la expresión de Eddison tienda a la hipérbole y «se derrame en un torrente de emociones elocuentes». Brándoch Dahá, colgado por las muñecas del muro de la antigua sala de banquetes de Carcé, atormentado por el hambre y lleno de golpes y magulladuras recibidas en combate, todavía es capaz de saludar a su rescatador con una ráfaga aliterativa: «¡La Fireez! (…) Creí que eras un turón fingido formado en fienos y pantanos, engendro de Brujolandia, que volvías para dirigirnos burlas y rechiflas». Prezmyra, que ha tomado una determinación inflexible llena de desesperación orgullosa y ha decidido matarse tras la muerte de su marido, es capaz de rechazar elocuentemente la propuesta de paz de los demonios antes de beber la copa envenenada: «¿Dirá a la rosa, la escarcha heladora, cuando ha podrido y matado de hambre a todas las dulces flores del jardín, "vive conmigo"?, y ¿aceptará ella un pretendiente tan lobuno?». Y Juss, al borde de las lágrimas cuando Goldry ha sido capturado por los hechizos de Brujolandia, todavía es capaz de exclamar con voz alterada: «¿Qué hay en el mundo establecido que sea mío, cuando yo me quedo así en un momento sin el que era las entretelas de mi corazón, mi hermano, la fuerza de mi brazo, la ciudadela principal de mis dominios?». La comparación de Eddison de las sagas con la literatura celta y su decisión de abandonar los esquemas de limitación y tersura de las sagas no quieren decir que imite materiales celtas. Su exuberancia retórica no procede de los cuentos galeses del Mabinogion, ni de leyendas irlandesas como las del héroe Cuchulain, ni siquiera de la Morte d'Arthur de Malory; procede más bien del mismo tronco retórico que El gran Tamerlán, Ricardo II, Enrique V y La duquesa deMalfi.
El lenguaje de la literatura dramática del período de Isabel I domina tanto la prosa de Eddison, que resulta difícil advertir las sagas en las frases. La influencia de la saga está sumergida, y se aprecia más claramente en el tono de voz del narrador que en las expresiones y el vocabulario de los personajes. Eddison aclara este aspecto del Uróboros cuando compara la saga con la novela:
La novela, a través de sus cambios proteicos desde Proust hasta la novela detectivesca, es casi siempre analítica; quizá fuera más exacto decir que casi siempre emplea procesos analíticos. Pero la saga nunca es analítica. El novelista suele ser introspectivo; la saga, nunca.
Cuando Eddison dice que la saga no es introspectiva y que no utiliza procesos analíticos, quiere decir que, en las sagas, la voz del narrador no juzga las personalidades ni los motivos de los personajes, y que no emite juicios de valor sobre la acción. Los narradores de las sagas son siempre omniscientes, pero se abstienen del examen psicológico de los personajes: la voz del narrador muestra los personajes al lector; no dice al lector lo que hace o piensa un personaje. Por ejemplo, el narrador de la Saga de Njal dedica muchos capítulos a la familia de Njal, pero no se pone de parte de Njal y de sus hijos cuando Flosi y sus hombres van a quemar la casa de Njal: se limita a contar lo que sucede. El narrador de la saga retransmite, no comenta. La visión de los personajes por parte del lector depende únicamente de su propia valoración de sus palabras y actos.
Así es el narrador del Uróboros. Usted y yo, como Ebenezer Scrooge en manos de los espíritus de la Navidad, acompañamos a todas partes al narrador; desde los valles soleados y llenos de flores de Demonlandia a los páramos de Duendelandia y hasta la cámara más secreta de la fortaleza negra de Carcé. Pero el narrador se mantiene distanciado y oscuro, como el Espíritu de las Navidades Venideras: se limita a señalar la acción y a mostrarla; no juzga, ni analiza, ni comenta. El narrador muestra con mayor frecuencia a los demonios, pero no los prefiere a los brujos, y presenta a Córund tan noble como Juss. La imparcialidad del narrador se advierte con máxima claridad cuando Lessingham, el observador terrestre trasladado a Mercurio, rechaza los comentarios de su guía virgiliano, el martinete. Durante los dos primeros capítulos del libro, el martinete hace de narrador secundario que responde a las preguntas de Lessingham y hace comentarios valoradores y autorizados sobre los personajes. Durante estos capítulos, el tono del narrador primario no se inmuta por la intromisión del martinete en su jurisdicción:
«Contempla, maravíllate y lamenta -dijo el martinete- que el ojo inocente del día esté obligado a contemplar a los hijos de la noche eterna, a Córund de Brujolandia y a sus hijos malditos.»
«Lessingham pensó: "Mi pequeño martinete es un político ardiente; diablos condenados y ángeles: para él no hay término medio. Pero yo no bailaré a la música que ellos tocan, sino que esperaré a que se desarrollen estas cosas".»
Lessingham, y usted, y yo, escuchamos al martinete, pero Lessingham decide que prefiere evaluar por su cuenta las cosas: observará, escuchará y Juzgará la valía de los que desempeñan un papel en el relato, sin ayuda de otros que pueden disponer de más información. Cuando Lessingham toma esta decisión de rechazar un guía analítico, también la toma en nuestro nombre, y a partir de ese momento debemos observar, escuchar y juzgar por nuestra cuenta.
En las sagas, la voz reticente y desapercibida del narrador omnisciente coloca a los personajes en el primer plano de la imaginación del lector. Ni usted ni yo advertimos al narrador; advertimos a los personajes. Presentan sus personalidades a través de sus palabras y de sus actos. Eddison dice que en las sagas «el interés se centra en personajes individuales, en sus caracteres, sus actos y sus destinos»; y «toda la vida y fuerza de la acción depende de las personalidades de sus personajes». La mayor parte de la deuda de Eddison con las sagas consiste en sus notables personajes. No en la prosa, sino en las personas. Los hombres y mujeres de las sagas encantaron a Eddison y merecieron su admiración durante toda su vida. Para él, las actitudes vivas que expresan esos hombres y mujeres muestran «mucho de lo mejor y más noble del espíritu humano».
«La flor y nata de la raza escandinava.»
Eddison no es el único que piensa así, pues los personajes históricos celebrados en las sagas son dignos de atención. Los vikingos noruegos oyeron hablar por primera vez de Islandia en Irlanda, pues varios clérigos irlandeses habían estado allí en la década de 790. Buscando nuevas tierras, estos escandinavos marineros llegaron primero a las islas Feroe, y luego a Islandia hacia el año 860, y colonizaron la isla en las dos generaciones siguientes. Aparte de los motivos habituales de las expediciones vikingas (la ambición, la inquietud, la avaricia, el exceso de población y la escasez de tierra), lo que impulsó principalmente la colonización fue la conquista inexorable de Noruega por el rey Harald Fairhair. Muchos hombres notables de Noruega huyeron del país porque no disponían de efectivos humanos suficientes para enfrentarse a los ejércitos de Harald, y no eran capaces de someterse a él. Eddíson respetaba a esos hombres: «los hombres que se asentaron en Islandia eran precisamente la flor y nata de la raza escandinava; eran precisamente aquellos cuyo fiero espíritu de independencia y de libertad no toleraba la nueva "esclavitud" en Noruega, y prefirieron perder sus tierras y sus bienes, y desterrarse en un país desconocido, antes que someterse al cetro del rey Harald»[19]. El profesor Gwyn Jones está conforme con esta opinión: «( …) la calidad de los colonos era apreciablemente alta, y entre ellos se contaba un porcentaje notable de hombres señoriales, bien nacidos, que no toleraban estar sujetos; vigorosos y con confianza en sí mismos; herederos, mantenedores y transmisores de una cultura vigorosa y con personalidad propia»[20]. Los mismos poetas autores de las sagas compartían esta opinión, y fue dicha inspiración, combinada con el deseo de conservar la historia de Islandia, la que los impulsó a componer, cuatro siglos después, poemas épicos en prosa imaginarios pero con una base histórica, sobre las familias fundadoras de Islandia. Cierto escriba que copió en el siglo XIII la Saga de Thidrek expresó así su opinión sobre el valor de las sagas: «Vale la pena conocer las sagas que hablan de hombres de valía, porque nos muestran hechos nobles y hazañas valerosas, mientras que las malas acciones son manifestaciones de la indolencia»[21]. En la mente del escriba, los actos humanos ocupan el primer lugar dentro de las sagas. Tiene un valor especial la conducta humana, esos «hechos nobles y hazañas valerosas»; vive en las sagas asimilada al género, y queda grabada en la mayoría de sus lectores. Gwyn Jones escribe:
«( …) el concepto irlandés del personaje y de la acción era heroico. Los hombres y mujeres de las sagas tenían una visión relativamente sencilla del destino humano (…) Tenían, cabe decir, una apreciación estética de la conducta. Había una manera correcta de actuar: las consecuencias podían ser temibles, odiosas; pero la conducta era más importante que sus consecuencias»[22].
Jones se hace eco de una opinión expresada varios años antes por E. V. Gordon:
«En ninguna otra literatura existe un sentido tal de la belleza de la conducta humana; en verdad, parece que a los prosistas islandeses, con la excepción de Snorri, no les ha importado la belleza de nada más que de la conducta y el carácter. Los mismos héroes y heroínas tenían una visión estética de la conducta; era su directriz principal …»[23]
Eddison cita las palabras de Gordon en la introducción de su traducción de La saga de Egil, que tiene como personaje central a un hombre cuyos actos satisfacen perfectamente el ideal estético de conducta: las palabras y las obras de Egil, correctas o incorrectas, admirables u odiosas, impresionan y fascinan al lector, y por ello tienen cierta belleza. Corinius fascina de la misma manera en el Uróboros.
Es imposible exagerar la importancia para la ficción de Eddison del énfasis notable de las sagas en los personajes y en la belleza de la conducta humana. «Lo único que hice fue escribir el mejor relato que pude, sobre las personas cuya compañía me agradaba más», escribió Eddison a un admirador de la novela[24]Como las sagas, el Uróboros cobra su fuerza a través de los personajes y de sus obras. La pregunta que debemos responder ahora es directa: ¿qué tipo de personas son los personajes que tanto agradaban a Eddison?
4. El héroe islandés, griego y mercuriano: «Abarca el estrecho mundo como un coloso»
«Personas como con las que prefiere jugar mi imaginación.»
«Valerosos», «señoriales», «vigorosos», «con confianza en sí mismos», «con fiero espíritu de independencia y de libertad» y «con un concepto heroico del personaje y de la acción»: son los términos que han usado Eddison y otros autores para describir a los verdaderos colonos escandinavos de Islandia, cuyas contrapartidas en parte históricas y en parte ficticias viven en las páginas de las sagas. Todas esas cualidades se pueden aplicar sin vacilar a los demonios, brujos, goblins y trasgos de Eddison. Pero los personajes de Eddison son algo más que simples imitaciones de personajes notables de las sagas. Una gran proporción de su carácter también procede de Homero. En su introducción a La saga de Egil, Eddison dice: «La saga se parece a Homero en cuanto que es heroica en temática y en espíritu»[25]. Asoció durante toda su vida la saga con la épica; por ello, cuando se puso a escribir su propia prosa épica imaginada, bebió con naturalidad de ambas fuentes. Del mismo modo que la prosa del Uróboros, sus personajes son como una combinación alquímica de elementos eclécticos.
¿En qué medida influyeron ambas fuentes sobre su creación de personajes? ¿Dónde terminó la influencia de las sagas, y dónde empezó la de Homero? En una carta a su cuñado Keith Henderson, Eddison ofrece indicaciones sobre la naturaleza de la influencia de Homero sobre sus personajes cuando dice que su estilo está «adaptado particularmente para tratar escenas y personas grandes y tremendas; como con las que prefiere jugar mi imaginación». En la misma carta, Eddison habla de sus ambiciones para su novela histórica Styrbiorn el Fuerte: «muy diferente de la Serpiente en su alcance, su tono y su temática, pero se parece a ella en ser un relato grandioso, con personas y escenas tremendas»[26]. La frase repetida, «personas y escenas tremendas», no indica directamente la inspiración homérica, pero muestra que Eddison consideraba que sus personajes eran grandiosos y magníficos, y es una frase descriptiva que resultaría excesiva e hiperbólica aplicada a los personajes de la saga. Los hombres y mujeres de las sagas nos impresionan por su nobleza heroica, y algunos de los héroes se comportan y hablan como Aquiles, Agamenón y Héctor, pero ninguno de ellos son
personas «tremendas» cuya grandeza iguale a la de los héroes de Homero.
«La saga se parece a Homero en cuanto que es heroica en temática y en espíritu.»
Una parte de la diferencia de magnitud entre las sagas y la épica homérica estriba en la disparidad de la intervención divina en los actos humanos. si bien en las sagas ocurren sucesos sobrenaturales, los dioses nunca hablan ni se muestran a sí mismos, mientras que en la Ilíada los dioses se pasean por las llanuras de Troya. Zeus, Hera, Atenea, Afrodita, Apolo, Ares y Poseidón se interesan vivamente por la guerra, y todos ellos participan, unos más y otros menos, en los actos de los guerreros. Esta atención divina reviste los pensamientos y los actos de los hombres de una importancia cósmica que no existe en las sagas. Las decisiones de Aquiles lo ilustran perfectamente. Después de soportar los insultos injustos de Agamenón, de arrojar su cetro y de decidir retirarse de los combates, Aquiles, amargamente airado, pide a su madre divina Tetis que convenza a Zeus de que conceda victorias a los troyanos y sufrimientos a los aqueos hasta que Agamenón se arrepienta de su trato insultante del más grande de los guerreros aqueos. A Zeus le molesta la petición, pero la concede. Así, las decisiones airadas de Aquiles mueven cielo y tierra, como refieren los primeros versos del poema, y tienen consecuencias devastadoras para un gran número de soldados. En las sagas se producen, con gran frecuencia, actos de ira y derramamientos de sangre, que pueden afectar a una familia o a toda una región, pero no resuena su eco por todo el Asgard.
En este sentido, el Uróboros de Eddison está en algún punto intermedio entre las sagas y la Ilíada. Los poderosos pueblos mercurianos adoran a los dioses griegos, pero, como en las sagas, los dioses no aparecen. Nadie duda de la existencia de los dioses ni del mundo sobrenatural. Los dioses se comunican con los mortales por señales, augurios y sueños, y los mortales pueden conversar con los espíritus por medio de los encantamientos. Lo que es más importante, los hombres y mujeres mercurianos de Eddison comparten con los hombres y mujeres de las sagas y de la Ilíada una actitud fatalista: los dioses decretan los sucesos de las vidas de los mortales y su duración. Dado que los dioses determinan el destino, los hombres y mujeres se consideran orgullosamente no iguales que los dioses, pero sí compañeros suyos en su aproximación a sus destinos finales; no se rebajan a humillarse ante las deidades ni por humildad ni por sentimientos de culpa. más allá de estas generalizaciones, la teología del Uróboros es delicada, pues el relato contiene elementos eclécticos que mantienen relaciones nebulosas con esas verdades generales: los de Duendelandia adoran a falsos dioses; las sílfides existen; los destinos de los dioses están gobernados unas veces por las Parcas, otras por los dioses o por las estrellas; la reencarnación se produce, pero sólo en los reyes de Brujolandia; los mercurianos invocan a veces a las Parcas o a Satán; se habla del cielo y del infierno; a Spitfire se le aparece Odín, y cuando Helteranius quiere acabar su vida, se le abre la tierra.
Existe gran diferencia de magnitud en cuanto a la disparidad de poder político individual. Los héroes homéricos son señores aristocráticos que gobiernan regiones y mandan ejércitos. Sus actos pueden producir tristeza o felicidad a muchos subordinados suyos. Los héroes de las sagas son aristocráticos por su espíritu y su temperamento, pero no en el sentido de que tengan un poder político tangible, y, aunque muchas veces se consideran a sí mismos iguales a los reyes y a los príncipes, son colonos pioneros sin provincias populosas ni ejércitos propios. Sus acciones no tienen consecuencias sobre muchas personas.
Los héroes «tremendos» de Eddison alcanzan la magnitud de los de Homero, pues gobiernan grandes regiones y son capaces de reunir ejércitos cuando los necesitan. Durante un consejo de guerra, el rey Gorice XII se pone de pie y contempla a Córund y a Corinius: «sus capitanes escogidos, grandes hombres de guerra que había elevado a reyes de dos de las cuatro partes del mundo». Además, los héroes de Eddison tienen ambiciones más que imperiales, pues, cuando se reúnen el rey Gorice XII y Juss, el narrador dice que «se reunieron estos dos hombres, por cuya ambición y orgullo el mundo era demasiado pequeño para contenerlos a ambos con paz entre los dos». Y sus actos cambian el mundo. Cuando Juss y Brándoch Dahá se escapan de Córund en Eshgrar Ogo, éste dice a Gro: «¿Crees que ésos pueden sobrevivir en la tierra sin formar un estrépito que se oiga de aquí a Carcé?».
Existe alguna diferencia de magnitud puramente material. Los héroes de las sagas se asentaron en las llanuras vacías y primigenias de Islandia. Construyeron estructuras funcionales de madera, piedra y césped: templos, salas comunales, granjas, establos y lecherías. Amaban el lujo, pero la construcción de palacios lujosos ni les favorecía ni les era posible. Los héroes de las sagas no tienen las viviendas espléndidas, los ejércitos, los barcos, las tierras, la riqueza ni las armaduras adornadas que poseen los reyes de Homero.
En lo que se refiere a la grandeza, a la riqueza y al poder, Eddison es sin duda más partidario de la escala de magnitud de Homero que de la de las sagas, pero el «tremendismo» material del Uróboros deja atrás incluso a Homero. No hace falta leer muchas páginas de la novela para advertir que el lujo espléndido de Galing supera con mucho la riqueza de Príamo y el esplendor de su palacio de Troya[27]Eddison inicia su larga descripción de la cámara de audiencias con una valoración de su esplendor: «Sin duda, ningún potentado de la tierra, ni Creso, ni el Gran Rey, ni Minos en su palacio real de Creta, ni todos los faraones, ni la reina Semíramis, ni todos los reyes de Babilonia y de Nínive tuvieron jamás un salón del trono cuya gloria se pudiera comparar al alto salón de audiencias de los señores de Demonlandia». Además, los ropajes de los aristócratas de Eddison sobrepasan las ropas de seda y las armaduras de bronce de los reyes de Homero. Para citar un ejemplo entre muchos posibles, los ropajes de Corinius para los banquetes de Estado ilustran la riqueza de Brujolandia: «Su amplio pecho estaba encerrado en un coleto de ante sin teñir, recamado de escamas de plata, y llevaba un collar de oro lleno de esmeraldas y un largo manto de brocado de seda azul celeste, forrado de tejido de plata». Incluso las armaduras que llevan en combate son primorosas y están llenas de adornos, como ésta del señor Zigg: «Su armadura relucía de plata desde la barbilla hasta la punta de los pies, y brillaban las joyas en su gorguera [cuello de metal plateado] y en su tahalí, y en la empuñadura de su espada recta y larga». La armadura incrustada de joyas de los héroes de Eddison rivaliza incluso con la armadura que forja Hefaisto para Aquiles cuando éste vuelve al combate al final de la Ilíada.
«Nosotros pocos, nosotros pocos y bienaventurados,
nosotros, una cuadrilla de hermanos.»
La inspiración conjunta de esta novela en la Ilíada y en las sagas sale a la luz con más fuerza al comparar la estructura social de éstas con la de mercurio. El parentesco, el matrimonio y la alianza por amistad eran los vínculos sociales principales en la Grecia heroica y en la Islandia de los colonos, y existen en el Mercurio de Eddison, aunque no universalmente. El «Argumento con fechas» de Eddison nos dice que, antes de que se iniciara el relato, las «naciones corteses» de Demonlandia, Brujolandia y Goblinlandia formaron una alianza para declarar una «guerra santa» contra los ghouls. El capítulo V dice que Goldry Bluszco se promete en matrimonio con la prima del rey Gaslark de Goblinlandia, y que este matrimonio afirmará las relaciones entre Demonlandia y Goblinlandia, ya amistosas de por sí. El parentesco se aprecia con mayor claridad en la unión fraternal entre Juss y sus hermanos, Goldry Bluszco y Spitfire.
Aparte de estos ejemplos claros, resulta difícil colocar etiquetas estructurales, porque Eddison no explica con claridad las características propias de las diversas sociedades de Mercurio. Si bien los personajes principales son aristócratas, sin duda, Eddison nunca comenta las diferencias de clase ni las distinciones entre los príncipes y los demás nobles. No especifica la naturaleza de ninguno de los sistemas de gobierno de las diversas tierras o Estados, y no sabemos si las tierras tienen monarquías agnáticas, primogenéticas o electivas.
Brujolandia tiene una tiranía dinástica basada en el derecho indiscutible de la reencarnación: cuando muere un rey Gorice, su espíritu asume otra forma. En el primer capítulo, el rey Gorice XI, «cuyo poder y gloria se extienden por todo el mundo», envía un embajador a Demonlandia para que transmita este mensaje: «Ninguna ceremonia de homenaje o de lealtad han realizado ante mí los habitantes de mi provincia de Demonlandia». Al oír esto, Spitfire echa mano a la espada y grita: «¿Provincia? ¿No somos los demonios un pueblo libre?». Este diálogo es lo más parecido a una discusión política que se encuentra en el libro. A pesar de que Goldry Bluszco lucha contra Gorice XI por esta cuestión, Eddison no llega a explicar nunca la justificación de las pretensiones de Brujolandia. Se puede intuir, a partir del contexto, que Brujolandia ha conseguido la hegemonía sobre muchas tierras por medio de la conquista y la anexión forzosa, y que está empeñada en sojuzgar a Demonlandia desde el principio del relato. Brujolandia gobierna su «imperio» por el miedo y por la fuerza bruta de una flota extensa y de ejércitos masivos.
La sociedad de Demonlandia es más opaca que la de Brujolandia. Demonlandia no tiene rey. Tiene señores dirigentes, pero entre ellos no existe una estructura jerárquica formalizada. Demonlandia no tiene parlamento ni asamblea formal. Aparte de Goldry Bluszco, que está prometido, no suceden ni se proponen matrimonios durante todo el relato, y, entre los siete señores demonios principales, sólo el señor Zigg está casado. No existen aristócratas más viejos que los señores dirigentes, ni se habla con detalle de los padres de ninguno. Así, sin vínculos comunes con un rey, sin vínculos parlamentarios, sin vínculos de matrimonio entre familias y dominios, y sin vínculos patriarcales ni matriarcales de relaciones familiares, nos preguntamos qué es lo que mantiene unida a Demonlandia y a esos señores solteros. Dentro de los vínculos filiales que existen entre los tres señores más poderosos, se reconoce a Juss la primacía, pero no queda claro si su autoridad procede del hecho de que es el mayor. Es el segundo hermano, Goldry Bluszco, el que propone el combate de lucha libre con el rey Gorice XI, y Juss y los otros señores demonios lo aceptan porque «les pareció bien a todos ellos». Pero cuando Juss propone el plan de la primera expedición a Duendelandia, Spitfire dice: «Eres nuestro hermano mayor; y te seguiré y te obedeceré en todo lo que hagas». Los otros señores demonios respetan a Juss por su sabiduría y siguen sus buenos consejos, pero no parece que tenga autoridad alguna para impartir órdenes a esos guerreros aristocráticos. Brándoch Dahá, Volle, Vizz y Zigg están aliados con Juss y sus hermanos por simple amistad. En el consejo de guerra final, todos los señores demonios, salvo Brándoch Dahá, creen que deben rescatar a Goldry Bluszco antes de atacar Carcé, y Brándoch Dahá se pone de pie y dice, saliendo de la cámara «Juss, amigo de mi corazón, me parece que todos sois de la misma opinión, y ninguno es de la mía. Entonces, me despido de vosotros». Juss, que lo ve salir, dice: «Su propio ser le hará volver a mí a su debido tiempo, pues ningún otro poder es capaz de oponerse a su voluntad; el cielo no puede doblegar por la fuerza su gran corazón». Cuando regresa Brándoch Dahá, dice: «Eres hombre afortunado en tus empresas, oh Juss, cuando tienes tal arte para inducir a tus amigos a que te sigan». La amistad es el vínculo social básico, pero es un vínculo indisoluble.
La sociedad anárquica y muy individualizada de Demonlandia recuerda a la alianza de reyes de la Ilíada. Homero no concreta con claridad las relaciones entre los muchos reyes y príncipes que se reúnen para atacar Troya, pero, aparte de Menelao, que quiere recuperar a Elena, la mayoría de los reyes se unieron a la alianza porque esperaban alcanzar riquezas durante la conquista, y porque valoraban la amistad de los poderosos Átridas. Homero sí llega a decir que Agamenón es el comandante en jefe de la alianza. A la vista de los datos del catálogo del canto II, se puede afirmar que Agamenón era el rey más poderoso de la península del Peloponeso[28]Pero Agamenón, como Juss, no tiene autoridad absoluta sobre los demás reyes; si la tuviera, la retirada de Aquiles en el canto I hubiera sido un acto de deserción y un delito merecedor de un castigo. Aquiles y los demás reyes han decidido participar en la guerra, y se apoyan unos a otros por alianza amistosa y no por obligación.
Los señores amistosos de Demonlandia también se parecen a los islandeses del siglo X, que, con un sentido de la cooperación único en el mundo en aquella época, formaron un grupo unido cuyos individuos eran tan aristocráticos como los de la alianza aquea de Homero y la alianza de demonios de Eddison, pero más organizado que cualquiera de estos dos. Los primeros colonos de Islandia se limitaron a asignarse grandes superficies de tierra, muchas veces a gran distancia unas de otras. Al pasar el tiempo e ir creciendo las familias y llegando más colonos, los primeros terratenientes repartieron sus tierras en fincas para sus hijos y para sus amigos. También construyeron y conservaron en sus propias tierras lugares para el culto, normalmente de Tor y de Freya; así, con el tiempo, estos terratenientes más ricos alcanzaron la categoría y título de godi («divino»), que es una especie de sacerdote seglar. Antes de sesenta años después de la llegada de los primeros colonos en la década de 860, los hombres más ricos, los podar de Islandia, fundaron la institución del althing, una asamblea general anual que tenía lugar en un sitio fijo llamado el thingvellir («llanura de la asamblea»). El althing era una alianza de treinta y seis godi iguales, que formaban un parlamento con poder legislativo y judicial. El althing no era una institución destinada a hacer cumplir las leyes por vía ejecutiva; el mantenimiento de la ley y el orden dependía de los vínculos básicos de la sociedad: el parentesco, el matrimonio y la amistad. Pero en las sagas se encuentran con frecuencia los odios entre familias y la venganza privadas[29]Afortunadamente, estas rencillas domésticas violentas no destruyen la paz interna de Demonlandia.
«Cuando suene en nuestros oídos el toque de guerra, haz lo que hace el tigre.»
La no existencia de una generación más vieja es quizá el aspecto más extraño de la sociedad de Demonlandia, sobre todo cuando sabemos que el señor demonio más viejo, Volle, sólo tiene cuarenta años al comienzo del relato, y cabría esperar que sobrevivieran algunos señores venerables más viejos, como el viejo Néstor y el rey
Príamo en la Ilíada y Kveldulf en La saga de Egil. El silencio de Eddison sobre los padres de sus demonios me impide establecer hipótesis alguna sobre la transmisión agnática o primogenética del señorío en Demonlandia. En consecuencia, me pregunto cómo llegaron a ser señores esos hombres con cuernos y cómo mantienen su señorío. Los datos de la novela dan a entender que las hazañas militares son la base del poder aristocrático. El primer capítulo nos dice que Juss conoce el arte de la hechicería, «pero no usa de esas artes, pues agotan la vida y las fuerzas, y no se tiene por digno que un demonio confíe en esas artes, sino en su propia fuerza y valor». A diferencia de Juss, el rey Gorice XII no desprecia la hechicería como práctica indigna; confía y se apoya mucho en ella. Pero Gorice XII delega su autoridad imperial basándose en las hazañas militares: recompensa con reinos a sus generales victoriosos, Córund y Corinius, cuando prueban su capacidad militar en conquistas sucesivas que amplían el imperio de Brujolandia. Para los antiguos griegos, una aristocracia era un Estado en el que gobernaban los mejores ciudadanos. Demonlandia y Brujolandia son aristocracias militares: gobiernan los mejores jefes militares.
Al dar tanta importancia a las virtudes militares, Eddison se aparta de la situación islandesa y forma sociedades más belicosas que las de la Ilíada. Los héroes de las sagas eran sobre todo agricultores o ganaderos. Algunos de esos hombres llevaban una doble vida: eran vikingos durante el verano y granjeros durante el resto del año. Pero en las sagas la lucha no es casi nunca el aspecto principal de la vida de un hombre: la fuerza y la identidad de los hombres de las sagas, y su derecho al liderazgo local, procedían de sus posesiones de tierras. Los reyes de Homero, aunque no cabe duda de que eran grandes guerreros, ostentaban el poder sobre sus regiones respectivas de Grecia porque una costumbre agnática aceptada había producido dinastías dirigentes en cada parte del Peloponeso, y la relación de parentesco de cada rey con la dinastía era lo que justificaba su posesión del reino.
La guerra lo es todo en Mercurio, sobre todo para los demonios. La lucha distingue e identifica a los señores. Cuando el pequeño martinete presenta a Lessingham a los señores demonios, distingue a cada uno en función de sus capacidades, hechos o atributos militares. Volle es «un gran capitán de la mar» y «prestó servicios a la causa de Demonlandia, y a todo el mundo, en las últimas guerras contra los ghouls». Zigg es el «afamado domador de caballos» y «hombre poderoso con sus manos cuando dirige a sus jinetes contra el enemigo». Spitfire es «impetuoso en la guerra». Goldry Bluszco lleva la espada «con la que mató al monstruo marino». Brándoch Dahá «fue tenido durante años por el tercer mejor hombre de armas de todo Mercurio, junto a éstos: Goldry Bluszco y Gorice X de Brujolandia. Y a Gorice lo mató hace nueve veranos en combate singular (…) y ahora nadie puede superar al señor Brándoch Dahá en hazañas de armas, salvo quizá Goldry». La lucha es la base de las amistades que son tan importantes para mantener unida la sociedad de los señores demonios. El profundo amor entre los tres hermanos y los otros señores se apoya en la admiración mutua por su capacidad militar. También son dignas de admiración las hazañas militares de los enemigos; esto es adecuado y necesario en una sociedad heroica, pues los demonios y los brujos no contenderían entre sí si no se respetasen mutuamente: un guerrero no puede alcanzar gloria derrotando a un enemigo que desprecia. En la batalla ante Carcé, Juss contempla la valerosa resistencia de Córund y dice: «Este es el mayor hecho de armas que he visto en los días de mi vida, y tengo en mi corazón tan grande admiración y maravilla por Córund, que casi haría con él las paces». Todos los amores y lealtades entre amigos y todos los odios honrados entre enemigos están arraigados en las hazañas militares.
«Príamo llamó a Elena en voz alta:`Ven aquí donde estoy, querida niña,
y siéntate junto a mí,
(…) dime el nombre de ese hombre que es tan tremendo.»
Las sociedades heroicas de las sagas y de la Ilíada tienen, comparadas con otros sistemas sociales, unos parámetros relativamente estrechos para las formas aceptables de actividad masculina. A los aristócratas sólo les resulta posible practicar una pequeña variedad de ocupaciones. En la Ilíada, todos los aqueos y troyanos importantes son guerreros y príncipes con gobierno. En las sagas, los hombres importantes son granjeros y terratenientes ricos, sacerdotes, juristas y vikingos; muchos de ellos se dedican a más de una de estas ocupaciones. En cada sociedad, los hombres importantes hacen cosas similares, mantienen actitudes y valores similares y piensan de manera similar. También ambas sociedades tienen parámetros estrechos para determinar la conducta moral aceptable. La gente mantiene estrictamente sus principios morales, y la conservación de la posición de un hombre dentro de la sociedad depende de su capacidad de comportarse de una manera que no desdiga de los ideales de conducta. Estas generalizaciones también se pueden aplicar a las sociedades del Uróboros. Pero las sociedades de Eddison, impulsadas por un sistema moral que se basa principalmente en las virtudes militares, son más sencillas y rigurosas que sus dos fuentes. Un brujo o demonio, para formar parte del grupo, debe ser como el grupo y ajustar su conducta a los modos militares aceptados.
Entre tanta uniformidad humana, ¿cómo puede el autor definir las diferencias humanas? ¿Cómo puede conseguir que los individuos tengan personalidades singulares y que destaquen entre el grupo? El método básico, usado de modos diversos, es la caracterización por medio de la acción. Los héroes de las sagas, de la Ilíada y del Uróboros son hombres de acción. Sus acciones sirven para definirlos como individuos. Aunque deben actuar ciñéndose a una serie de principios heroicos, rigurosos y muchas veces tácitos, se distinguen unos de otros actuando de manera diferente siempre dentro de dichos principios.
Sin duda, los actos únicos destacan a un hombre del grupo. Cuando Bolli mata a su mejor amigo, Kjartan, al final de la Saga de Laxdaela, cuando Diómedes hiere a Ares en el canto V de la Ilíada y cuando Goldry Bluszco vence a Gorice XI en el capítulo II del Uróboros: estos actos singulares distinguen a sus autores entre sus compañeros, pues ningún otro es capaz de llevar a cabo una acción comparable. Aunque este método no es exclusivo de los escritores de sagas, de Homero y de Eddison; es de uso frecuente por los dramaturgos, los novelistas y los autores de poesía narrativa. Pero existe un segundo método más particular que comparten Homero y su discípulo, Eddison. A Homero y Eddison les resulta más difícil caracterizar a sus personajes que a los autores de las sagas, porque en la Ilíada y en el Uróboros se describe un enfrentamiento épico de troyanos contra aqueos y de demonios contra brujos. Mientras los escritores de sagas tratan de individuos enfrentados que, por su propio enfrentamiento, se distinguen a sí mismos dentro de la uniforme sociedad islandesa, Homero y Eddison tratan de grupos polarizados. Tanto Homero como su discípulo suelen usar la acción para crear personalidades individuales a base de mostrar las reacciones diferentes de diversos personajes ante una situación común.
Hacia el final del canto XV de la Ilíada, Héctor conduce a los troyanos al punto máximo de su avance cuando lleva el combate hasta los barcos aqueos varados en fila, agarra la proa de una de las naves y pide una antorcha para prenderle fuego (I.704). Este suceso, uno de los más significativos del poema, brinda a Homero la oportunidad de desarrollar caracteres individuales, porque tres héroes aqueos responden al mismo, pero cada uno de ellos lo hace de manera diferente sin salirse de los principios heroicos. El enorme Ayax Telamón se niega a retroceder con los demás soldados aqueos, e incluso antes de que Héctor alcanzase su presa triunfal, Ayax «recorría a grandes pasos las cubiertas de los navíos. Blandía en las manos una gran pica de abordaje» (XV: 676-677). Ayax es el único entre los aqueos que toma la delantera, como una vanguardia unipersonal, y él solo mantiene a raya a los troyanos con una lanza que mide más de veinticinco pies (ocho metros). Mantiene su posición aunque se siente fatigado: «N0 podían hacer que se retirara, aunque amontonaban sobre él las armas arrojadizas» (XVI: I07-108). Ayax muestra el valor sólido y torvo que caracteriza todos sus combates y que l0 convierte en el mejor guerrero aqueo después de Aquiles. Otro guerrero, Patroclo, reacciona de una manera que parece algo extraña a nuestro concepto moderno de conducta heroica: llora con «lágrimas cálidas como un torrente turbio» (XVI: 3), pero, cuando suplica a Aquiles que vuelva al combate, parece que sus lágrimas no son maestra de cobardía, sino de su frustración por la negativa obstinada a luchar por parte de Aquiles, y de su pena por los hombres que tiemblan por la matanza de Héctor. El tercer guerrero, Aquiles, manifiesta a la vez su resentimiento terco, fruto de su discusión con Agamenón, y su condición pensativa y sensible, cuando responde a Patroclo. Dice que las palabras de Patroclo le han llevado «pena amarga» y que «en su corazón no estaba permanecer airado para siempre» (XVI: 60-61). Las decisiones de Aquiles, enfrentado con el sufrimiento de guerreros a los que quiere, le duelen mucho, y, después de pensárselo, decide satisfacer su honor manteniendo su actitud de no participar, y suavizar en parte su ira prestando a Patroclo su excelente armadura. En este momento significativo, las tres reacciones diferentes ayudan a crear tres personalidades individualizadas[30]
Un ejemplo del uso de este método por Eddison son las reacciones de los señores demonios ante el «envío de la serpiente del pozo» por el rey Gorice y su captura de Goldry Bluszco en el capítulo V. El rey Gaslark los encuentra en su barco roto y chamuscado, aturdidos y llorando de pena. Gaslark propone que naveguen rápidamente y ataquen Carcé por sorpresa, pues cree que han llevado allí a Goldry. Juss no está de acuerdo con el plan de Gaslark de un ataque por sorpresa: «Pero no se vencerá así a Brujolandia, sino tras largos días de trabajos, y de trazas, y de construir navíos, y de reunir huestes». Juss también cree que no es más que una «loca fantasía» que hayan llevado a Goldry a Carcé, y, aunque no se lo dice a Gaslark, cree que los goblins de Gaslark n0 pueden igualar con sus fuerzas a los brujos. Gaslark insiste, pero «ni con toda su insistencia, pudo Gaslark convencerle en lo más mínimo». Durante toda esta crisis, los actos de Juss manifiestan la circunspección y sabiduría que lo caracterizan como gran comandante en jefe. Pero Spitfire no es capaz de comprender lo que le parece una complacencia cobarde por parte de Juss, y salta renegando: «Con Goldry, se ha marchado de Demonlandia toda la hombría, y los que quedamos somos unos gallinas y dignos de burlas y de que nos escupan». Spitfire, cuya primera caracterización fue la frase «impetuoso en la guerra», actúa con la precipitación apasionada que suele impedirle ver la sabiduría. Mientras tanto, Brándoch Dahá, el señor demonio de fría elegancia, «caminaba de proa a popa por la crujía, y se revolvía como hace la pantera enjaulada cuando se retrasa mucho la hora de su comida». Brándoch Dahá dice entonces a Gaslark que sufre una «perturbación cruel» y una «tempestad en su mente», y pide a Gaslark que luche con él: «La única cura de esto es el combate (…) Debo pelear, o esta pasión me matará del todo». Como reacción a la captura de Goldry Bluszco, cada uno de los personajes tiene sentimientos poderosos, pero son sentimientos diferentes y los expresan por medio de actos diferentes. Los hombres con cuernos actúan dentro de los ideales de conducta de su sociedad heroica, pero actúan de manera diferente.
La acción tiene más poder e importancia para distinguir caracteres que su uso narrativo por parte de los escritores. Para los héroes del relato, es una necesidad irrevocable. No cabe en ellos la holganza. No sólo deben actuar para ser héroes, sino para tener algo que puedan llamar suyo: para tener reputación. «Debo tener más grandes hechos…», dice el rey Gaslark. «Quisiera hacer algo que pasme y aturda al mundo (…) antes de que yo baje al silencio.» Estos héroes están sometidos a la obligación de alcanzar éxitos. Como en la Ilíada, la gloria ganada es la cosa más deseada, y la deshonra ganada es la cosa más temida. La vergüenza de los fracasos engendra sentimientos suicidas de inutilidad. Spitfire, ardiendo de dolor y de ira después de que Corinius le venciese, exclama a Volle: «¿No se jactó de que es rey de Demonlandia? Y yo no le metí la espada por los ijares. ¿Y crees que viviré con deshonra? (…) Mejor muerto que huido de Corinius como un perrillo apaleado». Para Spitfire, es mejor la muerte al instante que una vida vergonzosa con el recuerdo constante del fracaso en combate. Pero, con todo, como en la Ilíada, la derrota no resulta vergonzosa necesariamente. El héroe de Brujolandia Laxus, derrotado y capturado por los demonios, mira con orgullo a sus apresadores y les dice: «puede darnos dolor, pero no deshonra, ser vencidos tras una pelea tan igual y tan grandiosa». Pero hace falta «una pelea tan grandiosa» para que no se produzca la deshonra. «¡Oh, he perdido mi reputación!», exclama Michael Cassio con palabras de desesperación que comprenderían los hombres derrotados de Mercurio. «He perdido la parte inmortal de mí mismo, y lo que queda es bestial.»[31]. Los actos victoriosos producen gloria, y en esa gloria se basa la reputación, que no sólo da sentido a la vida de un guerrero, sino que es su alma misma.
«El dragón que se come su propia cola.»
Gloria en la victoria y deshonra en la derrota: son como la cara y la cruz de una moneda. Si los dioses toman esta moneda y la arrojan al aire, muy alta, irá girando presentando alternativamente una cara al sol y la otra a la sombra, pero acabará cayendo al suelo y quedándose quieta. Todas las guerras terminan con una batalla definitiva. Derrota definitiva y victoria definitiva, gloria definitiva y deshonra definitiva, y el fin de la reputación militar. todo ello se alcanza tras la batalla final. Cuando terminan los combates en las sagas y en los poemas homéricos, los hombres vuelven a sus hogares y reanudan sus ocupaciones domésticas o el desempeño de sus cargos en la vida civil. Esto no sucede en Mercurio. Allí, el final de la lucha supone el final de la identidad. Si terminase el guerrear, según Juss: «los que fuimos señores de todo el mundo debemos hacernos pastores y cazadores, no sea que nos volvamos simples gandules y pisaverdes». Lo que aman estos señores no es la victoria, es la pelea. Si la guerra resulta obsoleta, se perderán los esquemas de vida y la disciplina de toda empresa digna, se corromperán los cimientos de la civilización, y los mismos señores perderán su fama y su poder casi hasta el punto de hacerse despreciables. La guerra justifica y alimenta todas las cualidades deseables en la civilización de Mercurio.
Así, la guerra en Mercurio no puede cesar. Eddison evita el final de la guerra vivificadora y la triste descomposición de la civilización mercuriana por medio de una estructura argumental de impecable equilibrio, basada en el Uróboros. Eddison organiza simétricamente sus sucesos principales de manera que sucedan dos veces y que parezcan regresar al punto de partida.
El relato finaliza donde empieza y empieza donde finaliza. La estructura de Uróboros hace que el Mercurio de Eddison sea un mundo inacabable en que los ideales heroicos no decaen nunca. El señor Juss es quien mejor expresa esta visión de la utopía de un guerrero, cuando anhela una lucha interminable contra el rey Gorice: «Déjame soñar un poco más -dice Juss- que mantenemos desde ahora, él y yo, los suyos y los míos, sin tiempo y sin muerte por siempre jamás, nuestra alta contienda, ya sea él o ya seamos nosotros los grandes señores de la tierra».
La última página de Eddison nos invita a volver a la primera y a empezar de nuevo el relato de las aventuras. Y así sucede con la lectura de todos los grandes libros: sólo tenemos que volver a tomar del estante nuestros libros favoritos: sus personajes y relatos, que habitan en el limbo oscuro de la tinta y el papel dentro de tapas cerradas, saltarán de nuevo a la vida en nuestra imaginación. Pero el Uróboros rodea algo más que la simple lectura. El dragón que se come su propia cola y siempre se renueva simboliza el esquema del amor a la belleza en nuestras mentes. Cuando experimentamos la belleza bajo cualquier forma, sólo tenemos que recordarla y volver a ella, y renacerá para que volvamos a amarla descubriendo en ella nuevas cosas dignas de ser amadas: otra mañana en el museo, otra velada en la sala de conciertos, otra tarde en el teatro, otra excursión al lago, otro paseo bajo los árboles favoritos, otra botella de ese vino preferido, otra mirada sonriente a esa cara que amamos por encima de todas.
PAUL EDMUND THOMAS
Minneapolis
octubre de 1990
Había un hombre llamado Lessingham[33]que vivía en una casa vieja y baja en Wasdale, en un viejo jardín gris donde florecían tejos que habían visto a los vikingos en Copeland cuando eran plantones. En los arriates florecían los lirios y las rosas, y en los cuadros ante el porche, begonias con capullos grandes como platos, rojas y blancas y rosadas y de color de limón. Rosas trepadoras, madreselvas, clematis y las flores del fuego escarlatas escalaban las paredes. Había bosques espesos a todos lados fuera del jardín, con un claro hacia el nordeste que daba al lago desolado y a los grandes fells que estaban tras él: el Gable, que dirigía al cielo su cabeza rodeada de despeñaderos desde detrás de la silueta límpida y recta de los Screes[34]
Sombras largas y frescas se deslizaban a través de la pista de tenis. El aire era dorado. Las palomas murmuraban en los árboles; dos pinzones jugaban en el poste más próximo de los que sujetaban la red; un pequeño aguzanieves de agua corría por el sendero. Una puerta con cristaleras que daba al jardín estaba abierta, y mostraba oscuramente un comedor con las paredes revestidas de roble antiguo, su mesa Jacobo I brillante de flores y de plata y de cristal tallado y de platos de Wedgwood con montones de frutas: ciruelas claudias, melocotones y uvas moscatel verdes. Lessingham estaba recostado en una tumbona contemplando, a través del humo azul de un puro de después de la cena, la luz cálida que caía sobre las rosas Gloire de Dijon que se arracimaban alrededor de la ventana del comedor, más arriba. Tenía en su mano la de ella. Ésta era la Casa de ellos.
-¿Terminamos ese capítulo del Njal?[35] -dijo ella.
Ella tomó el pesado volumen con su cubierta verde desvaída y leyó:
-«Salió por la noche del día del Señor, cuando quedaban todavía nueve semanas de invierno; oyó tan gran golpe, que creyó que temblaban el cielo y la tierra. Luego, miró al aire del oeste y le pareció que veía por allí un círculo de color ardiente, y dentro del círculo un hombre en un caballo gris. Pasó rápidamente junto a él y cabalgaba con prisa. Tenía en la mano una antorcha encendida, y cabalgó tan cerca de él que pudo verlo claramente. Era negro como la pez, y cantó esta canción con voz poderosa:
Aquí cabalgo un corcel veloz,
Sus ijares salpicados de escarcha,
Le gotea la lluvia de las crines,
Caballo poderoso para el daño;
Le relucen las llamas a cada lado,
Le brilla la hiel en el medio,
Así es con los planes de Flosi
Como vuela esta antorcha ardiente;
Y así es con los planes de Flosi
Como vuela esta antorcha ardiente.
»Luego le pareció que arrojaba la antorcha hacia el este, hacia las colinas que había ante él, y saltó a recibirla una llamarada tal que no pudo ver las colinas por la llamarada. Le pareció que el hombre cabalgaba al este entre las llamas y desaparecía allí.
»Después de aquello, se fue a la cama y perdió el sentido durante un largo tiempo, pero acabó por volver en sí. Llevaba en la cabeza todo lo que había sucedido, y se lo dijo a su padre, pero le pidió que se lo contara al hijo de Hjallti Skeggi. Y fue y se lo contó a Hjallti, pero él le dijo que había visto el "paseo del lobo", y que éste siempre precede a grandes nuevas».
Guardaron silencio durante un rato; luego, Lessingham dijo de pronto:
-¿Te importa que durmamos esta noche en el ala este?
-¿Cómo, en el salón del loto?
-Sí.
-Estoy demasiado perezosa esta noche, querido -respondió ella.
-¿Te importa que vaya solo, entonces? Volveré para desayunar. Me gusta estar con mi señora; pero podemos volver cuando mengüe la próxima luna. Mi cariño no está asustada, ¿verdad?
-¡No! -dijo ella, riendo. Pero tenía los ojos un poco abiertos. Sus dedos jugaron con la cadena del reloj de él-. Preferiría -dijo al fin- que fueras más tarde y me llevases contigo. Todo esto es tan raro todavía: la Casa, y todo esto; y lo quiero tanto… Y, al fin y al cabo, en el salón del loto, el camino es muy largo, y a veces pasan varios años, aunque todo se acaba a la mañana siguiente. Preferiría que fuéramos juntos. Si sucediera algo entonces, bueno, entonces la palmaríamos juntos y no importaría tanto, ¿verdad?
-¿La qué juntos? -dijo Lessingham-. Me temo que tu manera de hablar no es tan correcta como pudiera desearse.
-Bueno, ¡lo he aprendido de ti! -dijo ella, y ambos rieron.
Se quedaron allí sentados hasta que las sombras cruzaron el césped y subieron por los árboles, y las altas rocas de la estribación montañosa de más allá ardían de rojo con los rayos del atardecer. Él dijo:
-Si quieres pasear un poco subiendo la ladera de la colina, esta noche está visible mercurio. Podemos echarle una ojeada inmediatamente después de la puesta del sol.
Un poco más tarde, de pie en la ladera despejada y por debajo de los murciélagos halconeros[36]buscaban con la vista el planeta pálido, que, por último, apareció bajo, hacia el oeste, entre la puesta del sol y la oscuridad.
-Es como si Mercurio me estuviese señalando con el dedo esta noche, Mary -dijo él-. Es inútil que intente dormir esta noche en otra parte que no sea el salón del loto.
El brazo de ella apretó el suyo con más fuerza.
-¿Mercurio? -dijo ella-. Es otro mundo. Está demasiado lejos.
Pero él se rió y dijo:
-Nada está demasiado lejos.
Volvieron cuando las sombras se hacían profundas. Mientras estaban de pie en la oscuridad del pórtico abierto que conducía de la colina despejada al jardín, sonaron en la casa las notas suaves y claras de una espineta. Ella levantó un dedo.
-Escucha -dijo-. Es tu hija, que toca Les Barñcades.
Escucharon de pie.
-Le encanta tocar -dijo él-. Me alegro de que le enseñásemos a tocar.
Después volvió a susurrar:
-Les Barticades Mystérieuses[37]¿Qué inspiraría a Couperin ese nombre encantado? Y sólo tú y yo sabemos lo que quiere decir de verdad. Les Barricades Mystétieuses.
Aquella noche, Lessingham yacía solo en el salón del loto. Sus ventanas se abrían al este, sobre los bosques dormidos y las laderas desnudas y dormidas de Illgill Head. Dormía de manera suave y profunda, pues aquélla era la Casa de Postmeridian[38]y la Casa de la Paz.
A la hora profunda y muerta de la noche, cuando la luna menguante se asomaba sobre la estribación de la montaña, se despertó de pronto. Los rayos plateados brillaban a través de la ventana abierta sobre una forma posada en el pie de la cama: un pajarillo negro, de cabeza redonda, pico corto y alas largas y agudas, y con ojos como dos estrellas refulgentes. Habló, y dijo:
-El tiempo es.
Y Lessingham se levantó y se envolvió en una gran capa que estaba en una silla junto a la cama.
-Estoy preparado, mi pequeño martinete[39]-pues ésta era la Casa del Deseo del corazón.
Los ojos del martinete llenaron con seguridad todo el salón de luz de estrellas. Era un salón antiguo, con lotos tallados en los paneles y en la cama, en las sillas y en las vigas del techo; y, bajo el brillo, las flores talladas ondulaban como nenúfares en un arroyo perezoso. Se acercó a la ventana, y el pequeño martinete se posó en su hombro. Un carro del color del cerco de la luna le esperaba junto a la ventana, suspendido en el aire y uncido a un extraño corcel. Parecía un caballo, pero tenía alas como un águila, y sus patas delanteras tenían plumas y estaban armadas con espolones de águila en vez de cascos. Entró en la carroza, y el pequeño martinete se le posó en la rodilla.
El corcel salvaje saltó hacia el cielo con un aleteo. La noche que los rodeaba era como el tumulto de burbujas que rodean los oídos de un buzo que bucea en una poza profunda, bajo una roca lisa e inclinada en una cascada de montaña. El tiempo se disolvió en velocidad; el mundo daba vueltas; y sólo pasó un tiempo como el que transcurre entre dos suspiros profundos hasta que aquel corcel extraño extendió sus alas irisadas y descendió entre la noche sobre una gran isla que dormía en un mar dormido, con islas menores a su alrededor: un país de montañas rocosas, y pastizales en colinas y muchas aguas, todo reluciente a la luz de la luna.
Se posaron tras una puerta coronada de leones dorados. Lessingham bajó del carro, y el pequeño martinete negro voló en círculos alrededor de su cabeza indicándole una avenida de tejos que salía de la puerta. Lo siguió como en un sueño.
De las rarezas que había en el alto salón de audiencias,
bello y hermoso de contemplar,
y de las condiciones y cualidades de los señores de Demonlandia;
y de la embajada que les envió el rey Gorice XI,
y de la respuesta que a ella dieron.
Las estrellas de oriente palidecían ante la aurora cuando Lessingham siguió a su guía por el sendero de césped entre las hileras sombrías de tejos irlandeses, firmes como soldados misteriosos y a la espera en la oscuridad. La hierba estaba bañada en el rocío de la noche, y grandes lirios blancos que dormían a la sombra de los tejos cargaban de fragancia el aire del jardín. Lessingham no sentía el contacto del suelo bajo sus pies, y, cuando extendió la mano para tocar un árbol, su mano atravesó las ramas y las hojas como si fueran tan incorpóreas como un rayo de luna. El pequeño martinete, posándose en su hombro, se rió en su oído.
-Hijo de la tierra -dijo-, ¿crees que aquí estamos en el país de los sueños?
Él no respondió, y el martinete prosiguió:
-Esto no es un sueño. Tú, primero entre los hijos de los hombres, has venido a Mercurio, donde tú y yo viajaremos por aquí y por allá durante una temporada, para que te enseñe las tierras y los océanos, los bosques, las llanuras y las antiguas montañas, ciudades y palacios de este mundo, Mercurio, y los hechos de los que habitan en él. Pero aquí no puedes tocar nada, ni hacer que las gentes te perciban, aunque grites hasta quedarte ronco. Pues tú y yo caminamos por aquí impalpables e invisibles, como si fuéramos dos sueños ambulantes[40]
Ya estaban en la escalinata de mármol que conducía desde la avenida de tejos hasta la plataforma que había frente a la gran puerta del castillo.
-A ti y a mí no nos hace falta que nos desatranquen las puertas -dijo el martinete; y pasaron bajo la oscuridad de aquel pórtico antiguo, grabado con símbolos extraños, y atravesaron limpiamente los enormes maderos de la puerta cerrada, con gruesos herrajes de plata, y llegaron al patio interior.
-Entremos en el alto salón de audiencias y pasemos allí un rato. La mañana está encendiendo lo más alto del aire, y pronto habrá movimiento de gente en el castillo, ya que en Demonlandia no se quedan largo tiempo en la cama cuando rompe el día. Pues has de saber, oh hijo de la Tierra, que esta tierra es Demonlandia, y que este castillo es el castillo del señor Juss, y que este día que nace es el de su cumpleaños; día en que los demonios celebran una gran fiesta en su honor y en el de sus hermanos, Spitfire y Goldry Bluszco; y éstos gobiernan en Demonlandia como gobernaron sus padres antes de ellos, desde tiempos inmemoriales, y tienen el señorío sobre todos los demonios.
Eso dijo, y los primeros rayos bajos del sol atravesaron como jabalinas las ventanas orientales, y el frescor de la mañana sopló y brilló tembloroso en aquella alta cámara, postergando las sombras azules y tenebrosas a los rincones y resquicios y a las vigas del techo abovedado. Sin duda, ningún potentado de la Tierra, ni Creso[41]ni el Gran Rey, ni Minos[42]en su palacio real de Creta, ni todos los faraones, ni la reina Semíramis[43]ni todos los reyes de Babilonia y de Nínive tuvieron jamás un salón del trono cuya gloria se pudiera comparar al alto salón de audiencias de los señores de Demonlandia[44]Sus paredes y su techo eran de mármol blanco como la nieve, y todas las venas del mismo estaban engastadas de piedras preciosas pequeñas: rubíes, corales, granates y topacios rosa. A cada lado, siete columnas sostenían la bóveda sombría del techo; la viga principal del techo y
las laterales eran de oro, tallado con minuciosidad; el techo mismo era de madreperla. Detrás de cada hilera de columnas había una nave lateral, y siete pinturas en el lado occidental frente a siete amplías ventanas en el oriental. Al final del salón, sobre un estrado, había tres sitiales de honor; los brazos de cada uno estaban formados de dos hipogrifos[45]trabajados en oro, con las alas abiertas, y las patas de los sitiales eran las patas de los hipogrifos; pero el cuerpo de cada sitial era una única joya de tamaño monstruoso: la del sitial de la izquierda era un ópalo negro, chispeante de fuego azul acerado; el siguiente era un ópalo de fuego, como un carbón ardiente; el tercer sitial era una alejandrita, púrpura como el vino por la noche, pero verde mar profundo de día. Había diez columnas más que formaban un semicírculo tras los sitiales de honor, que sostenían sobre ellos y sobre el estrado un palio de oro. Los bancos que corrían de un extremo a otro del alto salón eran de cedro, con incrustaciones de coral y marfil, y de lo mismo eran las mesas que estaban ante los bancos. El suelo del salón era de mosaico, y en cada cuadrado de turmalina estaba tallada la imagen de un pez: como el delfín, el congrio[46]el siluro, el salmón, el atún, el calamar y otras maravillas de las profundidades. Había tapices colgados detrás de los sitiales, con figuras de flores: la serpentaria, la dragontea, la boca de dragón, y otras de esa manera; y el friso bajo las ventanas tenía relieves que representaban aves, fieras y reptiles.
Pero una gran maravilla de este salón, cosa prodigiosa de ver, era cómo el capitel de cada una de las veinticuatro columnas estaba formado de una sola piedra preciosa, tallada por mano de algún escritor de tiempos lejanos en la forma viviente de un monstruo: aquí había una arpía[47]de boca chillona, tallada tan a maravilla en jade de color ocre, que admiraba no oírla chillar; allá, en topacio amarillo vinoso, un firdrago[48]volador; allá, un basilisco[49]formado de un único rubí; acullá un zafiro de estrella, del color de la luz de la luna, tallado en forma de cíclope[50]de modo que los rayos de la estrella temblaban en su único ojo; salamandras, sirenas, quimeras[51]hombres salvajes de los bosques, leviatanes[52]todos tallados en gemas sin defecto, tres veces mayores que el cuerpo de un hombre grande, zafiros negros como el terciopelo, crisólitos[53]berilos[54]amatistas[55]y el circón amarillo, que es como oro transparente.
Para dar luz al salón de audiencias, había siete carbunclos[56]grandes como calabazas, colgados en orden a lo largo del salón, y nueve hermosas piedras de la luna colocadas en orden sobre pedestales de plata entre las columnas del estrado. Estas joyas, que sorbían de día la luz del sol, la emitían durante las horas de la oscuridad en un resplandor de luz rosada y con un fulgor blanco como de rayos de luna. Y otra maravilla: la parte inferior del palio que cubría los sitiales de honor estaba cuajada de lapislázuli[57]y en esa fingida cúpula celeste ardían los doce signos del zodíaco, cada estrella un diamante que brillaba con su propia luz.
Empezaba a haber movimiento de gente en el castillo, y una veintena de servidores entraron en el salón de audiencias, con escobas y cepillos, zorros y paños, para barrerlo y adecentarlo, y para sacar brillo al oro y a las joyas del salón. Eran ágiles y sueltos, de tez fresca y de cabellos rubios. Tenían cuernos en la cabeza. Cuando cumplieron sus tareas, se retiraron; y el salón empezó a llenarse de invitados. Era un gozo ver aquel laberinto movedizo de terciopelos, pieles, labores de aguja curiosas y telas de tisú[58]gasas[59]encajes, gorgueras, cadenas y gargantillas[60]de oro; aquel brillo de joyas y de armas; aquel bamboleo de las plumas que llevaban en el pelo los demonios, ocultando en parte los cuernos que crecían en sus cabezas. Algunos estaban sentados en los bancos o apoyados en las mesas pulidas, otros andaban de un lado a otro por el suelo reluciente. Había mujeres entre ellos, aquí y allá, mujeres tan hermosas que uno se habría dicho: «Sin duda ésta es Elena[61]la de los blancos brazos; ésta, Atalanta de Arcadia[62]ésta, Friné[63]la que sirvió de modelo a Praxíteles para la estatua de Afrodita; ésta, Tais, que hizo que el gran Alejandro quemase Persépolis para satisfacer su capricho; ésta, la que fue raptada por el Dios Oscuro de los campos floridos de Enna para que fuera para siempre reina entre los muertos que ya se fueron[64]
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