La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 9)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Como en trance, los señores de Demonlandia escucharon los últimos ecos del gran acorde triste con el que había entregado el corazón aquella música, como si se hubiera roto el corazón mismo de la ira. Pero no acabó allí. Una melodía tranquila, fría y serena como una virgen casta consagrada a los dioses, con ojos claros que no ven nada por debajo de los altos cielos, surgió de aquella tumba de horror. Parecía débil al principio, poca cosa después de aquel cataclismo; algo pequeño, como el primer brote de la primavera que asoma después del reinado de frío y del hielo. Pero siguió adelante sin desmayo, acumulando belleza y poderío. Y de pronto se abrieron las puertas bajo el pórtico, arrojando un resplandor radiante sobre la escalinata.
El señor Juss y el señor Brándoch Dahá contemplaron aquel pórtico radiante como si contemplaran el orto de una estrella. Y en verdad parecía una estrella, o la luna tranquila cuando sale, la figura que vieron aparecer al cabo de un rato: coronada como una reina, con una diadema de nubecillas que parecían robadas de la puesta
del sol en las montañas, arrojando suaves rayos de luz rosada. Estaba sola bajo aquel enorme pórtico con formas amplias y sombrías de leones alados tallados en una piedra brillante y negra como el azabache. Parecía joven, como la que acaba de decir adiós a la infancia; tenía labios dulces y graves, y ojos graves y negros, y su cabello era como la noche. Tenía un pequeño martinete negro posado en cada hombro, y una docena más que surcaban el aire sobre su cabeza, de vuelo tan veloz que el ojo apenas podía seguirlos. Mientras tanto, la melodía delicada y sencilla alcanzaba nuevas cumbres, hasta que al cabo de un rato ardía con todos los fuegos del verano, se quemaba hasta la última brasa como el verano, feroz e impulsiva en su desenfreno de amor y de belleza. De tal modo que, antes de que los últimos acordes triunfantes hubieran muerto en el silencio, la música recordó a Juss todas las glorias de las montañas, los fuegos de la puesta del sol en el Koshtra Belorn, la primera gran visión de los picos desde el Morna Moruna; y, por encima de todo ello, como manifestaba claramente a la vista el espíritu de aquella música, la imagen de la reina, de tal belleza en su juventud y en el respeto y promesa solemne de su frente dulce y clara: de elegancia virginal como la de una flor en cada línea y en cada rasgo de su forma hermosa, e iluminada como nunca lo fue flor alguna, por aquella divinidad ante la cual la palabra y el canto quedan mudos, y los hombres sólo pueden contener la respiración y venerarla. Cuando habló, lo hizo con una voz como el cristal.
-Gracias y alabanzas sean dadas a los dioses benditos. Pues he aquí que pasan los años, y los años traen el destino que ordenan los dioses. ¿Sois los que teníais que venir?
En verdad que aquellos grandes señores de Demonlandia estaban ante ella como niños. Ella volvió a decir:
-¿No sois los señores Juss y Brándoch Dahá de Demonlandia, que habéis llegado a mí por el camino vedado a todos los demás mortales, por dentro del Koshtra Belorn?
Entonces respondió lord Juss en nombre de ambos y dijo:
-Sin duda, oh reina Sofonisba, somos los que has nombrado.
Y la reina los acompañó al interior de su palacio y a un gran salón donde tenía su trono y su estrado. Las columnas del salón eran como grandes torres, y sobre ellas había pisos y más pisos de galerías, que se perdían de vista y a las que no alcanzaba la luz de las lámparas suaves en candeleros que iluminaban las mesas y el suelo. Las paredes y las columnas eran de una piedra sombría y no pulida, y en las paredes había imágenes extrañas: leones, dragones, nicores del mar[206]águilas, elefantes, cisnes, unicornios y otros seres, pintados muy a lo vivo y ricamente, con colores preciosos; todos de tamaños gigantes, mayores que los que conocen los hombres, de modo que estar en aquel salón era como refugiarse en un pequeño punto de luz y de vida, cubierto, rodeado y abrazado por el entorno desconocido.
La reina se sentó en su trono, que brillaba como la superficie de un río ondulado por el viento bajo una luna plateada. No tenía más séquito que aquellos pequeños martinetes. Invitó a sentarse ante ella a los señores de Demonlandia, y manos invisibles les pusieron delante mesas y platos preciosos, llenos de viandas desconocidas. Y sonó una música suave, tañida en el aire sin que ellos supieran cómo y por qué arte.
-Mirad -dijo la reina-. la ambrosía que comen los dioses y el néctar que beben; es la carne y el vino que yo misma como, por la bondad de los dioses benditos. Y su sabor no cansa, y su brillo y su aroma perduran para siempre.
Y ellos probaron la ambrosía, que era de color blanco y dulce y quebradiza al comerla, y, una vez comida, devolvía las fuerzas al cuerpo más que un hartazgo de carne de buey, y el néctar, que era espumoso y del color de los fuegos más interiores de la puesta del sol. Sin duda, había algo de la paz de los dioses en aquel néctar divino.
-Decidme, ¿por qué habéis venido? -dijo la reina.
-Me enviaron un sueño, oh reina Sofonisba -respondió Juss-, a través de la puerta de cuerno[207]y el sueño me invitó a preguntar aquí por el que yo más deseo, por cuya falta languidece con dolor mi alma desde hace un año: por mi hermano querido, el señor Goldry Bluszco.
Se le cortaron las palabras en la garganta. Pues, al pronunciar aquel nombre, el firme edificio del palacio tembló como las hojas de un bosque bajo un viento repentino. La escena perdió los colores, como el rostro de un hombre que se vacía de sangre por el miedo, y todo adquirió un tono pálido, como el paisaje que se contempla un día luminoso de verano después de yacer durante un tiempo con los ojos cerrados y el rostro hacia el sol ardiente: todo gris y frío, los colores cálidos calcinados. Después aparecieron unas criaturas pequeñas y repugnantes entre las junturas de las losas del suelo y de los grandes bloques de piedra de las paredes: algunas parecían saltamontes con cabezas humanas y alas de mosca; otras, peces con aguijones en las colas; algunas eran gordas como sapos; otras parecían anguilas que se retorcían con cabezas de cachorros y orejas de asno; asquerosos, exiliados de la gloria, obscenos, con escamas.
El horror pasó. Volvieron los colores. La reina se quedó sentada como una imagen tallada, con los labios separados. Al cabo de un tiempo, dijo con voz alterada y baja y con los ojos caídos:
-Señores, me demandáis una cuestión muy extraña, que jamás he conocido antes de ahora. os suplico, si es que sois nobles, que no volváis a pronunciar ese nombre. En nombre de los dioses benditos, no volváis a pronunciarlo.
El señor Juss quedó callado. Lo que pensaba para sí no era nada bueno.
Al cabo de un tiempo, un pequeño martinete los acompañó a sus alcobas por orden de la reina. Y allí se acostaron, en grandes lechos blandos y fragantes.
Juss veló mucho tiempo en la luz dudosa, con el corazón agitado. Al cabo, cayó en un sueño atormentado. La débil luz de las lámparas se mezclaba con sus sueños y sus sueños se mezclaban con ella, de tal modo que no supo bien si estaba dormido o despierto cuando vio que los muros de la alcoba se abrían y descubrían un paisaje de amplios caminos de luz de luna, y un pico montañoso y solitario que se alzaba desnudo entre un mar de nubes blanco que relucía bajo la luna. Le parecía que tenía el don del vuelo, y que volaba hasta aquella montaña y se suspendía en el aire contemplándola de cerca, y había un círculo a semejanza del fuego a su alrededor, y sobre la cima de la montaña había una fortaleza o ciudadela de bronce que estaba verde de cardenillo y maltratada por las heladas y los vientos de siglos. En el adarve había la semejanza de una gran compañía de hombres y de mujeres, nunca quietos; ora caminaban sobre el muro con las manos levantadas como suplicando a las lámparas de cristal del cielo, ora se postraban de rodillas o se apoyaban en las almenas de bronce enterrándose los rostros entre las manos, ora se quedaban mirando al vacío como sonámbulos. Algunos parecían guerreros, y otros, grandes cortesanos por sus atavíos costosos, gobernadores y reyes e hijas de reyes, graves consejeros barbados, jóvenes y doncellas y reinas con corona. Y cuando caminaban, y cuando se quedaban quietos, y cuando parecía que lloraban a gritos, todo seguía en silencio como una tumba, y los rostros de aquellos lamentadores eran pálidos como los de los difuntos.
Luego pareció a Juss que veía a la derecha una torre del homenaje de bronce, con azotea, un poco más alta que los muros, y la azotea estaba rodeada de almenas. Intentó gritar, pero fue como si un demonio le apretase la garganta y lo ahogase, pues no salió sonido alguno. En el centro de la azotea, como en un sillón de piedra,
estaba la semejanza de una persona reclinada, tenía la barbilla apoyada en la gran mano diestra, el codo sobre un brazo del sillón, rodeado de su hermoso manto de tejido de oro, a su lado su pesado mandoble con un rubí en forma de corazón como pomo, que resplandecía oscuramente a la luz de la luna. Tenía la misma apariencia que cuando Juss lo había visto por última vez en su barco, antes de que la oscuridad los tragase; sólo parecía que había perdido los colores rojizos de la vida, y su frente parecía nublada de tristeza. Miró hacia su hermano, pero éste no dio señales de haberlo conocido, y parecía que contemplaba algún punto lejano en las profundidades, más allá del brillo de las estrellas. A Juss le pareció que así habría querido encontrar a su hermano Goldry, tal como lo encontraba: sin doblegar la cabeza bajo la tiranía de los poderes oscuros que lo tenían cautivo; velando con paciencia como un dios, sin hacer caso de los lamentos de los que compartían su prisión ni de la amenaza de la noche insondable que se cernía sobre él.
La visión pasó; y el señor Juss se volvió a encontrar en su lecho; la luz fría de la mañana entraba entre los colgantes de las ventanas y oscurecía el brillo suave de las lámparas.
Pasaron siete días en aquel palacio. No encontraron allí a ser viviente alguno aparte de la reina y de sus pequeños martinetes, pero manos invisibles les administraban todo lo que deseaban y todos los placeres dignos de reyes. El señor Juss tenía un peso en el corazón, pues, siempre que quería preguntar nuevas de Goldry a la reina, ella le interrumpía y le suplicaba fervorosamente que no volviese a pronunciar aquel nombre de horror. Por último, caminando a solas con ella al fresco del atardecer por un sendero en un prado en que crecía el asfódelo y otras flores sagradas junto a un arroyo silencioso, dijo:
-Aconteció, oh reina Sofonisba, que, cuando llegué aquí y hablé contigo, creí que mi empresa iría adelante bien pronto por tu mediación. Y ¿no me prometiste entonces tu favor y tu gracia desde aquel momento?
-Es muy cierto -dijo la reina.
-Entonces -dijo él-, ¿por qué, cuando te pregunto aquello que más me importa, siempre me interrumpes y me haces callar?
Ella quedó en silencio con la cabeza inclinada. Él contempló de reojo durante un rato su dulce perfil, las líneas claras y graves de su boca y de su barbilla.
-¿A quién se lo preguntaré sino a ti -dijo-, que eres reina de Koshtra Belorn y debes saberlo?
Ella se detuvo y se dirigió a él con ojos negros que eran inocentes como los de un niño y esplendorosos como los de un dios.
-Señor, no atribuyas a maldad que te haya hecho callar. Sería muy poco justo por mi parte con vosotros los de Demonlandia, que habéis levantado el maleficio y me habéis liberado de nuevo para que pueda volver a visitar el mundo de los hombres, lo que tanto deseo, a pesar de tantas penas como pasé allí en tiempos pasados. Y ¿olvidaré también que sois enemigos de la malvada casa de Brujolandia, y por lo tanto doblemente amigos míos?
-Eso tendrá que verse, oh reina -dijo el señor Juss.
-¿Visteis por ventura el Morna Moruna? -exclamó ella-. ¿Lo visteis en el yermo? -Y, cuando él siguió mirándola, todavía oscuro y desconfiado, ella dijo-. ¿Se ha olvidado esto? Y yo creía que quedaría su fama y su recuerdo hasta el fin del mundo. Señor, te lo ruego, ¿qué edad tienes?
-He visto este mundo durante tres decenas de años -respondió el señor Juss.
-Y yo -dijo la reina- no tengo sino diecisiete veranos. Pero tenía la misma edad cuando naciste tú, y cuando nació tu abuelo antes de ti, y cuando nació el abuelo de éste. Pues los dioses me concedieron la juventud eterna cuando me trajeron aquí y me alojaron en esta montaña después de que mi casa fuera desposeída del reino.
Se detuvo inmóvil, con las manos asidas suavemente ante ella, con la cabeza inclinada, con la cara apartada ligeramente, de manera que él sólo veía la curva blanca de su cuello y el perfil suave de su mejilla. Todo el aire estaba lleno de la puesta del sol, aunque no había sol, sino sólo un resplandor difuso que procedía del alto techo de roca que los cubría como un cielo y tenía brillo propio. Ella empezó a hablar en voz muy baja; los acentos de cristal de su voz sonaban como las notas apagadas de una campana que vienen de muy lejos por el aire tranquilo de un atardecer de verano.
-Sin duda, ha pasado el tiempo como una sombra desde los días en que yo era reina en Morna Moruna, viviendo allí en paz y alegría con mi señora madre y con mis primos los príncipes. Hasta que Gorice III, gran rey de Brujolandia, llegó del norte, con deseo de explorar aquellas montañas, por su orgullo y por la insolencia de su corazón, que le costaron caros. Una tarde a principios del verano, lo vimos llegar con su gente, cabalgando sobre los prados floridos del Moruna. Le brindamos hospitalidad con nobleza, y, cuando supimos dónde quería ir, le aconsejamos que volviera atrás, pues, si seguía adelante, lo harían pedazos las manticoras. Pero se burló de nuestros avisos, y salió al día siguiente con los suyos por el camino del risco de Omprenne. Y nunca volvió a verlos ningún hombre viviente.
»Fue una pérdida de poca importancia; pero de ella se derivó una maldad grande y terrible. Pues, en la primavera del año siguiente, llegó de la acuosa Brujolandia Gorice IV con un gran ejército, diciendo con gran mentira y difamación que nosotros habíamos matado al difunto rey; nosotros, que éramos gente pacífica, incapaces de cometer una acción que pudiera ser tachada de villana, ni por toda la riqueza de Duendelandia. Llegaron de noche, cuando todos, salvo los centinelas de los muros, estábamos en nuestros lechos con la seguridad de la conciencia tranquila. Se llevaron a mis primos los príncipes y a todos nuestros hombres, y los mataron cruelmente ante nuestros ojos. Y mi madre, al ver aquellas cosas, cayó de pronto con un desmayo mortal, y murió allí mismo. Y el rey mandó que entregaran al fuego la casa, y rompió los altares sagrados de los dioses y destruyó sus lugares altos. Y a mí, que era joven y hermosa, dio a elegir entre dos suertes: que fuera con él para ser su esclava, o que me despeñasen del risco y me rompiera todos los huesos. Ni que decir tiene que elegí la segunda. Pero los dioses, que ayudan a todas las causas justas y rectas, aligeraron mi caída y me guiaron hasta aquí, a salvo de todos los peligros de las alturas y del frío y de las fieras hambrientas, y me concedieron vivir para siempre con juventud y con paz en esta frontera entre los vivos y los muertos.
»Y los dioses descargaron el fuego de su ira sobre toda la tierra del Moruna, para llenarla de su desolación, y hacerla inhabitable para los hombres y para los animales, como recuerdo de las obras malvadas del rey Gorice, así como el rey Gorice desoló nuestro pequeño castillo y nuestros lugares amenos. La superficie de la región se elevó hasta los vientos altos donde habitan los hielos, de tal modo que los precipicios del risco de Omprenne por los que bajasteis son diez veces más altos que eran cuando los bajó Gorice III. Así se acabaron las flores en el Moruna, y así terminaron allí para siempre la primavera y el verano.
La reina dejó de hablar, y el señor Juss quedó en silencio durante un rato, muy maravillado.
-Juzga ahora -dijo ella- si tus enemigos no son mis enemigos. No se me oculta, oh señor, que me tienes por una amiga tibia y que no te presta ninguna ayuda en tu empresa. Pero, desde que estáis aquí, no he dejado de buscar ni de inquirir, y he enviado a mis pequeños martinetes hacia oriente y hacia poniente, buscando noticias del que nombraste. Son veloces como los pensamientos alados, y rodean la tierra firme; y volvieron a mí con las alas cansadas pero sin noticias de tu gran deudo.
Juss la miró a los ojos, que tenía húmedos de lágrimas. La verdad estaba posada en ella como un ángel.
-Oh reina -exclamó-, ¿por qué deben escudriñar el mundo tus pequeños criados cuando mi hermano está aquí, en el Koshtra Belom?
Ella sacudió la cabeza y dijo:
-Te lo juro: ningún mortal ha subido al Koshtra Belorn sino tú y tus compañeros desde hace doscientos años.
Pero Juss volvió a decir:
-Mi hermano está aquí, en el Koshtra Belorn. Lo vi con mis propios ojos, la primera noche, rodeado de fuegos. Y está cautivo en una torre de bronce en la cumbre de una montaña.
-Aquí no hay montañas -dijo ella-, sino aquella en cuyo vientre tenemos nuestra morada.
-Pero así vi yo a mi hermano -dijo Juss-, bajo los rayos blancos de la luna llena.
-Aquí no hay luna -dijo la reina.
Y el señor Juss le expuso su visión de aquella noche, y le relató todo punto por punto. Ella escuchó con gravedad y, cuando hubo terminado de hablar, tembló un poco y dijo:
-Es un misterio, señor, que no soy capaz de resolver.
Quedó callada durante un rato. Luego, empezó a decir a media voz, como si sus mismas palabras y su aliento pudieran engendrar cosas terribles:
-Se lo llevó un enviado maléfico del rey Gorice XII. Así ha sucedido siempre: que, cuando muere un rey de la casa de Gorice, surge otro en su lugar, y así se transmite su fuerza. Y la muerte no debilita esta casa de Brujolandia, sino que la hace volver a brotar como la hierba que llaman diente de león, que, cuando se corta y se maltrata, vuelve a brotar con más fuerza. ¿Sabes por qué?
-No -respondió él.
-Los dioses benditos -dijo ella, hablando más bajo todavía- me han mostrado muchas cosas ocultas que ignoran los hijos de los hombres, que ni siquiera las imaginan. Escucha este misterio. Sólo hay un Gorice. Y, por el favor del cielo (que a veces actúa de maneras que nuestro débil juicio intenta justificar en vano), este Gorice único, cada vez que muere por la espada o por la plenitud de sus años, ocupa con su alma y espíritu un nuevo cuerpo, y vive otra vida para oprimir y para ofender al mundo, hasta que muera aquel cuerpo, y pasar a otro, y así continuamente; así, goza en cierto modo de vida eterna.
-Tus palabras, oh reina Sofonisba -dijo Juss-, son más que humanas. Me expones una gran maravilla, que yo había sospechado en parte, pero que no conocía en su totalidad. Este rey que goza de una vida sin final lleva con gran propiedad en el pulgar aquella serpiente Uróboros que desde antiguo tienen los doctos por símbolo de la eternidad, cuyo final siempre está en el principio, y cuyo principio siempre está en el final por siempre jamás.
-Advierte entonces la dificultad -dijo la reina-. Pero no olvido, señor, que tienes un empeño más próximo que éste a tu corazón: liberar a aquel (¡no lo nombres!) por el que me demandaste. Te diré, para tu tranquilidad, que veo alguna luz en esta cuestión. No me preguntes más hasta que la ponga a prueba, no vaya a ser como una falsa aurora. Si es como creo, todavía te espera una prueba que puede hacer vacilar al más fuerte.
Del auxilio que prestó al señor Juss y al señorBrándoch Dahá
la reina Sofonisba, hija adoptiva de los dioses;
y de cómo se incubó el huevo del hipogrifo junto al lago encantado,
y de lo que aconteció sobre ello.
Al día siguiente, la reina se dirigió al señor Juss y al señor Brándoch Dahá, y les hizo acompañarla, y a Mivarsh con ellos para servirlos. Caminaron sobre los prados y por un pasadizo como el que habían seguido para entrar en la montaña; pero éste conducía hacia abajo.
-Podéis maravillaros -dijo ella- de ver la luz del día en el corazón de esta gran montaña. Pero no es sino una obra oculta de la naturaleza. Pues los rayos del sol, que caen todo el día sobre el Koshtra Belorn y sobre su vestidura de nieve, se hunden en la nieve, como si fueran agua, y, penetrando así por los resquicios secretos de las rocas, vuelven a brillar en esta cámara hueca donde vivimos, y en estos pasadizos que tallaron los dioses para darnos entradas y salidas. Y así como al pleno día lo sigue la puesta del sol con sus fuegos de vivos colores, y a la puesta del sol la siguen la luz de la luna o la oscuridad, y a la noche la sigue la aurora que anuncia una vez más el día brillante, así se suceden estas variaciones de luz y oscuridad dentro de la montaña.
Siguieron bajando, hasta que, al cabo de muchas horas, salieron de improviso a la luz cegadora del sol. Estaban en la boca de una cueva que se abría a una playa de arena blanca y límpida, acariciada por las ondas de un lago de zafiro. Era un lago grande, salpicado de isletas rocosas y cubiertas de una vegetación lujuriante, de árboles y de plantas florecientes. El lago tenía muchos brazos que se extendían a todas partes, a rincones secretos escondidos tras promontorios que eran estribaciones de las montañas que lo tenían en su seno: algunos cubiertos de bosques o de césped exuberante salpicado de flores; otros se alzaban abruptamente del agua con rocas desnudas; otros, coronados de líneas accidentadas de rocas que caían en despeñaderos al lago. Estaban a media tarde; el aire era dulce; era un día de sombras de nubecillas y de luces cambiantes. Había pájaros blancos que volaban sobre el lago trazando círculos, y, de vez en cuando, un martín pescador pasaba como una chispa azul. La playa daba al oeste, y estaba en el extremo de un promontorio que bajaba de una estribación del Koshtra Belorn, vestido de bosques de pinos con claros cubiertos de prímulas. Al norte, las dos grandes montañas dominaban la cabecera de un valle rectilíneo y estrecho que llegaba hasta la Puerta de Zimiamvia. Parecían más grandes que nunca a la vista de los demonios; se veían a seis o siete millas de distancia y se alzaban tres mil doscientas brazas sobre el lago. Tampoco eran más agradables a la vista desde ningún otro punto de vista: el Koshtra Pivrarcha, como un águila armada que da sombra con las alas, y el Koshtra Belorn, como una diosa sumida en un sueño, elegante como la estrella matutina de los cielos. Sus nieves tenían un brillo maravilloso a la luz del sol, pero parecían espectrales e impalpables vistas a través del aire nebuloso de verano. En los valles más bajos crecían olivos, de perfiles grises y difusos como si fueran neblina materializada; las laderas estaban vestidas de bosques de roble y de abedul y de todo tipo de árboles de bosque; y por los recodos más cálidos de las laderas subían hileras de rododendros de color crema, hasta llegar a las morrenas sobre los glaciares más bajos, y hasta el borde mismo de las nieves.
La reina observó al señor Juss mientras éste dirigía la mirada hacia la izquierda, más allá del Koshtra Pivrarcha, más allá de la cresta más baja y roma del Góglio, hasta un gran pico solitario que fruncía el ceño a muchas millas de distancia sobre el rico laberinto de riscos más próximos que dominaban el lago. Su estribación sur subía en una línea larga y majestuosa de precipicios hasta llegar a una cumbre nítida y despejada; caía con mayor pendiente hacia el norte. Apenas el mismo Koshtra Belorn podía superar a aquel pico en belleza y en elegancia; pero tenía un aspecto temible, como una mansión de la noche antigua a la que ni siquiera la luz del mediodía podía despojar completamente de su oscuridad.
-Allí se alza una montaña grande y hermosa -dijo el señor Brándoch Dahá- que quedaba oculta por una nube cuando nosotros estábamos en los altos riscos. Tiene el aspecto de una gran bestia yacente.
La reina seguía contemplando al señor Juss, que miraba todavía aquel risco. Después, se volvió a ella, con las manos cerradas sobre las hebillas de su coraza.
-¿Era ésa, como creí? -dijo ella.
Él respiró profundamente.
-Tal como se ve desde aquí es como la contemplé en un principio -dijo-. Pero aquí estamos demasiado lejos para ver la ciudadela de bronce o para saber si está allí en verdad.
Y dijo a Brándoch Dahá:
-Sólo nos queda escalar aquella montaña.
-Jamás podréis hacerlo -dijo la reina.
-Eso lo veremos -dijo Brándoch Dahá.
-Escuchad -dijo ella-. Aquella montaña no tiene nombre en este mundo, pues hasta hoy no la han visto los ojos de hombre alguno, sino los vuestros y los míos. Pero tiene nombre para los dioses, y para los espíritus de los benditos que habitan esta tierra, y para las almas desdichadas que viven cautivas en aquella cumbre: Zora Rach nam Psarrion, separada, sobre los campos de nieve silenciosos y sin vida que alimentan los glaciares de Psarrion; la más solitaria y la más secreta de todas las montañas de la tierra, y la más maldita. Oh, señores míos -añadió-, no penséis en escalar el Zora. Está rodeado de encantamientos, de tal modo que no llegaríais siquiera hasta los bordes de los campos de nieve que lo rodean sin alcanzar vuestra perdición.
-Oh reina Sofonisba -dijo Juss, sonriendo-, mal nos conoces si crees que eso basta para hacernos volver atrás.
-No lo digo en vano -dijo la reina-, sino para mostraros lo necesario que es el medio que os expondré ahora; pues bien sé que no volveréis atrás en vuestro intento. Sólo osaría decírselo a un demonio, no fuera que el cielo me haga responsable de su muerte. Pero a vosotros puedo confiaros con menor peligro este consejo peligroso; si es que es cierto, como me enseñaron hace mucho tiempo, que en tiempos remotos se vio al hipogrifo en Demonlandia.
-¿El bipogrifo? -dijo Brándoch Dahá-. ¿Pues cuál sino él es el emblema de nuestra grandeza? Hace mil años, hacían sus nidos en Neverdale Hause, y todavía se ven allí las huellas de sus cascos y de sus espolones. El que lo cabalgó fue antepasado del señor Juss y mío.
-El que vuelva a cabalgarlo -dijo la reina Sofonisba- será el único mortal que pueda alcanzar el Zora Rach, y, si tiene valor y fuerzas suficientes, puede liberar de sus prisiones al que sabemos.
-Oh reina -dijo Juss-, algo se me alcanza de la magia y de la filosofía divina, pero, con todo ello, debo rendirme ante tu sabiduría, pues vives aquí desde hace muchas generaciones y te comunicas con los muertos. ¿Cómo encontraremos a ese corcel? Son pocos, y vuelan muy alto sobre el mundo, y sólo nace uno cada trescientos años.
-Yo tengo un huevo -respondió ella-. Tal huevo sería vano y estéril en todas las tierras, salvo en esta de Zimiamvia consagrada a los linajes señoriales de los muertos. Y así es como viene a nacer este corcel: cuando uno de fuerza y de corazón más que humanos duerme en esta tierra con el huevo en el seno, deseando ardientemente algún alto logro, el fuego de su gran deseo incuba el huevo, y el hipogrifo sale de él; al principio tiene las alas débiles, como las de las mariposas que has visto salir de sus crisálidas. Sólo entonces podrás montarlo, y, si eres lo bastante hombre como para dirigirlo a tu voluntad, te llevará a placer hasta las regiones más remotas de la tierra. Pero, si eres menos que una persona superior, cuídate de ese corcel, y no montes más que caballos terrenales. Pues, si en ti hay algo de menguado[208]o se enfría tu decisión[209]u olvidas las altas miras de tu gloria, entonces te despeñará a tu perdición.
-¿Tienes ese huevo, oh reina? -dijo el señor Juss.
-Señor -dijo ella en voz baja-, lo encontré hace más de cien años, paseando por los acantilados que rodean este lago encantado de Ravary. Y lo escondí aquí, pues los dioses me enseñaron lo que había descubierto, y porque sabía que estaba dispuesto por el destino que uno de la tierra debía llegar algún día al Koshtra Belorn. pensé en mi corazón que el que llegase podía ser uno de aquellos que llevaban consigo algún gran deseo no satisfecho, y que pudiera ser persona capaz de cabalgar a voluntad sobre tal corcel.
Quedaron sentados en la orilla del lago encantado hasta el atardecer, hablando poco. Luego, se levantaron y la siguieron hasta un pabellón junto al lago, construido entre un bosquecillo de árboles en flor. Antes de que se echaran a dormir, les llevó el huevo del hipogrifo, que era tan grande como el cuerpo de un hombre pero ligero de peso, rugoso y de color dorado. Y les dijo:
-¿Cuál de vosotros, señores?
-Él -respondió Juss-, si sólo contase para esto la fuerza y el corazón; pero yo, porque es a mi hermano al que debemos liberar de aquel triste lugar.
Así, la reina entregó el huevo al señor Juss; y éste, llevándolo en los brazos, le dio las buenas noches diciendo:
-No necesito más láudano que éste para hacerme dormir.
Y cayó la noche, dulce como la ambrosía. Y el suave sueño, más blando que el sueño de la tierra, cerró sus ojos en aquel pabellón junto al lago encantado.
Mivarsh no durmió. No disfrutaba de aquel lago de Ravary, ni apreciaba en nada sus bellezas; le preocupaban algunas formas poderosas que había visto tomando el sol en la orilla toda la tarde dorada. Había preguntado a uno de los martinetes de la reina, y éste se había reído de él y le había dicho que eran cocodrilos guardianes del lago, mansos y amables con los héroes benditos que acudían allí a bañarse y a divertirse.
-Pero, si uno como tú se aventurase hasta allí -había añadido el martinete-, lo tragarían de un bocado.
Esto había entristecido a Mivarsh. Y en verdad que había gozado de poca paz de espíritu desde que había salido de Duendelandia, y añoraba de corazón su casa, aunque estuviese saqueada y quemada, y a los hombres de su sangre, aunque resultasen ser enemigos suyos. Y juzgaba que si Juss volaba con Brándoch Dahá, montados sobre el hipogrifo, hasta aquella cumbre fría donde estaban cautivas las almas de los grandes, él nunca sería capaz de volver solo al mundo de los hombres, más allá de las montañas heladas, de las manticoras y del cocodrilo que vivía junto a Bhavinan.
Veló una hora o dos llorando en silencio, hasta que del corazón gigante de la medianoche le llegaron con claridad ardiente las palabras de la reina, que había dicho que el huevo debía incubarse por el calor de un gran deseo del corazón del hombre que lo abrazase, y que aquel hombre podría montar y cabalgar por el viento a placer. Entonces se irguió Mivarsh en su lecho, con las manos sudorosas de miedo y de deseo. Despierto y solo entre los que dormían en aquella noche sin brisa, le parecía que no podía existir deseo superior al suyo. Dijo para sí:
-Me levantaré y quitaré en secreto el huevo al diablo de allende el mar, y lo abrazaré yo mismo. No le hago daño con ello, pues ¿no dijo ella que era peligroso? Además, cada uno arrima el ascua a su sardina.
Y se levantó y llegó en secreto hasta donde yacía Juss abrazando el huevo con sus brazos poderosos. Por una ventana entraba un rayo de luna que caía sobre el rostro de Juss, que era como el rostro de un dios. Mivarsh se inclinó sobre él y tiró suavemente del huevo que tenía entre los brazos, mientras rezaba con fervor. Y como Juss estaba en un sueño profundo, con el alma elevada en una visión lejos de la tierra, lejos de aquella orilla divina, hasta regiones solitarias donde Goldry seguía velando con paciencia helada y melancólica sobre la cumbre del Zora, Mivarsh consiguió hacerse con el huevo y lo llevó hasta su lecho. Estaba muy caliente, y lo oyó crujir al abrazarlo, como si tuviera dentro una fuerza que se moviese.
Así quedó dormido Mivarsh, abrazando el huevo como pudiera abrazar un hombre a su amada. Y, un poco antes del amanecer, se abrió y cayó en pedazos entre sus brazos, y él se despertó de súbito rodeando con los brazos el cuello de un extraño corcel. Salió a la pálida luz del alba, y él iba encima, asiéndolo fuertemente. Su pelo tenía visos como el cuello del pavo real, tenía los ojos como los fuegos variables de una estrella en una noche de viento. Abrió las ventanas de la nariz para aspirar el aire del amanecer. Las alas se le desplegaron y se le endurecieron, como las plumas de la cola del faisán, blancas con ojos púrpura, y tan duras al tacto como hojas de hierro. Mivarsh estaba montado en su lomo, agarrado con ambas manos a las crines relucientes, temblando. Y quiso bajar, pero el hipogrifo resopló y se alzó de manos, y él, por miedo a dar una gran caída, se agarró con más fuerza. Golpeó el suelo con los cascos de plata, sacudió las alas, arañó como una leona, arrancando la hierba con sus garras. Mivarsh chilló, atormentado entre la esperanza y el miedo. Se lanzó hacia delante, saltó al aire y voló.
Los demonios, despertados por el batir de alas, se apresuraron a salir del pabellón y vieron a aquella maravilla volar hacia el oeste oscuro. Su vuelo era salvaje, como el de un pato silvestre que se remonta y cae en picado. Y, mientras lo miraban vieron caer de su asiento al jinete y oyeron, momentos después, un golpe apagado y el chapoteo de un cuerpo que caía en el lago.
El corcel salvaje desapareció volando hacia el aire superior. Desde el punto del chapoteo surgían círculos que alteraban la superficie del lago y deformaban el reflejo oscuro del Zora Rach sobre las aguas dormidas.
-¡Pobre Mivarsh! -exclamó el señor Brándoch Dahá-. ¡Después de tantas leguas difíciles que le hice caminar!
Y se quitó el manto, tomó una daga entre los dientes y nadó a grandes brazadas hasta el punto donde había caído Mivarsh. Pero no encontró rastro de él. Tan sólo vio, en la playa de una isla cercana, a un cocodrilo grande e hinchado que le dirigió una mirada culpable y no le esperó, sino que anduvo torpemente hasta la orilla, se arrojó al agua y desapareció. Brándoch Dahá se volvió y nadó de nuevo hasta la orilla.
El señor Juss estaba como petrificado. Se dirigió desesperado a la reina, que salía a su encuentro envuelta en un manto de plumón de cisne; pero no humilló la cabeza.
-Oh reina Sofonisba, éste es el nadir secreto o el fondo de nuestros días[210]que ha llegado a nosotros cuando olíamos la dulzura de la mañana.
-Señor -dijo ella-, la mosca hemera nace con el sol y muere con el rocío[211]Pero tú, si eres verdaderamente grande, no debes retorcer las manos de desesperación. Que el triste fin de este pobre criado tuyo te sirva de advertencia contra tales locuras. La tierra no se destruye por una simple lluvia. Volvamos a Koshtra Belorn.
Desayunaron en silencio y volvieron por donde habían venido. Y la reina dijo:
-Señores Juss y Brándoch Dahá, hay pocos corceles capaces de llevaros a Zora Rach nam Psarrion, y ni aunque tuvieseis fuerzas y virtudes superiores a las de los semidioses, podréis cabalgarlos si no es tomándolos del huevo. Vuelan tan alto y son tan esquivos que no podríais alcanzarlos ni aunque vivieseis diez vidas. Enviaré a mis martinetes para que descubran si hay otro huevo en el mundo.
Y los envió al norte y al oeste, al sur y al norte. Y todos aquellos pajarillos menos uno regresaron tiempo después con las alas cansadas y sin noticias.
-Todos han vuelto a mí salvo Arabella -dijo la reina-. Les esperan peligros en el mundo: aves rapaces, hombres que matan pajarillos para divertirse. Confiad conmigo en que pueda volver al fin.
Pero el señor Juss habló y dijo:
-Oh reina Sofonisba, mi condición no me permite esperar y confiar, sino que me mueve a ser raudo, audaz e insistente cuando veo el camino ante mí. Siempre he sido de la opinión de que las fresas crecen bajo las ortigas. Intentaré escalar el Zora.
Y, por mucho que ella le suplicó, no pudo apartarlo de esta decisión impetuosa, que apoyó de todo corazón el señor Brándoch Dahá.
Pasaron dos días con sus noches, y la reina los acompañaba con gran dolor de su corazón en su pabellón junto al lago encantado. A la tercera noche, Brándoch Dahá regresó al pabellón llevando consigo a Juss, que parecía al borde de la muerte, y él mismo estaba gravemente enfermo.
-No me digáis nada -dijo la reina-. El olvido es el único remedio soberano[212]e intentaré inducíroslo en la mente a ti y a él, por medio de mis artes. En verdad que desesperaba de volver a veros con vida, tal fue vuestra temeridad al entrar en aquellas regiones prohibidas.
Brándoch Dahá sonrió, pero su aspecto era pésimo.
-No nos culpes en demasía, oh reina querida. El que dispara al sol del mediodía, aun estando seguro de que jamás dará en el blanco, sabe que su flecha subirá más que la del que sólo dispara a un arbusto.
Se le cortó la voz en la garganta y puso los ojos en blanco. Tomó la mano de la reina como un niño asustado. Luego, dominándose a sí mismo con un gran esfuerzo, dijo:
-Te ruego tengas un poco de paciencia conmigo -dijo-. Pasará después de comer buenas viandas y de beber un poco. Mira a Juss, te lo ruego: ¿crees que está de muerte?
Pasaron los días y los meses, y el señor Juss seguía al borde de la muerte cuidado por su amigo y por la reina en aquel pabellón junto al lago. Al cabo, cuando hubo acabado el invierno en la Tierra media[213]y la primavera estaba muy avanzada, volvió con alas cansadas aquel último y pequeño martinete que ella había dado por perdido. Cayó en el seno de su ama, casi muerto de cansancio. Pero la reina lo acarició y le dio néctar, y él recuperó fuerzas y dijo:
-Oh reina Sofonisba, hija adoptiva de los dioses, he volado por ti hacia el este y hacia el sur, hacia el oeste y hacia el norte, por mar y por tierra, por el calor y por el hielo, hasta los polos helados, por todas partes. Y llegué al fin a Demonlandia, hasta la cordillera de Neverdale. Hay entre las montañas una laguna que los hombres llaman la laguna de Dule. Es muy profunda, y los hombres que viven a sus orillas dicen que no tiene fondo. Pero sí tiene fondo, y en el fondo yace el huevo de un hipogrifo, y yo lo vi, pues volé sobre él a gran altura.
-¡En Demonlandia! -exclamó la reina. Y dijo al señor Brándoch Dahá-: Es el único. Debéis volver a vuestra tierra para recogerlo.
-¿A nuestra tierra de Demonlandia? -dijo Brándoch Dahá-. ¿Después de haber gastado nuestras fuerzas y de haber cruzado el mundo para encontrar el camino?
Pero, cuando lo supo el señor Juss, pronto empezó a sanar de su enfermedad alimentado por la esperanza; de tal modo, que al cabo de pocas semanas quedó muy restablecido.
Y había pasado un año completo desde que los demonios subieron al Koshtra Belorn.
De cómo la señora Prezmyra descubrió al señor Gro
sus propósitos hacia Demonlandia,
cosa que también llevaría a su señora mayor grandeza y eminencia;
y de cómo la manifestación de sus propósitos
en voz demasiado alta fue ocasión
para que el señor Corinius conociera la dulzura de la dicha aplazada.
Aquella misma noche del veintiséis de mayo en que el señor Juss y el señor Brándoch Dahá contemplaron, desde el pico más alto de la tierra, el país de Zimiamvia y el Koshtra Belom, Gro paseaba con la señora Prezmyra por la terraza occidental de Carcé. Sólo faltaban dos horas para la medianoche. El aire estaba cálido; el cielo era un emparrado de rayos de luna y de estrellas. De vez en cuando se levantaba una brisa suave, como si la noche se revolviera entre sueños. Los muros del palacio y la torre de hierro ocultaban la terraza a la luz directa de la luna, y había hachones que arrojaban su luz temblorosa formando zonas movedizas de luz y de tinieblas. Llegaban del palacio ráfagas de música movida y el ruido de la fiesta.
-Si tu pregunta, oh reina -decía Gro-, se debe a un deseo de que me vaya, te obedeceré tan raudo como el pensamiento, mal que me pese.
-Sólo fue una vana curiosidad-dijo ella-. Quédate en buenahora.
-Es propio de los sabios seguir la luz -dijo él-. Cuando saliste del salón, creí que se habían apagado todas las luces.
La observó de reojo cuando pasaron bajo el brillo de un hachón, estudiando su semblante, que parecía nublado por pensamientos dolorosos. Parecía hermosa entre las hermosas, señorial y espléndida; iba coronada con una corona de oro engastada de amatistas oscuras. La remataba, sobre la frente, la figura de un cangrejo, labrado en plata con mucha curiosidad y que llevaba en cada pinza una bola de crisólito[214]del tamaño de un huevo de zorzal.
-También quería contemplar esas estrellas del cielo que llaman los hombres «la cabellera de Berenice» -dijo el señor Gro-, y ver si su gloria brilla más que la de tus cabellos, oh reina.
Siguieron caminando en silencio. Después, ella dijo:
-Esas frases de galantería forzada no encajan bien con nuestra amistad, mi señor Gro. Si no me enfadan, es porque considero que son fruto de los largos brindis que has bebido en honor del rey nuestro señor en esta noche, celebrada entre todas las demás noches por ser el aniversario de su enviado y de nuestra venganza sobre Demonlandia.
-Señora -dijo él-, bien quisiera que olvidases esa melancolía tuya. ¿Te parece cosa de poco que el rey se haya dignado honrar tan singularmente a tu esposo Córund dándole rango y dignidad de rey, y entregándole toda Duendelandia como feudo? Todos advirtieron la poca alegría con que recibiste esta corona real cuando el rey te la entregó esta noche, en honor a tu gran señor, para que la llevases en su nombre hasta que él vuelva a casa para recogerla; la corona, y las grandes alabanzas de Córund que pronunció el rey, y que creo que debían haber enrojecido de orgullo tus mejillas. Pero todas estas cosas disuelven tan poco tu melancolía helada y desdeñosa como si fueran el débil sol del invierno cuando intenta disolver los estanques congelados en una fuerte helada.
-Las coronas son baratijas comunes en estos tiempos -dijo Prezmyra-, en los que el rey, que tiene a veinte reyes como lacayos, hace ahora de sus lacayos reyes de la tierra. ¿Te admiras de que mi alegría por recibir esta corona se empañase cuando veía la otra que el rey había entregado a Laxus?
-Señora -dijo Gro-, debes perdonar al propio Laxus. Sabes que ni siquiera pisó Trasgolandia; y, si ahora lo debemos llamar rey de dicha tierra, ello debería agradarte, ya que fue Corinius el que hizo allí la guerra y el que venció a tu noble hermano, por maña o por suerte, y le obligó a exiliarse.
-Corinius -respondió ella-, al perderse el reino, sufre la desdicha o la perdición que deseo fervientemente sobre todos los que quieran medrar por la ruina de mi hermano.
-Entonces, el dolor de Corinius deberá alegrarte -dijo Gro-. Pero es seguro que el destino es un mozalbete ciego; no te fíes de su altibajo siguiente.
-¿Acaso no soy reina? -dijo Prezmyra-. ¿No estamos en Brujolandia? ¿No tenemos poder suficiente para forjar poderosas maldiciones, si es que es verdad que el destino es ciego?
Se detuvieron al pie de una escalinata que conducía a la torre interior. La señora Prezmyra se apoyó un rato sobre la balaustrada de mármol negro, mirando hacia el mar sobre las marismas llanas, accidentadas por la luz de la luna.
-¿Qué me importa Laxus? -dijo al fin-. ¿Qué me importa Corinius? Son una bandada de halcones enviados por el rey contra un enemigo que reluce cien veces más que ellos por su grandeza de ánimo y su nobleza. Y tampoco dejaré que mi indignación ciegue mi justicia y me lleve a echar la culpa al rey de Brujolandia. Es muy cierto que mi hermano el príncipe maquinaba con nuestros enemigos nuestra ruina, abriendo con ello, si lo hubiera sabido, la puerta de la destrucción suya y nuestra, aquella noche en que convirtió nuestro banquete en una batalla, y nuestras alegrías cargadas de vino en ira sangrienta.
Quedó en silencio un rato, y luego dijo:
-Perjuros: ¡qué nombre tan odioso y opuesto a la humanidad! Dos caras bajo una sola gorra. ¡Ojalá se alzase la tierra para castigar los pecados de los que la pisan!
-Veo que miras a poniente, sobre el mar -dijo Gro.
-Entonces es que ves algo a la luz de la noche, mi señor Gro -dijo Prezmyra.
-Me referiste entonces -dijo él- los votos y los cumplidos y las promesas extrañas y estudiadas de amistad con que el señor Juss te despidió cuando se escaparon de Carcé. Pero es culpa tuya, oh reina, si te tomas muy a mal el quebrantamiento de tales promesas, hechas en momentos de apuro, y que suelen resultar como los pescados frescos, que a los tres días apestan.
-A fe que es cosa de poco -dijo ella- que mi hermano quebrantase todos los lazos del interés y de la alianza para salvar de una triste muerte a aquellos grandes personajes; y que ellos, una vez libres, le dieran tibiamente las gracias y siguieran su camino, dejando que invadiesen su país y que lo diesen por desaparecido o muerto. ¡Que el gran diablo del infierno atormente sus almas!
-Señora -dijo Gro-, quisiera que contemplases fríamente la cuestión y que dejases esas exclamaciones amargas. Los demonios salvaron una vez a tu hermano en Lida Nanguna, y, cuando éste los libró de las manos del rey nuestro señor, no hizo más que pagarles su deuda. La balanza está equilibrada.
-No me ensucies los oídos con sus excusas -respondió ella-. Han abusado de nosotros vergonzosamente; y la culpa de su negra acción me hace odiarlos más profundamente cada día. Con lo instruido que estás en la naturaleza y en su filosofía, ¿tendré que enseñarte que el eléboro más mortal y el vómito del sapo son poco ponzoñosos comparados con el odio de una mujer?
La oscuridad de un gran banco de nubes que se extendía desde el sur apagó la luz de la luna. Prezmyra se volvió para seguir con su lento paseo por la terraza. Las chispas amarillas y ardientes de sus ojos relucían a la luz de los hachones. Parecía peligrosa como una leona, y delicada y grácil como un antílope. Gro caminaba a su
lado, diciendo:
-¿No los persiguió Córund hasta el Moruna el invierno pasado? Y ¿pueden seguir vivos allí, solos entre tantos peligros de muerte?
-Oh, señor mío -exclamó ella-, cuenta esas buenas noticias a las mozas de la cocina, y no a mí. Pues tú mismo entraste en años pasados hasta el corazón mismo del Moruna y saliste vivo, si es que no eres el mayor de los mentirosos. Sólo una cosa atormenta mi alma: que pasan los días y los meses, y el rey de Brujolandia somete a todos los pueblos, pero consiente que los más orgullosos, esos rebeldes de Demonlandia, todavía no estén bajo sus pies. ¿Le parece mejor perdonar a un enemigo y arrasar a un amigo? ¿O es que está señalado[215]como lo estaba Gorice XI? No lo quiera el cielo, pero puede llegarle un mal final y la ruina absoluta de todos nosotros si detiene su brazo sobre Demonlandia hasta que Juss y Brándoch Dahá vuelvan a sus casas para hacerle frente.
-Señora -dijo el señor Gro-, has pintado en breves palabras un resumen de mi propia opinión. Y perdona que te hablase con recelo al principio, pues éstas son cuestiones de mucho momento, y, antes de abrirte mi corazón, quería saber si éramos de la misma opinión. Que los golpee ahora el rey, en la feliz ausencia de sus grandes campeones. Así podremos recibirlos fortalecidos, si es que regresan, incluso si traen consigo a Goldry.
Ella sonrió, y pareció que la noche cálida se refrescaba y se dulcificaba con la sonrisa de aquella dama.
-Eres para mí un compañero querido -dijo ella-. Tu melancolía es para mí como un bosque sombreado en verano, donde puedo bailar si quiero, como suelo querer, o estar triste si quiero, como estoy queriendo estos días más de lo que me gustaría. Y tú nunca te opones a mi ánimo. Sólo hace un rato lo hiciste, para molestarme con tu charla aduladora y afectada, hasta que me hiciste creer que habías cambiado de piel a favor de Laxus o del joven Corinius, buscando esos cebos que se usan en los galanteos para ganarse el pecho de las damas.
-Era que quería sacarte de esta nueva tristeza tuya -dijo Gro. Y añadió-: Debes agradecérmelo, pues no dije sino la verdad.
-Oh, acaba ya, señor mío -exclamó ella-, o te despediré de mi lado.
Y, mientras paseaban, Prezmyra cantó en voz baja:
El que no puede evitar el amor,
Pero lucha contra su poder,
No se ganará mi estima,
Pues ama contra su voluntad;
Ni el que sólo vive para sí
Y puede rehuir todo placer:
Cuando me atrape, puede irse.
Y, cuando esté dispuesta, dejarme.
Ni el que sólo ama a hermosas,
Pues todos las quieren así;
Ni el que se ocupa de feas,
Pues parece falto de juicio;
Ni el que…[216]
Se detuvo de pronto, y dijo:
-Vamos, ya me he quitado de encima el mal humor que me produjo ver a Laxus y su corona de oropel. Pensemos en las obras. Y te diré primero una cosa. Hace dos o tres lunas que llevo en el alma lo que acabamos de hablar: desde la campaña de Corinius en Trasgolandia. Así, cuando llegaron nuevas de que mi señor había destruido las fuerzas de los demonios, y había expulsado a Juss y a Brárndoch Dahá hacia el Moruna, persiguiéndolos como a esclavos fugitivos, le envié una carta por medio de Viglus, que le llevaba el nombramiento de rey de Duendelandia de mano del rey nuestro señor. En ella le manifesté que la corona de Demonlandia sería más reluciente para nosotros, por mucho que brille esta de Duendelandia, y le supliqué que pidiese al rey que enviase un ejército a Demonlandia y a mi señor por jefe del mismo; o, que si no podía volver aquí para pedirlo, que me nombrase embajadora suya para exponer este acuerdo al rey y pedir la empresa en nombre de
Córund.
-¿Te responde en las cartas que te he traído?-preguntó Gro.
-Si -dijo ella-, y es una respuesta muy baja, rastrera y ruin para un gran señor en una cuestión como la que yo le exponía. Ay, cuando hablo de ello, se me olvidan mis deberes de esposa y hablo como una verdulera.
-Me apartaré a un lado, señora -dijo Gro-, si quieres desahogarte en privado.
Prezmyra rió.
-No es tan malo -dijo-, pero me enfada. Aprueba la empresa de todo corazón, y me autoriza a que se la exponga al rey en su nombre, y que insista ante él con ahínco. Pero no quiere dirigirla. Deberá ponerse en manos de Corsus o de Corinius. Espera, deja que te la lea. -Y, acercándose a una de las luces, sacó del seno un per-
gamino-. ¡Espera! Es demasiado cariñosa; no avergonzaré a mi señor leyéndosela a otra persona, ni siquiera a ti.
-Bueno -dijo Gro-, si yo fuera el rey, Córund sería mi general en jefe para la empresa de derribar a Demonlandia. Podría enviar a Corsus, que hizo grandes hazañas en sus tiempos, pero, a mi juicio, no es de fiar para tal misión. A Corinius todavía no le ha perdonado su falta en el banquete de hace un año.
-¡Corinius! -dijo Prezmyra-. Así que ¿crees que no sólo no le ha recompensado por arrasar mi tierra querida, sino que ni siquiera le ha devuelto su favor?
-Creo que no -dijo Gro-. Además, está loco de ira por haber cogido aquella fruta espinosa para que otro se la comiera. Esta noche se ha comportado en el salón con una torpe presunción, haciendo quínolas y dando vayas[217]a Laxus, haciendo sonar la espada, y con muchos otros baladros y bravatas desvergonzadas; y lo peor de todo es que intentaba abiertamente galantear a Sriva, cuando se cumple un mes de su promesa de matrimonio con Laxus; y será maravilla que no derrame el uno la sangre del otro antes de que acabe la noche. Creo que no está en disposición de salir al campo de batalla sin estar seguro de su premio; y creo que el rey, que le adivina el pensamiento, no quiere ofrecerle ninguna nueva empresa para darle así el gusto de rechazarla.
Estaban bajo la puerta en arco que se abría entre el patio interior y la terraza. Seguía saliendo música del gran salón de banquetes de Gorice XI. Bajo el arco, y entre las sombras de los enormes contrafuertes de las paredes, era como si los elementos de las tinieblas, expulsados de los círculos luminosos que rodeaban los hachones, se abrazaran a sus tinieblas hermanas para duplicar la oscuridad.
-Bueno, señor mío -dijo Prezmyra-, ¿apoya tu sabiduría mi decisión?
-Sí, sea cual fuere, pues es tuya, oh reina.
-¡Sea cual fuere! -exclamó ella-. ¿Es que lo dudas? ¿Cuál podría ser, sino pedir audiencia al rey antes de hacer cualquier otra cosa por la mañana? ¿No me apoya mi señor hasta ahora?
-¿Y si tu celo te lleva más allá del apoyo de tu señor en un detalle? -dijo Gro.
-¡Pues sería justo! -dijo ella-. Y si mañana al mediodía no te hago saber que hay orden de partir para Demonlandia y que mi señor Córund ha sido nombrado general del rey en esta empresa, y que ya están selladas las cartas que le mandan venir de Orpish…
-¡Chist! -dijo Gro-. Pasos en el patio.
Se volvieron hacia el arco. Prezmyra cantó a media voz:
Ni al que paga a su dama,
Pues la hace esclava suya;
Ni al que no la paga, pues se dice
Que no tiene valor alguno.
Entonces, ¿es que no hay hombres
A los que yo pueda amar?
Entonces, descargaré este humor
En el amor a mí misma.[218]
Se encontraron en la puerta con Corinius, que salía del salón de banquetes. Se detuvo ante ellos para mirar fijamente a Prezmyra en la oscuridad, de tal modo que ésta sintió el calor de su aliento, cargado de vino. Había demasiada oscuridad como para reconocer los rostros, pero la reconoció por su estatura y por su porte.
-Disculpad, señora -dijo-. Creí por un momento que era… Pero no importa. Que descanséis.
Dicho esto, le franqueó el paso con una gran reverencia, dando un fuerte empujón a Gro con el mismo gesto. Gro no tenía deseos de pelear, y le cedió el paso y siguió a Prezmyra hasta el patio interior.
El señor Corinius se sentó en el banco más próximo, apoyando cómodamente su fuerte espalda en los almohadones, y allí quedó reposando, chasqueando los dedos y cantando para sí:
Qué asno es el que
Espera al antojo de una mujer
Por un momento de placer,
Y quizá puede que
Lo olvide y la pierda;
¡Qué gran asno es!
¿Por qué preocuparme
del favor de una mujer?
Si otro se la lleva,
¿Por qué desesperar?
Con dineros y trabajos,
Puedo llevar mi parte.
Si veo por azar
Una morena, la amo,
Hasta que veo otra
Que es más morena que ella;
Pues lo que yo más amo
Es mi libertad[219]
Un rumor tras él, a su izquierda, le hizo volver la cabeza. Se deslizó una figura desde la sombra profunda del contrafuerte más próximo hacia la puerta. Él saltó, llegó el primero a la puerta y cerró el paso con los brazos abiertos.
-¡Ah! -exclamó-. Conque hay jilgueros anidando entre las sombras, ¿eh? ¿Qué premio me darás por haberte esperado en balde toda la noche pasada? Sí, y estabas allí escondida para reírte de mí una vez más, si no te llego a atrapar.
La dama rió.
-La noche pasada, mi padre me tuvo a su lado; y esta noche, mi señor, ¿no te estaría bien empleado por tu chanzoneta desvergonzada? ¿Es ésa una buena serenata para los oídos de las damas? Vuelve a cantarla en nombre de tu libertad, y quedarás por asno.
-Eres muy valiente al provocarme, señora, sin tener siquiera una estrella como testigo si me desquito de ti por ello. Estos hachones son unos viejos disipados que han encanecido entre el bullicio. No van a irse de la lengua.
-No; si hablas como borracho, te dejaré, mi señor -y, mientras él daba un paso hacia ella, añadió-: y no volveré, ni aquí ni a otra parte alguna, sino que te dejaré para siempre. No consentiré que me trates como a una criada. Demasiado tiempo he soportado tus modos brutales de soldado.
Corinius la rodeó con sus brazos y la levantó contra su pecho, de modo que ella apenas tocaba el suelo con la punta de los pies.
-Oh Sriva -dijo con voz turbia, acercando su rostro al de ella-, ¿crees que puedes encender un fuego tan ardiente y luego caminar a través suyo sin quemarte en él?
Ella tenía los brazos inmovilizados junto a los costados en aquel abrazo poderoso. Parecía que se había desmayado, como un lirio que se desmaya bajo la luz ardiente del mediodía. Corinius inclinó el rostro y la besó con pasión, diciendo:
-Por todas las dulzuras que ha conocido la oscuridad, esta noche eres mía.
-Mañana -dijo ella como ahogada.
Pero Corinius dijo:
-Felicidad querida, esta noche.
-Querido señor mío -dijo dulcemente la señora Sriva-, ya que has conquistado mi amor, no seas un conquistador despiadado y violento. Te juro, por todos los poderes temibles que rodean la tierra, que es importante que vea a mi padre esta noche; más aún: que lo vea ahora mismo. Sólo eso me hizo rehuirte hace un momento, y no un mal deseo de hacerte padecer.
-Puede aguardar a nuestra conveniencia -dijo Corinius-. Es viejo, y suele quedarse leyendo hasta muy tarde.
-¿Cómo? ¡Si lo has dejado bebiendo! -dijo ella-. Debo decirle algo antes de que el vino le sorba del todo el seso. Este mismo retraso es peligroso, por dulce que sea para nosotros.
Pero Corinius dijo:
-No te dejaré marchar.
-Bueno -dijo ella-, entonces pórtate como una bestia. Pero has de saber que gritaré y que toda Carcé acudirá a rescatarme y nos encontrará, y mis liermanos, y Laxus si es que es hombre, te harán pagar cruelmente tu violencia hacia mí. Pero, si quieres portarte con la nobleza que te es propia, y respetar con amistad mi amor. déjame marchar. Y, si vienes en secreto hasta la puerta de mi cámara, una hora después de la medianoche, creo que no la encontrarás cerrada.
-¡Ah! ¿Lo juras?-dijo él.
-Si no es así, que se me lleve presto la destrucción -respondió ella.
-Una hora después de la medianoche. Y ese plazo parecerá un año a mis deseos -dijo él.
-Bien dice mi noble amante -dijo Sriva, ofreciéndole una vez más los labios.
Y se marchó rápidamente a través del arco sombrío y cruzando el patio dirigiéndose a la cámara de su padre, en la galería norte. El señor Corinius volvió a su asiento, y se recostó allí un rato perezosamente, cantando en voz baja con una melodía antigua la letra siguiente:
Mi señora es un volante[220]
Está hecha de corcho y plumas;
Cada pala[221]le apunta al corcho
Y la golpea en el cuero.
Pero, la tires como la tires,
Caerá de espaldas hacia algún otro.
Fa, la, la, la, la, la[222]
Estiró los brazos y bostezó.
-Bueno, Laxus, cobarde con cara de carpa, esta medicina ha ablandado mucho mi descontento. Es de justicia que, ya que debo renunciar a mi corona, me quede con tu dama. Y en verdad que, viendo lo bajo, pequeño y ordinario que es este reino de Trasgolandia, y lo encantadora y dulce moza que es esta Sriva, a la que, por otro lado, no he mirado nunca sin que se me haga la boca agua de dos años a esta parte; viendo todo esto, creo que puedo darme por pagado en parte y de momento, hasta que me canse de ella.
El amor es toda mi vida,
Pues siempre me tiene inquieto;
Pero mi amor y mis finezas
No son para una esposa[223]
-¿Una hora después de la medianoche, eh? ¿Qué mejor vino para los amantes? Iré a beber un trago, y después a jugar a los dados con algunos de aquellos mozos, para pasar el rato hasta entonces.
La Embajada de la señora Sriva
De cómo el duque Corsus juzgó conveniente confiar a su hija
una misión de Estado; y de cómo le fue a ésta en su misión.
Sriva se dirigió aprisa a la cámara de su padre, y encontró a su señora madre cosiendo en su sillón y dando cabezadas de sueño, con dos velas, una a su izquierda y la otra a su derecha, y le dijo:
-Madre y señora, hay una corona real esperando a que alguien la recoja. Caerá en el regazo de la extranjera si mi padre y tú no os dais prisa. ¿Dónde está? ¿Sigue en el salón de banquetes? Debemos encontrarlo ahora mismo, tú o yo.
-¡Ay! -exclamó Zenambria-. ¡Qué susto me has dado! Habla un poco más despacio, muchacha. Con esa charla repentina y desenfrenada, no sé lo que quieres decirme ni lo que pasa.
-Es una cuestión de Estado -respondió Sriva-. ¿No vas tú? Bien, entonces iré yo a buscarlo. Pronto lo sabrás todo, madre.
Y, dicho esto, se volvió hacia la puerta. Todas las exclamaciones de su madre, que la advertía del escándalo que supondría volver al salón de banquetes mucho más tarde de la hora en que se retiraban las mujeres, no bastaron para detenerla. De tal modo que la señora Zenambria, al ver tan decidida a su hija, consideró menos malo ir ella en persona, y fue, y regresó con Corsus al cabo de un rato.
Corsus se sentó en su gran sillón junto a su señora esposa mientras su hija le contaba su relato.
-Dos y tres veces pasaron por mi lado -decía-, tan cerca de mí como yo lo estoy ahora de ti, oh padre mío; y ella iba apoyada con mucha familiaridad en el brazo de su filósofo de barba rizada. Estaba claro que no creían que nadie pudiera oírlos. Dijo esto y esto.
Y Sriva relató todo lo que había dicho la señora Prezmyra sobre una expedición a Demonlandia, y de su intención de hablar con el rey, y de su propósito de que Córund fuera su general en aquella empresa, y de disponer el mismo día siguiente de cartas selladas para hacerlo venir inmediatamente de Orpish.
El duque escuchaba sin manifestar emoción, respirando con pesadez, inclinado pesadamente hacia delante, retorciéndose y atusándose el bigote ralo y gris con una de sus gordas manos. Sus ojos recorrían la cámara con expresión ausente, y sus mejillas caídas, ya rojas por el banquete, adquirieron un tono más profundo.
-Ay, ¿no te dije hace mucho tiempo, mi señor, que Córund hacía mal en casarse con mujer joven?-dijo Zenambria-. Y ahora llega la vergüenza que cabía esperar. Es una pena que aventure y exponga el honor de un hombre tan bueno, que ya ha pasado su mejor edad, cuando está en el otro extremo del mundo. En verdad, en verdad que espero que se vengue de ella cuando regrese a casa. Pues estoy segura de que Córund no es tan bajo como para comprar su mayor valimiento a precio tan vergonzoso.
-Tu charla, mujer -dijo Corsus-, muestra que tienes los cabellos largos y el entendimiento corto. En tres palabras: eres una necia.
Quedó en silencio durante un rato; después levantó la vista hasta Sriva, que estaba apoyada en la enorme mesa, entre de pie y sentada, asiendo a cada lado el borde de la mesa con una mano elegante y reluciente de joyas, apoyando aquel cuerpo hermoso en sus brazos, como si fueran columnas blancas y delicadas. Al verla, se le iluminaron un poco los ojos turbios.
-Ven aquí -le dijo-. Siéntate aquí, en mis rodillas.
Cuando estuvo sentada, le dijo:
-Bonito vestido llevas esta noche, cachorrilla mía. Rojo: para un humor sanguíneo.
Le sujetó la espalda con el enorme brazo. Su mano, grande como un plato, estaba apoyada bajo su pecho como una rodela.
-Tienes un olor muy dulce.
-Es malabatro en hoja-dijo ella.
-Me alegro de que te guste, mi señor -dijo Zenambria-. Mi criada asegura que, hervido en vino, produce un perfume que supera a todos los demás.
Corsus seguía mirando a Sriva. Al cabo de un rato, le preguntó:
-Y ¿qué hacías en la terraza, eh?
-Laxus me pidió que me viese con él allí -dijo ella, bajando la vista.
-¡Hum! -dijo Corsus-. Entonces, es raro que hace una hora que te esté esperando en el paseo empedrado del patio privado.
-Me entendió mal -dijo Sriva-. Y le está bien empleado, por descuidado.
-Bueno. ¿Y te has dedicado a la política esta noche, gatita mía? -dijo Corsus-. ¿Y hueles una expedición a Demonlandia? Es muy posible. Pero creo que el rey enviará a Corinius.
-¿A Corinius? -dijo Sriva-. No lo creen así. Es Córund el que se la llevará, si no insistes al rey esta misma noche, oh padre mío, antes de que mi señora la raposa hable en privado con él mañana.
-¡Bah! -dijo Corsus-. No eres más que una niña, y no sabes nada. Ella no tiene espíritu ni decisión para llevar a cabo esa misión. No, no es Córund el que destaca, sino Corinius. Para eso le privó de Trasgolandia el rey, aunque le correspondía a él, y le arrojó a Laxus aquella baratija.
-Vaya, sería monstruoso que Corinius se quedase con Demonlandia -dijo Zenambria-, que es mucho mejor, sin duda, que la corona de Trasgolandia. ¿Se ha de quedar ese bisoño con toda la carne mientras que tú, porque eres viejo, no te llevas más que los huesos y las piltrafas?
-Muérdete la lengua, esposa -dijo Corsus, mirándola como se mira una medicina amarga-. ¿Por qué no tuviste ingenio para pescarlo para tu hija?
-En verdad que lo siento, esposo mío -dijo Zenambria.
La señora Sriva se rió, rodeando con el brazo el cuello de toro de su padre y jugando con sus bigotes.
-Sosiégate, madre y señora -dijo-. He hecho mi elección entre estos dos y entre todos los demás de Carcé, y ya lo tengo bien decidido. Y he juzgado que el señor Corinius es todo un hombre de buenas prendas; además, lleva afeitado el labio superior: eso es mucho mejor que los molestos bigotes, como te dirán todas las que entienden de estas cosas.
-Bueno -dijo Corsus besándola-, salga como saliere, iré a hablar con el rey esta noche para ofrecerme ante él. Mientras tanto, señora -dijo a Zenambria-, quiero que vayas ahora mismo a tu alcoba. Atranca bien la puerta, y yo la cerraré por fuera para mayor seguridad. Esta noche hay mucha algazara, y no quiero que ninguno de esos bellacos borrachos te ofenda, como bien podría suceder mientras estoy en mi misión de Estado.
Zenambria le deseó las buenas noches, y quiso llevarse consigo a su hija, pero Corsus se negó, y dijo:
-Yo la acompañaré y la dejaré segura.
Cuando se quedaron solos y la señora Zenambria estaba encerrada en su alcoba, Corsus sacó de un armario de roble un gran frasco de plata y dos vasos tallados. Los llenó del vino amarillo y chispeante del frasco, e hizo beber a Sriva con él, no sólo una vez, sino dos, y la obligó a vaciar el vaso ambas veces. Después, acercó su sillón y se derrumbó pesadamente en él; cruzó los brazos sobre la mesa y hundió la cabeza entre ellos.
Sriva paseaba de un lado a otro, impaciente por la extraña actitud de su padre y su silencio. El vino bullía en sus venas; en aquella cámara silenciosa volvían a ella los besos cálidos de Corinius en su boca, la fuerza de sus brazos como barras de bronce sosteniéndola en su abrazo. Sonó la medianoche. Sintió como si se le disolviesen los huesos al recordar su promesa para una hora después.
-Padre -dijo al fin-; ha sonado la medianoche. ¿No vas a ir antes de que sea demasiado tarde?
El duque levantó la cabeza y la miró. Respondió:
-No. No -repitió-; ¿para qué? Me hago viejo, hija mía, y debo marchitarme. El mundo es para los jóvenes. Para Corinius; para Laxus; para ti. Pero, sobre todo, para Córund, que, si bien es viejo, tiene el apoyo de su tropa de hijos, y sobre todo tiene a su esposa, como escalera para subir a los tronos.
-Pero acabas de decir… -dijo Sriva.
-Sí, cuando estaba delante tu mamá. Le ha llegado la segunda infancia antes de tiempo; por eso le hablo como a una niña. ¿Conque Córund hizo mal en casarse con mujer joven, eh? ¡Psche! ¿No es ella el baluarte y la muralla misma de su fortuna? ¿Has visto jamás subir tanto a un sujeto en un momento? Era mi secretario cuando hicimos las guerras contra los ghouls hace años, y ahora ha pasado por encima mío, aunque soy nueve años más viejo que él. Le llaman rey, nada menos, y es posible que pronto pase por factótum de toda la tierra (siempre por debajo del rey) si esta mujer juega bien sus bazas. ¿No le entregará el rey a Demonlandia enciina de Duendelandia y el resto del mundo también, por el pago que ella pretende darle? voto al infierno, yo también se las daría por ese mismo pago.
Se puso de pie y tendió la mano inestable hacia la jarra de vino. Contempló furtivamente a su hija, hurtando los ojos cada vez que ella le dirigía la mirada.
-Córund se desternillaría de risa -dijo, escanciando algo de vino- si oyera los desatinos remilgados de tu madre: él, que ha encargado a su esposa esta misión, sin duda alguna; y, cuando la visite al regresar a casa, será con amor y gratitud más ardientes por lo que ha alcanzado ella del rey a pesar nuestro. Créeme: no todas las
damas de calidad logran el favor de un rey.
Estaba abierta la ventana, y, mientras permanecían de pie sin hablar, temblaron abajo, en el patio, las notas de un laúd, y una voz de hombre, suave y profunda, cantó esta canción:
Cuernos al toro,
Cascos al corcel,
A las pequeñas liebres
Pies raudos y veloces,
Y a los leones da dientes
Y fauces temibles.
A los peces a nadar,
Y a las aves a volar,
Y a los hombres a juzgar
Y el poder de razonar;
Eso enseña. Pero a la mujer
No otorga nada de esto.
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