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La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 13)


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-Divina señora, he compartido mi lecho toda mi vida con el riesgo, y el peligro de muerte ha sido mi amigo íntimo; mientras llevaba una vida delicada en las cortes de los príncipes, donde se esconde el homicidio en la copa y en la alcoba; mientras viajaba solo por tierras más peligrosas que éstas, como es el Moruna, país lleno de bestias venenosas y de serpientes venenosas que se arrastran, y de espíritus tan abundantes como los saltamontes en una ladera calurosa en el verano. El que tiene miedo es un esclavo, por rico que sea y por poderoso que sea. Pero el que no tiene miedo es el rey del mundo. Tienes mi espada. Hiere. La muerte será para mí un dulce descanso. Es la esclavitud la que me horroriza, y no la muerte.

Ella quedó callada un rato y le dijo:

-Mi señor Gro, una vez me hiciste un muy grande favor. Sin duda, podré basar en ello mi seguridad, pues nunca un milano abatió a un buen halcón volador[281]

Aflojó la ruano en la espada y se la devolvió muy elegantemente con la empuñadura por delante, diciendo:

-Os la devuelvo, señor mío, sin dudar que usaréis con honor lo que os entrego con honor.

Pero él, poniéndose de pie, dijo:

-Señora, esto y tus nobles palabras han arraigado tanto el pacto de confianza entre nosotros dos, que ahora puede florecer en los juramentos que quieras; pues los juramentos son la flor de la amistad, y no su raíz. Y verás que soy un verdadero mantenedor de la amistad de que hago voto, sin tacha ni desdoro.

Gro y Mevrian vivieron en aquel lugar durante varios días y sus noches, cazando a veces para mantenerse, bebiendo la dulce agua de manantial, durmiendo por las noches, ella en su cueva bajo los acebos y los fresnos junto a la cascada, él en una hendidura de las rocas un poco más abajo, en la garganta, donde el musgo formaba

almohadones tan blandos y resistentes como las grandes camas rellenas de Carcé. En aquellos días, ella le relató sus viajes desde aquella noche de abril en que escapó de Krothering: cómo encontró primero un refugio en By, en Westmark, pero un día o dos después tuvo noticias de que se escudriñaba toda la región en su búsqueda, volvió a huir al este, y, después de pasar un tiempo junto al Throwater había acabado por llegar, hacía un mes, a aquella cueva junto a la fuentecilla, y allí vivía. Había tenido la intención de atravesar las montañas para llegar a Galing, pero, después del primer intento, había abandonado aquel proyecto, por miedo a las partidas del enemigo, de cuyas manos había escapado por poco cuando había bajado a los valles inferiores que daban a las tierras de la costa oriental. De modo que había regresado a aquel escondrijo en las montañas, tan secreto y remoto como el que más en toda Demonlandia. Pues le hizo saber que aquel valle era el Neverdale, por el que no transcurría camino alguno sino los de los ciervos y las cabras monteses, y en aquel valle no había rediles, ni el viento llevaba el olor del humo del hogar de hombre alguno. Y aquel pico con una cresta como el hastial de un tejado en la cabecera del valle era el que estaba más al sur de los que formaban la Horquilla de Nantreganon, cuna del buitre y del águila. Y existía un camino oculto que rodeaba la estribación de aquel pico y superaba la cresta serrada junto al pico de Neverdale hasta las aguas más altas de Tivarandardale.

Una tarde calurosa de verano estaban junto al pico y en un baluarte rocoso que sobresalía de la ladera suroccidental. Bajo sus pies caían en picado precipicios desde un borde vertiginoso, formando un gran circo sobre el que se alzaba la montaña como una fortaleza del Tártaro, pesada, cruel como el mar y triste, llena de cicatrices y grandes tajos, como si el rostro de la montaña hubiera sido hendido por el hacha de un gigante. En las profundidades dormían las aguas de la laguna de Dule, plácidas y sin fondo.

Gro estaba recostado al borde del precipicio, mirando hacia abajo, apoyado en los dos codos y observando aquellas aguas oscuras.

-Sin duda -dijo-, las grandes montañas del mundo serían un buen remedio contra el descontento y la ambición de nuestros tiempos, si los hombres lo conocieran. En estos montes está la fuente de la sabiduría. Están arraigados profundamente en el tiempo. Conocen las costumbres del sol y del viento, los pies ardientes del rayo, el hielo que rompe, la lluvia que cubre con un manto, la nieve que rodea su desnudez con una sábana más suave que si fuera de linón fino; y si bien su gran filosofía no se pregunta si es una sábana nupcial o una mortaja, ¿acaso no se justifica su calma despreocupada a cada año que transcurre, y no es un ejemplo que deberá hacernos olvidar y reírnos de nuestros cuidados?, a nosotros, niños del polvo, niños de un día, que nos cargamos con tantas cargas y cuidados, con miedos, deseos y maquinaciones tortuosas de la mente, de modo que nos hacemos viejos antes de tiempo y nos cansamos antes de que se cumpla el breve día y nos coseche la guadaña como premio de nuestras fatigas.

Alzó la vista, y ella le devolvió la mirada de sus ojos grandes; parecían pozos profundos de la noche, donde se mueven invisibles materias extrañas; resultaban perturbadores a la vista, pero estaban llenos de un encanto blando y soñoliento que tranquilizaba y calmaba.

-Has caído en un ensueño, señor mío -dijo Mevrian-. Y me resulta difícil caminar contigo en tus sueños, pues estoy despierta a plena luz del día, y quisiera ponerme en marcha.

-En verdad que es mala cosa -dijo el señor Gro- que tú, que no te has criado en la mendicidad ni en la pobreza, sino en la abundancia de honores y opulencias, tengas que ser fugitiva en tus propios dominios, y habitar con los zorros y las bestias de la montaña silvestre.

-En estos días es una residencia más dulce que Krothering -dijo ella-. Por eso suspiro por hacer algo. Llegar hasta Galing: eso ya sería algo.

-¿De qué te sirve Galing sin el señor Juss? -dijo Gro.

-Quieres decirme que es como Krothering sin mi hermano -respondió ella.

Ella iba armada y estaba sentada a su lado. Él la miró de reojo y vio temblar una lágrima en sus párpados.

-¿Quién sabrá predecir las vueltas del destino? -dijo él suavemente-. Puede ser que tu alteza esté mejor aquí.

La señora Mevrian se puso de pie. Señaló una huella en la roca viva que estaba ante sus pies.

-¡La huella de los cascos del hipogrifo! -exclamó-. Impresa en la roca hace siglos por aquella alta ave que preside desde antiguo la gloria predestinada de nuestro linaje, para conducirnos hasta una fama más alta que la región de las estrellas relucientes. Bien dicen que la tierra que gobierna una mujer sola no está bien guardada. No me quedaré más tiempo holgando aquí.

Gro, viéndola ponerse de pie armada de todas armas en aquel borde rocoso, asimilando con tanta perfección el valor viril en su belleza femenina, pensó que estaba ante la verdadera encarnación de la mañana y la tarde, aquel encanto que lo había llamado de Krothering hacia el que los espíritus proféticos de la montaña, el

bosque y el campo le habían señalado el camino con una bendición celestial, cuando le dijeron que se dirigiera al norte, hacia el verdadero centro de su corazón. Se arrodilló y tomó la mano de ella entre las suyas, estrechándola y besándola como la de aquella en que había depositado todas sus esperanzas y diciendo apasionadamente:

-Mevrian, Mevrian, deja que vaya armado de tu favor, y desafiaré a todo lo que se alce o se pueda alzar contra mí. Así como el sol ilumina los anchos cielos a mediodía y arroja luz sobre esta tierra triste, así eres tú la verdadera luz de Demonlandia, que por tu causa glorifica a todo el mundo. Doy la bienvenida a todas las desgracias, con sólo que tú me des la bienvenida a mí.

Ella saltó hacia atrás arrancándole la mano. Su espada salió cantando de la vaina. Pero Gro estaba tan extasiado y arrobado, que no pensaba en nada terrenal, sino sólo que estaba contemplando el rostro de su dama, y quedó inmóvil.

-¡Espalda contra espalda! -exclamó ella-. ¡Aprisa, o será demasiado tarde!

Él se puso de pie de un salto justo a tiempo. Seis sujetos gruesos, soldados de Brujolandia que se habían ido acercando a escondidas, caían sobre ellos. No gastaron aliento en hablar, y sonaron los aceros: Mevrian y él, espalda contra espalda, sobre una meseta rocosa, y los seis atacándolos por ambos lados.

-Matad al goblin -decían-. Tomad a la dama sin hacerle daño; si uno la toca, moriremos todos.

Y, durante un rato, los dos se defendieron con todas sus fuerzas. Pero el resultado de un combate tan desigual no podía permanecer incierto durante mucho tiempo, ni el gran valor de Gro podía suplir lo que le faltaba de fuerzas corporales y de habilidad con las armas. La señora Mevrian manejaba muy bien la espada, como descubrieron los otros a su pesar, pues al primero, un grandullón decidido que quiso hacerla caer arrojándose sobre ella, le atravesó limpiamente la garganta de una hábil estocada; en vista de lo cual, sus compañeros actuaron con mayor precaución. Pero al cabo, caído en tierra Gro con muchas heridas, y cuando ya habían atrapado a Mevrian por la espalda mientras otros combatían con ella por delante, en el momento crucial y como por intervención celestial, se invirtió completamente la situación, y, en un momento, los cinco yacían sangrando sobre la roca junto a su compañero.

Mevrian miró a su alrededor, y, cuando vio lo que vio, cayó, débil y desmayada, en los brazos de su hermano, superada por tanta alegría radiante tras la tensión de la acción y el peligro; contemplando con sus propios ojos la llegada a casa que habían conocido los genios de la tierra y por la que se habían alegrado desenfrenadamente ante los ojos de Gro: Brándoch Dahá y Juss habían vuelto a su tierra de Demonlandia, como hombres resucitados de entre los muertos.

-No estoy lastimada -les respondió-. Pero cuidad de mi señor Gro; temo que esté herido. Cuidadlo bien, pues ha demostrado ser un verdadero amigo nuestro.

La batalla de la ladera de Krothering

De cómo tuvo noticia el señor Corinius

de que los señores Juss y Brándoch Dahá habían vuelto de nuevo al país,

y cómo decidió presentarles batalla en la ladera, bajo Erngate End;

y de la gran marcha del señor Brándoch Dahá por su flanco,

desde el Transdale y sobre las montañas;

y de la gran batalla, y de su resultado.

Laxus y los hijos de Córund caminaban una tarde por el prado del castillo de Krothering. Sobre ellos, el cielo estaba caliente y de color de plomo, amenazando tormenta. No se agitaba viento alguno entre los árboles, de un color verde lívido sobre aquel palio plomizo. Del castillo llegaba un ruido incesante de mazos y escoplos. Donde habían estado jardines y arboledas de sombra y dulzura, ya sólo había ruinas: columnas rotas, jarrones de pórfido de labor delicada, destrozados; montones de tierra y de vegetación descompuesta. Y los grandes cedros, símbolos de la dignidad y del orgullo de su señor, estaban tendidos con las raíces al aire, una maraña de follaje marchito y de ramas rotas, desnudas y sin vida. Sobre este lecho de muerte de la belleza estropeada, las torres de ónice se perfilaban mortecinamente contra el cielo.

-¿No es el siete un buen número? -dijo Cargo-. La semana pasada fue la sexta vez que creímos que habíamos atrapado por la cola a la anguila en aquellas sucias colinas de Mealand, y regresamos a casa con las manos vacías. ¿Cuándo crees, Laxus, que los atraparemos?

-Cuando los manzanos den empanadas de huevo -respondió Laxus-. No, el general confía más en sus bandos sobre la joven (que no va a volver a casa al oírlos, y seguramente no los ha oído siquiera) y en sus juegos de venganza, que en el buen arte militar. ¡Mira! Ésa es la obra del día.

Se volvieron al oír un griterío que procedía de las puertas, para ver cómo el que estaba más al norte de los dos hipogrifos dorados se tambaleaba y caía por el terraplén hasta el foso, levantando una gran polvareda entre las piedras y escombros que removía a su paso. El señor Laxus tenía el ceño sombrío. Puso la mano en el brazo de Heming, diciendo:

-Los tiempos exigen todos los sabios consejos que podamos acopiar, oh hijos de Córund, si es que queremos que el rey nuestro señor obtenga, como fruto de esta expedición a Demonlandia, la victoria final sobre todos los que lo quieren mal. Recordad que nuestra fuerza quedó muy mermada cuando se marchó el goblin.

-¡Que se vaya la víbora! -dijo Cargo-. Corinius tenía razón en esto, en no estar seguro de la honradez de un animal tan escurridizo. Apenas había servido un mes o dos cuando corrió a pasarse al enemigo.

-Corinius todavía está verde en el cargo -dijo Laxus-. ¿Cree que el resto de su reinado transcurrirá entre juegos y el disfrute del reino? Estos zurdazos de la fortuna todavía pueden destronarlo, mientras desgasta su juventud entre el vino y el amor, y desahoga su rencor particular contra esta dama. La juventud vacilante debe apoyarse en el consejo de los mayores, no sea que lo eche todo a rodar.

-¡Sí que eres tú un consejero viejo y reverendo, a tus treinta y seis años! -dijo Cargo.

-Somos tres -dijo Heming-. Toma tú el mando. Mi hermano y yo te apoyaremos.

-Quisiera que te tragases esas palabras como si nunca las hubieras pronunciado -dijo Laxus-. Acuérdate de Corsus y de Gallandus. Además, aunque ahora parece un hombre más trastornado que en su sano juicio, cuando Corinius está sereno, es un militar valiente y poderoso, un capitán hábil y diligente como no hay otro igual en Demonlandia, no, ni siquiera en Brujolandia, como no fuera vuestro noble padre; y éste, sólo en sus años mozos.

-Es verdad -dijo Heming-. Me has reprobado con justicia.

Y, mientras estaban hablando así, llegó uno del castillo e hizo una reverencia ante Laxus, diciéndole:

-Os buscan, oh rey; tened la bondad de acudir a la cámara del norte.

-¿Es el que acaba de llegar a caballo de la región oriental? -dijo Laxus.

-Ése es, así seáis servido -respondió con una rodilla en tierra.

-¿No ha sido recibido en audiencia por el rey Corinius?

-Ha pedido audiencia -dijo el criado-, pero se la negaron. Es cuestión urgente, y por eso me pidió que buscase a vuestra señoría.

Mientras caminaban hacia el castillo, Heming dijo a Laxus al oído:

-¿No conoces esta nueva y magnífica ceremonia cortesana? Estos últimos días, cuando ha destruido a algún rehén para disgustar a la señora Mevrian, como ha hecho hoy al destruir aquella águila con cabeza de caballo, no concede audiencia hasta la puesta del sol. Pues, cuando ha realizado el acto de venganza, se retira a su propia alcoba y lleva consigo a una moza, la más hermosa y juguetona que pueda encontrar, y así, ahogado en el mar de sus placeres, mitiga un poco y durante un rato los tormentos del amor.

Cuando Laxus salió de hablar con el mensajero que había llegado del este, se dirigió sin detenerse a la alcoba de Corinius. Una vez allí, apartó a un lado a los guardias, abrió las puertas relucientes y se encontró con el señor Corinius, que estaba de muy buen humor. Se hallaba reclinado en un diván muy mullido, tapizado con terciopelo verde oscuro de tres pelos. A su lado estaba una mesa de marfil con incrustaciones de plata y de ébano, en la que había un frasco de cristal de roca ya vaciado en sus dos terceras partes del vino espumoso, y a su lado una hermosa copa de oro. Llevaba una túnica larga, suelta y sin mangas, de seda blanca y con una franja dorada; ésta, abierta por el cuello, dejaba al descubierto su pecho y un fuerte brazo, que se extendía hacia la copa de vino. Tenía sentada en la rodilla a una damisela de unos diecisiete años, hermosa y fresca como una rosa, y era evidente que estaba en trance de pasar de la conversación amistosa con ella al trato amoroso. Miró a Laxus con ira; éste habló sin más ceremonias y dijo:

-Toda la región oriental está levantada. Han capturado la fortaleza que construimos en el Stile. Spitfire ha pasado a Breakingdale para socorrer a Galing, y ha derrotado a nuestro ejército que lo asediaba.

Corinius bebió un trago y escupió.

-¡Puf! -dijo-. Mucho ruido y pocas nueces. Me gustaría saber con qué derecho me molestas con estas naderías, cuando estoy a mi gusto, disponiéndome a la alegría y a mi recreo. ¿No podías esperar a la hora de la cena?

Antes de que Laxus pudiera decir más, se oyó un gran estrépito fuera, en las escaleras, y entraron los hijos de Córund.

-¿Es que no soy rey? -dijo Corinius, ciñéndose la túnica-. ¿Vais a forzarme? Despejad la alcoba.

Después, al ver que se quedaban en silencio con las miradas trastornadas, dijo:

-¿Qué sucede? ¿Os ha dado un mal aire o una perlesía? ¿O es que habéis perdido el juicio?

Heming respondió y dijo:

-No estamos locos, mi señor. Está aquí Didarus, que nos defendía la fortaleza del Stile, y ha venido del este cabalgando tan aprisa como podía su caballo, y ha llegado poco después del primer mensajero, con noticias más ciertas, cuatro días más recientes que las de éste. Te ruego que le escuches.

-Le escucharé a la hora de cenar -dijo Corinius-. Y no antes, ni aunque se esté quemando el tejado.

-¡Es la tierra bajo tus pies la que se quema! -exclamó Heming-. Juss y Brándoch Dahá han vuelto a su tierra, y has perdido la mitad del país antes de saberlo siquiera. ¡Esos diablos han vuelto a su tierra! ¿Vamos a oír eso y quedarnos quietos como pilones?

Corinius escuchaba con los brazos cruzados. Tenía contraída la gran mandíbula. Se le abrieron las aletas de la nariz. Quedó callado un rato, con los ojos azules y fríos como fijos en un objeto distante. Después dijo:

-¿Han vuelto? ¿Y la región oriental está agitada? No es de extrañar. Agradeced a Didarus sus noticias. Me endulzará un poco más los oídos con ellas durante la cena. Hasta entonces, dejadme, si no queréis que os haga abatir.

Pero Laxus, con el ceño triste y serio, se colocó junto a él y le dijo:

-Mi señor, no olvidéis que aquí sois el legado y el representante del rey. Que la corona que está sobre tu cabeza llene de precaución vuestros pensamientos, para que podáis escuchar en paz a los que están dispuestos a aleccionaros con consejos sabios y prudentes. Si disponemos marchar esta noche por Switchwater, bien podemos encerrar este peligro y ahogarlo antes de que crezca demasiado. Por el contrario, si los dejamos entrar en esta región occidental, es muy probable que invadan todo el país sin que nada pueda oponerse a ellos ni detenerlos.

Corinius le dirigió una mirada.

-¿Es que nada puede moverte a obedecerme? Ocúpate de tu misión. ¿Está la flota en buenas condiciones? Pues ésa es la fuerza, el apoyo y el descanso de nuestro poder, ya sea para avituallarnos o para lanzar nuestro peso contra ellos como queramos; o para refugiarnos en ella, si a ello viene. ¿Qué te preocupa? ¿No es lo que más hemos deseado durante estos cuatro meses que estos demonios se atreviesen a presentarnos batalla? Si es verdad que el propio Juss y Brándoch Dahá han derrocado los castillos y plazas fuertes que yo tenía en el este y que se dirigen contra nosotros con un ejército, entonces ya los tengo en la fragua, y ahora los pondré bajo el martillo[282]Y no dudes que elegiré mi propio terreno para combatirlos.

-Todavía conviene apresurarse -dijo Laxus-. Si no les hacemos frente, llegarán ante Krothering en un día de marcha.

-Eso viene al pelo de mis propios designios -respondió Corinius-. No voy a moverme ni una legua para cerrarles el paso, sino que los recibiré aquí, donde el terreno es más favorable para recibir a un enemigo. Ventaja que voy a apurar al máximo, situándome en la ladera de Krothering y apoyando mi flanco en la montaña. La flota quedará en la bahía de Aurwath.

Laxus se acarició la barba y quedó callado un rato, considerando lo dicho. Después alzo la vista y dijo:

-Es un plan digno de un buen general; no puedo negarlo.

-Es un designio, señor mío -dijo Corinius-, que tenía guardado para mí desde hace mucho tiempo, para un caso de necesidad como éste. Por lo tanto, dejadme solo para que haga mi voluntad. También se da otra buena circunstancia: que aquel silbón[283]podrá contemplar su casa por última vez antes de que lo mate. Creo que le alegrará la vista después de mis cuidados.

Al tercer día después de estos hechos, el granjero de Holt[284]estaba en el porche de su casa, que daba al oeste, hacia Tivarandardale.

Era un viejo encorvado como un espino de montaña. Pero tenía los ojos negros y brillantes, y su cabello rizado y crespo todavía le ceñía la frente. Era última hora de la tarde, y el cielo estaba cubierto. Los perros de pastor, de pelo desgreñado, dormían ante la puerta. Las golondrinas se reunían en el cielo. Cerca de él estaba sentada una damisela, delicada como una cogujada[285]grácil como un antílope; y estaba moliendo grano en un molino de mano, mientras cantaba:

Muele, molino, muele.

Corinius nos muele a todos;

Reinando en la viuda Krothering.

El viejo estaba bruñendo un escudo y un morrión[286]y tenía a los pies otros arreos bélicos.

-Me maravilla que todavía estés ocupado con tus arreos, oh padre mío -dijo ella, alzando la vista de su cántico y de su molienda-. Si las cosas vuelven a ir mal, ¿qué puede hacer un viejo sino padecer y callar?

-Habrá tiempo para eso más tarde -dijo el viejo-. Sólo poco tiempo está la mano dispuesta al golpe.

-Si vuelven, seguramente querrán quemar las vigas del tejado -dijo ella, aún moliendo.

-Eres una mozuela desobediente. Si huyeras a la cabaña[287]al fondo del valle, como te tengo mandado, no me importaría un haba que quemasen o dejasen de quemar.

-Que arda si llegan -dijo ella-. ¿De qué nos servirá entonces quedarnos? Tú eres un viejo y ya has vivido tus buenos días y yo no quiero quedarme así en el mundo.

Un gran perro se despertó junto a ella y se sacudió; después se acercó a ellos y recostó el hocico en el regazo de ella, mirándola con ojos amables y solemnes.

-Eres una moza desobediente -dijo el viejo-, y, si no es por ti, que venga espada o que venga fuego no se me da una paja; pues sé que no será sino una tormenta pasajera, ahora que ha vuelto a casa mi señor.

-Han quitado al señor Spitfire sus tierras -dijo ella.

-Sí, mulilla mía -dijo el viejo-, y verás que mi señor vuelve a recuperarlas.

-¿Sí? -dijo ella.

Y siguió moliendo y cantando:

Muele, molino, muele.

Corinius nos muele a todos.

-¡Chist! -dijo el viejo al cabo de un rato-, ¿no se ha oído un caballo? Entra en casa hasta que sepa si viene en son de paz.

Y se agachó trabajosamente para tomar su arma. Temblaba lastimosamente en sus débiles manos.

Pero ella, como conociendo las pisadas, no pensó en otra cosa, sino que saltó con el rostro primero rojo, después pálido y luego sonrojado de nuevo, y corrió hasta la puerta de la cerca. Y los perros pastores saltaban ante ella. Allí, en la puerta, se encontró con un joven que montaba un caballo fatigado. Iba vestido de soldado, y el caballo y su jinete estaban tan manchados de barro y de polvo y de todo tipo de suciedades, que daba pena verlos, y estaban tan agotados, que parecía que apenas tenían fuerzas para avanzar un tiro de piedra más. Se detuvieron ante la puerta, y todos los perros saltaron sobre ellos, lloriqueando y ladrando de alegría.

Antes de que el soldado hubiera terminado de desmontar, recibió un dulce abrazo.

-Con cuidado, corazón mío -dijo-; tengo el hombro algo dolorido. No, no es nada. Te he traído a casa todos los miembros.

-¿Ha habido una batalla? -preguntó el viejo.

-¿Que si ha habido una batalla, padre? -exclamó él-. Te diré que los muertos están más apretados en la ladera de Krothering que las ovejas en nuestro redil en el tiempo del esquileo.

-Ay de mí, es una herida horrible, querido mío -dijo la muchacha-. Entra; te la lavaré y te pondré milenrama machacada con miel; es un remedio soberano contra el dolor y la pérdida de sangre, y seca los labios de la herida y la sana tan aprisa que no lo creerás. Has sangrado demasiado, tonto. Y ¿cómo has podido salir adelante sin tener a tu mujer para que te cuidase?

-¿Hemos vencido, muchacho? -dijo el granjero, rodeándolo con un brazo.

-Te lo diré todo punto por punto, viejo -respondió él-, pero primero debo llevarlo al establo. -Y el caballo le restregó el hocico por el pecho-. Y debéis echarme algo de lastre. Sabe Dios que no es relato para contarlo con el vientre vacío.

-Ay, padre -dijo la damisela-; ¿no tenemos ya un bocado dulce en la boca al tenerlo de vuelta una vez más? Y déjale que tarde en servirnos el segundo bocado, sea dulce o amargo.

De modo que le lavaron la herida y le aplicaron a la misma hierbas benéficas, y la vendaron con trapos limpios, y le pusieron ropas limpias y le hicieron sentarse en el banco fuera del porche y le sirvieron de comer y de beber: bollos de cebada y miel oscura de brezo, y vino blanco y áspero de Tivarandardale. Los perros yacían cerca de él, como si se sintieran más calientes y seguros a su lado. Su joven esposa le cogía de la mano, como si eso bastase si durase para siempre. Y aquel viejo, que se tragaba su impaciencia como un muchacho que espera el toque de la campana en la escuela, acariciaba su partesana[288]con mano temblorosa.

-¿Recibiste el recado que te envié tras la batalla bajo Galing, padre?

-Sí. Fue bueno.

-Aquella noche se celebró un consejo -dijo el soldado-. Todos los grandes se reunieron en el gran salón de Galing; daba gloria verlos. Yo fui uno de sus coperos, porque había matado al abanderado de los brujos en aquella misma batalla bajo Galing. No me pareció haber hecho gran cosa, hasta que después de la batalla, mirad, me encuentro a mi señor de pie junto a mí, y me dice: «Arnod» (sí, me llamó por mi nombre, padre), «Arnod (dice), has abatido el pendón de Brujolandia que tremolaba con tanto orgullo contra nuestra libertad. Los hombres como tú sois los que salvaréis a Demonlandia en estos tiempos de perros (me dice). Porta mi copa esta noche, como honor que te hago». Moza, me gustaría que le hubieras visto los ojos en aquel momento. Nuestro señor es un señor que pone fuerzas en el brazo de la espada.

»Tenían delante el gran mapa del mundo, el de este país de Demonlandia, para estudiar sus planes. Yo estaba a su lado, sirviendo el vino, y oí sus debates. Es un mapa maravilloso, hecho de bronce y de cristal, muy artificioso, con aguas que relucen y montañas de bulto. Mi señor señala con la espada y dice: "Aquí está Corinius, según todos los indicios, y no se mueve de Krothering. Y, por los dioses (dice), es buen acuerdo. Pues advertid que, si vamos por Gashterndale, como debemos ir para llegar hasta él, nos puede golpear como el martillo sobre el yunque. Y, si queremos pasar hacia la cabecera de la ría de Thunder (y la señaló con su espada), cae sobre nuestro flanco; y, en todos los pasos, la pendiente de la tierra le favorece y nos perjudica a nosotros".

»Recuerdo esas palabras -dijo el joven-, porque mi señor Brándoch Dahá se rió y dijo: "¿Estamos tan desconocidos tras nuestros viajes que nuestra tierra combate a favor del otro bando? Dejad que vuelva a estudiarlo".

»Le llené la copa. Dioses, le llenaría una copa de mi propia sangre si me lo pidiera, después del tiempo que hemos pasado juntos, padre. Pero luego hablaré más de esto. Es el caballero más fuerte, y un capitán sin igual.

»Pero el señor Spitfire, que se paseaba mientras tanto de un extremo a otro del salón, alzó la voz y dijo: "Sería una locura seguir este camino que nos han preparado. Tomémoslo por el flanco por el que menos espera vernos: por el sur, a través de las montañas, y cayendo desde Mardardale sobre su retaguardia".

»'Ah (dijo mi señor), y nos rechazarían hacia las ciénagas de Murkdale si fracasamos en el primer embate. Es demasiado peligroso. Es peor que por Gashterndale".

»Así siguieron: un no para cada sí, y nada los satisfacía. Hasta que, al final, mi señor Brándoch Dahá, que había pasado mucho tiempo ocupado con el mapa, dijo: "Ahora que habéis cernido todo el pajar sin encontrar la aguja, os presentaré mi acuerdo, para que no digáis que os aconsejo con demasiada precipitación".

»Y le pidieron que expusiera su acuerdo. Y dijo a mi señor: `°Tú irás con el grueso de nuestras fuerzas por el camino de Switchwater. Y que toda la tierra arda para anunciar vuestra llegada. Pasaréis la noche de mañana en alguna posición privilegiada, donde no pueda atacaros con ventaja; quizá en las viejas cabañas sobre Wrenthwaite, o en algún lugar adecuado antes de llegar adonde el camino empieza a caer al sur hacia Gashterndale. Pero, al romper el día, alzad el campo y cruzad el Gashterndale y llegad a la ladera para entrar en batalla con él. Así, todo saldrá según sus propios deseos y expectativas. Pero yo (dijo mi señor Brándoch Dahá), con setecientos jinetes escogidos, ya habré seguido por entonces la cresta de las montañas, desde Transdale hasta Erngate End; así, cuando dirija sus fuerzas hacia el norte bajando la ladera para sobrepujaros, amenazará la seguridad de sus flancos y de su retaguardia un peligro con el que nunca soñó. Si es capaz de resistir mi carga por sorpresa sobre su flanco, contigo delante para tenerlo ocupado, y con tan pequeña ventaja sobre nosotros en fuerzas; si es capaz de resistir todo ello, entonces ¡buenas noches! Los brujos serán superiores a nosotros en las armas, y podemos quitarnos la gorra y dejar de aspirar a recuperar lo nuestro".

»Eso dijo mi señor Brándoch Daba. Pero todos dijeron que era una torpeza pensar tal cosa. ¿Dirigir un ejército a caballo en tan breve tiempo sobre un terreno tan malo? No podía ser. "Bueno (dijo él), dado que no os parece posible, tanto más se lo parecerá a él. Los acuerdos prudentes no nos sirven de nada en este trance. Dejadme tan sólo que escoja a mis setecientos hombres y caballos hasta el número de setecientos, y prepararé este baile de máscaras de tal modo que no os quejaréis del maestro de ceremonias".

»De modo que al final se salió con la suya. Y, después de la medianoche, creo que todavía seguían con ello, haciendo planes y estudiándolos.

»Al salir el día, todo el ejército formó en los prados que están más abajo del lago de la luna, y mi señor habló ante ellos y nos dijo que tenía intención de marchar a la región occidental para limpiar a Demonlandia de brujos; y pidió que cualquier hombre que estuviera cansado de guerras furiosas y le pareciera cosa más dulce volver a su propio lugar y a su casa, que lo dijera sin miedo, y que lo dejaría marchar, sí, y que le daría buenos presentes, en vista de que todos habíamos servido con hombría; pero que no quería tener en su empresa a hombre alguno que no fuera a la misma con todo su ánimo y su corazón[289]

-Sin duda, ninguno aceptaría tal oferta -dijo la damisela.

-Se levantó tal griterío -dijo el soldado-, con tal ruido de pies y tal entrechocar de armas, que la tierra temblaba, y los ecos retumbaban como truenos por las altas cañadas del Scarf, de los gritos de «¡Krothering!», «¡Juss!», « ¡Brándoch Dahá!», «¡Llevadnos a Krothering!». Sin más, se prepararon los fardos del bagaje, y, antes del mediodía, todo el ejército había atravesado el Stile. Mientras estábamos detenidos para el almuerzo cerca de Blackwood, en Amadardale, llegó mi señor Brándoch Dahá cabalgando entre las filas, para escoger a su gusto a setecientos de nuestros mejores jinetes. Y no quiso encomendar el encargo a sus oficiales, sino que, cuando veía a un muchacho apto, lo llamaba por su nombre y le demandaba[290]si quería cabalgar con él. Apuesto a que jamás oyó un «no» como respuesta a tal demanda. Yo tenía frío el corazón de temor a que me ignorase cuando lo vi pasar cabalgando, tan garboso como un rey. Pero tiró de la rienda a su caballo y dijo: «Arnod, buen caballo cabalgas. ¿Servirá para llevarte hasta Erngate End para ir a caza de jabalíes mañana por la mañana?». Yo le hice un saludo y le dije: «No sólo hasta allí, mi señor, sino hasta el infierno ardiente, con sólo que tú nos dirijas». «Ven (dijo él). Te llevaré a una puerta mejor: al salón de Krothering, antes de que caiga la noche.»

»Entonces quedaron divididas nuestras fuerzas, y el grueso del ejército se dispuso a marchar hacia el oeste, bajando el camino de Switchwater, con el señor Zigg como jefe de la caballería, y el señor Volle y mi señor mismo y su hermano el señor Spitfire, en el centro de todos. Y con ellos iba aquel traidor extranjero, el señor Gro; pero creo que es más un dulce de alfeñique que un hombre de guerra. Y con ellos iban muchos caballeros de valía: Gismor Gleam de Justdale, Astar de Rettray y Bremery de Shaws, y muchos más hombres notables. Pero con mi señor Brándoch Dahá quedaron Arnund de By y Tharmrod de Kenarvey, Kamerar de Stropardon, Emeron Galt, Hesper Golthring de Elmerstead, Styrkmir de Blackwood, Melchar de Strufey, los tres hijos de Quazz, de Dalney, y Stypmar de Failze; jóvenes caballeros feroces y coléricos, tal como él los prefería, a mi parecer; grandes jinetes; no muy preocupados por el futuro y las cosas lejanas, pero mantenedores de la fortuna día a día; demasiado precipitados para dirigir un ejército, pero los mejores de todos para seguirle y obedecerle en una empresa tan gloriosa.

»Antes de que partiésemos, mi señor acudió a hablar con mi señor Brándoch Dahá. Y mi señor miró el cielo, que estaba lleno de nubes oscuras y de viento, y dijo: "No faltes a la cita, primo. Tú has dicho que tú y yo somos como el índice y el pulgar; y nunca se verá esto con más seguridad que mañana".

»"Oh amigo de mi corazón, ten confianza (respondió mi señor Brándoch Dahá). ¿Has tenido noticia de que tratase mal alguna vez a mis invitados? ¿Y no te he invitado a desayunar mañana por la mañana en los prados de Krothering?"

»Entonces, nosotros los setecientos torcimos a la izquierda en la confluencia, y subimos por Transdale hasta las montañas. Y cayó mal tiempo sobre nosotros, el peor que he visto nunca. Ya sabes, padre, que en Transdale el terreno es muy blando y hay poco camino, y era muy fatigoso, cuando todos los senderos de ciervos se habían vuelto cursos de agua, y no había sino barro y cieno bajo los pies, y uno no podía ver por encima y a su alrededor sino bruma blanca y lluvia, y barro y agua bajo los cascos de los caballos. Poca indicación tuvimos de que habíamos llegado a lo más alto del collado, si no fuera porque las nubes se espesaron y el viento apretó más a nuestro alrededor. Todos estábamos mojados hasta los huesos, y llevábamos una pinta de agua en cada zapato.

»Mientras estábamos detenidos en el collado, mi señor Brándoch Dahá no descansó nada, sino que dio su caballo a su escudero para que lo sostuviera y recorrió las filas personalmente. Y para cada uno tenía una broma o una mirada alegre, de modo que verlo y oírlo era para nosotros como comida y bebida. Pero sólo consintió que nos detuviésemos poco tiempo; luego, torcimos a la derecha y subimos por la cresta, por donde el camino era todavía peor que había sido por el valle, con rocas y pozos ocultos entre los brezales, y peñas resbaladizas de piedra berroqueña. A fe que creo que ningún caballo que no haya nacido y se haya criado para ello sería capaz de cruzar aquel terreno, mojado o seco, sin quebrarse las piernas y romperle el cuello a su jinete antes de dos horas de viaje; pero los que íbamos hacia la ladera de Krothering con mi señor Brándoch Dahá cabalgamos diez horas de esa manera, aparte de las paradas que hicimos para dar agua a nuestros caballos y las más largas para echarles pienso, y la última parte del viaje fue a través de la noche oscura, y todo el viaje entre los dientes del viento, con lluvia que arrastraba el viento como vapor, y a veces pedrisco. Y, cuando terminó la lluvia, el viento roló al noroeste y secó los riscos. Y, entonces, los pedazos pequeños de piedra berroqueña podrida nos daban en el rostro como pedrisco que arrastra el viento. No había refugio, ni siquiera el costado de las rocas protegido del viento, sino que aquel viento tormentoso nos golpeaba y nos detenía, y batía las alas entre los peñascos como el trueno. ¡Cielos!, estábamos cansados y a punto de caernos, fríos hasta los huesos, casi cegados los jinetes y los caballos, pero seguimos adelante con enorme constancia. Y mi señor Brándoch Dahá tan pronto iba en la vanguardia como en la retaguardia, animando los corazones de los hombres, que advertían el alegre rostro con que sufría él las mismas penalidades que el menor de sus soldados: como el que cabalga a placer de camino a un gran banquete de bodas, y exclamaba: "¡Vamos, muchachos, seguid con alegría! Esos sapos de las charcas del Druima van a enterarse demasiado tarde para ellos de cómo nuestros caballitos de montaña las recorren como ciervos".

»Cuando empezó a salir la mañana, hicimos el alto definitivo, y los setecientos de a caballo nos quedamos escondidos en la hoya que hay bajo los altos precipicios de Erngate End. Os aseguro que fuimos con cuidado, no fuera que un cerdo mirón de Brujolandia que alzase la vista desde abajo columbrara hombres o caballos contra el cielo. Lo primero que hizo su alteza fue apostar a sus centinelas y hacer que se pasara lista, y se aseguró de que cada hombre había desayunado y cada caballo había recibido su pienso. Después se situó detrás de una peña, desde donde podía contemplar el terreno que estaba por debajo. Me llamó a su lado para que le llevara

recados. Con las primeras luces, miramos al oeste sobre el borde de la montaña y vimos Krothering y los brazos de mar, no tan oscuros que no pudiésemos contemplar su flota fondeada en aguas de Aurwath, y sus reales como un grupo de colmenas, tan próximos, que parecía que uno podía arrojar una piedra sobre ellos desde donde estábamos. Era la primera vez que yo guerreaba a su lado. A fe que es hombre hermoso a la vista: recostado allí entre los brezales, con la barbilla sobre los brazos cruzados, con el yelmo a un lado para que no lo viesen relucir desde abajo; silencioso como un gato; se diría que estaba medio dormido, pero tenía despiertos los ojos, contemplando Krothering. Ya desde tan lejos se veía lo mal que lo habían tratado.

»El sol, grande y rojo, saltó de los bancos de nubes del oriente. Empezó a haber movimiento en su campamento: se izaban estandartes, los hombres se reunían junto a los mismos, formaban fijas, sonaban clarines; después, una veintena de jinetes llegó al campamento por la carretera de Gashterndale. Su alteza, sin mover la cabeza, me hizo señal con la mano de que reuniese a sus capitanes. Yo fui corriendo por ellos. Les dio órdenes rápidas, señalando hacia donde los cerdos de Brujolandia formaban en orden de batalla: ladrones y piratas que robaron a los súbditos de su alteza en su propia tierra; se dirigieron desde los reales hacia el norte con pendones y estandartes y lanzas desnudas que relucían. Luego, entre el silencio, llegó un sonido capaz de hacer dar un brinco al corazón: apagado, de entre las profundidades lejanas de Gashterndale, el toque de batalla del clarín de mi señor Juss.

»Mi señor Brándoch Dahá esperó un momento, mirando hacia abajo. Después se volvió con un rostro que relucía como la mañana. "Buenos señores (dijo), ahora montad aprisa, pues Juss lucha contra sus enemigos." Creo que estaba muy contento. Creo que estaba seguro de que aquel día se despicaría a gusto de todos los que le habían agraviado.

»Fue una cabalgata larga desde Erngate End. Toda la sangre de nuestros corazones nos empujaba a ir aprisa, pero debíamos cabalgar con cuidado, abriéndonos camino por aquel terreno difícil, empinado como un tejado, irregular y sin apoyos firmes, con musgo húmedo y resbaladizo y con peñas cortantes y rocas inestables. Lo único que podíamos hacer era dejar solos a los caballos, y nos bajaron la ladera con mucho valor. Apenas estábamos a mitad de la bajada cuando pudimos oír y ver la marcha de la batalla. Los de Brujolandia estaban tan atentos al grueso del ejército de mi señor, que creo que, cuando nos advirtieron, ya habíamos salido del terreno empinado y estábamos formando para cargar. Nuestros clarines tocaron su desafío de batalla, ¿Quién se atreve con Brándoch Dahá?, y hajamos a la ladera de Krothering como una avalancha de rocas.

»Apenas sé cómo fue la batalla, padre. Fue como la confluencia de dos ríos en avenida[291]Creo que se abrieron ante nosotros, a derecha e izquierda, para resistir mejor el golpe. Los que estaban ante nosotros cayeron como el trigo bajo el pedrisco. Nosotros giramos a ambos lados; algunos contra su derecha, que fue rechazada hacia sus reales; los más, con mi señor Brándoch Dahá, hacia nuestra derecha. Yo estuve con éstos, en la batalla principal. Su alteza cabalgaba un caballo ardiente y nervioso, muy bravo y obstinado; junto a él iban Styrkmir de Blackwood a un lado y Tharmrod al otro. Ningún hombre ni caballo eran capaces de mantenerse en pie ante ellos, y ellos iban como siguiendo un laberinto, de un lado a otro, entre los golpes y los tajos de los peones, las cabezas y los brazos cortados, los hombres abiertos en dos desde la coronilla hasta el vientre[292]sí, hasta la silla, los caballos sin jinete enloquecidos, la sangre que salpicaba del suelo como el barro en una marisma.

»Así seguimos durante un tiempo, hasta que agotamos la ventaja de nuestro ataque por sorpresa y sentimos por primera vez el peso de su fuerza. Pues parece que el propio Corinius había llegado desde la vanguardia, donde había rechazado durante un tiempo al grueso de nuestro ejército, y se lanzó contra mi señor Brándoch Dahá con jinetes y peones con sus picas; y mandó a sus honderos que nos apedrearan con fuerza y nos rechazaran hacia los reales.

»Y entonces, con el gran empuje de la batalla, fuimos arrastrados de nuevo hacia sus reales; y allí sí que se formó una de todos los diablos: los caballos y los hombres que tropezaban en los vientos de las tiendas; las tiendas derribadas; ruidos de vajillas rotas; y el rey Laxus, que había llegado con marineros de su armada que

nos desjarretaban los caballos mientras Corinius cargaba sobre nosotros por el norte y por el este. Ese Corinius se portó en la batalla como un diablo del infierno, más que como un hombre mortal. Con los dos primeros tajos de su espada derribó a dos de nuestros mejores capitanes, Romenard de Dalney y Emeron Galt. A Styrkmir, que se puso en su camino para detenerlo, lo derribó con la lanza: al jinete y al caballo. Dicen que aquel día se encontró dos veces con mi señor Brándoch Dahá, pero que ambas veces los separó la turbamulta de la batalla antes de que pudieran enfrentarse entre sí.

»Como bien sabes, padre, ya he estado en algunas batallas grandes: primero, siguiendo a mi señor y a mi señor Goldry Bluszco, en tierras extranjeras, y el año pasado en el gran combate de Crossby Outsikes, y otra vez con mi señor Spitfire cuando derrotó a los brujos en Rapes Brima, y en la batalla grande y sangrienta bajo el acantilado de Thremnir. Pero nunca había estado en una batalla como la de ayer.

»Nunca había visto tales hechos de armas. Dígalo Kamerar de Stropardon, que, con un gran mandoble, le cortó a su enemigo la pierna cerca de la cadera: un golpe tan grande que la hoja atravesó la pierna, la silla y el caballo. Y Styrkmir de Blackwood, que se alzaba como un diablo entre un montón de muertos, y, a pesar de que había perdido el yelmo y sangraba por tres o cuatro grandes heridas, mantenía a raya a una docena de brujos con tajos y reveses mortales, hasta que éstos tuvieron bastante y se retiraron ante él: doce contra uno, y éste dado por muerto poco antes. Pero todos estos grandes hechos parecían paja junto a los hechos de mi señor Brándoch Dahá. En poco tiempo, le mataron tres caballos entre las piernas, pero él no recibió herida alguna, cosa maravillosa. Pues cabalgaba sin miedo por todas partes, derribando a los campeones enemigos. Recuerdo una vez que le abrieron el vientre al caballo y lo mataron entre sus piernas, y uno de aquellos señores de Brujolandia lo quiso atravesar con la lanza en el suelo, mientras se ponía de pie; cómo asió la lanza con las dos manos y a pura fuerza derribó a su enemigo de la silla. Era el príncipe Cargo, el menor de los hijos de Córund. Por mucho que fuercen sus hermosos ojos las damas de Brujolandia, ya no volverán a ver llegar el barco de aquel gentil mozo[293]Cuando cayó en tierra, su alteza le dio tal tajo en el pescuezo que la cabeza le voló por los aires como una pelota de tenis. Y, en un abrir y cerrar de ojos, mi señor Brándoch Dahá volvía a cabalgar sobre el caballo de su enemigo, y se volvió para cargar de nuevo sobre ellos. Se diría que le flaquearía el brazo de cansancio, pues es hombre que parece delgado y grácil. Pero creo que el último golpe que dio en la batalla no fue más ligero que el primero. Y parecía que las piedras, las lanzas y los tajos que caían sobre él no le hacían más daño que el que haría una paja a un diamante.

»No sé cuánto duró aquel combate entre las tiendas. Sólo sé decir que fue el mejor en que me he hallado jamás, y el más sangriento. Y, por todos los indicios, se batallaba del mismo modo en la otra parte, donde mi señor con los suyos se abría camino por la ladera. Pero no sabíamos nada de eso. Aunque es seguro que todos habríamos muerto si mi señor no hubiera vencido allí, tan seguro como que él no hubiera vencido si nosotros no hubiésemos cargado sobre el flanco de los enemigos cuando éstos cargaban contra él. Pero, en el último momento, cada uno de los que luchábamos entre las tiendas sólo pensaba en una cosa: en cómo podría matar a un brujo más, y después a otro más, antes de morir. Pues entonces Corinius reunió sus fuerzas para aplastarnos, y por cada enemigo que caía parecía que surgían dos más contra nosotros. Y los nuestros caían en grandes números, y las tiendas que eran tan blancas se habían convertido en una gran mancha de sangre.

»Cuando yo era un niño pequeño, padre, y nadábamos en las pozas profundas del Tivarandar, jugábamos a un juego: un niño atrapaba a otro[294]y lo sujetaba bajo el agua hasta que no podía más por falta de aire. Creo que no hay en el mundo un deseo tan ardiente como el deseo de aire cuando el que es más fuerte que tú te tiene sujeto bajo el agua, ni hay alegría en el mundo como la de recibir de nuevo el aire claro y fresco en los pulmones cuando te deja salir a la luz del día. Lo mismo nos pasó a nosotros, que nos habíamos despedido de la esperanza y veíamos que todo estaba perdido menos la vida misma, y ésta no podía durar mucho; cuando oímos de pronto el resonar del clarín de mi señor, que tocaba el toque de carga. Y, antes de que nuestros entendimientos trastornados pudieran dar en lo que aquello quería decir, todo el fragor de la batalla se desparramó y se dispersó, como el agua de un lago en un turbión, y las fuerzas reunidas del enemigo, que nos habían rodeado con tal rociada de proyectiles y de acero, retrocedieron primero hacia delante, luego hacia atrás, y por último de nuevo hacia delante, sobre nosotros, revueltos y con gran confusión. Creo que nuestros brazos cobraron fuerzas nuevas; creo que nuestras espadas abrieron la boca. Pues vimos al norte la enseña de Galing, que ondeaba como una estrella ardiente; y un momento después vimos a la propia persona de mi señor, muy adelantado sobre el tumulto, y a Zigg, y a Astar, y a centenares de nuestros jinetes, que se abrían camino a tajos hacia nosotros, mientras nosotros nos abríamos camino a tajos hacia ellos. Y había llegado la hora de la cosecha para nosotros, y la hora de hacernos pagar todas aquellas horas cansadas y sangrientas que habíamos pasado con la vida entre los dientes entre las tiendas de la ladera de Krothering, mientras los otros, mi señor con los suyos, se abrían camino hasta la victoria, dolorosamente y yarda a yarda, y con toda la desventaja del terreno. Y entonces, antes de que nos diésemos buena cuenta de ello, los vencimos, y alcanzamos la victoria, y el enemigo quedó desbaratado, y sufrió una derrota como no ha visto otra igual ningún hombre vivo.

»Aquel falso rey Corinius, después de quedarse hasta ver el final de la batalla, huyó de la gran matanza con unos pocos de sus hombres, y después se supo que había llegado a embarcarse en la bahía de Aurwath y se había hecho a la mar con tres o cuatro navíos. Pero quemaron la mayor parte de su armada para que no cayese en nuestras manos.

»Mi señor dio orden de que se recogiese a los heridos y se les atendiese, a los amigos y a los enemigos por igual. Entre ellos encontraron al rey Laxus, aturdido por un golpe de maza o algo así. De modo que lo llevaron ante los señores, que estaban un poco más lejos, bajando por la ladera, sobre los prados del castillo de Krothering.

»Les miró a los ojos a todos, muy orgulloso y muy guerrero. Después dijo a mi señor: "Puede darnos dolor, pero no deshonra, ser vencidos tras una pelea tan igual y tan grandiosa. Sólo culpo a mi mala suerte, que no me hizo caer en la batalla. Ahora, oh Juss, puedes cortarme la cabeza por la traición que te hice hace tres años. Y, como sé que eres de natural noble y cortés, no me avergüenzo de pedirte esta cortesía, y no esperes: otórgamela ya".

»Mi señor estaba allí de pie como un caballo de guerra después de tomarse un respiro. °Oh Laxus (dijo), no sólo te entrego tu cabeza, sino también tu espada (y se la dio con el puño por delante). Del recuerdo de tu conducta con nosotros en la batalla de Kartadza, ocúpese el tiempo, que sabe reducirlo todo a polvo. Desde entonces, te has portado como un noble enemigo nuestro; y por tal te tendremos todavía".

»Dicho esto, mi señor mandó que llevasen al mar al rey Laxus y lo subieran a bordo de un bote, pues Corinius todavía estaba a poca distancia de tierra con sus navíos; sin duda, para ver si podía salvar a Laxus o a otros de los suyos.

»Pero cuando el rey Laxus ya estaba a punto de irse, mi señor Brándoch Dahá, afectando gran despreocupación, como si se le hubiera ocurrido por casualidad una cosa de poca importancia, dijo: "Mi señor, nunca pido favores a hombre alguno. Pero, puestos a devolver cortesías, he pensado que quizá quisieras transmitir mis saludos a Corinius, pues no tengo otro mensajero".

»Laxus respondió que lo haría de buen grado. Entonces dijo su alteza: "Dile que no le culpo por no habernos esperado en el campo cuando hubo perdido la batalla, pues hubiera sido una simpleza y hubiera ido contra todos los principios del buen arte militar, y sólo hubiera servido para perder la vida inútilmente. Sólo culpo a la fortuna caprichosa, que nos separó al uno del otro en este día en que debimos habérnoslas los dos. Me hacen saber que se ha portado en mis salones más como un cerdo o un simio bestial que como un hombre. Ruégale que desembarque antes de que naveguéis hacia vuestra tierra, para que él y yo, sin otro que se interponga entre nosotros, podamos saldar nuestras cuentas. Le juramos paz y seguro, y salvoconducto hasta sus navíos, si me vence o si lo maltrato de tal modo que se rinda. Si no acepta esta oferta, es un cobarde; y todo el mundo lo tendrá por tal".

»"Señor (dijo Laxus), le repetiré fielmente vuestro mensaje."

»No sé si lo hizo o no, padre. Pero, si acaso dio a Corinius el mensaje, parece que a éste le agradó poco. Pues, en cuanto Laxus subió a bordo del navío, izaron velas, pusieron rumbo a alta mar y eso fue todo.

El joven dejó de hablar, y los tres quedaron un rato en silencio. Una débil brisa ondulaba el follaje de los robledales de Tivarandardale. El sol había caído tras los majestuosos Thombacks, y todo el cielo, de polo a polo, estaba encendido de la gloria de la puesta del sol.

Nubes moteadas, entre las que aparecía el cielo aquí y allá, cubrían los cielos, salvo en el oeste, donde se abría un gran arco de aire despejado entre las nubes y la tierra: aire de un azur que parecía quemar: tan puro era, tan profundo, tan cargado estaba de calidez: no era el azul duro del mediodía, ni el azul oriental profundo y suntuoso de la noche que se acerca, sino un azul brillante y celestial, próximo al verde; profundo, tierno y delicado como el espíritu del atardecer. A través del centro de aquella ventana del oeste, se extendía una nube como la hoja de una espada mellada, de bordes duros y serrados, cuyos dientes tenían alternativamente el color de carbones encendidos o estaban muertos; ora ardientes, ora oscuros como el hierro. Las nubes sobre el arco eran de color rosa pálido; el cenit, como ópalo negro, azul oscuro y gris tormentoso con motas de fuego.

La segunda expedición a Duendelandia

De cómo el señor Juss, que no se desviaba de su propósito,

encontró oposición al mismo donde menos la esperaba;

y de la navegación de la armada hasta Muelva

por el estrecho de Melikaphkhaz.

Cuando segaron aquella cosecha en la ladera de Krothering, ardía la última ascua del verano. Llegó el otoño, y los meses de invierno, y los días más largos del nuevo año. Y, con el primer soplo de la primavera, los puertos estaban llenos de barcos de guerra, tantos como no se habían visto nunca en aquella tierra, y en todas las regiones, desde las islas occidentales hasta Byland, desde Shalgreth y Kelialand hasta los promontorios bajo Rimon Armon, se reunían soldados con sus caballos y todo tipo de arreos bélicos.

El señor Brándoch Dahá llegó a caballo procedente del oeste el día que las flores de Pascua se abrieron por primera vez en los acantilados bajo Erngate End y las prímulas endulzaban los bosques de abedules de Gashterndale. Salió muy de mañana, y cabalgó aprisa, y entró cabalgando en Galing por la puerta del León hacia mediodía. El señor Juss estaba en su cámara privada, y le recibió con gran amor y alegría. Y Brándoch Dahá preguntó:

-¿Cómo estamos?

-Treinta y cinco navíos a flote en Lookinghaven -respondió Juss-, de los que todos menos cuatro son dragones de guerra. Espero mañana a Zigg con los reclutas de Kelialand; Spitfire está en Owlswick con mil quinientos hombres de las tierras del sur; Volle ha llegado hace sólo tres horas con cuatrocientos más. En suma, tengo a cuatro mil, contando las tripulaciones de los navíos y a nuestras propias guardias de corps.

-Yo tengo ocho navíos de guerra -dijo el señor Brándoch Dahá- en la ría de Stropardon, armados y despalmados[295]Cinco más en Aurwath, cinco en Lornagay en Movrey, y tres en la costa de Mealand, en Stackray Oyce, además de otros cuatro en las islas. Y tengo mil seiscientos peones con picas y seiscientos jinetes. Todos ellos acudirán a reunirse con los tuyos en Lookinghaven en cuanto yo chasque los dedos, con sólo que me avises con siete días de tiempo.

-Desnuda estaría mi espalda sin ti -dijo Juss, cogiéndole la mano.

-En Krothering no he movido una piedra ni barrido una sala -dijo Brándoch Dahá-. Es un estercolero. He dedicado a esto todos los hombres que he podido reunir. Y ahora todo está dispuesto.

Se volvió vivamente hacia Juss y lo miró un momento en silencio. Luego, con una seriedad que no solía encontrarse en sus labios, dijo:

-Déjame que te vuelva a apremiar: golpea y no pierdas tiempo. No le hagas el favor que le hicimos otra vez, derrochando nuestras fuerzas en la costa maldita de Duendelandia y junto a las aguas en cantadas de Ravary, para que pudiera enviar aquí con toda la seguridad del mundo a Corsus y a Corinius para que sembraran la desolación en esta tierra, haciéndonos cargar así con la mayor vergüenza que han padecido hombres mortales; y nosotros no hemos aprendido a soportar la vergüenza.

-Has dicho siete días -dijo Juss-. Chasca los dedos y reúne a tus ejércitos. No te haré esperar ni una hora.

-Sí, pero yo quiero ir a Carcé -dijo él.

-A Carcé. ¿Dónde, si no? -dijo Juss-. Y llevaremos con nosotros a mi hermano Goldry.

-Pero yo quiero ir primero a Carcé -dijo Brándoch Dahá-. Que mi opinión te persuada por una vez. Vaya, hasta un niño de la escuela te lo dirá: despeja tus flancos y tu retaguardia antes de avanzar.

-Me gustan tus nuevas ropas de prudencia, primo -dijo Juss, sonriendo-, te sientan muy bien. Pero me pregunto si no será ésta la verdadera razón: que Corinius no aceptó tu desafío el verano pasado, sino que lo dejó pendiente, y eso te ha dejado aún hambriento.

Brándoch Dahá lo miró a los ojos de refilón y se rió.

-Oh Juss -dijo-, me has tocado de cerca. Pero no es eso. Eso se debió al sortilegio que me echó aquella hermosa dama en el castillo del halcón, en la desolada Duendelandia: que el que yo más odiaba arruinaría mi hermoso señorío, y que a mi mano le sería negado poder vengarse. Eso debo soportarlo. No es eso. Piensa sólo que los retrasos son peligrosos. Vamos, sé sensato. No seas terco como una mula.

Pero el señor Juss tenía el rostro grave.

-No me insistas, mi querido amigo -dijo-. Tú duermes en paz. Pero a mí, cuando estoy en el primer sueño, se me aparece muchas veces la imagen de Goldry Bluszco, cautivo por un maleficio en la cumbre de la montaña de Zora Rach, apartado de la luz del sol, de todo sonido y todo calor vital. Hace mucho tiempo que juré no desviarme a derecha ni a izquierda hasta que lo liberase.

-Es tu hermano -dijo el señor Brándoch Dahá-. Y es mi pariente y amigo, y lo quiero poco menos que a ti. Pero, cuando hables de juramentos, recuerda que también está La Fireez. ¿Qué va a pensar de nosotros después de los juramentos que le hicimos hace tres años, aquella noche en Carcé? Este golpe deberá hacerle justicia a él también.

-Lo comprenderá -dijo Juss.

-Ha de venir con Gaslark, y me has dicho que los esperas por momentos -dijo Brándoch Dahá-. Os dejaré. Me avergonzaría decirle: «Paciencia, amigo, en verdad que hoy no es buen día. Te satisfaremos a su debido tiempo». Por los cielos, a mí me daría vergüenza tratar así al sastre que me corta las capas. Y éste es nuestro amigo, que lo ha perdido todo y que languidece en el exilio por habernos salvado la vida.

Diciendo esto, se levantó con gran disgusto e ira, e hizo ademán de salir de la cámara. Pero Juss lo asió de la muñeca.

-Me reprendes muy injustamente, y lo sabes bien en tu corazón, y eso es lo que te enfada tanto. Escucha: suena el cuerno en la puerta, y es por Gaslark. No te dejaré marchar.

-Bien -dijo el señor Brándoch Dahá-, haz como gustes. Pero no me pidas que defienda ante ellos tu mala postura. Si hablo, será para avergonzarte. Estás advertido.

Entonces entraron en el gran salón de audiencias, donde estaban no pocas damas hermosas, y capitanes y nobles de todo el país, y subieron al estrado. El rey Gaslark caminaba hacia ellos por el suelo reluciente, seguido de sus capitanes y miembros del consejo de Goblinlandia, que iban de dos en dos. El príncipe La Fireez iba a su lado, orgulloso como un león.

Saludaron alegremente a los señores de Demonlandia, que se levantaron para recibirlos bajo el palio estrellado, y a la señora Mevrian, que estaba entre su hermano y el señor Juss, de modo que era dificil decir cuál de los tres era más hermoso de ver, tanto diferían en la gloria de su belleza. Gro, que estaba de pie cerca, dijo para sí:

-Conozco a una que es la cuarta. Y, si estuviera al lado de éstos, entonces estaría reunida en esta cámara la corona de toda la hermosura de la tierra, como encerrada en un cofre. Y los dioses del cielo (si es que hay dioses) palidecerían de envidia, pues en sus salones de estrellas no tienen hermosuras que igualen a éstas: ni Febo Apolo, ni la casta cazadora, ni la misma reina[296]nacida de la espuma.

Pero, cuando la mirada de Gaslark cayó sobre la barba larga y negra, la figura delgada y algo encorvada, la frente pálida, los rizos alisados con ungüentos perfumados, la nariz de hoz, los ojos grandes y líquidos, las manos de lirio; entonces, él, que las había visto y conocido desde antiguo, se puso en un momento oscuro como el trueno por la sangre que se agolpó bajo su piel bronceada, y sacó la

espada haciendo un gran molinete, como si fuera a atravesarlo sin previo aviso. Gro se retiró apresuradamente. Pero el señor Juss se interpuso entre ellos.

-Déjame, Juss -exclamó Gaslark-. ¿No conoces a este sujeto, a este enemigo vil y a esta víbora que tenemos aquí? ¡Bonito villano perfumado! Que durante muchos años me hiló un hilo de muchas sediciones y disturbios, mientras su lengua mansa seguía sacándome dinero. ¡Bendita ocasión! Ahora le arrancaré el alma.

Pero el señor Juss puso la mano en el brazo de la espada de Gaslark.

-Gaslark -dijo-, aplaca tu ira y guarda la espada. Hace un año, no me habrías hecho mal alguno. Pero hoy me habrías matado a uno de mis propios hombres, que es un señor de Demonlandia.

Cuando hubieron terminado con sus saludos, se lavaron las manos y se sentaron a cenar, y fueron servidos y festejados noblemente. Y el señor Juss hizo las paces entre Gro y Gaslark, aunque no fue tarea fácil convencer a Gaslark de que lo perdonase. Después, se retiraron con Gaslark y La Fireez a una cámara aparte.

El rey Gaslark habló y dijo:

-Nadie puede negar, oh Juss, que la batalla que ganaste en los días de la última cosecha fue la mayor que se ha visto en tierra desde hace muchos años, y la de mayor importancia. Pero he oído cantar a un pajarito que, antes de que transcurran muchas lunas, se harán hazañas todavía mayores. Para esto hemos venido aquí ante ti La Fireez y yo, que somos viejos amigos tuyos: para pedirte que nos dejes ir contigo al otro lado del mundo en busca de tu hermano, cuya pérdida hace languidecer de pena a todo el mundo; y, después, que nos dejes ir contigo en tu expedición contra Carcé.

-Oh Juss -dijo el príncipe-, no queremos que en días venideros digan los hombres: «En aquellos tiempos, los demonios viajaron a tierras peligrosas y encantadas, y por su fuerza y valor liberaron al señor Goldry Bluszco (o, quizá, "perdieron la vida en empresa tan gloriosa'); pero Gaslark y La Fireez no tomaron parte: despidieron a sus amigos, colgaron las espadas y vivieron una vida tranquila y alegre en Zajé Zaculo. Olvidemos por tanto su recuerdo».

El señor Juss se quedó sentado en silencio un rato, como si estuviera muy conmovido.

-Oh Gaslark -dijo al cabo-, aceptaré tu ofrecimiento sin una palabra más. Pero contigo, mi querido príncipe, debo sincerarme un poco más. Pues tú no sólo vienes aquí sin obligación de derramar tu sangre en nuestra empresa, sino que nos harás que te debamos más todavía. Y no te culparía si me motejases deshonrosamente, como ya harán muchos, por ser contigo un mal amigo y un amigo perjuro.

Pero el príncipe La Fireez le interrumpió, diciendo:

-Te ruego que calles, o harás que me avergüence. Lo que hice en Carcé no fue sino el justo pago por haberme salvado tú la vida en Lida Nanguna. Así, quedamos en paz los dos. Por lo tanto, no pienses más en ello, y no me impidas que te acompañe a Duendelandia. Pero no te acompañaré contra Carcé; pues, aunque he roto completamente con Brujolandia, no sacaré la espada contra Córund y su familia, ni contra mi señora hermana. ¡Maldito sea el día en que entregué a Córund su blanca mano! Creo que ella ha salido demasiado a nuestra familia: su saludo es de corazón y no de manos. Y, cuando entregó su mano, entregó su corazón[297]¡Qué extraño es el mundo!

-La Fireez -dijo Juss-, no tomamos tan a la ligera la obligación que tenemos contigo. Pero debo seguir mi rumbo; pues he jurado solemnemente que no me desviaré a la derecha ni a la izquierda hasta que libere a mi querido hermano Goldry de su cautiverio. Eso juré, incluso antes de aquel desafortunado viaje a Carcé en el que caí en una estrecha prisión, de la que tú me liberaste. Y no me harán vacilar en esta determinación ni las acusaciones de los amigos, ni los cautiverios injustos, ni ninguno de los poderes que existen. Pero, cuando la lleve a cabo, no podremos descansar hasta que recuperemos para ti el reino de Trasgolandia, que te pertenece en justicia, y muchas cosas más que sean pruebas de nuestro amor.

-Haces bien -dijo el príncipe-. Si hicieras otra cosa, te lo reprocharía.

-Y yo también -dijo Gaslark-. ¿Crees que no padezco al ver a la princesa Armelina, mi joven y dulce prima, con el rostro más pálido y macilento cada día? Y todo de pena y grima[298]por su verdadero amor, el señor Goldry Bluszco. Ella, a la que crió su madre con tantas atenciones, sin que nada fuera demasiado caro o difícil de conseguir para darle gusto, pensando que toda delicadeza era poca para la educación de una criatura tan noble y perfecta. Me parece que es mejor izar las velas hoy que mañana, y mañana que pasado, hacia la ancha Duendelandia.

Durante todo este tiempo, el señor Brándoch Dahá no dijo palabra. Estaba recostado en su sitial de marfil y crisopacio[299]ora jugueteando con sus anillos de oro, ora retorciendo y estirando los rizos rubios de sus bigotes y de su barba. Después de un rato, bostezó, se alzó de su asiento y se puso a pasear perezosamente de un lado a otro. Se había echado la espada a la espalda pasándosela bajo los dos codos, de modo que la contera de la vaina asomaba bajo un brazo y la empuñadura enjoyada bajo el otro. Tamborileaba musiquillas con los dedos en la parte delantera del rico jubón de terciopelo rosado que le cubría el pecho. Parecía que la luz del sol de primavera le acariciaba el rostro y el cuerpo cuando pasaba del sol a la sombra y otra vez al sol, al pasar por delante de las altas

ventanas. Era como si la primavera riera de alegría al ver en él a uno que era su propio hijo, vestido externamente con tanta gracia y belleza, pero lleno además, hasta los ojos y hasta la punta de los dedos, de fuego y savia vital, como sus propios capullos que reventaban en las arboledas de Brankdale.

Al cabo de un rato dejó de pasearse, y se colocó junto al señor Gro, que estaba sentado a cierta distancia de los demás.

-¿Qué te parecen nuestros acuerdos, Gro? ¿Prefieres el camino recto, o el tortuoso? ¿Prefieres ir a Carcé, o a Zora Rach?

-Entre dos caminos -respondió Gro-, el sabio siempre elegirá el que es indirecto. Pues considera la cuestión, tú que eres un gran montañero: piensa que el curso de nuestra vida es un alto precipicio. Yo tengo que escalarlo, sea para subirlo, sea para bajarlo. Me pregunto: ¿adónde me lleva el camino recto por tal precipicio? A ninguna parte. Pues, si quiero subir por el camino recto, no me es posible hacerlo. Me quedo atorado, mientras tú, por caminos tortuosos, has alcanzado la cima. O, si es para bajar, entonces el camino recto sí que es fácil y rápido; pero se acabaron para mí las escaladas para siempre. Mientras que tú, bajando por el camino tortuoso, encontrarás mi cadáver deshecho en el fondo.

-Gracias por asignarme el mejor papel -dijo el señor Brándoch Dahá-. Bien, es un principio de mucho peso, expuesto de manera muy justa y vívida. ¿Cómo aplicas tu máxima en la cuestión que nos ocupa?

El señor Gro levantó la mirada hacia él.

-Señor, me habéis tratado bien, y, para merecer vuestro amor y para hacer que prospere vuestra fortuna, he pensado mucho en cómo podéis vosotros los de Demonlandia alcanzar mejor la venganza sobre vuestros enemigos. Y, pensando en ello diariamente, y revolviendo diversas ideas en la cabeza, no se me ha ocurrido otro medio que el que me parece mejor a mí, que es éste.

-Deja que lo oiga -dijo el señor Brándoch Dahá.

-Vosotros los demonios siempre tuvisteis el defecto de que no quisisteis daros cuenta de que muchas veces es mejor hacer salir a la serpiente de su agujero por mano de otro hombre -dijo Gro-. Considera ahora vuestra cuestión. Tenéis grandes fuerzas por tierra y mar. No te confíes mucho en eso. Muchas veces, el que tenía pocas fuerzas superó a enemigos muy poderosos, haciéndolos caer en una trampa con maña y artificio. Pero vuelve a considerar otra cosa. Tenéis algo que es mucho más poderoso que todos vuestros caballos y picas y dragones de guerra, más poderoso que tu propia espada, mi señor, y eso que te consideran el mejor luchador a espada de todo el mundo.

-¿Qué cosa es ésa? -preguntó él.

-La reputación, mi señor Brándoch Dahá -respondió Gro-. Esta reputación que tenéis los demonios de tratar limpiamente incluso con vuestros peores enemigos.

-¡Bah! -dijo él-. Es nuestra manera de ser en este mundo. Además, creo que es cosa natural en las personas grandes, del país que sean. La traición y la doblez en los tratos suelen nacer del miedo, y eso es algo que creo que ningún hombre de esta tierra conoce. Yo creo que cuando los altos dioses hacen a una persona de mi calidad, le ponen algo entre los ojos, no sé qué, que los plebeyos no son capaces de mirar sin temblar.

-Con sólo que me des permiso -dijo el señor Gro-, te cosecharé, en una breve hora, una victoria mayor que las que pueden ganaros vuestras espadas en dos años. Hablad al de Brujolandia con palabras dulces; ofrecedle un acuerdo; reuníos en consejo con él y con todos sus grandes. Yo me las arreglaré para que los maten a todos de una vez en una noche; quizá cayendo sobre ellos cuando estén en sus camas, o como nos parezca más conveniente. A todos, salvo a Córund y a sus hijos; a éstos podemos dejarlos prudentemente y hacer las paces con ellos. Esto no retrasará ni diez días vuestra partida hacia Duendelandia, adonde podéis dirigiros después con alegría en los corazones y con paz en los espíritus.

-Muy bien tramado, a fe mía -dijo Brándoch Dahá-. Si me permites un consejo, harías bien en no hablar a Juss de esto. Quiero decir, no ahora, cuando tiene ocupado el ánimo en cuestiones graves e importantes. Y yo en tu lugar, tampoco se lo diría a mi hermana Mevrian. Las mujeres suelen a veces tomarse en serio estos conceptos[300]aunque no se digan más que por hablar y charlar. Conmigo es diferente. Yo también tengo algo de filósofo, y tu chanza me agrada mucho y es muy acorde con mi propio humor.

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