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La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 16)


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-Se levanta el consejo, señores míos. En cuanto a ti, Corsus, te expulso de mi consejo. Debes dar gracias a mi clemencia porque no te hago cortar la cabeza por esto. Por tu seguridad (que ya sé que valoras más que mi honor), te recomiendo que no te cruces en mi camino hasta que hayan pasado estos días de peligro. Y a ti -dijo a Corinius-, te hago responsable, so pena de tu cabeza, de que los demonios no tomen la fortaleza, como pueden intentar movidos por su orgullo ardoroso. No me esperéis en la cena. Esta noche estaré en la torre de hierro, y que nadie me moleste allí, o le costará la cabeza. vosotros, los miembros de mi consejo, debéis esperarme aquí cuatro horas antes del mediodía de mañana. Cuídate bien, Corinius, de hacer nada ni aventurar de ninguna manera nuestras fuerzas contra los demonios hasta que recibas nuevas órdenes mías, si no es para defender Carcé de un asalto si llega el caso. Te hago responsable de ello con tu vida. Por lo que se refiere a los demonios, veremos si son más sabios que el que dice que ha sido un buen día cuando todavía no ha terminado la noche. Si mi enemigo está socavando una roca que cuelga sobre mi morada, quizá yo tenga bastante fuerza en las manos para llegar justo antes de que empiece a desplomarse para aplastar mi casa, y hacer que le caiga encima a él y lo deje hecho papilla.

Dicho esto, el rey se dirigió a la puerta con pasos poderosos y decididos. Allí se detuvo, con la mano sobre el picaporte de plata, y dirigió a Corsus una mirada de tigre.

-Tú ya estás advertido -le dijo-. No te vuelvas a cruzar en mi camino. Y, ahora que lo pienso, tampoco me vuelvas a enviar a tu hija, como hiciste el año pasado. No es mala para pasar un buen rato, y a mí me agradó bastante en su momento. Pero el rey de Brujolandia no cena dos veces el mismo plato, ni le faltan mozas frescas si las necesita.

Todos rieron al oírlo. Pero a Corsus se le puso el rostro rojo como la sangre.

De este modo se levantó el consejo. Corinius, con los hijos de Córund y los de Corsus, subió al adarve ordenándolo todo según lo que había mandado el rey Gorice. Pero el viejo duque Corsus se retiró a su cámara en la galería norte. No era capaz de estar en calma ni un momento; ora se sentaba en su sillón tallado, ora en el alféizar de la ventana, ora en su cama de amplio dosel, ora paseaba por la cámara retorciéndose las manos y mordiéndose los labios. Y no era de extrañar que estuviese muy turbado, pues se hallaba entre la espada y la pared: entre la ira del rey que lo amenazaba en Carcé y las huestes de Demonlandia que esperaban fuera.

Así transcurrió el día hasta la hora de la cena. Y en la cena vieron con gran sorpresa que Corsus estaba sentado en su lugar, y con él las señoras Zenambria y Sriva. Bebió copiosamente, y, cuando concluyó la cena, llenó una copa y dijo:

-Señor rey de Demonlandia y demás brujos, es bueno que nosotros, que tenemos ahora un pie en las fauces de la destrucción, estemos unidos. Y tampoco debemos ocultar nuestros pensamientos los unos a los otros, sino pronunciar abiertamente nuestros pensamientos y nuestros consejos, como hice yo esta mañana ante el rey nuestro señor. Y por eso reconozco sin vergüenza que anduve equivocado hoy cuando pedí al rey que hiciera las paces con Demonlandia. Me hago viejo, y los viejos solemos abrazar resoluciones medrosas; las cuales, si nos queda algo de sabiduría y de valor, pronto rechazamos arrepentidos cuando pasa el momento difícil y tenemos tiempo de meditarlas. Y está tan claro como la luz del día que el rey tenía razón, tanto por sus reproches a mi valor enflaquecido como por sus órdenes a ti, oh rey Corinius, de que montases guardia sin hacer nada más hasta que pasase esta noche. Pues ¿no ha ido a la torre de hierro? Y ¿para qué otra cosa pasa la noche en aquella cámara temible si no es para hacer hechizos o artes mágicas, como hizo en otra ocasión, y así hundir en la perdición a esos demonios cuando están en la cúspide de su fortuna? Nunca ha necesitado Brujolandia nuestros buenos deseos más que los necesitará en esta medianoche, y os ruego, señores míos, que nos reunamos en este salón un poco antes para beber por el triunfo de los encantamientos del rey, uniendo nuestros corazones y nuestros ánimos.

Con unas palabras tan agradables y un propósito tan laudable, en un momento en que el vino había derramado un poco de alegría en los corazones, que estaban agobiados por los peligros y las fatigas de la guerra devastadora, Corsus recuperó la amistad de los señores de Brujolandia. Así, cuando se montó la guardia y se aseguró todo lo necesario para la noche, se reunieron en el gran salón de banquetes, donde, hacía más de tres años, el príncipe La Fireez había luchado contra los de Brujolandia después de celebrar un banquete con ellos. Pero ya se había ahogado entre las corrientes del estrecho de Melikaphkhaz. Y el señor Córund, que había luchado de manera tan valerosa aquella noche, yacía ahora en aquel mismo salón, armado de pies a cabeza como corresponde a un gran guerrero muerto, coronado con la corona de amatistas de Duendelandia. Los bancos laterales estaban vacíos, y nadie ocupaba los sitiales de honor; y habían retirado el banco transversal a fin de dejar sitio para el féretro de Córund. Los señores de Brujolandia se sentaron a una mesa pequeña más abajo del estrado: Corinius en el asiento de honor, en el extremo más próximo a la puerta, y Corsus junto a él, y a la izquierda de Corsus, Zenambria, y a su derecha Dekalajus, hijo de Corsus, y después Heming; y a la izquierda de Corsus, su hija Sriva, y los dos hijos de Córund que quedaban estaban a su derecha. Todos estaban allí salvo Prezmyra, y nadie la había visto desde la muerte de su señor, pues no salía de su cámara. Había hachones encendidos en los soportes de plata, como en los viejos tiempos, que iluminaban los espacios solitarios del salón, y cuatro cirios temblaban alrededor del féretro donde dormía Córund. Había hermosas copas en la mesa, llenas hasta el borde de vino tliramniano, dulce y oscuro, una para cada comensal, y una comida ligera de media noche a base de empanadas frías de tocino, botargas y cangrejos en salsa de hipocrás.

Y apenas habían llegado ante sus sitios, cuando los hachones palidecieron bajo una luz extraña que llegaba del exterior: un brillo maligno, pálido, maléfico, como el que había contemplado Gro en días pasados cuando el rey Gorice XII había hecho sus conjuros por primera vez en Carcé. Corinius se detuvo antes de tomar asiento. Parecía fuerte y valeroso, con su capa de seda azul y su loriga plateada. La hermosa corona de Demonlandia, con la que Corsus se había visto obligado a coronarlo aquella gran noche en Owlswick, relucía sobre su cabello castaño claro y rizado. La juventud y la fuerza se advertían en todas las líneas de su cuerpo poderoso, y en sus brazos desnudos, regulares y poderosos, con sus brazaletes de oro; pero la palidez cadavérica de aquella luz sobre sus mejillas afeitadas tenía algo de espectral, y sus labios gruesos y burlones quedaban oscurecidos en aquella luz maligna, como los de un envenenado.

-¿No visteis otra vez esta luz? -exclamó-. Fue la sombra ante el sol de nuestra omnipotencia. El destino ha levantado su martillo para golpear. Bebed conmigo a la salud del rey nuestro señor, que lucha contra el destino.

Todos bebieron copiosamente, y Corinius dijo:

-Pasémonos las copas, para que cada uno vacíe la de su vecino. Es una vieja costumbre de buena suerte de Duendelandia; me la enseñó Córund. Aprisa, pues está en juego el destino de Brujolandia.

Y pasó su copa a Zenambria, que la apuró hasta el fondo. Y todos ellos, pasándose las copas, volvieron a beber copiosamente; todos, salvo Corsus. Pero Corsus tenía los ojos desencajados de horror mientras miraba la copa que le había pasado el hijo de Córund.

-Bebe, oh Corsus -dijo Corinius; y, viendo que todavía vacilaba, exclamó-. ¿Oué le sucede a este viejo chocarrero[322]decrépito? Está mirando el vino con ojos tan espantados como los de un perro rabioso cuando mira el agua.

En aquel instante, el brillo sobrenatural se apagó como una lámpara en una ráfaga de viento, y sólo los hachones y los cirios funerarios arrojaron sobre los comensales su resplandor vacilante.

-Bebe -volvió a decir Corinius.

Pero Corsus dejó la copa sin probarla, y abrió la boca, como quien alberga de pronto una sospecha temible. Antes de que pudiera decir palabra, subió de la tierra al cielo un relámpago cegador, y el suelo firme del salón de banquetes tembló y se sacudió como en un terremoto. Todos salvo Corinius cayeron en sus asientos, asiéndose a la mesa, asombrados y pasmados. El horror que había escapado de las entrañas de la tierra retumbaba y azotaba Carcé, estampido tras estampido, hasta que el oído casi quedaba ensordecido por el estruendo. Por el aire torturado corrían risas como las de las almas condenadas que celebran banquetes en el infierno. Una centella partió en dos la oscuridad, casi cegando a los que estaban sentados alrededor de aquella mesa, y Corinius se asió al tablero con ambas manos mientras un último estampido sacudía los muros, y se alzaba una llama en la noche, iluminando todo el cielo con un resplandor lívido. Y, a la luz de aquella llama, Corinius vio por la ventana del suroeste la torre de hierro, reventada y partida en dos, y un momento después la vio caer en una avalancha de ruinas al rojo vivo.

-¡Ha caído la torre del homenaje! -exclamó. Y, sintiendo de pronto un cansancio mortal, se hundió pesadamente en su asiento. El cataclismo pasó como un viento en la noche; pero ahora se oía un sonido como el del enemigo que corre al ataque. Corinius intentó levantarse, pero tenía muy débiles las piernas. Su vista cayó sobre la copa llena de Corsus, la que le había pasado Viglus, hijo de Córund, y exclamó-: ¿Qué obra diabólica es ésta? Siento en los huesos un extraño entumecimiento. Por los cielos, vas a beber esa copa o morirás.

Viglus, con los ojos desorbitados, agarrándose el pecho con las manos, intentó ponerse de pie, pero no pudo.

Heming casi se irguió, tambaleante, y buscó su espada a tientas, pero cayó hacia delante sobre la mesa, con un horrible estertor. Corsus se puso de pie de un salto, tembloroso, con sus ojos inexpresivos brillantes de malicia triunfante.

-El rey ha jugado y ha perdido -exclamó-, como bien creí. Y, ahora, los hijos de la noche se lo han llevado consigo. Y tú, Corinius maldito, y vosotros, hijos de Córund, no sois más que cerdos muertos ante mí. Todos habéis bebido ponzoña, y estáis muertos. Ahora entregaré Carcé a los demonios. Y Carcé y vuestros cadáveres, con mi electuario royéndoos las entrañas, será el don que me comprará el perdón de Demonlandia.

-¡Oh horror! Entonces, yo también estoy emponzoñada -exclamó la señora Zenambria, y cayó desmayada.

-Es una lástima -dijo Corsus-. La culpa fue del cambio de copas. Yo no podía hablar hasta que la ponzoña hubiera encadenado los miembros de estos diablos malditos y los hubiera dejado inofensivos.

Corinius apretó la mandíbula como un perro de presa. Rechinando los dientes, se levantó trabajosamente de su asiento, con la espada desnuda en la mano. Corsus, que pasaba cerca de él dirigiéndose a la puerta, advirtió demasiado tarde que no había contado con su anfitrión. Corinius, a pesar de que la droga mortal le ataba las piernas como una mortaja, fue con todo demasiado veloz para Corsus, que, huyendo ante él hacia la puerta, apenas tuvo tiempo de asir las pesadas cortinas antes de que la espada de Corinius se le clavase en la espalda. Cayó, y yació revolviéndose torpemente, como un sapo ensartado en un asador. Y el suelo de esteatita quedó resbaloso por su sangre.

-Está bien. Por las tripas -dijo Corinius.

No tuvo fuerzas de sacarle la espada, y vaciló como un borracho y cayó al suelo, apoyado en las jambas de la grandiosa puerta. Yació allí algún tiempo, escuchando el ruido de batalla que llegaba de fuera; pues la torre de hierro había caído sobre la muralla exterior, haciendo una brecha a través de todas las líneas de defensa. Y los demonios, a través de esa brecha, irrumpían en la ciudadela de Carcé, que ningún pie enemigo había hollado por la fuerza en todos los siglos pasados desde que la había construido Gorice I. Mal rato fue para Corinius yacer oyendo aquella batalla desigual, incapaz de mover una mano, con todos los que debían haber encabezado la defensa muertos o moribundos ante sus ojos. Pero su respiración se tranquilizaba y su dolor se aliviaba un poco cuando contemplaba el grueso cuerpo de Corsus, retorciéndose en la agonía de la muerte ensartado en su espada.

Así pasó casi una hora. La fuerza corporal de Corinius y su corazón de hierro resistieron el poder de la ponzoña mucho después de que los demás hubieran exhalado el alma en la muerte. Pero acabó la batalla, con la victoria de Demonlandia, y los señores Juss, Goldry Bluszco y Brándoch Dahá entraron en el salón de banquetes con algunos de sus guerreros. Estaban cubiertos de sangre y del

polvo del combate, pues la ciudadela se había ganado a costa de grandes heridas y de la muerte de muchos muchachos fuertes. Cuando se detuvieron en el umbral, Goldry dijo:

-Este es el salón de banquetes de la muerte. ¿Cómo han expirado éstos?

A Corinius se le oscureció el gesto al ver a los señores de Demonlandia, y luchó poderosamente por levantarse, pero volvió a hundirse suspirando.

-Tengo un frío eterno en los huesos -dijo-. Aquel traidor infernal nos ha matado a todos con ponzoña; de otro modo, algunos de vosotros hubierais conocido la muerte a mis manos antes de llegar a Carcé.

-Traedle algo de agua -dijo Juss.

Y con Brándoch Dahá levantó suavemente a Corinius y lo llevó a su sillón, donde estaría más cómodo.

-Aquí hay una dama viva -dijo Goldry.

Pues Sriva, que, por haber estado sentada a la izquierda de su padre, había escapado de beber una bebida mortal al cambiarse las copas, se levantó de la mesa, donde había estado acurrucada, asustada y en silencio, y se deshizo en un mar de lágrimas y de súplicas aterrorizadas abrazando las rodillas de Goldry. Goldry mandó que la acompañasen al campamento y que allí la pusieran a salvo hasta el día siguiente.

Corinius estaba próximo a su fin, pero reunió fuerzas para hablar, y dijo:

-Me alegro de que no cayésemos bajo vuestras espadas, sino por una jugada injusta de la fortuna, cuyos instrumentos fueron este Corsus y el orgullo diabólico del rey, que quiso uncir a su carro al cielo y al infierno. La fortuna es una verdadera ramera: primero me acaricia el cuello y después me clava esto entre las costillas.

-No es la fortuna, mi señor Corinius, sino los dioses -dijo Goldry-, cuyos pies van calzados con lana.

Entonces trajeron agua, y el señor Brándoch Dahá quiso darle de beber. Pero Corinius no lo consintió; sacudió la cabeza y derramó la copa, y, mirando ferozmente al señor Brándoch Dahá, dijo:

-Vil sujeto, ¿has venido tú también a insultar la tumba de Brujolandia? Hace poco querías atravesarme con la espada, y más pareces una dama en un sarao que un soldado.

-¿Cómo? -dijo Brándoch Dahá-. Y si un perro me muerde la pantorrilla, ¿debo morderle yo en el mismo sitio?

Corinius cerró los párpados, y dijo débilmente:

-¿Qué aspecto tienen tus adornos femeniles de Krothering desde que los maltraté?

Y dicho esto, el veneno, que iba avanzando, llegó a su fuerte corazón y murió.

Entonces se hizo el silencio durante un rato en aquel salón de banquetes, y en el silencio se oyeron pasos, y los señores de Demonlandia se volvieron hacia la grandiosa puerta, que se abría como el arco de la boca de una caverna oscura; pues Corsus había arrancado los cortinajes en su agonía, y estaban en un montón en el dintel, con su cadáver entre ellos; tenía la espada de Corinius clavada en las costillas hasta los gavilanes, y dos palmos de hoja le salían del pecho. Y, mientras miraban, entró por aquel dintel, a la luz vacilante de los hachones, la señora Prezmyra, coronada y ataviada con sus ricas vestiduras y adornos de ceremonia. Tenía el semblante triste como la luna de invierno que vuela alta entre nubes ligeras en una medianoche ventosa que amenaza lluvia, y los señores, hechizados por su belleza triste y fría, se quedaron sin habla.

Al cabo de un rato, Juss, hablando como el que lucha por dominar su voz, y haciéndole una profunda reverencia, dijo:

-Oh reina, la paz sea con vos. Estamos a vuestro servicio para que nos mandéis lo que deseéis. Y, en dicho servicio, lo primero que haremos, antes de volver a navegar rumbo a nuestras casas, será reestableceros en vuestro legítimo trono de Trasgolandia. Pero estos momentos están demasiado marcados por el destino y por actos desesperados como para tomar resoluciones. Las resoluciones se toman mejor por la mañana. La noche pide descanso. Os ruego nos deis licencia para retirarnos.

Prezmyra miró a Juss, y mordía con los ojos, que relucían con un lustre verde metálico, como los de una leona en combate.

-Me ofreces Trasgolandia, mi señor Juss -dijo-, a mí, que soy reina de Duendelandia. Y crees que puedo descansar esta noche. Los que me eran queridos sí que descansan: mi señor y amante Córund; mi hermano el príncipe; el señor Gro, que era mi amigo. Harto mortales os han encontrado a vosotros, como amigos o como enemigos.

-Oh reina Prezmyra -dijo Juss-, el nido cae con el árbol. Estas cosas las trae el destino, y nosotros no somos sino trompos en manos del destino, que nos hace girar a su antojo. A ti no te hacemos la guerra, y te juro que sólo queremos reparar el daño.

-¡Oh, tus juramentos! -exclamó Prezmyra-. ¿Qué reparación puedes ofrecerme? Tengo juventud y algo de belleza. ¿Vas a resucitar a esos tres hombres que has matado? Creo que sería una tarea demasiado difícil, por mucha fama que tengas de hechicero.

Todos callaron, mirándola mientras caminaba delicadamente a lo largo de la mesa. Con la mirada distante y, al parecer, sin comprender lo que veía, contempló a los comensales muertos y sus copas vacías. Vacías todas, salvo la que había pasado Viglus y de la que Corsus no había querido beber; ésta estaba a medio vaciar. Era de curiosa labor: estaba hecha de vidrio verde pálido, y su base estaba formada por tres serpientes trenzadas: una de oro, otra de plata y la tercera de hierro. Acariciándola descuidadamente, volvió a dirigir sus ojos brillantes hacia los demonios, y dijo:

-Siempre fue costumbre de vosotros los de Demonlandia comer el huevo y dar la cáscara como limosna.

Y, señalando a los señores de Brujolandia muertos en los brindis, preguntó:

-¿Han sido éstos víctimas también de vuestra montería de hoy, señores míos?

-Nos tratáis injustamente, señora -exclamó Goldry-. Demonlandia jamás ha usado tales artes contra sus enemigos.

El señor Brándoch Dahá dirigió una rápida mirada a Goldry y avanzó descuidadamente unos pasos hacia delante, diciendo:

-No sé dónde han labrado esta copa, pero se parece mucho a una que vi en Duendelandia. Aunque ésta es más hermosa y mejor proporcionada.

Pero Prezmyra evitó su mano extendida y apartó tranquilamente la copa hacia ella, poniéndola fuera de su alcance. La mirada de sus ojos verdes se cruzó con la de él como se cruzan dos espadas, y dijo:

-No creáis que os queda en la tierra un enemigo peor que yo. Fui yo quien envió a Corsus y a Corinius para que aplastasen a Demonlandia en el barro. Si tuviera yo alguna chispa de valor masculino, por lo menos alguna de vuestras almas saldría chillando hacia las sombras para servir a las de mis seres queridos, antes de que yo parta. Pero no la tengo. Matadme, pues, y dejad que me vaya.

Juss, que tenía la espada desnuda en las manos, la metió en la vaina y se acercó a ella. Pero la mesa estaba entre ellos, y ella se retiró hacia el estrado donde estaba expuesto el cuerpo de Córund. Allí se irguió ante ellos como una diosa triunfal, con la copa de veneno en la mano.

-No paséis de la mesa, señores míos -dijo-, o vacío esta copa para vuestra perdición.

-La suerte está echada, Juss -dijo Brándoch Dahá-. Y la reina ha ganado la partida.

-Señora -dijo Juss-, os juro que no os haremos fuerza ni os pondremos traba alguna, sino que os trataremos con honor y con veneración; y con amistad, si la queréis. Sin duda podéis creernos, en nombre de vuestro hermano.

Al oír esto, ella le dirigió una mirada terrible, y él añadió:

-Sólo os pido que no volváis vuestras manos sobre vos misma en esta noche violenta. No lo hagáis, en nombre de ellos, que quizá nos contemplan ahora desde las tierras desnudas y no exploradas, más allá de la triste laguna.

Prezmyra, vuelta hacia ellos, con la copa todavía en la mano derecha, apoyó ligeramente la mano izquierda en las placas de bronce de la loriga de Córund, que encerraba los poderosos músculos de su pecho. Tocó con la mano su barba, y la retiró de pronto; pero un instante después volvió a apoyarla suavemente en su pecho. Su belleza peregrina pareció ablandarse un poco en la luz vacilante, y dijo:

-Me entregué joven a Córund. Esta noche dormiré con él, o reinaré con él entre las poderosas naciones de los muertos.

Juss se movió como si quisiera hablar, pero ella lo detuvo con una mirada, y las líneas de su cuerpo volvieron a endurecerse, y la leona volvió a asomarse por sus ojos sin igual.

-¿Es que vuestra altivez os ha sorbido tanto el seso -dijo-, que creéis que estoy dispuesta a consentir que me mantengáis, a mí, que he sido princesa de Trasgolandia, reina de la ancha Duendelandia, y esposa del mejor guerrero de esta fortaleza de Carcé, que ha sido hasta este día el terror y el azote del mundo? Oh señores míos de Demonlandia, necios y fatuos, no me volváis a hablar, pues vuestras palabras son desvaríos. Id, descubríos ante la cierva que corre por la montaña; rogadle con buenas palabras que viva con vosotros, en los rediles de vuestro ganado, después de haber matado a su compañero. ¿Dirá a la rosa la escarcha heladora, cuando ha podrido y matado de hambre a todas las dulces flores del jardín, «vive conmigo»?, y ¿aceptará ella un pretendiente tan lobuno?

Dicho esto, bebió la copa; y, apartándose de aquellos señores de Demonlandia como se aparta una reina de la multitud que desdeña, se arrodilló suavemente junto al féretro de Córund, rodeándose la cabeza con los blancos brazos y apoyando la frente en el pecho de Córund.

Cuando Juss habló, tenía la voz cargada de lágrimas. Mandó a Bremery que tomasen los cuerpos de Córund y de Zenambria y de los hijos de Córund, y de Corsus, que estaban emponzoñados y muertos en aquel salón, y los enterrasen con reverencia a la mañana siguiente.

-Y al señor Corinius quiero que le hagáis un catafalco de honor y que yazga expuesto en este salón esta noche, y mañana lo enterraremos ante Carcé erigiendo un túmulo como corresponde a un capitán tan notable. Pero al gran Córund y a su dama, nadie los separará: yacerán en la misma tumba, lado a lado, en recuerdo de su amor. Antes de que partamos, he de levantarles un monumento, tal como merecen los grandes reyes y príncipes cuando mueren. Pues Córund era señorial y regio, y poderoso con las armas, y limpio en el combate, aunque mortal enemigo nuestro. Es de maravillar los lazos de amor con que ató a su lado a esta su reina incomparable. ¿Quién ha conocido otra como ella, por su fidelidad y por su elevado corazón? Y, sin duda, jamás ha existido otra más desafortunada.

Y salieron al patio exterior de Carcé. La noche todavía conservaba señales de aquella conmoción de los cielos que había surgido y se había apagado hacía poco, y todavía flotaban por el rostro de los cielos algunos jirones de nubes de tormenta. Entre ellos, en las partes despejadas del cielo, temblaban algunas estrellas, y la luna, a la que faltaban pocos días para estar llena, caía sobre Tenemos. Se percibía alguna leve brisa otoñal, y los demonios, recién salidos del ambiente cargado del gran salón de banquetes, temblaron un poco. Las ruinas de la torre de hierro, que despedían una columna de humo que subía hacia el cielo, y los montones derruidos de escombros que la rodeaban, parecían monstruosos en aquella oscuridad, como restos del caos primigenio; y de ellos y de la tierra hendida bajo ellos surgían humos acres, como el del azufre ardiente. Las aves obscenas de la noche, inquietas, daban vueltas cansadamente a través de aquellos vapores sulfurosos; y, entre las tinieblas, los murciélagos de alas de cuero se veían confusamente, salvo cuando su vuelo los hacía pasar como sombras sobre la luna. Y, desde la lejana soledad de los pantanos melancólicos, flotaban lamentaciones en la noche: gritos como aullidos salvajes, sollozos y largos quejidos que subían, caían y se perdían temblorosamente en el silencio.

Juss puso la mano en el brazo de Goldry, diciendo:

-Estos lamentos no tienen nada de terrenal, y estos a los que ves volar en círculo entre el humo no son murciélagos ni búhos. Son sus espíritus familiares, sin amo, que esperan a su señor. Muchos le servían: espíritus simples de la tierra, espíritus del aire y del agua, esclavizados por él con artes de encantamiento y brujerías; iban y venían, y hacían su voluntad.

-De nada le sirvieron -dijo Goldry-, ni tampoco la espada de Brujolandia, contra nuestra fuerza y valor, que la rompió en dos en sus manos y mató a sus hombres fuertes y de valía.

-Pero en verdad que no ha vivido nadie mayor en el mundo que el rey Gorice XII -dijo el señor Juss-. Cuando, después de estas largas guerras, lo tuvimos acorralado como a un ciervo, no temió intentar por segunda vez, y esta vez solo y sin ayuda, lo que ningún otro hombre ha llevado a cabo ni una sola vez sin morir en el intento. Y bien sabía que lo que invocase de las profundidades lo haría caer y lo destruiría completamente si cometía el más mínimo error, como lo cometió en otra ocasión, aunque su discípulo le socorrió. Mira ahora cómo se despide, con qué truenos poderosos, no vencido por ningún poder terrenal; con esta Carcé en ruinas, negra y humeante, como catafalco; con estos señores de Brujolandia y otros centenares de soldados nuestros y de los brujos como banquete funerario, y con espíritus que lloran en la noche para presidir el duelo.

Y volvieron de nuevo a sus reales. Y la luna se puso a su tiempo, y las nubes se fueron, y las estrellas silenciosas siguieron su camino eterno hasta la caída de la noche; como si esta noche hubiera sido como las demás: esta noche, que había visto el poderío y gloria de Brujolandia deshecho en pedazos por tal mazazo del destino.

La Reina Sofonisba en Galing

De la recepción que ofreció en Demonlandia el señor Juss

a la reina Sofonisba, hija adoptiva de los dioses,

y de la circunstancia que la maravilló más que todas las maravillas hermosas

y lindas de ver que le enseñaron en aquel país:

y un raro ejemplo de cómo, en un mundo afortunado,

llega un nuevo nacimiento totalmente inesperado en la primavera del año.

Con el paso de los meses, llegó la estación del año en que la reina Sofonisba, según su promesa, debía llegar a Galing para ser huésped del señor Juss. Y sucedió que, entre el silencio de un amanecer sin viento de abril, la carabela zimiamviana que llevaba a la reina a Demonlandia subió a remo por la ría hasta Lookinghaven.

Todo oriente era un emparrado para la aurora dorada. El Kartadza, cuyo perfil era tan nítido como si estuviera tallado en bronce, seguía ocultando el sol; y, bajo la gran sombra de la montaña, la bahía y las colinas bajas y los bosquecillos de pinos y madroños dormían en una oscuridad profunda de azules y púrpuras, sobre la cual las avenidas de flores rosadas de los almendros y los muelles de mármol blanco cobraban forma en el despertar de su belleza pálida, reflejados en la tranquilidad del mar como en un espejo. Hacia el oeste, al otro lado de la ría, toda la tierra ardía con el nuevo día. Todavía quedaba nieve en las cumbres más altas. Despejadas, bañándose en la luz dorada, se erguían sobre el fondo azul: Dina, la Horquilla de Nantreganon, el Pico de las Peñas, y todos los picos de la sierra de Thornback y el Neverdale. La mañana reía sobre sus altos riscos, y besaba los bosques que se agolpaban junto a sus estribaciones inferiores: bosques ondulantes donde ricos tonos marrones y rojizos daban a entender que todas sus ramas, decenas de miles, estaban cubiertas de yemas como si ardieran. Brumas blancas cubrían como colchas los prados marinos que están donde el Tivarandardale da al mar. En las costas de Bothrey y Scaramsey, y en la tierra próxima al gran acantilado de Thremnir y un poco al sur de Owlswick, los espacios despejados entre los bosques de abedules aparecían de un amarillo dorado: eran los narcisos primaverales en flor.

Remaron hasta el último embarcadero del norte y amarraron la carabela. La dulzura de los almendros era la dulzura de la primavera que estaba en el aire, y también estaba la primavera en el rostro de la reina cuando subió por los escalones reluciente con su séquito: sus pequeños martinetes, que volaban a su alrededor o se posaban en sus hombros; la reina, a la que los dioses antiguos otorgaron la juventud eterna y la paz eterna en el Koshtra Belorn.

El señor Juss y sus hermanos la recibieron en el muelle, así como el señor Brándoch Dahá. Hicieron sendas reverencias uno tras otro, besándole las manos y dándole la bienvenida a Demonlandia. Pero ella dijo:

-No sólo a Demonlandia, señores míos, sino al mundo. Y ¿a qué puerto de toda la tierra iba a poner rumbo, y a qué tierra, sino a esta tierra, la de vosotros, que, con vuestras victorias, habéis traído la paz y la alegría a todo el mundo? En verdad que no descansaba más blandamente la paz en el Moruna en los tiempos remotos antes de que se oyeran en aquel país los nombres de Gorice y de Brujolandia, más que dormirá con nosotros en esta nueva tierra y en Demonlandia, ahora que sus nombres están ahogados para siempre bajo los remolinos del olvido y de la oscuridad.

-Oh reina Sofonisba -dijo Juss-, no quieras que los nombres de los grandes hombres se olviden para siempre. De esa manera, las guerras que rematamos de manera tan concluyente el año pasado para convertirnos en señores indiscutidos de la tierra se olvidarían junto a los nombres de los que lucharon contra nosotros. Pero la fama de estas cosas quedará en los labios y en las canciones de los hombres, de generación en generación, mientras dure el mundo.

Montaron a caballo y cabalgaron desde la bahía hasta el camino superior, y, atravesando pastos despejados, llegaron a la lengua de Havershaw. Había corderos pastando en los prados cubiertos de rocío junto al camino; los mirlos volaban de arbusto en arbusto; las alondras cantaban en el cielo sin límites; y, cuando bajaron a través de los bosques a Beckfoot, había palomas torcaces arrullándose en los árboles, y las ardillas fisgaban con ojos como cuentas de vidrio. La reina hablaba poco. Estas cosas y todos los demás seres tímidos de los bosques y de los campos la tenían cautivada, sumiéndola en un silencio encantado que sólo interrumpía de vez en cuando con una pequeña exclamación de alegría. El señor Juss, que también amaba estas cosas, contemplaba su delicia.

Recorrieron la subida empinada desde Beckfoot, y entraron en Galing cabalgando por la puerta de los leones. La avenida de tejos estaba cubierta a ambos lados por soldados de las guardias de corps de Juss, Goldry, Spitfire y Brándoch Dahá. Éstos, en honor a sus grandes señores y a la reina, alzaron sus picas, mientras los trompeteros tocaban tres fanfarrias con sus trompetas de plata. Después, con un acompañamiento de laúdes, tiorbas y bandolas[323]sobre el ritmo de fondo de tambores sordos, un coro de doncellas cantó una canción de bienvenida, arrojando jacintos blancos y olorosos y flores de narciso por el camino que debían recorrer los señores de Demonlandia y la reina, mientras las señoras Mevrian y Armelina, más hermosas que ninguna reina terrenal, esperaban al final de la escalinata dorada, sobre el patio interior, para dar la bienvenida a Galing a la reina Sofonisba.

Sería difícil describir todos los placeres que los señores de Demonlandia habían preparado para la reina Sofonisba y para su deleite. El primer día lo pasó entre los parques y los jardines de recreo de Galing, donde el señor Juss le mostró sus grandes avenidas de limas, sus cabañas de tejo, sus huertos de frutales y sus paseos y emparrados privados; sus paseos de tomillo trepador, que envía dulces olores para refrescar al que los pisa, sus antiguos jardines acuáticos junto al arroyo de Brankdale, donde acuden las ninfas del agua en verano, y se las puede ver bajo la luna, cantando y peinándose el pelo con peines de oro.

El segundo día le mostró sus jardines de hierbas medicinales, revelándole las propiedades secretas de las hierbas, en las que estaba muy versado. Allí crecía el zamalenticion, remedio soberano para todas las heridas, bien machacado con grasa sin sal. Y el ditany, que, si se come, hace salir la flecha y cura la herida, y que no sólo rechaza a las serpientes cuando se acercan, sino que su mismo olor, llevado por el viento, las mata. Y la mandrágora, que, si se coloca en el centro de una casa, expulsa todos los males de la misma, y además alivia los dolores de cabeza y provoca el sueño. También le mostró en su jardín el acebo marino, que nace en lugares secretos y húmedos, y su raíz es como la cabeza del monstruo que los hombres llaman la Gorgona, y las ramificaciones de la raíz tienen ojos, nariz y color de serpiente. Le contó de esta planta cómo el hombre que arranca su raíz debe cuidar que no caiga sobre ella el sol, y el que quiere cortarla debe apartar la cabeza, pues no es posible a ningún hombre contemplar aquella raíz sin sufrir daño.

El tercer día, Juss mostró a la reina sus establos, donde estaban sus caballos de guerra y sus caballos de caza y para las carreras de carros, en establos con aparejos de plata, y ella se maravilló mucho al ver sus siete yeguas blancas, hermanas, tan parecidas que nadie era capaz de distinguirlas, y que en tiempos pasados le habían entregado los sacerdotes de Artemisa, en tierras más allá de la puesta del sol. Eran inmortales, y no llevaban sangre en las venas, sino icor, y su fuego se asomaba a sus ojos, que eran como lámparas encendidas.

La cuarta noche y la quinta, la reina estuvo en Drepaby, como huésped del señor Goldry Bluszco y de la princesa Armelina, que se habían casado en Zajé Zaculo en el equinoccio de invierno pasado; y la noche sexta y séptima las pasó en Owlswick, y allí Spitfire la recibió de modo señorial. Pero el señor Brándoch Dahá no quiso que la reina fuese todavía a Krothering, pues aún no había embellecido sus jardines y sus paseos, ni había restaurado como él sus tesoros ricos y agradables después de lo mal que los había tratado Corinius. Y no era su voluntad que ella contemplase el castillo de Krothering hasta que se volviese a restablecer en su antigua gloria.

El octavo día regresó a Galing, y el señor Juss le mostró su estudio, con sus astrolabios de oricalco[324]con las figuras de todos los signos del zodíaco y con las casas de la luna, tan altas como un hombre, y sus perspectivas[325]y vidrios y espejos cóncavos, y grandes globos de cristal, donde conservaba homúnculos que había creado por procesos secretos de la naturaleza, hombres y mujeres de menos de un palmo, tan hermosos que no podían serlo más con sus ropillas, comiendo, bebiendo y haciendo su vida en aquellos grandes globos de cristal donde su arte les había dado el ser.

Todas las noches, ya estuviera en Galing, en Owlswick o en Drepaby, se celebraba un banquete en su honor, con música, bailes y fiestas y todo tipo de placeres, recitales de poesías y exhibiciones de destreza con las armas y de jinetes, bailes de máscaras y saraos como no se habían visto iguales en toda la tierra, por su belleza, su ingenio y su magnificencia.

Llegó el noveno día de la estancia de la reina como invitada en Demonlandia, y era la víspera del cumpleaños del señor Juss, cuando se reunían todos los grandes del país, como se habían reunido hacía cuatro años, para rendirle honores a él y a sus hermanos, como era su costumbre en épocas pasadas. El tiempo era bueno y luminoso, y de vez en cuando caía una llovizna que daba nueva dulzura al aire, color y refresco a la tierra y alegría a la luz del sol. Por la mañana, Juss paseó con la reina por los bosques de Moongarth Bottom, que se cubrían por entonces de hojas; y, después del almuerzo, le mostró sus cámaras del tesoro, talladas en la roca viva bajo el castillo de Galiñg; allí contempló las barras de oro y de plata apiladas como si fueran troncos de árboles; cristales en bruto de rubí, crisopacio y jacinto, tan pesados, que un hombre fuerte no podría levantarlos; montones de colmillos de marfil, apilados hasta el techo; cofres y jarrones llenos de perfumes y de especias costosas: ámbar gris, incienso, madera de sándalo de dulce olor, mirra y nardo; copas, frascos y jarras de vino con asas, lámparas y cofres hechos de oro puro, labrados y repujados con imágenes de hombres, mujeres, aves, bestias y seres que se arrastran, y adornadas con joyas sin precio, perlas y zafiros rosados y amarillos, esmeraldas, crisoberilos y diamantes amarillos.

Cuando la reina se cansó de contemplar estas cosas, la llevó a su gran biblioteca, donde tenía estatuas de las nueve musas alrededor de Apolo, y todas las paredes estaban cubiertas de libros: relatos y canciones de los tiempos antiguos, libros de filosofía, de alquimia, astronomía y artes mágicas, novelas, música, y las vidas de los grandes hombres pasados, y grandes tratados de todas las artes de la paz y de la guerra, con figuras y con letras iluminadas. Grandes ventanales daban al sur y dominaban el jardín desde la biblioteca, y alrededor de los ventanales se agolpaban los rosales trepadores, las madreselvas y las magnolias perennes. Grandes sillones y divanes rodeaban la chimenea abierta, donde ardía en invierno un fuego de troncos de cedro. Había lámparas de piedras de la luna, con brillo propio y con pantallas de turmalina de color verde turbio, en candeleros de plata, en la mesa y junto a cada sillón y diván, para dar luz cuando se acabara el día; y el aire estaba perfumado con el aroma de hojas secas de rosas, que se conservaban en cuencos antiguos y jarrones de loza pintada.

-Señor mío -dijo la reina Sofonisba-, ésta es la que más me agrada entre todas las cosas hermosas que me has enseñado en tu castillo de Galing: este lugar, donde todo problema parece un eco olvidado de un mundo malvado que se ha dejado atrás. En verdad que se alegra mi corazón, oh amigo mío, de que tú y los demás señores de Demonlandia podáis disfrutar ahora de todos vuestros agradables tesoros y de vuestros días felices en vuestra querida tierra natal, con paz y tranquilidad durante todas vuestras vidas.

El señor Juss estaba junto a la ventana que daba al oeste y desde la que se veía el lago y, más allá, la gran pared del Scarf. Én su semblante oscuro y suave flotaba cierta sombra de noble melancolía, mientras su mirada descansaba sobre una cortina de lluvia que barría la pared montañosa, ocultando en parte las altas cumbres rocosas.

-Pero pensad, señora -dijo él-, que somos jóvenes. Y los ánimos enérgicos se inquietan con el exceso de inactividad.

Y la acompañó a ver su armería, donde guardaba sus armas y las armas para sus guerreros, y toda la panoplia de la guerra. Allí le mostró sus espadas y sus lanzas, sus mazas, hachas y dagas, doradas y damasquinadas y engastadas de joyas; lorigas, rodelas y escudos; hojas tan agudas, que cortarían en dos un pelo que empujara el viento contra ellas; yelmos encantados, que una espada ordinaria no podía hendir. Y Juss dijo a la reina:

-Señora: ¿qué os parecen estas espadas y estas lanzas? Pues debéis saber bien que son los peldaños por los cuales nosotros los de Demonlandia subimos hasta llegar al dominio y ascendencia que tenemos ahora sobre los cuatro puntos del mundo.

-Oh señor mío -respondió ella-, las tengo en noble estima. Pues malo sería que, mientras celebramos la cosecha despreciásemos las herramientas que prepararon la tierra y que la cosecharon.

Mientras ella hablaba, Juss tomó de su gancho una gran espada con el puño envuelto en alambres trenzados de oro y plata, y arriaces de latón con incrustaciones de amatistas, y una cabeza de dragón a cada extremo de la vaina, con almandinas por ojos; el pomo era una bola de ópalo de color ámbar oscuro, con líneas rojas y verdes.

-Con esta espada subí con Gaslark a las puertas de Carcé -dijo-, hará cuatro años este verano; tenía el juicio enturbiado por la resaca del enviado del rey Gorice. Con esta espada luché por espacio de una hora, espalda con espalda con Brándoch Dahá, contra Córund y Corinius y sus mejores hombres: la mayor pelea que sostuve jamás, y contra la desventaja más temible. El mismo rey de Brujolandia nos contemplaba desde la muralla de Carcé, a través de la bruma acuosa y del resplandor, y se maravilló al ver que dos hombres nacidos de mujer pudieran hacer tales obras.

Desató las correas de la espada y la sacó de su vaina, cantando.

-Con esta espada he vencido a centenares de enemigos -dijo, mirando amorosamente a lo largo de la hoja-: brujos, ghouls y gentes bárbaras de Duendelandia y de los mares del sur; piratas de Esamocia y príncipes del mar oriental. Con esta espada he alcanzado la victoria en muchas batallas, y la más gloriosa de todas fue la batalla ante Carcé, en septiembre pasado. Allí, luchando contra el gran Córund entre la confusión de la batalla, le hice con esta espada la herida que lo mató.

Volvió a meter la espada en la vaina; la sostuvo un momento como pensando si debía ceñírsela o no; después, la volvió a llevar pausadamente a su sitio en la pared y la colgó de nuevo. Tenía la cabeza erguida, como un caballo de guerra, y evitaba la mirada de la reina, cuando ambos salieron de su gran armería de Galing; pero no tan hábilmente que ella no percibiera un brillo en sus ojos que parecía una lágrima sobre su párpado inferior.

Aquella noche se sirvió la cena en la cámara privada del señor Juss: una refacción ligera, pero suntuosa. Se sentaron nueve a una mesa redonda: los tres hermanos, los señores Brándoch Dahá, Zigg y Volle, las señoras Armelina y Mevrian y la reina. Los vinos brillantes de Krothering y Norvasp corrían, y la conversación era alegre al parecer. Pero el silencio cubría con frecuencia la mesa, como un palio gris, hasta que Zigg o Brándoch Dahá o su hermana Mevrian lo rompían con una broma. La reina advertía el frío que había detrás de su alegría. Los intervalos de silencio se hicieron más frecuentes al avanzar la comida, como si el vino y el contento hubieran perdido sus virtudes naturales y se hubieran convertido en engendradores de ánimos negros y de meditaciones tristes.

El señor Goldry Bluszco, que había hablado poco hasta entonces, ya no hablaba nada; su rostro orgulloso estaba fijo, con expresión inmutable y pensativa. También Spitfire había quedado en silencio, con el rostro apoyado en la mano y el ceño fruncido; y a veces bebía, y otras veces tamborileaba en la mesa con los dedos. El señor Brándoch Dahá se recostaba en su sillón de marfil, bebiendo su vino a tragos cortos. Muy retraído, con los ojos semicerrados, como una pantera que sestea a mediodía, contemplaba a sus compañeros de mesa. Las luces del disfrute amable le recorrían el rostro como rayos de sol perseguidos por las sombras nubosas por una ladera de montaña un día de viento.

-Oh señores míos -dijo la reina-, me habéis prometido que me relataríais todas vuestras guerras en Duendelandia y en los mares de Duendelandia, y cómo llegasteis a Carcé, y la gran batalla que tuvo lugar allí, y el último fin de todos los señores de Brujolandia y de Gorice XII, de execrable memoria. Os ruego me las relatéis ahora, para que nuestros corazones se alegren con el relato de grandes hechos, cuyo recuerdo perdurará en todas las generaciones, y para que volvamos a alegrarnos de que hayan muerto y desaparecido los señores de Brujolandia, por los cuales y por cuya tiranía la tierra ha suspirado y ha sufrido durante muchos años.

El señor Juss, en cuyo rostro, cuando estaba en reposo, había notado ella la misma melancolía que había advertido en él aquel mismo día en la biblioteca, escanció más vino y dijo:

-Oh reina Sofonisba, lo oirás todo.

Y pasó a relatar todo lo que había sucedido desde que se habían despedido de ella en el Kosthra Belorn: la marcha hasta Muelva, junto al mar; Laxus y su gran armada, destruida y hundida en aguas de Melikaphkhaz; la batalla ante Carcé y sus altibajos; la luz maléfica y los signos brillantes que aparecieron en el cielo, por los que supieron que el rey volvía a hacer conjuros en Carcé; su espera en la noche, armados de pies a cabeza, con amuletos y talismanes contra el engendro temible que pudiera surgir de los encantamientos del rey, la explosión de la torre de hierro y el asalto a la fortaleza en una oscuridad absoluta; los señores de Brujolandia que encontraron muertos en el banquete, y cómo al fin no quedó nada del poderío, de la pompa y del terror que había sido Brujolandia, salvo las ascuas mortecinas de una hoguera funeraria y unas voces que gemían en el viento, antes del alba.

Al finalizar el relato, la reina dijo, como hablando entre sueños:

-En verdad que se puede decir de los reyes y señores muertos de Brujolandia:

Estos desgraciados seres eminentes

No dejan tras ellos más fama que cuando uno

Se cae en la nieve, y deja su huella:

Cuando brilla el sol, pronto disuelve

La forma y la sustancia.[326]

Cuando dijo esto, el silencio volvió a caer como un palio sobre aquella mesa, más triste que antes y más lleno de pesadumbre.

De pronto, el señor Brándoch Dahá se puso de pie, quitándose de los hombros el tahalí dorado engastado de zafiros de color de melocotón, diamantes y ópalos que representaban rayos. Lo arrojó sobre la mesa, con la espada, que resonó entre las copas.

-Oh reina Sofonisba -dijo-, has pronunciado una buena oración funeraria por nuestra gloria, además de por la de Brujolandia. Esta espada me la dio Zeldornius. La llevé en la batalla de la ladera de Krothering, contra Corinius, cuando lo expulsé de Demonlandia. La llevé en Melikaphkhaz. La llevé en la última gran batalla en Brujolandia. Dirás que me trajo buena suerte y la victoria en las batallas. Pero no me ha traído la mejor suerte de todas, que sí gozó Zeldornius: que la tierra se abriese bajo mis pies cuando estuvieran concluidos mis grandes hechos.

La reina lo miró sorprendida, maravillada de ver tan conmovido a uno al que siempre había visto bromista y despreocupado. Pero los demás señores de Demonlandia se pusieron de pie y arrojaron sus espadas enjoyadas sobre la mesa, junto a la del señor Brándoch Dahá. Y el señor Juss habló, y dijo:

-Bien podemos arrojar nuestras espadas como última ofrenda sobre la tumba de Brujolandia. Pues ahora deben llenarse de orín; deben marchitarse la habilidad marinera y todas las grandes artes bélicas; y, ahora que están muertos y desaparecidos todos nuestros grandes enemigos, los que fuimos señores de todo el mundo debemos hacernos pastores y cazadores, no sea que nos volvamos simples gandules y pisaverdes, dignos compañeros de los beshtianos palaciegos o del Foliot Rojo. Oh reina Sofonisba, y vosotros, hermanos y amigos míos, que habéis venido para celebrar conmigo mi cumpleaños mañana en Galing, ¿qué hacéis vestidos de fiesta? Más os valdría llorar, y volver a llorar, y vestiros todos de negro, pensando que nuestros poderosos hechos de armas y el alto cenit de la estrella luminosa de nuestra magnificencia nos han de llevar a la ruina eterna. Pensando que nosotros, que peleábamos por el gusto de pelear, hemos acabado peleando tan bien, que ya no podemos pelear más; a no ser que peleemos los unos contra los otros en lucha fratricida. Y, antes de que suceda tal cosa, que la tierra se cierre sobre nosotros y perezca nuestro recuerdo.

La reina se conmovió mucho al ver una pena tan violenta, aunque no podía comprender sus motivos y sus raíces. Con la voz algo temblorosa, dijo:

-Mi señor Juss, mi señor Brándoch Dahá, y demás señores de Demonlandia: poco esperaba yo encontraron con tal pasión de amargo descontento. Pues vine a alegrarme con vosotros. Y resuenan extrañamente en mis oídos vuestros lamentos y vuestro duelo por vuestros peores enemigos, que derrotasteis al fin con gran peligro de vuestras vidas y de todo lo que os era querido. Yo no soy más que una doncella de corta edad, aunque mis recuerdos alcanzan doscientas primaveras, y no es propio que aconseje a grandes señores y guerreros. Pero me parece extraño que la paz no os traiga un disfrute pacífico y nobles hechos para toda vuestra vida, a vosotros que sois jóvenes, nobles y señores de todo el mundo, y ricos en todos los tesoros y en los altos dones de la sabiduría, y tenéis, como tierra natal querida, el país más hermoso del mundo. Y, si no queréis que se llenen de orín vuestras espadas, podéis alzarlas contra las razas groseras de Duendelandia y de otros países lejanos, para someterlos a vosotros.

Pero el señor Goldry Bluszco rió amargamente.

-Oh reina -exclamó-, ¿es que el sometimiento de débiles salvajes va a contentar a estas espadas, que han hecho la guerra a la casa de Gorice y a todos sus capitanes escogidos, que defendían el gran poder de Carcé y su gloria y su espanto?

Y Spitfire dijo:

-¿Qué contento nos pueden dar los blandos lechos y los platos delicados y todas las delicias que hay en Demonlandia, la de las muchas montañas, si somos como zánganos sin aguijón, sin actividad alguna que nos haga apreciar el descanso?

Todos quedaron en silencio un rato. Después, el señor Juss habló y dijo:

-Oh reina Sofonisba, ¿has visto alguna vez, un día lluvioso de primavera, el arco iris que atraviesa la tierra y el cielo, y has advertido cómo todas las cosas de la tierra que están tras él, los árboles, las laderas, los ríos, los campos, los bosques y los hogares de los hombres, se transfiguran por los colores del arco?

-Sí -dijo ella-, y muchas veces he deseado llegar hasta ellos.

-Nosotros hemos volado hasta más allá del arco iris -dijo Juss-. Y allí no hemos encontrado ninguna tierra fabulosa deseada por el corazón, sino sólo la lluvia húmeda y el viento, y las frías laderas. Y nuestros corazones están fríos a causa de ello.

-¿Qué edad tienes, mi señor Juss -preguntó la reina-, para hablar como podría hablar un viejo?

-Mañana cumpliré treinta y tres años -respondió él-, que es una edad joven según la cuenta de los hombres. Ninguno de nosotros es viejo, y mis hermanos y el señor Brándoch Dahá son más jóvenes que yo. Pero ya podemos contemplar nuestras vidas como viejos, ya que hemos perdido el bien de ellas. Tú, oh reina -añadió-, mal puedes conocer nuestro dolor, pues a ti los dioses benditos te concedieron los deseos de tu corazón: juventud eterna y paz. Ojalá nos concedieran a nosotros el don que más deseamos: la juventud eterna y la guerra, sin perder nunca las fuerzas y la destreza con las armas. Ojalá nos entregasen de nuevo a nuestros grandes enemigos, vivos y enteros. Pues sería mejor que corriésemos de nuevo el albur de la destrucción total que vivir así nuestras vidas, como ganado que engorda para el matadero, o como plantas del jardín sin juicio.

-¿Llegarías a desearlo?-dijo la reina, con ojos de asombro.

Juss respondió, y dijo:

-Bien dicen que «una tumba es muy mal cimiento». Si me anunciases ahora mismo que el gran rey está vivo de nuevo y que está en Carcé, convocándonos al gran dictamen de la guerra, presto verías que te digo la verdad.

Mientras Juss hablaba, la reina recorrió con la mirada los rostros de todos los que estaban sentados a la mesa. Cuando hablaba de Carcé, veía iluminarse en todos los ojos la alegría de la batalla, como si volviera la vida a hombres que están suspendidos en un enajenamiento mortal. Sentados alrededor de aquella mesa, parecían dioses, en la gloria de su juventud y de su orgullo; pero tristes y trágicos, como dioses desterrados de los anchos cielos.

Ninguno habló, y la reina bajó los ojos, sentada como sumida en sus pensamientos. Después, el señor Juss se puso de pie y dijo:

-Oh reina Sofonisba, perdona que nuestras penas particulares nos hagan olvidar tanto nuestra hospitalidad que cansemos a nuestra invitada con una fiesta sin alegría. Pero se debe a que, como sabemos que eres nuestra amiga querida, no usamos ante ti de demasiadas ceremonias. Mañana nos alegraremos contigo, pase lo que pase después.

Y le dieron las buenas noches. Pero, cuando salieron al jardín, bajo las estrellas, la reina tomó aparte a Juss y le dijo:

-Señor mío, desde que mi señor Brándoch Dahá y tú fuisteis los primeros mortales que llegasteis al Koshtra Belorn y rompisteis el maleficio tal como estaba establecido, éste ha sido mi único deseo: ayudaros y mejoraros, y conseguir para vosotros lo que deseéis, en la medida de mis posibilidades. Aunque no soy sino una débil doncella, los dioses benditos se han servido ser amables conmigo. Una santa oración puede hacer cosas que apenas osamos soñar. ¿Queréis que les rece esta noche?

-Ay, reina querida -dijo él-, ¿es que las cenizas separadas y dispersas van a volver a reunirse? ¿Quién puede hacer volver atrás la marea de la fatalidad inalterable?

Pero ella respondió:

-Tienes vidrios y perspectivas que te pueden enseñar las cosas lejanas. Te ruego que me los traigas y que me lleves remando en tu bote hasta la cabecera del lago de la Luna, de modo que atraquemos allí hacia la medianoche. Y que vengan con nosotros mi señor Brándoch Dahá y tus hermanos. Pero que nadie más lo sepa. Pues sería burlarlos con una falsa aurora, si es que las cosas resultan al fin según tu juicio, oh señor mío, y no según mis oraciones.

De modo que el señor Juss hizo lo que le había dicho aquella hermosa reina, y subieron el lago remando a la luz de la luna. Ninguno habló, y la reina estaba sentada aparte, en la popa del bote, suplicando encarecidamente a los dioses benditos. Cuando llegaron a la cabecera del lago, bajaron a la orilla sobre un pequeño banco de arena plateada. La noche de abril estaba sobre ellos, suavizada por la luz de la luna. Las sombras de las colinas rocosas se alzaban contra el cielo, negras como la tinta e inconcebiblemente enormes. La reina se arrodilló un rato en silencio sobre el frío suelo, y los señores de Demonlandia se quedaron juntos de pie en silencio contemplándola.

Al cabo de un rato, alzó los ojos hacia el cielo; y he aquí que entre los dos picos principales del Scarf salió lentamente de la oscuridad y a través del cielo nocturno un meteoro, que dejaba un rastro de fuego plateado, y se perdió silenciosamente en la oscuridad. Quedaron mirando, y llegó otro, y otro, hasta que el cielo occidental sobre la montaña estaba ardiendo de meteoros. Venían de dos puntos del cielo: uno, entre las garras delanteras de Leo, y el otro en el signo oscuro de Cáncer. Y los que venían del león chispeaban cómo los fuegos blancos de Rigel y de Altair, y los que venían del Cangrejo eran de un rojo soberbio, como el brillo de Antares. Los señores de Demonlandia, apoyados en sus espadas, contemplaron en silencio durante mucho rato aquellos portentos. Después, cesaron los meteoros viajeros, y las estrellas fijas brillaron, solitarias y serenas. Surgió una suave brisa entre los alisos y los sauces que estaban junto al lago. Las aguas rizadas, que lamían la orilla llena de guijarros, formaban una música callada. Un ruiseñor, en un soto sobre una pequeña colina, cantaba con una dulzura tan apasionada que parecía el canto de algún espíritu. Lo escucharon como arrobados hasta que dejó de cantar y cayó un silencio sobre las aguas, los bosques y los prados. Después, todo el oriente se iluminó un momento de relámpagos, y se oyó el bramido de los truenos, al este, más allá del mar.

Los truenos cobraron forma, de tal modo que hubo música en los cielos, que llenaba la tierra y el cielo como con trompetas que llamaban al combate; primero altas, después bajas, por último temblando hasta quedar en silencio. Juss y Brándoch Dahá reconocieron la gran llamada al combate que había sido el preludio de aquella música en la oscuridad ante su palacio, en el Kosthra Belom, cuando habían llegado por primera vez ante su portal divino. La gran llamada volvió a recorrer el cielo y la tierra, como un desafío; y, tras ella, nuevas voces, que tantearon en la oscuridad, se alzaron en lamentos apasionados, flotaron y murieron en el viento, hasta que no quedó nada más que un redoble de truenos apagados, largo, bajo, callado, preñado de amenaza.

La reina se volvió al señor Juss. Sus ojos eran como dos estrellas que brillaban en la oscuridad. Dijo con voz ahogada:

-Tus perspectivas, mi señor.

Y el señor Juss hizo un fuego con ciertas especias y hierbas, y se alzó una espesa nube de humo, llena de chispas ardientes, con un olor dulce y penetrante. Y dijo:

-No miraremos nosotros, oh señora mía, por miedo a que nuestros deseos engañen a nuestros sentidos. Pero mira tú por mis perspectivas a través del humo, y dinos lo que ves en oriente, más allá del vinoso mar.

La reina miró, y dijo:

-Veo una ciudad junto a una bahía, y un río perezoso que baja hasta la bahía a través de una marisma, llena de ciénagas, y, más allá del mar, una gran región pantanosa. Tierra adentro, junto al río, veo un gran promontorio que domina los pantanos. Y el promontorio está rodeado de murallas, como si fuera una ciudadela. Y el promontorio y la fortaleza amurallada allí posada son negros como la noche antigua, y como la iniquidad entronizada posada en un lugar de poder, oscureciendo la desolación de los pantanos.

-¿Están derribadas las murallas? -preguntó Juss-. ¿Y está caída en ruinas sobre las murallas la gran torre redonda del suroeste?

-Todo está tan entero y firme como las murallas de tu propio castillo, mi señor-dijo ella.

-Haz girar el cristal, oh reina -dijo Juss-, para que veáis si hay alguna persona dentro de las murallas, y nos podáis describir sus formas y sus semblantes.

La reina quedó en silencio un rato, mirando atentamente en el cristal. Después dijo:

-Veo un salón de banquetes con paredes de jaspe verde oscuro con motas rojas, y una gran bóveda que sostienen gigantes de tres cabezas tallados en serpentina negra; y cada gigante se inclina bajo el peso de un enorme cangrejo. El salón tiene siete lados. Hay dos mesas largas y un banco transversal. Hay braseros de hierro en mitad del salón, y hachones que arden en soportes de hierro, y comensales que beben sentados a las largas mesas. Algunos son hombres jóvenes y morenos, de rostro oscuro y de grandes mandíbulas, muy marciales; quizá sean hermanos. Hay otro con ellos de semblante rojizo, de aspecto más agradable, con bigotes largos y castaños. Hay otro que lleva una loriga de bronce y un ciclatón verde mar, es viejo; tiene bigotes ralos y grises y mejillas flácidas; es gordo y torpe; no es un viejo agradable de ver.

Dejó de hablar, y Juss dijo:

-¿A quién más ves en el salón de banquetes, oh reina?

-El resplandor de las antorchas me oculta el banco transversal. Volveré a hacer girar el cristal. Ahora veo a dos que se divierten jugando a los dados en la mesa que está ante el banco transversal. Uno tiene bastante buen aspecto; es hombre bien formado, de noble porte, con pelo y barba rizados y con los ojos penetrantes, como un marino. El otro parece más joven de años; más joven que cualquiera de vosotros, señores míos. Va completamente afeitado; tiene el semblante fresco y el pelo rubio y rizado, y lleva la frente coronada con una guirnalda de fiesta. Es un joven muy grande y fuerte, y hermoso. Pero algo hay en él que me inquieta al verlo; y, con toda la hermosura de su semblante y su porte soberano, me parece desagradable.

»También hay una damisela que los mira mientras juegan. Lleva bonitos vestidos, y tiene cierta belleza. Pero no puedo alabar su…

Y, turbada de pronto, la reina apartó súbitamente el cristal. Al señor Brándoch Dahá le brillaron los ojos, pero quedó en silencio. El señor Juss dijo:

-Más, te lo ruego, oh reina, antes de que se disipe el humo y se desvanezca la visión. Si esto es todo dentro del salón de banquetes, ¿no ves nada fuera de él?

La reina Sofonisba volvió a mirar, y al cabo de un rato dijo:

-Hay una terraza que da al oeste bajo los muros interiores de aquella fortaleza de la noche antigua, y por ella pasea un hombre coronado como rey. Es muy alto; delgado de cuerpo y de miembros largos. Lleva un jubón recamado de diamantes, y su corona tiene la figura de un cangrejo, y las joyas de ésta ensombrecen al sol por su esplendor. Pero apenas soy capaz de advertir sus vestiduras, pues no puedo dejar de mirarle el rostro, que es más terrible que el de ningún otro hombre que yo haya visto jamás. Y todo el aspecto del hombre está lleno de oscuridad, de poder, de terror y de mando severo, de tal modo que parece que los espíritus de debajo de la tierra deben temblar ante él y cumplir sus mandatos.

-No quiera el cielo que esto no sea más que un sueño dulce y dorado -dijo Juss-, y que mañana nos despertemos para encontrar que se ha desvanecido.

-Camina con él -dijo la reina-, en conversación íntima, hablándole como habla un criado a su señor, uno con una barba larga y negra, ensortijada como el vellón de las ovejas y reluciente como el ala del cuervo. Es pálido como la luna de día, delgado, con rasgos delicados y ojos grandes y oscuros, y tiene la nariz curvada como una hoz; su aspecto es delicado y melancólico, pero noble.

-¿No ves a nadie, oh reina -dijo el señor Brándoch Dahá-, en los aposentos que están en la galería oriental, sobre el patio interior del palacio?

-Veo una alta alcoba decorada con tapices -respondió la reina-. Está oscura, salvo dos candelabros con varias velas que arden ante un gran espejo. Veo a una señora que está de pie ante el espejo, coronada con una corona de reina de amatistas púrpura, sobre sus largos cabellos, que son del color de las lenguas más altas de una hoguera. Entra un hombre por la puerta que está tras ella, apartando a izquierda y derecha las pesadas colgaduras. Es un hombre grande, y tiene aspecto regio, con su gran manto de piel de lobo y su ciclatón de terciopelo con adornos de oro. Tiene la cabeza calva, rodeada de rizos grises, y su barba hirsuta y con mechones grises indican que ya ha pasado su mejor edad; pero en los ojos penetrantes le arde la luz de la juventud, y el vigor de la juventud se advierte en sus pasos. Ella se vuelve para recibirlo. Es alta y .joven, hermosa, y de rostro altivo, y de rostro tierno, y también es muy valiente de corazón, y también es alegre de corazón, si no me engaña su aspecto.

La reina Sofonisba se cubrió los ojos, diciendo:

-Señores míos, ya no veo más. El cristal se cuaja por dentro, como la espuma en un remolino bajo una fuerte lluvia. Se me cansan los ojos de mirar. Rememos a casa, pues la noche está muy avanzada y estoy cansada.

Pero Juss la detuvo y dijo:

-Déjame soñar un poco más. ¿Las dos columnas del mundo, una de las cuales destruimos nosotros, instrumentos ciegos del cielo inescrutable, restauradas de nuevo? ¿Mantenemos desde ahora, él y yo, los suyos y los míos, sin tiempo y sin muerte por siempre jamás, nuestra alta contienda, ya sea él o ya seamos nosotros los grandes señores de la tierra? Si éstos sólo son fantasmas, oh reina, nos habrás llevado con engaños hasta el mismo centro de la amargura. Podíamos habernos librado de ésta si no hubiéramos visto ni imaginado estas cosas; pero no ahora. ¿Cómo es posible que se arrepientan los dioses y que vuelvan los años pasados?

Pero la reina habló, y su voz fue como las sombras de la tarde al caer, pulsando con un esplendor oculto, como con una sensación de luz de estrellas encendidas detrás del azul que se desvanece.

-Este rey -dijo-, en la maldad de su orgullo impío, llevaba en el pulgar la imagen de la serpiente Uróboros, como para decir que su reino no acabaría jamás. Pero, cuando llegó la hora señalada, cayó retumbando en las profundidades del infierno. Y, si ahora ha sido levantado de nuevo y continúan sus días, no es por su virtud, sino por vosotros, señores míos, a quienes aman los dioses todopoderosos. Por lo tanto, ruego que llenéis un rato de humildad vuestros corazones ante los altos dioses y no pronunciéis palabras ociosas. Rememos hacia casa.

Llegó la aurora de dedos dorados, pero los señores de Demonlandia se quedaron hasta muy tarde en sus lechos, después de haber velado tanto la noche pasada. Hacia la tercera hora antes del mediodía, el salón de audiencias estaba lleno de gente, y los tres hermanos se hallaban sentados en sus sitiales de honor, como habían estado sentados hacía cuatro años entre los hipogrifos dorados, y junto a ellos habían puesto tronos para la reina Sofonisba y para el señor Brándoch Dahá. La reina había visto todas las demás bellezas y esplendores del castillo de Galing, pero hasta entonces no había visto aquel salón de audiencias; y mucho se maravilló al ver sus bellezas y rarezas sin igual, las colgaduras y los relieves en las paredes, las hermosas pinturas, las lámparas de piedras de la luna y de carbunclos con luz propia, los monstruos de las veinticuatro columnas, tallados en piedras preciosas tan grandes que apenas podían rodearlas dos hombres con los brazos, y las constelaciones que ardían en aquel firmamento de lapislázuli bajo el palio dorado. Y, cuando bebieron la copa por la gloria venidera del señor Juss, deseándole largos años de vida y alegría y grandeza para siempre, la reina tomó una pequeña bandola y dijo:

-Oh señor mío, cantaré un soneto, a ti y a todos vosotros, señores míos, y a Demonlandia, ceñida por el mar -y, dicho esto, pulsó las cuerdas y cantó con su voz cristalina, tan entonada y delicada, que todos los que estaban en aquel salón quedaron embelesados al oírla:

¿Te compararé con un día de primavera?

Eres más delectable y más apacible:

Los vientos violentos rasgan los tiernos capullos de mayo,

Y la primavera es un arriendo que vence muy pronto:

A veces brilla con demasiado calor el ojo del cielo,

Y a menudo se nubla su semblante dorado;

Y toda belleza pierde alguna vez su belleza,

Marchita por azar, o por el curso de la naturaleza;

Pero no se ajará tu eterna primavera,

Ni perderás la propiedad de la belleza que posees;

Ni la muerte se jactará de que vagas por su sombra,

Cuando en versos inmortales se acreciente tu nombre:

Mientras palpiten los corazones o vean los ojos,

Vivirán estos versos, y a ti te harán vivir.[327]

Cuando terminó de cantar, el señor Juss se puso de pie muy noblemente y le besó la mano, diciendo:

-Oh reina Sofonisba, hija adoptiva de los dioses, no nos avergüences con alabanzas que son demasiado elevadas para los mortales. Pues bien sabes lo único que nos puede dar contento. Y no hemos de creer que lo que se vio anoche en la cabecera del lago de la Luna era la pura verdad, sino más bien el sueño de una visión nocturna.

Pero la reina Sofonisba respondió y dijo:

-Mi señor Juss, no blasfemes de la generosidad de los dioses benditos, no sea que se enfaden y la retiren, ellos que os han concedido a los de Demonlandia, desde este día, la juventud eterna e incansable fuerza y destreza con las armas, y… Pero ¡escuchad! -dijo, pues se oyó una trompeta que daba tres tañidos estridentes en la puerta.

Al oír aquella trompeta, los señores Goldry y Spitfire saltaron de sus asientos asiendo sus espadas. El señor Juss se quedó rígido como un ciervo que ve al cazador. El señor Brándoch Dahá siguió sentado en su silla de oro, apenas alterando su postura de gracia descuidada. Pero todo su cuerpo parecía incendiado de acción a punto de nacer, de la misma manera que el espíritu activo de la luz palpita y crece en el cielo a la salida del sol. Miró a la reina, con los ojos llenos de extrañas conjeturas[328]A un gesto de Juss, un criado salió a toda prisa de la cámara.

No se oyó sonido alguno en el alto salón de audiencias de Galing, hasta que, al cabo de un momento, volvió el criado con el asombro en el semblante e, inclinándose ante el señor Juss, dijo:

-Señor, es un embajador de Brujolandia con su séquito. Solicita una audiencia ahora mismo.

ARGUMENTO CON FECHAS

(Fechas Anno Carces Conditae. La acción del relato abarca exactamente cuatro años: del 22 de abril del 399 al 22 de abril del 403 A.C.C.)

171 La reina Sofonisba nace en Morna Moruna.

187 El rey Gorice III, devorado por las manticoras más allá del Bhavinan.

188 Morna moruna saqueado por Gorice IV. La reina Sofonisba, hospedada por intervención divina en el Koshtra Belorn.

337 Gorice VII muerto a manos de espíritus malignos cuando hacía conjuros en Carcé.

341 Nacimiento de Zeldornius.

344 Nacimiento de Corsus en Tenemos.

353 Córund nace en Carcé.

354 Nacimiento de Zenambria, condesa consorte de Corsus.

357 Nacimiento de Helteranius.

360 Nace Volle en Darklairstead, en Demonlandia.

361 Nacimiento de Jalcanaius Fostus.

363 Nacimiento de Vizz en Darklairstead.

364 Nace Gro en Goblinlandia, en la corte de Zajé Zaculo, como hermano adoptivo del rey Gaslark. Nace Gaslark en Zajé Zaculo.

366 Laxus, alto almirante de Brujolandia y después rey de Trasgolandia, nace en Estremerine.

367 Nace Gallandus en Buteny.

369 Nace Zigg en Muchos Arbustos, en Amadardale.

370 Nace Juss en Galing.

371 Nace Goldry Bluszco en Galing. Dekalajus, hijo mayor de Corsus, nace en Brujolandia.

372 Nace Spitfire en Galing. Nace Brándoch Daliá en Krotliering.

374 Nace La Fireez en Norvasp, en Trasgolandia. Gorius, segundo hijo de Corsus, nace en Brujolandia.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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