La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 12)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
-Tenemos ciertas noticias -dijo él- de que se dirigieron a marchas forzadas al este, más allá del lago Switchwater, y, antes de que el sol asomase por completo por encima del risco de Gemsar, ya íbamos persiguiéndolos de cerca, sabiendo que nuestras fuerzas eran superiores y que era nuestra única oportunidad de entablar batalla con ellos antes de que llegasen al Stile, donde han construido una fortaleza muy fuerte, y mal podíamos esperar arrancarlos de allí si la alcanzaban.
Hizo una pausa. Ella dijo:
-¿Y bien?
-Señora -dijo él-, es seguro que nosotros los de Demonlandia somos grandes e invencibles en la guerra. Pero estos días estamos luchando como quien lucha con los pies atados o sin la mitad de sus arreos, o como un hombre medio dormido. Pues nos faltan los más grandes de los nuestros. Privados de ellos, nos acontecen tales desgracias y perdiciones como la del acantilado de Thremnir, en la que hicieron pedazos a nuestras fuerzas el otoño pasado, y ahora, en el día de hoy, nos han infligido una derrota todavía mayor en el camino de Switchwater.
A Mevrian le palidecieron las mejillas, pero no dijo palabra y esperó.
-Los perseguimos afanosamente -dijo Astar-. Ya te he dicho por qué, señora. Sabes cuán próximo a las montañas pasa el camino de Switchwater, que queda ceñido por las orillas del lago y por las estribaciones montañosas, y las laderas inferiores están recubiertas de bosque, y entre las estribaciones hay valles y gargantas que suben por la ladera. El día era brumoso, y la bruma flotaba por las orillas del lago Switchwater. La batalla empezó cuando habíamos llegado hasta el punto en que nuestra vanguardia estaba casi a la altura de la estribación del Highbank que está en la orilla más lejana; con gran ventaja para ellos, ya que Corinius había destacado fuerzas poderosas en las colinas por nuestro flanco derecho, y así nos preparó una celada y nos tomó por sorpresa. Para no aumentar tu pesar con un relato doloroso, señora, te diré que nos derrotaron muy sangrientamente y que nuestro ejército dejó de existir, en una palabra. Y, a mitad del combate, Zigg encontró un momento para encargarme por su amor que cabalgase hacia Krotliering como si me fuera en ello la vida y la salud de todos nosotros, y te pidiera que huyeses de aquí a Westmark o a las islas o adonde quisieras, antes de que vuelvan los brujos y te atrapen aquí. Pues ya no tienes protección alguna contra esos brujos diabólicos, salvo estos muros y estos pocos soldados valerosos que tienes para defenderlos.
Ella seguía callada. Él dijo:
-No quisiera resultarte demasiado odioso, oh generosa señora, por haberte relatado estas adversidades con tal dureza. El momento es tan grave, que no hay tiempo para dorar la píldora. Y en verdad que creí que te satisfaría más hablando con llaneza que si, movido de no sé qué falsa cortesía, hubiera querido consolarte cuando no hay consuelo posible.
La señora Mevrian se puso de pie y le tornó de las manos. La luz de la mirada de aquella señora era como la nueva luz de la mañana que reluce a través de la bruma sobre la superficie gris y en calma de una laguna de montaña, y el timbre de su voz era dulce como las voces de la mañana, cuando dijo:
-Oh Astar, no me creas tan poco gentil ni tan necia. Gracias, buen Astar. Pero no has cenado, y sin duda la batalla y cabalgar lejos y aprisa deben de dar hambre a un gran soldado, por malas que sean las noticias que lleva. No serás peor recibido porque esperasemos, ay, a más que a ti, y nuevas muy diferentes. Hay una alcoba preparada para ti. Come y bebe; y, cuando pase la noche, tendremos tiempo de hablar más de estas cosas.
-Señora -dijo él-, debes venir ahora o será demasiado tarde.
Pero ella respondió:
-No, noble Astar. Estás en la casa de mi hermano. Mientras pueda guardársela hasta que vuelva él a casa, no huiré de Krothering como una rata, sino que permaneceré en mi puesto. Y una cosa es segura: no abriré las puertas de Krotliering a los brujos mientras mi gente y yo sigamos vivos para tenerlas cerradas ante ellos.
Y le hizo ir a cenar; pero ella quedó sentada basta bien entrada la noche, sola en la cámara de la tuna, que estaba en la torre del homenaje, sobre el patio interior de Krotllering. Era el salón de banquetes del señor Brándoch Daliá: lo había diseñado y decorado él, años atrás; y allí solían sentarse a comer él y ella, pues no usaban el salón de banquetes al otro lado del patio salvo cuando había muchos invitados. La cámara era redonda, siguiendo los muros redondos de la torre en que estaba. Todas las columnas, las paredes y el tecleo abovedado eran de una piedra extraña, blanca y lisa, que tenía un matiz brillante de oro pálido que era como el viso dorado de la luna llena en una noche cálida de verano. Lámparas que eran ópalos lechosos con luz propia llenaban toda la cámara de una luz suave, bajo la cual se veían con toda su belleza delicada los bajorrelieves del alto dado[265]exquisitamente tallados, que representaban las flores inmortales del amaranto, del nepente, del moly y del asfódelo del Elíseo[266]y los hermosos retratos pintados del señor de Krothering y de su señora hermana, y del señor Juss sobre la gran chimenea, con Goldry y Spitfire a su izquierda y a su derecha. Había algunos otros retratos menores: de la princesa Armelina de Goblinlandia, de Zigg y su señora esposa, y otros, hermosos a maravilla.
Allí quedó sentada largo rato la señora Mevrian. Tenía un pequeño laúd construido de madera de sándalo y de marfil, engastado de joyas. Mientras estaba sentada meditando, sus dedos tocaban distraídamente las cuerdas, y cantaba en voz baja y dulce:
En un árbol estaban tres cuervos,
Que no podían ser más negros.
Don di ri don.
A sus compañeros dijo uno:
¿Dónde buscaremos el desayuno?
Abajo, en aquel prado verde, veo,
Bajo su escudo, muerto un caballero.
sus perros tumbados a sus pies
Para guardar a su amo bien.
Sus halcones vuelan tan recio
Que no osa acercarse el cuervo.
Baja una cierva sin cría,
Preñada, que casi paría.
Le alza la abierta cabeza,
Y las rojas heridas le besa.
En los lomos se lo echó a cuestas
Y lo llevó hasta el lago de tierra.
Antes de maitines lo enterró,
Y antes de vísperas ella murió.
Dios conceda a todo buen señor
Tal balcón, tal perro y tal amor.
Don diri don[267]
Dejó el laúd mientras temblaba el último suspiro dulce de las cuerdas, diciendo:
-Laúd mío, mis pensamientos discordes no se corresponden con las armonías de tus cuerdas. Déjalas.
Se puso a contemplar el retrato de su hermano, el señor Brándoch Dahá, de pie con su cota de malla adornada de oro, con la mano en la espada. Y aquella mirada descuidada y burlona pero dominante que había tenido en los ojos estaba allí, recogida con maravilloso realismo por el arte del pintor, y los rasgos encantadores de su frente, de sus labios y de su mandíbula, donde reposaban la energía y la decisión dignas de un gran señor, como pudo dormir el atrevido Ares en los brazos de la reina del amor[268]
Mevrian contempló aquel retrato mucho rato, pensativa. Después, enterró el rostro entre los almohadones del gran escaño en que estaba sentada y rompió a llorar con gran vehemencia.
Comienza a cumplirse el sortilegio de Ishnain Nemartra
Del consejo que celebraron los brujos sobre la marcha de la guerra;
y de cómo, al quinto asalto, el castillo del señor Brándoch Dahá
cayó en manos de Corinius.
Hubo poco tiempo para debatir o hacer conjeturas, pero, cuando vino la mañana, el ejército de Brujolandia volvió a llegar ante Krothering, y Corinius envió a un heraldo para que conminase a Mevrian a que rindiese el castillo y su propia persona, no fueran a sucederles cosas peores. Y, al rehusar firmemente ella, Corinius mandó asaltar el castillo inmediatamente, pero no lo capturó. Y en los tres días siguientes asaltó Krothering tres veces, y no consiguió entrar, y perdió algunos hombres: por ello, estrechó el cerco[269]
Y entonces convocó a los demás señores de Brujolandia para que hablasen con él.
-¿Qué decís? ¿Qué acuerdo tomaremos? Dentro son pocos para defenderlos muros; y sería gran vergüenza para nosotros y para toda Brujolandia que no tomásemos esta plaza siendo nosotros tantos y tan grandes capitanes.
-Tú eres rey de Demonlandia -dijo Laxus-. A ti corresponde mandar lo que debe hacerse. Pero, si quieres mi opinión, te la diré.
-Quiero que cada uno de vosotros me exponga su opinión con franqueza y libertad -dijo Corinius-. Y bien sabéis que no busco otra cosa que la gloria de Brujolandia y consolidar nuestra conquista de esta tierra.
-Bien -dijo Laxus-, ya te dije una vez mi opinión y te enfadaste conmigo. Tuviste una gran victoria en el camino de Switchwater; si la hubiésemos seguido, empujando la espada de nuestra ventaja hasta tocar con el puño la coraza de nuestro enemigo, podíamos haber exterminado a toda esa cuadrilla: Spitfire, Zigg y Volle. Pero ahora han huido, el diablo sabe adónde, para preparar nuevas espinas con que herirnos en los costados.
-No te las des de sabio después de los hechos, mi señor -dijo Corinius-. No fue ése tu consejo. Me recomendaste que dejase Krothering; y yo no dejo nada cuando ya lo tengo entre manos.
-No sólo te recomendé lo que he dicho -dijo Laxus-, sino que Heming estaba presente y me dará la razón: te ofrecí que él o yo te guardásemos cerrada esta caja de confites[270]hasta que tú concluyeses la labor principal.
-Así fue -dijo Heming.
Pero Corinius dijo:
-No fue así, Heming. Y, si hubiera sido así, sería fácil ver por qué él o tú habríais querido dar el primer bocado a esa fruta exquisita. Pero no sería tan fácil ver por qué debería yo dejárosla.
-Eso está muy mal dicho -dijo Laxus-. Veo que hay que refrescarte la memoria, y que te deslizas hacia la ingratitud. ¿Cuántas frutas como aquélla has gozado desde que hemos llegado aquí, que hemos recogido entre todos con mucho trabajo?
-Oh, perdonad, mi señor -dijo Corinius-, debía haber recordado que los sueños de los labios húmedos de Sriva impiden que te descarríes. Pero basta de necedades: entremos en materia.
El señor Laxus se sonrojó.
-A fe que ya estamos muy en materia -dijo-. Sería bueno, Corinius, que tus pensamientos distraídos dejaran de vagar. ¿Vamos a gastar hombres en una fortaleza? Entonces, más valdría asaltar Galing: ésa sería una presa más valiosa para nuestra seguridad y para nuestro señorío en estas tierras.
-Sí -dijo Heming-. Persigamos al enemigo. Para eso hemos venido; no para buscarte mujeres.
Al oír esto, el señor Corinius le dio por encima de la mesa una gran bofetada en el rostro. Heming, loco de rabia, sacó una daga; pero Gro y Laxus lo detuvieron sujetándolo cada uno por una mano.
-Señores, señores -dijo Gro-, no debéis pronunciar palabras tan malas y peligrosas. Aquí todos tenemos una única intención y deseo: hacer más grande al rey nuestro señor y su gloria. Tú, Heming, no olvides que el rey ha puesto autoridad en manos de Corinius, de modo que, al apuntarle con tu daga, eres reo de alta traición contra la majestad del rey. Y a ti, mi señor, te ruego que te moderes en el ejercicio de tu poder. Sin duda, la falta de guerra abierta es lo que hace que nuestras manos estén tan vivas en estas pendencias privadas.
Cuando se calmaron los ánimos con buenas palabras, Corinius invitó a Gro a que expusiera su opinión sobre lo que convenía hacer.
-Mi señor -respondió Gro-, soy de la misma opinión que Laxus. Al esperar aquí ante Krothering, somos como cocineros perezosos que juguetean preparando dulces mientras se estropea el asado. Debemos buscar sus fuerzas y destruirlas por donde siguen sueltas, no sea que vuelvan a crecer como un tumor que nos haga peligrar; dondequiera que hayan huido aquellos señores, no dudes que se apresurarán a preparar nuestro mal.
-Ya veo -dijo Corinius- que los tres estáis de acuerdo contra mí. Pero ni un solo rayo de los pensamientos que me habéis expresado con vuestros razonamientos deja de manifestar una nube mayor que la que queréis revelar.
-Es muy cierto -dijo Laxus- que vemos con algún desprecio esto de guerrear contra mujeres.
-¡Ah, ya hemos destapado el plato! -dijo Corinius-. Y sí que hay un buen revoltillo en él. Estáis locos por las mujeres, todos vosotros, y eso os ciega y os hace creer que padezco la misma locura. Tú y tu buena pieza de ojos negros, que jurarla que te ha olvidado por otro desde hace meses. Heming, con no sé qué dulce doncella por la que pena su corazón. Gro, ¡ja, ja! -y rompió a reír-. ¿Por qué me ha hecho cargar el rey con este goblin? Sólo él lo sabe, y su secretario el diablo; yo no. Por Satán, tienes una mirada de hambre en los ojos que me hace pensar que el recado con que te envié a las puertas de Krothering no te hizo ningún bien. Cuando veo que mi gato tiene ojos de deseo, ya sé que ha estado persiguiendo a las gatas. ¿Te parece ahora que el color de ala de cuervo es más propio en el cabello de una moza
para calentarte la sangre fría que el rojizo? ¿O crees que ésta tiene el pecho más blando que tu reina para apoyar en él tus rizos perfumados?
Al oír estas palabras, los tres saltaron de sus asientos. Gro, con el rostro de color gris ceniciento, dijo:
-Puedes escupirme toda la suciedad que quieras. Estoy hecho a soportarla por el bien de Brujolandia y hasta que te ahogues en tu propia ponzoña. Pero una cosa no se la consentiré mientras viva ni a ti ni a ningún otro: que tu sucia lengua denigre el nombre de la reina Prezmyra.
Corinius se quedó quieto y sentado en su sillón, afectando tranquilidad pero con la espada dispuesta. Tenía apretada la gran mandíbula; sus insolentes ojos azules saltaban de uno a otro de aquellos señores que estaban de pie amenazándole.
-¡Bah! -dijo al fin-. ¿Quién ha sacado a relucir su nombre sino tú mismo, Gro? Yo no he sido.
-Será mejor que no vuelvas a nombrarla, Corinius -dijo Heming-. ¿No te hemos seguido y apoyado? Y seguiremos haciéndolo. Pero recuerda: soy hijo del rey Córund. Y, si vuelves a pronunciar esa mentira malvada, te costará la vida si puedo.
Corinius extendió los brazos y rió.
-Vamos -dijo, poniéndose de pie y afectando mucha alegría amistosa-, no ha sido más que una chanza; y reconozco abiertamente que ha sido una chanza poco afortunada. Lo siento, señores míos… Y ahora -siguió diciendo-, entremos de nuevo en materia. No voy a dejar el castillo de Krothering, ya que no es costumbre mía retroceder ante ningún hombre del mundo, ni siquiera ante los dioses todopoderosos, cuando ya me he marcado el rumbo. Pero os propondré un trato, y es el siguiente: mañana asaltaremos la plaza por última vez, con todos nuestros hombres y todas nuestras fuerzas. Y si no la capturamos, cosa que me parece muy poco probable y muy vergonzosa, entonces nos iremos según tu consejo, oh Laxus.
-Ya hemos perdido cuatro días -dijo Laxus-. No puedes recuperarlos. Pero sea como tú quieres.
Así levantaron el consejo. Pero la mente y el corazón del señor Gro no estaban nada tranquilos en su interior, sino tormentosos y llenos de imaginaciones multiformes de esperanzas, temores y antiguos deseos, que se entremezclaban como serpientes que luchan y se enroscan. De modo que no veía nada con claridad salvo el sufrimiento difuso de su descontento; y era como si el conocimiento de una confesión secreta que hubiera realizado su mente interior hubiera corrido de pronto, entre él y sus pensamientos, un velo que no se atrevía a retirar.
A la mañana siguiente, Corinius lanzó a todas sus huestes contra Krothering: Laxus por el sur, Heming y Cargo por el este contra las puertas principales, y él mismo por el oeste, por donde parecía que los muros y las torres eran más fuertes, pero la plaza tenía menos defensas naturales. Y los de dentro eran pocos, pues Mevrian había enviado a aquellos doscientos de a caballo para que siguieran a Zigg, y no habían regresado de Switchwater; y, al ir avanzando el día, la batalla todavía proseguía, y se daban y se recibían heridas, y los de Demonlandia estaban cada vez en mayor desventaja, y el castillo resistía cada vez más por su propia inexpugnabilidad, pues no quedaban bastantes hombres sanos para defender los muros. Y Corinius casi había ganado el castillo, y subió a los muros al oeste de la torre del homenaje, donde él y los suyos cayeron sobre el adarve como lobos y empezaron a despejarlo. Pero Astar de Rettray lo recibió allí con tal cuchillada en el yelmo que lo dejó sin sentido y lo hizo caer al foso, al pie del muro; mas sus hombres lo sacaron y lo salvaron. Así quedó fuera de combate el señor Corinius; pero seguía animando mucho a sus hombres. Y, hacia la quinta hora después del mediodía, los hijos de Córund capturaron la puerta principal.
A aquella hora, la señora Mevrian llevaba con sus propias manos un vaso de vino a Astar, en un momento de calma en el combate. Mientras bebía, dijo ella:
-Astar, la ocasión exige que te pida que me des palabra de obediencia, como se la pedí a mi propia gente y a Ravnor, que manda mi guarnición de Krothering.
-Mi señora Mevrian -respondió-, te obedeceré en todo lo que vaya dirigido a tu seguridad.
-Sin condiciones, señor -dijo ella-. Escucha y sabrás lo que digo. Primero, quiero agradecerte a ti y a estos hombres valientes que han defendido de nuestros enemigos con tanto vigor a nosotros y a la dorada Krothering. Esta era mi intención, defenderla hasta el fin, pues es la casa de mi querido hermano, y me parece indigno que Corinius guarde sus caballos en nuestras alcobas y que él y sus camaradas borrachos estropeen nuestro bello salón de banquetes con sus comilonas. Pero ahora, por la necesidad estrecha de la guerra adversa, ha llegado a suceder todo ello, y ha caído todo entre sus manos salvo esta torre del homenaje.
-Ay, mi señora -dijo él-, no puedo negarlo, para nuestra vergüenza.
-Arroja de ti todo pensamiento de vergüenza-dijo ella-. Veinte suyos contra cada uno de nosotros: la gloria de nuestra defensa perdurará eternamente. Pero, si sigue descargando sobre Krothering golpes tan grandes y poderosos, y cerrados como la lluvia del cielo, es sobre todo por mí. Y ahora debéis obedecerme y hacer lo que mando; si no, debemos perecer, pues no somos bastantes siquiera para defender de él esta torre durante muchos días.
-Divina señora -dijo Astar-, sólo una vez se debe cruzar el paso cruel de la muerte. Tu gente y yo te defenderemos hasta ese final.
-Señor -dijo ella, de pie ante él como una reina-, ahora me defenderé a mí misma y nuestras cosas queridas de Krothering con más seguridad que lo podéis hacer vosotros los guerreros.
Y le hizo saber en breves palabras que su intención era rendir la torre del homenaje a Corinius contra la promesa de un salvoconducto para Astar, Ravnor y todos sus hombres.
-¿Y rendirte tú a ese Corinius? -dijo Astar.
Pero ella respondió:
-Seguramente tu espada le ha cortado las garras para una temporada. No le temo.
Astar no quería saber nada de esto al principio, y el viejo mayordomo estuvo a punto de declararse en franca rebelión. Pero ella estaba tan firme en su propósito, y les demostró tan claramente, además, que era la única esperanza de salvarse ella y salvar a Krothering, pues de otro modo los brujos saquearían la casa de Krothering y tomarían en pocos días la torre del homenaje, «y entoncessería la desesperación angustiosa; y la culpa no sería de la fortuna, sino de nosotros mismos, que no supimos ceñirnos a nuestra fortuna»; que al fin, con los corazones afligidos, consintieron en hacer lo que mandaba.
Sin más, pidieron parlamentar, y Mevrian habló en su propio nombre desde una alta ventana que daba al patio, y Gro habló en nombre de Corinius. Y en la entrevista se acordó que ella rendiría la torre; y que los guerreros que en ella estaban tendrían paz y paso franco adonde quisieran; y que no se haría daño ni menoscabo a Krothering ni a sus tierras; y que todo se escribiría y se sellaría de mano de Corinius, Gro y Laxus, y que se abrirían las puertas a los brujos y se les entregarían las llaves a la media hora de recibir Mevrian en sus manos el documento sellado.
Y todo se hizo así, y la torre del homenaje de Krothering se rindió al señor Corinius. Astar y Ravnor y sus hombres querían quedar como prisioneros por el bien de Mevrian, pero Corinius no quiso consentirlo, y juró con grandes maldiciones que haría matar en el acto a cualquiera de ellos que encontrase a menos de tres millas de Krothering en el plazo de una hora. Así, bajo las órdenes imperiosas de Mevrian, partieron.
De cómo el señor Corinius quiso tener una reina en Demonlandia
y celebró un banquete nupcial;
donde se manifiesta palpablemente cómo los que son amados de los dioses
reciben auxilio y consuelo aun cuando están rodeados de sus enemigos.
Corinius ordenó que se celebrara un banquete aquella misma velada en la cámara de la Luna para unos cuarenta de sus hombres más señeros, y que fuese una fiesta muy suntuosa y digna de un rey; e imaginando que bien podría satisfacer su voluntad en cuanto a la señora Mevrian, por medio de uno de sus caballeros le envió recado de que lo acompañase en el banquete. Y cuando ella respondió pidiendo que le dijeran con toda amabilidad que todo lo demás del castillo estaba a su servicio, pero que ella misma estaba muy cansada y sentía grandes deseos de descansar y de dormir aquella noche, él se echó a reír desenfrenadamente. Y dijo:
-Un deseo muy poco oportuno, y que además tiene un no sé qué de burla, ya que ella sabe bien lo que me propongo hacer esta noche. Mándale que se presente ante nosotros, y ahora mismo, si no prefiere que vaya yo a buscarla.
Al poco rato, ella acudió a responder en persona a dicho mensaje; iba vestida toda de negro, de luto, con la falda y el vestido de cendal negro con escotaduras por las que asomaba jámed[271]negro, y al cuello llevaba una cadena de zafiros de lustre oscuro. Llevaba la cabeza con porte muy noble. su rostro, enmarcado por los mechones y trenzas de su pelo negro como la noche, parecía muy pálido, pero no mostraba agitación ni temor.
Al entrar ella, todos se pusieron de pie para saludarla; y Corinius dijo:
-Señora, has cambiado de opinión muy aprisa desde que afirmaste por primera vez que jamás me rendirías Krothering.
-Tan aprisa como pude, mi señor -dijo ella-, pues advertí que estaba equivocada.
Él quedó callado un rato, mientras sus ojos recorrían sus bellas formas como dándose un banquete amoroso. Después dijo:
-¿Quisiste comprar la seguridad de tus amigos?
-Sí -respondió ella.
-No has cambiado nada con ello en lo que a ti respecta -dijo Corinius-. Sea testigo la infinita sabiduría de los dioses, a la que nada se le oculta, de que sólo deseo el bien para ti.
-Mi señor -dijo ella-, acepto el consuelo de esa palabra que me das. Y has de saber que el bien para mí es mi propia libertad, y no la situación que pueda imponerme cualquier otro.
A lo que él, que ya estaba bien cargado de vino, respondió de la siguiente manera, mientras ponía el rostro más seductor que podía:
-No dudo que esta noche, señora, haréis bien en elegir la alta situación que te voy a ofrecer, desconocida hasta hoy: ser reina de Demonlandia.
Ella se lo agradeció lo mejor que supo, pero dijo que tenía intención de renunciar a aquella grandeza supuestamente agradable.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Es demasiada poca cosa para ti? ¿0 es que te ríes de mí, como creo?
-Mi señor-dijo ella-, mal parecería en mí, que soy de una casta de muchas generaciones de hombres de guerra, engañarme con la falsa apariencia de una grandeza que ya ha pasado. Pero te suplico que no olvides esto: el señorío de los demonios es de más altos vuelos que la simple realeza, y mira desde lo alto a los reyes como el ojo del día. Y este título de reina que me ofreces, te digo que es un aditamento que no deseo yo, que soy hermana del que ha escrito aquellas palabras que están sobre la puerta, y cuya verdad habríais conocido si hubiera estado aquí para recibiros.
-Es verdad que me he encontrado con los mayores soberbios del mundo, pero hasta ahora los he tratado como a bellacos. Mi bota ha hollado cosas en Carcé que no voy a relatarte para no lacerar tu corazón, señora.
Pero, advirtiendo que en los ojos de Mevrian ardía una gran hoguera de rabia desdeñosa, dijo:
-Perdonad, incomparable señora; he errado el blanco. No querría empañar nuestra nueva amistad con recuerdos de… ¡Eh, vosotros! Colocad junto a mi asiento otro para la reina.
Pero Mevrian les hizo colocarlo en el lado opuesto de la mesa, y allí se sentó, diciendo:
-Te ruego, mi señor Corinius, que retires esa orden. Sabes que me desagrada.
Él la contempló en silencio durante un rato, se inclinó hacia ella sobre la mesa y entreabrió un poco los labios; entre ellos se oía entrar y salir su aliento, rápido y pesado.
-Bien -dijo-, siéntate allí y haz tu gusto, señora, y que mi placer vaya por grados. El año pasado, todo el ancho mundo entre nosotros; este año, las montañas: anoche, los muros de Krothering; esta noche, el ancho de una mesa; y antes de que termine la noche, ni siquiera…
Gro percibió en los ojos de la señora Mevrian la mirada de cierva salvaje. Ella dijo:
-No he aprendido a entender ese modo de hablar, señor mío.
-Yo te enseñaré -dijo Corinius con el rostro encendido-. Los enamorados se alimentan de amor como los camaleones del aire. Por Satanás, te amo como si fueras el corazón que me hubieran sacado del cuerpo.
-Mi señor Corinius -dijo ella-. a nosotras las damas del norte nos contentan poco estos modales, por mucho que los alaben en la acuosa Brujolandia. Si quieres tener mi amistad, trátame en consecuencia y como es debido. Esa conversación no es propia de la mesa.
-Vaya, pues -dijo él-, si estamos de acuerdo en todo. Te lo mostraré con toda alegría, y te mostraré algo más lindo todavía, en tu propia alcoba. Pero no albergo esperanzas de que me lo otorgues tan pronto. Entonces ¿estamos contentos?
La señora Mevrian se puso de pie con gran vergüenza e ira. Corinius, algo inestable, se levantó de un salto. Él era grande, pero ella era tan alta que podía mirarle a los ojos a la misma altura. Y él se quedó pasmado bajo aquella mirada, como cuando un hombre agita de pronto una luz brillante ante los ojos de un animal nocturno; de pronto se le helaron extrañamente los resortes de la acción y
dijo hoscamente:
-Señora, soy un guerrero. En verdad que mi afecto no para en cumplidos. Si soy impaciente, echa la culpa a tu belleza y no a mí. Te ruego que te sientes.
Pero Mevrian respondió:
-Tus palabras, señor mío, son demasiado atrevidas y viciosas. Vuelve a mí mañana si quieres; pero quiero que sepas que sólo la paciencia y la cortesía serán bien recibidas por mí.
Se dirigió hacia la puerta. Él, como si se hubiera roto el hechizo al apartarse los ojos de aquella dama, gritó en voz alta a su gente que la detuviesen. Pero nadie se movió. Entonces, él, como quien no es capaz de dominar sus propios apetitos obscenos, derribó los asientos y la mesa en su prisa por ponerle las manos encima, y sucedió que tropezó en uno de ellos y quedó tumbado en el suelo. Y, antes de que le ayudaran a levantarse, la señora Mevrian había salido del salón.
Se levantó dolorido, profiríendo un lodazal de imprecaciones bárbaras y groseras; de tal modo que Laxus, que le había ayudado a ponerse de pie, le reprendió diciéndole:
-Señor mío, no os rebajéis con una transformación tan brutal[272]¿No estamos todavía armados de todas armas[273]en un reino recién conquistado, cuyos antiguos señores están vencidos pero no presos ni muertos, y buscan el modo de alzar nuevas fuerzas contra nosotros? Y encima de tantos trabajos ¿quieres hacer un sitio a los embelecos del amor?
-¡Sí! -respondió él-. Y no bastará para impedírmelo un lerdo sin sangre en las venas como tú. Pregúntale a tu pequeña y juguetona Sriva, cuando vuelvas a casa para desposarte con ella, si no soy mejor hombre que tú para agradar a una mujer. ¡Te lo dirá! En el ínterin, no te metas en cuestiones que son demasiado elevadas para la gente como tú.
Tanto Gro como los hijos de Córund estaban al lado y oyeron aquellas palabras. El señor Laxus se rió forzadamente. Se volvió a Gro y dijo:
-El general está muy cargado de vino.
Gro, advirtiendo que, a pesar de la despreocupación que afectaba, Laxus estaba rojo hasta las orejas, le respondió blandamente:
-Así es, mi señor. Y en el vino está la verdad.
Y Corinius, pensando que todavía era temprano y que el banquete apenas había comenzado, mandó poner guardias en todos los pasillos que daban a los aposentos de Mevrian, para que no pudiera salir de ellos y estuviera allí a su merced. Hecho eso, les ordenó que siguieran con el festín.
Había allí incontables carnes y vinos exquisitos, y los señores de Brujolandia atacaron con apetito el buen banquete. Laxus dijo en secreto a Gro:
-Bien sé que llevas muy mal estas cosas. Ten bien claro en la mente que, si te parece apropiado hacerle una jugada y robarle la dama, yo no te lo impediré.
-En la baraja, el rey viene después del caballo. No estaría tan mal que lo hiciésemos así nosotros. Un pajarillo me ha dicho hace poco que tenías una queja de él.
-No debes creerlo -respondió Laxus-. Con todo, seré un buen Rolando si tú eres Oliveros[274]y te diré que salta mucho a la vista que tú amas a esta dama.
-Me acusas de una dulce locura que es ajena a mi carácter -dijo Gro-, pues soy un sabio grave que, si he frecuentado alguna vez tales juegos, los he dejado de lado hace mucho tiempo. Pero me parece mala cosa que ella deba entregarse a él contra su voluntad. Ya sabes que él es de condición brusca y soldadesca, y conoces además sus relaciones disolutas con otras mujeres.
-Bah -dijo Laxus-, por mí, que haga como guste y que se acerque a la dama cuanto quiera, como una mariposa. Pero, por razón de Estado, convendría sacarla de aquí. No quisiera que me vieran envuelto en ello. Si arreglamos eso, te apoyaré en todos los sentidos. Si pasa aquí el verano entero en juegos amorosos, con razón podría acusarnos el rey de que, a la mitad de una buena montería, hemos cebado a su buen halcón, y así le hemos hecho perder la caza.
-Ya veo -dijo Gro, sonriendo para sí- que eres hombre de entendimiento y de juicio sobrio, y piensas en Brujolandia por encima de todo. Eso es justo y bueno.
El festín prosiguió con mucho yantar y trasegar de vino. Las damas de Mevrian, que estaban allí muy mal de su grado para servir el banquete, ponían constantemente nuevos platos ante los comensales y les escanciaban nuevos vinos, dorados, aloques y rojos como el rubí, en los vasos de jade, de cristal de roca y de oro batido. El aire del hermoso salón estaba cargado del humear de las viandas traídas del horno y del aliento vinoso de los comensales, de manera que el brillo de las lámparas de ópalo tomaba un color cobrizo, y cada lámpara estaba rodeada de un arbusto de rayos cobrizos como los rayos que rodean a una antorcha que arde entre la niebla. Grande era el resonar de las copas, y grande el ruido de vidrio roto,
pues los brujos, en su borrachera, arrojaban al suelo los vasos preciosos haciéndolos pedazos. Y había un gran estrépito de risas y canciones; y entre él, las voces de mujeres que cantaban, casi ahogadas por el alboroto general. Pues obligaron a las doncellas que Mevrian tenía en Krothering a que cantasen y bailasen ante ellos, con gran dolor de sus corazones. Y más de un libertino de barbas negras quiso obligarlas a juegos que iban más allá del cante y el baile, y buscó ocasión para ello, pero sólo a hurtadillas y sin que lo viera su general. Pues ya había caído el gran peso de su cólera sobre algunos que practicaban, desvergonzadamente ante sus ojos, sus ligerezas y sus liviandades, osando cazar en aquellos cotos mientras su señor seguía en ayunas.
Al cabo de un rato, Heming, que estaba sentado junto a Gro, empezó a decirle en un susurro:
-Mal banquete es éste.
-A mí me parece más bien que es un banquete muy bueno -dijo Gro.
-Me gustaría que acabase de otra manera y no de la que él se propone -dijo Heming-. O ¿qué te parece a ti?
-No puedo culparle -respondió Gro-. Es una dama harto hermosa.
-¿No es él a todas luces un cerdo repugnante? ¿Y hemos de tolerar que haga lo que se propone con una señora tan encantadora?
-¿Qué tengo yo que ver con eso? -dijo Gro.
-¿Acaso menos que yo? -dijo Heming.
-¿No te agrada? -dijo Gro.
-¿Eres hombre? -dijo Heming-. iY ella que lo odia como si fuera la sangrienta Atropos[275]
Gro le dirigió una mirada rápida e interrogativa. Luego, susurró, con la cabeza agachada sobre unas pasas que iba comiendo.
-Si eso te parece, bien está.
Y, hablando en voz baja, intercalando a veces frases o bromas en voz más alta para que no pareciese que estaban demasiado absortos en una conversación secreta, explicó a Heming punto por punto lo que debía hacer, y le reveló que también Laxus, picado de celos, estaba de su parte.
-El más adecuado para esto es tu hermano Cargo. Tiene más o menos la estatura de ella, y todavía es imberbe, por su edad. Ve a buscarlo. Repítele palabra por palabra esta conversación que hemos tenido tú y yo. Corinius sospecha demasiado de mi para perderme de vista esta noche. Por lo tanto, la tarea os corresponde esta noche a vosotros, los hijos de Córund; y si yo me quedo a su lado, puedo ayudar a tenerlo aquí en el salón hasta que se cumpla dicha tarea. Ve, y que tengas acierto y rapidez en todo lo que hagas.
La señora Mevrian, que había huido a su propia alcoba en la torre sur, estaba sentada junto a una ventana oriental desde la que se veían los jardines y el lago, los lagos marinos de Stropardon y las colinas oscuras de Eastmark, y al fondo las cordilleras majestuosas que dominaban como suspendidas en el aire los valles de Mosedale, Murkdale y Swartriverdale y el mar interior de Throwater. Las últimas luces del día todavía duraban en sus cumbres más altas: en el Tronbeak; en la ladera desolada del Skarta, y en las torres gemelas lejanas del Dina, que se veían más allá de la sierra del Mosedale inferior, en la depresión del Neverdale Hause. Tras ellas subían al cielo las ruedas de la Noche tranquila: la Noche sagrada, madre de los dioses, madre del sueño, tierna niñera de todos los pajarillos y animales que viven en los campos, y de todos los corazones cansados y fatigados; madre, además, de hijos extraños: de afrentas, ultrajes y homicidios atrevidos a medianoche.
Mevrian se quedó allí sentada hasta que toda la tierra quedó confusa por la oscuridad y el cielo quedó palpitante de la luz de las estrellas, pues todavía faltaba una hora hasta la salida de la luna. Y oró a la señora Artemisa, llamándola con nombres secretos, y diciéndole:
-Diosa y Doncella casta y sagrada, Diosa trina que estás en los cielos, y Cazadora divina en la tierra, y que también tienes tu morada en los lugares ocultos y sin sol bajo la tierra, contemplando los grandes reinos de los muertos; sálvame y consérvame como doncella tuya, como soy.
Hizo girar el anillo que llevaba en el dedo y contempló entre la oscuridad creciente su sello, que era de crisopacio, que se oculta a la luz y se ve en la oscuridad: de noche es como una llama, pero de día es amarillo o macilento. Y he aquí que palpitaba con un esplendor que salía de su interior, y era como si mil chispas doradas bailasen y girasen dentro de la piedra.
Mientras meditaba qué interpretación dar a este repentino florecimiento de un esplendor poco común dentro del crisopacio, una de sus doncellas de cámara llegó ante ella con luces y le dijo:
-Dos de esos señores de Brujolandia quieren hablar con vuestra señoría en privado.
-¿Dos señores? -dijo Mevrian-. Su número me da seguridad. ¿Cuáles son?
-Alteza, son altos y delgados de cuerpo. Tienen el semblante oscuro. Son sigilosos como marmotas, y están muy honrosamente serenos.
-¿Es el señor Gro? -preguntó Mevrian-. ¿Lleva una barba grande y negra, muy rizada y perfumada?
-Alteza, no advertí que ninguno de los dos llevase barba -dijo la doncella-, ni conozco sus nombres.
-Bien -dijo Mevrian-, hazlos pasar. Y estad presentes tus compañeras y tú mientras les doy audiencia.
Se hizo según sus órdenes. Y entraron los dos hijos de Córund. La saludaron con expresiones de respeto, y Heming dijo:
-Nuestro mensaje, venerada señora, era para que lo oyeses a solas, si es vuestra voluntad.
-Cerrad las puertas -dijo Mevrian a sus doncellas-, y esperadme en la antecámara. Y ahora, señores míos… -dijo, y esperó a que empezasen a hablar.
Estaba sentada de lado junto a la ventana, entre la luz y la oscuridad. Las lámparas de cristal que brillaban desde dentro de la estancia mostraban en su pelo oscuridades más profundas que la oscuridad de la noche en el exterior. La curva de sus brazos blancos que reposaban sobre su regazo era como la luna joven acostada sobre la puesta del sol. Una brisa que llegaba del sur venía cargada del murmullo del mar, que estaba lejos, más allá de los campos y de las viñas, agitado sin tregua entre las cuevas marinas de Stropardon, incluso con aquel buen tiempo. Era como si el mar y la noche que rodeaban a Demonlandia bufasen de indignación ante las cosas que Corinius, que ya se consideraba poseedor incontestado de sus deseos, trazaba para aquella noche.
Los hermanos estaban azorados en presencia de una belleza tan peregrina. Heming respiró hondo y dijo:
-Señora, por mala que sea la opinión que tienes de nosotros los de Brujolandia, te ruego te persuadas de que mi deudo y yo hemos acudido ante ti para servirte con corazones puros.
-Príncipes -dijo ella-, mal podéis culparme si he dudado de vosotros. Pero, en vista de que mi vida no ha transcurrido entre alevosos ni fulleros, sino entre hombres de manos limpias y trato leal, ni siquiera después de lo que he tenido que soportar esta noche, creerá mi corazón que se ha agotado en Brujolandia toda la buena crianza. ¿No recibí abiertamente al propio Corinius cuando le franqueé mis puertas, creyendo firmemente que era un rey, y no un lobo fiero?
-¿Eres capaz de llevar una armadura, señora? -dijo entonces Heming-. Tu estatura se parece bastante a la de mi hermano. Si vas con las armas puestas, yo te haré pasar por delante de la guardia, y el vino que han bebido será mi salvoconducto. He preparado un caballo. Esta noche puedes salir a caballo de este castillo como si fueras mi hermano, y escapar así. Pero nunca podrás salir de estos aposentos con tu propia figura, pues ha apostado guardias; y está decidido, pase lo que pase, a visitarte aquí esta noche: en tu propia alcoba, señora.
El rumor del regocijo desenfrenado subía desde el salón de banquetes. Mevrian oía a veces la voz de Corinius, que cantaba una canción obscena. Contemplaba a los hermanos como si estuviese en presencia de alguna influencia oscura que amenazase un mal que ella no era capaz de comprender, pero que le hacía temblar la sangre y le enfermaba el corazón.
-¿Tramasteis vosotros este plan? -dijo al fin.
-Lo concibió muy ingeniosamente el señor Gro -respondió Heming-. Pero Corinius no le permite apartarse de su lado, pues siempre ha desconfiado de él, y sobre todo cuando ha bebido de más.
Cargo se quitó la armadura, y Mevrian llamó a sus doncellas para que la llevasen de inmediato con los demás arreos a una cámara interior para cambiarse de ropa.
-Tienes que ser muy cauteloso -dijo Heming a su hermano-, para que no te vean salir cuando nos hayamos ido. Si yo estuviera en tu lugar, intentaría rematar la burla esperando a que llegase él, y ver si podías hacer el papel de Mevrian tan bien como ella hace el de Cargo.
-Bien puedes reírte y alegrarte -dijo Cargo-, tú que debes acompañarla. Y me apuesto la cabeza contra un nabo a que estás decidido a hacer todo lo que esté en tus manos para despojar a Corinius de la felicidad que se había preparado para esta noche y gozar tú de ella.
-Has dado en un muy bárbaro pensamiento -respondió Heming-. ¿Será mi lengua tan traidora a mi corazón como para que no confiese que amo a esta señora? ¿Cómo podría ser de otro modo, si se atiende a su belleza y a mi juventud? Pero la amo con un fervor tan elevado, que antes haría violencia a una estrella del cielo que pedirle a ella nada deshonesto.
-¿Qué dijo el muchachito sabio a su hermano mayor? -dijo Cargo-. «Hermano, ya que te has llevado el pastel, yo tendré que conformarme con las migas.» Cuando os hayáis marchado y todo esté en calma y en silencio, y yo me quede aquí entre las doncellas, malo será que no les enseñe algo antes de darles las buenas noches.
Entonces se abrió la puerta de la cámara interior y vieron ante ellos a la señora Mevrian con armadura y yelmo.
-No es cosa de poco renquear ante un cojo -dijo ella-. ¿Creéis que pasará en la oscuridad, señores míos?
Ellos respondieron que estaba excelente por encima de toda ponderación.
-Te daré ahora las gracias, príncipe Cargo -dijo, extendiendo la mano. El se inclinó y se la besó en silencio-. Estos arreos -dijo ella- serán para mí el recuerdo de un noble enemigo. Ojalá pueda llamarte amigo algún día, pues como tal te has portado esta noche.
Con esto, diciendo adiós al joven Cargo, salió con su hermano de la cámara y cruzaron la antecámara para llegar a la escalera sombría donde montaban guardia los soldados de Corinius. Estos (como son muchos más los que se ahogan en la copa que en la mar) no estaban muy atentos después de lo que habían bebido, y, cuando vieron pasar a dos juntos con rechinar de armaduras y reconocieron la voz de Heming al responder a su voz de alto, no dudaron de que eran los hijos de Córund, que volvían al banquete.
Así pasaron él y ella con facilidad ante los centinelas. Pero, cuando iban por el alto corredor por fuera de la cámara de la Luna, se abrieron de pronto a izquierda y derecha las puertas de dicha cámara, y salieron portadores de antorchas y ministriles de dos en dos, como en procesión, con sonido de címbalos, de flautas y de panderos, de manera que el corredor quedó lleno del resplandor de los hachones y del ruido. El señor Corinius caminaba en el centro. Su sangre concupiscente le teñía de rojo ardiente el rostro luminoso, e hinchaba como cuerdas las venas de su fuerte cuello, de sus brazos y de sus manos. Los espesos rizos que le cubrían la frente y que le habían caído por debajo de su corona de belladona goteaban sudor. Era evidente que, después del buen golpe en la cabeza que le había dado Astar aquel día, no estaba en condiciones de resistir la bebida copiosa. Iba entre Gro y Laxus, recostándose pesadamente ya en el brazo de uno, ya en el del otro, marcando con la mano derecha el ritmo de la marcha nupcial.
-Pongamos buena cara mientras estemos vivos -susurró Mevrian a Heming.
Se hicieron a un lado, esperando pasar desapercibidos, pues no había escapatoria ni escondrijo posible. Pero Corinius los vio, se detuvo y los llamó a su lado, y asió a cada uno de un brazo, exclamando:
-Heming, ¡estás borracho! Cargo, mi dulce jovencito, ¡estás borracho! Es una locura reprensible emborracharos así, con todas estas buenas mozas que os he entregado. ¿Qué creéis que voy a decirles cuando acudan a mí por la mañana a quejarse de que cada una tuvo que pasar toda la noche sentada sosteniendo en el regazo la cabeza de un borracho que roncaba?
Mientras tanto, Mevrian, como si se supiera de memoria el papel, estaba apoyada pesadamente en Heming, con la cabeza colgando. A Heming sólo se le ocurrió decir:
-En verdad, oh Corinius, que estamos serenos.
-Mientes -dijo Corinius-. Siempre fue señal manifiesta de la borrachera el negarla. Mirad, señores míos, yo no niego que estoy borracho. Por lo tanto, es señal manifiesta de que estoy borracho, digo, es señal manifiesta de que estoy sereno. Pero es momento de otras labores y no de discutir estas altas cuestiones. ¡Sigamos!
Diciendo esto, se apoyó pesadamente en Gro y (como movido por alguna influencia etérea que le susurrase al oído que había intrigas en marcha, pero que se confabulase con el vino que había bebido para hacerlo mirar hacia otro lado en busca de traidores cuando estaba en su mano descubrirlos) se agarró al brazo de Gro, diciendo:
-Será mejor que te quedes a mi lado, goblin mío. El amor que te tengo es muy tibio, y todavía quisiera sujetarte de las orejas para que no me muerdas ni te vuelvas a ir a perseguir mujeres.
Cuando Heming y Mevrian se vieron libres de este peligro por tan buena fortuna, llegaron hasta sus caballos con toda la prisa prudente que pudieron y sin más obstáculos ni infortunios, y salieron por la puerta principal entre los hipogrifos de mármol, cuyas formas poderosas brillaban nítidamente sobre ellos con los rayos bajos de la luna que salía. Cabalgaron así en silencio a través de los jardines y de los prados del castillo y de allí a los bosques agrestes que estaban más allá, apretando el paso hasta que galoparon sobre el blando césped. Cabalgaban tan aprisa, que el aire de aquella noche de abril sin viento les azotaba los rostros. El retumbar y el batir de los cascos y la visión fugaz de los árboles no eran para el joven Heming más que un rumor de fondo comparado con el retumbar de su sangre, que la noche, la velocidad y tener a aquella dama cabalgando junto a él rodilla con rodilla hacían cabalgar dentro de él. Pero para el alma de Mevrian, mientras cabalgaba por aquellos senderos del bosque, aquellos claros del bosque a la luz de la luna, aquellas cosas, aquella noche y las estrellas fijas tocaban en su interior una música más celestial; de manera que quedó con una paz de corazón maravillosa, como con la seguridad más firme de que las grandes conmociones del mundo no podrían llevarse a cabo sin que perdurase la gloria de Demonlandia, y de que sólo durante breve tiempo usurparían aquellos malvados las posesiones de su hermano en Krothering.
Tiraron de las riendas en un claro junto a una ancha superficie de agua. En su orilla opuesta se alzaban pinares, sombríos bajo la luz de la luna. Mevrian subió hasta una pequeña eminencia que dominaba el agua, y volvió los ojos hacia Krothering. Apenas lo podría ver ojo alguno que no fuera el suyo, experto y amoroso. Estaba a muchas millas de ellos, al este, oscurecido bajo el brillo blando y apagado de la luna. Quedó así sentada un rato mirando al dorado Krothering, mientras su caballo pacía en silencio, y Heming estaba callado a su lado, mirándola sólo a ella.
Al cabo, ella le devolvió la mirada y dijo:
-Príncipe Heming, de este lugar sale un sendero oculto al norte que transcurre junto a la ría, y hay un camino seco sobre la marisma, y un vado y un sendero para caballerías que conduce hasta Westmark. Soy capaz de llegar allí, o a cualquier parte de Demonlandia, con los ojos vendados. Y aquí me despido de ti. Mi lengua es mala oradora. Pero recuerdo las palabras del poeta, cuando dijo:
Mi alma es como la piedra asbestos,
Que, si una vez se calienta entre las llamas,
No quiere enfriarse de nuevo[276]
»Ya concluyan estas guerras con la victoria de mis grandes deudos, como creo muy firmemente que concluirán, o con la de Gorice, no olvidaré esta prueba de tu nobleza que me has manifestado esta noche.
Pero Heming, contemplándola todavía, no respondió palabra.
-¿Cómo está la reina tu madrastra? -dijo ella-. Hace siete años fui a la fiesta nupcial del señor Córund en Norvasp, y estuve a su lado durante la boda. ¿Sigue igual de hermosa?
-Señora -respondió él-, así como el mes de junio lleva la perfección a la rosa dorada, así crece su belleza con los años.
-Ella y yo fuimos compañeras de juegos -dijo Mevrian-, ella era dos veranos mayor que yo. ¿Sigue igual de altiva?
-Señora, es una reina -dijo Heming, clavando los ojos en Mevrian, con el rostro dirigido en parte hacia el suyo, su dulce boca semicerrada, sus ojos claros mirando hacia el este, que se veían apagados bajo el brillo de la luna, y el porte de su cuerpo, que era como un lirio que se hubiera puesto a soñar junto a un lago encantado a medianoche. Dijo con la garganta reseca:
-Señora, hasta esta noche, no había creído que viviera en el mundo una mujer más hermosa que ella.
Entonces, el amor que había en él barrió su mente como un viento y como una oscuridad repentina. Como el que ha dudado durante demasiado tiempo, temeroso, irresoluto, en levantar el pestillo de la puerta que lo conducirá al verdadero hogar de su corazón, la rodeó con sus brazos. Su mejilla estaba blanda al beso, pero mortalmente fría; sus ojos eran como los de un ave silvestre atrapada en una red. La armadura de su hermano, que encerraba el cuerpo de ella, no estaba tan muerta ni tan dura a su mano como estaba para su amor aquella blanda mejilla, aquella mirada ausente. Dijo, como quien intenta desesperadamente recuperar la sensatez ante una situación imprevista:
-¿No me amas?
Mevrian negó con la cabeza, apartándolo de sí con suavidad. La llama de su pasión pasó como pasa el fuego de un arbusto seco en verano, no dejando sino una desolación humeante de rabia triste y despechada rabia de sí mismo y del destino.
-Te ruego que me perdones, señora -dijo en voz baja y avergonzada.
-Príncipe -dijo Mevrian-, los dioses te den buena noche. Sed buenos con Krothering. Dejo allí a un muy mal administrador.
Dicho esto, tiró de las riendas hacia un lado a su caballo y partió hacia el oeste, en dirección a la ría. Heming la contempló durante un instante, con la cabeza dándole vueltas. Luego, clavando las espuelas en los ijares de su caballo de tal manera que el animal saltó y se empinó, volvió a cabalgar muy velozmente a través del bosque otra vez hacia el este, hacia Krothering.
El señor Gro y la señora Mevrian
De cómo el señor Gro, guiado por un extraño amor alas causas perdidas,
partió sin otro guía que éste hacia las regiones de Neverdale,
y en aquel lugar contempló maravillas, y volvió a probar durante un tiempo
la bondad de las cosas que más deseaba.
Noventa y un días después de los hechos que acabamos de relatar, en la última hora antes del alba, el señor Gro cabalgaba hacia el oriente que palidecía, bajando de los montes de Eastmark hacia los vados de Mardardale. Su caballo bajó al agua al paso, y se detuvo con el agua hasta los menudillos. Tenía mojados los ijares y estaba sin resuello, como si llevara desde la media noche caminando aprisa por el páramo despejado. Bajó la cabeza estirando el cuello, olfateó el agua fresca del río y bebió. Gro se volvió en la silla, escuchando, adelantando la mano izquierda para aflojar las riendas, con la palma derecha apoyada en la grupa. Pero no se oía sino el murmullo del agua en los vados, el sorbido del caballo que bebía y el chapoteo y el crujido de sus cascos cuando los movía entre las guijas. Por delante y por detrás, y a ambos lados, se veían el bosque, el valle y los montes que lo rodeaban, apagados bajo el gris oscuro de entre dos luces. Una ligera bruma ocultaba las estrellas. Nada se movía, salvo un búho que salió volando como un fantasma de un acebo que estaba en una pared rocosa a un tiro de flecha de distancia o más, aguas abajo; se cruzó en el camino de Gro y se posó en una rama de un árbol muerto, sobre él y a su izquierda, donde se sentó a observar las idas y venidas de aquel hombre y aquel caballo, intrusos en aquel valle de la noche tranquila.
Gro se inclinó hacia delante para palmear el cuello de su caballo.
-Vamos, camarada, debemos seguir -dijo-; y no te extrañes de no tener descanso; pues vienes conmigo, que jamás pude encontrar asiento fijo bajo el cielo de la luna.
Y vadearon aquel río y atravesaron pastizales bajos y accidentados que estaban más allá, y, bordeando un bosque, llegaron a un brezal despejado, y recorrieron una o dos millas del mismo, siempre hacia el este, hasta que doblaron a la derecha bajando un ancho valle y cruzaron un río por encima de una confluencia, y volvieron a dirigirse al este por el lecho de un torrente pedregoso y por encima de éste pasaron a un abrupto sendero de montaña que cruzaba terrenos encharcados, y siguieron subiendo más y más sobre el nivel del valle que se iba estrechando hasta llegar a un collado entre los montes. Al cabo, la pendiente se hizo menor, y pasaron, como si cruzasen un pórtico, por entre dos altas montañas que se cernían, verticales y desnudas, a ambos lados, y llegaron a un páramo cubierto de brezos y mirto de los páramos, salpicado de lagunas y con abundantes arroyos y bodonales, y lugares en que salía a la superficie la roca viva; y los picos de las montañas lejanas rodeaban aquel páramo desolado como reyes guerreros. Ya se despertaban los colores del cielo oriental, y la mañana luminosa y reluciente empezaba a aclarar la tierra. Los conejos corrían a esconderse ante los cascos del caballo; salían volando pajarillos de la maleza; algunos ciervos lo miraron quietos entre los helechos y luego se marcharon hacia el sur; cantó un urogallo[277]
-¿Cómo no me tendrán por loco en la opinión general -decía para sí Gro-, cuando arriesgo mi vida tan peligrosamente y de una manera tan precipitada y temeraria? No, voy contra todo buen juicio; y cometo esta locura en el mismo momento en que, por mi paciencia y mi valor y por mi sabiduría política, había ganado contra los mismos dientes de la fortuna lo que ésta me había negado obstinadamente hasta ahora; cuando, después de los golpes de diversas fortunas adversas, había alcanzado maravillosamente el favor y la privanza del rey, que me había colocado muy honrosamente en su corte, y bien creo que me cuida como a las niñas de sus ojos.
Se quitó el yelmo, exponiendo a los aires de la mañana su tez blanca y su cabello negro y rizado, echando atrás la cabeza para sorber profundamente por la nariz el aire fuerte y dulce y su olor a turba.
-Pero la necia es la opinión general, y no yo -dijo-. El que cree que, después de sus trabajos, va a alcanzar una alegría duradera, es como el que intenta machacar el agua en un mortero. ¿No existen, en el amplio teatro de la naturaleza, ejemplos bastantes para que nos riamos y nos olvidemos de esta locura? Ejemplo de los grandes hombres que surgen y conquistan las naciones: sale el día y vence a la noche tirana. Qué espíritu delicado el suyo, cómo pisa las montañas como un cervatillo: una luz pálida y lastimosa que se enfrenta a la oscuridad primigenia. Pero en sus batallones milita toda dulzura y toda influencia celestial: el frescor de los vientecillos caprichosos de la mañana, las flores que se despiertan, los pájaros que cantan, el rocío que centellea en las finas telas que las pequeñas tejedoras cuelgan de la hoja del helecho a la espina, de la espina a la hoja húmeda y elegante del abedul plateado; el joven día que se ríe, lleno de fuerza, desenfrenado al ver su propia belleza; el fuego, la vida y todo aroma y color que nace de nuevo para triunfar sobre el caos y la oscuridad morosa y la noche lóbrega.
»Pero, porque me haya hechizado tanto el día en sus horas de juventud, ¿debo seguir amándolo cuando, saciado de su victoria, se establece como mediodía chillón? Antes bien, me volveré como ahora me vuelvo a Demonlandia, en el triste crepúsculo de su orgullo. Y ¿quién osará llamarme tornadizo, si sigo la rara sabiduría que be seguido toda mi vida: amar el alba y el sol de la mañana y el lucero vespertino? Ya que sólo allí reside el alma de la nobleza, el amor verdadero y la admiración y la gloria de la esperanza y del temor.
Entre estas reflexiones cabalgaba a un paso cómodo con rumbo este desviado un poco hacia el norte, atravesando el páramo, y cayendo en honda meditación por la extraña armonía que había entre las cosas exteriores y los pensamientos interiores de su corazón. Llegó así al final del páramo, y entró entre las faldas de las montañas que estaban más allá, cruzando collados bajos, serpenteando entre bosques y cursos de agua, subiendo y bajando, de un lado a otro. El caballo iba por donde quería, pues él no cuidaba ni atendía a nada más que a sí mismo, a causa de la profunda contemplación en que había caído.
Ya era mediodía. El caballo y su jinete habían llegado a un vallejo cubierto de verde hierba, con un regato que serpenteaba por el mismo y cuya agua fresca corría sobre un lecho de guijas. Crecían por el vallejo muchos árboles, altos y rectos. Sobre los árboles, altos despeñaderos de montaña que se tostaban al sol aparecían etéreos a través del calor rutilante. Un murmullo de aguas, un zumbido de pequeñas alas que saltaban de flor en flor, el rumor del caballo que pastaba la hierba lozana; no se oía nada más. No se movía ni una hoja, ni un pájaro. El silencio del mediodía de verano, sin aliento, quemado por el sol, más temible que cualquier forma de la noche, se detenía sobre aquel vallejo solitario.
Gro, como despertado por el mismo silencio, miró a su alrededor rápidamente. El caballo percibió en su carne la desazón de su jinete; dejó de comer y levantó la cabeza, atento, con los ojos agitados y los ijares temblorosos. Gro le dio palmadas y le dirigió palabras cariñosas; después, guiado por un impulso interior cuya razón no conocía, se dirigió al oeste siguiendo un pequeño afluente del regato y cabalgó suavemente hacia el bosque. Allí tuvo que detenerse ante un grupo de árboles tan cerrado, que temió que, si intentaba cabalgar a través suyo, lo harían caer de la silla. De modo que desmontó, ató el caballo a un roble y ascendió lentamente por el lecho del arroyuelo hasta que llegó a un punto desde donde pudo mirar hacia el norte por encima de las copas de los árboles y divisar una ladería verde casi a su misma altura y a unos cincuenta pasos de él en la misma ladera, protegida del norte por tres o cuatro grandes fresnos en el lado opuesto, y en la ladería había una pequeña poza o cisterna rocosa de agua límpida, muy fresca y profunda.
Se detuvo, apoyándose con la mano izquierda en una roca saliente cubierta de rosa canina. Sin duda, no eran hijos de hombres los que pisaban aquel prado secreto junto al borde de aquella fuente, ni eran criaturas mortales. Podían serlo las cabras, los cabritillos y las cervatillas de ojos tiernos que bailaban entre ellos alegremente sobre las patas traseras; pero no aquellos otros de forma humana y de orejas peludas y puntiagudas, piernas vellosas y pezuñas partidas, ni aquellas doncellas de miembros blancos, bajo cuyos pies no se doblaban las flores azules de la genciana ni las pequeñas y doradas de la cincoenrama; tan ligera y etérea era su danza. Para tocarles música, pequeños niños con patas de cabra y orejas largas y puntiagudas tocaban la siringa sentados en un diván de roca recubierta de hierba; sus cuerpos estaban tostados del color de la tierra roja por el viento y el sol. Pero, fuera porque su música era demasiado sutil para los oídos mortales o por alguna otra razón, Gro no era capaz de oír el sonido de las siringas. El pesado silencio del mediodía blanco y desolado dominaba la escena, mientras las ninfas de la montaña y los genios sencillos de las breñas y los arroyos, de los riscos y de los páramos yermos trazaban los laberintos de la danza.
El señor Gro se quedó quieto con gran admiración, diciendo para sí:
-¿Qué pretende mi cabeza soñolienta soñando estas fantasías? Ya he visto, antes de ahora, espíritus del mal en sus manifestaciones; he visto fantasmagorías formadas y presentadas por artes mágicas; he soñado sueños extraños por las noches. Pero, hasta ahora, creía que era una conseja vana soñada por los poetas lo de que en los bosques, las forestas, los campos fértiles, las costas del mar, las orillas de los grandes ríos y junto a las fuentes, y también en las cimas de las montañas grandes y elevadas, todavía se aparecen, a la vista de ciertos ojos favorecidos, las diversas ninfas y semidioses silvestres. Cosa que ahora contemplo en verdad; es una gran maravilla, y encaja bien con la atracción con que esta tierra oprimida ha encontrado hace poco el medio de regir mis afectos.
Y pasó un rato meditando, razonando para sí de esta manera:
-Si esto no es más que una aparición, no tiene sustancia para hacerme daño. Si, por el contrario, son seres sustanciales, es de suponer que me den la bienvenida alegremente y me traten bien, pues ellos mismos son los verdaderos espíritus vitales de Demonlandia, la de las muchas fuentes; para cuyo consuelo y restauración de su antigua gloria y renombre, he dirigido con tan extraña determinación todos mis pensamientos y decisiones trabajosas.
Así, sin dudarlo más, se descubrió y les llamó. Los seres silvestres huyeron de un salto y se perdieron por la ladera de la montaña. Los caprípedos[278]que dejaron al instante de tocar la siringa y de bailar, quedaron en cuclillas contemplándolo con ojos asustados y desconfiados. Sólo las oréades[279]siguieron su ronda con giros vertiginosos: bocas serenas de doncellas, pechos hermosos, miembros delgados y gráciles, tomadas de las manos delicadas, separándose, acercándose y volviéndose a separar, con ritmos que no resultaban repetitivos por su variedad; aquí, una que, con sus blancos brazos unidos tras la cabeza, cuyo pelo trenzado era como oro bruñido, trazaba círculos y se balanceaba con lánguido movimiento: allí, otra que saltaba y se detenía flotando de puntillas, como una flecha del sol disparada a través del tejado frondoso de un viejo pinar cuando el cálido viento de las colinas sacude las copas de los árboles y abre una pequeña ventana al sol.
Gro se dirigió hacia ellos sobre la ladera cubierta de hierba. Cuando hubo caminado una docena de pasos, perdió la fuerza de sus miembros. Se arrodilló exclamando:
-¡Deidades de la tierra! No me neguéis ni me rechacéis, aunque hasta ahora haya oprimido vuestra tierra; pues ya no lo haré más. Las huellas de mi virtud hollada todavía me acusan amargamente. Hacedme partícipe de vuestra piedad, para que pueda encontrar a los que poseían esta tierra y ofrecerles reparaciones: a los que fueron expulsados, por culpa mía y de los míos, para vivir como forajidos en los bosques y en las montañas.
Eso dijo, inclinando la cabeza con pesadumbre. Y oyó, como el temblor de una cuerda de laúd de plata, una voz en el aire que exclamaba:
¡Norte es y norte es!
¿Por qué debemos ir más lejos?
Alzó los ojos. La visión había desaparecido. A su alrededor y sobre él, sólo estaba el mediodía y el bosque, silenciosos, solitarios, deslumbradores.
El señor Gro volvió a su caballo, montó y cabalgó hacia el norte a través de los páramos toda aquella tarde de verano, lleno de fantasías nebulosas. Al caer la tarde, iba a buena altura a lo largo de la ladera empinada de un monte, entre los despeñaderos y la hierba, siguiendo un pequeño sendero hecho por las ovejas montesas. Muy por debajo, en el valle, estaba un río pequeño que fluía tortuosamente a lo largo de un lecho lleno de peñascos, entre montecillos que eran antiguas morrenas, como olas de un mar de tierra vestida de hierba. Caía el sol de julio, arrojando las sombras de las colinas hasta muy alto sobre las laderas que daban al oeste, por donde cabalgaba Gro, pero el lugar por donde iba y la ladera sobre él todavía ardían con la luz solar baja y cálida; y el pico lejano que cerraba la cabeza del valle, cuyas estribaciones enormes parecían el hastial de un tejado, con largas nervaduras de roca desnuda y de peñascos y una cresta de riscos como una gran ola congelada en piedra a mitad de su marcha, todavía se bañaba en un fulgor de luz opalescente.
Rodeando el rellano de la ladera en un lugar donde el monte quedaba cortado por una garganta poco profunda, vio ante él un rincón resguardado. Allí, protegidos de las ráfagas del este y del norte por el gran cuerpo del monte, dos fresnos y algunos acebos crecían entre las hendiduras de las rocas sobre el curso de agua. Bajo su sombra había una cueva, no era grande, pero bastaba para que un hombre se alojase en ella y se resguardase del agua en el mal tiempo, y más allá, a la derecha, había una pequeña cascada, tan hermosa, que era una maravilla contemplarla. Era así: un bloque de piedra, del doble de la altura de un hombre, se asomaba un poco de la ladera del monte, de modo que el agua caía limpiamente desde su borde superior en una delgada corriente hasta una poza rocosa. El agua de la poza era clara y profunda, pero siempre estaba revuelta con burbujas del chorro que caía de arriba; y todas las rocas que la rodeaban estaban cubiertas de musgos, líquenes y pequeñas flores acuáticas, alimentadas por la corriente en sus raíces y refrescadas por el vapor de agua.
-Aquí querría vivir para siempre si supiera hacerme tan pequeño como una lagartija. Y me construiría una casa de un palmo de altura, junto a aquel almohadón de musgo de color de esmeralda, y aquellas belladamas rosadas que oscilan sus campanillas sobre las aguas llenas de espuma darían sombra a mi puerta. Esta tímida hierba del Parnaso[280]me serviría de copa para beber, con su cáliz blanco y puro sobre un tallo delgado como un cabello; y las cortinas de mi cama serían aquella pequeña arenaria sedienta, que, como un cielo verde salpicado de estrellas blancas como la leche, cubre los costados de estas rocas que quedan en la sombra.
Descansando en su imaginación, pasó mucho tiempo contemplando aquel lugar encantado, colocado tan secretamente en el regazo de la montaña desnuda. Después, no queriendo abandonar un lugar tan hermoso, y pensando además que su caballo estaría cansado al cabo de tantas horas, desmontó y se tumbó junto al arroyo. Y, al cabo de un breve rato, como su espíritu estaba elevado por el dulce recuerdo de las maravillas que había contemplado, consintió que sus pestañas largas y oscuras cayeran sobre sus ojos grandes y líquidos. Y lo dominó un sueño profundo.
Cuando despertó, todo el cielo estaba ardiendo con el color rojo de la puesta del sol. Había una sombra entre él y la luz de poniente: la forma de una persona que se inclinaba sobre él y le decía con tono señorial, pero con unos acentos en los que los ecos y los recuerdos de todos los sonidos dulces parecían confundidos y apartados para siempre:
-Quédate tumbado y quieto, señor mío, y no grites pidiendo ayuda. Mira: es tu propia espada; te la he tomado mientras dormías.
Y advirtió que tenía una espada afilada que le apuntaba a la garganta, donde están las grandes venas bajo la lengua.
No se movió ni dijo nada; se limitó a alzar la vista para mirarla como si fuera una visión deliciosa que hubiera escapado del tropel fugitivo de los sueños.
-¿Dónde están tus compañeros? -dijo la dama-. Y ¿cuántos son? Respóndeme enseguida.
-¿Cómo podré responderte? -contestó él como si soñara-. ¿Cómo podré contar a los que son incontables? Y ¿cómo podré decir a tu excelencia dónde se hallan los que un momento están más cerca de mí que mis manos o mis pies, y al momento siguiente son capaces de cruzar un mar antes siquiera de lo que tarda en cruzarlo la luz de una estrella?
-Déjate de acertijos -dijo ella-. Mejor harás en responderme.
-Señora -dijo Gro-, los que te digo son mi compañía mis propios pensamientos silenciosos. Y ésa, aparte de mi caballo, es la única compañía que ha venido conmigo hasta aquí.
-¿Estás solo? -dijo ella-. ¿Y duermes con tanta tranquilidad en el país de tus enemigos? Das muestra de una extraña confianza.
-No son mis enemigos, con tu venia -dijo él.
Pero ella exclamó:
-¿No eres tú el señor Gro de Brujolandia?
-Aquél cayó enfermo hace mucho tiempo de una enfermedad mortal -respondió él-; y ya hace un día y una noche que murió.
-¿Quién eres tú, entonces? -dijo ella.
-Si tu excelencia quiere recibirme por tal -respondió él-, soy el señor Gro de Demonlandia.
-Un tornadizo muy experimentado -dijo ella-. Es de creer que también ellos estén cansados de ti y de tus mañas. Pero ¡ay! -dijo con voz alterada-, ¡os ruego me perdonéis! Sin duda se enemistaron contigo por la buena obra que me hiciste cuando te pusiste de mi lado tan noblemente.
-Diré a tu excelencia la pura verdad -respondió él-. Nunca estuvieron las cosas entre todos ellos y yo mejor que anoche, cuando decidí dejarlos.
La señora Mevrian quedó en silencio, con el rostro sombrío. Después dijo:
-Estoy sola. Por lo tanto, no te parezca que soy ruin de corazón o que olvido favores pasados, si quiero asegurarme más de ti antes de que consienta que te levantes. Júrame que no me traicionarás.
Pero Gro dijo:
-¿De qué te serviría un juramento mío, señora? Los juramentos no vinculan a un mal hombre. Si quisiera hacerte algún mal, te otorgaría todos los juramentos que quisieras, y los quebrantaría con ligereza en un momento.
-Eso no está bien dicho -dijo Mevrian-. Y tampoco es bueno para tu seguridad. vosotros los hombres decís que los corazones de las mujeres son débiles y flacos, pero te mostraré que en mí se cumple lo contrario. Procura que no tenga queja de ti, pues, de lo contrario, te heriré de muerte con tu propia espada sin dudarlo.
El señor Gro se recostó uniendo sus manos delgadas por detrás de la cabeza.
-Colócate al otro lado, te lo ruego -dijo-, para que pueda verte el rostro.
Ella lo hizo así, amenazándolo aún con la espada. Y él dijo sonriendo:
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