La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 15)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
A la muy alta, poderosa y temida señora la reina de Duendelandia, el que fue vuestro servidor pero ahora es un traidor, y un traidor varias veces perjuro, al que aborrece el cielo, detesta la tierra, y se avergüenzan de él el sol, la luna y las estrellas, y al que todas las criaturas maldicen y juzgan indigno de respirar y de vivir, y que sólo desea morir como penitente vuestro. Con gran dolor os envío estos avisos, que ruego humildemente a vuestra majestad que medite bien, pues de otro modo veo vuestra caída y vuestra ruina manifiesta. Y aunque estáis a salvo en Carcé, es cierto que allí estáis tan segura como el que cuelga de las hojas de un árbol al final del otoño, cuando las hojas empiezan a caer. Pues en esta última batalla en el mar de Melikaphkhaz, todo el poderío de Brujolandia por mar ha sido vencido y destruido, y el alto almirante de toda nuestra armada perdido y muerto, y los nombres de los grandes hombres de cuenta que fueron muertos en la batalla no puedo contarlos, y mucho menos los de la tropa, a causa de que la mayoría se ahogaron en la mar y no se les vio más. Pero Demonlandia no perdió ni II tripulaciones de navíos, y ponen rumbo a Carcé con gran poderío. Y llevan con ellos a Goldry Bluszco extrañamente liberado de su prisión más allá de la tumba, y un gran ejército de la gente más extraña y rara que he visto o de la que he oído hablar en mi vida. Así están las cosas de la guerra. Muy noble señora, no te hablaré con enigmas ni símbolos oscuros, sino claramente, para que no dejes escapar esta ocasión. Pues he soñado un mal sueño que profetizaba la ruina de Brujolandia; durmiendo la misma víspera de la batalla, me aterrorizó y me sobresaltó la visión de la armada de Laxus, que huía, con gritos altos y fuertes de «El fin, el fin, el fin de todo». Por lo tanto, ruego encarecidamente a vuestra majestad y a vuestro noble señor, que era mi amigo antes de que con mi traición ponzoñosa os perdiese a vos, a él y a todos, que toméis medidas para vuestra seguridad, y la cosa exige que vuestras majestades se den prisa. Y esto es lo que debéis hacer: dirigiros directamente a vuestro propio país de Trasgolandia, y allí reunir fuerzas. Poneos del lado de estos soberbios y obstinados de Demonlandia en su orgulloso intento de atacar Brujolandia, y así os ganaréis la amistad de los que con toda seguridad rodearán Carcé con un poderío invencible antes de que Brujolandia tenga tiempo de venceros. Os doy este consejo sabiendo plenamente que el poderío y el dominio de los demonios es ahora preeminente y que nadie se les puede oponer. De modo que no perdáis el tiempo en un barco que se hunde, sino haced como os digo, no sea que se pierda todo.
Una cosa más os digo, que quizá sirva para reafirmar el consejo que os doy; es la peor noticia de todas.
-Lo que es mala noticia es que un felón falso como éste haya sobrevivido a tantos hombres honrados -dijo Córund.
La señora Prezmyra extendió la carta a su señor.
-Tengo la vista cansada -dijo-. Lee tú el resto.
Córund la rodeó con su gran brazo, se sentó a la mesa ante el espejo y estudió la carta, siguiendo las letras con un dedo. No sabía leer bien, y tardó algún tiempo en entender claramente el significado del texto. No lo leyó en voz alta: antes de empezar, advirtió, por la expresión de su señora, que ésta ya lo había leído todo.
Ésta era la noticia que le daba la carta de Gro: que el príncipe, su hermano, había muerto en el combate naval, luchando por Demonlandia; muerto y ahogado en aguas de Melikaphkhaz.
Prezmyra se dirigió a la ventana. Empezaba a salir el alba, triste y gris. Al cabo de un rato, volvió la cabeza. Parecía una leona, orgullosa y con el peligro reflejado en los ojos. Estaba muy pálida. Su voz, regular y tranquila, hacía hervir la sangre como el redoble de un tambor lejano.
-El socorro de Demonlandia: tarde o nunca -dijo. Córund la miró, intranquilo.
-¡Los juramentos que nos hicieron, a él y a mí! -dijo ella-. ¡Lo que nos juraron aquella noche en Carcé! ¡Amigos falsos! Oh, me comería sus corazones con ajo.
Él le puso las grandes manos en los hombros. Ella se las quitó de encima.
-Uno de los consejos de Gro es bueno -exclamó ella- que no debemos perder el tiempo en este barco que se hunde. Debemos reunir fuerzas. Pero no para apoyar a esos demonios perjuros, como quisiera él. Debemos marcharnos esta noche.
Su señor se había quitado el gran manto de piel de lobo.
-Vamos, señora -dijo-, nuestro próximo viaje es a la cama.
-No voy a acostarme -dijo Prezmyra-. Ahora se verá, oh Córund, si eres de verdad un rey.
Él se sentó en el borde de la cama y empezó a desatarse las botas.
-Bueno -dijo-, que cada uno haga según su gusto, como dijo el buen hombre que besaba a su vaca. Falta poco para que despunte el día; pronto deberé levantarme, y una noche sin sueño es mala para el ingenio.
Pero ella se quedó de pie junto a él, diciendo:
-Ahora se verá si eres un verdadero rey. Y no te engañes: si me fallas en esto, no querré tener nada que ver contigo nunca más. Debemos marcharnos esta noche. Debes poner en pie de guerra a Trasgolandia, que ahora es mía por derecho propio: reúne fuerzas en tu propio ancho reino de Duendelandia. Deja que a Brujolandia se la lleve el viento. ¿Qué me importa que se hunda o que salga a flote? Esto es lo único que importa: castigar a aquellos viles y perjuros demonios, enemigos nuestros y enemigos de todo el mundo.
-Para eso no hará falta ir muy lejos -dijo Córund, todavía quitándose las botas-. Pronto verás a Juss y a sus hermanos ante Carcé, seguidos de seis mil guerreros. Entonces se llevará el metal al yunque. Vamos, vamos, no debes llorar.
-No lloro -dijo ella-. Ni lloraré. Pero no me atraparán en Carcé como a un ratón en la ratonera.
-Me alegro de que no llores, señora. Ver llorar a una mujer es tan triste como ver a un ganso ir descalzo. Vamos, no seas tonta. No debemos dividir ahora nuestras fuerzas. Debemos capear este temporal en Carcé.
Pero ella exclamó:
-Pesa una maldición sobre Carcé. Hemos perdido a Gro, con sus buenos consejos. Querido señor mío, veo algo malvado que oscurece el cielo sobre nosotros como una sombra espesa y oscura. ¿Qué lugar no está sometido al poder y al gobierno del rey Gorice? Pero es demasiado orgulloso; todos somos demasiado insolentes en nuestras obras. Carcé se ha hecho demasiado grande, y hemos ofendido a los dioses. La vileza insolente de Corinius; el viejo chocho de Corsus, que todavía debe de estar delante de su copa; esto, y nuestras rencillas privadas en Carcé, deberá ser nuestra perdición. Por lo tanto, no quieras luchar contra la voluntad de los dioses; toma el timón en tus propias manos antes de que sea demasiado tarde.
-Basta, señora -dijo él-; ésas no son sino visiones. La luz del día hará que te rías de ellas.
Pero Prezmyra dejó de comportarse como reina y le rodeó el cuello con los brazos.
-Tú eres el hombre capaz de llevarlo todo acabo perfectamente. ¿Nos ves hundirnos en este remolino y no vas a ponerte a nadar antes de que sea demasiado tarde?
Y, con voz ahogada, añadió:
-Ya casi tengo roto el corazón. No me lo rompas del todo. Sólo me quedas tú.
La aurora helada, la estancia silenciosa, las velas que goteaban y su señora de corazón animoso, que había perdido por un momento su valor noble y firme y se refugiaba en sus brazos como un pajarillo: todas estas cosas fueron como un aliento helado que soplase sobre él y lo hiciera temblar un momento. La tomó de las dos manos y la sostuvo separándola de él. Ella volvió a levantar la cabeza, aunque tenía pálidas las mejillas; él sintió el apretón valeroso de camaradería de las manos de ella en las suyas.
-Querida moza -dijo él-, me comprometo a no dar tregua a ninguno de esos hijos de Demonlandia. Aquí está mi mano, y la mano de mis hijos, firme mientras nos quede aliento, contra Demonlandia y por ti y por el rey. Pero, ya que el rey me ha hecho rey, debemos soportar el temporal en Carcé, contra viento y marea. Pues es verdad eso que dicen: «No se hace un rey para que viva mucho tiempo, sino para que gane fama».
A Prezmyra le pareció que estas palabras eran de mal agüero. Pero ya había dejado de lado sus esperanzas y sus temores, y decidió dejar de dar coces contra el viento, y resistir con firmeza hasta verlo que quería hacer el destino.
De cómo el rey Gorice, a pesarde ser un encantador tan poderoso,
determinó que el resultado de tan graves cuestiones
se decidiera de momento por la espada,
y sobretodo por el señor Córund, su capitán general;
y cómo aquellos dos, el rey y el señor Juss, hablaron
por fin cara a cara; y de la batalla sangrienta ante Careé,
y de lo que se cosechó allí
y de lo que maduró antes de la cosecha.
La decimotercera mañana después de que llegaran estas nuevas a Carcé, el rey Gorice estaba sentado en su cámara. Tenía bajo sus manos, sobre la mesa, papeles
que eran informes y cuadros de efectivos de sus ejércitos y de su equipo. Córund estaba sentado a la derecha del rey, y al otro lado estaba Corinius.
Córund tenía unidas sobre la mesa las manos grandes y vellosas. Hablaba sin consultar apuntes, descansando su mirada sobre las nubes uniformes que iban desfilando por el cuadrado de cielo que se veía por la alta ventana que tenía ante sí.
-De Brujolandia y las provincias domésticas, oh rey, sólo buenas noticias. Todas las compañías de soldados convocadas en este lugar el décimo día del mes ya han llegado, salvo algunas partidas de peones del sur, y algunas de Estreganzia. A estas últimas las espero hoy; Viglus escribe que vienen con él, con las tropas pesadas de Baltary que le envié a reunir. Así, están completos los efectivos de estas partes: Thramné, Zorn, Permio, la tierra de Ar, Trace, Buteny y Estremerine. De los aliados feudatarios, no son tan buenas las noticias. Los reyes de Mynia y Gilta; Olis de Tecapan; el conde Escobrine de Tzeusha; el rey de Ellien; todos están aquí con sus contingentes. Pero echamos en falta a nombres más poderosos. El duque Maxtlin de Azumel ha roto su alianza y ha mandado cortar las orejas a vuestro emisario, oh rey; se cree que es por alguna supuesta ofensa que hicieron los hijos de Corsus a su hermana. Eso nos hace perder seiscientos guerreros fuertes. El señor de Eushtlan no nos envía respuesta, y Mynia y Gilta nos acaban de hacer saber la malicia y la franca traición de aquél, pues les impidió tercamente el paso por su territorio cuando se afanaban en cumplir las órdenes de vuestra majestad. Después están las levas de 0jedia, que deberían ser casi mil picas, y ya llevan diez días de retraso. Heming, que puso en pie de guerra a Trasgolandia en nombre de Prezmyra, los traerá consigo si puede. Y también tiene orden, pues le viene de camino, de poner en pie de guerra a Maltraény, de donde no tenemos noticias, y temo una traición por su parte: de ambos, Maltraény y Ojedia, pues se han retrasado bastante. El rey Barsht de Toribia se ha negado abiertamente.
-Ya sabéis además, oh rey -dijo Corinius-, que el rey de Nevria llegó anoche, con muchos días de retraso sobre la fecha fijada y con sólo la mitad de sus efectivos justos.
El rey frunció los labios.
-No voy a desanimarlo acusándole ahora mismo. Más adelante, la cabeza de ese rey rodará por esto.
-Esto es todo -dijo Córund-. No; olvidaba que el Foliot Rojo con su gente, unos trescientos, habían llegado esta mañana.
Corinius sacó la lengua y dijo entre risas:
-Esa langosta apenas servirá de plato para este banquete.
-Es fiel -dijo Córund-, cuando hombres más fuertes se vuelven cobardes. Ahora se verá que estas alianzas forzadas son tan seguras como si hubieran sido selladas con mantequilla. Sin duda, vuestra majestad le concederá audiencia.
El rey quedó un rato en silencio, estudiando sus papeles.
-¿Qué fuerzas tenemos hoy en Carcé? -preguntó.
-Cerca de cuatro mil de a pie y mil de a caballo -respondió Córund-; cinco mil en total. Y lo que más valoro, oh rey, es que casi todos son muchachos de Brujolandia, grandes, anchos y fuertes.
-No hiciste bien, oh Córund -dijo el rey-, cuando mandaste a tu hijo que esperase a Ojedia y a Maltraény. Ya podía estar en Carcé con mil de Trasgolandia para aumentar nuestras fuerzas.
-Lo que hice -respondió Córund-, lo hice buscando nuestro bien, oh rey. Unos pocos días de retraso podían valernos mil picas.
-El retraso ha favorecido a mi enemigo -dijo el rey-. Esto es lo que deberíamos haber hecho: no haberle dado tiempo de pestañear en su primer desembarco, sino haber caído sobre él con todas nuestras fuerzas, y haberlo rechazado hacia el mar.
-Todavía podemos hacerlo, si la suerte nos acompaña -dijo Córund.
Las aletas de la nariz del rey se dilataron. Se inclinó hacia delante, mirando a Córund y a Corinius, con la mandíbula adelantada de modo que su barba negra e hirsuta barría los papeles que estaban ante él en la mesa.
-Los demonios han desembarcado esta noche en Ralpa -dijo-. Vienen hacia el norte a marchas forzadas. Llegarán aquí antes de que transcurran tres días.
Ambos se pusieron rojos como la sangre. Córund dijo:
-¿Quién os trajo esas noticias, oh rey?
-No te preocupes de eso -dijo el rey-. Bástete saber que lo sé. ¿Te ha tomado desprevenido?
-No -respondió él-. Llevamos diez días preparados para recibirlos con todas las fuerzas disponibles, vengan de donde vengan. Aun así, resulta que, mientras nos falten los refuerzos de Trasgolandia, Juss tiene alguna ventaja sobre nosotros, si, como creemos, le siguen seis mil hombres, y aliados además con algunos que deberían ser nuestros[312]
-¿Querrías esperar a los de Trasgolandia y a los demás que pueda reunir Heming antes de presentar batalla? -preguntó el rey.
-Eso querría, oh rey -dijo Córund-. Debemos mirar más allá de la primera curva del camino, oh rey y señor mío.
-Yo no querría -dijo Corinius.
-Valerosas palabras, Corinius -dijo el rey-. Pero recuerda: en la ladera de Krothering tenías fuerzas superiores, y te derrotaron.
-Eso es lo que tengo presente, señor -dijo Córund-. Pues bien sé que, si yo hubiera estado allí, no me hubiera ido mejor.
El señor Corinius, cuyo ceño se había oscurecido al mencionarse su derrota, alegró el gesto y dijo:
-Os ruego que consideréis, oh rey y señor mío, que aquí en nuestra casa no cabe tal maña o ardid como el que usaron para vencerme en su propio país. Cuando Juss y Brándoch Dahá y sus mendigos apestosos nos hostiguen en tierra de Brujolandia, será el momento de darles una pera aceda. Y, con vuestra venia, señor, os prometo hacérsela tragar, o perder la vida.
-Dame la mano -dijo Córund-. Te hubiera elegido a ti entre todos los hombres para un día como éste, y para salir de avanzadilla contigo para este servicio sangriento,
si hoy tuviésemos que enfrentarnos a todo el poderío de Demonlandia alzado en armas. Pero oigamos las órdenes del rey: mande lo que fuere, nosotros lo haremos muy alegremente.
El rey Gorice se quedó sentado en silencio. Apoyaba una mano delgada en la cabeza de serpiente del brazo de su sillón; apoyaba la barbilla en la otra, con el dedo extendido sobre el pómulo saliente. Sólo en la sombra oscura de sus órbitas se movía una luz macilenta. Al cabo, tuvo un movimiento de sobresalto, como si su espíritu hubiera regresado en aquel instante a su morada mortal después de volar por mares insondables del tiempo o del espacio. Reunió los papeles en un montón y se lo pasó a Córund.
-Arriesgamos demasiado en ello -dijo-. El que tiene muchos guisantes puede poner más en el puchero. Pero ahora llega el día en que Juss y yo debemos arreglar cuentas, y uno de los dos encontrará su muerte y su perdición.
Se levantó de su sillón y miró a sus capitanes escogidos, grandes hombres de guerra que había elevado a reyes de dos de las cuatro partes del mundo. Ellos lo miraron como pajarillos bajo los ojos de una serpiente.
-En estas partes, el terreno no es bueno para cabalgar -dijo el rey-, y los demonios son grandes jinetes. Carcé es fuerte, y jamás podrá ser tomada al asalto. Además, mis hombres de Brujolandia se empeñarán en hacer las mayores hazañas cuando combatan ante mi vista. Por lo tanto, nos quedaremos aquí, en Carcé, hasta que llegue el joven Heming con sus levas de Trasgolandia. Entonces caeremos sobre ellos, y no cejaremos hasta que limpiemos completamente de ellos el país y matemos a todos los señores de Demonlandia.
-Oír es obedecer, oh rey-dijo Corinius-. Con todo, y sin ánimo de contradeciros, yo optaría por caer sobre ellos inmediatamente, en lugar de dejar que descansen y que se refresque su ejército. La ocasión es una moza soberbia, oh rey, que está muy dispuesta a irse con otro hombre si el primero la mira con frialdad. Además, señor,
¿no podríais, por medio de vuestras artes, en breve tiempo, con ciertos compuestos…?
Pero el rey le interrumpió, diciendo:
-No sabes lo que dices. Aquí está tu espada; aquí están tus hombres; éstas son mis órdenes. Procura cumplirlas puntualmente cuando llegue el momento.
-Señor -dijo Corinius-, no encontraréis falta en mí.
Dicho esto, hizo una reverencia y salió de la presencia del rey.
-Has domado bien a este sacre[313]Existía el peligro de que le desagradase tanto estar sujeto a ti en estos actos de la guerra, que surgiese alguna disputa que fuera mala para nuestra empresa.
-No lo creáis, oh rey -respondió Córund-. Este año pasado ha sido tan fiel como un almanaque. Ahora me come en la mano.
-Porque te has portado con él con sencillez honrada y abierta -dijo el rey-. Sigue por ese camino, y no olvides que tienes en la mano la espada de Brujolandia y en ella he puesto mi confianza en esta hora crucial.
Córund miró al rey sus ojos grises y agudos, que brillaban como los de un águila. Golpeó con la palma de la mano su pesada espada, y dijo:
-Es un zorro duro, oh rey y señor mío; no fallará a su señor.
Después, alegre por las benévolas palabras del rey, le hizo una reverencia y salió de la cámara.
Aquella misma noche apareció en el cielo, suspendida sobre Carcé, una estrella ardiente con dos colas. Córund la vio cuando iba a acostarse, en un claro entre dos nubes. No dijo nada a su señora esposa, para no preocuparla; pero también ella había visto la estrella desde su ventana, y no dijo nada a su señor por el mismo motivo.
Y el rey Gorice, sentado en su cámara con sus libros maléficos, contempló aquella estrella y sus colas ardientes, y al rey le desagradó más que le gustó. Pues, aunque no pudo determinar con certeza lo que significaba aquella señal, para uno tan versado como él en la necromancia y en los secretos de la astrología, quedaba claro que aquello era un signo fatal, y uno de aquellos prodigios y pronósticos ominosos que preceden a los finales trágicos de los nobles y a las ruinas de los Estados.
Tres días después, los vigías vieron desde las murallas de Carcé, entre la pálida mañana, los ejércitos de los demonios, que llenaban toda la llanura hacia el sur. Pero no había señales de los refuerzos de Trasgolandia. El rey Gorice, tal como había determinado, conservó todas sus fuerzas quietas y dentro de la fortaleza. Pero, para pasar el tiempo, y porque le agradaba la idea de hablar cara a cara con el señor Juss antes de que empezara aquella última prueba mortal de las armas entre los dos, el rey envió a Cadarus a las líneas de los demonios como heraldo suyo, con banderas de paz y ramas de olivo. Y por su embajada se acordó que los demonios retirarían a sus ejércitos a tres tiros de flecha de las murallas, y que los de Brujolandia quedarían todos dentro de la fortaleza; sólo el rey, con catorce de los suyos desarmados, y Juss con el mismo número, también desarmados, saldrían al centro del terreno despejado y hablarían allí reunidos. Y esta reunión se celebraría a la tercera hora después del mediodía.
Así, ambos grupos acudieron a la conferencia a la hora señalada. Juss iba con la cabeza descubierta, cubierto de su loriga reluciente con gorguera y hombreras damasquinadas con hilo de oro, y quijotes dorados, y mandiletes de oro rojo en sus muñecas. Su ciclatón era de tejido de seda color vino tinto, y llevaba la capa oscura que le habían tejido las sílfides, cuyo cuello estaba rígido por los bordados y por las figuras de bestias extrañas que tenía labradas con hilo de plata. Según el acuerdo, no portaba armas; tan sólo llevaba en la mano un bastón corto de marfil incrustado de piedras preciosas, y cuya cabeza era una bola de la piedra que llaman ojo de Belus, que es blanca y tiene dentro una manzana negra, cuyo centro se puede ver brillar como el oro. Se puso ante el rey muy altivo y señorial, alzando la cabeza como un ciervo que olfatea la mañana. Un paso o dos tras él se quedaron sus hermanos y Brándoch Dahá, con el rey Gaslark y los señores Zigg y Gro, y Melchar y Tharmrod y Styrkmir, Quazz con sus dos hijos, y Astar, y Bremery de Shaws: hombres de aspecto valiente y señorial, todos sin armas; y el brillo de las joyas que portaban era maravilloso.
Ante ellos, acompañando al rey, estaban éstos: Córund, rey de Duendelandia, y Corinius, que se hacía llamar rey de Demonlandia; Hacmon y Viglus, hijos de Córund; el duque Corsus y sus hijos Dekalajus y Gorius; Eulien, rey de Mynia; Olis, señor de Tecapan; el duque Avel de Estreganzia, el Foliot Rojo; Erp, rey de Ellien, y los condes de Thramné y Tzeusha; sin armas, pero con armaduras hasta los cuellos; hombres grandes y fuertes en su mayoría, pero ninguno digno de compararse con Corinius ni con Córund.
El rey, cubierto de su manto de pieles de cobra y con su cetro en la mano, sacaba media cabeza a los más altos de los que lo rodeaban, amigos y enemigos. Se alzaba entre ellos, oscuro y delgado, como un pino hendido por el rayo visto contra la puesta del sol.
Así, en la tarde dorada de otoño, en medio de aquella triste llanura de marismas por donde el Druima, obstruido por la maleza, serpentea tortuosamente entre sus orillas cenagosas hasta el mar, se reunieron estos dos hombres, por cuya ambición y orgullo el mundo era demasiado pequeño para contenerlos a ambos con paz entre los dos. Y como un dragón somnoliento, del antiguo cieno, bajo, siniestro y monstruoso, la fortaleza de Carcé dormía sobre todos ellos.
Al fin, el rey habló y dijo:
-Te he hecho llamar porque creí que sería bueno que hablásemos los dos mientras todavía había tiempo de hablar.
-Eso no lo niego, oh rey -respondió Juss.
-Tú eres hombre sabio y sin miedo -dijo el rey, inclinando su frente sobre él-. Te aconsejo, a ti y a todos los que te acompañan, que te retires de Carcé. Bien veo que la sangre que bebiste en Melikaphkhaz no va a saciarte la sed, y que la guerra es tu perla y tu amante. Pero, aunque así sea, retírate de Carcé. Ahora estás en la cúspide de tu ambición; si quieres saltar más arriba, caerás en el abismo. Que los cuatro puntos cardinales del mundo tiemblen con nuestras guerras, pero no este centro. Pues aquí ningún hombre puede recoger fruto alguno como no sea la muerte; o bien, este único fruto, el zoacum, el fruto de amargura, que, cuando lo haya probado, le parecerán oscuras todas las luminarias del cielo, y todos los bienes de la tierra serán como cenizas en su boca durante todos los días de su vida, hasta que muera.
Hizo una pausa. El señor Juss estaba firme, sin temblar bajo aquella mirada temible. Tras él, sus compañeros se agitaban y murmuraban. El señor Brándoch Dahá, con la burla en los ojos, dijo algo entre dientes a Goldry Bluszco.
Pero el rey volvió a hablar al señor Juss.
-No te engañes. No te digo esto con intención de asustarte con cocos y espantos para que te apartes de tu propósito firme; demasiado bien conozco tu carácter. Pero he visto señales en el cielo: no claras, pero nos amenazaban a ambos, a ti y a mí. Por tu bien te digo, oh Juss, y te repito mi consejo (para que ésta nuestra última conversación te haga una impresión más firme); retírate de Carcé antes de que sea demasiado tarde.
El señor Juss escuchó con atención las palabras del rey Gorice, y, cuando éste hubo terminado de hablar, respondió y dijo:
-Oh rey, nos has dado un consejo bueno a maravilla. Pero ha sido a modo de acertijo. Y, mientras te oía, mis ojos no se apartaban de la corona que llevas, hecha a semejanza de un cangrejo[314]y, como este animal mira hacia un lado y camina hacia otro, creo que representa bien el modo en que miras por nuestros peligros pero buscas al mismo tiempo tu propia ventaja.
El rey le miró torvamente, y le dijo:
-Soy tu señor supremo. A los súbditos no les cuadra hablar a su rey con tal familiaridad.
-Tú me tratas a mí de «tú»[315] -respondió Juss-. Y en verdad que sería una locura que cualquiera de los dos humillase la rodilla ante el otro, cuando el señorío de toda la tierra espera al que venza en nuestra gran contienda. Rey de Brujolandia, has sido franco conmigo al hacerme saber que no deseas entrar en batalla con nosotros. Yo también seré franco, y te haré una oferta que es ésta: que nos vayamos de tu país sin hacer más actos de guerra contra ti (hasta que vuelvas a provocarnos); y tú, por tu parte, renuncies a tus pretensiones sobre toda la tierra de Demonlandia, y también sobre Trasgolandia y Duendelandia, y que me entregues a tus servidores Corsus y Corinius para que yo pueda castigarlos por los actos bestiales que cometieron en nuestra tierra cuando nosotros no estábamos allí para defenderla.
Calló, y se contemplaron el uno al otro en silencio durante un rato. Después, el rey levantó la barbilla y sonrió con una sonrisa temible.
Corinius le susurró al oído en son de chanza:
-Señor, podéis entregarle a Corsus sin miedo. Creo que seria un trato barato, y pagado con falsa moneda además.
-Vuelve a tu lugar y calla -dijo el rey. Y dijo al señor Juss- Tuya es la culpa de todos los daños que sobrevengan ahora; pues ahora estoy decidido a no volver a colgar la espada hasta que pueda hacerme una pelota con tu cabeza ensangrentada. Y ahora, tiemble la tierra y oscurezca Cintia su brillo; basta de palabras y callen las bocas. Que el trueno, la sangre y la noche asuman nuestros papeles, para culminar y rematar el desenlace de esta gran tragedia.
Aquella noche, el rey se paseaba solo por su cámara en la torre de hierro. Apenas había pasado por allá en los últimos tres años, y normalmente sólo lo había hecho para recoger alguno de sus libros a fin de estudiarlo en sus propios aposentos. Sus jarras, frascos y botellas de vidrio azul, verde y púrpura donde guardaba sus drogas
y electuarios[316]malditos de composición secreta; sus atanores, sus crisoles, sus retortas ventrudas, sus alambiques y baños de María, estaban ordenados en estantes cubiertos de polvo y tenían colgaduras de telas de araña; el horno estaba frío; el vidrio de las ventanas estaba oscurecido por el polvo; las paredes tenían moho; el aire de la cámara olía a cerrado. El rey estaba absorto en su contemplación, con un gran libro negro abierto ante él en el facistol de seis caras: el más maldito de todos sus libros, el mismo que le había enseñado en tiempos pasados lo que debía hacer cuando tuvo intención de hundir a Demonlandia y a todos sus señores en la muerte y en la ruina por los poderes maléficos de los encantamientos.
La página abierta bajo sus manos era de pergamino desteñido por el tiempo, y el texto de la página estaba escrito con caracteres anticuados y enrevesados, negros y pesados, y las grandes letras capitulares y los márgenes iluminados estaban pintados y dorados con tonos negros y rojos, representando rostros temibles, formas de serpientes, hombres con cara de sapo, simios, manticoras, súcubos e íncubos[317]y representaciones y figuras obscenas de significado ilícito. Éstas eran las palabras del texto en la página que el rey estudiaba una y otra vez; a veces caía en una reflexión profunda, y luego volvía a estudiar estas palabras de una escritura profética antigua, sobre los destinos prefijados de la casa real de Gorice en Carcé:
Así vuestra casa permanecerá y durará
Por toda la eternidad.
Pero con cuidado andad,
Y sabed con certeza
Que, si algún impío entre vosotros
Practica la magia negra
Por segunda vez en el mismo cuerpo,
Será arrastrado
Por los diablos sutiles
Y perderá la vida
Y se romperá esta línea;
Quedaréis malditos eternamente
Y no volveréis a ver la tierra;
Ni los dioses os podrán rescatar
Del infierno, donde quedaréis
Por toda la eternidad.
Eso me dicen las estrellas.[318]
El rey Gorice se puso de pie y se dirigió a la ventana del sur. El pestillo estaba oxidado; lo forzó y se abrió con un chillido, un chasquido y una ligera lluvia de polvo y de arenilla. Abrió la ventana y se asomó. La noche pesada llegaba a su profundidad de silencio. Había luces lejanas en las marismas, las luces de los fuegos de campamento de los ejércitos del señor Juss, reunidos contra Carcé.
Le hubiera sido difícil contener un escalofrío al que contemplase a aquel rey de pie junto a la ventana; pues su constitución alta y delgada y su aspecto férreo tenían algo que no era propio de carne y sangre naturales, sino de algún elemento más duro y más frío; y su semblante, como la imagen de alguna divinidad oscura tallada hace siglos por hombres que murieron mucho ha, llevaba la huella de las antiguas cualidades de poderío implacable, desprecio, violencia y opresión, antiguas como la misma noche pero respetadas por el tiempo, jóvenes como cada noche cuando cae y antiguas y elementales como la oscuridad primigenia.
Pasó allí mucho tiempo, y después volvió de nuevo a su libro.
-Gorice VII -dijo para sí-. Ya lo he hecho una vez en este cuerpo. Y no me ha ido mal; pero tiene que irme mejor. Es demasiado arriesgado hacerlo por segunda vez y solo. Córund es hombre que no conoce el miedo en la guerra, pero es demasiado supersticioso, y tiembla ante todo lo que no tiene carne ni sangre. Las apariciones y las fantasmagorías son capaces de amilanarlo. También está Corinius, al que no le importan un ápice los dioses ni los hombres. Pero es demasiado precipitado e irreflexivo; sería una locura fiarme de él. Si estuviera aquí el goblin, podría hacerlo con él. Maldito villano traicionero, se ha ido de mi lado.
Recorrió la página con la vista como si sus ojos penetrantes pudieran atravesar las barreras del tiempo y de la muerte, y descubrir en aquellas palabras algún nuevo significado que encajase mejor con lo que deseaba su ánimo y le prohibía su juicio.
-Dice «malditos eternamente»; dice que se romperá la línea, y «no volveréis a ver la tierra». Dejémoslo.
Y el rey cerró lentamente su libro, y le echó tres candados, y volvió a guardarse la llave en el seno.
-Todavía no es necesario -dijo-. Córund y la espada tendrán su día. Pero, si me fallan, ni siquiera esto impedirá que vuelva a hacer lo que tengo que hacer.
En la misma hora en que el rey acababa de volver a sus aposentos, llegó un corredor de Heming para informarles de que éste llegaba de Trasgolandia con mil quinientos hombres por el camino de los reyes. Además, habían sabido que la armada de Demonlandia había fondeado aquella noche en el río, y que no era improbable que el ataque fuera por la mañana, por tierra y por el río.
El rey estuvo toda la noche en su cámara reunido en consejo con sus generales y ordenando todas las cosas para el día siguiente. No cerró los ojos ni un momento en toda la noche, pero hizo dormir a los demás por turnos, porque debían estar frescos y dispuestos para la batalla. Pues su acuerdo fue reunir a todo su ejército en la orilla izquierda, ante la puerta del puente, y presentar allí batalla a los demonios al despuntar el día. Ya que, si se quedaban dentro de la fortaleza y permitían a los demonios que cerrasen al joven Heming el paso hasta la puerta del puente, entonces estaba perdido, y, si caía el cuerpo de guardia del puente y el puente mismo, entonces los demonios podrían desembarcar las fuerzas que quisieran en la orilla derecha y cercarlos estrechamente en Carcé. No temían un ataque sobre la orilla derecha, pues sabían bien que podían quedarse dentro de la fortaleza riéndose de ellos, ya que las murallas eran inexpugnables. Pero, si se entablaba una batalla ante la puerta del puente, como esperaban, y si Heming se sumaba al combate por el este, había buenas esperanzas de que fueran capaces de dividir el ejército de los demonios, atacándoles por su centro por el oeste mientras Heming caía sobre ellos por el otro lado. Por lo cual, caerían en gran desorden y confusión, y no serían capaces de escapar a sus barcos, sino que serían presa de los brujos en aquellas tierras pantanosas ante Carcé.
Cuando era la fría última hora antes del alba, los generales recibieron las últimas órdenes del rey antes de ir a hacer avanzar sus ejércitos. Corinius salió el primero de la cámara del rey, un poco antes que los demás. En el corredor lleno de corrientes de aire, las lámparas oscilaban y humeaban, emitiendo una luz incierta y vacilante. Corinius vio que junto a la escalera estaba de pie la señora Sriva, esperando para despedirse de su padre o llevada por una simple curiosidad. Fuera lo que fuese, a él no se le dio una higa, pero se llegó rápidamente a ella y la apartó a un rincón donde la poca luz apenas le dejaba ver el brillo pálido de su vestido de seda, de su cabello negro suelto en rizos oscuros, y de sus ojos oscuros y relucientes.
-Falsa y astuta mía, ¿ya te tengo? No, no te resistas. Te huele el aliento a canela. ¡Bésame, Sriva!
-¡No quiero! -dijo ella, luchando por escapar-. Mal hombre, ¿así me tratas? -Pero, al descubrir que no le servía de nada resistirse, dijo en voz baja-. Bueno, si esta noche vuelves habiendo rechazado a Demonlandia, entonces hablaremos.
-Escuchen a la traidora malvada -dijo él-, que la misma noche pasada me hizo desaires descorteses y ahora me viene con buenas palabras; y ¿por qué diablos lo hace? A fe que es porque cree que no voy a volver vivo del combate de este día. Pero volveré, señora besa-y-desaparece; sí, por los dioses, y me cobraré lo mío.
Sus labios se apoyaron profundamente en los de ella; sus manos fuertes y ansiosas la dominaron blandamente contra su voluntad, hasta que ella lo abrazó con un pequeño grito ahogado, apretando su suave cuerpo contra la armadura que llevaba él. Entre los besos, ella susurró: «Sí, sí, esta noche». Bien maldijo él a la fortuna maliciosa que no le había enviado este encuentro media hora antes. Cuando se fue, Sriva se quedó en la sombra del rincón para ordenar sus cabellos y sus vestidos, bastante desordenados en aquel cortejo fogoso. Y desde aquella oscuridad pudo ver cómo Prezmyra se despedía de su señor mientras bajaban por aquel corredor tortuoso y se detenían ante la escalera.
Prezmyra tenía su brazo sobre el de él.
-Yo sé dónde mete la cola el diablo, señora -dijo Córund-. Y reconozco a los grandes traidores cuando los veo.
-¿Cuándo te fue mal por seguir mis consejos, mi señor? -dijo Prezmyra-. Y ¿cuándo te he negado nada que me pidieses? Hace siete años que te entregué mi doncellez; y veinte reyes me pedían en dulce matrimonio, pero te preferí a ti por encima de todos ellos, viendo que el halcón no debe unirse con papagayos, ni el águila con cisnes y avutardas. ¿Y vas a negarme esto?
Ella se volvió hacia él. Las pupilas de sus grandes ojos estaban dilatadas bajo la luz dudosa de las lámparas, hundiendo sus fuegos verdes en charcas profundas de misterio y oscuridad. Los adornos ricos y espléndidos de su corona y de su cinturón parecían un pobre envoltorio para aquella belleza suya sin igual: su rostro, donde lo que es dulce y noble y todo lo que hay de deseable en la tierra o en el cielo habían dado su forma a cada rasgo; la gloria de su cabello, como la gloria del sol rojo; el porte y la prestancia de todo su cuerpo, como un ave majestuosa recién posada tras el vuelo.
-Aunque sea para mí como el ruibarbo -dijo Córund-, ¿voy a negártelo esta vez? Esta vez no, reina mía.
-Gracias, señor mío querido. Desármalo y redúcelo si puedes. El rey no nos negará el perdón a su locura cuando hayas alcanzado para él esta victoria sobre nuestros enemigos.
La señora Sriva no pudo oír más, por mucho que escuchó con gran curiosidad. Pero, cuando llegaron al pie de la escalera, Córund se detuvo un momento para comprobar los cierres de su armadura. Tenía el ceño ensombrecido. Al cabo, dijo:
-Ésta será una batalla mortal, feroz y dudosa para ambos bandos. Contra un adversario tan poderoso como el que tenemos aquí, es posible, nada más. Bésame, querida mozuela. Y si… calla; no sucederá; pero no dejaré de decirlo: si sucede lo peor, no quiero que desperdicies tu vida en lutos. Ya sabes que no soy uno de esos celosos amargados, que tienen tan mal concepto de sí mismos que no quieren que sus esposas se vuelvan a casar, por miedo a que el nuevo marido sea mejor hombre que fueron ellos.
Pero Prezmyra se acercó a él con semblante feliz y alegre.
-Deja que te haga callar, mi señor. Son pensamientos necios para un gran rey que va a entrar en batalla. Vuelve triunfante, y, mientras tanto, piensa en mí, que te espero como espera una estrella. Y no dudes nunca del resultado.
-El resultado -respondió él-. Te lo diré cuando acabemos. No soy astrólogo. Yo tajaré con mi espada, amor mío; echaré a perder algunas de sus predicciones, si puedo.
-Buena suerte, y vaya contigo mi amor -dijo ella.
Sriva salió de su escondrijo y se dirigió aprisa a los aposentos de su madre, y encontró allí a ésta, que acababa de despedirse de sus dos hijos y tenía el rostro lleno de lágrimas. En aquel mismo instante entró su esposo el duque para cambiar de espada, y la señora Zenambria le abrazó el cuello y quiso besarlo. Pero él se la quitó de encima, exclamando que estaba cansado de ella y de su boca babearte; además, la amenazó con espantosas imprecaciones. diciendo que la arrastraría tras él y la arrojaría a los demonios, que, puesto que aborrecían a las viejas feas y decrépitas, sin duda la ahorcarían o la destriparían, y así lo librarían a él de aquella carga duradera. Dicho esto, salió a toda prisa. Pero su esposa y su hija, llorando la una sobre los hombros de la otra, bajaron al patio, con intención de subir a la torre sobre las compuertas para ver el ejército, reunido más allá del río. Y Sriva relató por el camino todo lo que había oído entre Córund y Prezmyra.
En el patio se encontraron con la propia Prezmyra, que marchaba con semblante alegre y pasos ligeros y tarareando una canción festiva, y les dio los buenos días.
-Soportáis estas cosas con más valor que nosotras, señora -dijo Zenambria-. Creo que nosotras tenemos el corazón demasiado tierno y piadoso.
-Así es, señora -respondió Prezmyra-. No tengo la debilidad de algunas de vosotras, damas de ojos tiernos y lloriqueantes. Y, con vuestra venia, conservaré mis lágrimas (que, además, estropean mucho las mejillas) hasta que las necesite.
Cuando la dejaron atrás, Sriva dijo:
-¿No te parece que es una zorra desvergonzada con el hígado de piedra, oh madre mía? ¿Y no son un escándalo sus risas y sus chanzas; como te he dicho, cuando le dijo adiós, pensando únicamente en la manera de convencerlo de que salvase la vida a aquel perro traidor e intrigante?
-Con el cual pensaba hacer cosas que me da vergüenza nombrar -dijo Zenambria-. En verdad, esta señora extranjera, con sus modos libres y descarados, es un escándalo para toda esta tierra.
Pero Prezmyra siguió su camino, alegre de que su señor no hubiera advertido, por un pelo, el miedo que tenía en el ánimo, después de haber visto, durante toda la amarga noche, visiones extrañas y crueles que anunciaban la perdición y la ruina de todo lo que ella más quería.
Cuando apareció la aurora[319]todo el ejército del rey estaba dispuesto en orden de combate ante el cuerpo de guardia del puente. Corinius tenía el mando del ala izquierda. Le seguían mil quinientos hombres escogidos de Brujolandia, con los duques de Trace y Estreganzia, además de estos reyes y príncipes, con sus levas extranjeras: los reyes de Mynia, el conde Escobrine de Tzeusha y el Foliot Rojo. Corsus mandaba el centro, e iba con él el rey Erp de Ellien y sus Honderos vestidos de verde; el rey de Nevria; Axtacus, señor de Permio; el rey de Gilta; Olis de Tecapan, y otros capitanes; mil setecientos hombres en total. El señor Córund había decidido quedarse con el ala derecha. Dos mil hombres de Brujolandia, los mejores y más escogidos de la guerra en Duendelandia y en Demonlandia y en las fronteras del sur, seguían su bandera, junto a la infantería pesada armada de picas de Baltary y los hombres de Buteny y Ar, armados de espadas. Allí estaba su hijo Viglus, y el conde de Thramné, Cadarus, Didarus de Largos y el señor de Estremerine.
Pero, cuando los demonios advirtieron aquel gran ejército ante el cuerno de guardia del puente, se pusieron ellos también en orden de batalla. Y sus barcos se dispusieron a subir el río hasta llegar bajo Carcé, por si podían atacar el puente por algún medio y cortar así a los brujos la retirada.
La luz del sol era baja y luminosa, y el esplendor de las armaduras y de las sobrevestas multicolores y de las plumas que llevaban en los yelmos era maravilloso de ver. Este era el orden de su formación: a su izquierda, junto al río, estaba una gran compañía de caballería, y el señor Brándoch Dahá iba al frente montado en un gran caballo pardo y dorado con ojos ardientes. Sus hombres de las islas, Melchar y Tharmrod, con Kamerar de Stropardon y Strykmir y Stypmar, eran los principales capitanes que le seguían a la batalla. Junto a ellos estaban las tropas pesadas del este, y el señor Juss mismo era su jefe; montaba un caballo castaño, alto, feroz y de huesos pesados. Iba rodeado de su guardia de corps selecta de a caballo, con Bremery de Shaws como capitán; y entre sus tropas iban además estos jefes: Astar de Rettray, Gismor Gleam de Justdale y Peridor de Sule. El señor Spitfire mandaba el centro, y con él iba Fendor de Shalgreth, y Emerón, y los hombres de Dalney, poderosos con la pica; también el duque de Azumel, antes aliado de Brujolandia. Además iba con él el señor Gro, que seguía contemplando aquellas antiguas murallas con un peso en el corazón, pensando en el gran rey que estaba tras ellas, y en la poderosa inteligencia y voluntad con que gobernaba a aquellos hombres oscuros, turbulentos y sanguinarios que temblaban ante él; y pensaba en la reina Prezmyra. A su imaginación enfermiza, la oscuridad de Carcé, que no podía aclarar ninguna luz brillante de la mañana, ya no le parecía como antes la imagen y el emblema de la casa real de Brujolandia y de su alta magnificencia y poderío sobre la tierra, sino más bien la sombra que arrojaban el destino y la muerte, dispuestos a derrocar para siempre aquel poderío. Y no le importaba mucho que sucediera así o no, pues estaba cansado de la vida y de sus deseos, de sus apetitos desenfrenados y de sus afectos desmesurados, y juzgaba que había aprendido mucho de éstos: que a él, que, al parecer, siempre debía pasarse a sus enemigos dejando el servicio de los otros, la fortuna jamás podría llevarle una paz duradera, fueran cuales fuesen sus altibajos. En el ala derecha de los demonios, el señor Goldry Bluszco hacía ondear al viento su bandera, conduciendo al combate a los de las rías del sur y a la infantería pesada con picas de Mardardale y Throwater. Con él iba el rey Gaslark con su ejército de Goblinlandia, y refuerzos de Ojedia y Eushtlan, que acababan de romper su alianza con el rey Gorice. El señor Zigg, con su caballería ligera de Rammerick y Kelialand y de los valles del norte, cubría su flanco por el este.
El rey Gorice contemplaba esta disposición de los ejércitos desde su torre sobre las compuertas. Además, advirtió algo que los demonios no podían ver desde abajo, pues una pequeña elevación del terreno se lo ocultaba a la vista: hombres que venían del este por el camino de los reyes, muy lejos: el joven Heming con los vasallos de Trasgolandia y de Maltraény. Envió a un hombre de confianza para hacérselo saber a Córund.
Entonces el señor Juss hizo sonar el toque de batalla, y, entre el sonido estridente de las trompetas, las huestes de los demonios se lanzaron a la contienda. Y el ruido del encuentro de aquellos ejércitos ante Carcé fue como un trueno. Pero, como un gran acantilado marino que resiste pacientemente durante siglos la furia de los vientos tormentosos, y que los fuertes vientos y el embate de las olas no desgastan en una noche, ni en mil millares de noches, la fuerza de Brujolandia resistió el empuje, se mezcló con ellos, los rechazó y permaneció en su puesto. Los batallones de hierro de Córund llevaron la mayor carga en este primer encuentro, y la soportaron. En cuanto a los barcos, comandados por el joven Hesper Golthring, que les daba ánimos con gran porfía, subían por el río para forzar el puente, y, mientras Córund resistía por delante a la flor y nata de Demonlandia, tenía que soportar por su retaguardia los proyectiles de los barcos. Sus hijos, los jóvenes príncipes Hacmon y Viglus, tenían la misión de defender el puente y las murallas y de quemar y destruir los barcos. Y dos y tres veces limpiaron el puente de los demonios que habían conseguido subir al mismo, hasta que por último, combatiendo muy ferozmente y por largo tiempo ambos bandos, les fue muy mal a Hesper y a sus fuerzas: sus barcos ardieron, y la mayor parte de su gente murió abrasada, ahogada o por la espada; y él, después de sufrir muchas y graves heridas, quedó solo en el puente en el último intento de conquistarlo, y, cuando gateaba para escaparse, lo hirieron con una daga y murió.
Después de esto, los barcos que podían maniobrar retrocedieron por el río, y los hijos de Córund, que habían cumplido valerosamente su misión, acudieron con su gente a sumarse a la batalla principal. Y el olor del humo de los barcos que ardían era como incienso para el rey, que contemplaba estas cosas desde su torre sobre las compuertas.
Poco tiempo transcurrió entre este primer encuentro y el siguiente, pues Heming llegó del este, atacó a los jinetes de Zigg, que estaban inmovilizados en aquel terreno pesado, y cayó con ímpetu sobre el flanco derecho de los demonios. Los brujos atacaron con violencia por toda la línea de combate, desde el puesto de Córund junto al río hasta el flanco oriental, donde Heming se unía a Corinius; y la desventaja numérica que tenían en un principio se convirtió en una gran ventaja, y, bajo aquel gran golpe de costado sobre su flanco, ni la gran valía militar del señor Goldry Bluszco ni el temor a su poderío con las armas fueron capaces de hacer que se mantuviera firme la línea de batalla de los demonios. Retrocedieron ante los brujos paso a paso, sin romper la formación, con gran crédito para ellos, aunque los aliados extranjeros la rompieron y huyeron. Mientras tanto, en el flanco izquierdo de los demonios, Juss y Brándoch Dahá soportaban con gran firmeza aquel ataque, aunque tenían que habérselas con las tropas mejores y más escogidas de Brujolandia. En dicho encuentro se vieron los combates más sangrientos que se habían visto hasta entonces aquel día, y el fragor de la batalla era tan áspero y mortal, que se hacía difícil comprender cómo podía salir vivo de ella hombre alguno, ya que ninguno de los combatientes de ambos bandos quería ceder una sola pulgada, sino que prefería morir en el sitio si no era capaz de matar al enemigo que tenía ante él. Así, los ejércitos pasaron una hora revolviéndose como luchadores asidos mutuamente en una presa, pero, al cabo, el señor Córund salió con su propósito y no cedió terreno ante la puerta del puente.
Romenard de Dalney llegó galopando hasta el señor Juss, y se detuvo a su lado jadeando por la violencia de la batalla; le llevaba, por orden de Spitfire, noticias del flanco derecho: le dijo que el mismo Goldry no era capaz de resistir más tiempo en tal desventaja; que el centro todavía resistía, pero que era fácil que cediera ante el próximo embate, o que el ala derecha fuera arrastrada sobre su retaguardia y superada.
-Si vuestra alteza no es capaz de rechazar a Córund, todo estará perdido.
En aquella pausa de pocos minutos (si se puede llamar pausa a un período en que la batalla no dejó de resonar como un mar, con un ruido constante de cascos de caballos, de heridas y de golpes de las armas). Juss tomó una determinación. El destino de Demonlandia y de todo el mundo dependía de su decisión. No tenía ningún consejero. No tenía tiempo para meditar pausadamente. En aquel momento, la imaginación, la entereza, la capacidad de decisión rápida, todos los altos dones de la naturaleza, no valen nada: son caballos veloces que se despeñan y se pierden en el pozo que el destino enemigo ha abierto en su camino; a no ser que el conocimiento exacto, adquirido pacientemente tras años de práctica, haya preparado un camino seguro y despejado para que sus cascos voladores los lleven en el gran momento del destino. Así ha sido siempre con todos los grandes capitanes; así fue con el señor Juss en aquel momento en que la ruina se cernía sobre sus ejércitos. Quedó en silencio durante dos minutos; después, envió a Bremery de Shaws galopando hacia el oeste como si quisiera partirse el cuello, con sus órdenes para el señor Brándoch Dahá, y a Romenard volvió a enviarlo a Spitfire, al este. Y el propio Juss, cabalgando hacia delante con sus soldados, gritó entre ellos, con una voz que era como una trompeta atronadora, que debían prepararse para la prueba más dura de todas.
-¿Está loco mi primo? -dijo el señor Brándoch Dahá cuando vio y comprendió toda la cuestión y sus consecuencias-. ¿O es que Córund le ha parecido tan poco duro de pelar, que puede habérselas con él sin mí y sin casi la mitad de sus fuerzas, y seguir resistiéndolo?
-Se suelta de su asidero para buscar otro más seguro -respondió Bremery-. Es una medida desesperada, pero cualquier otra nos llevaría a la destrucción. Nuestra ala derecha ha cedido; la izquierda resiste a duras penas. Pide a vuestra alteza que rompa su centro si le es posible. Han avanzado su ala izquierda de manera algo arriesgada, y ése es su peligro si nosotros actuamos con suficiente rapidez. Pero recordad que aquí, en esta ala, está su mayor poderío ante nosotros, y si nos superan antes de que vosotros podáis rodearlos…
-Basta, digo que sí -dijo el señor Brándoch Dahá-. El tiempo corre al galope; nosotros debemos hacer igual.
En aquel mismo momento en que Goldry y Zigg, cediendo paso a paso ante fuerzas superiores, habían llegado casi a retroceder hasta tener el río a las espaldas, y Córund, sobre el flanco izquierdo de los demonios, los había contenido después de una dura batalla y ahora amenazaba con completar la perdición de todos ellos con otro gran golpe, Juss, eligiendo un medio desesperado para hacer frente al peligro que amenazaba con destruirlo, debilitó su ala izquierda, ya en grandes aprietos, para lanzar a Brándoch Dahá con casi ochocientos jinetes a que se sumaran a las fuerzas de Spitfire, y clavar así una cuña entre Corsus y Corinius.
Ya era mucho más tarde del mediodía. El fragor de la batalla, que había decaído un rato por puro cansancio, volvió a rugir de nuevo de flanco a flanco cuando Brándoch Dahá arrojó a sus jinetes sobre Corsus y las fuerzas aliadas de los países feudatarios, mientras, a lo largo de toda la línea de batalla, los demonios atacaban para rechazar al enemigo. Durante un rato angustioso, el resultado de la contienda fue indeciso; después, los hombres de Gilta y Nevria rompieron la formación y huyeron; Brándoch Dahá y su caballería entraron arrolladores por la brecha, giraron a derecha y a izquierda, y tomaron a Corsus y a Corinius por el flanco y por la retaguardia.
En este ataque cayó Axtacus, señor de Permio; los reyes de Ellien y Gilta; Gorius, hijo de Corsus; el conde de Tzeusha y muchos otros nobles y personas notables. Entre los demonios muchos cayeron heridos y muchos murieron, pero ninguno muy notable, salvo Kamerar de Stropardon, al que cortó limpiamente la cabeza Corinius de un golpe con su hacha de combate, y Trentmar, al que Corsus hirió en pleno vientre con una jabalina, de modo que cayó del caballo y quedó muerto en el acto. En el centro y en el ala izquierda de la formación de los brujos reinó una gran confusión, y casi todas las tropas aliadas cayeron en el desorden, y optaron por rendirse suplicando piedad. El rey, viendo el alcance de este desastre, envió a Córund un jinete al galope; éste envió a su vez a otros a Corsus y Corinius mandándoles que volviesen a entrar en Carcé con toda su gente con la mayor prisa posible, mientras todavía tenían tiempo. Por su parte, Córund, mostrando el mejor semblante en sus horas más bajas, tal como hace el sol, se dispuso a cortar con su cansado ejército el avance de Juss, que había reunido nuevas fuerzas contra él, y a proteger la retirada del resto de las fuerzas del rey hasta Carcé por la puerta del puente. Cuando Corinius lo comprendió, galopó hacia allí con una partida de hombres para ayudar a Córund, y lo mismo hicieron Heming, Dekalajus y otros capitanes de los brujos. Pero Corsus, dando el día por perdido y considerando que era viejo y que ya había combatido bastante, volvió a Carcé discretamente y con toda la prisa que pudo. Y en verdad que estaba sangrando por muchas heridas.
Esta gran resistencia de Córund y de sus hombres permitió escapar a Carcé a la mayor parte del resto de su ejército. Y, cada vez que los brujos tenían que retroceder y perdían mucho terreno, el señor Córund animaba a su gente con su gran valor y su noble corazón, de modo que retrocedieron muy despacio, disputando palmo a palmo el terreno hasta la puerta del puente, para poder salvarse también todos los que pudieran entre ellos.
-Éste es el mayor hecho de armas que he visto en los días de mi vida -dijo Juss-, y tengo en mi corazón tan grande admiración y maravilla por Córund, que casi haría con él las paces. Pero he jurado no tener paz con Brujolandia.
El señor Gro estuvo en la batalla junto a los demonios. Atravesó el cuello a Didarus con su espada, de modo que éste cayo muerto. Córund, cuando lo vio, levantó su hacha, pero cambió de intención sobre la marcha, diciendo:
-Oh compendio de iniquidades, ¿vas a matar a mi lado a los hombres de mi casa? Pero mi amistad no está sentada en una veleta. Vive, y sigue siendo un traidor.
Gro, muy impresionado por estas palabras, y mirando al gran Córund con los ojos muy abiertos, como quien se acaba de despertar de un sueño, respondió:
-¿He hecho mal? Tiene fácil remedio.
Y, dicho esto, se volvió y mató a un hombre de Demonlandia. Y, cuando Spitfire lo vio, gritó con gran ira que Gro era un sucio traidor, y, cayendo sobre él violentamente, lo atravesó por el barboquejo[320]hasta el cerebro.
De este modo, y por una venganza tan súbita, acabó el señor Gro muy desastradamente los días de su vida. Él, que era filósofo y hombre de paz, y no se ocupaba de las cosas particulares de la tierra, había seguido firmemente y durante todos los días de su vida la misma estrella celestial; pero murió en la sangrienta batalla ante Carcé considerado por todos los hombres como un traidor, perjuro y desleal, que al final había recibido el premio a sus mañas.
Entonces llegó el señor Juss montado en su gran caballo y con la espada chorreando sangre, seguido de una gran hueste de hombres de armas, y la batalla se reavivó con todavía mayor ruido y fiereza, y hubo gran mortandad, y cayeron muchos hombres avezados de Brujolandia en aquella refriega, y los demonios casi los habían apartado de la puerta del puente. Pero el señor Córund, reuniendo a su gente, volvió a tomar la iniciativa en el combate, a pesar de que estaba en gran inferioridad numérica. Y en aquella lucha mortal no buscaba sino al propio Juss; y éste, cuando lo vio venir, no le hurtó el cuerpo, sino que se lanzó sobre él con gran fiereza, e intercambiaron golpes grandes y resonantes durante un rato, hasta que Córund partió en dos el escudo de Juss y lo derribó de su caballo. Juss volvió a saltar sobre el caballo y lanzó un tajo a Córund con su espada, y, con la violencia del tajo, atravesó la cota de malla de su loriga hacia la mitad de su cuerpo y le clavó la espada en el pecho. Y Córund lo derribó a tierra con un gran tajo de arriba abajo sobre el yelmo, y quedó tendido sin sentido.
Seguía la batalla ante la puerta del puente, y se daban y se recibían grandes heridas por ambos bandos. Pero los hijos de Córund vieron que su padre había perdido mucha sangre y que estaba débil, y el resto de los suyos también lo percibieron, y, viendo que eran tan pocos contra tantos, empezaron a sentir temor. De modo que los hijos de Córund cabalgaron hasta él con un grupo de hombres y lo rodearon, y le obligaron a volver con ellos y a entrar por la puerta hasta Carcé, cosa que hizo como un hombre obnubilado que no sabe lo que hace. Y en verdad que era una gran maravilla cómo un tan gran señor, herido de muerte, era capaz de cabalgar.
Lo bajaron del caballo en el patio principal. Cuando la señora Prezmyra advirtió que tenía todos los arreos rojos de sangre, y cuando vio su herida, no cayó desmayada como podía haber hecho otra, sino que le rodeó el hombro con el brazo y sostuvo así, ayudada por sus hijastros, aquel gran cuerpo que no podía sostenerse a sí mismo, a pesar de que había resistido hasta entonces contra todo el poderío de armas del mundo. Vinieron físicos que había hecho llamar ella, y una litera, y lo llevaron al salón de banquetes. Pero, al cabo de poco tiempo, aquellos hombres doctos confesaron que la herida era mortal y que su ciencia era inútil. Al oír lo cual, el señor Córund, que tenía por vergonzoso morir en la cama y no en el campo de batalla luchando contra sus enemigos, mandó que lo pusieran en su sillón, todavía armado de pies a cabeza y con las manchas y el polvo de la batalla, para esperar así la muerte.
Cuando hubieron hecho esto, Heming fue a contárselo al rey, que contemplaba el final de esta batalla desde la torre que estaba sobre las compuertas. Los demonios habían tomado el cuerpo de guardia del puente. Había terminado el combate. El rey estaba sentado en su sillón contemplando el campo de batalla. Tenía sobre los hombros su manto oscuro. Se inclinó hacia delante apoyándose la barbilla en la mano. Los de su guardia de corps, nueve o diez, estaban apiñados a algunos pasos, como con miedo de acercarse a él. Cuando Heming se aproximó, el rey volvió la cabeza lentamente para mirarlo. El sol bajo que caía sobre Tenemos, de color sanguinolento, iluminaba de frente el rostro del rey. Y, cuando Heming miró al rey a la cara, se apoderó de él el miedo, de tal modo que no osó decir palabra alguna, sino que hizo una reverencia y volvió a marcharse, temblando como el que ha visto una visión tras el velo.
El último fin de todos los señores de Brujolandia
Del consejo de guerra; y de cómo el señor Corsus, rechazado por el rey,
volvió sus pensamientos a otras cosas;
y del último conjuro que se pronunció en Carcé,
y del último vino que se bebió; y de cómo la señora
Prezmyra volvió a hablar con los señores de Demonlandia en Carcé.
Al día siguiente de la batalla ante Carcé, el rey Gorice celebraba en su cámara privada un consejo de guerra. La mañana estaba cubierta de nubes tristes, y, aunque todas las ventanas estaban abiertas de par en par, el aire de la sala seguía cargado, como si estuviera demasiado impregnado del humor frío y oscuro que entorpecía los órganos vitales de los señores de Brujolandia como una droga somnífera, o como si las estrellas mismas quisieran soplar para infundir males mayores. Los rostros de aquellos señores estaban pálidos y tensos, y, por mucho que querían afectar gesto de valor ante el rey, les faltaba completamente el vigor y el aire bélico con que se habían adornado tan sólo un día antes. Únicamente Corinius conservaba algún resto de su antiguo valor y de su porte grandioso, sentado ante el rey con los brazos en jarras, con la pesada mandíbula echada hacia delante y las ventanas de la nariz dilatadas. Había dormido mal, o había velado hasta muy tarde, pues tenía los ojos inyectados en sangre, y el aliento que salía de sus narices estaba muy cargado de vino.
-Esperamos a Corsus -dijo el rey-. ¿No le han transmitido mi llamada?
-Señor, volveré a convocarle -dijo Dekalajus-. Me temo que estas desgracias le han afectado mucho, y, con la venia de vuestra majestad, creo que desde ayer ya no es el que era.
-Hazlo ahora mismo -dijo el rey-. Dame tus papeles, Corinius. Eres mi general desde la muerte de Córund. veamos lo que nos ha costado la batalla de ayer y el poderío que nos queda para aplastar a esas serpientes por la fuerza de las armas.
-Éstos son los números, oh rey -dijo Corinius-. Sólo tres mil quinientos guerreros, y casi la mitad de ellos demasiado estropeados por las heridas como para servir para algo salvo detrás de las murallas. Aventurarse a salir contra los demonios sería regalarles una victoria fácil, pues ellos están ante Carcé con cuatro mil hombres de armas sanos.
-¿Quién te ha dicho su número? -dijo el rey, resoplando desdeñosamente por la nariz.
-Sería peligroso contar con que son uno menos siquiera -respondió Corinius.
Y Hacmon añadió:
-Rey y señor mío, apostaría la cabeza a que son más. Y no olvide vuestra majestad que están henchidos de orgullo y de osadía después de la batalla de ayer, mientras que nuestros hombres…
-¿Es que vosotros los hijos de Córund no erais sino ramas del tronco de vuestro padre -dijo el rey, interrumpiéndolo sin alzar la voz, pero mirándolo amenazadoramente-, de modo que, cuando lo derribaron a él, perdisteis vuestra fuerza vital, y ahora os marchitáis entre desatinos de necios? No consentiré que se pronuncien estas opiniones mujeriles en Carcé; no, ni que se piensen en Carcé.
-Cuando desembarcaron, tuvimos noticias ciertas, oh rey -dijo Corinius-, de que el grueso de su ejército constaba de seis mil guerreros; y la noche pasada hablé hasta con veinte de nuestros oficiales e interrogué a algunos pocos demonios que capturamos, antes de que fueran pasados por la espada. Cuando os digo que Juss está ante Carcé con cuatro mil hombres, no estoy exagerando la verdad. Sus pérdidas de ayer no fueron sino el bocado de una pulga comparadas con las nuestras.
El rey asintió secamente con la cabeza.
-En verdad -prosiguió Corinius-, si pudiésemos hallar la manera de recibir ayuda desde fuera de Carcé, aunque sólo fuesen quinientas lanzas, para distraerlos de nosotros por alguna otra parte, sólo las órdenes estrictas de vuestra majestad evitarían que me lanzase sobre ellos. Aun así, sería peligroso, pero jamás me habréis visto dejar sin coger una fruta por miedo a las espinas. Y, hasta que no se dé esa circunstancia, sólo vuestras órdenes estrictas podrían impulsarme a intentar una salida. Ya que bien sé que sería mi muerte, y la ruina vuestra, oh rey, y de toda Brujolandia.
El rey escuchó con semblante inalterable, con una cierta mueca de desprecio en su labio afeitado, con los ojos semicerrados como los de un gato recostado al sol en actitud de esfinge. Pero en aquella cámara del consejo no brillaba el sol. Fuera, el palio plomizo se oscurecía, mientras la mañana se acercaba al mediodía.
-Rey y señor mío -dijo Heming-, enviadme a mí. No es imposible burlar a sus guardias en la oscuridad. Hecho eso, os reuniría algunos hombres, los que bastasen para este propósito, aunque tuviese que recorrer los siete reinos para encontrarlos.
Mientras hablaba Heming, se abrió la puerta y entró en la cámara el duque Corsus. Tenía muy mal aspecto, con las mejillas más flácidas y los ojos más apagados que de costumbre. Le faltaba la sangre en el rostro; su gran panza parecía deshinchada, y sus hombros, más hundidos todavía desde el día anterior. Caminaba con pasos inciertos, y le temblaba la mano cuando separó el sillón de la mesa y tomó asiento ante el rey. El rey lo miró en silencio un rato, y a Corsus le salieron gotas de sudor en la frente y le tembló el labio inferior bajo aquella mirada.
-Necesitamos tus consejos, oh Corsus -dijo el rey-. Así están las cosas: desde que las estrellas desfavorables dieron la victoria a los demonios rebeldes en la batalla de ayer, Juss y sus hermanos están ante nosotros con cuatro mil hombres, mientras que yo no tengo dos mil soldados sanos en Carcé. Corinius considera que somos demasiado débiles para arriesgarnos a una salida, a no ser que consigamos que acuda de fuera alguna fuerza para distraerlos por otra parte. Y no podemos contar con eso, después de lo de ayer. Reunimos todas nuestras fuerzas aquí y en lo de Melikaphkhaz, y los aliados feudatarios no siguieron nuestras banderas por amor nuestro, sino por miedo y por la codicia del botín. Estas orugas sedejan caer ahora. Pero, si no combatimos, se irán agotando nuestras fuerzas con las armas, y nuestros enemigos sólo tendrán que esperar ante Carcé hasta que nos muramos de hambre. Es una cuestión de gran dificultad, y de solución intrincada.
-Difícil en verdad, oh rey y señor mío -dijo Corsus. Recorrió la mesa con la vista, evitando la mirada constante que caía sobre él desde debajo de las cejas como aleros en la frente del rey Gorice, y por último quedó mirando el esplendor enjoyado de la corona de Brujolandia, sobre la cabeza del rey-. Oh rey -continuó-, me pedís mi consejo, y no os recomendaré ni aconsejaré nada que no sea bueno y beneficioso, tanto como pueda serlo en este trance en que estamos. Pues ahora nuestra grandeza se ha vuelto desdicha, dolor y tristeza. Y es fácil pasar por sabio hablando después de los hechos.
Se detuvo, y le dieron temblores y contracciones en la mandíbula.
-Sigue hablando -dijo el rey-. Estás balbuciendo naderías, a golpes y saltos, como un ganso con tercianas. Dime tu consejo.
–
Ya sé, oh rey, que no lo aceptaréis -dijo Corsus-. Pues nosotros los de Brujolandia siempre hemos sido gobernados por la roca, y no por el timón. Preferiría callar. Nunca se ha escrito el silencio.
-¡Quieres y no quieres! -dijo el rey-. ¿De dónde has sacado esa cara de plato de suero con manchas de sangre[321]Habla, o me harás enfadar.
-Entonces, no me culpéis, oh rey -dijo Corsus-. Me parece que ha llegado la hora en que nosotros los de Brujolandia debemos mirar cara a cara a la calamidad y reconocer que nos hemos jugado el resto y lo hemos perdido. Los demonios son invencibles en la guerra, como hemos visto a nuestra costa. Pero sus ánimos están entontecidos con muchas fantasías necias sobre el honor y la cortesía; gracias a ello, podemos conseguir que no derramen las heces de la copa de nuestra fortuna, con sólo que renunciemos al orgullo inoportuno y busquemos nuestra ventaja.
-¡Charla, charla, charla! -dijo el rey-. ¡Que me condene si saco algo en limpio de ella! ¿Qué es lo que me recomiendas hacer?
Corsus miró por fin a los ojos al rey. Se preparó como para recibir un golpe.
-No arrojéis la capa al fuego porque se esté quemando vuestra casa, oh rey. Rendíos a Juss y someteos a su voluntad. Y, creedme, la necia blandura de estos demonios nos dejará libertad, y los medios para vivir en paz.
El rey estaba un poco inclinado hacia delante mientras Corsus, con la garganta algo seca pero cobrando valor mientras hablaba, profería su consejo de rendición. Ninguno de entre ellos miraba a Corsus; todos miraban al rey, y, durante un minuto, no se oyó sonido alguno en aquella cámara salvo el de sus respiraciones. Luego, un soplo de aire caliente cerró una ventana con un golpe, y el rey, sin mover la cabeza, recorrió lentamente su consejo con su temible mirada, clavándola sucesivamente en cada uno de sus miembros. Y dijo:
-¿A cuál de vosotros le parece aceptable este consejo? Que hable y nos lo haga saber.
Todos quedaron callados como animales. El rey volvió a hablar, diciendo:
-Está bien. Si hubiera habido en mi consejo alguna otra sabandija tal, tan embrutecida por el vino, tan pusilánime, como esta que se ha descubierto a sí misma, yo habría quedado convencido de que Brujolandia era como una pera pasada, podrida por dentro. Y, en ese caso, habría mandado inmediatamente hacer una salida; y, para castigo suyo y deshonra vuestra, este Corsus habría tenido el mando de la misma. Y acabaríamos así, antes de que la mancha de nuestra vergüenza se haga demasiado sucia ante la tierra y ante el cielo.
-No me admiro de que me ataquéis, señor -dijo Corsus-. Pero os ruego que consideréis cuántos reyes de Carcé han amontonado injurias indignas sobre los que han sido tan valientes como para darles sanos consejos antes de su caída. Aunque vuestra majestad fuera un semidiós o una furia de los abismos infernales, vuestra resistencia ulterior no podría liberarnos de esta red en la que nos han cazado y enredado los demonios. Ya no podéis tener gansos, oh rey. ¿Vais a hacerme matar porque os pido que os contentéis con tener ansarones?
-¡Sabandija monstruosa! -exclamó Corinius, golpeando la mesa con el puño-. Porque tú hayas salido escaldado, ¿debemos temer el agua fría todos nosotros?
Pero el rey se puso de pie con toda su majestad, y Corsus se encogió bajo la llama de su real ira. Y el rey habió y dijo:
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