Se me ocurrió que la foto tenía que ser sepia, como la que nos sacamos disfrazados de novios en Gesell, o por lo menos, en blanco y negro. De repente me acordé de que en una revista había salido una foto de un abuelo con su nieta, sacada del Archivo Nacional, y la fui a traer. Iba a quedar preciosa. Parecía realmente antigua, y esa nena me llamaba la atención, porque se parecía a mi abuela en sus fotos de principios de siglo. La recorté a la medida del portarretratos y la ubiqué cuidando que la figura de ambos quedara bien centrada. Me sentía satisfecha con mi compra y con la imagen que le había destinado.
Horas más tarde, cuando volví a ver la foto, noté que la cabeza del abuelo aparecía corrida hacia la izquierda, y que su hombro casi rozaba el marco. Yo estaba segura de haber ubicado la imagen en el centro. En fin, quizás me había equivocado. Desarmé el portarretratos y puse la foto correctamente. Me costó hacer volver al abuelo a su lugar; era como si algo lo empujara de derecha a izquierda, pero no podía ser.
Esa noche, al tomar el teléfono para hacer un llamado, vi que la foto se había corrido nuevamente hacia la izquierda. Me dije que era imposible y, una vez más, la fui a acomodar como a mí me gustaba. En eso estaba cuando escuché una vocecita aflautada y simpática que me decía: "¡Señora, señora! Por favor, no arregle la foto otra vez. Soy yo que la empujo sin querer al moverme dentro del portarretratos".
Más que sorprendida le pregunté por qué me decía que se movía, cuando en la foto se la veía tan quietita. Me contestó que eso había sido un instante, pero que en realidad estaba tratando de que el abuelo la soltara para ir a jugar con sus primas en el patio cubierto de glicinas de su casona en Belgrano.
Yo no podía creer lo que estaba escuchando, pero igual me quedé allí, con el portarretratos en la mano, sin osar correr la foto. Si Josefina —así se llamaba mi nueva amiga— me lo pedía, lo iba a dejar así. Ella, agradecida, comenzó a conversar conmigo. Yo la escuchaba atónita. Lo que me decía me interesaba mucho, porque se refería a un momento de la historia argentina que siempre me había atraído.
Me contó que su abuelo era médico y que había trabajado mucho durante la epidemia de fiebre amarilla que había ocurrido en 1871. Se reunía con personas muy influyentes y hablaban francés de corrida, porque todos habían vivido en Europa durante mucho tiempo. Él estaba muy triste porque hacía poco había muerto allí uno de sus amigos, Eugenio Cambaceres, siendo joven todavía.
A veces visitaban la casa algunos escritores. Josefina se acordaba de Lucio V. López, que le contaba que Buenos Aires, años atrás, parecía una gran aldea. Me habló también de Eduardo Wilde, que estaba empeñado en recordar todos los hechos de su infancia, para escribir un libro que protagonizaría un niño llamado Bonifacio Ramón Luis. A Josefina le parecían nombres muy largos para un chico tan chico.
El que más le gustaba, sin lugar a dudas, era Miguel Cané. Él la hacía poner triste cuando hablaba de la muerte de su papá, cuando tenía trece años, y la hacía reír cuando contaba algo de unas sandías que robaban. También le hablaba de un italiano que había llegado junto con muchos inmigrantes a "hacer la América". Cuando escuchaba hablar a Cané, su abuelo decía que seguramente de esa sangre saldría un escritor capaz de cantar con talento los misterios de Buenos Aires. Pensé para mis adentros que no se equivocaba.
La conversación se acaloraba cuando llegaba uno de los conocidos del abuelo, que se llamaba Antonio Argerich. A este escritor lo censuraban por las escenas que había contado en una novela, en la que se proponía demostrar que no había que permitir la inmigración. Cané asentía y hablaba de una ley que favorecería a la nación. Uno de los concurrentes decía que no había que ser tan categóricos, que también llegaban al país elementos buenos. Era el que había presentado en la Cámara de Diputados la "Ley de Estrangeros" (él lo decía así) para estimular el ingreso a la Argentina de todos los que quisieran venir a trabajar. Entonces, empezaba la polémica y se quedaban hablando en voz alta hasta muy tarde. El abuelo de Josefina y esos ilustres señores pertenecían a una generación literaria. Eso quiere decir que todos escribían libros en ese momento, que tenían más o menos la misma edad, y que les gustaban lecturas parecidas. Era la generación del 80, pero ella todavía no lo sabía.
Me contó Josefina que esa foto se la habían sacado en 1890, y me preguntó si yo no notaba nada extraño en el rostro de su abuelo. Yo le dije que no. Como no lo conocía, me costaba mucho adivinar si le pasaba algo o si era su expresión habitual. La niña me dijo que el abuelo estaba muy preocupado porque en el país estaban pasando cosas raras. A menudo lo escuchaba hablar de eso con Ocantos y con unos señores que se llamaban Villafañe y Martel. Ella no entendía bien qué sucedía.
Por lo que escuchaba hablar a los mayores, sabía que era algo relacionado con la Bolsa de Comercio. Y si pasaba eso que comentaban muy serios en su casa, parecía que iba a ser terrible y que la gente se iba a desesperar. Decían que todo el mundo debía cantidades increíbles de dinero, que se iban a quedar en la calle y que más de uno pensaría en el suicidio. Decididamente, Josefina escuchaba demasiado para ser una nena. Y tenía buena memoria.
"Pobre Josefina!", pensé yo. Más tarde ella escucharía la narración de esos sucesos, mientras su institutriz la peinaba. (Yo había estudiado en el colegio, primero, y en la facultad, después, lo ocurrido en esas jornadas tristemente memorables. Cien años después, leí sobre la gente abnegada que dio su vida durante la epidemia para socorrer a quienes sufrían. Y aprendí qué rasgos diferencian a los escritores del 80 de los de la generación del 37, o de los del 22). Ella, con sus cinco años, sus bucles y sus vestidos de volados, no podía explicarme muy bien lo que pasaba a su alrededor, pero lo intentaba.
Yo le pedía que me contara más y más. Le pedí que me describiera uno de sus días, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Me habló de la capilla a la que iba con su madre, de las lujosas cenas en que los hombres hablaban por un lado y las mujeres por el otro, de la ansiedad con que esperaba el momento de salir a comprar encajes y puntillas para adornar la blusa de su muñeca.
Me contó de su tío canónigo y de su padrino militar. Yo le pregunté cómo era vivir sin los adelantos de hoy, y me respondió que no se imaginaba la vida de otra forma. Le parecía un cuento maravilloso todo lo que yo le transmitía sobre la sociedad a pocos años del siglo XXI. No era que no le gustara lo que yo decía, sino que lo sentía muy distinto de su existencia de niña finisecular.
Así nació una amistad que siempre me acompaña. Cuando en casa duermen, le aviso a Josefina y nos ponemos a conversar. Me dejo llevar por su relato y siento que viajo en el tiempo, hasta convertirme en la dama de las fotos que guardamos en el último cajón, lejos del polvo y las polillas.
(1993)
Peregrinación
Van a deixala patria
Forzoso, mais supremo sacrificio.
A miseria está negra en torno deles,
¡ai!, i adiante está o abismo!..
Rosalía de Castro
La noche caía sobre el pueblo. Hombres y mujeres, ancianos y niños, se retiraban a sus casas de pizarra. Una vez más, la cena forzosamente frugal los reuniría alrededor de la mesa; comerían papas, pescado, algunas castañas. La realidad se presentaba dura; el ganado no engordaba, la tierra no se mostraba generosa con quienes la trabajaban. La desesperación cundía en los ánimos de esa gente que apenas sabía leer y escribir. Los más jóvenes se preguntaban si iba a ser así toda la vida; no estaban dispuestos a aguardar, día tras día, un bienestar que no llegaba, una salud que se esfumaba en los campos, asediada por el frío y la mala alimentación.
La noticia de lo que sucedía en América los conmocionaba. Se hablaba de paisanos que habían podido comprarse una casa, o varias, que comían lo que querían y cuanto querían. Se hablaba también de hombres que se empleaban como mozos en bares, de mujeres que lavaban ropa ajena en inmensas piletas, en invierno y en verano, sin desmayo, por unas monedas. Muchos pensaron en la posibilidad de partir, pero la sangre ata, los mayores se resisten a dejar ir a sus descendientes; piensan, con razón, que ya no volverán a verlos.
Estas cavilaciones agobiaban a cada uno y lo alentaban, alternadamente. Se veía crecer a los hijos, venían más hijos, y la situación no mejoraba. Era imposible viajar con toda la familia; no se sabía qué suerte aguardaba y, si se iba a pasar penurias, mejor era sin los niños. Ellos, en su tierra, estarían un poco mejor que en un país extraño. La idea era marchar solos y luego, según la fortuna, volver o llamar a quienes se habían quedado. Las historias corrían de boca en boca; Pedro se había instalado en Cuba, María era mucama en una casa distinguida, Jesús había vuelto más pobre que como había salido del pueblo…
Una voz se oyó en la noche. Uno de los muchachos, que aún no contaba veinte años, llamaba a los demás. Lo asombraba el fulgor de una estrella, radiante en la noche cerrada. Casa por casa, iba llamando a todos; les decía que miraran hacia lo alto, que seguramente Dios se había apiadado de sus almas. Todos se santiguaron; rezaban en voz baja esas plegarias que casi no recordaban. Esa estrella era distinta; tenía una luz prístina, única.
La muchedumbre se agolpaba en las calles; todos miraban hacia arriba. Esa estrella quería significar algo, pero ¿quién podría descifrar el mensaje que venía de lo alto? Pensaron en el cura del pueblo, en los pocos que sabían algo más que el resto. ¿Cuál de ellos podría desentrañar el misterio? Mientras, la estrella avanzaba hacia el oeste, hacia el sur; parecía mostrar un camino.
Los hombres se abrazaban, las mujeres lloraban, los niños miraban sin comprender. Fueron los ancianos quienes reconocieron la señal: era la estrella que había guiado a sus mayores. Sí, seguramente ésa era la misma estrella de la que hablaban los más viejos, la misma que había mostrado una senda siglos atrás.
Uno a uno, los jóvenes entraron a sus casas. Tomaron unas pocas pertenencias, se despidieron de los suyos y se marcharon. El futuro era incierto y los atemorizaba, pero creían que valía la pena intentar esa travesía. Los padres oscilaban entre dos sentimientos: veían el porvenir que aguardaba a sus hijos en el pueblo, y sentían que esa separación, aunque necesaria, desgarraba sus corazones. Ya no los tendrían allí, como todas las mañanas; no irían juntos a misa los domingos. La sola idea se volvía dolorosa, pero nada podían hacer. Quedarían solos los viejos, para consolarse entre ellos, para pedir que alguien escribiera una carta para ese hijo que se fue, para la hija que promete que va a regresar, que los va a venir a buscar.
Una peregrinación de campesinos se dirige hacia el mar, hacia ese destino nuevo que aguarda tan lejos. La estrella los guía, brillante en el cielo, hacia un mundo de prosperidad.
(1996)
Quinto Premio en el Concurso "El Inmigrante", convocado por la Sociedad Argentina de Escritores, Filial Centro, Azul, Provincia de Buenos Aires, y el Círculo Literario Mitre, de la misma localidad.
El regreso del indiano
Una idea fija cambia
el destino de un hombre.
Miguel Barnet
Antonio González había nacido en marzo de 1890. Según consta en la partida de nacimiento que conservan sus nietos, era hijo de Andrés González, de profesión labrador, y de Josefa López, también labradora, que lo había dado a luz a los cincuenta y dos años, en una aldea de Lugo, una de las cuatro provincias gallegas.
Tuvo la mala fortuna de nacer cuando las dificultades asolaban la tierra de sus mayores, cuando no había trabajo y los pobladores se debatían entre la precariedad de la vida en la península y la promesa del bienestar en América. Desde niño escuchaba las conversaciones de jóvenes y ancianos. Unos decían que debían emigrar, que ya no se podía esperar nada de esa nación sumida en la pobreza. Los otros argumentaban que los jóvenes tenían razón, que además, reclutarían a los adolescentes para el servicio militar en Marruecos, del que quizás ya no volvieran.
El futuro era el tema excluyente en las reuniones, a la salida de misa, por las calles. Pensaban en la posibilidad de encontrar una solución, pero esa solución no aparecía, y los años pasaban. Con el paso del tiempo, la situación empeoraba, y hacía que el tema de la emigración apareciera con más frecuencia aún en la vida cotidiana de estos seres desesperanzados.
Antonio, tan niño, los escuchaba angustiado. No imaginaba la vida lejos de sus pinos, de sus rías, de sus praderas. No imaginaba despertar bajo otro sol, hablando otro idioma. El porvenir se presentaba ante sus ojos infantiles como algo temible, aciago. Sentía tanto miedo ante la vida en Galicia, como ante la vida en América. Sabía que eran pocas las familias que emigraban juntas; la mayoría de las veces, eran los maridos quienes partían silenciosos hacia el puerto de Vigo, mientras las mujeres, los hijos y los padres los despedían sin poder contener el llanto.
La escena de la despedida era una de las más tristes que había visto. Podía ser tan terrible como la que tenía lugar cuando alguien moría. Los gallegos que se iban y los que quedaban sabían que era prácticamente imposible que volvieran a verse. Eran muy pocos los que volvían, aunque más no fuera de visita. Muchos llamaban a su familia, enviándole pasajes obtenidos con el sacrificio de años de privaciones, pero era raro que volvieran quienes habían partido, salvo que la situación en el nuevo continente fuera peor que la que vivían en Galicia. Esos sí volvían, llorosos y avergonzados.
La vida en América no era fácil; costaba mucho ahorrar un centavo. Había que vivir, pero también había que enviar dinero a la mujer, a los hijos, a los padres ancianos, a algún hermano que quería emigrar… Después, si quedaba algo, era para alquilar una pieza en la que, apretados, pudieran vivir todos, cuando dejaran la aldea. A estos gastos se sumaba el del pasaje. Se decía que los "pasajes de llamada" eran gratuitos, pero los emigrantes no sabían si era cierto hasta que les tocaba a ellos pedirlos.
Mientras el niño cavilaba, sus padres tomaban una decisión terrible: lo mandarían a América con unos paisanos que emigraban en esos días. De nada valieron los llantos, las súplicas. Antonio se vio, cuando aún no había llegado a la adolescencia, solo en un barco, sin más compañía que la de sus pocas cosas y la de los aldeanos a los que los padres les habían confiado el cuidado de su querido hijo, el menor, aquel a quien no querían ver sufriendo lo que sufrían los hermanos mayores que no habían dejado la tierra natal. Quizás Antonio llevara también consigo sus sueños, su fe, su coraje, pero en ese trance yacían aletargados en el fondo de su corazón, desgarrado por la partida.
El niño llegó a América, a ese puerto del que tanto le habían hablado, a la ciudad que vivía su mejor momento. Se sentía solo, echaba de menos a su familia, su tierra, sus amigos, pero debía sobreponerse. Cuando partió, se prometió que regresaría, que trabajaría muy duro para poder regresar, para que la venida a América fuera sólo un mal recuerdo. No era ingrato con la nueva tierra, pero no quería arraigar en ella, lejos de los suyos, lejos de los paisajes que tanto amaba.
Antonio vivió años muy duros. Los aldeanos a quienes sus padres lo habían confiado compraron una casa con el propósito de transformarla en un inquilinato. De un lado se alineaban las habitaciones; del otro, enfrentadas, las cocinas. A cada pieza le correspondía una cocina. Al fondo, estaban las letrinas que eran utilizadas por los ocupantes de las piezas. En su afán por "hacer la América", los gallegos devenidos propietarios inventaban habitaciones donde no las había. Claro es que no las edificaban con los más mínimos recursos de seguridad, sino que arrimaban unas chapas, las clavaban a las apuradas y ya tenían otra fuente de ingreso. Como era chico aún para emplearse, le propusieron que aprendiera a hacer pequeños trabajos de albañilería, mirando a los italianos que los hacían entonces, y colaborara con su esfuerzo al mantenimiento de ese precario conventillo en el que le habían destinado la pieza más pequeña, compartida con los hijos varones de la pareja poco mayores que él. Así vivió muchos años, en los que soñó con volver.
Unos meses después de su llegada, un paisano le ofreció trabajo como lavacopas en un bar. Le decían que era el postulante ideal para ese puesto. De sol a sol trabajó en la pileta de ese bar de la Avenida de Mayo en el que otros gallegos, mayores que él, atendían las mesas, preparaban platos típicos, conversaban de los sucesos que leían en los diarios. La mayoría de los clientes eran dueños de inquilinatos, pero había también policías penitenciarios, almaceneros, dueños de hoteles por hora. Esta última ocupación suscitaba más de una discusión amistosa. Había quien decía que no era un trabajo honorable, argumento al cual el dueño del hotel, con su grueso anillo de oro reluciendo en el dedo regordete, respondía con una sonrisa burlona.
Fue creciendo y un día, lo mandaron a él a atender las mesas. Le dieron una chaqueta blanca con botones plateados y una bandeja impecable en la que debía llevar los manjares que solicitaban los parroquianos, argentinos y gallegos, en fraterna camaradería. Antonio iba y venía con la bandeja, nunca se equivocaba al llevar los pedidos, nunca se detenía más de la cuenta en cada mesa, aunque saludaba a todos con simpatía y cambiaba unas pocas palabras con quienes lo conocían desde su ingreso al local.
Su honestidad y dedicación le valieron que el dueño del bar, un gallego que lo estimaba y le tenía un poco de pena por la historia que le había tocado vivir, lo nombrara encargado. Debía comprar la mercadería, controlar las ventas, cobrar el dinero que le acercaban los mozos. Nunca se quedó con un centavo; nunca pensó en acelerar fraudulentamente el retorno a su patria. Porque no había olvidado su proyecto. Diría mejor que la obsesión no lo abandonaba a él.
De encargado, pasó a ser socio. Trabajaba día y noche. Cuando cerraba el bar se quedaba limpiando junto a los empleados, haciendo la caja, acomodando las mesas, conversando con un paisano que llegaba siempre con los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado por la calle, a escondidas de su familia. Tenía cáncer e iba a dejar a su mujer viuda con tres hijos chicos. Ese hombre a Antonio le partía el alma; pensaba que, a pesar de todo, había alguien más desgraciado que él.
Después de dormir unas pocas horas en un catre que había ubicado en una pieza del fondo, se levantaba antes que el sol y se iba a comprar la comida, que ya era famosa en la zona por su excelente calidad y su precio accesible. Todos querían ir al bar "Lugo" a comer jamón crudo, porque se decía que era el mejor y el que se servía en porciones más abundantes.
Antonio trabajaba sin descanso, pero veía los frutos de su esfuerzo. Hasta estaba ahorrando algo de dinero para comprar un restaurante que estaba en venta cerca del bar. La Avenida de Mayo lo atraía; recorriéndola mitigaba su pena. Con el tiempo pudo dejar la mísera pieza en la casa tipo chorizo para alquilarse una en una casa un poco menos precaria. Poco después, conforme progresaba en el trabajo, pasó a tener su propia casa.
Corría 1930. Se había enterado de que el Banco Hipotecario estaba edificando un barrio de casas baratas cerca del Parque Avellaneda. Allí fue él, con sus ahorros, a comprar una de esas casas de dos plantas que —según decían— eran unas de las primeras en esos valores que tenían baño dentro del inmueble. En esa casa de Floresta pasó las horas más felices, las primeras horas felices que recordaba desde que había salido de Galicia tantos años atrás. Allí vivió con su mujer, también de Lugo, también emigrante. Allí nacieron sus dos hijos, quienes le devolvieron la alegría que la partida le había arrebatado.
La Guerra Civil devastaba España. La contienda fue motivo de gran congoja para quienes tenían familia en el país de origen (prácticamente todos los españoles). En un intento por paliar las necesidades que agobiaban a quienes no habían emigrado, desde América les enviaban encomiendas con ropa, mucha ropa usada que surcaba el mar para abrigar el frío de los padres ancianos, de los hermanos que soportaban la tragedia, de esos primos tan pequeños. La alegría de los nacimientos y de la prosperidad se veía empañada por estas infaustas noticias que le hablaban de las penurias que estaban soportando en Galicia sus vecinos, los campesinos con los que conversaba en su niñez. ¿Cómo iban a imaginar ellos que ése sería el precio de no haber querido emigrar?
¡Qué lejos estaba España de este gallego! Seguía amasando una considerable fortuna, había comprado el restaurante que daba cada día más ganancias, se había asociado como dueño de otros bares, compraba casas que alquilaba a sus paisanos, pero no podía pensar en volver a Galicia. ¿Cómo iba a instalarse en la aldea con sus hijos, en medio de la guerra?
Los años pasaron. La Guerra Civil terminó. En el 40, Antonio festejó sus cincuenta años y festejó, más que nada, la finalización de la contienda. España transitaba por la dolorosa posguerra, signada por el hambre y el luto, pero ya no la dividía la lucha fratricida. La mujer insistía con el regreso; quería ver a sus padres antes de que murieran, ansiaba criar a sus hijos en su tierra. El gallego pensaba que aún era muy pronto.
La pareja sentía que siempre había algo que les impedía concretar su sueño: la falta de dinero, antes; la guerra, después. Cada minuto que vivían en tierra americana se les hacía eterno; no se habían hecho a la idea de volverse argentinos, como muchos de sus paisanos que les decían: "Sí, hombre, España es muy linda, pero para ir de paseo". Ellos no lo sentían así. América era digna de agradecimiento, pero querían regresar.
En ese cumpleaños, Antonio se dijo que había llegado el momento. Hizo caso omiso a los rumores que anunciaban una segunda guerra mundial; no creía que fueran más que eso: rumores. No podía ser que, conociendo los horrores de una primera guerra mundial, de una guerra civil, los hombres fueran tan insensatos. No, seguramente harían lo imposible por evitar otra matanza. Como lección, ya debiera bastarles.
Con un hijo casi de la misma edad que él cuando lo subieron al barco, a ese "Avon" cuyo sólo recuerdo le erizaba la piel, cuarenta años después, Antonio comenzó los preparativos. Debía liquidar sus negocios, vender el restaurante y su parte en los bares, las tres casas que había comprado y los colectivos de los que era dueño en la línea que pasaba por su barrio. Todo eso le llevaría meses. Necesitaba dinero para viajar, para empezar de nuevo en su tierra, en la que se encontraría sin ninguna herencia, sólo el idioma, la religión y las tradiciones que le habían dejado sus mayores.
Finiquitados sus asuntos de negocios, envió cartas anunciando su regreso. Le escribió a los hermanos, a los que prácticamente no conocía, diciéndoles que regresaba para quedarse. Lloraba cuando escribía esas cartas, lloraba las mismas lágrimas que habían empañado sus ojos cuando el barco se alejó del puerto de Vigo. Llevaba una esposa y dos hijos que, aunque nacidos en América, para él eran gallegos. Con sus seres queridos y sus pertenencias arribó a ese muelle que lo había visto partir con un hato de ropa, y ahora lo veía regresar como a un personaje de Fernández Moreno, con reloj de cadena en uno de los bolsillos del chaleco y un diente de oro brillando en la sonrisa.
"Ha vuelto Antonio", decían los paisanos. "He vuelto, he vuelto", decía él, radiante. Los abrazos y los besos se sucedieron en ese mediodía estival. Los tíos conocieron por fin a los sobrinos; los cuñados, a la cuñada que regresaba; los padres ancianos ya podían descansar en paz. Todo era dicha. Muchos parientes se habían agregado a la familia en Galicia; muchos niños habían nacido durante el largo exilio de Antonio. Allí estaban todos, reunidos, bajo el sol que plateaba las aguas y los bendecía con su luz.
Este cuento fue distinguido con una Mención del Jurado en el Concurso de Literatura convocado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Capital Federal, en noviembre de 1999. Integraron el Jurado María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer y Jorge Masciángioli.
(1999)
Carmiña hace la América
Eran de un linaje misterioso, de un perfil delicado.
Ofrendaban soledad, inocencia, belleza.
Carlos Penelas
Allá va Carmiña, por las calles de San Juan de Alba. Lleva sobre su cabeza la máquina de coser con la que va casa por casa haciendo los trabajos que le piden.
Carmiña piensa. Piensa en José, que la ha abandonado después de cinco años de noviazgo. Se pregunta qué hará. No podrá casarse con ningún hombre del pueblo. No la aceptarán, pues su moral es puesta en duda. ¿Por qué la ha abandonado José? Porque se enamoró de la prima de Carmiña, y emigró con ella. Las habladurías la persiguen. Tendrá que elegir, si se queda en su tierra, entre criar a los sobrinos o entrar al convento, como sus hermanas menores. La otra alternativa es emigrar.
Emigrar, sí. Pero ¿cómo? ¿sola? ¿Y no volver a ver a los suyos? Es un precio muy alto el que debe pagar para poder ser madre.
Pedro ha llegado desde la Argentina. Salió de Pígara hacia Cuba, pero se ha establecido finalmente en el país sudamericano.
Doña Josefa presiente lo que sucederá, y le dice: ¿te irás sola, hija mía, tan lejos? El corazón de la madre se desgarra. Esa hija, la mayor, corre detrás de una quimera, alentada por los relatos que escuchara, cuando niña, al padre. Argentina, esa tierra pródiga, que le permitió juntar dinero para enviar a su mujer y a sus hijos pequeñitos. Sí, en la Argentina, un jornalero que quitaba la maleza con su hoz para que tendieran las vías, pudo ahorrar y mantener a quienes quedaron labrando una parcela que no era suya. Un jornalero que volvió con una enfermedad de las que no se nombran, y su mujer lo cuidó, porque había ido a trabajar para ellos.
Carmiña duda. Es demasiado riesgo, y no se siente fuerte.
Pedro la anima; allá tiene casa propia. La ha subdividido y alquila habitaciones a otros inmigrantes –españoles, italianos, polacos-. A veces, es cierto, debe pagarles el carro a los morosos, para que se vayan a otra parte con sus trastos, pero cree que se abrirá camino.
Le cuenta que Paco, su "hermano de barco", no entiende. Paco, que dejó Vedra para tentar suerte en la Argentina, le dice que se está equivocando, que pasará necesidad, aunque parezca lo contrario. Al salir del Hotel de Inmigrantes de La Boca, en el que estuvieron ambos, el vedrés se empleó en una panadería; de a poco, con los años, pudo poner su propio negocio, en el que trabaja con entusiasmo.
Pero Pedro está convencido de que a él lo aguarda un destino mejor que ser un simple panadero…
***
Carmiña está en el barco. Aferra en sus manos, como una tabla de salvación, la Imitación de Cristo, de Kempis. La ansiedad la hace ver a su novio en el rostro de cada uno de los paisanos que, desde tierra firme, saludan a quienes llegan.
Pedro le ha prometido un recibimiento digno de la importancia de la viajera. Carmiña intenta adivinar.
La sorpresa la enmudece. Once uniformados aguardan cerca de la nave. Cuando ve a Pedro, se siente morir. El dirige al grupo de guardas de tranvía. Han ido a recibirla. Sí. A rendirle homenaje, y a demostrar que la gallega, de treinta años, no dormirá con Pedro hasta que el cura los case.
Escoltada por esa insólita guardia de honor, Carmiña saluda a su futuro marido, con el que ha cambiado apenas unas palabras las pocas veces que lo vio antes de embarcar.
Carmiña está radiante. Suerte que se decidió a venir a la Argentina! Si la vieran las mujeres de la aldea… No tendrán en su vida semejante homenaje.
***
Carmiña llora, mientras lava ropa ajena en el piletón del inquilinato. Las mujeres la miran. ¿Quién lo hubiera dicho? Pedro, el que tuvo dos hoteles cubanos, el dueño de esa casa, ha muerto. Lo ha matado el cáncer, después de años de sufrimientos. La ha dejado sola con tres hijos, de once, trece y quince años. Sola. Sin sus padres, sin sus rías, sin las campanas de la aldea… Con un caserón lleno de inquilinos a los que no se anima a cobrarles la renta. Una mujer viuda aún joven podría recibir respuestas groseras, insinuaciones humillantes.
Un paisano le propone casamiento. Lo rechaza horrorizada. El matrimonio es para toda la vida. Además, el pretendiente es dueño de un hotel por horas. Dios la libre y guarde de casarse con alguien que se gana la vida así!
Los domingos, por la tarde, los visitan Paco y los suyos. Traen comida, alguna ropa. La panadería va cada vez mejor. Si Pedro se hubiera asociado…
Carmiña escribe a los suyos, mas no les confía su secreto: quiere regresar. Pero ¿cómo? Vuelve a hacerse la misma pregunta, ahora en sentido inverso.
Está definitivamente atada a la Argentina, la tierra de promisión, la que soñó el guarda de tranvía que compraba propiedades.
Ya no puede volver a Galicia –suspira Carmiña-. Cuánta razón tenía su madre!
Primer Premio Concurso Federación de Sociedades Españolas de la Argentina (2010). Jurado: José María Castiñeira de Dios, María Esther Vázquez, José Vidaller Nieto.
Primer Premio Centenario de la Sociedad Parroquial de Vedra (2010).
En el Rosedal
Reconozco que no actué bien. No debía haber hecho eso, pero el impulso fue más fuerte que yo. Es que María me gustaba, me gustaba con locura. En cambio Carmen, siempre tan devota, tan religiosa. Preguntándole al cura todo el tiempo lo que debía hacer, lo que estaba permitido y lo que no… Con el libro de Kempis bajo el brazo. No se podía estar con ella. Y esa obsesión por casarse, por tener hijos, por trabajar de pueblo en pueblo, con la máquina de coser que llevaba sobre su cabeza… Yo quería vivir la vida: tener dinero, disfrutar…
Y bueno, pues, que así fue. Un día, después de cinco años de noviazgo, la abandoné. Pobre Carmen! Recuerdo su rostro hoy, que ya han pasado veinte años, como si la estuviera viendo. "Que no, Raimundo! Qué voy a hacer yo, ahora, en este pueblo? Sabes que ningún hombre va a querer nada serio conmigo, si fuimos novios…"
No pudo conmoverme. La decisión estaba tomada. María, la prima de Carmen, me esperaba cerca de allí, para asegurarse de que se lo había dicho. María tenía menos vergüenza que yo, de lo que estábamos haciendo.
Carmen parecía sonámbula. Andaba de un lado a otro sin expresión, sin dolor, sin ira… Solamente cumplía correctamente con sus labores. Sé lo que pensaba: se encontraba en una encrucijada. No sabía cómo resolver la situación.
Pasaron los días. María y yo éramos cada vez más felices, sin pensar en aquella a quien habíamos dañado. Por ese entonces, desde la Argentina, llegó Pedro, a buscar una esposa. Fue la oportunidad que encontró Carmen para solucionar el drama que protagonizaba por nuestra culpa. Y por culpa de ella también, creo, porque si no, yo no me hubiera fijado en María.
A la Argentina se vino Carmen, a casarse, desoyendo súplicas y advertencias. Y se casó, en junio del 29. Pobre Carmen! Llegar a esta tierra justo cuando se avecinaba semejante crisis. Pero no se acobardó. Trabajó y trabajó, como era su costumbre, y dio a luz a tres niños sanos y fuertes.
Poco después, vinimos María y yo. María se empleó como mucama en una casa muy elegante, en un barrio muy caro de la ciudad de Buenos Aires, al que se había trasladado la gente de dinero luego de la fiebre amarilla, dejando sus casas infectas. Yo también trabajaba, pero poco. Me deslumbró este país, y pensé que en lugar de estar encerrado como mi mujer, tenía que conocerlo y aprenderlo. Para mi desgracia, me hice aficionado al juego. Empecé jugando a los naipes – a la brisca y al mus – ; luego pasé a los caballos. Qué maravilla las carreras de ese tiempo. Hasta Gardel tenía sus animales, y los iba a visitar seguido a los studs! Y cómo lo querían los cuidadores! Es que Carlitos era bueno, tan bueno… que Dios se lo llevó.
Me hice amigo de gente a quien no tenía que haber tratado, lo admito. Me metí en deudas. Empeñé hasta el reloj de cadena que me había dado mi padre cuando embarqué. No respeté nada ni nadie.
Y ahora estoy aquí, de madrugada, en el Rosedal. Esperando una muerte segura, merecida. Sólo pienso en María, en los niños, en el disgusto que les daré. Ella no merece esto que va a suceder, como tampoco lo mereció Carmen, en su momento. Pero yo soy así. No puedo contenerme. Soy influenciable, débil, sin carácter. Y pagaré un precio muy alto.
***
De la crónica policial: "El día 10 de enero de 1949, en El Rosedal, fue hallado muerto el inmigrante español Raimundo López. A su lado se encontró un frasco que contenía veneno. Se investiga si se trata de un suicidio o si, por el contrario, fue obligado a tomarlo".
Recuerdo de Carnaval
-"Carnavales eran los de antes!" – decía mi abuela, hamacándose en la mecedora que había traido de Tandil cuando se mudaron a Buenos Aires. Yo tenía nueve años en ese momento, allá por 1970. – Sí, Carnavales eran los de antes! Con corso y disfraces, con baldes de agua y alegría para todos. Para todos: para los criollos y para los inmigrantes y sus hijos… Para nosotros, italianos; para nuestros vecinos, españoles, daneses, rusos, turcos… Pero no para los de la clase alta, que consideraban al carnaval una diversión ordinaria.No nos dejaban salir solas, por supuesto. La diversión era en familia, ya que muchos hombres aprovechaban esa fecha para entablar nuevas relaciones, con solteras, con casadas, como fuera. Nos disfrazábamos con trajes caros, que cosíamos durante meses, para tener el más hermoso. Hacíamos fila en la vereda de los estudios fotográficos destacados, para lograr esa postal que enviaríamos, atravesando el mar, a los abuelos.Había disfraces graciosos, como el del Oso Carolina, hecho con una bolsa de arroz, de allí su nombre. A tu abuelo, gallego de La Coruña, le encantaba el Carnaval. Y eso que era un señor mayor (cuarenta años, en esa época, eran una edad respetable). Se mezclaba entre la gente que caminaba por la avenida, como uno más, seguro de que nadie reconocería al dueño del mercadito, al que paseaba a caballo por el Parque Independencia los domingos, al que se tomaba fotos en la plaza, frente a la catedral con sus dos hijas, la rubia y la castaña. Ah, sí! El abuelo se disfrazaba. Y cómo! Cada año elegía un disfraz diferente, y no me contaba cuál era. Costaba reconocerlo. A mí, que vivía con él, me daba trabajo. Si hablaba, la cosa era más sencilla, ya que el acento lo vendía. Pero tampoco era muy seguro, porque había en esa época en la ciudad muchos hombres parecidos físicamente a él, con esos mismos ojos color de mar, con esa misma calva incipiente, y con esa forma de hablar tan dulce. Lo escuchabas recitar los versos de Rosalía de Castro, y se te caían las lágrimas. Es que yo conocía el dolor de quien debió dejar su tierra –mis padres me lo mostraban día a día- y comprendía su desazón. Nosotros no vivíamos en un conventillo (teníamos una casa detrás del mercado; eso me permitía trabajar sin desatender a la familia), pero sabíamos cómo era el carnaval en los conventillos, porque se veía desde afuera. Los ocupantes de las piezas se mezclaban en el patio, hablando cada uno su idioma, o lo poco que sabían de castellano, y bailaban hasta que salía el sol. A veces, algunos se alteraban, y comenzaba una pelea disuadida rápidamente por el encargado del edificio. A uno de estos conventillos fue tu abuelo, una noche de 1940. Fue a buscar a sus amigos genoveses, con los que iría al centro. Se subieron todos a un De Soto de 1938, que le había comprado al tío que vivía en la zona más cara. Y se fueron, cantando fuerte, hacia el corso. Allí estaba yo, con mis hermanas y sus maridos y nuestros hijos. Nos llamó la atención ver ese grupo bullicioso, y lo que más nos llamó la atención, fue que llevaban uniformes prohibidos: estaban vestidos de policías, indumentaria que (al igual que la de militar, sacerdote y monja) no podía utilizarse porque era considerada una clara falta de respeto y, además, ocasionaba confusiones.
Se acercaron a nosotros, como si nos conocieran, todos con los rostros cubiertos. Nos invitaron a bailar, invitación que rechazamos. Uno de ellos me invitó otra vez; lo rechacé. Insistía sin hablar, intentando comunicarse con ademanes. Claro –pienso ahora-; no quería que lo reconociera por la voz. Yo caminaba, y él me seguía. Me sentaba en uno de los bancos de piedra, y allí estaba él, queriendo sentarse a mi lado. Hasta que algo me reveló quién era: su anillo, el anillo de oro con las iniciales, comprado cuando empezamos a prosperar. Entonces le toméla mano, segura de que nadie vería mal que bailara con mi marido, con el padre de mis hijas, un gallego policía por una noche. Muchos de sus paisanos, policías de verdad, trabajaban en las penitenciarías argentinas, añorando su tierra. Esa fue la noche de carnaval que recuerdo con más emoción, por eso quería contártelo – dijo mi abuela, una tarde de invierno en Villa Pueyrredón, un barrio porteño, lejos de Tandil y lejos de Italia. En la Argentina, país donde nació y al que amó.
Un cielo para mi abuelo
La más grave tragedia que le puede ocurrir
a un alma gallega es morirse fuera de su tierra.
Emilio González López
Hacía calor. Como todas las tardes, después de la siesta, el anciano empuñó la silla que hacía las veces de bastón y se dirigió al patio. Allí, bajo la parra, escucharía las voces de los vecinos, miraría jugar a los nietos, conversaría con los transeúntes. Allí, adormecido por el calor estival, recordaría sus años mozos en una tierra lejana de la que mucho le había costado partir. Era gallego, y su sangre vibraba aún al escuchar su idioma, al rememorar un paisaje querido que ya no volvería a ver.
Le costaba caminar, pero su lugar bajo la parra lo esperaba, como todas las tardes, como siempre. Pronto cumpliría ochenta años. Había nacido antes que el siglo, y sabía que su vida terminaba; no obstante, vivía con esperanza esos últimos años, junto a sus seres queridos. Había nacido en A Coruña en 1890, en una aldea; desde ese momento había pasado mucho tiempo, más tiempo por dentro que por fuera.
En la calidez de esa tarde el inmigrante recordaba. Recordaba su tierra, en la que crecían los pinos y los eucaliptos, en la que cantaba el viento amigo. Recordaba sus viajes a Compostela, de la que tanto se hablaba. Se preguntaba si aquello que se transmitía de boca en boca, de padres a hijos, tenía algún asidero: que hubo peregrinos que llegaron descalzos desde Alemania; que cuando destruyeron la catedral, levantada por Alfonso III, trasladaron a Andalucía las campanas, "a hombros de cristianos".
¿Qué habría pensado el viejo si se hubiera enterado de que un estudioso afirmaba que Santiago Apóstol se relacionaba —a su criterio— con los gemelos Castor y Pólux, y con la diosa Venus? Sin duda, se habría santiguado. Su Santiago, el de la Virgen de la Barca, no podía tener nada que ver con nadie que no fuera Dios Nuestro Señor y su Divino Hijo.
Recordaba el viaje en barco, hacia América, un año antes del Centenario. Traía consigo, como equipaje preciado, los poemas de Rosalía de Castro. "Como chove, miudiño,/ como miudiño chove", repetía en voz baja. ¡Qué animoso era entonces! ¡Cuántos proyectos tenía! No podía entender el llamado de la poeta a los emigrantes, ni su congoja al pensar en ellos.
Llegó a la Argentina con diecinueve ilusionados años, con la certeza de que aquí podría labrarse un porvenir. Muchas historias se contaban en la aldea acerca de la nueva tierra. Tierra promisoria, rica y fértil, que acogía con los brazos abiertos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Mi abuelo era uno de ellos, uno de los inmigrantes que poblaban ese navío, provenientes de distintos países y hablando diversas lenguas.
Una búsqueda en común unía a aquellos espíritus, y los hermanaba a pesar de la precaria comunicación que lograban establecer por señas y por sus rudimentarios conocimientos de otros idiomas: era la ilusión de vivir dignamente, lejos de la miseria, de la guerra, de la soledad…
El gallego dejaba en su tierra a sus padres y a algunos de los hermanos. Quedaban los campos en los que labraban de sol a sol, sin posibilidad de mejorar su situación, los mismos campos en los que, siendo muy niño, le habían enseñado el oficio. Había que plantar judías y papas, cosechar los cereales. El pequeño tenía voluntad, pero le faltaba fuerza: no podía con los enseres, aunque deseara cooperar.
Fue creciendo en ese paisaje que tanto quería, cerca del mar, las rías, las montañas, viendo cómo sus hermanos mayores, sus amigos, sus vecinos, eran reclutados para luchar en tierras extrañas. Él no quería ir a la guerra; no quería matar, no quería morir. Un día sintió en su corazón un llamado, el imperativo de su sangre que deseaba dar frutos; ese llamado lo instaba a emigrar. No era una decisión fácil, pero la dureza de las condiciones en que vivía la hacía menos descabellada, la volvía una opción válida.
En eso pensaba el anciano mientras los nietos jugaban a su alrededor. Había quedado viudo poco antes. Su mujer murió sin padecer ninguna enfermedad. Murió de cansada, del agotamiento ocasionado por una vida muy dura. No es que hubiera pasado los partos sin ninguna asistencia, sola en la casa de piedra de la aldea, como los pasó la madre del inmigrante; se la llevó el desgaste de levantarse al alba para atender un pequeño comercio, día tras día, año tras año, asustada por la facilidad con que quedaba embarazada y por la dificultad con que llegaban, cada mes, a pagar la cuota de la hipoteca. Quedó tendida en su cama. Sus ojos se cerraron sin que, aparentemente, hubiera sentido dolor. Dios lo había querido así. Y aunque no lo decía, él esperaba una muerte igual de dulce, en su cama, sin sufrimientos, como morían los viejos en su tierra.
Había conocido a su mujer siendo ya mayor. Su sentimiento no era comparable al de Macías el Enamorado, pero era amor al fin y al cabo. Mantuvieron un prolongado noviazgo, interrumpido por dos viajes del novio a su patria. ¿Qué había buscado durante esas travesías? Nunca quiso confiárselo a nadie. ¿Deseaba regresar a su tierra? ¿Lo atenaceaba el deseo de ver a los suyos? Sea por el motivo que fuere, lo cierto es que las dos veces regresó, y luego del segundo regreso se casó con la argentina hija de lombardos que con tanta paciencia lo había esperado.
—¡Adiós, don Martín! —la voz cantarina resonó en la tarde.
—¡Adiós, don Jesús! ¿Cómo va? —respondió el inmigrante.
La escena se repetía, cotidianamente, siempre a la misma hora, como una manera de comprobar que estaban vivos. Uno, caminando lentamente; el otro, postrado en una silla de la que mucho le costaba desprenderse. La independencia lo hubiera hecho sentir inmensamente feliz.
Unos meses antes, yendo a visitar a la menor de sus hijas, se había caído en la calle y habían tenido que traerlo de vuelta. A partir de ese momento su declinación fue veloz y evidente. El médico le prescribió una dieta estricta, en la que no tenía cabida lo que no había podido comer en su tierra y que aquí estaba al alcance del más modesto bolsillo. "¡El colesterol, don Martín, el colesterol", decía el galeno, moviendo la cabeza. Debía cuidarse, vigilar las comidas. Sus hijas observaron puntillosamente las indicaciones del médico y el anciano tuvo que contentarse con una cena distinta en la que le dejaron, por suerte, el pan negro y las manzanas.
Para su cumpleaños —se sabía—, el mejor regalo era un paquete de castañas. Ese era el mejor festejo: calentarlas a fuego lento y luego saborearlas despacio, degustando la reminiscencia de infancia, lejanía y pobreza. No eran la magdalena sobre la que escribió Proust, pero tenían los mismos poderes; diríase que tenían la virtud mágica de corporizar vivencias y escenarios, hasta confundir el entendimiento y hacerlo vacilar sobre la realidad. Aspirando ese aroma, no sabía si estaba en América, o si tenía quince años en su aldea, su Cebreiro entrañable, a la que añoraba volver.
Había venido a hacer la América, desempeñando los más variados oficios, ahorrando peso sobre peso. Como todos sus paisanos, estaba seguro de que le aguardaba un futuro envidiable, de que cuanto ganara le alcanzaría para vivir holgadamente y para enviar dinero a sus padres, que ya estaban muy viejos para labrar. ¡Qué lejos estaba todo eso ahora, cuando veía con amargura que ni siquiera lo dejaban salir solo a la esquina! ¡Qué amarga le parecía la vida que lo postraba en esa silla, en su cama frente al televisor en blanco y negro, donde cada domingo veía a Tato Bores!
Los sueños no se habían vuelto realidad. Había podido vivir, comprar una casa, educar a sus hijas, hacerlas estudiar, pero, de ninguna manera se había convertido en el indiano del que escuchaba hablar con admiración en su tierra. ¿Le habría faltado talento? A otros les había ido muy bien, y a él no. Conocía paisanos que habían amasado una fortuna considerable, con su propio esfuerzo, sin perjudicar a nadie. Quizás a él le había faltado visión, porque lo que es esfuerzo, le sobró, lo mismo que a su mujer. No había sabido encontrar el negocio justo, en el momento adecuado, como sí supieron hacerlo otros que vinieron de la aldea con él, en el mismo barco, en idénticas condiciones.
Un día se acabaron las tardes bajo la parra. El anciano presintió el fin, y recordó las tradiciones de su tierra. Esas tradiciones decían que quien muriera en Galicia podría resucitar cada noche y volver a su casa. Podría velar el sueño de sus seres queridos, sentarse a la vera de las rías, descansar bajo los árboles que frecuentara en su vida terrenal. Si moría lejos, nada de esto le sería dado. Tendría una muerte común, como todas, lejos de las creencias que quizás hubiera heredado de los celtas, tan amigos de los duendes y los trasgos, del más allá y sus misterios.
La única solución era regresar, pero era imposible. Solo no podría hacerlo. Estaba inválido y, aunque ya no tuviera que viajar en barco, sino en avión unas pocas horas, nadie podía acompañarlo. No había dinero; había que cuidar a los chicos que iban a la escuela; no se podía desatender el trabajo, aunque la situación no era tan crítica como la que se vería años después.
No, el regreso era una quimera. Pero también había sido una quimera la partida hacia América, sesenta años antes. La diferencia estaba en que, en su juventud, él decidía por sí mismo, sus piernas le respondían y, con su hato de ropa y sus pocos libros podía ir donde quisiera. Ahora necesitaba ayuda para todo; dependía de sus hijas, de sus nietos, hasta para tomar un vaso de agua.
Por otra parte, si volviera, ¿quién lo cuidaría hasta que llegara el momento de reunirse con sus muertos? ¿Quién lo acompañaría, una vez más, a ver el Pórtico de la Gloria para despedirse de él? Nadie tendría tiempo. Sería un viejo solo en una tierra extraña, poblada de jóvenes a los que no conocía, con los que no podría compartir sus recuerdos.
Estas consideraciones, que lo obsesionaban, no mitigaban su pena. Pensaba que iba a morir lejos, y eso lo desesperaba. Él soñaba con la libertad de que gozaban las almas en el más allá; sabía de sus correrías y de sus visitas a los familiares. Se decía que salían solas a caminar hasta que clareaba, o que solían hacerlo en grupo, en la Santa Compaña. Se moriría del todo, para siempre. Bueno, contaba con la esperanza que le daba la Iglesia Católica, la de purgar sus pecados y reunirse con los bienaventurados, en la Presencia Divina. Pero —se decía— ya no iba a poder volver a su tierra; el lazo se cortaría entonces definitivamente.
Mi abuelo empeoró, y hubo que internarlo. Intentaba recuperarse, pero ya era tarde. Su alta edad y lo trajinado de su existencia conspiraban contra la mejoría que ansiaba. Quería curarse para poder viajar. No lo lograba. En el sanatorio pasó sus últimas noches, sus últimas mañanas, añorando la libertad y suspirando por su juventud. Se veía pescando con sus hermanos, a orillas de la ría que surcaba el verde de la pradera. Se veía peregrinando, orando, bebiendo, festejando las efemérides de su tierra. Se encontraba atado a la cama con barandas de metal, con el suero entrando a su cuerpo por la vena del brazo, y quería escapar. Asombraría a los nietos con la visita inesperada.
Cuando llegó el final, él lo presintió. Moriría rodeado de médicos y enfermeras, con sondas y catéteres. Tratarían de reanimarlo. Su corazón se pararía. Lo verían en esa pantalla que tenía cerca de la cama. Nada más lejano de la muerte campesina que deseaba, en paz, con los suyos, con el cura de la aldea, que le hablaría de Dios y le haría besar el crucifijo. Su alma celta aceptaría la Extremaunción.
Dios le reservó una sorpresa. No lo dejó volver a Galicia, como un espíritu noctámbulo, pero lo llevó a un cielo de gaitas y muiñeiras. Allí es feliz. En la eternidad encontró la tierra añorada.
(1997)
(Este cuento fue distinguido con una Mención Especial, en el Concurso Literario convocado en 1997 por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Integraron el Jurado: María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer y Jorge Masciángioli. Recibió, además, el Primer Premio en el Certamen convocado en 1997 por la revista el gRillo. Dicho premio consistió en la publicación de un volumen individual cuento-poesía; así apareció Josefina en el retrato (Buenos Aires, el gRillo, 1998). Algunos de los cuentos de este volumen, y otros inéditos en Internet, integran el libro digital Volver a Galicia, publicado en Letras-Uruguay en 2005). Fue traducido al gallego por alguien a quien no conozco: http://blog.falabarato.net/2007/11/19/un-ceo-para-o-meu-avo/. Le agradezco esta traducción; me emociona leer la historia de mi abuelo en su propio idioma.
Volver a Galicia
Yo, que perdí mis cielos,
¡y soy tan pobre!
José González Carbalho
Manuel murió, luego de una larga agonía, sin haber podido regresar a la aldea. El Centro Gallego ofrecía el pasaje gratuito a quienes hubieran pasado más de treinta años sin volver a su tierra, pero la salud del anciano le impidió aceptar este ofrecimiento. No había consuelo para su pena. Cuando cerró los ojos, tenía en su mano el escapulario que le había dado su madre. Lo había conservado con él a lo largo de su vida.
La muerte de María fue, si se puede, más desgarradora. Había recibido poco antes una carta de sus hermanos en la que le decían que ya estaban viejos, que si no se veían pronto quizás ya no volvieran a verse. Misivas como ésa eran moneda corriente entre los inmigrantes de distintas nacionalidades. Los angustiaba pensar que el plazo se terminaba. María no se animaba a viajar sola, aun cuando la esperaran en Galicia; temía que el corazón le jugara una mala pasada lejos de sus hijos. Decían que había que ser muy fuerte para soportar una segunda despedida, y ella no se sentía capaz de resistirla. Por eso se conformaba con las cartas, con las fotos que recibía en abultados sobres.
Con la parte que le tocó al vender el inquilinato, más algo que había logrado ahorrar, la hija mayor pudo emprender el viaje ansiado por sus padres. Tardó mucho en alcanzar la suma necesaria; siempre había necesidades imperiosas que atender: los gastos de la casa, la crianza de un hijo, los medicamentos para la anciana que se marchitaba lentamente, hablando de sus hermanas monjas, de su hermano muerto. Sabía que el costo del viaje con el que soñaba era muy grande para su menguado bolsillo, pero también estaba convencida de que el regreso era una deuda que tenía con sus mayores. Hasta que no lograra besar esa tierra, nada tendría sentido para ella porque le faltaba una parte de su existencia: el origen que la había llevado a ser quien era.
Quería confrontar la realidad con la imagen que tenía de Galicia. Sus padres decían que era la tierra de las angustias económicas, de los sueños que no se cumplían, de las ilusiones vanas… pero también era la tierra en la que ellos habían sido jóvenes y animosos, en la que habían escuchado hablar de América. Quería conocer las aldeas de las que habían partido, ver sus rías y admirar su verdor. Quería escuchar las canciones con que María los acunaba, plenas de ternura y añoranza.
Poco sabía de Galicia la hija, en definitiva. Lo que había leído en las enciclopedias y los folletos turísticos, y lo que había escuchado a sus padres. Esto último no parecía muy objetivo, ya que algunas veces la aldea era un paraíso terrenal y otras, era fuente de amargura. Sabía también cómo recordaban su tierra los gallegos que visitaban su casa, con trajes sobrios, los días de fiesta. Había visto muchas fotos, de personas y lugares, del pasado y del presente; había ido con su madre a un cine del centro a ver Alma gallega, confirmando que la morriña de los ancianos tenía razones valederas.
Muchos españoles decidieron cortar los lazos que los unían a su patria de origen; decían que España los había abandonado, que no se acordaba de ellos. Otros, como Manuel y María, siempre quisieron regresar a los parajes de su infancia, aunque sólo de visita. Fernanda no creía que desearan volver a vivir allí, teniendo hijos y trabajo en América, pero se desesperaban por abrazar nuevamente a sus hermanos. María no había vuelto a ver a su familia en cuarenta y dos años; Manuel, en cuarenta. Los hijos sabían que este anhelo incumplido ensombrecía su esquiva felicidad.
La hija se había propuesto acompañarlos; se los decía a menudo, pero murieron antes de poder concretar ese sueño. La oportunidad de viajar, aprovechando un simposio, se presentó cuando ellos ya no estaban. "Pai, nai, ustedes están volviendo —les dijo cuando fue a llevarles flores, antes de partir—. En mí, es su sangre la que regresa". La mujer no supo si desde su última morada los ancianos la habrían escuchado, pero sintió una mano que la bendecía.
Confortada por esa sensación, sin duda producto de su mente, ultimó los preparativos. No olvidó llevar las direcciones de los parientes. Sobrevivían unos tíos, y tenía primos de su edad a quienes quería conocer. Le interesaba sobremanera ubicar a un tío, hermano de su padre. De él le había hablado largamente el emigrante, en esas tardes que sólo podían amenizar la radio y los juegos infantiles. Sabía del gran afecto que se profesaban y que la venida a América no había logrado aminorar; sabía que este sentimiento era correspondido por Andrés, el menor de los hermanos, quizás el que más había sufrido la separación.
En Madrid el día había amanecido soleado, aunque frío. Fernanda se dirigió a la estación de ómnibus y sacó un pasaje para el micro que iba por la Autopista Radial hasta A Coruña. Descendiendo en Baamonde, a pocos kilómetros de Lugo, ahí nomás tendría Pígara, el pueblo de su padre, y San Juan de Alba, el de su madre. Sin embargo, no era a ninguno de esos adonde se dirigía ese día, sino a Muras, donde vivía Andrés, quien —suponía— la acompañaría a hacer el recorrido entrañable para el que había reservado varios meses. Al atardecer bajó del micro maravillada; había pasado por muchos lugares que para ella eran hasta ese momento una leyenda: Ávila, Valladolid, Zamora, León.
Fernanda caminaba por el angosto sendero que llevaba a la casa de su tío; buscaba una casa blanca, de dos plantas, con el techo pintado de verde. Cargaba su pequeño bolso en el que guardaba la cámara de fotos que eternizaría cuanto viera. De lejos divisó a un hombre que miraba plácidamente a los transeúntes. Aunque anciano, se lo veía saludable. Se parecía enormemente a su padre; este parecido físico la conmovió.
Pensaba en la sorpresa que le daría. El tío Andrés no sabía que ella había viajado, ni estaba enterado del congreso de Filología que se había realizado en Madrid; la sobrina no había querido adelantárselo por miedo a que algún obstáculo surgiera sobre la marcha. Una decepción así hubiera sido muy difícil de sobrellevar para quien había padecido tanta lejanía, tantas muertes, tanta esperanza sin sentido.
Llegó frente a él y lo saludó emocionada. Los ojos del anciano, clarísimos, le recordaron los de su padre.
—¡Buenas tardes, tío! —dijo con voz temblorosa.
—¡Buenas tardes, buenas tardes! —contestó el gallego sin prestarle demasiada atención. Fernanda se quedó perpleja; la frialdad del anciano la confundió. Había olvidado que en Galicia "tío" no implicaba parentesco; era un tratamiento corriente. Por otra parte, él no esperaba ninguna visita desde un lugar tan remoto; a la luz de este razonamiento, la actitud del anciano resultó comprensible a la sobrina.
Entonces, ella le dijo que era la hija de Manuel, su hermano, el que había embarcado en Vigo en 1905 rumbo a Manzanillo, el que había muerto en Buenos Aires, deseando volver a Pígara, años atrás. Al anciano se le llenaron los ojos de lágrimas. Fernanda sintió que su padre revivía. Lloraron abrazados: él, sintiendo que los recuerdos se agolpaban en su memoria; ella, sintiendo en ese abrazo que había encontrado la parte de sí que le faltaba.
Él contó de sus afanes, sus desvelos, sus lutos. Le contó ella que quería escribir un libro sobre sus padres, sobre sus pequeñas victorias. Le sobraba material, pero le faltaba la vivencia, la experiencia directa que pudiera darle vida a la palabra. Conocía la evocación de los emigrantes, pero necesitaba vivir ella misma cuanto había escuchado, tocar la pizarra con que hacían las casas, caminar por esas sendas que habían andado los zuecos gastados de sus mayores.
El anciano la escuchaba, atento; lo mismo hacía ella. Sobre el armario, la foto de casamiento de Manuel y María, amarillenta, era testigo de ese diálogo. El sueño de sus padres se había concretado: habían vuelto, por fin.
Fernanda le contó al tío sobre su vida, abrasada por dos fuegos, el de España y el de América. Le contó que tenía un hijo en el que se unían la sangre gallega y la escocesa. "¡Todo un celta!", pensó el anciano en voz alta. "El es el retoño americano de la sangre que cruzó el mar —dijo la sobrina. Es la promesa. ¿La historia se repite? Quiera Dios que no tenga que emigrar".
(1997)
Mis poemas
De España
I
Rosalía, triste,
junto a la ventana,
escribe al amor
de la antigua llama.
Doliente y hermosa,
la tierra gallega,
crece entre sus manos,
libre, sin fronteras.
II
A más de cien años, Gustavo Adolfo,
el espíritu, desafiando el tiempo,
te aproxima.
Porque el amor que cantaste nos enaltece,
porque el ideal es aún inalcanzable,
vive tu verso.
III
Baroja, de ti,
la edad debiera alejarme.
Poca es,
para tanto escepticismo.
Sin embargo,
tu vivencia me transmites,
de un siglo a otro,
perdurando.
(1990)
"De España" fue uno de los tres poemas presentados en 1994 en el Concurso Literario convocado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de Buenos Aires, Categoría Familiares de Profesionales. Esos poemas fueron distinguidos con el Segundo Premio por el Jurado que integraron María Angélica Bosco, Nicolás Cócaro y Eduardo Gudiño Kieffer.
El poema fue distinguido con el 5° Premio en el Concurso Ricardo Güiraldes convocado por FATSA en 1992. Presidió el Jurado, Abel Osvaldo Lema.
Airiños
Que te quedes, hijo,
aquí, yo te pido.
Muy lejos están
los que ya han partido.
No pidas, nai, eso.
No pidas, te ruego;
soy joven, tú sabes,
me quema ese fuego.
Eres joven y fuerte,
mas yo moriré
un día, muy sola,
sin volverte a ver.
Airiños, airiños,
me verán volver,
muy rico y casado
con buena mujer.
Como al principio
A mi abuela gallega,
que murió sin poder volver a su tierra
Yace su silencio, despojado,
al pie de ominosas,
inconmensurables lejanías.
Su silencio, entre nosotras,
es el fruto fatal
que el tiempo deja.
Si antes las palabras eran todo,
hoy son el eco desvalido
de su implacable ausencia.
Le hablo, y al evocarla,
hallo solamente
el fantasma de su esencia.
Se fue hace muchos años.
Yo era niña aún.
No pude comprender
ese silencio suyo
de añoranzas y recuerdos
de su Galicia natal, bruma eterna.
Me dejó, por fortuna,
las historias de familia
que testimonian su lucha.
Esas historias de desdicha,
de amargura, que trajo
al llegar a la nueva tierra.
Se fue, Dios quiera, a su aldea,
sus rías y su falar galego.
Su herencia pervive en los momentos
en que las miradas se ensombrecen
y el destino, esquivo, nos une otra vez,
como al principio.
Peregrinos
Hoy, conmovida, bendigo mi sangre,
que vivió la guerra, que supo del hambre.
ancianos me hablan de tiempos ya idos;
historias me cuentan de años perdidos.
Tan solos vinieron, en lentos navíos.
Traían sus sueños, quizás desvaríos.
Tan tristes sus pasos, sombrío el semblante,
llegan a esta tierra, humildes, errantes.
Dejaron su aldea, en pos de un camino.
Son muchos, son miles, estos peregrinos.
El puerto los llama, lejano, ajeno,
les hace promesas, les abre su seno.
Recuerdo su gesta, pasado ya un siglo:
fueron inmigrantes, criaron sus hijos.
En la tierra nueva, con llanto regada,
descansa su alma, por siempre expatriada.
En ellos admiro, la fuerza, el tesón,
que los animaron con tanta pasión,
a buscar un cielo, más allá del mar,
cuando, agobiados, debieron emigrar.
Sus nietos honramos las glorias cotidianas
con que ellos despertaron cada mañana.
Somos su legado, somos su triunfo,
por eso es que así rendimos tributo
a su dolor, a su proeza, a la maravilla
que hicieron sembrando aquí la semilla.
Mi abuelo
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa
Mario Benedetti
Dos patrias
tuvo mi abuelo.
Una,
la de la cuna.
Otra,
la de la tumba.
Una,
la de la infancia y la mocedad,
la de los sueños y la esperanza.
Otra,
la de la madurez y la enfermedad,
la del desengaño y la añoranza.
Allá,
fue joven y valiente.
Aquí,
fue mayor y resignado.
Fue gallego y argentino.
Y —como dice el poeta—
"quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa"
(2008)
Tercer Premio del Concurso Literario del Consejo Profesional de Ciencias Económicas (familiares de matriculados). Jurado: Paula Margules, Horacio Semeraro y Fernando Sánchez Sorondo. Buenos Aires, noviembre de 2008.
Algunos Inmigrantes y Exiliados Destacados
Docentes
Josefa Emilia Sabor "En 1939 egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA con el título de profesora, y en 1946, como bibliotecaria. (…) Realizó en ella toda su carrera docente, culminando como profesora titular con dedicación exclusiva de la rama Referencia-Bibliografía–Documentación del Dpto. correspondiente. (…)". (Sosa de Newton, Lily: Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus Ultra, 1986). En 2005 se anuncia, "La profesora Josefa Emilia Sabor recibirá el próximo 7 de abril el primer premio de la categoría "Historia" de los Premios Nacionales otorgados por el gobierno argentino a los intelectuales, científicos y artistas de todo el país" (1).
Darío Lamazares es el representante legal del Instituto Santiago Apóstol. "Lamazares, hoy con 74 años y dos hijos argentinos, llegó al país a los 14. Venía de un pueblito conocido como Antas de Ulla, con apenas la primaria completa. "Fui un autodidacta, me formé en la calle, y como la mayoría de mis compatriotas sufrí la falta de instrucción. Este país nos dio todo, los mismos derechos que sus hijos, y la escuela es una forma de pagar esa deuda", explicó" (2).
Notas
1 "POR SU LIBRO SOBRE DE ANGELIS DENTRO DE LA CATEGORÍA "HISTORIA" Josefa Sabor recibe el Premio Nacional", en Boletín Informativo Electrónico del Centro de Estudios de Bibliotecología de la Sociedad Argentina de Información, N° 18, Abril de 2005, www.sai.com.ar
2 Beltrán, Mónica: "La primera escuela gallega que enseña a chicos argentinos", en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999
Editores
En "Los sueños de un profeta", Tomás Eloy Martínez recuerda a Paco Porrúa:
"Una tarde de domingo conocí en la casa de Victoria Ocampo al primer editor profesional de mi vida. Yo suponía entonces que los editores debían parecerse a Victoria y hacer un poco de todo: escribir, traducir, publicar revistas y pasear por Buenos Aires a los grandes personajes de ultramar. Como buen provinciano de veinte años, vivía yo en un mundo de ideas fijas, donde las personas y las cosas debían parecerse a lo que me habían dicho que eran".
"El editor me habló, en cambio, de una profesión que era tan azarosa como un juego de dados. Se llamaba Antonio López Llausás. Me contó que era catalán (ya lo advertía su acento, puntuado por elles rotundas) y que los fragores de la Guerra Civil Española lo habían expulsado a Francia, de donde lo rescataron Victoria Ocampo y Oliverio Girondo para que fueragerente general de la empresa que acababan de fundar: Sudamericana. La nueva editorial se abriría como un afluente de Sur, el sello de Victoria".
"Un editor no debe dejarse conmover por el éxito ni por el fracaso -me dijo aquella tarde-. Tiene que publicar sólo los libros en los que cree. Si no lo hace, más vale que se ocupe de otra cosa." Era un hombre calvo, afable, que parecía de otro siglo, aunque debía de tener poco más de cincuenta años. Semanas más tarde me llamaron de su parte para invitarme a conocer los enormes depósitos que Sudamericana tenía en la calle Humberto I de Buenos Aires. Entre las novelas rozagantes de Manuel Mujica Lainez y Salvador de Madariaga, descubrí, en un rincón del fondo, algunos tesoros".
(…)
"Cuando lo conocí, en 1959, era ya un editor de enorme prestigio, con varios premios Nobel en su catálogo (Thomas Mann, François Mauriac, Hermann Hesse, Steinbeck, Faulkner, Hemingway) y una oficina llena de manuscritos esperando turno. Le pregunté cómo hacía para no quedar mal con los escritores que aspiraban a su patrocinio y me contestó lo que les decía a todos: "Nunca publico nada sin la aprobación de mi lector desconocido". Cuando la gente quería saber quién era, López Llausás cambiaba de tema".
"Durante mucho tiempo creí que el lector desconocido era un ardid, hasta que averigüé que se trataba de una persona de carne y hueso. Se llamaba Francisco Porrúa, y tenía tal vocación de anonimato que hizo falta el inmenso éxito de la literatura latinoamericana en los años 60, del que es uno de los responsables, para sacarlo de la cueva".
"Porrúa era reservado hasta la mudez y lúcido hasta la extenuación. De los cientos de lectores que he conocido, pocos -o ninguno- tienen su olfato y su perspicacia. Llegó a la editorial en 1955 de la mano de Jorge López Llovet, hijo de don Antonio y subdirector de Sudamericana en aquellos años. A Jorge le había interesado el buen criterio con que Porrúa manejaba su pequeña editorial, Minotauro, y lo invitó a ser su asesor. Se quedó allí hasta 1971 y se marchó a Barcelona en 1977, porque ya no podía soportar -es lo que me dijo mucho después- tantas historias de muerte en la Argentina".
"Porrúa fue sacando de la manga nombres como los de Cortázar, Italo Calvino, Ray Bradbury, Alejandra Pizarnik y Marechal, hasta que en 1967 atrajo también al entonces desconocido Gabriel García Márquez. Cuando murió López Llovet, en 1962, don Antonio dejó que Porrúa se encargara por completo de la selección de libros, reservando para sí sólo la relación con aquellos escritores a los que consideraba "de la casa". Después de Cien años de soledad, ser un autor de Sudamericana se convirtió casi en un sello de honor para cualquier creador de ficciones, tanto en Perú como en México y Venezuela" (4).
"Se sentía argentino, pero nunca olvidó sus raíces gallegas, ya que fue en Galicia donde creció como niño y adolescente y recibió su primera educación. No había cumplido los dos años cuando en 1924 llegó con su familia (siguiendo a su padre, marino mercante) a la Patagonia, donde se afincaron en la población costera de Comodoro Rivadavia, un asentamiento petrolero. Pero su madre enfermó y, con ella, volvió a Galicia (a Corcubión y a Ferrol, donde residía y trabajaba su abuelo Francisco Fernández Abelenda). Poco antes de la Guerra Civil viajaron de nuevo a la Patagonia, cuyos desiertos Paco dejó a los 18 años para estudiar en Buenos Aires (casi 1.500 kilómetros al norte) en la Facultad de Filosofía y Letras" (5).
Fue inmigrante el editor Arturo Cuadrado Moure. Acerca de su arribo a la Argentina, escribe Dora Schwarztein:
"El 5 de noviembre de 1939, a bordo del Massilia, llegaron exiliados con destino a Chile, Paraguay y Bolivia. " "No permiten ni asomarse a los ojos de buey a los intelectuales españoles en tránsito", titulaba el diario local Noticias Gráficas la noticia del arribo del Massilia al puerto de Buenos Aires, "Las medidas adoptadas contra el grupo de intelectuales y artistas españoles son de un rigorismo que sólo tratándose de peligrosos confinados se hubieran aceptado…. Un marinero nos informó que los españoles refugiados tenían orden de que nadie se aproximara a ellos y menos que se asomaran por los ojos de buey. Es lamentable lo que ha ocurrido. No sabemos ni nos interesa saber quién ha dado la orden terminante de que ese grupo de gente que representa de modos distintos a la cultura y el cerebro de España permanezca en la sombría situación de los delincuentes incomunicados" " (6).
El escritor Rodolfo Alonso afirma, refiriéndose a los exiliados gallegos, que "si Buenos Aires -y con ella la Argentina- hacía ya mucho tiempo que estaba recibiendo a cientos de miles de inmigrantes (obligados a abandonar una Galicia feudal y sin futuro, que no podía mantenerlos ni educarlos), a partir de la injusta derrota republicana en 1939 vería llegar otra clase de viajeros: los exiliados. Eran poetas, artistas, políticos, periodistas, científicos, universitarios, sindicalistas, editores. Que, firmemente afianzados en su colectividad, entonces mayoritariamente republicana, y reunidos alrededor de una figura ejemplar: Alfonso R. Castelao, no sólo líder político sino en realidad un humanista, durante décadas convirtieron a Buenos Aires en la auténtica capital de la cultura gallega enmudecida en su tierra por el franquismo" (7).
Cuadrado Moure evoca su juventud: "Tuve el capricho y la suerte de entregarme a la famosa generación del 98 español. Fueron mis amigos y maestros don Ramón María del Valle Inclán, don Miguel de Unamuno, don Pío y Baroja, Ortega y Gasset. Con ellos he vivido, con ellos he aprendido a luchar y también a vencer. Porque en mi generación no sabemos de derrotas, no. Hemos sufrido persecución, guerras, cárcel, exilio y todo se ha transformado en una canción. (…)
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