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Por amor al crimen (página 3)

Enviado por Germán Cáceres


Partes: 1, 2, 3, 4

GILGAMESH

Entró, se arrojó en el sillón delante de mi escritorio, y lo contó todo de un tirón. No pude hacerle ningún comentario ni preguntarle nada hasta que terminó.

Sería linda si no tuviera más de cuarenta, ni kilos en exceso. Pero lo decepcionante era su manera de vestir, ese traje sastre extraído de una colección de revistas desaparecidas. Era como si ya hubiera renunciado para siempre a la posibilidad de seducir a un hombre. Sus goces terrestres debían limitarse a ver algún espectáculo, leer libros, comer desaforadamente y –quizás– beber.

En casos así, no me resulta fácil observar todo el tiempo al cliente, máxime considerando un rostro que sólo se destacaba por los mofletes y una mirada apagada que alguna vez debió ser dulce y brillante. Opté por contemplar los certificados de los cursos de posgrado que tapan las paredes de mi diminuto despacho y disimulan con una presunta sabiduría la ostensible escasez de recursos.

Al retirarse, la esposa de Octavio Garmendia me dio la fotografía del marido, copias de sus manuscritos, la póliza, los teléfonos de su médico amigo y del terapeuta, y no pudo entregarme el video porque se lo había olvidado.

Llamé por teléfono al psicólogo y al médico, y después me fui. El encierro y el oleaje de palabras me habían torturado hasta dejarme al borde de la claustrofobia.

Mi pequeño estudio lo tengo estratégicamente ubicado en la zona de Tribunales. Quise meterme en una confitería o bar a meditar sobre el caso, pero me espantó el barullo que hacían mis colegas al discutir acaloradamente o hablar en voz alta por sus celulares.

Lo mejor era sentarme en un banco de la Plaza Lavalle. Elegí uno que daba la espalda al imponente Palacio de Justicia para olvidarme un poco de la rutina de trabajo. Y me invadió la nostalgia porque enfrente estaba la Escuela Roca, donde cursé la primaria.

Lo primero que miré fue la foto de Octavio Garmendia. Era un primer plano. Se lo veía mucho más joven que su mujer, no obstante los anteojos y el ridículo bigote. Parecía la caricatura de un mozo simpático que desde un aviso publicitara un restaurante italiano.

Leí detenidamente los apuntes de Garmendia, aunque ya sabía de su contenido por la esposa. No usaba computadora, ni siquiera máquina de escribir, y había que descifrar su caligrafía –es un eufemismo–, que prácticamente eliminaba letras de las palabras. Para hacerme una completa composición del caso debía ver el video y conocer el laboratorio del profesor.

Fui hasta la casa de los Garmendia en subte, ya que quedaba en la ex Serrano –ahora Jorge Luis Borges–, a cuatro cuadras de Plaza Italia.

Era un simpático chalet situado en una esquina. Tenía un pequeño jardín abrumado por la desmesura de un palo borracho cuya copa invadía la vereda. La señora salió a recibirme con el mismo atuendo, es decir esa antigualla de la década del cuarenta. Se mostró muy amable y solícita, casi complaciente. Claro que su futuro dependía en gran parte de mis servicios. Me ofreció pasar al living, pero preferí primero husmear el laboratorio. Quedaba junto al jardín y fue en su momento el garaje de un automóvil que evidentemente ya habían vendido.

A la entrada había un escritorio de madera y sobre él un estuche con la estilográfica utilizada por Garmendia para escribir sus notas. Las cuatro paredes se hallaban completamente cubiertas con anaqueles repletos de libros. Me fijé en los lomos de un estante y leí: Edgar Poe, Bram Stoker, Villiers de L’Isle Adam, Nathaniel Hawthorne, Mary Shelley.

La cabina metálica me hizo recordar el cohete a Marte del desaparecido Ital Park, en cuya punta una pantalla transmitía un presunto choque contra el planeta rojo. La de Garmendia era mucho más chica, con capacidad para que entrara una sola persona y acostada. Metí la cabeza y encendí la potente lámpara instalada para permitir la grabación de videos.

Satisfecho, acepté la invitación de ir al living.

Me senté en un sillón y ella lo hizo en un puf. Ambos muebles exhibían un tapizado floreado que no había sido protegido del cruel paso del tiempo. El resto del mobiliario lo formaban un televisor con videocasetera y una gastada mesa baja.

Mientras bebíamos café, ella puso el famoso video. En él aparecía Garmendia acostado y aparentemente dormido, con anteojos –en su armazón estaba la minúscula cámara–, y se podía observar que sostenía algo bajo las axilas (era el receptor con el casete). El video sólo duraba dos minutos y en ese breve tiempo era imposible que el profesor alcanzara la rigidez cadavérica. Apenas pude prestarle atención por la música de fondo de la charla que la señora intentaba mantener conmigo.

Dado que soy ansioso, me gusta acometer un caso en su totalidad el primer día, de manera que, llevando el video en el bolsillo, me comuniqué con su médico amigo y el terapeuta, y volví a tomar el subte para bajar en Florida. La compañía de seguros queda a pocas cuadras de la mítica Plaza de Mayo.

Las oficinas ocupan el octavo piso de un elevado edificio dedicado a empresas aseguradoras. En la recepción pedí hablar con el gerente haciéndome anunciar como el abogado de la señora de Garmendia.

No había terminado de acomodarme en el mullido sillón de cuero de la sala de espera, cuando me hicieron pasar a su oficina. No era deslumbrante, sino más bien sencilla: el infaltable monitor con teclado sobre un escritorio de fórmica, dos típicas butacas con base metálica y un sillón de respaldo alto donde estaba sentado el gerente imponiendo su autoridad.

Me saludó estrechándome la mano y con un ademán indicó que me sentara. Como diría mi padre si viviese, el gerente tenía cara de pocos amigos. Era alto, robusto, rondaba los sesenta años y las canas no lo envejecían sino que le otorgaban un aire de persona educada y distinguida. Sin embargo, como presentación me advirtió que la compañía no estaba dispuesta a pagar.

–Y dígale a la señora Garmendia que se ande con cuidado porque va a terminar presa –amenazó, y sus ojos celestes se cargaron de odio, como si el dinero fuera suyo–. Según nuestro detective privado no se trata de un suicidio sino de un asesinato.

No respondí de inmediato. Necesitaba una pausa para fomentar una mayor disposición a escuchar por parte de ese gerente de modales nada amables.

–Lamento desilusionarlo –empecé y me miré las manos–. Ambos somos hombres concretos, movidos por hechos bien palpables. Yo estoy atento a las notificaciones, a los expedientes y al dinero en juego. –El gerente me observaba como si yo fuera un insecto y él un entomólogo–. Usted depende de primas, pólizas, siniestralidad, reservas matemáticas. Ninguno de los dos tiene nada que ver con la fantasía o la irrealidad.

El gerente no me había preguntado si deseaba café, pero entró una chica que ostentaba una ajustada minifalda y nos sirvió en taza doble.

–Este caso, como tantos otros, puede parecer insólito, propio de un relato imaginativo, pero por desgracia es real –proseguí con calma–. Como usted sabrá, Octavio Garmendia era un simple profesor de literatura, que daba clases en colegios secundarios y que preparó dos antologías de cuentos. Lo que posiblemente no sepa –agregué– es que esos textos versaban sobre literatura fantástica del siglo XIX, y ello tiene fundamental importancia para comprender su misteriosa muerte, cuya indemnización su empresa –en cierta forma le adjudiqué la propiedad para adularlo– no quiere abonar.

Su mirada era penetrante, desconfiada e incrédula, como si estuviera indagando con qué extraña historia saldría.

–Lo curioso de Garmendia, y he aquí su desvarío, es que anhelaba ser un científico tal como lo presentaba la ficción del siglo pasado. Ni siquiera hojeó un libro de ciencia antes de emprender su desvariado experimento.

–¿Adónde pretende llegar? –me interrumpió bruscamente.

–Lo único que le pido es un poco de paciencia. No falta mucho. –Me acomodé en la butaca y me crucé de piernas–. Vea lo que anotó Garmendia.

Y le mostré uno de los párrafos:

"Los estudios literarios señalan que la novela de Mary Shelley tiene como moraleja condenar al doctor Víctor Frankenstein por su soberbia, por haberse asumido como un dios creador de vida. Entiendo que esta interpretación es errónea, que como todo ser humano Frankenstein le tenía miedo a la muerte y por eso procuró perpetuarse a través de un monstruo. Todas las invenciones de androides, robots y autómatas obedecen a ese horrendo temor que nos acompaña desde nuestro nacimiento."

Detrás del gerente una puerta-ventana daba a un balcón sobre la calle Chacabuco. Estábamos en primavera, y la luz de esa tarde bella y radiante había comenzado a declinar.

–Más adelante podrá leer que Garmendia comenta que frente a ese anhelo de supervivencia, existe el convencimiento de que la vida tiene sentido porque es finita.

Quise pararme, pero me contuve, sino iba a parecer que estaba pronunciando una clase magistral. Resolví mirar el cielo a través de la puerta-ventana.

El hombre aspira con vehemencia a ser inmortal (le aclaro que son expresiones del profesor), pero de lograrlo entraría en una especie de desesperación mezclada con un insoportable aburrimiento. Entonces Garmendia se propuso encontrar alguna fórmula de inmortalidad que superara esa contradicción. El ser humano debía entonces inmortalizarse en algo distinto pero sin perder su identidad.

El gerente permanecía callado. Estaba completamente desconcertado. Seguro que jamás escuchó una explicación semejante con relación a un siniestro. Sin consultarme, por el interno pidió otra vuelta de café.

–No se ría por lo que voy a decirle –lo preparé–. El profesor pensó en los fantasmas. Para él no son producto de la imaginación, del mundo interior o de la fantasía de los hombres. Son representaciones de algo existente que la humanidad fue vislumbrando a través de tradiciones y de experiencias rechazadas por la ciencia oficial.

Volvió la hermosa chica con minifalda y nos sirvió nuevamente.

–Garmendia tenía la convicción axiomática de que no todos nos convertimos en fantasmas al morir. Sólo algunos elegidos por el destino. –El gerente tenía la mirada perdida, como si estuviera persiguiendo las palabras civilizadas para sacarme a patadas de su oficina–. Además, quedaba por saber si un fantasma es dichoso e inmortal, de lo contrario no valía la pena el intento. Vuelvo a repetirle que todo lo que estoy diciendo está en estas fotocopias que le voy a dejar.

"Y allí nuestro insólito profesor comienza a urdir su plan. Se acercó a los enfermos terminales de un hospital para ponerlos al tanto de estas ideas de modo que muriesen con el propósito de transmitir algún mensaje. O sea, comunicar que se habían transformado en fantasmas, o que se habían topado con alguno de ellos.

"Pero el terapeuta que asistía a los enfermos lo echó porque éstos comenzaron a descompensarse y a entrar en crisis. Aquí tiene el número de teléfono del profesional por si desea verificar las notas.

–No podría apurar un poquito esta historia, porque dentro de un rato cerramos –comentó el gerente en un tono sobrador.

–En un minuto termino –respondí nervioso–. Y decidió experimentar consigo mismo. Y le mintió a un amigo médico acerca de su propósito de escribir una novela sobre la invención de una substancia cataléptica que durase sólo unos minutos. El doctor le proporcionó el nombre de ciertas drogas con el fin de que su relato fuese creíble y tuviera la apariencia de estar sustentado científicamente.

Le comuniqué la dirección y el teléfono del médico, y le pedí por favor un vaso de agua. Me estaba cansando de tanto hablar y de soportar la sensación de que mis palabras no fuesen tomadas en serio.

Vino la chica con una botella de agua mineral. Me la despaché entera.

–El profesor preparó el brebaje y se lo bebió. Antes se había mentalizado para captar el posible universo fantasma. Como no iba a estar consciente –por lo menos como lo entendemos en la vida normal– se propuso grabar un video que detectase las señales que emitiera desde el más allá.

La interrupción que provoqué fue ciertamente teatral.

–¡Se fue al otro mundo y no regresó! El brebaje que preparó se le fue de las manos y se transformó en un veneno fulminante.

Corrí el riesgo de estar sobreactuando, y marqué un nuevo silencio.

–Señor gerente, dígale a su detective que ni siguiera investigue un suicidio. Fue un accidente fatal. ¡Van a tener que pagar!

El gerente, sin decir esta boca es mía, alargó la mano dándome a entender que había llegado el momento de marcharme.

Ya en la calle, decidí que no volvería al estudio; iría directamente a descansar a casa. Esto último era sólo una expresión de deseos, porque vivía en un departamento de dos ambientes que a la vez me servía de oficina. El dormitorio durante el día lo disfrazaba de sala de espera reemplazando en las paredes las reproducciones de Van Gogh por diplomas de seminarios y escondiendo el televisor y la videocasetera en un placard. Para completar el simulacro, había comprado un sillón alargado de línea moderna y cuero gris: se requería una gran imaginación para sospechar que alguien pudiese dormir allí.

Pasé por un video club y alquilé la película apropiada para mi estado emocional: Ghost.

En mi cuarto coloqué las reproducciones de Van Gogh. Aunque estuviese solo pretendía eliminar todo rastro de la jornada laboral, y saqué el televisor y la casetera del placard.

Me serví una ginebra con hielo y me disponía a poner la película cuando reparé que tenía en el bolsillo del saco el video que me había prestado la esposa de Garmendia. Y se me antojó volverlo a ver.

Esa noche no pude disfrutar Ghost. Y el video del profesor lo pasé más de diez veces.

Cuando percibí la extraña música –era fusión de rock con jazz– ejecutada por guitarra eléctrica, teclados, batería y sintetizador, le resté importancia. No la había escuchado en lo de Garmendia porque la mujer –además de su parloteo– tendría bajo el volumen. Pero lo que sí me asustó fue la aparición de las luces sobre la cara del profesor. Como si alguien estuviera enviando señales.

En un principio pretendí desentrañar alguna clave críptica en la música y en esas singulares iluminaciones, como si se tratara de fogonazos. Pero descarté la idea por completo y me cerré mentalmente. No me iba a permitir un devaneo estúpido. No había visto antes las luces ni reparado en la música porque estaba aturdido por la verborragia de la señora. Y punto.

Durante un mes insistí al gerente para que pagara. Finalmente la compañía propuso abonar un cuarenta por ciento del reclamo, monto que aconsejé aceptar a la señora para tener el dinero seguro y en mano. En su oportunidad había convenido con ella que la mitad de esa indemnización se destinara a mis honorarios. No estaba mal.

SILENCIO INTENCIONADO

No llegué a noviar con Carolina, aunque haya sido mi propósito. Sólo la vi unas pocas veces en los bares de la zona de la Facultad de Medicina. Las charlas giraban alrededor de nuestros respectivos estudios, pero no eran un plomo, ya que las mechábamos con chistes, bromas e incursiones por el cine y la literatura. Durante esos encuentros, que no alcanzaron a durar dos meses, ella invariablemente llevaba Libertad bajo palabra, un libro de poemas de Octavio Paz.

Carolina estaba a punto de ser gordita, su sonrisa era generosa y su tersa piel lucía una blancura luminosa que contrastaba con el azabache de su pelo. Más que linda era dulce, poseía esa mezcla de sensualidad contenida y de toque maternal que tanto subyuga a los hombres. Ante una chica así, es sabio mandar al diablo el orgullo machista y someterse, pues el camino hacia la felicidad está asegurado.

Por eso casi me vuelvo loco cuando un compañero de Facultad me avisó que Carolina había muerto a la madrugada. No podía decir que la amaba, pero había tejido un montón de ilusiones en torno a ella.

El velatorio fue desgarrador. A la madre apenas pude saludarla, no cesaba de llorar y de lamentarse. La férrea voluntad del padre –un hombre que rondaba los cuarenta– lo habilitaba para exhibir un halo de entereza.

En un momento –ya era tarde– la sala se vació y quedamos sólo un par de personas acompañando a los padres, ya que Carolina era hija única. El padre se me acercó. Era un tipo alto, de pelo negro sin canas y ojos pardos como Carolina. Vaya a saber por qué me comentó ciertos pormenores de la muerte de su hija. Fue de un infarto y mientras dormía, aunque no la encontraron en la cama, sino en el suelo. En la habitación había una mesita con una computadora, y al lado estaba abierto el libro de poemas de Octavio Paz, y marcadas con resaltador las palabras silencio intencionado. "¿Por qué?", se preguntaba el padre, pero demás está decir que yo no podía responderle.

La vida continuó con su rutina aplastante. Los estudios, el trabajo –medio día en una librería–, la salida de los viernes y sábados… Sin embargo, no me olvidaba de Carolina, y sentía la imperiosa necesidad de conocer las razones que la llevaron a marcar esas dos palabras. Y telefoneé a su padre.

Atendió efusivamente, como si estuviera esperando mi llamado o la de alguien que deseara hablar sobre Carolina. Me invitó a ir a su casa.

Me recibió en un espacioso y espléndido living. Un sinnúmero de cuadros, recuerdos, bibelots y esculturas testimoniaban que había viajado por el mundo. Tomamos café. En la mesa reparé en una laptop, y me contó que era su compañera inseparable: se desempeña como gerente de finanzas en una empresa importante. Luego acordamos que valía la pena indagar sobre la extraña muerte de su hija.

Pasamos a la habitación de Carolina. Era tres veces más grande que la mía. Además de un sofá que se convertía en cama y de la PC, había un televisor, una videocasetera, unos estantes empotrados con libros y posters de estrellas del rock nacional. El padre se fue porque tenía una reunión en la empresa, y me dejó prácticamente solo: la esposa estaba descansando en el dormitorio.

Encendí la computadora. En la pantalla apareció una clave. Intenté con silencio intencionado y con libertad, pero no tuve suerte. Tecleé Carolina –lo más obvio–, y surgió el menú. Quise curiosear en el opción Gráficos y me salió otra clave. No entré con silencio intencionado, pero sí con libertad.

Desfilaron por la pantalla figuras fijas, como si fueran fotogramas o slides. Parecían paisajes atemporales: un desierto de arena verde con cielo violeta, nubes amarillas y una tropilla de caballos rojos. Una ola gigantesca con espuma de ocres fosforescentes en una mar de tonalidades rosadas. Un bosque de abedules azul cobalto recortado contra un cielo solidificado en un bloque de estrellas luminosas. Y así seguían una veintena de imágenes. En una nota que dejé, le indiqué al padre de Carolina las claves para acceder a los gráficos.

Evité sacar conclusiones por un principio metodológico. Prefería estar totalmente abierto a cualquier nuevo dato. En cambio, si ensayaba explicaciones, recibiría las novedades con preconceptos.

Sólo transcurrió una semana, y al volver una noche de la Facultad, encontré en el buzón de correspondencia un sobre para mí. Lo había traído el padre de Carolina porque no tenía mi e-mail.

En la carta informaba que no entendía los gráficos, y que al ingresar al Windows con el mouse y seleccionar el Word se había topado con el siguiente texto:

–Adolfo Bioy Casares: La invención de Morel.

El hombre del jardín, dirigida por Brett Leonard.

–"Apuntes".

El padre no consiguió entrar en el archivo de "Apuntes" porque la pantalla había solicitado otra clave. Ya tenía ubicada a la película El hombre del jardín en la videoteca de Carolina, y me invitó a verla.

Fui esa misma noche.

El filme está basado en una novela de Stephen King, y resulta fascinante al mostrar las posibilidades de la realidad virtual. En cierto sentido es un videojuego donde el participante usa guantes y dos micro pantallas de televisión en la frente. Se sumerge así en el interior de un escenario psicodélico que puede modificar y en el que él mismo interviene.

Continué con el método de eludir razonamientos apresurados.

De Bioy Casares sólo había leído algunos cuentos aislados en diarios y en revistas que me habían gustado mucho, de manera que me enfrasqué con buena predisposición en La invención de Morel.

La idea es maravillosa. Morel obtiene la inmortalidad de los mejores momentos de su vida a través de proyecciones holográficas que repiten al infinito esos instantes. Como si hubiese un proyector de cine tartamudo o con un disco rayado de imágenes. Pero hay una falla: el procedimiento técnico mata a los personajes inmortalizados, y las imágenes no perciben el mundo exterior porque carecen de conciencia.

Ya me resultaba difícil no bosquejar una teoría. Sin embargo, logré contenerme.

Estuve barajando palabras como posibles claves para el archivo "Apuntes", y se las fui notificando al padre de Carolina por teléfono. No hubo caso hasta que se me ocurrió Bioy.

Pero debí esperar dos semanas para probar la clave. El papá de Carolina tuvo que viajar por negocios a Chile y llevó a la esposa. Pretendía arrancarla de la profunda depresión nerviosa en que había caído. Estaba en manos de terapeutas y de psiquiatras que no lograban levantarle el ánimo. En una de las oportunidades que los visité, la noté muy desmejorada.

Al regresar de Chile, el papá respondió a mi llamado. Tenía dos buenas noticias: la esposa se estaba reponiendo y la clave era correcta.

Carolina había escrito unas reflexiones. Como yo no tenía fax y no podía recibir mails porque mi notebook se había descompuesto, el papá pasaría con el auto y echaría un sobre en el buzón de la correspondencia.

Éste es el texto que pergeñó Carolina:

"En no pocas oportunidades la ficción es premonitora. Fantasías que sólo trataron de entretener o de expresar sentimientos e ideas, posteriormente fueron confirmadas como verdades científicas.

Los fantasmas invocados por la literatura y el cine existen. No en la forma que se acostumbra a representarlos, o sea listos para aterrorizar a inocentes víctimas femeninas.

"Pasajeros en tránsito", un cuento que me prestaron en la Facultad y cuyo autor no recuerdo, hace suya una idea de José Saramago planteando que después de la muerte nos convertimos en espectros por unos meses. Luego volvemos a morir. Evidentemente, el narrador no cree en ello, pero tengo la certeza de que es verdad, salvo en lo referente a la segunda muerte: los fantasmas son inmortales.

Otro aporte del cuentista es la descripción de la vida sexual de esos espíritus. Sacando partido de su condición de seres inmateriales, se solazan retozando con los humanos sin que éstos lo adviertan. En su euforia transmiten energía a quienes son víctimas de esa violación intangible. Tal energía es la causa de que hombres y mujeres a veces se sientan excitados sin ningún motivo.

Los fantasmas prefieren hacer el amor cuando los humanos duermen. Esta circunstancia es intuida por algunas personas, que ponen en funcionamiento el mecanismo de la represión y trasladan el impacto de la energía hacia lo onírico. Sus sueños son bellísimos y alucinatorios, similares a las quimeras de un pintor surrealista."

Y allí finalizaban las notas. Carolina ni siquiera permitía vislumbrar qué se proponía con sus elucubraciones.

Una tarde estaba estudiando en un bar próximo a la Facultad de Medicina, y una chica me saluda desde una mesa. Era pelirroja, delgada y simpática.

Me acerqué con expresión de desconcierto –sabía que no era un levante–, ella me aclaró que nos habíamos visto en el velatorio de Carolina. Me senté a su mesa.

Fueron compañeras y habían cursado juntas varias materias.

La chica –se llama Beatriz– era enfermera en la Sección Radiología de un hospital. Habló de cómo ambas se habían hecho pata infinidad de veces. Una mañana temprano Carolina –muy agitada y con cara de sueño–, le pidió que le hiciera una radiografía del cerebro.

Beatriz se sorprendió de que las placas exhibiesen manchas de colores, como salpicaduras de tinta china. Se las enseñó a un médico, que las invalidó porque infería que estaban sucias.

Las placas se habían extraviado en el torbellino burocrático del hospital. Beatriz no agregó nada más sobre este episodio.

Esa noche no dormí. Acostado en la cama rebobiné todos los detalles e hilvané una hipótesis.

Dado que hay un universo paralelo donde habitan fantasmas, y que éstos perciben y se comunican con este mundo, si se logra corporizarlos en imágenes, se obtiene su inmortalidad. Porque esas figuraciones que Carolina procuraba concretar mediante la realidad virtual, tenían su correlato anímico en el mundo paralelo. Los paisajes insólitos que se sucedían en la pantalla de la PC eran un registro de los sueños provocados por los espíritus en sus contactos con Carolina. Y los puntos de colores que se veían en las placas radiográficas reflejaban los residuos de la manifestación energética recibida por ella la noche anterior.

Ni bien los fantasmas comprendieron las intenciones de Carolina, se opusieron terminantemente. Por un lado temían que el experimento saliese mal y terminara en una colisión tan catastrófica como el contacto entre la materia y la antimateria. Además, no les interesaba ser inmortales en la Tierra. Ya bastante habían sufrido cuando transitaron por el planeta.

Y decidieron eliminarla. Un grupo numeroso de fantasmas se unió a ella mientras dormía y le transfirió tamaña carga de energía que le provocó un infarto. Carolina, ya moribunda, pudo llegar hasta la PC y, rápidamente, introducir claves que guiaban hacia la revelación de su descubrimiento. En el libro señaló silencio intencionado para sugerir que la habían asesinado.

Ahora bien, es lícito entender esta historia como una fabulación mía, como uno de mis tantos rayes. Y las claves y los paisajes, como una consecuencia de los juegos que practicaba Carolina en la computadora. En cuanto a las palabras resaltadas: ¿quién es capaz de desentrañar los motivos que conducen a un lector a marcar los textos? Respecto a los "Apuntes", no eran más que una sinopsis, pues no es aventurado suponer que Carolina tuviese aspiraciones literarias.

Entonces ¿de qué murió? De exaltación, de ese fuego interior que la impulsó hacia una actividad feroz, a una carrera desbocada por hacer cosas y hurgar en los libros. Carolina, la novia que no pudo ser, había muerto de amor por el conocimiento.

POR AMOR AL CRIMEN

  1. SERENDIPITY

Por fin resolví escribirle al juez de la causa.

Era una forma de terminar una situación, de completar una etapa, de concluir una historia en la que estuve metido. No le di al juez mi nombre, no deseaba incriminarme en una causa penal, aunque no se me podía acusar de nada, salvo de ingenuidad o desvarío.

Tampoco quería mezclar mi nombre con una cuestión horrible y bastante morbosa. Asimismo, no tenía pruebas para ofrecerle al juez, mi interpretación del caso es totalmente mental, sin soportes que convaliden mis argumentos.

Todo comenzó cuando el dueño de la galería de arte a la que estoy vinculado me pidió una nota para las muestras individuales de dos de sus pintores. Le advertí que sólo escribiría un comentario bueno si las obras lo merecían.

Tengo muchos compromisos con el galerista, ya que me paga las reseñas que preparo para los catálogos de los pintores que exponen en su local, y como tiene una editorial de libros de arte, me ha publicado varios ensayos sobre pintura contemporánea, especialmente argentina. Por suerte, trabaja con artistas de calidad, de manera que mis elogios siempre fueron sinceros.

Primero visité a la pintora, que, como es bastante usual en el medio, tenía su taller en San Telmo, en la habitación que daba al patio de una casa a punto de caerse.

La muchacha no estaba mal. Bueno, tampoco era muy muchacha ya que pasaba los treinta. Pero tenía un look particular que me impactó: pertenecía a ese espécimen de flacas con pechos portentosos que combinan encantos con ambigua sensualidad. Su perfil –pude verlo como si se tratara de una fotografía– dibujaba una línea perfecta, como si labios, nariz y ojos fuesen un producto de esa escuela de la ilustración que abrevó en Andrew Loomis.

Pintaba muy bien. Su técnica era segura y no tenía problemas en armonizar colores limpios. Entre sus cuadros me llamaron la atención los dos protagonizados por mujeres.

En uno se destacaba una cocinera que extraía de un libro la receta para la comida. Deslumbraba la luminosidad de la tela, que nacía de la misma cocinera, una bella mujer estilizada con un blanco vestido incandescente. Se podría hablar de realismo fotográfico, o más apropiadamente de hiperrealismo, pero la sutileza plástica de la pintora, que se manifestaba en el claroscuro de la mesa donde se apoyaban los elementos de cocina, lograba que la obra no se adscribiese a ningún "ismo".

El otro cuadro me trastornó. Una joven estaba leyendo sentada en un sillón, al lado del ventanal que daba a un jardín. La ejecución era impecable. Las arrugas de las telas de los pantalones y de la blusa constituían una proeza pictórica y revelaban a una gran dibujante.

Para mí la concepción era literaria. Porque un cuadro de estas características no es más que una novela sintetizada dentro de un marco. En estas telas hay una historia que debe descubrir o inventar el que la contempla. Así, en esta pintura el misterio residía en ese jardín que apenas se vislumbraba por el ventanal, pero que yo imaginaba enorme y poblado de plantas gigantescas y exóticas. No sé por qué me acordé del Aduanero Rousseau y de su universo onírico. El jardín invitaba a la fantasía, a pensar en duendes y en elfos, en los monstruosos trolls y los malvados trasgos, en fin, en extrañas e insólitas criaturas propias de un mundo paralelo. Y de pronto me invadió una visión. O si se prefiere un vaticinio.

En uno de los tantos senderos zigzagueantes del jardín, detrás de un árbol parecido a un baobab, surgía en el suelo la siniestra figura de un hombre brutalmente asesinado. En ese momento no sabía que se trataba de una premonición.

Ese mismo día fui a visitar al pintor que también residía en San Telmo, pero ya en un confortable loft que a la vez utilizaba como vivienda.

Se trataba de un hombre mayor, cuya frente impresionaba por el cúmulo de profundas arrugas, como si fueran hendiduras en la piel. A las dos ojeras que le colgaban como bolsas, las limitaban surcos que parecían cicatrices y que se prolongaban a los costados de los ojos dando la sensación de que eran auténticas garras que le estaban desfigurando la cara.

El pintor poseía un oficio de primera. Se notaba que eran años de trabajo sostenido por el estudio de la técnica. Había dos cuadros que podrían formar parte de una escena cinematográfica. En uno, se veían libros sobre la mesa, al modo de una naturaleza muerta. Pero así como ante un bodegón nos invade las ganas de morder una fruta, en este caso deseé tomar un libro para leerlo, como hacía el estudiante sentado a la mesa en la tela que tenía al lado. Es más, si por mí fuese, hubiera saltado con la imaginación hacia los abismos de ese jardín cuyos bordes había insinuado la pintora en el cuadro de la chica que leía.

Hubo una pintura que me confundió: un monje totalmente cubierto por una capucha escribía sobre un libro inclinado. ¿Qué quería significar? ¿La lucha que tuvo lugar en la Edad Media para preservar el espíritu y los libros de la devastación de los bárbaros?

Cuando se lo dije al pintor, éste, con su voz seca e inconclusa, deslizó una mueca a modo de sonrisa, como si en mi persona se burlara de todos los críticos que en su afán de interpretar adosan sentidos que no tienen nada que ver con el cuadro que analizan.

Le pregunté qué intentaba representar, y me respondió con el lugar común de que muchas veces lo que quiere decir un pintor nadie lo ve, y, en cambio, se detectan cosas que aquél jamás pensó. Si bien es cierto que muchos artistas recurren a esta frase hecha, luego no pueden contenerse y explican lo que intentaron expresar. Pero no pude sacar una opinión de esa boca que se torcía al hablar.

En ese cuadro había algo, ignoraba qué, pero estaba segurísimo que contenía algún mensaje velado. Fue otra intuición.

El artículo lo tuve listo a los dos días. Pero jamás lo publiqué.

Cuando llamé al galerista para decirle que iba a entregar la nota al día siguiente en un diario de la mañana, me dijo que la tirara. Y empezó a tartamudear.

El pintor había sido asesinado. Le habían perforado el corazón con tres disparos a quemarropa.

Le pregunté si tenía enemigos o si andaba en algo raro. Una vida sobria y sencilla, dedicada por entero a la pintura, me respondió.

Le avisé que podía rehacer la nota y centrarla solamente en la pintora, pero me explicó que ella había quedado muy perturbada y no pensaba realizar la exposición: era la hija.

Me asombró más este dato que el crimen, pues en mi cerebro ya había empezado a tejerse esta historia sobre la cual no podía influir. El galerista me aclaró que tenían distintos apellidos porque ella usaba el de la madre y, además, no se daban a conocer como padre e hija por razones artísticas.

Aunque entendía que no podía interceder ni modificar la marcha de esta cruenta historia, fui a ver a la pintora. Y me llevé una desagradable sorpresa.

Es evidente que los shocks son disparadores de todos los rollos que asedian nuestra conflictuada persona. La pintora estaba desconocida. De sus encantos sólo conservaba la fragancia del cuerpo. Sus modales eran secos, cortantes, a ratos agresivos. Gesticulaba en alta voz, no sincronizaba ni atendía lo que yo decía: podía caer en una crisis nerviosa en cualquier momento.

Abrevié la charla y fui derecho al grano: le pregunté si recordaba haber observado algo fuera de los común en la vida del padre.

No, definitivamente no. Sólo se limitó a cumplir con su rito de pintar doce horas diarias. Eso era todo. Y agregó que acababa de terminar un retrato que le había dado mucho trabajo. Era de un tipo que tenía toda la apariencia de un ejecutivo. Le pedí que buscara los bocetos, ya que el cuadro seguramente el padre lo debía haber entregado al interesado.

A la semana, la llamé aunque conocía la respuesta. No encontró ninguno de los estudios que ella misma había visto bosquejar por su padre. Tampoco me sorprendió que me contestase negativamente cuando le pregunté acerca del cuadro con un monje, pero en cambio pudo observar la tela del estudiante y la de los libros.

El paso siguiente fue continuar con mi rutina cotidiana. Visitar galerías y entregar críticas a diarios y revistas. E ir programando mi próximo viaje a Europa, para lo cual tenía que preparar un trabajo que interesase a alguna embajada o universidad del exterior y me concediera un beca, como hizo el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Checa con mi estudio sobre el aporte de Alfons Mucha al arte gráfico. Las notas y los derechos de autor me dan para vivir –soy un eterno solitario y no tengo familia– mientras cuide los centavos como un despreciable avaro.

Lo que sí hice fue dar rienda suelta a mi actividad analítica. O tal vez sea mejor calificarla como fabulatoria. Practiqué algo similar a los que se ve en las películas de espionaje. Los agentes secretos parecen abstraerse de la realidad y, de pronto, atisban una serie de mecanismos y de intrigas ocultos, imperceptibles por parte de la mirada normal.

Y realicé una suerte de pronóstico sobre lo que iba a suceder. Fue el semiólogo norteamericano Charles S. Peirce el que denominó serendipity a esta especie de intuición, que en términos poco científicos puede confundirse con una adivinanza. Él definió el proceso (que llamó también abducción) como una "peculiar ensalada…cuyos principales ingredientes son su falta de fundamento, su omnipresencia y su valiosa confianza".

Por tanto, asocié y enhebré todos los hechos con precisión, y esperé el futuro, que no dudaba de que sería ineluctable.

Claro, los pasos venideros podrían tener lugar el día siguiente o dentro de diez o quince años, porque estos tipos son implacables y omnipotentes: no cejan hasta que logran sus objetivos. Mi interés, por supuesto, no podía mantenerse por tanto tiempo.

Intenté suerte y me discipliné para leer detenidamente el diario, cosa que me aburre bastante, salvo las notas de las páginas culturales y de espectáculos.

No tardó demasiado en aparecer la noticia inevitable. El asesinato de un prominente hombre de negocios. Tenía muchas empresas de los más diversos ramos. Una particularidad de su gestión era no figurar en el directorio de ninguna de ellas. Sostuvo muy buenas relaciones comerciales con la ex Unión Soviética y ahora las mantenía con Rusia. La nota ponderaba su labor empresaria, creativa e innovadora, y hacía mención a su ética irreprochable. Se destacaban las enormes sumas donadas con fines benéficos, y había inaugurado recientemente una fundación para el desarrollo y promoción de las artes. La única singularidad que se encontró en sus antecedentes fue que utilizaba un pasaporte con nombre falso para viajar a Moscú. El periódico suponía que este vicio provenía de sus anteriores viajes, donde tal vez temiera alguna persecución por parte de los comunistas.

El diario remarcaba un hecho curioso, que ilustraba con dos fotografías. El magnate recientemente se había practicado un lifting, que más se asemejaba a una cirugía facial, dado que le había cambiado por completo las facciones.

Fui hasta la casa de la pintora. Mientras el colectivero luchaba febrilmente con un tránsito que parecía ser un reflejo de la locura de los seres humanos, me confesé que anhelaba que la pintora volviera a la normalidad porque había descubierto con sorpresa que me gustaba de verdad. Hacía rato que no idealizaba a una mujer y me sumergía en un paraíso de ensoñaciones, en las cuales vivía situaciones idealizadas y propias del cine de Hollywood de la década del cuarenta.

Abrió la puerta y la desilusión me tomó por asalto. La neurosis estaba haciendo estragos en ella. Su mirada se desbarrancaba en la desmesura, como si presagios malsanos se hubieran apoderado de su mente. Su boca, otrora entreabierta para despertar quimeras y espejismos, eran dos líneas gruesas que sólo se separaban para articular un tic.

Como yo preveía, reconoció al tipo que posó para el padre en la foto que mostraba al empresario antes de hacerse la cirugía facial.

El resto consistió en contarle la historia al juez. Y explicarle cómo se concatenaron los sucesos, para lo cual a la vez de mi intución (o serendipity) utilicé información que extracté de los artículos que publicó la prensa moscovita acerca del caso.

El empresario había realizado varias joint ventures con Rusia. Con la irrupción de la mafia vio un filón descomunal: en pocos años podía hacer más fortuna que la que acumuló en su brillante trayectoria. Había varias bandas que necesitaban lavar las sumas cuantiosas que estaban forjando con el tráfico de drogas y de material bélico. Y se conectó con una de ellas y le propuso fundar en la Argentina un banco para lavar dinero comprando acciones en la Bolsa de Buenos Aires.

Y con el apoyo de esa banda el empresario organizó aquí un banco de inversión.

Se dice que la ambición humana no tiene límites y que termina por perder al hombre y encaminarlo hacia su destrucción. En uno de sus viajes a Moscú se contactó con otra pandilla que le ofreció una participación mayor para el lavado de dinero. Y mintió a sus anteriores socios diciéndoles que el banco no había sido autorizado. Por supuesto que lo constituyó con otra empresa de su grupo, una de esas donde es imposible seguir la cadena de accionistas y de testaferros.

Las cosas parecían que le estaban saliendo bien.

El ego –que siempre lo tuvo agrandado– cobró nuevos bríos y se le dio por organizar una fundación calcada sobre el molde del Rockefeller Center, pero, evidentemente, sin que le diese el cuero para ello. Y se creyó un futuro mentor de las artes.

Y decidió hacerse un retrato que lo representara escribiendo un libro, como si fuera a convertirse en un orientador cultural. Y seleccionó a nuestro pintor. Tal vez lo conoció en una reunión, o por casualidad fue a alguna de sus muestras y le gustó su pintura. No lo puedo adivinar. Allí falla mi serendipity.

Todo marchaba sobre rieles, hasta que uno de sus tantos guardaespaldas le previene que lo estaban buscando unos rusos que hablaban castellano . No por su nombre, sino por una foto. El empresario dedujo que en un descuido suyo, los pandilleros rusos que traicionó le habían sacado una foto. Y anhelaban vengarse.

Una forma de burlar a los mafiosos era hacerse una cirugía facial que lo tornara irreconocible, ya que desconocían sus datos porque siempre había viajado a Moscú con otro nombre. El único rastro ostensible era el retrato que le estaba haciendo el pintor y que podía tomar estado público.

El empresario hasta ese momento no había cometido –o mandado cometer– ningún crimen. De modo que le exigió al pintor –sin darle explicaciones– que cubriese su cuadro con otra pintura, y que, además, no lo exhibiera hasta nuevo aviso. Y le entregó el precio convenido.

Así nació el extraño monje que escribía en un libro.

En ese preciso instante aparecí yo para escribir la nota que me pidió el galerista, y noté un comportamiento extraño en el pintor, a la vez que empecé a torturarme con el relato pesadillesco que comenzaba a dibujarse en mi cabeza. El monje era la clave, y el jardín de insólitas reminiscencias mi fuente de inspiración.

De pronto, sus servicios de seguridad (entre sus ramificaciones comerciales figuraban varias agencias) volvieron a informarle al empresario que los rusos seguían dando vueltas.

Perdió el equilibrio y enloqueció. Y resolvió contratar a dos sicarios de una de sus agencias para que asesinasen al pintor y destruyeran los bocetos y el cuadro.

Los resguardos que tomó el empresario fueron insuficientes. Las mafias son persistentes y tienen buenos asesores que saben seguir la pista de alguien que intenta ocultar su identidad tras la fachada de sociedades anónimas eslabonadas. Finalmente dieron con él y lo liquidaron.

Claro, el juez podrá preguntarse por qué le mando este anónimo. ¿Qué beneficio saco? Ninguno. Tal vez lo haga como dije para cerrar una etapa. O para orientarlo en su pesquisa, aunque jamás va a poder apresar a ningún miembro de la mafia rusa. ¡Ya deben estar en Moscú!

¿Será para evitar que presionado por la opinión publica el juez detenga y condene a un inocente? No creo.

Además, pese a que el asesinato del pintor y del empresario son episodios reales, como lo son la desaparición del retrato del monje y de los bocetos, las que no brindan ninguna certeza son mis deducciones.

Es posible también que cuente esto como una especie de confesión, para olvidarme definitivamente de la pintora, y estar en condiciones de volver en cuerpo y alma a mi terrible circunstancia de solitario que visita museos y galerías y cree ser feliz. Serendipity parece indicarme eso.

MALDITA SUERTE

"Te enamoras de alguien. Yo casi siempre del muerto. Siempre tiendo a dar la razón a los muertos."

Manuel Vázquez Montalbán, La rosa de Alejandría.

Yo despaché el equipaje. Falta más de dos horas para que salga el avión. No tengo ganas de subir para embarcar, la espera allí arriba es un opio y no se puede tomar nada. Queda visitar el free shop, pero como no pienso hacer compras, no vale la pena perder más de diez minutos en él.

Mejor es ir a la confitería, pedirme un whisky y leer cualquiera de las revistas que compré. O pensar en estas vacaciones. Porque, como dijo Abel Abad, no son más que unas vacaciones, y así debo vivirlas olvidándome de lo que pasó.

El lugar no era malo. Había bastante espacio entre las mesas con manteles amarillos. Las sillas tenían respaldo alto y parecían cómodas. De las paredes colgaban cuadros al óleo de distintos barrios de Buenos Aires.

Era demasiado temprano, y había algunos señores parados alrededor del bar. No conocía a nadie. Sin embargo, nos saludábamos anunciando nuestro nombre, turno y división.

A esta altura no me angustiaba. Lo difícil fue la primer cena –la de los veinticinco años de egresados–, en la cual cada ex alumno se cuestionaba si sería perdedor frente al supuesto éxito de los demás. Las sucesivas reuniones actuaron como un filtro: los que seguíamos yendo nos sentíamos conformes con nosotros mismos o, por lo menos, no sufríamos de complejo de inferioridad.

De pronto se acercó un hombre alto, de anchas espaldas y luciendo una amplia sonrisa de satisfacción. Me dio un fuerte apretón de manos y me abrazó.

–¿No te acordás de mí? Soy Héctor.

Lo reconocí de inmediato. Se destacaba como estudiante sin ser un traga: lograba imponerse por su labia y desenvoltura, metiéndose en el bolsillo a los profesores.

Se lo veía joven, casi sin canas, con una dentadura cuidada que no perdía ocasión para exhibirla. Pasó un mozo con una bandeja repleta de bocaditos, whisky y jugo de naranja. Y me sentí bien: el aroma de los servicios de copetín me embriaga tanto como el perfume de mujer.

Nos servimos whisky. Llegó más gente y continuamos de pie.

–Hace tiempo que no te veía –le dije.

–Estuve radicado en el exterior.

–¿Dónde?

–En Managua, la capital de Nicaragua.

–¿Qué tal la ciudad?

–Una porquería. Pero era funcionario del BID y ganaba una fortuna. Pertenecía a la élite. Me codeaba con ministros, secretarios de presidencia, gerentes de bancos. Vivía a lo grande, como un rey.

–¿Por qué te viniste?

–Por la guerrilla. Pensá que mi coche tenía chapa oficial. Nos pusieron guardaespaldas, pero mi señora estaba histérica y aterrorizada por nuestra hija. A unos amigos íntimos casi los matan. Y nos volvimos.

–Te habrás traído un toco de guita.

–No creas. Gastaba mucho. Lo que lamento es no haberme quedado: aquí me separé de mi mujer.

Y nos pusimos a reír.

La gente comenzó a ubicarse, y nos sentamos a una mesa con el Turco y Aníbal.

Al Turco solía verlo en su negocio. A Aníbal a veces lo encontraba en plena "city financiera", empilchado de primera y rumbo a la Bolsa.

–¿Sabrás que es corredor de Bolsa? –me dijo Héctor señalándomelo–. Para eso necesita una acción del Mercado de Valores, así que tiene por lo menos un palo verde –agregó sonriendo.

–¿Y ahora de qué trabajás?

–Hago de todo un poco –me contestó–. Soy una especie de cuentapropista –y rió.

Sirvieron la entrada, y la conversación decayó. Al rato vino el plato caliente: pollo al horno con papas.

–¡Qué desastre! –protestó Héctor–. ¿Quién eligió el menú?

–No chillen, que el chupi es abundante –fue el comentario del Turco.

El postre llegó acompañado por una nueva ronda de vino.

–¿Qué les parece si después salimos a levantar minas? –propuso Héctor–. Yo ando solari.

–Yo también –apunté–. Hace un año que me separé.

–¡Tenemos que salir juntos! –gritó Héctor–. ¡Nos volteamos a todas!

–Estoy por mi tercer matrimonio y no quiero más lola –se disculpó Aníbal.

–Yo soy chapado a la antigua –confesó el Turco–. Me casé una vez y con eso me alcanza y sobra.

Hubo un brindis con champán. Los grupos se mezclaron. Luego los ex alumnos empezaron a despedirse.

–Vamos a tomar una copa –insistió Héctor–. A dos cuadras hay una confitería piola.

La calle Viamonte se presentaba sombría a esa hora, como si estuviera en una barrio apartado.

Entramos en una confitería con un estupendo aire acondicionado. Hacía ochava en una esquina y las ventanas estaba ornamentadas con plantas que colgaban de maceteros.

Nos sentamos cerca de la puerta. Hicimos juntar las mesas y encargamos una botella de champán.

Al Turco se le dio por contar chistes verdes. Yo no comprendía lo que decía pero me reía. Aníbal lanzaba carcajadas y echaba su cuerpo sobre la mesa. Las risotadas de Héctor parecían relinchos.

Se pidió otra botella. El Turco tartamudeaba y no se le entendía nada. Curiosamente esto causaba más gracia y Aníbal se cayó al suelo con silla y todo. El mozo nos invitó a retirarnos.

La oscuridad de Viamonte era siniestra. Héctor y Aníbal se desabrocharon la bragueta. Héctor se puso a orinar haciendo dibujitos en la pared.

–La Bolsa subió hasta allí –afirmó marcando una curva ascendente–. Había que vender. Luego cayó hasta aquí –y trazó una curva en sentido contrario–. Todos los boludos creyeron que la baja había terminado y compraron. Pero la Bolsa siguió en picada. ¡Yo compré al final!

Aníbal se enredó con la bragueta haciéndose encima.

–¿Por qué no vienen a mi casa que les preparo un trago? –invitó Héctor.

–¡Por hoy basta! –fue la respuesta del Turco.

–Estoy por vomitar, prefiero irme –explicó Aníbal.

–Yo te acompaño–le dije.

Regresamos a la playa de estacionamiento a buscar los autos. Héctor subió a un Mercedes espectacular; sentí vergüenza de mi Duna.

Completamente mareado, seguí el Mercedes por las calles vacías.

Surgió un camino de tierra entre árboles. Una ráfaga de viento me despejó un poco y esparció un exquisito aroma de eucaliptos.

De golpe estaba en una casa. La habitación era grande; debía ser el comedor. Una barra llena de botellas se alzaba en un rincón.

–¡Celebremos este encuentro! –vociferó Héctor.

La situación se puso confusa cuando se apagó la luz y unos relámpagos aparecieron sobre un espejo que colgaba de una pared. Me dolía terriblemente la cabeza, como si la pincharan con agujas. Esbeltos leones me miraban con ojos alucina-dos a la vez que múltiples vaginas bailaban delante de mí.

Héctor sostenía una copa y estaba desnudo. Se acercó a un cuadro con un paisaje, lo levantó y sacó un papel de una caja fuerte. Me habló a gritos, pero no le entendí.

Me asusté y salí de la casa. Corrí por un inmenso jardín. Me metí en el Duna y caí desmayado.

Un ruido seco y apagado me despertó. Aproveché para encender el motor y volver a mi departamento.

Las calles desfilaban por el parabrisas y las ventanillas como trozos aislados de una película que se cortaba. Caía una garúa tenue.

Entré en el departamento y pasé directamente al dormitorio. Me tiré vestido en la cama y quedé planchado.

Me sobresaltó el teléfono. No sabía dónde estaba. Por el torrente de luz que entraba por la ventana reconocí mi dormitorio. También por la cama de dos plazas y la reproducción de Renoir.

Me hablaban de la clínica: había plantado a varios pacientes. Los atendieron mis colegas. Expliqué que me sentía descompuesto y que ese día no pasaría por el consultorio.

En el baño me duché con agua fría. Del botiquín saqué dos aspirinas.

En la cocina me serví un café doble. Ya más repuesto llamé al Turco.

–¿Qué tal Turco? ¡Qué pedo el de anoche!

–¿Te enteraste lo de Héctor?

–No… ¿Qué pasó?

–Murió.

–¿Cómo que se murió?

–Se pegó un tiro.

Quedé entre perplejo y espantado. A Héctor lo empezaba a ver como posible compañero para salir a la noche. ¡Qué desilusión! Un tipo que se llevaba el mundo por delante y terminaba suicidándose.

A la semana casi me había olvidado del asunto. Estaba terminando una topicación de fluor, cuando me avisaron que un señor me esperaba.

La secretaría consta de un escritorio, un fichero, un teléfono y dos sillas. En una de ellas se hallaba sentado un hombre de rasgos duros y pelo negro peinado con raya al costado. Su mirada era fría y cortante. No me gustaba: tenía el aspecto de un vulgar matón.

Me mostró una credencial que certificaba su condición de detective privado. Lo había contratado la familia de Héctor para que investigase su dudosa muerte.

El detective me explicó que estaba visitando a los ex compañeros de Héctor porque fueron los últimos en verlo con vida. Le comenté que después de la reunión lo había acompañado a la casa, pero no me acordaba de nada porque me había emborrachado.

El tipo me aconsejó tratar de evocar esa noche. En unos días se comunicaría conmigo.

No pude hacer ninguna asociación mental para ayudar a mi memoria, me di por vencido y volví a los canales de aburrimiento que recorría desde mi separación: mi única hija vive en Córdoba, y la visito una o dos veces al año, lo cual es poco para sentirme gratificado con afectos.

Una noche soñé que conducía el auto por una avenida arbolada que desprendía un fuerte olor a eucaliptos. Luego luces, mujeres desnudas y un exaltado Héctor. Me desperté sin haber captado su sentido.

Entonces se me ocurrió una idea: acercarme a la casa de Héctor ese mismo día.

La tarde estaba a punto de apagarse. A medida que avanzaba con mi automóvil fui recordando el camino. Cuando llegué contemplé un chalet estilo californiano con un hermoso parque. Había un cartel que anunciaba su venta. Toqué el timbre y vino el casero, un hombre de mediana edad y de porte desgarbado, que me informó que ya había terminado el horario de visitas. Le mentí diciéndole que esa misma noche salía de viaje, y rogué que me permitiese dar un rápido vistazo a la casa. Accedió.

En el interior no me fue difícil reconocer la barra del bar. En el techo observé spots, sin duda los que accionó Héctor para producir el relampagueo en el espejo. En las paredes había cuadros con bellas mujeres desnudas que acariciaban a recios leones.

De regreso se me ocurrió consultar a Abel Abad. Hacía casi dos años que no lo veía. Esta vida moderna transforma a los amigos en simples conocidos. Trabajó en una agencia de detectives de la que se retiró porque no quería cazar hombres aunque fuesen delincuentes.

Le telefoneé y me citó en sus oficinas.

Era la típica inmobiliaria con vidrieras a la calle. Un local más propicio para un comercio minorista. Su despacho era ascético: sobre el escritorio había una pantalla con un teclado y al costado un sillón giratorio.

Abel se mantenía en forma, no aparentaba sus cincuenta años, y su espectacular sonrisa era digna de ser mostrada a mis pacientes.

Le comenté la cena de ex alumnos y la farra en la casa de Héctor.

–¿Y qué tengo que ver yo en todo esto? –cuestionó.

–Ya sé que estás retirado, pero experiencia no te falta –comenté con voz pausada–. Estuve mezclado en una muerte turbia, y me interesa saber qué ocurrió.

–Conocés mi posición: no persigo culpables.

–Lo único que te pido es que averigüés en qué estado se halla la investigación.

–¡Pero nada más! –amenazó–. Lo hago para devolverte el gran favor que me hiciste cuando me salvaste la dentadura.

Hubo una pausa.

–Dame unos días. Te llamo en cuanto sepa algo –concluyó.

Demoró más de una semana. Me mantuve inactivo respecto al caso Héctor; en lo demás proseguí la rutina de atender pacientes en el curso de la semana y los sábados merodear confiterías buscando programas.

Abel me citó en un bar.

Extrajo de su impecable saco sport un papel lleno de cuadros sinópticos.

–Para empezar, la familia de Héctor no contrató a ningún detective privado.

Me tragué la noticia y no dije esta boca es mía.

–Héctor operaba en Bolsa por cifras siderales. Compraba y vendía para empresas constituidas en Panamá, de las que era apoderado. Los directorios están compuestos por centroamericanos, seguramente contactos que hizo en Nicaragua.

–No es difícil adivinar para qué sirvieron esas inversiones.

–Por supuesto que no: lavado de dólares del narcotráfico.

–¿Por qué lo mataron?

–Eso es lo que está investigando la policía. Te advierto que Héctor se falopeaba y no sería raro que te pusiese LSD en la copa. Por eso tuviste la misma alucinación al dormir: el LSD a veces repite el efecto aunque no se lo ingiera.

–¿Para qué vino a verme el detective?

–Parece que Héctor era suelto de lengua. Culpa de las drogas. Vos fuiste el último que lo vio y los responsables del crimen habrán querido saber si te contó algo.

–¿Y ahora cómo sigue la película? –pregunté haciendo un ademán de interrogación con los dedos.

Me respondió alzando los brazos como si no tuviera nada que ver.

–Yo cumplí con mi misión.

Me despedí y fui a caminar por Jerónimo Salguero. Estaba cerca de la Plaza Güemes. Tenía ganas de descansar un rato.

Sentado en un banco de la Plaza, recordé los dibujitos que Héctor había hecho al orinar en la pared. Me incorporé de un salto.

Busqué un locutorio.

–Hola, me da con el señor Aníbal, por favor.

Cuando Aníbal se puso al habla, su tono de voz revelaba que mi llamada lo había sorprendido.

–Decíme una cosa: ¿Héctor compró acciones a través de tu agencia?

–¿Por qué me preguntás eso? –se quejó molesto.

–Nada en particular. Una simple curiosidad.

–Sí, operaba conmigo.

–¿Tuvo algún manejo especial con unos inversores centroamericanos?

–¿Cómo te enteraste?

–Me lo dijo en la cena de ex alumnos –mentí.

–Mirá, yo compro y vendo por orden de mis clientes, y no son pocos. No puedo acordarme de lo que hizo cada uno.

–Si tenés un momento libre, ¿te podrías fijar en el legajo de Héctor?

–No me sobra el tiempo, pero haré todo lo posible.

–Muchas gracias, Aníbal.

Colgué sabiendo que no me ayudaría en lo más mínimo.

Sólo me quedaba un camino, un tanto peligroso. Me decidí después de meditarlo bien.

Realicé el experimento en el living de mi departamento, frente a la ventana. Ese día no fui a la clínica. Había obtenido LSD con la ayuda de un médico amigo. Lo diluí en un vaso de agua mineral y me acosté en un sillón.

El living empezó a temblar. La luz del sol se filtraba por las cortinas y emitía un resplandor fosforescente. Otra vez leones, vaginas y reflejos en el espejo. Héctor estaba desnudo y el sudor le caía en gotas. Sus ojos desorbitados impresionaban.

–Me salió redondo: ¡hice una pelota infernal! –exclamó dirigiéndose a una de las paredes: corrió un cuadro dejando ver una caja fuerte, la abrió y sacó un pasaje de avión.

–¡Es un ticket de ida para Miami! ¡Conseguí la residencia! ¡Me quedo a vivir allá!

Sentí pinchazos en la cabeza y los fogonazos de los spots no me daban tregua.

–¡Yo no afané a nadie! La operación fue limpia.

Héctor se estaba agotando.

–Pensé darles una explicación, pero después cambié de idea: no valía la pena, exigirían parte de la ganancia. O toda. ¡Hasta serían capaces de tomar represalias!

Yo estaba en el suelo y con un vaso en la mano. Comprendí que me convenía volver a casa. Me incorporé a los tumbos. Héctor me siguió.

–Vi lo de la Bolsa. En cuanto comenzó la caída vendí las acciones de los panameños y las volví a comprar recién cuando llegaron al precio más bajo. Después el mercado recuperó los promedios anteriores. ¡Yo me quedé con la diferencia!

Estaba abriendo la puerta para irme y Héctor continuaba hablando.

–¡Ellos no perdieron ni un peso! –gritó. Luego agregó–: Renuncié como apoderado antes de que se avivaran.

Pude desprenderme de Héctor y emprendí una carrera por el jardín. Una vez en el auto perdí el conocimiento.

Cuando emergí del sopor, me costó bastante recuperarme.

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