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Por amor al crimen (página 2)

Enviado por Germán Cáceres


Partes: 1, 2, 3, 4

Ya exhausto reflexioné. No tenía armas ni sabía manejarlas, de modo que jamás podrías disparar sobre el culpable, cuya identidad desconocía. Opté por una venganza más racional.

La prensa se olvidó del caso. La noticia sólo apareció durante tres días.

Hablé con un amigo que era abogado penalista, le comuniqué la carátula del expediente publicada en el diario, y le pedí una fotocopia. Me debía muchos favores –entradas gratis de cine a granel– de manera que iba a hacerme el favor.

No tardé en recibir la fotocopia. El expediente tenía pocos folios, pero logré extraer la información que me interesaba.

La lectura del diario continuó siendo fundamental, y una semana de rastreo alcanzó. Anoté el teléfono, llamé y concreté una cita.

Subí al décimo piso, toqué el timbre de la habitación y surgió Leo. Figuraba en el expediente como amiga de Julia, y anunciaba sus encantos en los clasificados con frases como "te abro las puertas de las mil y una fantasías".

Era linda y bien formada, y había esperado verla a media luz, con body y música melódica de cortina. Por el contrario, estaba correctamente vestida, la iluminación enceguecía y no se escuchaba acorde alguno.

Después de hablar de convencionalismos y requerir el regalo, dijo que me preparase y entró al baño. Era un ritual profesional, comparable al que tiene lugar en un consultorio médico.

Leo se desempeñó con eficacia. Nada que ver con Julia, pero no podía cuestionar sus habilidades.

Mi estrategia consistía en acostarme con ella hasta que espontáneamente soltara datos relacionados con el asesino. Si le hacía preguntas podría sospechar y la perdería.

El tiempo pasaba, mis ahorros menguaban y Leo no largaba prenda.

Hasta que un día llegué media hora antes.

Leo estaba mirando un video. En la pantalla ella aparecía haciendo una fellatio a un hombre tirado en la cama. Abundaban angulaciones en gran detalle de la boca y del rostro de Leo. Un plano americano mostraba a una mujer que después de introducirse en la habitación se quitaba la ropa y se situaba en la cama de manera que el hombre pudiera besarle el sexo.

Era Julia. Comenté su parecido con Michelle Pfeiffer, y Leo me contestó que había sido asesinada. Se había pasado de piola al pretender montar su propia productora de video porno. No se le perdonó que quitase chicas a sus antiguos patrones. No agregó nada más, y no insistí.

Dejé pasar una semana para realizar otro cambio de horario; esta vez llegué una hora tarde. Leo estaba nerviosísima, casi se enojó. No podía atenderme porque ese día –era jueves– tenía filmación.

Si la seguía corría el riesgo de ser descubierto. Era preferible elaborar un pequeño plan.

El jueves siguiente alquilé un automóvil y esperé que abandonase el edificio. Me sentía inseguro ya que hacía mucho tiempo que no manejaba, pues no poseo vehículo.

Leo tomó un taxi, y no tuve problemas porque a esa hora de la tarde el tránsito era abrumador y se avanzaba a paso de hombre.

El taxi paró en el barrio de Boedo. Detuve el coche cerca del edificio de planta baja y un piso en el que había ingresado Leo. Anoté en un papel la chapa de todos los automóviles en el mismo orden en que estaban estacionados en esa cuadra. Luego me paré ante la puerta de entrada, a través de cuyos vidrios sólo se veía una empinada escalera de granito. Arriba del portero eléctrico un pequeño letrero designaba una agencia de publicidad.

Volví al coche y me puse anteojos oscuros. Y me recliné en el asiento dispuesto a esperar.

No controlé la hora, pero se hizo de noche. Leo salió con dos tipos. Estaba oscuro y sólo reparé en que eran altos. Uno se metió en un Fiat Siena, y el otro y Leo en un Peugeot 306. Anoté las chapas en el papel de acuerdo a la posición de los autos.

Al otro día, bien temprano, solicité a un amigo que trabajaba en el Registro del Automotor que averiguara quiénes eran los titulares de esas patentes.

Entre tanto pude localizar El hombre invisible, de James Whale, que me había encantado de chico, pero me pareció ingenua y visualmente pobre.

En cuanto mi amigo me comunicó los datos de los titulares de las patentes ideé un ardid. Imprimí tarjetas con nombre falso, memoricé el discurso y me dirigí a la agencia.

Después de anunciarme por el portero eléctrico, subí la escalera y accedí a una amplísima y resplandeciente oficina, cuyos escritorios gozaban de suficiente espacio a su alrededor. Había armarios y ficheros que refulgían de colores. Se respiraba confort.

Me presenté como gerente de relaciones públicas de una supuesta Fundación para la Salud, y solicité hablar con los responsables de la firma.

Pasé a una sala de recepciones: un ámbito espectacular que contaba con una alfombra azul de calidad y una mesa alargada rodeada de silloncitos de acrílico. En las paredes colgaban hermosos afiches con diseños muy originales. Me senté y al rato entraron dos señores que dijeron ser los socios. El nerviosismo me impidió captar sus nombres y preferí no preguntar.

Expliqué que la Fundación pensaba realizar un encuentro internacional de médicos clínicos y quería contratar los servicios de esa agencia.

Debí aguantar una larga perorata –con exhibición de carpetas y álbumes– sobre los exitosos eventos que habían organizado. También hablaron de las características de la publicidad televisiva y sus diferencias con la radial y la gráfica.

Convenimos contactarnos en una semana para ultimar detalles y preparar un presupuesto. Al despedirnos me dieron sus tarjetas. Recién las miré saliendo del edificio: eran los tipos de las patentes.

Esa misma mañana me encaminé al juzgado donde estaba radicada la causa.

Me atendió el secretario. Con suma prudencia declaré que sospechaba que Julia había sido asesinada por una organización dedicada al negocio de la prostitución y el pornofilme. Suministré la dirección de la agencia de publicidad y los datos de los socios sin acusarlos.

Luego desde un teléfono público hablé con Leo. Le mentí acerca de un comisario obsesionado por la caza de prostitutas, quien me había comentado que estaban por tender una redada en su edificio. Debía dejar su departamento enseguida.

No sé si actué correctamente, pero quería proteger a Leo.

Todas las mañanas busqué en los diarios la noticia de que la policía había capturado a los asesinos gracias a mis gestiones. Pasaron quince días y no hubo novedades.

Recurrí otra vez al abogado penalista. Le prometí entradas gratis para la próxima semana de cine que se celebrara (cualquiera fuera su origen). Se sintió molesto; veladamente me acusó de abusar de su gentileza. Pero aceptó.

En un ciclo de revisión alcancé a ver nuevamente Solaris y La zona, de Tarkovski, dos de las mejores películas de ciencia ficción de la historia.

El abogado no tuvo éxito. El expediente había salido de circulación y le aconsejaron que no preguntase más por él.

Me di una vuelta por la agencia de publicidad. El cartelito del portero eléctrico anunciaba a unos despachantes de aduana. Los consulté sobre la agencia; contestaron que no estaban seguros, pero tenían entendido que se había trasladado a Ecuador.

No había logrado apresar a los asesinos, pero sí arruinarles el negocio.

Retorné a la rutina comentando estrenos y frecuentando películas de ciencia ficción para el ensayo.

Asistí a un ciclo extenso y ramificado sobre la comedia norteamericana. Hoy a la tarde vi Frankie y Johnny, de Gary Marshall, con Al Pacino y la Pfeiffer.

Sentí un escalofrío que me recorrió de arriba abajo. Tuve la certeza de que en mi interior había estallado una revelación, pero no sabía de qué se trataba.

Quería distenderme y regresé caminando a mi departamento. Antes de entrar, alquilé un video.

Me senté en uno de los sillones sin brazos frente al televisor, que está sobre el escritorio. Encendí la videocasetera. Apreté ff y prescindí de las secuencias iniciales de Cara Cortada, de Brian De Palma y también con la dupla Pacino-Pfeiffer. Me detuve cuando Al Pacino mata a Robert Loggia, el gángster todopoderoso, y se lleva en prenda a Julia, que jamás lució tan linda. Fría, distante, inalcanzable con esa piel blanca que hace restallar de luminosidad su rubio cabello, y bajando las escaleras del brazo de Pacino.

Pero De Palma no saca partido de Julia. Aprieto stop y paro la proyección. Retiro a Pacino de escena y le indico a Julia que vaya bajando los escalones. Ordeno al camarógrafo que se le acerque lentamente desde abajo. Así emerge altiva, deslumbrante, como una diosa implacable. Y la cámara está junto a ella y entonces empieza a retroceder con un travelling al ritmo de su descenso.

Tampoco es suficiente: no apresa la fotogenia de Julia. Tal vez la ayuda de la banda sonora fortalezca la escena. O un montaje de olas de mar que rompen en la costa, como utilizó Bergman en Hacia la felicidad.

Agarro la cámara de mano y la desplazo por los hombros desnudos de Julia para registrar su tersura, y luego su vientre, un prodigio de voluptuosidad escondido tras el vestido rutilante. Me demoro en las piernas y deslizo la cámara por ellas en una suerte de apoteosis.

Y me doy vencido y arrojo la cámara al suelo: es imposible reflejar tanto esplendor.

  1. MEMORIA PRÁCTICA

Juro que me había olvidado por completo del asunto, como si nunca hubiera ocurrido.

Lo rescaté de las tinieblas leyendo el diario: la noticia era breve, sólo informaba que él acababa de arribar a Buenos Aires.

Como ya había transcurrido un tiempo prudencial, creí oportuno analizar el episodio con cierta distancia y objetividad.

Curiosamente, me costó determinar en qué circunstancias había nacido nuestra particular amistad. Y recordé que fue César, un periodista, el que nos presentó, aunque tal vez no haya sido lo que se dice una presentación.

César me invitó a tomar un café, y me dijo que un amigo había estudiado cine y filmado varios cortos en la Argentina. Pero, aprovechando su juventud y su soltería, y jugándose el todo por el todo, estaba probando suerte como realizador en Hollywood.

No parece real, pero el hecho es que ya había logrado rodar tres largometrajes de bajo presupuesto (o clase B, como se dice técnicamente). Y siguió con más datos: no vivía en Los Angeles, sino cerca, en San Diego, y se hallaba suscripto a un diario de Buenos Aires por el que se enteraba de las novedades cinematográficas.

Si bien podía decirse que estaba haciendo carrera, no deseaba desvincularse demasiado del país, porque aunque se radicara en los Estados Unidos, no le vendría mal filmar alguna película en la Argentina. Por eso necesitaba comunicarse con alguien que le brindase mayor información sobre lo que pasaba en nuestro cine.

De allí que yo, como cronista cinematográfico, era la persona ideal para enviarle en forma periódica recortes de diarios y de revistas especializadas.

Acepté entusiasmado. Mantener correspondencia con alguien que está filmando en Hollywood es estimulante: despierta en cualquier cineasta, más allá de sus preferencias estéticas, un sinnúmero de fantasías y de ensoñaciones.

En el archivo del matutino donde colaboro descubrí un reportaje que le había efectuado un vespertino en una de sus visitas a Buenos Aires. En una foto tomada de espaldas mientras daba instrucciones a los actores se notaba que era un hombre joven, pero no se veía su cara.

Es insólito que a pesar de habernos carteado por más de un año, no conozcamos nuestros rasgos. Él jamás me envió su fotografía, y yo tampoco la mía.

En la primera carta le mandé los recortes del mes y le decía que tenía encajonados numerosos plots y el guión de un largometraje.

La respuesta fue entusiasta. Me comentó los estrenos que había visto y me propuso que yo hiciera igual, sobre todo si eran filmes europeos, ya que allá llegaban pocos.

Me molestó que no mencionara nada acerca de los plots o del guión. Tal vez ver tanto cine me ha transformado en un ingenuo fabulador que sueña con saltar de cronista a director, como lo concretaron nada menos que Truffaut, Chabrol y Rohmer.

Nuestro correo prosiguió con esta tónica. Y no perdí la oportunidad de acompañarle copia de mi guión.

Pero ni se dignó a comentarme que lo tenía en su poder. Yo no me impacientaba: ya llegaría el momento preciso en que le reclamaría su opinión y le preguntaría si existía alguna posibilidad de filmarlo.

En una de sus cartas me contó cómo había logrado conseguir apoyo económico para sus películas. Ahorraba costos rodándolas en San Diego y sus alrededores, y les proponía a los comerciantes de la zona meter chivos de sus negocios a cambio de una suma de dólares. Y así, reuniendo en cada realización a varios interesados, pudo financiar su breve filmografía.

De pronto, un episodio cambió el ritmo de las cartas y el sentido de nuestra relación.

Una de sus películas había sido grabada en video y podía conseguirse en Buenos Aires. Me dio el título y el seudónimo que había adoptado para que se atribuyera la dirección a un norteamericano y tuviese así mejores posibilidades de comercialización.

Fui escéptico: me imaginé recorriendo todos los video clubes de la ciudad para finalmente comunicarle que pese a mis esfuerzos no lo había encontrado. Sin embargo, oh sorpresa, en el primero que concurrí lo tenían.

¡Cómo cambia uno cuando ve algo de un amigo! Pensar que a veces me di el lujo de sostener que Woody Allen se repite demasiado y que me tiene cansado con sus personajes de cotillón que claman sus neuras viajando a Venecia o a París. De paso, juzgué decepcionante La edad de la inocencia y vaticiné que Martin Scorsese ya no tenía nada que decir.

Analicé su filme con sumo respeto y benevolente consideración. Claro, no se trataba de un diletante que sólo había visto cientos de películas, o sea del típico bla, bla: ¡él filmaba! Había convocado financistas, sabía manejar una cámara y sus películas se proyectaban en salas cinematográficas.

Las primeras escenas presentaban a una pareja joven al frente de un automóvil descapotable. Mantenían una extensa conversación cargada de referencias a fracasos laborales y a desengaños sentimentales de todo tipo. La verdad es que tanto el muchacho como la chica soportaban sobre sus hombros una flor de neurosis. Más que por los subtítulos en castellano me guié por el inglés de los actores. Al traducirlos se había redactado lo que decían; en cambio, ellos hablaban un inglés espontáneo, muy coloquial. Parecía que mi amigo utilizaba un método similar al de Alejandro Agresti: les daba una idea a los intérpretes y dejaba que improvisaran los diálogos. Además, puso ingenio para enfocar desde distintos ángulos a los protagonistas y al automóvil que avanzaba por una carretera hacia San Diego, de modo que la situación no fuera tediosa. El único reparo era que resultaba inconvincente que los personajes quisieran abandonar California para radicarse en París; creo que es al revés: como señala el filme de Tavernier La carnada, son los lúmpenes parisinos los que divagan con irse a vivir a los Estados Unidos.

Asombraba que la realización obtuviese un clima de opresión y angustia en un ámbito de espacios abiertos como es una carretera rodeada de paisajes. De escribir en una revista sofisticada destinada a cinéfilos, me hubiese lucido sosteniendo que se trata de un magnífico huis clos agorafobo.

De repente, y demostrando que mi amigo se ceñía a las recetas de los guionistas hollywoodenses, se produce un plot point, es decir un giro argumental que concita la atención del espectador.

Los protagonistas comienzan a transitar un poblado –casi seguro de las afueras de San Diego–. No hay más diálogos: sólo una cámara subjetiva que provee el punto de vista de la pareja. Y panorámicas que refieren su caminar parsimonioso. "¿Qué estarán haciendo ahora?" –me pregunté–. "¿Qué miran con tanta atención?"

El estilo se ha vuelto conductista, como si estuviera basado en un guión de Chandler o de Hammett.

Y de nuevo los personajes conversan almorzando en un fast food. Y nos enteramos que están preparando un robo, y así resulta lógico que quieran desaparecer de los Estados Uni-dos y establecerse en París.

Pero lo que menos imaginamos es que el blanco elegido sea ese lugar de comidas rápidas. Y el muchacho se para en una mesa y amenaza a los parroquianos con un revólver mientras la chica se dirige a la caja.

Es imposible no asociar la escena con el asalto que despliega Quentin Tarantino en Tiempos violentos. Las dos películas son de 1994: entiendo que nadie se copió. La solvencia de Tarantino no necesita recurrir a las ideas de un principiante talentoso, y mi amigo posee suficiente muñeca como para no imitar a la mayor revelación de los últimos años.

Luego, salen del local y huyen en el auto. Al parecer por el tamaño de la bolsa que lleva la chica, en la caja había mucho dinero.

Lo que sigue es más convencional. Atrás los acosan dos patrulleros y se entabla un tiroteo. Hay excelentes travellings, pero si uno vio Thelma & Louise, de Ridley Scott, no lo va a maravillar esta persecución. El filme de mi amigo es de escasos recursos, no puede apelar a efectos especiales ni a proezas visuales. La diligencia, de John Ford, un clásico que goza de buena salud y lozanía, es su modelo.

Luego, los patrulleros vuelcan y los protagonistas logran escapar de la policía.

Al rato detienen el coche, y mientras cuentan el dinero se produce el segundo y último plot point del filme.

El muchacho empuña el revólver, mata a la chica y la arroja afuera del auto.

Sucesivas imágenes lo muestran mientras sube al avión y, al final, sentado en una cafetería de París vestido de elegante sport.

Mi carta fue apasionada: el filme era valioso. Su único propósito había sido entretener, pero fue esa humildad la que le permitió concretar una obra de calidad. Ése y no otro fue el objetivo del gran maestro Alfred Hitchcock.

Esperé la respuesta con una ansiedad enfermiza. Estaba orgulloso de cartearme con un tipo tan inteligente.

Si alguna vez él volvía a Buenos Aires, ¡qué panzada de cine nos íbamos a dar! Por lo menos veríamos películas desde las dos de la tarde hasta la una de la madrugada. Después nos iríamos a comer a algún boliche y discutiríamos sobre tal o cual realizador. ¡Qué fiesta maravillosa!

Contra todo lo esperado, la contestación fue desalentadora. No sé, posiblemente haya que hablar de azar o de una extraña coincidencia.

Mi amigo fue poco claro al empezar la carta. Antes se había caracterizado por su capacidad de síntesis y su lenguaje directo. Esta vez necesitó muchos rodeos para explicarse.

La película que yo había visto no era la suya. Tenía idéntico título y el nombre del director era el mismo que el de su seudónimo. Pero eran distintos filmes.

Él trataría por todos los medios de localizar la película que yo le relaté, y me encomendaba que yo ubicara en Buenos Aires la suya. Y me hizo una pequeña sinopsis del argumento.

Una joven profesora de un colegio bilingüe porteño recibe una beca para perfeccionar inglés durante dos meses en una universidad de Phoenix, en Arizona, donde se instala. Allí los fines de semana suele recorrer los hermosos paisajes que la rodean. De paso, practica leyendo novelas de escritores norteamericanos sentada a la sombra de un árbol.

En una de esas lecturas conoce a un pintor de estilo realista y que expone en salas de la universidad. La profesora le cuenta que es casada y que tiene tres hijos en edad escolar. El pintor es mayor que ella, y sus dos hijos varones ya se han independizado: uno está viviendo en Hartford y el otro en Dover. La esposa sufre de tremendas depresiones y a veces se pasa largas temporadas sin levantarse de la cama.

Se enamoran y viven un amor turbulento. Esta pasión es mal vista en la comunidad universitaria.

Finaliza la beca y la joven debe volver a Buenos Aires. Entonces le habla al pintor –que está dispuesto a irse con ella a la Argentina– con suma crudeza. A sus hijos los dañaría una separación. Además, ella quiere a su marido, que es un hombre muy bueno. Y recomienda al pintor que en lugar de quejarse desconsoladamente, saque partido de esta aventura y se busque una nueva pareja en los Estados Unidos.

La película concluye con una imagen de la profesora subiendo al avión e, inmediatamente, una toma del pintor delante de una tela y con los ojos humedecidos.

Por más que lo rastreé no encontré el video de este filme. Mi amigo tampoco pudo hallar en San Diego el que yo vi.

Continué con los envíos mensuales de las fotocopias de los recortes y con los comentarios sobre las películas que más me interesaban. Pero él dejó de escribirme.

Hasta que una carta vino de vuelta porque el destinatario ya no vivía más en esa dirección.

Ya que había resuelto no comunicarme su nuevo domicilio, consideré que no me correspondía averiguarlo.

Era el fin de la relación. Mil veces me atormenté preguntándome qué le habría pasado…

¿Se habrá perturbado porque un tipo con el nombre y apellidos por él elegidos filmó una película con el mismo título que la suya? ¿O tal vez se sintió hostigado por un presunto doble?

En realidad, el argumento de su propia película era cursi y trivial: ni un Buñuel podría salvarlo. Quizá percibió la superioridad del filme que yo le asigné y se sintió humillado: jamás lograría un producto comparable. Es factible que lo haya visto en los Estados Unidos y me haya mentido afirmando que no lo había podido ubicar.

Y me olvidé de la cuestión. Es que la memoria suele ser práctica. Ya tenemos bastantes recuerdos frustrantes que nos acompañan toda la vida con un dedo acusador, como queriendo destruir los fugaces momentos de felicidad que a veces nos rozan. Basta de evocaciones inútiles que nada significan y que sólo aportan confusión. Por eso la sabia memoria toma la iniciativa borrando las desilusiones.

SÚBITAMENTE

ANUNCIO*

La casa era amplia: un living inmenso, dos dormitorios y un entrepiso con equipo de música y biblioteca. Lástima que no tuviese algún ventanal para contemplar la imponencia del mar. (Pero a caballo regalado –o prestado– no se le miran los dientes).

Fui hasta el centro en el coche y almorcé suculentamente. Como el congreso recién se inauguraba a la noche, volví a la casa y decidí dormir una siesta.

Me despertó el sonido de un tiro. Asustado, salí a la calle en pijama y casi me muero de frío. Era invierno, no pasaba un alma y las cerradas ventanas de los chalets vecinos daban a entender que se hallaban desocupados. Debió ser un sueño.

Los discursos de apertura del congreso fueron insoportables y durante la cena me aburrí hasta el espanto. Cuando llegué a la casa dispuesto a dejarme caer desmayado en la cama, escuché ruidos que parecían provenir del entrepiso. Subí la escalera despacio. Todo sucedió en segundos al asomar la cabeza por encima del nivel del último escalón. Un relámpago surgió de una pistola que portaba un tipo del que sólo percibía su negra silueta, y otro hombre –cuyos rasgos tampoco distinguía– cayó al suelo después de escucharse el disparo. Me desperté y comprendí que se trataba del mismo sueño.

Como eran las ocho de la mañana me levanté dispuesto a caminar por la playa bien abrigado. Por suerte el mar estaba calmo y su tonalidad azulada incitaba a la reflexión y el recogimiento. Yo tengo la convicción de que las casas guardan su pasado, es decir los hechos ocurridos en su interior. Quedan en el aire, como una especie de éter que perturba a sus ocupantes. Saqué la conclusión –tal vez morbosa– de que en la casa que me había prestado el gerente de la empresa para concurrir al congreso se había cometido un asesinato. Pero este razonamiento no resistía la más mínima lógica: la había construido hace sólo tres años y nunca se supo que sucediera en ella algo alarmante. Además, yo había descubierto que el gerente recibía comisiones por ciertas compras importantes –hasta conocía la sociedad que formó para encubrir esos fondos–, pero estas nimiedades ni se podían llegar a considerar delictivas, eran poca cosa para que interviniesen mafiosos.

Pasé la tarde encerrado en una de las tantas comisiones de trabajo. Presté poca atención, y se me dio por pensar que era una desgracia no poder fotografiar la escena en el sueño y luego exportarla a la realidad, como si se tratara de una computadora.

Cené frugalmente sin probar alcohol, y volví a la casa. No fui, como siempre, derecho a la cama, sino que subí al entrepiso para ver si encontraba alguna pista. No reparé en nada más de lo que ya había inventariado. De repente, me pareció que alguien estaba subiendo la escalera. Con la luz encendida pude ver su cara en cuanto apareció: era el gerente que emergió de cuerpo entero empuñando una pistola. Apretó el gatillo, y me desplomé con la pierna derecha muy dolorida. Se acercó y me apuntó a la cabeza. En apenas un parpadeo desfiló toda mi vida, y comprobé con amargura que en ella no había nada digno de mencionar.

Zafé de la pesadilla dando un salto en la cama. Hice las valijas de inmediato para huir al exterior: el gerente se había enterado de que yo sabía de sus operaciones y que podía llegar a denunciarlo. Mis sueños eran simples premoniciones de un futuro posible.

ENCUENTROS

Él se tenía que ir porque la represión arreciaba.

Vivió con ella una espléndida noche de amor, como si los temores e incertidumbres potenciaran los sentimientos y la capacidad de entrega.

Él eligió lo más fácil: Madrid. Y allí tampoco fue demasiado original: cirujeó dedicándose a vender bisutería. Curiosamente, descubrió que tenía talento para diseñar pulseras y collares, y se vinculó con una española que conocía a la perfección el funcionamiento de ferias y mercados donde colocar la mercadería. Se asociaron.

Gordita, tirando a baja y carente de seducción, la española era la típica mujer trabajadora y ahorrativa que piensa poco en disfrutar. Pero desbordaba bondad y ternura, y no la pasaron mal.

Ella se quedó en Buenos Aires sabiendo que él no le escribiría por razones de seguridad. Sería por poco tiempo, el régimen no tardaría mucho en caer. Como había que tener cuidado, se alejó de la política. Entonces conoció a otro muchacho, un estudiante universitario cuya única ambición era recibirse lo antes posible y desarrollar una carrera profesional. A esa altura de los hechos, ella pensaba que lo único que podía exigírsele a una persona era que no fuese fascista. De manera que comenzó a salir con el otro muchacho, y conoció los intrascendentes encantos de la vida frívola: iban primero al cine o al teatro, y después a cenar a un buen restaurante.

Él y la española hicieron buen dinero. No llegaron a convertirse en ricos, pero ahorraron bastante.

Y llegó la democracia a la Argentina. Él debía volver, ése había sido su proyecto y quería cumplirlo, como obligado por un juramento de sangre. Además, la militancia era una vocación, y no tenía como objetivo de vida transformarse en un próspero empresario. Sintió mucha culpa por abandonar a la española y, como una forma de alivio, decidió llevarse menos plata de la que le correspondía.

Ella ahora sí recibió carta de él, en la que le anunciaba su vuelta. Entonces le habló al otro muchacho, o mejor dicho le reveló su pensamiento político: la revolución inevitable que lo cambiaría todo, el sentido de la propiedad y de la justicia social. El otro se asustó, pero no tanto por lo que ella le había confesado, sino porque advirtió que había estado saliendo con una desconocida. Y la dejó.

Cuando él llegó a Buenos Aires, siguiendo una especie de corazonada o de difusa premonición, no la llamó de inmediato. Quería antes saber cómo se estaban desarrollando las cosas en la Argentina.

Se desilusionó. Esa democracia pedestre funcionaba en base a politiquería: no había ningún lugar para la militancia. Y resolvió retornar a España.

Ella, dejándose llevar por un vago presentimiento, prefirió mantenerse expectante esperando su llamado, y no preguntó por él mientras estuvo en Buenos Aires.

En Madrid él no pudo localizar a la española. Le dijeron que andaba por la costa. Se gastó casi todo lo ahorrado tratando de encontrarla, pero no halló ningún rastro de su antigua socia, como si se la hubiera tragado la tierra. Hasta que se dio por vencido, no la buscó más, y resignado se estableció en un Madrid que ya no se interesaba por sus chucherías.

Ella, enterada que él había regresado a España, intentó comunicarse con el otro muchacho. Pero, claro, éste iba demasiado rápido: ya se había recibido y –con la ayuda económica del padre– estaba cursando un Master en los Estados Unidos. Nunca lo volvió a ver.

EN MENOS DE UN SEGUNDO

  1. Antes de emprender algo preveo todas las circunstancias adversas posibles, incluso las más improbables, aquéllas que ni con la mayor mala suerte del mundo pueden ocurrir. Si encuentro soluciones para esas situaciones casi descabelladas, entonces sigo adelante con el proyecto buscando la resolución de eventuales y decrecientes escenarios negativos hasta arribar por fin al utópico ideal de que no se presente ningún problema. Recién entonces, confiado en mí mismo, actúo, y hasta ahora (toco madera) con sumo éxito: nunca fallé.

    Al mediodía me tomé un taxi hasta la juguetería, y le dije al conductor que me esperara: haría una compra que ya tenía elegida y volvía enseguida.

    Entré con naturalidad y me di el gusto: me encantaban esos avioncitos que colgaban bailoteando del techo con resortes y que estaban destinados a decorar habitaciones de adolescentes (hace años que he dejado de serlo). Me atendió la dueña, una cincuentona muy bien conservada –sabía que era viuda y que el hijo que la ayudaba con el negocio a esa hora estaba almorzando–, le pagué en efectivo, y cuando abrió la caja para darme el vuelto, le encañoné la sien con mi pistola.

    Todo sucedió en menos de un segundo. La cabrona cerró la caja de un manotazo y se desmayó con tan mala suerte que se golpeó la nuca contra la estantería.

    La receta en estos casos consiste en conservar la calma y proceder con celeridad. Pasé detrás del mostrador e intenté abrir la caja. Apreté varios botones pero no hubo caso. Después realicé combinaciones tocándolos todos a la vez o cambiando secuencias, pero no dio resultado. Decidí darme por vencido y retirarme del lugar, la tipa había empalidecido demasiado: si me agarraban y ella estaba muerta, iba a tener un lío de primera. ¡El trabajo había fracasado por culpa de esa estúpida!

    Salí, y el taxi, por suerte, me estaba esperando. Y otra vez todo ocurrió en menos de un segundo. Primero fue el típico sonido que hasta entonces sólo había escuchado en el cine. Luego la calle se convirtió en un festival de carrocerías azules y celestes. Y los patrulleros con las sirenas aullando al máximo vomitaron policías que lo primero que hicieron fue apuntarme con sus ametralladoras.

    Seguro que al apretar los botones de la caja había accionado la alarma que conectaba directamente con la comisaría.

    CRIMEN PASAJERO

    La vio venir corriendo sin ningún motivo, ya que taxis había de sobra: era el primero de una larga cola que ocupaba la cuadra entera.

    Se trataba del tipo de chica que le gustaba: unos kilos de más, bien dotada de pechos y esa vitalidad que señalaba sus vehementes ganas de vivir.

    Llevaba una remera ajustada y jeans azules, una mochilita colgando de la espalda y una valija de cuero.

    –Hasta Paso y Ricchieri, en Ciudadela –ordenó su voz ronca de fumadora.

    –¿Vamos por la Autopista? –le preguntó. Estaba muy excedido de peso, pero la grasa se le había amontonado tanto en la cadera como en la abultada papada que convertía su cara en un triángulo.

    –Sí, por supuesto.

    El hombre conducía pensativo, como si estuviera preocupado por un problema.

    –¿Sabés que no ubico las calles? –comentó mirándola por el espejo retrovisor–. Después de bajar en Gaona, ¿hay que doblar a la izquierda o a la derecha?

    –A la derecha –explicó la chica lanzando una sonrisa cómplice y a la vez desafiante.

    –¿Entonces…? –exclamó el taxista abriendo desmesuradamente los ojos.

    –Sí, afirmativo, queda en Fuerte Apache –dijo la chica como sobrándolo.

    El taxi estacionó en la calle Lima. El conductor se dio vuelta y con una mirada que exhalaba una inquebrantable resolución gritó:

    –¡Yo allí no entro!

    La chica frunció el entrecejo mostrando energía.

    –No tiene por qué tener miedo. Allá me espera una asistenta social para hacer un reportaje, así que no nos van a tocar.

    –No quiero morir asesinado. No sería el primero en entrar en esos monoblocks para no salir nunca más.

    –A la asistente social los habitantes de la zona la respetan, es su contacto con el exterior. Están convencidos de que ella quiere ayudarlos.

    El hombre seguía serio. Los ojos de la chica emitieron un destello: al parecer había encontrado una solución.

    –¿ Y si cuando sale de Fuerte Apache lo acompaña la asistente?

    El hombre daba la impresión de haber tomado una decisión.

    –Lo máximo que puedo hacer es dejarte a la entrada de Fuerte Apache, justo cuando termina el descampado.

    –¡Listo! –respondió la chica no permitiendo que se le escapase esa oportunidad.

    El taxi siguió por Lima y luego subió a la Autopista.

    –¿Y qué vas a preguntarles a esos villeros?

    –Sobre sus graffiti –contestó con entusiasmo–. Esos escritos testimonian sus mitos y también su pertenencia a una tribu social.

    –¡Estupideces! –vociferó el hombre con una expresión hostil que remarcaba sus gruesos labios–. Habría que meterlos presos por ensuciar las paredes.

    –Sin embargo, el tema debe interesar, sino el diario no me hubiera enviado con la Nikon que llevo en la valija. Quieren un buen material gráfico.

    –¡Los diarios y la televisión sólo sirven para tirar basura a la gente!

    La chica optó por mantenerse callada. El tipo encendió la radio en una emisora que estaba transmitiendo un tango.

    –¡Mirá! ¡Esto sí que vale! –proclamó manejando con la mano derecha mientras lanzaba ademanes aprobatorios con la izquierda–. Es Alberto Castillo y la orquesta de Ricardo Tanturi.

    –A mí también me gusta el tango –quiso protestar la chica–. Y voy a proponerle al diario un artículo sobre la década del cuarenta.

    –Me alegro.

    El paisaje de la ciudad pasaba velozmente por las ventanillas, como si se tratara de una proyección cinematográfica.

    Cuando apareció la Autopista del Oeste, el taxista giró hacia la bajada que llevaba a Gaona.

    Después de tres tangos más y de atravesar un descampado, el automóvil se detuvo.

    –Llegamos –avisó el hombre. Luego agregó–: Son dieciocho pesos más dos del peaje.

    La periodista se descolgó la mochila de la espalda, la abrió y sacó una billetera. De improviso, sintió un fuerte dolor de cabeza, como una perforación, y nada más.

    El taxista ocultó el revólver en la guantera. Después, agarró la valija con la cámara, quitó el reloj de la muñeca de la chica y –con expresión de asco por lo poco que había– el dinero de la billetera.

    Puso el auto en marcha y se metió en una barrio de monoblocks que exhibían sin pudor la ausencia de mantenimiento. Frenó frente a uno de los tantos corredores que conectaban los edificios entre sí al ver que no pasaba nadie.

    Descendió del coche, abrió la puerta de atrás y de un solo envión tiró a la periodista en el desolado pasaje. Luego arrancó en dirección a la Capital.

    APARICIONES

    Redactaré un informe, es la única manera de organizar los sentimientos que me rebasan. No espero que sea leído porque ni siquiera puedo escribirlo; sólo intento tranquilizar mi ánimo, lograr un orden interior.

    Dejaré de andar con rodeos e iré al grano, por nada del mundo quiero ser misterioso. Me remontaré a un año atrás, es suficiente, no tiene sentido hablar de mi noviazgo con Perla (fue rápido y hermoso: nos casamos enseguida).

    Perla es eficiente y exitosa, va tres veces por semana al gimnasio, se cuida en las comidas y empilcha de primera. Está siempre impecable, nunca se la ve cansada aunque no para un minuto y corre a mil por hora.

    Tiene una empresa de soft enlatado que brinda servicios a contadores y a abogados. Maneja un capacitado equipo de analistas de sistemas, y últimamente está informatizando la clínica privada más importante de la Capital.

    No le voy en zaga en desarrollo profesional, ostento valiosos aciertos imponiendo marcas y productos, así como negociando franchisings. Mi consultora de marketing cuenta con excelentes asesores multidisciplinarios, y no ceso de captar clientes de fuste. Gano tanto o más que Perla: nuestra caja de seguridad desborda de dólares y contamos con una pequeña fortuna en títulos y acciones.

    Mi vida era casi perfecta. Casi porque estábamos por cumplir el segundo año de casados y no teníamos chicos. No le encontrábamos la vuelta al problema. Si Perla quedaba embarazada, frenaría su empresa justo en el momento en que se expandía. Era un pecado.

    Habíamos pensado en un batallón de niñeras y mucamas para aliviarle el trabajo, pero aun así su negocio recibiría un golpe fatal. Yo también estaba sobre exigido por la profesión, y pese a que las demandas que tiene un padre son menores que las de la madre, a mí ya no me quedaban energías para un esfuerzo adicional.

    Regresaba de trabajar en medio de estas reflexiones, cuando, al cruzar la placita que está a dos cuadras de casa, y mientras atravesaba el trecho sombrío que aparece entre los dos faroles sin luz, surgió un hombre de mediana edad. Su mirada era fría, acerada, y los ínfimos pelos que exhibía en la cabeza le otorgaban un aire ridículo. Pensé que iba a decirme algo; en cambio, sacó una pistola y me disparó en la frente.

    Fue inesperado. ¿Por qué me había matado? No tenía enemigos y el tipo se fue sin robarme.

    Me dio mucha bronca, se había tronchado una vida promisoria.

    Observé mi velatorio, mi entierro, los llantos de Perla. Yo veía a los demás, pero ellos no a mí, y tampoco percibían mis ruidos. Me había convertido en un ente inmaterial.

    Después de muerto uno se entera de su condición recién cuando un colega se lo explica. Hay una especie de sobrevida que dura nueve meses. Esto ya lo había anunciado José Saramago en una novela cuyo título no recuerdo, y que no terminé de leer por falta de tiempo. El escritor la pegó de carambola, o tal vez se lo comentó algún espíritu, aunque nuestra capacidad de comunicación con lo vivos es limitada.

    Soy un fantasma, como cualquier ser humano al fallecer. Nuestra razón de ser la desconozco, pero jamás quisimos asustar a los pobres terrícolas. El miedo que provocamos quizás se origine al exacerbar el infinito terror que sienten los seres humanos ante su próxima desaparición. Porque este ensayo de muerte, este tránsito fugaz por la ultratumba, en vez de fortalecernos nos acobarda; tememos la nada más que cuando estábamos vivos.

    Ciego de rabia y rencor, quise averiguar la causa de mi asesinato. Habituado a recurrir en mi consultora al profesional idóneo, juzgué que sería oportuno apelar a un detective privado.

    No fue fácil hallarlo. Escasean los fantasmas, es una simple cuestión aritmética. Si sólo vivimos –es una forma de decir– nueve meses, si en la tierra aumentó la longevidad y hay más nacimientos que muertes, es lógico que nuestra población sea exigua.

    El detective había sido al morir un cincuentón bajo, excedido de peso y con un físico que delataba que su paso por el planeta no fue gratificante. Se llamaba Patricio, y después que le expuse el caso opinó que había que comenzar siguiendo a Perla.

    Me pareció un grave error, fruto de una típica deformación profesional, pero acostumbrado a hacerme valorar como consultor –respeto que reclamaba para mi gente– no osé cuestionarlo, aunque me contenía por espetarle que lo único que había hecho en su vida anterior eran seguimientos, y de allí no salía.

    Nos convertimos en los perros falderos de Perla. Los escritores policiales aluden al aburrimiento soporífero de esta desagradable tarea, pero para no cansar al lector resumen el procedimiento en unas líneas o a lo sumo en varias páginas. Nosotros, por el contrario, consumimos horas y horas viendo cómo mi esposa elaboraba programas de computación, tomaba datos en la clínica privada, concurría a las clases de gimnasia, almorzaba apurada en un autoservicio y cenaba en casa mirando televisión.

    Estas esperas me angustiaban. Si en la tierra la brevedad de la vida nos impele a correr ansiosos para aprovecharla, la efímera existencia ectoplasmática nos colma de zozobra. No queremos perder ni un minuto, continuamente nos reprochamos haber malgastado el tiempo.

    De improviso, Perla quebró su rutina y se dirigió a un barrio por el que nunca había transitado hasta ahora. Y entró en un hotel.

    En el penumbroso hall la aguardaba un hombre mayor que yo. Lo reconocí: era Gerardo, el dueño de la clínica.

    No fui a la habitación. Hubiese sido demasiado masoca, hasta morboso verlos en la cama. El revés era durísimo; me sentía humillado, un estúpido que pensaba tener un hijo mientras la esposa le metía los cuernos. Y lo peor era la impotencia de no poder actuar. Si estuviera vivo podría separarme, buscar otra clase de mujer, iniciar una nueva vida, romperle la cara a ambos.

    Patricio –ajeno a mis emociones– se limitó a aconsejar que observáramos a Gerardo.

    Más allá de mis celos, Gerardo era un tipo apuesto que rondaría los cuarenta. El también atendía su físico: nadaba quinientos metros en pileta cuatro veces por semana. Vestía cuidando el detalle, se notaba que sus trajes eran hechos a medida.

    Conocí a su esposa Flavia: era una señora atractiva y elegante, que le llevaba unos años a Perla. Ellos tampoco tenían hijos.

    Vigilar a Flavia fue más entretenido. Ella asistía a seminarios culturales (de pintura impresionista, de música barroca y otros por el estilo) y estudiaba francés. Asimismo, se castigaba con gimnasia en aparatos.

    Una tarde Flavia hojeaba un libro de escultura renacentista en su departamento. Se hallaba sentada en un sillón en L que se extendía a lo largo de dos paredes contiguas. Los almohadones eran amarillos, así como la pintura de la sala. Un cuadro no figurativo con vigorosas texturas de bermellón y otro con brazos de azul cobalto contrastaban con la claridad del ambiente. De pronto, se oyó el portero eléctrico. Flavia atendió y luego esperó cerca de la puerta que el visitante llegara y tocase el timbre.

    Flavia abrió e irrumpió el tipo de mirada de hielo, el mismo que en la placita me mandó a este otro mundo.

    No pudimos hacer nada: el criminal sacó la pistola y le disparó un tiro entre los ojos.

    La sorpresa nos inmovilizó. Cuando salimos detrás del asesino, éste nos había sacado suficiente distancia como para entrar en su automóvil y arrancar a toda velocidad.

    No cabían dudas, se trataba de un sicario enviado por Perla y Gerardo. Comprobé que yo había sido un tarado al enamorarme de una delincuente creyendo que era una mujer buena.

    Aunque Gerardo y Perla se gustasen, esto lo hicieron por plata. Con una separación Perla hubiera perdido la mitad del auto, del country, del departamento y –lo principal– la mitad de lo que teníamos guardado en la caja de seguridad. La clínica de Gerardo era una mina de oro y el arreglo con Flavia le hubiese resultado demasiado caro.

    Fuimos a esperar a Flavia al cementerio, donde nacemos a esta segunda vida. Me presenté e intenté explicarle la situación, pero ella me conocía. Lo supo todo desde el principio.

    ¿Por qué había tolerado esa infamia…? Por las razones de siempre. Confiaba que el asunto con Perla fuese algo pasajero y que pronto se le pasaría. Todo fue por no haberle dado un hijo; si hubiera logrado quedar embarazada a través de un tratamiento, estaba segura de que Gerardo se hubiese olvidado de Perla. Además, había mucho dinero de por medio como para separarse a tontas y a locas.

    Se había equivocado grueso y deseaba vengarse. No aceptaba la resignación, y se le ocurrió un plan.

    Debo aclarar que esta experiencia de espíritu no es atormentada como la mía o la de Flavia. Yo tuve la mala suerte de ser asesinado en plena juventud con el agravante de constatar que mi supuesta dicha terrestre había sido falsa. Los demás fantasmas, por ejemplo Patricio, la pasan bárbaro.

    La sal reside en el sexo. No lo practicamos entre nosotros, sino con los vivos (otra prueba irrefutable de que el erotismo es esencialmente carnal). Sin que los terrícolas se den cuenta, podemos toquetearlos a nuestro antojo. Así Patricio tiene debilidad por las bellas modelos, y se muestra insaciable. Para él, los nueve meses de regalo son el anhelado paraíso, y no pide más: si esta etapa es el final definitivo, paciencia.

    Los orgasmos espectrales explicarían los súbitos accesos libidinosos que nos suelen acometer en la Tierra. Durante las cópulas los espíritus emiten energía que se impregna en las zonas erógenas de los humanos, que se enardecen sin ningún motivo aparente.

    Hasta ahora fue la mujer la que más sufrió las consecuencias de la represión sexual, por eso cuando se convierte en duende se descontrola y no pierde oportunidad, de allí que sean los hombres quienes experimentan más frecuentemente estas excitaciones.

    Flavia y Patricio continuaron espiando las andanzas de Gerardo y Perla (yo no podía, me sentía ultrajado). Evidentemente, la policía no investigaba ya que era obvio vincular esas dos trágicas muertes; sin embargo, no resultaba tan sencillo descubrirlos, pues nadie imaginaría que frecuentaban hoteles de pésima categoría, cercanos a las estaciones de ferrocarril.

    El tiempo se deslizaba implacable. Y la ansiedad aumentaba: apenas me quedaban dos meses de vagabundeo ectoplasmático. El horror que se puede padecer por el desenlace irrevocable se acrecienta al saber con certeza el momento en que sucederá. En la aventura terrestre uno tiene conciencia que va a morir, pero desconoce cuándo y cómo. El fantasma tiene noticia del día, hora, minuto y segundo del categórico borrón.

    Patricio trajo la novedad. En la habitación del hotel escuchó la conversación de Perla y Gerardo sobre su presentación en sociedad como pareja: irían juntos a la fiesta de casamiento de la hija del jefe de Traumatología de la clínica.

    La recepción tuvo lugar en un cálido salón con paredes revestidas de madera. Primero se sirvieron canapés y saladitos con whisky, tragos largos y gaseosas. Luego se pasó a un restaurante con pista de baile. Entre plato y plato se disponía de un paréntesis para que la gente bailara.

    Las mujeres exageraban con las pilchas: aunque no era una fiesta de categoría, no faltaron los vestidos de largo.

    La bronca me impidió fijarme en Perla. Igual mi atención la devoró una pelirroja de cabello recogido, del que se escapaban dos mechones que le cubrían las orejas y otro que le acariciaba un ojo. El fulgor felino de su mirada era acompañado por dos cejas pobladas. Más abajo, se erigían la nariz perfecta, algo aniñada, y los labios gruesos que potenciaban su voluptuosidad.

    Su vestido negro era prácticamente un body, y el escote insinuaba una tersa piel nívea y unos senos erguidos y prometedores. Rojas medias de redes adornaban sus piernas. Era un monumento a la hembra.

    Gerardo la vio y acusó el impacto; fue la señal para que Flavia aplicara su plan. Se refregó con su ex esposo en forma asquerosa, como una ninfómana fuera de control. Era un espectáculo: lástima no poder filmarlos.

    El perturbado Gerardo –perdido su sentido de la realidad– invitó a la pelirroja a bailar; entonces llegó mi turno para restregarme gustosamente con ella.

    Ambos se lanzaron a la pista apretadísimos. Los invitados interrumpieron el baile para contemplar el escándalo. Por último, Gerardo se la llevó. De continuar lo hubieran concretado allí mismo.

    Ahora sí reparé en Perla. Estaba reventada, había sufrido una de esas derrotas conclusivas, que no admiten recuperación. Sus ojos relampagueaban de odio.

    Al otro día nos trasladamos a la clínica, y aconteció lo previsto. El personal observaba atónito a Perla que gritaba como poseída por un rito satánico a la par que rompía instrumentos (llegó a tirar un teclado por la ventana). Gerardo intentó detenerla y ella lo trompeó. No tardaron en endilgarse sus engaños y adulterios.

    Me retiré: no aguantaba tanta degradación. Era una fija que los asesinatos saldrían a relucir, pero me tenía sin cuidado. Les habíamos malogrado el arreglo y con eso bastaba.

    Mi amistad con Flavia se intensificó al esfumarse Patricio. Los espíritus no mueren como los humanos. En la tierra queda el cadáver como constancia de que alguien existió y se alojó en el cuerpo sin vida. Patricio no dejó rastro de su paso por la espiritualidad: se desvaneció como un fundido cinemato-gráfico.

    A mí me resta un mes de sobrevida y a Flavia cuatro. Nuestro ánimo se recuperó: no nos solazamos con los atributos sexuales de los terrícolas, pero percibimos el futuro con optimismo. Pensamos que en la tercera etapa debe estar el auténtico edén, no en este episodio fugaz de fantasmas. Claro que los sinsabores padecidos nos obligan a vislumbrar el paraíso con realismo: seguro que se vincula con lo terrestre. A pesar del dolor y de la fiebre que impera en este maldito planeta, es la única vía que tenemos los ex humanos para conectarnos con la felicidad.

  2. PASAJEROS EN TRÁNSITO

OVNIS

La señora Cata tocó por tercera vez el timbre, y no obtuvo respuesta. Como tenía autorización de Bernardo, abrió la puerta y entró.

Esperaba hallar el departamento vacío para poder hacer la limpieza. Se sorprendió al ver a Bernardo sentado en una silla y durmiendo con los brazos y el torso apoyados en el escritorio.

–¡Bernardo! ¡Bernardo! ¡Son más de las diez! –le gritó mientras lo sacudía–. Usted necesita una esposa, así dejará de trabajar tanto.

Bernardo se desperezó y se puso los lentes que estaban sobre el escritorio. Su rostro era aún joven, pero exhibía arrugas en la frente y un ceño demasiado marcado.

Se paró y observó la calle desde ese amplio ventanal del primer piso. Luego enchufó la cafetera automática. La señora Cata había comenzado a limpiar por el dormitorio, que sólo constaba de una cama, dos mesitas de luz y un placard empotrado en una de las paredes.

Sonó el teléfono.

–Hola. Sí, ¿quién es?

–Habla Ricardo, del Suplemento Cultural. Te habrás enterado de que una formación de ovnis sobrevoló Victoria, en Entre Ríos. Están estudiándolos científicos norteamericanos, rusos y japoneses.

–Sí, lo leí en el diario ayer.

–Bueno, queremos que preparés una serie de cinco notas sobre todo lo que vos sabés de ovnis.

–¿De cuántas líneas y cuándo empiezo?

–Unas doscientas líneas para cada nota y necesito la primera este viernes.

–¿Querés que profundice el tema de las alineaciones?

–Tenés amplia libertad –concluyó Ricardo.

Bernardo se acarició la incipiente barbilla que le acentuaba la tonalidad cetrina de la piel. Abandonó el escritorio y se dirigió a la computadora. Se sentó delante de la pantalla, colocó un diskette y pidió datos sobre ovnis.

Lo interrumpió nuevamente el teléfono.

–Hola, ¿el señor Bernardo Ibarlucea?

–Sí, soy yo.

–Mi nombre es Agnia Mijailovna, de la editorial Rosta, de Moscú. Vine con los científicos que investigan el fenómeno de ovnis en Victoria.

–¡Qué interesante! –exclamó Bernardo, y se asombró de lo bien que hablaba Agnia el español.

–Me enteré que es especialista en la materia y quisiera mantener una entrevista con usted. ¿Es posible?

–Cómo no… ¿Dónde se aloja?

–En un hotel ubicado a dos cuadras del Congreso…

Bernardo se dirigió hacia allí en su automóvil. A pesar de la hora no había mucho tránsito, y llegó en pocos minutos.

Agnia lo esperaba en la cafetería. La impresión que recibió del hotel no fue buena: estaba bastante venido a menos. Alfombras gastadas, sillas anticuadas que solicitaban una pronta reposición y paredes tristes por la falta de pintura.

Enseguida ubicó a Agnia. Era joven y bonita, pero extraña. Mirada lánguida, palidez resaltada por las ojeras, rostro oval y cabello recogido en rodete testimoniaban una belleza de otro tiempo. Su vestido blanco y largo, fuera de moda, terminaba de diseñar un perfil propio de una acuarela de época.

–Te parecerá insólito mi llamado –comenzó Agnia, que tomaba té. Bernardo pidió café.

–Más me deslumbra tu perfecta pronunciación.

–Soy licenciada en español. Estudié en la Universidad de Moscú; después estuve dos meses en Madrid para perfeccionarme.

–¡Qué bien!

–Voy a ser expeditiva –sostuvo Agnia acercándose a la mesa.

Bernardo atisbó el hermoso valle que se insinuaba tras el ligero escote: los senos prometían placeres.

–La editorial que represento es muy importante, y entre sus planes figura publicar una revista de ciencia ficción. –Agnia hablaba mecánicamente, como si dijera un discurso de memoria–. Allá existe más interés en la literatura de Amé-rica Latina que en la de Europa o en la de los Estados Unidos.

–Pero yo no escribo cuentos –interrumpió Bernardo.

–No te apurés –atajó Agnia con una sonrisa dulce hasta el empalago–. Tendrá también una sección científica. Me gustaría que escribieras artículos acerca de la aparición de ovnis en Latinoamérica.

Bernardo se quitó los anteojos.

–¡Se me ocurre una idea! –casi bramó–. Con las notas de tu revista y del Suplemento reuniré material suficiente para un libro. Sería interesante publicarlo en México, donde siempre me fue bien con las ediciones.

–En eso no puedo ayudarte, desconozco el mercado del libro latinoamericano.

–En lo que sí podés darme una mano es pasándome los informes de los científicos.

–Con mucho gusto, pero por ahora se mantienen reservados… Cambiando de tema: ¿qué me recomendás conocer en Buenos Aires?

–No te preocupés, uno de estos días te organizo un tour de la ciudad –propuso Bernardo.

El trabajo para el Suplemento obligó a Bernardo a no dejar en paz la computadora. De improviso, cuando acometía la cuarta nota, la pantalla le anunció que las funciones no ingresaban. Furioso corrió al teléfono.

–Hola, ¿Servicio Técnico?…Habla Bernardo, creo que se volvió a colgar la computadora.

–Te advierto que es una plaga. A todo el mundo le está sucediendo lo mismo.

–¿Será un virus? –preguntó Bernardo alarmado.

–No, quedate tranquilo. Ahora vamos para allá.

Bernardo prendió un cigarrillo y se sirvió café. Caminó pensativo por el pequeño estudio, ida y vuelta desde la computadora hasta el escritorio: era todo el mobiliario.

No tenía tiempo de atender el service, así que le pediría a Cata que se quedara a cuidar el departamento durante el trabajo de los técnicos: después le daría una propina.

El teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Atendió y la señal le indicó que se trataba de un fax. Aguardó la impresión. Leyó que en México existía interés por su libro sobre ovnis.

Los ojos de Bernardo se iluminaron de orgullo. Una sonrisa firme se dibujó en sus labios, como si jamás se le fuera a borrar.

Se dirigió a la Recoleta en su automóvil. Agnia lo estaba esperando. Caminaron por los alrededores de la Plaza Francia. Era una tarde soleada y de temperatura agradable.

–Ustedes, los porteños, no se pueden quejar –apuntó Agnia observando a la gente sentada a las mesas de las lujosas confiterías.

Bernardo la miraba con atención.

–Económicamente no les va tan mal –continuó Agnia caminando despacio–. Aquí no se para de consumir.

Bernardo parecía hipnotizado por esos ojos desmesurados, que hendían el aire de reflejos. Su color era escurridizo, se desplazaba desde un pardo rasgado hasta un verde reluciente como la uva fresca.

–Esta zona no refleja el país– aclaró Bernardo.

Entraron a una confitería repleta. Agnia quedó maravillada por el bullicio y la magnificencia del decorado art decó.

–¿Sabés algo de los científicos ahora que desaparecieron los ovnis en Entre Ríos? –preguntó Bernardo aplastando la colilla en el cenicero.

–Están encerrados en la Abadía Niño de Dios. De casualidad me encontré con uno de ellos, el más accesible, y prometió entregarme copias de las fotos que sacaron.

–¿Cuándo?

–No me dio fecha precisa; supongo que será en estos días. ¿Y vos cuándo pensás escribir los artículos que te encargué?

–Primero tengo que terminar las notas del Suplemento: sólo me quedan dos. Después viajaré a México a ponerme de acuerdo con los editores.

–¡No sigas! –cortó Agnia molesta–. Para ese entonces estaré olvidada en Moscú y tal vez el asunto ya no interese.

–¡No te pongas así! Ya te había avisado que escribiría tus artículos al mismo tiempo que el libro. No creo que tarde más de tres meses.

–Si son sólo tres meses no hay problema. ¿Podrás cumplir?

–Por supuesto que sí. ¿Por qué no charlamos de otra cosa?

Y la besó.

Bernardo se corrió para ponerse al lado de Agnia.

Y se abrazaron. No les importó que en las otras mesas se recriminara su comportamiento.

Bernardo levantó el tubo del teléfono inalámbrico. Era Daniel, un amigo de la infancia.

–¡Hola, Daniel! ¡Cómo te va! –saludó contento. Su piel curtida no lograba ocultar el cansancio de sus rasgos.

–Te vi ayer en la confitería –señaló Daniel–. Yo estaba apartado, en el fondo, cerrando un negocio con unos clientes.

–¿Y cómo te fue?

–Excelente. Es una campaña de una nueva bebida sin alcohol. Si se cumplen las pautas me dará mucho dinero –precisó eufórico Daniel.

–¡Te felicito!

Una conversación incomprensible se interpuso entre ambos.

–Esperá un poco, Daniel, que cambio de aparato. –Bernardo colgó el inalámbrico y levantó el tubo del teléfono común–. No sé el porqué, pero de buenas a primeras por el inalámbrico se filtran otras comunicaciones. El hecho es que nada está andando bien: la computadora, el teléfono…

–Bernardo…–murmuró Daniel y provocó una pausa.

–Sí…

–Te llamé porque me quedé preocupado.

–No te entiendo, Daniel.

–¿Te pasa algo?

–No sé a qué te referís –repuso Bernardo intrigado.

–En la confitería estabas hablando solo.

En la cabeza de Bernardo se produjo una explosión. No podía comprender qué le intentaba decir Daniel: carecía de sentido.

–¡Por favor, te podés explicar mejor! –suplicó.

–Repito: te vi hablando solo.

–¿No reparaste en el minón que tenía al lado?

–No hagas bromas.

–¿A qué hora estuviste?

–Desde las cinco hasta las seis y media.

–Nosotros recién llegamos pasadas las seis. O sea que sólo pudiste verme unos quince minutos, y en ese lapso Agnia debió haber ido al baño.

–Bernardo, te observé por espacio de una hora, y no había nadie con vos.

–Terminemos, Daniel. Mirá si la chica será real, que está viviendo conmigo. Otro día la seguimos.

Cortó malhumorado. Notó que le temblaban las manos. Se maldijo por su estupidez más que por su inseguridad, y se asomó al dormitorio para cerciorarse de que Agnia continuaba durmiendo la siesta.

Se puso fuera de sí: encontró la cama vacía.

Recobró la serenidad al abrir el placard y ver la ropa de Agnia colgada en las perchas.

En la mesita de luz del lado de ella había un papel escrito. Le avisaba que en un ciclo de revisión daban esa tarde Invasión, de Hugo Santiago. Lo esperaba en el cine.

Aunque tenía mucho trabajo, concurrió a la cita.

Agnia le había reservado un asiento.

Bernardo sufrió durante la función. Inexplicablemente la película lo angustió. Se identificó con esos hombres de negro que defendían la imaginaria ciudad de Aquilea, mientras los asépticos invasores le causaban espanto.

¿Cómo podía turbarse si él siempre imponía distancia ante cualquier filme? Además, Invasión no era una película realista, sino extraña y hermética. Entonces, ¿qué le pasaba? ¿De dónde salía esa garra que le oprimía el pecho?

Esa noche le dijo a Agnia que no lo esperara para acostarse: él se quedaría trabajando hasta tarde.

Sin embargo, no pudo escribir. Sentía la necesidad imperiosa de moverse. El corazón le retumbaba como si fuera un animal dispuesto a saltarle del pecho.

Para calmar la ansiedad, se sirvió whisky. Deseaba aturdirse. Consiguió su objetivo, pero cayó desplomado en el piso.

Al despertar sintió que mil agujas le pinchaban la cabeza.

No sabía dónde estaba. Enfiló hasta el baño y puso la nuca bajo el chorro de agua de la ducha. No se movió por un largo rato. Luego tomó una taza de café doble con dos aspirinas.

Ya repuesto, entró de nuevo en el dormitorio. No se sorprendió de ver la cama vacía y un papelito en la mesita de luz. Agnia había ido a la biblioteca, de la que saldría a las cinco de la tarde.

Después de estar varias horas frente a la computadora, decidió ir a la biblioteca.

Cuando llegó, faltaban aún diez minutos para la hora. No la aguardó en la puerta, sino en la esquina.

A las cinco en punto Agnia salió y miró hacia todos lados. Pero Bernardo se escondió en un negocio: había decidido seguirla.

Agnia caminó absorta por el medio de la calle peatonal. No miraba las vidrieras ni a quienes pasaban a su lado. A unos veinte metros iba Bernardo estudiando su andar.

Era un vaivén rítmico y acompasado. Se deslizaba casi automáticamente, como si le hubiera dado cuerda al cuerpo para enfrascarse de lleno en sus pensamientos y olvidarse del entorno.

Ese ausentarse le otorgaba un encanto que trastornaba a Bernardo. Era como sumergirse en una mujer inalcanzable, surgida de una ensoñación ideal.

Bernardo empezó a correr hacia Agnia gritando su nombre. Imprevistamente, ella apuró el paso en dirección a la boca del subterráneo. Era evidente que no oía los aullidos que profería Bernardo despreocupándose de las personas que lo observaban. En su desesperación, tropezó con un señor mayor y se despatarró en el suelo.

Despertó dando un salto en la cama. Estaba empapado en sudor, como si lo hubiesen rociado con una manguera. No podía recordar en qué momento se había recostado sin quitarse la ropa.

En su reloj pulsera eran las cuatro de la mañana. No encontró a Agnia a su lado y tampoco el clásico papelito en la mesita de luz.

Asustado revisó el placard y comprobó que faltaba la ropa de Agnia.

Pasó al estudio y vio un mensaje en el fax. Era de Ricardo, del Suplemento: la población de Necochea había divisado un alud de ovnis en la playa. Debía partir de inmediato para allá con una cámara fotográfica.

Bernardo corrió hacia su auto. Se había despabilado por completo.

Condujo a toda velocidad por las calles desiertas de Buenos Aires. Además, no se veían luces en los edificios, como si estuvieran deshabitados.

Tomaba las curvas de la ruta a la perfección, trazando un diseño patrón. Facilitaba el manejo la ausencia de vehículos. Aunque los caminos que llevaban a Necochea solían estar poco transitados, esa desolación lo conmovió.

Al entrar en la ciudad lo agobió la sensación de estar solo en el mundo. Por una diagonal desembocó en la costanera de las playas.

El cielo permanecía cubierto y la oscuridad era tal que sintió miedo. Las instalaciones de los recreos se habían plegado a esas tinieblas que dominaban la zona.

Bernardo escudriñó entre las sombras hasta que adivinó en la ancha playa unos bultos de forma esférica en movimiento.

Caminó por la arena con precaución. Curiosamente apenas corría viento.

Aunque se había acercado a los bultos no podía reconocerlos.

Por fin tanteó la superficie metálica de uno de ellos. Siguió recorriendo con las manos esa textura hasta que dio con una abertura.

Entró. Continuó tanteando por un pasillo estrecho que sólo permitía el paso de una persona. Al parecer conectaba los bultos entre sí.

De improviso, se halló en una pequeña sala cuya iluminación cegadora lo forzó a entornar los ojos. Había una butaca frente a una amplia escotilla. Desde allí podía contemplar la costanera con nitidez.

De pronto, el bulto inició el ascenso.

Necochea desapareció: en su lugar surgió un cielo espléndidamente azul, bordeado por una vaporosidad blanca. Lo surcaban torrentes compactos de luz bermellón, como si las estrellas cayeran al unísono y variaran hacia el rojo.

Pero el firmamento en segundos se coloreó de un violeta brillante, que en las bandas superiores se tornaba negro azabache, y las estrellas adquirieron fosforescencia.

Ese ámbito paradisíaco reclamaba música, pero en cambio percibía un rítmico sonido, algo semejante a esos motores de sincronización perfecta.

La sonrisa que se dibujó en Bernardo provenía de las profundidades del alma. Comprendía que cerca lo estaba esperando un esplendor mayor que la armonía del sistema solar.

Regresó al estrecho pasillo, y estalló en carcajadas de plenitud, como si sufriera los efectos de una borrachera de champán.

Se introdujo en otra cabina como la anterior, pero sin escotilla ni butaca, donde estaba Agnia.

Había abandonado sus ropas pasadas de moda, y lucía un uniforme ceñido que favorecía las proporciones de su cuerpo. Y abrió los brazos para recibirlo. Sus ojos relampagueaban de una alegría tan categórica como las galaxias. Se besaron en el fragor de un viaje que se proyectaba hacia los límites del universo.

La señora Cata se dio por vencida y abrió la puerta de entrada del departamento.

–¡Bernardo! ¡Bernardo! –clamó–. Una ola de platos voladores invadió el país… ¡Despierte, Bernardo! ¡Despierte!

Pero esta vez Bernardo dormía más que profundamente sobre el escritorio. Lo confirmaban las manos frías como el hielo y esos ojos fijos en una lejanía que se internaba en el abismo.

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