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Por amor al crimen (página 4)

Enviado por Germán Cáceres


Partes: 1, 2, 3, 4

Le expliqué por teléfono a Abel lo que había descubierto reviviendo la famosa noche a través del LSD. Opinó que era riesgoso seguir husmeando: Héctor fue víctima de una organización poderosa imposible de combatir dada su extensa ramificación internacional.

–¿Aníbal tendrá algo que ver? –le pregunté.

–Es posible que haya conseguido la representación de las empresas de Panamá.

Salí a dar una vuelta. Era un anochecer agobiante.

Cualquiera podía haber matado a Héctor, incluso Aníbal o el falso detective que me visitó. Qué importaba hallar al asesino si total respondía a una cadena de mando diseminada por el mundo. Jamás se capturaría a los verdaderos culpables.

Llegué caminando a mi departamento y me metí en la cama temprano.

A la otra mañana fui a la clínica en mi auto. Estacioné en la cochera de enfrente. Al cruzar la calle un malestar me hizo trastabillar. Sentí mareos y náuseas. También miedo, porque vislumbré que la dolencia provenía de una intuición que acababa de abrirse paso.

Me estaban siguiendo.

No podía localizar al perseguidor, pero era una sensación íntima tan contundente como un axioma.

Asustado entré en un bar, me hice una composición de lugar y establecí una estrategia.

Volví a la clínica. Comuniqué que adelantaba las vacaciones porque me había salido una oportunidad.

Después fui hasta una agencia de turismo y contraté un tour de quince días para el norte del Brasil. Conseguí un vuelo que salía esa misma noche.

Una quincena era plazo suficiente para que se despejara el ambiente. La policía –previo soborno– se olvidaría del caso y los narcos de mi persona.

Valija en mano hablé con Abel: aprobó mi decisión. Él estaría vigilando el asunto, y me sugirió que le telefoneara desde Brasil.

Un taxi me llevó al aeropuerto.

Tengo que superar la angustia. Debo pensar en este viaje como unas vacaciones adelantadas, no como una huida.

Voy por el segundo whisky, estoy excitado. No puedo leer las revistas que compré porque no logro concentrarme. Seguro que en el avión me voy a tranquilizar.

Pido agua mineral: un tercer whisky es capaz de derrumbarme. Miro el reloj: faltan unos cuarenta y cinco minutos para que salga el avión. Ahora sí conviene embarcar.

Pago al mozo, recojo las revistas y mi pequeño maletín.

De repente estoy en el suelo. Es incomprensible porque me sentía bien.

Fue el gordo que estaba en la mesa de al lado. Ya escapó. Me acuerdo que oí un sonido seco, igual al que me despertó cuando estaba en el coche en la casa de Héctor.

Tengo el pecho mojado. Es sangre. Me duele y arde. Se me está nublando la vista. Me asaltan recuerdo de mi infancia. A gatas percibo un revuelo de policías y de sirenas de ambulancia. No siento mi cuerpo. La oscuridad se está convirtiendo en una tiniebla absoluta. ¡Maldita suerte!

EL DERECHO A LA JUBILACIÓN

  1. A veces, por caminos inesperados, se presentan oportunidades redonditas, listas para que se las agarre, como un bocado apetitoso. Y no hay que dejarlas escapar.

    Siempre busqué un encargo grande y definitivo para poder retirarme. Mi trabajo está lleno de riesgos, y si algo sale mal, chau pellejo.

    Esa llamada telefónica fue una bendición. Claro que no sólo se trató de un golpe de fortuna: estaban mis antecedentes personales, mi eficacia, la seriedad y contundencia de mis métodos. Por eso me consultaron.

    Me citó un tipo sin darme su nombre a las nueve de la mañana en un bar de Carlos Pellegrini y Tucumán. Aseguró que me reconocería.

    El lugar –amplio y grato– estaba casi vacío: transcurría febrero y el verano castigaba fuerte. El hombre era alto, de vigorosa contextura –aunque falto de ejercicio– y exhibía una panza a punto de convertirse en ridícula. Posiblemente le diera al trago. En su pelada se escurrían algunos cabellos a los costados, y vestía un correcto traje gris.

    Expuso con claridad la propuesta y acepté. Sólo hablamos de las líneas principales y de mi suculenta retribución. Me avisó que al día siguiente, a las siete de la mañana, un Clío rojo me recogería en la esquina de Leandro Alem y Corrientes. ¡Qué manera de madrugar!

    Fueron puntuales. Uno iba al volante y otro en el asiento trasero, y me indicaron que me sentara junto al conductor. Éste pasaba los cuarenta, usaba traje azul rabiosamente planchado, y su rostro era impasible, no delataba sentimientos. Una observación más aguda captaría su mirada implacable y esos labios duros como dos tajos cicatrizados.

    El de atrás era joven y lucía llamativo sport –camisa estampada y jeans–, como un símbolo de las nuevas generaciones que trituran a las anteriores. No acusaba rasgos de crueldad, pero sus gestos insolentes parecían señalar que se consideraba un ganador.

    Aunque la charla del mocoso me impedía mirar con detenimiento por la ventanilla, comprobé que nos habíamos apartado de Leandro Alem e íbamos por Libertador en dirección a la General Paz. Había escaso tránsito y el auto se desplazaba a considerable velocidad.

    Me mostró las fotos. El tipo tendría unos sesenta años y pelo enrulado, no del todo canoso. Era regordete, con leve papada, prominentes mofletes y abultados bigotes. Daba la sensación de ser bonachón, pero algo no me convencía y no sabía qué. Al rato lo descubrí: tenía la facha de un tacaño, de esos que controlan hasta los últimos centavos.

    Le pregunté quién era el viejo, pero ignoró mi pedido. Insistí, pero siguió hablando de los pormenores del operativo.

    En Olivos tomamos por Corrientes hacia Cabildo. La zona era preciosa, con casas de película y una arboleda magnífica, que transmitía la sensación de estar ingresando al paraíso.

    Llegamos. La mansión era digna de un magnate. Las paredes recubiertas de hiedra tenían ocho ventanas y el techo de tejas francesas dos altillos. La rodeaba un parque de pinos, y una escalerita de piedra conducía al porche. En el sendero de grava que se abría a partir de la puerta de hierro forjado de la calle, había un flamante Honda gris acerado. Dos tipos estaban recostados contra el guardabarros delantero de la izquierda.

    Salió el gordito tacaño, y los tres se metieron en el auto. El gordito se sentó adelante, al lado del conductor.

    El Honda tomó por Corrientes y en Maipú giró hacia la Capital. Luego subió a la General Paz hasta la avenida Lugones. Su andar era bastante prudente teniendo en cuenta que circulaban pocos coches.

    Después continuó por Avenida Sarmiento y dobló a la izquierda en Libertador. En la 9 de Julio enfiló para el Obelisco. El gordito y el de atrás se bajaron en Diagonal Norte, por donde se encaminaron.

    El mocoso me explicó que a la vuelta hacían el mismo recorrido, pero la hora era imprecisa aunque nunca antes de las seis de la tarde.

    Al dejarme en Congreso precisaron que pasarían al otro día a la nueve de la mañana por Alsina y Bolívar.

    Me puse a pensar quién sería el gordito. ¿Un poderoso empresario? ¿Un alto ejecutivo? ¿Alguien vinculado al tráfico de drogas? ¿O quizá un político? Nunca lo había visto en los diarios, pero no sería la primera vez que nombraban a un desconocido como ministro, y después no enterábamos que había manejado entre bambalinas un montón de decisiones del gobierno.

    El Clío estuvo a la hora convenida. Yo también. Todo fue rápido y concreto. Sólo dimos algunas vueltas con el auto. El mocoso me entregó una carterita con la mitad del dinero; el resto lo recibiría al terminar el trabajo. Luego me dio un estuche y un pequeño recipiente metálico. Repasamos los detalles, entre ellos la fecha: faltaban dos días.

    La víspera la dediqué a festejar, como si fuera la última cena de un condenado a muerte. Si fallaba, podía despedirme de este mundo.

    Almorcé en mi departamento, y me dormí una rotunda siesta. Me bañé y perfumé para encontrarme con Nancy.

    Vivía en un apart hotel, cuyo hall invariablemente estaba repleto de turistas (hacía un mes que la conocía).

    Apareció con un deshabillé estilo retro. Había puesto un casete melódico y la habitación estaba en semipenumbra. Más que para crear un toque romántico, la difusa iluminación le servía para ocultar el exceso de peso. Una lástima que no se cuidase (no podía controlar sus desbordes de alcohol), porque era bonita. Me había comentado que las tensiones que sufría la impulsaban a beber.

    Nancy poseía el don de la conversación. Su charla enlazaba pausas y gradaciones, como la armonía de esos ríos correntosos con rápidos, remansos y cascadas. No abordaba temas importantes: sólo las críticas y quejas de sus familiares pese a la plata que les pasaba, los quilombos con la policía, el arduo trato con los clientes.

    Ella gozaba de verdad, lo que hacía no podía ser puro teatro. Había en sus gemidos de satisfacción infinitos matices. Al principio respondía a mis abrazos con delicados susurros; a medida que recorría con besos su piel de fuego, subían de tono sus jadeos.

    Las manos de Nancy eran tersas como el cutis de un bebé, y las frotaba en mi cuerpo con suavidad, o deslizaba los dedos golpeteándome con la punta de las uñas. Mientras sus piernas me atenazaban la espalda, sacudía el cuerpo como si padeciera de convulsiones. Las ráfagas de placer eran insoportables, y sentía que podía quebrarme la cintura. Y, de pronto, llegaba el momento culminante, tan gratificante como liberador.

    Cené en un restaurante de lujo. Era un espacioso patio repleto de espléndidas plantas e iluminado por las velas de las mesas. No me importaba la decoración, sino su comida distinta, si se quiere un poco sofisticada. Pedí de entrada crêpes de langostino, luego trucha con salsas y papas. El postre de la casa consistía en helado recubierto de mousse, crema y almendras. Acompañé el festejo con una botella de vino blanco varietal helado. Esa noche debía ahuyentar el insomnio para estar despejado al otro día, y prefería un buen vino a una pastilla.

    Me desperté descansado. Después de una ducha, desayuné liviano con yogur y café doble. Abrí el estuche que me había dado el mocoso y saqué la pistola. Era de origen checo; debía provenir del tráfico de armas internacional. Si la policía la encontraba, jamás podría rastrearla. Me llevé el dinero y lo guardé en mi riñonera. Metí el recipiente y un pedazo de papel madera en los bolsillos del saco.

    Tomé un taxi que me llevó a la Plaza Libertad. Busqué un Renault Megane porque mi juego de llaves servía sólo para esa marca. Forcé un color azul metalizado, e intenté ir rápido en dirección a Libertador. Me demoré por culpa de unos obreros que estaban reparando la calle.

    Quedé con el tiempo justo. En Libertador marché a la carrera y compensé parte del retraso. Tenía pánico de llegar tarde.

    Me ayudó el poco tránsito. Entré por Corrientes. Cuando divisé la casa del tacaño, el Honda recién arrancaba.

    Lo seguí dos cuadras.

    Apreté el acelerador y me adelanté por la derecha. Una vez que estuve paralelo al otro automóvil, empuñé la pistola y disparé a la sien del tacaño. Una explosión de sangre se desparramó hacia todos lados. Al alejarme pasé el brazo por la ventanilla y baleé los neumáticos delanteros del Honda. Perdí el control de mi coche, que recuperé con un volantazo. En el interín contemplé por los espejos retrovisores del costado y del centro cómo el Honda se desviaba y estrellaba contra un árbol. Ni una película conseguía tal espectacularidad.

    Me alejé de Corrientes. Luego por Cabildo me dirigí hacia la Capital. Corría el peligro de que la policía ya me estuviera persiguiendo.

    Después de atravesar la avenida Lugones, agarré por Sarmiento y abandoné el auto frente al Zoológico. En Plaza Italia subí a un taxi y me hice conducir al Once.

    Bajé y antes de tomar otro taxi entré en una confitería. Me encerré en un cuarto de baño. Coloqué la pistola sobre la tabla del inodoro, y le arrojé el ácido sulfúrico contenido en el recipiente. Envolví el arma chamuscada con papel madera y salí.

    Arrojé el paquete en una bolsa de basura medio abierta que aguardaba en la acera el paso del camión recolector.

    Mientras viajaba a Ezeiza en taxi, mi cabeza sólo pensaba en estar cuanto antes en el aeropuerto y partir.

    En el hall del espigón internacional me estaba esperando el primer tipo, el pelado panzón. Se lo veía tenso y preocupado.

    Me facilitó un pasaporte y un pasaje de avión para Ciudad del Cabo, vía Río de Janeiro. No tenía que hacerme problemas: al arribar me identificarían para pagarme el saldo del trabajo. Se fue después de desearme suerte.

    Me puse en la fila de los trámites de embarque. Aunque el pelado se había ido hacía rato, esperé a que me tocase el turno para recién abandonar la cola.

    Subí las escaleras y entré en la confitería del primer piso. Nancy me aguardaba sentada a una mesa. Se paró para besarme. Vestida con pantalón negro y cinturón ancho disimulaba sus kilos. Tenía puesta una blusa de seda blanca, y apenas se había maquillado. Resultó una grata sorpresa: temía que se apareciera con ropa provocativa y me hiciera pasar vergüenza.

    Nancy me mostró nuestros pasajes y pasaportes para Caracas. Nos refugiaríamos en Venezuela, país que conozco bastante bien. Hubiera sido suicida volar a Ciudad del Cabo. Cobrar el saldo resultaba tentador, pero ¿y si habían decidido eliminarme? Yo era un testigo peligrosísimo en caso de que la investigación del atentado llegara a complicarse. No quería disfrutar de una buena jubilación en el cementerio. Total, con la mitad que tenía me alcanzaba para un retiro digno.

    Hicimos tiempo consumiendo infinidad de porquerías. También almorzamos y tomamos la merienda.

    En el avión mi contención cedió, y los nervios se me cayeron encima. Para calmarme acudí al whisky.

    No había caso, el delirio me dominaba. Al promediar el vuelo me di cuenta de que me hubiera convenido tomar un sedante, pero era demasiado tarde: ya me había despachado tres whiskies. Curiosamente, Nancy se mantenía silenciosa, aunque me hacía pata con la bebida.

    Cuando aterrizamos en el aeropuerto Simón Bolívar, a pesar de mis esfuerzos no había logrado emborracharme. Reservé el hotel a través de la Oficina de Turismo.

    Un taxi nos paseó por autopistas aerodinámicas. Caracas es una ciudad supermoderna que intenta imitar a Los Ángeles.

    El taxi tardó casi una hora: tropezamos con muchos congestionamientos de tránsito. Había elegido un hotel céntrico y sencillo, no era cuestión de empezar a gastar el dinero en forma estúpida. Queda cerca de la Plaza Simón Bolívar, la principal de Caracas. A su alrededor se alzan la Casa de Gobierno, el Consejo Deliberante, la Catedral y la Casa Amarilla o Cancillería. A dos cuadras está el Palacio de Justicia.

    Era temprano, así que nos tiramos en la cama. El insomnio continuó, pero evité apelar de nuevo al alcohol. Envidiaba a Nancy, que dormía a mi lado como un lirón (a ella sí le había hecho efecto el whisky). Contra todo lo esperado, no roncaba, otro punto a su favor.

    Para relajarme resolví fumar e interrumpir mi larga abstinencia de seis meses. Registré la cartera de Nancy y no hallé cigarrillos. Pensé que tal vez no había abierto el cartón que compró en el free shop de Ezeiza; lo encontré en su maletín. Pero el susto me paralizó.

    No fue por los cigarrillos, sino por la pistola calibre 6,35, de procedencia checa.

    Soy de reacciones rápidas, de otra manera hace años que estaría bajo tierra. Cerré el maletín sin tocar nada. De la cartera de Nancy saqué su pasaporte y el poco dinero que traía. Y me fui del hotel hacia la Plaza Simón Bolívar.

    Los muy turros pretendían liquidarme. Seguro que me siguieron hasta lo de Nancy para sonsacarle mis planes y proponerle mi asesinato. ¡Y la yegua aceptó! ¡Quería jubilarse de puta a costa mía!

    No me convenía matarla con su propia pistola. ¿Qué ganaba? Tener un lío en Venezuela. Del ajuste de cuentas se encargarían ellos: no le perdonarían haberme dejado escapar. Sin plata y sin pasaporte no podría huir.

    Si me tomaba un avión para otro país, tarde o temprano me localizarían por sus contactos internacionales y el conocimiento en fugas y aguantaderos en el exterior. No les daría el gusto.

    Me quedaría en Venezuela –¡jamás se lo imaginarían!–, pero no en Caracas, sino en una ciudad pequeña del interior, como Maracaibo o Barlovento. No me trasladaría en una línea importante de ómnibus; iría caminando o en esas combis que llaman "por puesto", de modo de perderme en el anonimato.

    Deseaba tranquilidad, disfrutar de una vida pachorrienta después de tantos años de estrés, ansiedad y miedo.

    Y subí al primer "por puesto" que pasó.

    VOCACIÓN POR LA PINTURA

    La tarde se podía considerar luminosa si se tenía en cuenta que eran más de la cinco y de que estaba promediando el otoño. Pese a sus amplios ventanales, en el interior de la confitería parecía de noche.

    Ese efecto provenía de su singular decoración: las lámparas en forma de cubo tenían arabescos anaranjados y su fuerte luz se proyectaba sobre el centro de las mesitas de madera que –igual que las sillas– eran negras. Sin embargo, el lugar transmitía alegría y vitalidad por las reproducciones de Diego Rivera que exhibían las paredes pintadas de ocre.

    Como todos los martes, Juana Lucero y Emilio Mirrá estaban sentados a una mesa. Él vestía un impecable traje oscuro, de buen corte, y ella pulóver y pollera visiblemente ordinarios. Juana le hablaba de todo lo que había hecho en los siete días que no se habían visto y de lo que proyectaba realizar la semana próxima. Emilio, cuando le llegó el turno, procedió de la misma manera, enumerando pasado y futuro semanales. Ambos se aburrían, no les interesaba lo que decía el otro. De buena gana se hubieran entretenido mirando los videos que pasaban los televisores ubicados sobre las cuatro columnas del local.

    A las seis se retiraron y fueron hasta el garaje de al lado, donde Emilio había dejado su coche. Condujo unas diez cuadras hacia Palermo Viejo y estacionó frente a un edificio de seis pisos. Subieron al tercero, entraron en un pequeño departamento de dos ambientes, que sólo contaba con los muebles indispensables. En cuanto cerraron la puerta se desvistieron cada uno por su lado: Emilio se sacaba la ropa en el living y Juana en el dormitorio.

    Tuvieron relaciones, dormitaron una media hora y, dando por finalizado la ceremonia, Emilio se fue minutos antes de las ocho de la noche.

    –La muchacha me tiene podrida, es una sucia –se quejaba Juana mordiendo el cigarrillo que fumaba.

    Había poca gente y la iluminación anaranjada de las lámparas con arabescos otorgaba al ambiente un toque irreal.

    Emilio trataba de disimular su tedio. Sin que ella lo notara observaba de reojo uno de los televisores que estaba transmitiendo un video clip. Comprobó que su volumen estaba al mínimo y, curiosamente, la música del local no coincidía con la que anunciaba la pantalla.

    –Comprendo que viene sólo una vez por semana, pero podría limpiar mejor.

    –¿Por qué no la echás? –propuso Emilio para no demostrar su falta de interés.

    –No es fácil reemplazarla: son todas iguales.

    –¡Ahora me provoca! –Juana estaba fuera de sí. Se refregaba las manos como si ello la calmara–. A esta estúpida se le dio por ensuciar mi foto que está sobre el aparador del living. ¡La mancha con puntitos de lápiz labial rojo!

    Emilio dejó de mirar las reproducciones de Rivera –recordó haberlas visto en alguno de los libros de arte de la biblioteca de su casa– y lo invadió una repentina curiosidad.

    –¿Y por qué hace eso?

    –Y yo que sé. De jodida nomás.

    –¿No pertenecerá a una secta y te estará practicando algún tipo de brujería? –preguntó Emilio poniendo los brazos sobre la mesa.

    –¡Por Dios! ¡No me asustés! –chilló Juana.

    –¡Rajala inmediatamente! ¡No dudés ni un instante! –Emilio mostraba resolución–. No me canso de despedir empleados ineficientes.

    –Yo no estoy acostumbrada.

    –Una mujer así es un peligro. Sacátela de encima.

    Había comenzado a hacer frío y la confitería estaba llena. El murmullo de las conversaciones formaba un sonido más fuerte que la música ambiental.

    –Me voy a volver loca, Emilio.

    –¿Quién tiene llaves de tu departamento?

    –Vos, la portera y yo.

    Ni repararon en las parejas que conversaban en las otras mesas: ambos estaban ensimismados en el tema que preocupaba a Juana.

    –Entonces la chica que echaste es inocente. ¡La portera es la que te sigue pintando la foto con rouge!

    –La tapó toda con puntos rojos. Le comenté el hecho y le mandé indirectas, pero no se dio por aludida.

    –¿Cómo te llevás con ella?

    –Me tiene bronca porque me quejé varias veces al administrador. Es una roñosa.

    –Enfrentala y decile que si no deja de manchar tu foto no sólo le pedirás al administrador que la despida, sino que la denunciarás a la policía.

    Junio se acercaba y pronto se haría de noche. Emilio pagó y se levantaron. Eran las seis y cuarto: llevaban quince minutos de atraso de acuerdo al ritual.

    A pedido de los vecinos del tercer piso la portera abrió el departamento de la señora Juana Lucero (43). Uno de ellos se dirigió rápidamente a la cocina y cerró la llave de gas. Los demás tomaron el cuidado de no encender la luz y de abrir la ventana del living que daba al patio de la planta baja.

    La portera, mientras, entró en el dormitorio. Más tarde declaró que fue el espectáculo más espeluznante que vio en su vida. No se olvidará jamás de esa escena y teme que la atormente día y noche durante el resto de sus días.

    Sobre la cama se hallaban los cadáveres de la propietaria y de un señor que había visto varias veces y que luego la policía identificó como Emilio Mirrá (52). Ambos estaban completamente desnudos.

    La policía supone que se trata de un suicidio motivado por un hecho pasional. La señora Juana Lucero era soltera y trabajaba de cajera en un importante supermercado. Emilio Mirrá estaba casado y ocupaba un alto cargo en una de las más grandes empresas argentinas de informática. Tanto la esposa Clara (49) como su hijo Patricio (26) desconocían esta relación.

    Amistades de ambas víctimas también testimoniaron que ignoraban que fueran amantes.

    –¿Qué opina, inspector? –indagó un hombre robusto y excedido de peso, vestido de civil.

    –¿Qué quiere que le diga, comisario? Yo no veo nada raro.

    La oficina era desoladora. El escritorio que los separaba, el sillón de cuero del comisario, la silla donde estaba sentado el inspector, la anticuada computadora ubicada sobre una mesita, los armarios de metal; en fin, todo tenía olor a viejo, no había nada –incluso los dos policías– que no denunciara que estaba pasado de moda.

    –Fíjese en las coartadas –señaló el comisario.

    –Tanto la de la esposa como la del hijo suenan perfectas –sostuvo el inspector. Era alto, delgado, de cutis cetrino y mirada endurecida. Él también vestía traje y corbata.

    –La del hijo es buena pero no perfecta –objetó el comisario dejándose caer en el respaldo del sillón–. El día del accidente –llamémosle así– de su casa va a la consultora, luego a un cliente y por último a dar clase a la Facultad. O sea, hay levísimas brechas.

    –¿Qué brechas? –inquirió asombrado el inspector.

    –Bueno, tal vez brechas no sea la palabra adecuada: lo que quiero decir es que en uno de sus desplazamientos pudo llegarse hasta el departamento de Juana Lucero.

    –¡Siempre que viajara en helicóptero! –se burló el inspector.

    –¡No me entiende! –protestó el comisario a punto de enojarse–. ¡La que me llama la atención es la madre! Se puede estudiar su itinerario minuto a minuto.

    El comisario esperó la reacción del inspector. Como éste no reveló ninguna, continuó explicando:

    –Está bien que cuando va al centro prefiera no usar el coche, hábito que pudimos confirmar. Pero el día que ocurrió el accidente tomó un montón de colectivos y guardó todos los boletos con la marca de la hora y la fecha. Hizo compras en comercios cuyos tickets indican la hora. Siempre estuvo rodeada de mucha gente, y no sólo de amigos y de conocidos.

    –Como si todo estuviese perfectamente calculado y preparado…

    –¡Exacto! ¡Por fin nos comprendemos!

    –Pero, ¿qué podemos hacer?

    –Sígala unos días a ver qué pasa.

    El inspector se repantigó en su silla con sumo cuidado. Frunció el ceño.

    –¿Qué le parece si por si acaso vigilamos también al hijo?

    –Totalmente de acuerdo –afirmó el comisario sonriendo de satisfacción.

    Era la media mañana de un día de invierno que se presentaba crudo. El inspector, sentado al volante de un automóvil y metido en un arcaico sobretodo, observaba una casa oculta detrás de una empalizada que ostentaba letreros que amenazaban con la presencia de feroces perros.

    Sacó un celular de uno de los bolsillos del sobretodo, lo encendió y marcó un número.

    –Hola, comisario, aquí estoy, en Olivos… Afirmativo. Como le dije ayer, Patricio Mirrá vive con la madre y lleva una vida completamente rutinaria. Ninguno de sus días difiere del otro y por lo tanto todos son un calco de los actos que realizó el día del accidente… No pudimos. A la señora Clara Mirrá no la vimos salir nunca de la casa… Sí, ya llamamos por teléfono preguntando por ella, y la doméstica nos contestó que no estaba… Perfecto, comisario, haré como usted diga.

    Otra vez la oficina deprimente. Pero su aspecto se había agravado: la teñía ahora un tono de catástrofe.

    Ese tinte de desastre, o de fracaso definitivo, se lo daban las expresiones desalentadoras de los dos policías que estaban apoltronados en el sillón (el comisario) y en la silla (el inspector).

    –Como usted me ordenó, interpelé a Patricio Mirrá en la casa para que se sintiera cómodo y no intentara consultar con un abogado. Le aviso que no se trata de una mansión: tiene pileta y todos los chiches, pero no es nada espectacular.

    El inspector se tomó un respiro examinando el piso del gastado parqué.

    –Al preguntarle por la madre, me dijo que no sabía dónde estaba. Suponía que para recuperarse del shock se había ido de viaje sin avisar.

    –Perdón que lo cambie de tema, inspector, pero lo que me sorprendió fue el seguro de vida: una cifra chica para el dinero que manejó Emilio Mirrá.

    –Seguro que la póliza fue pensada por Mirrá para cubrir el mantenimiento de su familia por unos meses –respondió el inspector–. El paquete de guita debe estar en una caja de seguridad o en un banco del exterior.

    –Prosiga –dijo con amabilidad el comisario, como si fuera un gesto democrático.

    –Volví loco a Patricio con preguntas y lo asusté hasta que hizo la denuncia a la policía de la desaparición de su madre. Era el punto de partida para requerir información sobre su paradero.

    –Ya me enteré, inspector –lo interrumpió el comisario–. No apareció registrada en ningún hotel de la Argentina y tampoco tomó ningún vuelo, ni de cabotaje ni internacional.

    –Me comuniqué con Interpol y envié su fotografía. En todo el planeta no hay rastros de Clara Mirrá.

    –¡Cómo nos cagó esa mina! –se lamentó el comisario–. Éste va a ser uno de los tantos casos no resueltos.

    Bajó del automóvil alquilado y sacó una foto. Era un hermoso panorama un tanto extraño. Estaba el lago añil, los islotes cubiertos de pinos y, más atrás, la ligera sombra de las montañas. Pero la superficie del lago daba la impresión de ser arena gris.

    Retomó el camino y se detuvo ante otro fascinante paisaje. Aquí sí el agua resplandecía y se veía la nieve que cubría los picos de las montañas. Por supuesto que no se privó de otra instantánea.

    Subió de nuevo al coche y emprendió el regreso. Al llegar a Palo Alto, antes de volver al motel comió en un fast food. Quería estar descansado para el día siguiente. Además, la semana anterior había tenido bastante traqueteo llenando papeles y formularios en la universidad y se sentía agotado. ¡Qué pena no haber podido disfrutar a pleno sus encantos! Eran fabulosas las reproducciones de Rodin que estaban al aire libre, una belleza la galería con arcadas y majestuosa la fuente rodeada de árboles.

    Llegó a eso de las once de la mañana, una hora de lo más prudente. La vivienda se veía demasiado precaria: el material de las paredes parecía de casa prefabricada, el techo era de pizarra sintética y no se podía llamar jardín a ese rectángulo de césped con algunas flores.

    Le abrió la misma muchacha pelirroja que la semana anterior. Le confirmó que Mrs. Anne Brookins había regresado de New York y que enseguida lo atendería. Hablaron en inglés.

    La joven lo hizo pasar a un living con muebles de madera. Se sentó en el sillón de algarrobo y se perturbó sobremanera al contemplar el cuarto contiguo.

    Se destacaba un caballete con una tela apenas bosquejada. Se paró para contemplar los cuadros que estaban en el piso apoyados contra las paredes. Eran figurativos y de colores planos, muy cercanos a la ilustración. Le gustaron.

    Apareció Mrs. Brookins. Era una señora mayor pero muy bien conservada. Su cutis apenas mostraba arrugas y su cuerpo esbelto le permitía usar remera y jeans ajustados. Sólo los rasgos pronunciados delataban su edad.

    Él, abatido, bajó la cabeza tomándosela con ambas manos.

    –¿De qué te asombrás, Patricio? –requirió Mrs. Brookins en perfecto castellano.

    La señora provocó un paréntesis sentándose en otro sillón al lado de Patricio.

    –Hace rato que se realizan maravillas con la cirugía. Se puede modelar el cuerpo y colocarle siliconas. Y está la gimnasia.

    Patricio no había modificado su posición.

    –También es posible cambiar de cara. Y de ciudadanía. Ahora soy norteamericana, oriunda de Carson City. Sólo mantuve la fecha de nacimiento porque alguna identidad hay que conservar para defenderte de una eventual neurosis.

    –¿Por qué, mamá? ¿Por qué? –exclamó Patricio poniéndose a llorar.

    Ella no se inmutó.

    –Quise iniciar una vida completamente nueva –sentenció–. Me llevé, como correspondía, la mitad de los dólares que tu padre tenía en la caja de seguridad: la otra mitad quedaba para vos. Era una suma importante y pude costearme las cirugías sin ningún problema. Si me cuidaba en los gastos, podía vivir sin trabajar el resto de mi vida. Pero algo tenía que hacer y me dediqué a una vieja afición: la pintura. Te acordarás que siempre iba a museos y compraba libros de arte, pero había dejado de pintar para acompañar la vida social de tu padre.

    Durante la pausa, Patricio intentó acercar la mano a la de su madre, pero ésta no dio ningún indicio de corresponderle.

    –Y no soy mala pintando. No tengo ningún lugar en la plástica, pero logro vender mis cuadros.

    Patricio irguió la cabeza recostándose en el sillón. Escrutó el cielo por la ventana del living: se estaba nublando, a la tarde tal vez llovería.

    –Por supuesto que no me volví a casar. ¿Y vos?

    –Soy soltero –afirmó rotundamente Patricio.

    De pronto, la señora se puso a reír a carcajadas.

    –¡Tal vez los puntitos rojos en la foto me hicieron resurgir la vocación por la pintura!

    Patricio se sumergió en un silencio sombrío. Recién la madre se percató de que su hijo había envejecido prematuramente. Y en forma inesperada preguntó:

    –¿Cómo me encontraste?

    –Los hijos siempre localizamos a los padres que desaparecen –observó Patricio con ironía.

    –Si estás buscando mi perdón, no tengo nada que perdonarte. Tu padre se lo merecía. Por eso también me esfumé de la Argentina: desde el principio intuí que vos los habías asesinado para vengarme.

    El silencio que se produjo fue inaguantable, de modo que ella lo cortó.

    –¿Cómo te arreglaste para matarlos?

    –Los descubrí de casualidad: había guardado mi coche en el garaje frente a la confitería donde se veían y los sorprendí subiendo al auto de papá. Los seguí sin que se dieran cuenta hasta el edificio donde vivía ella. Lo demás fue obra de la paciencia. Estudié todos sus pasos: se citaban los martes y sus encuentros siempre empezaban y terminaban a la misma hora.

    Patricio se puso de pie, delante de la ventana, como si necesitara estar bien plantado para continuar: esbozos de nubarrones de lluvia empezaban a ganar terreno.

    –Busqué en el portafolio de papá y hallé un juego de llaves que supuse correspondía al departamento en el que se reunían. Hice un duplicado y pude meterme en lo de la tipa.

    –¿Para qué pintaste la foto?

    –Mi intención era volverlos locos. Que se sintiesen hostigados y dejaran de verse temiendo que vos los hubieras descubierto. Pero mis puntitos rojos fueron interpretados de otra manera, no sé cuál.

    Ella permanecía impasible. Patricio estaba perplejo ante la frialdad que había asumido su madre.

    –Me obsesioné de tanto observarlos, mi odio creció al comprobar que mis pintadas no surtían efecto, y decidí eliminarlos. Cuando me dirigía en mi coche a la Facultad, me desvié y pasé por el departamento. Diez minutos antes de la hora que ellos acostumbraban entrar, abrí apenas la llave de gas. Me tiré el lance de que no tuviesen tiempo de olerlo y descansaran un rato: el gas entonces podría hacer su efecto. ¡Y tuve suerte! ¡El primer intento dio resultado!

    Otra vez el silencio.

    –¿Cuánto tiempo te pensás quedar?

    –Dos años, mamá. Soy un profesional destacado y vine a Stanford a cursar un Master.

    Ella comenzó a aflojarse. Por primera vez sonrió.

    –Te haré conocer California. Iremos a Lake Tahoe.

    –Ya fui ayer. Es hermoso.

    La madre permanecía sentada en el sillón y el hijo ahora estaba parado frente a ella.

    –Pero hay muchos otros lugares: San Francisco, Los Ángeles, San Diego, Yosemite.

    –Lo pasaremos bien, mamá.

    CODA

  2. Diez años más tarde

    El bar-confitería era agradable. El mal gusto del que pintó los angelitos no afectaba la calidez del local: sus colores chillones contrastaban con ese amarillo limón de las paredes y comunicaban alegría. Más cerca del zócalo la guarda de un celeste pálido concedía un aire jovial y despreocupado a ese ámbito inundado de luz por los rotundos ventanales. Éstos daban a una esquina en uno de cuyos lados había una avenida poco transitada, y en el otro una calle de sólo dos cuadras y en consecuencia despreciada por los automovilistas.

    Yo estaba sentado a una mesa al lado del ventanal que enfrentaba la calle. Leía el voluminoso diario dominical y tomaba café.

    El bar se mantenía semivacío y silencioso, salvo por la música funcional que transmitía las contundentes vocalizaciones de Tina Turner. De vez en cuando, escuchaba palabras aisladas de la conversación de dos clientes que estaban sentados a una mesa cercana a la mía. Pude entresacar que no se veían desde hacía mucho tiempo.

    Ambos eran jóvenes, aunque un adolescente no opinaría lo mismo. Uno de ellos lucía pelo rubio, casi albino, y una complexión atlética sólo posible con un riguroso y metódico entrenamiento. Esas anchas espaldas delataban a un nadador con miles de piletas en su haber. Por si quedara alguna duda, tenía puesto un conjunto de jogging y había al lado de su silla un colosal bolso deportivo en el que podía caber de todo.

    El otro tenía varios kilos de más y una panza que pronto sería prominente. Sin embargo, así, de lejos, parecía más humano y tierno, menos rígido que el otro. Usaba vaquero, camisa de jean y pulóver liviano de color beige.

    De pronto, la voz de Tina Turner se interrumpió y comenzó a escucharse música clásica.

    –¡La Sinfonía "Praga", de Mozart! –vociferó el gordito.

    El cambio se debió a algún error o problema del equipo porque inmediatamente cesó la música y sólo se escuchó el murmullo de la escasa clientela de esa media mañana.

    –¿Te acordás cómo le gustaba Mozart a Ana? –continuó con su voz áspera de fumador.

    –¿Qué Ana? –preguntó el rubicundo–. ¿La de la época del secundario?

    –¡Exactamente! –exclamó el gordito–. La volví a encontrar hace poco.

    –¡Cómo te habías rayado con esa mina!

    –Era la más linda del instituto.

    –¿No fue compañera en el comercial?

    –No. La conocimos en el instituto de inglés.

    Yo había dejado de leer. Como hablaban en voz alta, podía seguir su charla, que encontraba más entretenida que el monótono diario.

    El gordito –mejor voy a llamarlo el simpático, por ser un término más apropiado a su personalidad– pidió otro café. El compañero no repitió la vuelta; todavía no había terminado su jugo de pomelo. Por mi parte, como queriéndolos acompañar, llamé también a la linda chica que trabajaba de moza y vestía pollera, blusa y chalequito, como si estuviera lista para salir a pasear, y le encargué un segundo café.

    –Me agarré flor de metejón.

    –¡Sí, me acuerdo! –remarcó el deportista.

    –En ese entonces era muy tímido. Ahora también lo soy. –Hizo una pausa–. No sabía cómo acercarme a ella. Hasta que descubrí que prácticamente vivía en el Colón, donde tenía un abono a palco con su familia, y que asistía a cualquier concierto que tuviera a su alcance.

    Y se empezó a reir a carcajadas. Casi lloraba.

    Más atrás, el mostrador le servía de festiva escenografía. Era de madera lustrada, y sobre la barra tres campanas de vidrio protegían tortas que hacían pensar en el paraíso. Tenía, además, un techito adornado con flores del que colgaban del revés copas de vino de primoroso diseño.

    –¿Te imaginás?: yo, un simple pendejo admirador de Johnny River’s, de Credence, de Tom Jones y de los Beatles, que si en un baile Leonardo Favio cantaba "Fuiste mía un verano", aprovechaba para chapar, de golpe –vuelve a reir–, se me da por la música clásica.

    Hubo un paréntesis. Yo imploraba para que no volviera la música funcional. También comencé a sentir un poco de calor. Las pantallas infrarrojas, aunque eran pequeñas y estaban próximas al techo, lograban templar el lugar. En mi interior preveía que la charla iba a desembocar en algo inesperado.

    –No fui a conciertos ni al Colón. Pero sí me conocí todos los programas radiales de musica clásica. Antes de abordar a Ana, esperé estar medianamente preparado, no quería pasar papelones. Y entonces un día me animé a comentarle que había escuchado completa La forza del destino, de Verdi.

    El deportista inclinó su cuerpo sobre la mesa. Yo hice lo mismo, pero más hacia el costado, para escuchar mejor.

    –¡Y a la muy turra se le ocurre preguntarme por el director, por los cantantes y por si no le bastara, por la orquesta! ¡Qué bochorno!

    El rubio no pudo menos que desternillarse de risa. Yo me contuve, a ver si todavía me tomaban por un fisgón.

    –A partir de allí empecé a prestar atención a ese torrente de nombres. Me resultaba más fácil aprender inglés. O memorizarme la historia de Grecia y de Roma.

    El simpático encendió un cigarrillo. Se ve que se anotaba en todas: comiendo debía ser un lobo feroz.

    –Volví al ataque. Y le hablé no sólo de las obras, sino de las versiones, y enumeré a la perfección a los directores, los solistas y las orquestas de los conciertos. Pero esta jodida siempre se guardaba una carta en la manga para verduguearme.

    Se puso pensativo, con un dejo de seriedad. El otro permanecía inmóvil, mirándolo a los ojos. Yo observaba el techo y reparaba en los ventiladores inactivos.

    –Y me salió con que tal interpretación pecaba de ascetismo o que tal pianista planteaba un fraseo y una pedalización discutibles. ¡Qué mina insoportable!

    "Hasta que un día, en forma inesperada, me dice que su tío había comprado una cazuela en el Colón y, como no podía ir, me la regalaba sabiendo que me gustaba la buena música.

    "Fue como se dice tocar el cielo con las manos. Tenía esperanzas. Había conseguido ablandar a Ana a pesar de sus resistencias. Quizás me agredía porque no podía expresarse de otra manera.

    –Es posible que la piba se estuviera defendiendo. Vos la asustabas yendo demasiado en serio –le comentó el deportista terminando el jugo de pomelo.

    –Llevé largavistas. Creo que miré a todo el público. Por supuesto que gasté el palco donde estaba Ana con sus padres. Estudié uno por uno a los miembros de la orquesta.

    "Me sentía inmensamente feliz. Disfruté de la música como nunca. De los únicos títulos que me acuerdo son del Concierto para piano Nº 1, de Rachmaninov, y de la Serenata Nº 1, de Brahms.

    "A la salida esperé a Ana. Sabía que estaba con su familia y que no tenía tiempo de hablar con ella. Le había comprado una cajita de bombones y no quería aguardar hasta la próxima clase de inglés para dársela.

    "Ana y su familia tardaron en salir. Me puse sumamente nervioso.

    "En eso vi al padre y a la madre, pero a ella no.

    "Me desesperé.

    "Casi entro al teatro a buscarla. Pero no fue necesario.

    "Estuve a punto de chocar con ella cuando salía acompañada de un muchacho.

    Se acercó al deportista a través de la mesa, y lo tomó del brazo:

    –Si hubiese sido un muchacho común, admito que igualmente hubiera sufrido mucho. Pero reconocí a uno de los violinistas de la orquesta. Fue muy duro.

    Provocó un silencio, como si quisiera tomarse un descanso

    –Yo no estaba a la altura de Ana. Era un pendejo vulgar y sin cultura que debía volver a escuchar a Sandro y a otros cantantes por el estilo.

    Otro silencio.

    –La frustración fue total y quedé acomplejado. Por suerte, no me la agarré con la música clásica. Si algo debo agradecer a Ana es que la música se convirtió para mí en una compañera magnífica que me brindó momentos inolvidables.

    "Te aclaro que no soy melómano ni asiduo asistente a las salas de concierto. Únicamente me limito a comprar y a escuchar discos.

    –Mucho complejo no parece haberte provocado porque te casaste y tenés tres hijos –se burló el rubio.

    –De acuerdo, sí, tengo tres hijos, el número ideal según los entendidos, pero durante el noviazgo fue mi actual esposa la que llevó la iniciativa.

    –Yo tengo dos chicos, una parejita, y creo que es la combinación ideal –saltó el deportista demostrando que él también era emotivo.

    –No vamos a ponernos a discutir por eso.

    –¿Y cómo volviste a ver a Ana?

    El gordito simpático se acomodó en la silla y estiró las piernas.

    –Voy a pedirme un whisky –sentenció solemne rascándose la cabeza.

    –¿No te va a caer mal? –advirtió el rubio prudente y meticuloso–. Todavía es temprano.

    –Estamos rumbeando hacia el mediodía y lo que te voy a contar lo merece.

    A esta altura yo me consideraba un participante más de la charla y le pedí a la chica vermouth con ingredientes.

    –Nos encontramos en una cafetería al paso –dijo mientras revolvía con los dedos los cubitos de hielo–. De esto no hace más de un mes. Fue ella la que me reconoció; yo estaba entretenido mirando hacia la calle. ¿Te acordás lo linda que era?

    –Sí, y también dulce y fina.

    –Bueno, no lo vas a creer, pero ahora está aún más hermosa. Tiene un cuerpo modelado al máximo. Supuse que se castigaba en el gimnasio y con una dieta estricta. –Bebió un pequeño sorbo de whisky–. ¿Viste cuando los años embellecen a una mujer y le otorgan una cierta distinción, un toque especial hasta alcanzar el cenit…?

    "Hablamos de todo un poco. Ana seguía con su pasión musical, pero iba a pocos conciertos. Había optado por comprar discos y escucharlos varias veces: una forma de mejorar la apreciación de la música. Se había recibido de psicóloga social, un título muy bonito según ella, pero de escasa salida laboral.

    Sorpresivamente, se armó un embotellamiento en la esquina y los bocinazos hicieron callar a los dos amigos. Por suerte, el enredo duró poco y se instaló esa tranquilidad pachorrienta que nos iba haciendo pensar en un suculento almuerzo –rociado con vino, por supuesto– y en la inevitable siesta dominguera.

    –De golpe Ana se acordó que tenía que darle de comer al gato –prosiguió el simpático, y se mandó un trago considerable de whisky–. Y me invitó a su departamento, que estaba a sólo dos cuadras, así me mostraba su colección de discos…

    –¡¿Cómo?!

    –…¡Te das cuenta! ¡Me invitaba a su departamento! Ya sabemos en qué termina este tipo de propuesta. Después de veinte años, Ana se regalaba. ¿No te parece una locura? ¡Cuando éramos adolescentes me humillaba!

    "El mundo está mal hecho. Las cosas no marchan, todo funciona a destiempo y nada encaja. ¿Qué sentido tenía esta actitud de Ana? ¿Por qué no sucedió antes, cuando correspondía? Tendría que existir en la Tierra un buzón de sugerencias para que, si hay un Creador, tome nota de este tipo de desconexiones para corregirlas. Es como si las vidas de los amantes se fragmentasen en líneas que se desplazaran en el tiempo a distinta velocidad…

    El bar ya no estaba tan vacío. La gente concurría a tomar un aperitivo o hacer tiempo para almorzar esas tartas y ensaladas que la chica estaba colocando en la vitrina situada al fondo, donde el local formaba una ele.

    –La acompañé. Mi corazón galopaba. El departamento quedaba en el primer piso. Sus discos se amontonaban en una estantería que ocupaba una pared entera. Se empeñó en mostrarme las distintas versiones que tenía de las obras de compositores como Weill, Schönberg, Satie, Berg, Stockhausen y Janácek. Los ojos le brillaban de un entusiasmo contagioso al mencionar a estos músicos para nada sencillos. ¡Estaba más bella y seductora que nunca!

    "Luego se metió en la cocina para darle de comer al gato.

    "Y me quedé unos minutos solo.

    "Entonces todo cambió de sentido.

    El arribo de más gente había comunicado al bar un ligero rumor de voces, que se fue acrecentando y transformando en un ruido que podía en el lapso de media hora llegar a ser ensordecedor. Necesité esforzarme para escuchar.

    –El departamento era pequeño y de un solo ambiente. Una mampara de vidrio separaba la cama cubierta por una frazada gastada. Las desnudas paredes no tapadas por discos reclamaban con urgencia una pintura. La mesa y las sillas hacía años que debían haber sido reemplazadas.

    "Había olor a encierro y a humedad.

    Se lo veía agitado, como si el recuerdo lo perturbase. Apretaba con la mano el vaso de whisky, que sólo contenía el agua de los cubitos.

    –De repente fue como si se hubiera abierto un abismo bajo mis pies, y comprendiese por primera vez la situación. Como si en la realidad se produjera una grieta profunda, una hendidura geológica. ¡Ana no tenía un mango! ¡Estaba sin laburo y pasaba hambre! –Sus rasgos se endurecían a medida que levantaba la voz–. Y su mirada no tenía nada de seductora, sino que estaba socavada por una desesperación cercana al delirio. ¡Seguro que de soledad y fracasos!

    "En cuanto salió de la cocina, antes de que me dijera algo, le solté que mi familia me estaba esperando. No le dejé tiempo para reaccionar. Nos despedimos como dos extraños.

    La pausa fue larga. Al final el deportista se atrevió a romperla:

    –Lo podés vivir como un desquite. Ana en su momento te basureó sin compasión. Ahora fuiste vos quien no le dio bola.

    –Yo lo viví como una desgarradura. Murió una ilusión. Ana era el ideal, la mujer inalcanzable. Hubiera preferido que en su soberbia ni me saludara, que estuviese cubierta de pieles y de joyas, y que se jactara de ser la esposa o la amante de un compositor famoso.

    El silencio que se interpuso entre ambos fue pronto roto por la música funcional que retornó para traer la potencia vocal de Tina Turner.

    Continuaron conversando, pero ya no me interesó escuchar lo que estaban diciendo.

    Al rato se fueron.

    Yo me enfrasqué en la lectura del diario.

    Después pagué y me retiré abatido, destilando amargura, porque el gordito tenía razón: era imprescindible colocar un buzón de sugerencias para evitar este tipo de desencuentros.

  3. BUZÓN DE SUGERENCIAS

RAPSODIA DEL RÍO DE LA PLATA*

Dicen que los ahogados en sus instantes finales evocan fugazmente toda su vida. En estas horas previas a mi operación se me aparecen fulgores de mis grandes momentos, aquellos en los cuales el éxito y la alegría me colmaron de felicidad. Entre ellos figura uno desconocido por el público y el periodismo, que, salvo por esta compulsiva rememoración, no creía que ocupara un lugar tan importante dentro de mis recuerdos.

Esa noche de comienzos de primavera tomé un taxi. La ciudad nocturna carece de esplendor. Está la iluminación de los edificios, espectáculo majestuoso ideal para un skyline, pero las calles se ven desiertas, falta el bullicio de la jornada laboral con la gente casi corriendo para ganarse el sustento. (A la mañana de ese día el sol tenue parecía querer incendiar a transeúntes, automóviles y vidrieras, y había sentido correr por mis venas las ganas de vivir. Tanto que fui a pasear por el Parque y me puse a silbar "I Got Rhythm".)

Casualmente, el taxi debía bordear el Parque, después de lo cual tomó por la 110 hasta Lenox Avenue y la 142.

Bajé y estaba el característico toldo a rayas verdes verticales, y el atento portero con gorra me saludó. Subí las muy estrechas escaleras, que provocan que uno recele de haberse metido en un club mediocre, temor que al llegar al primer piso queda eliminado ante el impresionante despliegue de lujo y de personas.

Un mozo me condujo a la mesa con un inmaculado mantel blanco que había reservado al lado de la pista-escenario. Unas coristas negras más que dotes de bailarinas enseñaban sus cuerpos sensuales apenas cubiertos por mínimas prendas para evitar la clausura del local. La pista era rectangular y ocupaba el centro del salón. Unos faroles ayudaban a crear un ámbito tan original como exótico.

Estaba tan ensimismado en la apabullante sensualidad de las chicas, que no reparé en la orquesta ubicada al fondo del escenario contra una pared decorada con las siluetas de portentosos rascacielos. Las bellezas se retiraron y un locutor anunció que los músicos iban a ejecutar "Echoes of the Jungle".

Al percibir los bronces asordinados reconocí el vibrato leñoso del clarinete de Barney, que se deslizaba sobre los acordes de la guitarra de Fred. Allí se encontraban también Johnny, Tricky Sam y Cootie. Si no fuera porque estaba viendo a Johnny con su saxo alto, hubiese jurado que se trataba de un tenor.

Cuando terminó el tema, Duke tomó el micrófono e informó al público acerca de mi presencia, y me señaló. Hubo una ovación y tuve que pararme. Si bien es cierto que en estas situaciones uno siente invadida su privacidad, es innegable que esta ligera molestia se ve ampliamente compensada por la satisfacción de sentirse reconocido y famoso. ¡No sé qué sería de mí si me llegara a faltar!

Duke dijo que en mi honor tocaría la Rhapsody.

Quedé estupefacto. La mejor interpretación que escuché. Fue como si yo la hubiera compuesto para que él la resumiera en esos prodigiosos tres o cuatro minutos. Al estrenarla con la dirección de Paul, la emoción me había embargado, pero ante la versión de Duke las lágrimas me desbordaron porque tuve la certeza de haber ingresado a la historia de la música. Lo de Cootie fue una maravilla, la potencia de su trompeta hipnotizó a la concurrencia, su fraseo melódico alcanzó un vigor apolíneo digno de Satchmo.

En el intervalo pedí un bourbon con la firme decisión de no repetir. Tenía planeado para el día siguiente una dura jornada en el gimnasio y no debía excederme. Una hermosa cigarrera se acercó para ofrecerme los productos que exhibía en su bandeja colgante, pero me negué con una sonrisa.

Intenté reconocer a alguna personalidad del cine o del show business. Aunque el club estaba iluminado con spots, sus haces de luz inclinados no permitían distinguir con nitidez los rasgos de la gente ni tampoco los murales de las paredes. Los hombres llevaban, como yo, rigurosos fracs y las mujeres vestidos cortos y escotados, además de pequeños sombreritos que cubrían sus cabezas como si fuesen una prolongación de los peinados.

Me llamó la atención un tipo impecable que estaba acompañado de dos hombres y de tres mujeres despampanantes. En la mesa se destacaban dos baldes con sus correspondientes botellas de champán. Al parecer estaba diciendo chistes, porque los demás lo escuchaban con sumo interés para luego largarse a reír como desesperados. Es más, las mesas cercanas se mostraban pendientes de lo que el hombre hacía.

En eso notó que yo lo estaba observando y alzó su copa en señal de saludo. La luz del spot le dio de lleno en la cara y pude estudiarla mejor. Si fuera un caricaturista hubiese extraído de su fisonomía tres elementos: el cabello, las cejas y la boca.

El pelo lo tenía literalmente pegado a la cabeza por algún poderoso fijador. Era negro azabache y lucía un reflejo que me hizo evocar los destellos lunares que en ciertas noches suele irradiar el Río Hudson. Las cejas eran espesísimas y propensas a ser dibujadas como las de un gato.

Lo realmente impactante era su sonrisa. Tenía una dentadura que podía servir de paradigma en cualquier Facultad de Odontología. De un blanco puro como el marfil. Yo trazaría en tinta china y con pincel sólo su contorno sin indicar los dientes, de modo que pareciese una mariposa con las níveas alas desplegadas. Los cachetes ostentaban dos marcas en torno a su boca, como si hubiesen cicatrizado de tanto sonreír.

Volvió Duke con su orquesta de diez músicos y finalizó el intervalo.

Se apoderó otra vez del micrófono, y después de decir algunas bromas respecto a su orquesta, invitó al atildado y sonriente individuo a pasar a la pista presentándolo como un ídolo del Río de la Plata. Entonces yo no tenía noción de dónde quedaba aquello, salvo que era en alguna parte de Sudamérica. Más tarde, recurriendo a atlas y a mapas me enteré que Montevideo era la capital del Uruguay y Buenos Aires de la Argentina.

El pésimo inglés del sudamericano obligaba a adivinar lo que quería decir. Por mi parte no pude descifrar nada, excepto que hizo un gesto hacia su mesa y subieron los hombres que lo acompañaban con dos guitarras que fueron a buscar al guardarropa. Dio el nombre de ellos, el suyo propio y el del tema (lo único que saqué en limpio fue que él se llamaba Carlos; luego en mi departamento y con la ayuda de Ira conseguí ubicar el título de la canción: "Mi Buenos Aires querido").

La mágica voz sumergió al club en un éxtasis como jamás había presenciado. Carlos era, además de un insuperable intérprete capaz de inflexiones melódicas conmovedoras, un auténtico actor que dotaba de expresión dramática a su canto. Cuánto sentimiento y cuánta poesía surgían de esa música denominada tango, que lograba deslumbrar a un auditorio que únicamente había ido para divertirse.

Un rotundo aplauso homenajeó el arte de los tres rioplatenses.

De improviso, Carlos sirviéndose del micrófono me exhortó a ir de nuevo al escenario y me hizo sentar al piano. Uno de sus amigos obedeciendo sus instrucciones fue hasta el guardarropa y trajo una partitura que colocó en el atril.

Era mi "Swanee". Ataqué el tema con fogosidad y empuje. Los guitarristas no se quedaron atrás. Pero la nota asombrosa corrió por cuenta de Carlos: cantó en su particular inglés con un ritmo que daba la sensación de que su voz se introducía en todos los rincones del club, salía a la calle para recorrer unas cuantas cuadras y, por último, retornaba con un ímpetu arrollador. Estoy de acuerdo que debo dinero y fama a la versión de Al, pero la de Carlos fue substancialmente superior.

El público, más que aplausos, emitía alaridos. A una indicación de Carlos, el guitarrista puso otra partitura. Los esfuerzos por comprender a Carlos me facilitaron la memorización del nuevo tema: "Volver", un tango.

Empecé a ejecutarlo siguiendo estrictamente el texto musical, pero mi temperamento pudo más y le añadí algo del estilo stride. Carlos mechó su canto en español con palabras en inglés. Yo me envalentoné y me puse a vocalizar en scat. El público batía palmas y estaba dispuesto a invadir la pista para bailar. En eso apareció Johnny con más swing que nunca y nos envolvió con su fraseo pródigo y ondulante. Cuando se sumergió en un extenso glissando, su riqueza sonora probó que estaba habitado por un ángel.

Abandoné el piano, corrí hasta la mesa de los sudamericanos y casi forcé a una de las chicas a salir a bailar.

Era la más hermosa y sugestiva. Con el sombrero aplastado y confundiéndose con su flequillo, parecía una encarnación aggiornada de Cleopatra. Yo nunca había bailado tango, pero tenía bien presente los aureolados movimientos que acometía Rudy en sus películas, así que la sostuve de la cintura y ella hizo un doblez que le permitió tocar el suelo con las manos. El público celebró mi danza y varias parejas ya se disponían a irrumpir en la pista, cuando Carlos las detuvo para iniciar con otra chica un baile a la sudamericana, ese estilo tan peculiar que vuelve epiléptico el cuerpo de la cintura para abajo.

Al final la concurrencia no aguantó más y se lanzó a bailar. Por supuesto a mi manera, es decir según las pautas de Rudy.

Agotados, Carlos y yo dejamos el escenario y nos dirigimos a su mesa, a la que se habían acoplado las de alrededor.

Lo que sobrevino fue una catarata de carcajadas y de champán. Porque Carlos era una máquina de pedir botellas. Y me olvidé de la sesión gimnástica del día siguiente. Antes de caer desmayado por el alcohol, no desperdicié la oportunidad de proponerle lo que se había ido formando en mi mente desde que lo escuché cantar.

Quería viajar al Río de la Plata para conocer Buenos Aires y Montevideo. Allí me nutriría de sus costumbres y de su música. Y compondría una obertura, o una rapsodia, o un concierto para piano y orquesta. O mejor una ópera, con letra de algún amigo de Carlos para que éste asumiera el papel principal.

Carlos estuvo de acuerdo, y afirmó con vehemencia que había que unir las músicas de los distintos pueblos en una sola. O sea: jazz, guajira, rumba, zamba, tango, flamenco, etcétera, todo junto.

Nos comprometimos a continuar en contacto para materializar el proyecto. Y perdí el conocimiento.

Después lamentablemente sólo me comuniqué con Carlos a través del teléfono. Sin embargo, nos manteníamos firmes en nuestra meta. Pronto tuve que trasladarme a Folly Beach para terminar Porgy and Bess.

Luego ocurrió la desgarrante e inesperada muerte de Carlos en un accidente de aviación. Como tributo a su genialidad, formulé la promesa de llevar a cabo nuestro propósito de fusionar todos los géneros musicales.

Y ahora en Hollywood, cuando estoy gozando del mayor de los sucesos y haciendo planes para viajar al Río de la Plata, me vienen las amnesias, los dolores de cabeza y los desvanecimientos. Se trata de un tumor.

Pero después de evocar la calidez y humanidad que escuché esa noche a través de Carlos, de Duke y de sus muchachos, no hay duda de que tanto los músicos de aquí como los de allá no me necesitan y no tardarán mucho tiempo en concretar nuestras ideas en sonidos.

 

 

 

Autor:

Germán Cáceres

Partes: 1, 2, , 4

Partes: 1, 2, 3, 4
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