No hay que achacar a agentes exteriores, al menos por entero, los procesos destructivos. Salvo casos excepcionales, se gestan en el interior de las civilizaciones y en general de los fenómenos afectados. Los agentes externos influyen sin duda y a veces decisivamente, pero si la crisis no se inicia internamente, su influencia no rebasará ciertos límites.
El desarrollo de la individualidad en Occidente experimentó un impulso a inicios de la Epoca Moderna que acentuó la razón como propiedad fundamental del hombre y su poder para lograr la realización propia en el mundo. La secularización de la vida que ello trajo aparejada intentó primero organizar las capacidades y necesidades humanas cognoscitivas, espirituales y prácticas y conceder a cada una su esfera propia, su dimensión.
Todo ésto engendró, con el cartesianismo, la quimera de la razón absoluta como conductora infalible del mundo(1). Con Kant, la razón crítica que se pregunta por sus posibilidades. Con Hegel, la razón como sustancia universal que abarca todo lo real. Con el marxismo, la razón práctica como negación de la trascendencia.
Las filosofías occidentales experimentaron la influencia del marxismo. Incluso algunas teologías cristianas continúan argumentando la eficacia del "verdadero" marxismo en contraposición con la "versión leninista y stalinista" de éste. Sin negar el valor de muchas ideas de Marx y Engels, que apuntan, como utopías, hacia la liberación de la explotación y de la enajenación, la realidad ha evidenciado que su aplicación como sistema socio-económico conduce a encrucijadas tanto o más difíciles de salvar que las del sistema capitalista, agudizadas por el deterioro moral, y en muchos casos, espiritual del hombre. Aducir que en las sociedades desarrolladas no comunistas dicho deterioro es a menudo peor, no debe justificar la gravedad del fenómeno en el sistema socialista, cuyo objetivo fundamental se formula en función del hombre y su desenajenación.
Para algunos parece como si todo se hubiera olvidado: como el pueblo de Israel al salir de la cautividad de Egipto, añoran ésta en función de ciertas necesidades elementales más o menos garantizadas. Negar la importancia de dichas necesidades supondría, en el mejor de los casos, una total ausencia de sentido de la realidad. Pretender solucionarlas con una repetición mutatis mutandis del "socialismo real", resultaría equivalente.
En todo caso, investigadores diversos discurren al respecto desde sus gabinetes de trabajo y sin tomar en cuenta muchas veces el testimonio del hombre vivo y real, del mismo modo como se pronunciaron a favor o en contra del "socialismo real" mientras existió, o lo hacen aún en relación con sus anacrónicos, aunque no menos terribles despojos en algunas partes del mundo. Pero la historia ha dado sobrados ejemplos similares para asombrarse. Lo peor es que en diversos medios occidentales, la etapa del socialismo se antoja agua pasada, se olvidan sus peculiaridades positivas y negativas y se imponen los mitos y fetichismos de sociedades desarrolladas que intentan olvidar cuanto no sea el interés o el disfrute inmediatos.
Cornelius Castoriadis se ha referido a la actual sociedad occidental como una "civilización del olvido". En aras de la posmodernidad, "liberadora" del "lastre histórico", se pretende una vez más hacer tabula rasa de la historia, supuestamente llegada a su final, olvidando que ese intento se ha producido muchas veces. Algunos ejemplos serían las polémicas entre filósofos cristianos en los primeros siglos de la era actual, o la revolución cartesiana, o las tesis sobre una etapa superior y definitiva de la historia elaboradas por Hegel y la llamada escatología marxista, que al menos durante varias décadas se ahorró lo que los teólogos denominan "reserva escatológica".
Se habla del fin de la historia, del fin de la filosofía, del fin de la cultura. Tal parece como si los antiguos milenarismos–también míticos en muchos casos–resucitaran en la reflexión y en la urgencia de la vida a fines del siglo XX. E pur si muove…La historia pasada es madre de la historia presente y, por medio de ésta, de la futura, aunque no se condicionen mutuamente de modo ineluctable, por cuanto el condicionamiento histórico es probabilístico y no absoluto.
El olvido de la historia tiene causas objetivas. Entre las analizadas por filósofos y sociólogos podría subrayarse el hecho de que todo presente es también la vida de sus testigos presenciales y no resulta fácil eludir la tentación de considerarla una etapa superior y definitiva o su antítesis, inferior a un pasado forzosamente idealizado.
A la desaparición de contradicciones que hasta hace muy pocos años parecían ser las fundamentales a nivel mundial se suma la crisis provocada en el antiguo bloque socialista por el brusco cambio experimentado sin una transición racionalmente planeada, en la cual sobresale el desmembramiento de la antigua URSS, que ha dado paso al estallido abierto de viejas rencillas y problemas de fronteras. El terrible caso de Chechenia no es sino un ejemplo que a grosso modo sigue la línea marcada por la guerra de Bosnia, prolongada en el conflicto albano-kosovar, que parece un resumen de lo más violento y terrible de la historia europea: las Cruzadas, la expansión del imperio Otomano, los pogroms, los conflictos fronterizos, las dos guerras mundiales(2).
Por otra parte, el Occidente euro-norteamericano de nuestro tiempo, o al menos gran parte de él, conoce un adelanto técnico sin precedentes y un nivel de vida considerablemente alto. El antiguo sueño de J. A. Comenius y G. W. Leibniz, la Europa Unificada, parece realizado. Pero el precio, que los mencionados predecesores no previeron, parece ser el feroz rechazo, legalmente apoyado de forma más o menos abierta, a los inmigrantes no europeos, unido al ya mencionado deterioro espiritual y moral del ser humano, en muchos casos alarmante.
El olvido del pasado viene aparejado con la forma más elemental y pobre del carpe diem: el hedonismo irracional convertido en medida, en marco "natural" de la vida por los mecanismos de la publicidad y los medios de difusión.
Este deterioro humano, denunciado ya en sus formas iniciales por Leibniz en el Nuevo tratado sobre el entendimiento humano (IV, XVI, 4), si bien preocupa profundamente a los estratos y organizaciones más serios de la sociedad, es proclamado por otros como la suprema conquista de la civilización y repercute en países menos desarrollados, cuya juventud sobre todo aspira a imitarlos idealizando su apariencia, sus costumbres y su modo de vida, incluso sus superficialidades y su agresividad. Dicho a vuelo de pájaro, si para muchos se vive una nueva, o mejor, la verdadera "Edad de oro" en Europa, muy lejos de ello se encuentra el más importante de sus elementos integrantes: el ser humano.
El olvido histórico se paga caro. El empobrecimiento espiritual, intelectual y moral forman parte del precio. El absurdo es mayor por cuanto, entre las múltiples ofertas de la sociedad, están las que podrían contribuir a reparar esos males. Se recae en los errores del pasado que se creía haber dejado "definitivamente" atrás. Se pretende en muchos aspectos de la cultura una absoluta originalidad que suele consistir en el redescubrimiento de viejos esquemas e ideas y su proclamación como novedosos, por cierto, error denunciado en su momento por Friedrich Engels.
Una de sus más escalofriantes consecuencias es el renacimiento o reforzamiento de posturas nacionalistas y fascistas, que dos décadas atrás se miraban como agua pasada y se condenaban, si bien con la tranquilidad de quien juzga crímenes de difuntos.
Al resurgir del antijudaísmo se ha sumado el asesinato de la memoria histórica en Bosnia, denunciado por Juan Goytisolo como "memoricidio", el cual constituye un exacto y terrible ejemplo en medio de la guerra, como fue un terrible vaticinio el lanzado en su momento por G. Orwell en la tenebrosa paz de 1984.
La historia conforma la identidad de países y civilizaciones tan profundamente como la historia personal conforma la del individuo. Cuando estas historias se pierden o deterioran en alto grado, el ser afectado se vuelve fácilmente manipulable. La cultura del diálogo se reclama con urgencia en nuestro siglo. Martin Buber ha sido uno de sus voceros, sobre todo en el terreno interpersonal y vivencial. La hermenéutica–pensemos en Gadamer o en el último Heidegger–ha desarrollado la estructura y funciones del diálogo y de los elementos que intervienen en éste. Pero la comprensión humana exige mucho más de lo que la razón y sus posibilidades pueden ofrecer, aunque dichos factores resultan imprescindibles como principios.
Si la historia de la filosofía es asumida como diálogo, se convierte en filosofía sin más. La filosofía, resultante de toda la cultura y la vida de las épocas, las marca al rojo vivo con su sello. Ya sea de modo consciente o espontáneo, a través del propio quehacer filosófico o en alguna de las ramas de la cultura que llevan su impronta, la reflexión del filósofo, del intelectual ocupado en otras direcciones y del hombre común poseen denominadores comunes epocales.
Abordarla como diálogo entre concepciones y épocas remite a la comunicación entre el "yo" y el "tú" reclamada por L. Feuerbach a través del amor sexual, por Buber a través de la comprensión, y por la hermenéutica. Equivale entonces a retomar los temas eternos de reflexión junto a las urgencias y reclamos del momento, y en ellos y con ellos, a sentirse parte de una totalidad, desde la cual y para la cual se reflexiona. Supone abandonar la historia como acaecer, pero también la historia como sistema de mutuas determinaciones lógicas. Una y otras dimensiones son reales, existen en la historia, pero no la representan en su totalidad.
Renunciar a la dimensión interior de la historia, al espíritu que en ella alienta, a la realidad interior, equivale a empobrecer y supeditar a los factores materiales los propios hechos. En ésto reside el error de la concepción marxista de la historia, cuya eficacia sin embargo como teoría sociológica se ha demostrado en muchos casos pese a los intentos absurdos por liquidarla. Pero el hegelianismo, al suponer un logos absoluto, condicionante de un devenir ascendente, no se quedó atrás, tanto como Popper al renunciar a todo mecanismo interno de la historia en su legítimo afán de desmitificar el historicismo.
Hay que retornar sobre la historia, reflexionar una vez más sobre ella desde nuestras actuales perspectivas, sobre todo porque, nos guste o no, el existir del hombre es historia, y una revalorización del espíritu humano, dialógica necesariamente desde nuestro punto de vista, exige transitar por ese acaecer que no debe subestimarse, pues en él se juega la vida de la especie.
El llamado al diálogo, el alerta de su urgencia, ha sido lanzado hace décadas. No ha hecho otra cosa, desde su peculiarísima postura, el grupo Eranos que, a través de la búsqueda de los arquetipos básicos de lo humano o mejor, del universo simbólico humano en general, estableció explícitamente la comparación entre las modalidades occidentales y orientales de las manifestaciones concretas de dichas formas como vía para la consecución de sus objetivos(3). Sobre los objetivos del grupo Eranos, podría especularse mucho, y de acuerdo con ello, aducirse a favor y/o en contra, pero el camino seguido por sus organizadores tiene mucho que enseñarnos.
Este diálogo, en el que han de participar especialistas en los campos más diversos, necesita muchos más seguidores y una revalorización de sus bases y perspectivas. Martin Buber se refirió a la "palabra básica", la unidad Yo-Tú como punto de partida del diálogo, que es el único monólogo interior posible, el único que no se convierte en una cárcel para el alma que redunda una y otra vez en sus propias carencias, donde la otredad se vuelve un yo del mismo modo como aspectos específicos de nuestro propio ser pueden parecernos ajenos hasta que los asumimos en su sentido carismático.
Al afirmar que esa "palabra básica" sólo puede ser dicha con todo el ser, que toda vida verdadera es Encuentro, se sitúa en la línea de grandes místicos como Rabí Akiva, el Moulana Rumí, Buda, Ibn-Arabí, Francisco de Asís o D.Bonhoeffer. Da lo mismo que se hagan explícitas las vivencias interiores o la relación con el prójimo: no son sino aristas de un diamante.
¿Mística del diálogo? Pues sí. No hay que olvidar que la mística no se circunscribe a sus modalidades religiosas. No hay diálogo fructífero si no se produce desde esa dimensión. Del continuo diálogo interior del hombre al exterior, en forma de palabras o de actos, hay un levísimo tránsito cuando se asumen desde esa "palabra básica".
Lo que llamamos compromiso es útil, beneficioso, digno de alabanza. El comprometido con el prójimo, con la sociedad, obra bien. Pero asumir la unidad Yo-Tú no supone un compromiso sino un obrar desde el propio ser. El obrar es necesariamente una proyección hacia el exterior y ello nos conduce hacia el mundo de la contingencia, de los hechos, de la historia en sentido fáctico. Por eso no se produce en el propio ser sino desde éste. Pero eso es el hombre: una criatura que se recrea una y otra vez a sí misma, renuévese o destrúyase.
Es así como la comunicación se produce básicamente dentro del propio yo. El hombre de fe lo interpretará en términos del Encuentro con lo Divino, que sólo puede producirse desde el interior del espíritu. Pero aun el agnóstico o el librepensador podrán asumir esta idea desde la perspectiva del recuperarse a sí mismo y del trascenderse a sí mismo, a menos que se arribe al sensualismo y al reduccionismo extremos.
Es ahora el momento de retornar a nuestra proposición inicial, que ahora se muestra en todo su carácter paradójico: la historia de la filosofía como diálogo.
Ante todo, ¿por qué es diálogo? Muchas veces se juzga a la historia de la filosofía como una disciplina sobre el pensamiento ajeno. Desde esta perspectiva, se opondría a la "verdadera" filosofía, creadora de pensamiento por antonomasia. Las implicaciones más conocidas serían las de menospreciar su valor absoluto como disciplina–en la medida en que cualquier disciplina puede tener un valor absoluto–y entenderla como complemento de toda investigación, inclusive premisa de ellas, y adjudicarle un valor humanístico ligado íntima y casi exclusivamente al aspecto fáctico del hombre, a lo que es, ha sido y puede llegar a ser, entendiendo todos ellos en su dimensión temporal.
De ahí provienen ideas como la de Sartre: "el hombre es lo que él mismo se ha hecho, es la suma de sus actos" o la conocida tesis de Marx, según la cual el hombre es el conjunto de las relaciones sociales. Ninguna de las dos es falsa. Tampoco completamente cierta. Las verdades parciales devienen obstáculos cuando se les extrae del marco al cual corresponden y se les atribuye significación universal.
De ahí proviene también la concepción hegeliana de la historia de la filosofía, heredada por ulteriores pensadores, según la cual reproduce el propio devenir del Espíritu en sus momentos esenciales y obedecería a la misma lógica interna que el proceso histórico en general. Por las razones ya citadas, también esta interpretación erraría en su pretendida absolutización, pues el propio aspecto fáctico, como el Espíritu, quedarían absorbidos por un logos. Hay sobre el tema abundantes reflexiones, a favor y en contra, como para reiterarlas aquí.
Si ambas posiciones se consideran extremas y como tales se rechazan, ¿qué se persigue entonces? ¿en qué sentido es diálogo la historia de la filosofía, y sobre todo, entre quiénes se produce dicho diálogo?
Toda cultura es algo vivo, en transformación constante, es una parte de la vida del Espíritu. Las diferentes culturas son modos de vivir el Espíritu por diferentes pueblos. De sus contactos, mezclas y antagonismos provienen síntesis, renovaciones, destrucciones de las culturas.
La historia de la filosofía es parte de la cultura y contiene, de forma explícita o no, según el caso, todos esos elementos, que corresponden al mundo del acaecer pero también al vivirse interior del ser humano en las diferentes perspectivas que los pueblos suponen. Es diálogo del hombre consigo mismo, como individuo y como género y por consiguiente se halla situada en ese peculiar tránsito mutuo entre los niveles del mundo de la relación al que se refería Buber: el que se dice con todo el ser y el que se asume como algo exterior, puesto que el hombre mismo es ser pero también acaecer.
Si la historia de la filosofía es un diálogo, ello abarca dos facetas: el encuentro con esa relación básica Yo-Tú y el encuentro, siempre fáctico en principio, con el Otro. Aquí se revelan los términos de la paradoja: encuentro con el Tú, más bien su descubrimiento como complemento inseparable del Yo, y encuentro con algo que, al menos en principio, no puede apreciarse ni vivirse desde el propio interior y por tanto es denominado Otro o alienum.
No hay que ver algo trágico o irremisible en los términos de por sí. Ese otro, en la historia de la filosofía, lo conforman tres elementos fundamentales: las concepciones coexistentes en una misma época y cultura, en una misma cultura y diferentes épocas y las que surgen o continúan existiendo en diferentes épocas y culturas. Pero la primera pregunta sería: ¿quién es entonces el Yo relacionado con el Tú y relacionado con el Otro? ¿cómo se plasma ésto en el diálogo histórico-filosófico?
En primera instancia, ese Yo es el del filósofo. Es un hombre vivo y real quien plantea las preguntas filosóficas y busca respuestas para ellas. Pero existen otros niveles de dicho Yo, como las escuelas filosóficas, las tradiciones filosóficas y, por último, la conciencia de las civilizaciones. Esto muestra el carácter relativo del Tú y del Otro en lo que al diálogo histórico-filosófico respecta. En una misma época coexisten diferentes culturas en cada tipo de civilización y todas son el resultado de innumerables síntesis a su vez. Dentro de la llamada tradición occidental existen huellas imborrables del pensamiento oriental, vivo en la tradición griega a partir de Egipto y Persia, en el neoplatonismo de Plotino a partir del pensamiento de la India, en los primeros siglos del Cristianismo y en la Edad Media sobre todo por la influencia judía e islámica (frecuentemente confundida con la árabe), sin contar su persistencia y evolución en la modernidad. Pero tras esa síntesis hay una conciencia que se encuentra con problemas y doctrinas, que reconoce total o parcialmente como "suyos" o no lo hace en modo alguno, al menos en primera instancia.
Si algo caracteriza al siglo XX en la filosofía occidental es, por una parte, el intento de eliminar las referencias y marcos para plantear siquiera tales problemas, y por otra, el intento constante y a veces agónico de hacerlo. Todo el pathos filosófico posible parece concentrarse en las reflexiones de Foucault, de Buber o de Sartre, por citar algunos ejemplos, y una muestra palpable es la evolución de Wittgenstein.
El caso es que, pese a todos los esfuerzos y alertas, las filosofías del Oriente, y aun la interculturalidad, continúan excluyéndose casi siempre del ámbito filosófico general, relegándose a los estudios sobre religiones, mitos o sociología, Por su parte, la filosofía producida en Iberoamérica, parte de la cultura occidental, persiste a veces en problemas cuya raíz filosófica no siempre se ve clara, pero cuyas causas proceden, entre otras, de la visión de dicha filosofía que suelen poseer los especialistas europeos: como algo impreciso, como una reiteración de viejos problemas. Preguntas como la identidad, especificidad, o autenticidad de una cultura, parecen adquirir sentido sólo a la luz de la urgencia de defender el propio derecho a existir y ser escuchado. Derecho incuestionable para toda producción cultural humana, pero no de naturaleza filosófica.
Ocurre entonces la paradoja de filosofías "universales" que no lo son, y de otras que gastan sus fuerzas en intentar solucionar cuestiones no filosóficas y por consiguiente, condenadas a ser discutidas sin respuestas convincentes para todos tanto tiempo como la política, la sociología, la incomunicación cierren las posibilidades de verdadero diálogo.
Toda cultura es un Yo cuyo interlocutor puede estar incluído en ella misma, al menos parcialmente, porque, para reiterar viejas pero no gastadas verdades, existe la diversidad de culturas pero ninguna de ellas es pura, por mucho que estrecheces cosmovisivas, consignas de fanáticos y memoricidios intenten convencer de ello. Pero para dialogar fructíferamente consigo misma, una cultura deberá buscar la confrontación con otros mecanismos para mover los recursos intelectuales, espirituales y éticos.
Mircea Eliade, en 1953, refería una hermosa historia jasídica recogida por Martin Buber y comentada por Heinrich Zimmer: el rabino Eisik soñó que en el puente de Praga encontraría un gran tesoro. Al dirigirse allí, tuvo ocasión de hablar con un guardia que, tras burlarse de su pueril fe en los sueños, le contó a su vez que también había soñado en una ocasión con un gran tesoro que hallaría en casa de un rabino desconocido, llamado Eisik, tras la chimenea. Esto condujo al rabino hasta el tesoro, que siempre había estado aguardándolo, en su propia casa.
La lección que Eliade transmite es clara: "sólo después de un piadoso viaje a una región lejana, a un país extraño, sobre una tierra nueva, el significado de esa voz interior que guía nuestra búsqueda podrá revelarse a nosotros. Y a este hecho singular y constante se agrega otro: que aquel que nos revela el sentido de nuestro misterioso viaje interior debe ser también un extranjero, de otra creencia y de otra raza. Y este es el profundo sentido de todo verdadero encuentro: éste podría constituir también el punto de partida de un nuevo humanismo a escala mundial"(4).
Pero el hecho es que se trata de una idea fundacional en las religiones del Libro, al igual que en el Budismo y el Hinduísmo. No le extrañará a nadie escuchar, en el terreno de la lingüística, un viejo refrán según el cual, quien sólo conoce su lengua no conoce ninguna. Esto podría entenderse desde el punto de vista del nexo entre la necesidad expresiva y los medios empleados para realizarla, pues cuantos conocen varias lenguas saben de la expansión de los mecanismos del pensamiento que la actitud mental requerida por otra lengua exige.
En el plano de las culturas ocurre en general otro tanto, más intensamente desde que el acercamiento entre los diversos continentes tiene lugar de un modo sistemático. Culturas como la china tuvieron durante muchos siglos menos contacto con el mundo exterior que otras: la palabra empleada para designar al extranjero significaba también "demonio". Persia, Grecia, Roma, por ejemplo, bebieron de todas las fuentes, y para nadie es un secreto que Europa debe a las invasiones "bárbaras" una parte considerable de sus características originarias y de su conformación histórica.
Claro está que los seres humanos no hemos hecho gala nunca de demasiada tolerancia, salvo en etapas breves de la historia y en determinadas sociedades. Menos aún de aceptación plena de las ideas y valores que no nos resultan cotidianos, en principio sólo superficialmente tolerados. Así pues, el diálogo real, que la historia establece entre las civilizaciones, suele ser convulso. Pero coincidimos con M. Buber en que podríamos ser capaces de humanizarlo.
Los filósofos, al igual que los artistas, no pueden por sus propios medios propiciar ni llevar a cabo procesos de esta índole, pero sí mover las conciencias para que tengan lugar y participar en ellos. Diálogo implica compromiso consciente. Hace unas décadas, en su cuaderno: Qu-est-cé que c'est la literature?, Sartre escribió algo que no debe olvidarse: "haga lo que haga, el escritor está comprometido".
Pero del compromiso con la verdad, el más universalmente aceptado durante muchos siglos en Occidente, se ha pasado en gran medida al compromiso con el nihilismo, a enarbolar la inexistencia de la verdad como verdad absoluta, la destrucción de la filosofía como si tal hecho constituyera el supremo baluarte de nuestra época, la conquista superior del hombre. No es nuevo. La cirenaica griega y el imperio romano conocieron momentos similares. Tertuliano en el mundo cristiano y Al-Gazali en el mundo islámico proclamaron la destrucción de la filosofía. E pur si muove. Ambos, por otra parte, eran grandes figuras, cada uno en su terreno.
En todas las culturas, tarde o temprano se restablece el equilibrio entre la relatividad de ciertas verdades y la existencia de otras de dimensión universal en diversos grados. Pero el precio es a veces alto: la Inquisición cristiana resulta un ejemplo del que siempre pueden extraerse nuevas lecciones. Una obra como el Malleus Malephicarum, manual de inquisidores dedicados a la persecución de brujas, sorprende por su coherencia lógica interna. Racionalismo extremo y fanático oscurantismo son hermanos de sangre que pueden coincidir con facilidad.
Pero toda cultura que no es aquella en la que el estudioso, o el curioso inclusive, se han educado, resulta en principio Otra. El verdadero diálogo consiste en que pase a ser vista como un Tú. En la historia de la filosofía no suele suceder. Continuamos hallando bajo el rótulo de historia de la filosofía, las del pensamiento occidental europeo, sus fuentes griegas y acaso un capítulo introductorio donde se consignen algunos rasgos del filosofar asiático, a veces bajo el acápite de "mito".
El maniqueísmo irrumpe cuando se quiere caracterizar el estado de la filosofía cristiana en sus inicios, y la filosofía islámica y la judía al analizar la Edad Media europea. Más tarde, sólo se incluye por lo general a Baruch Spinoza, hasta nuestro siglo, en el que la evolución del sionismo y los aportes al personalismo y a la hermenéutica exigen hacer referencia a pensadores diversos. Toda esta situación nos conduce a replantearnos qué es la historia de la filosofía.
Más allá del compendio de las búsquedas filosóficas de la humanidad a lo largo de los siglos, lo cual es en principio, la historia de la filosofía es también una fuente de pensamiento. B. Croce concibió la historia de la filosofía como la filosofía sin más. Y es que, en su sentido dialógico, la historia de la filosofía es la reflexión del hombre en todas sus dimensiones y situaciones y acerca de ellas. Una historia puede limitarse a ser descripción, en cuyo caso será útil sin duda para especialistas diversos, pero su propio valor cosmovisivo será al menos cuestionable. Puede caer en el extremo opuesto, al estilo hegeliano, en un enfoque teleológico que conceda valor a las producciones filosóficas en la medida en que se acerquen a alguna verdad absoluta prestablecida.
Uno y otro extremos son peligrosos, mutilan la realidad del pensamiento y su riqueza. De la reacción contra la segunda variante provienen en buena medida los actuales relativismos y nihilismos. Pero el pensamiento no se aproxima ni lineal ni circularmente, ni aun en espiral a verdad suprema alguna. El terreno de la filosofía no es el de la teología, aunque puede vincularse con ella de muchos modos. Tampoco el de otras formas de la cultura, aunque influye sobre ellas y es a su vez influída por ellas.
La reflexión cosmovisiva en Occidente se ha estructurado con gran frecuencia en forma de sistemas y, desde el siglo XVII, el auge del racionalismo, ha consagrado dicha forma como la "filosofía" por antonomasia. Pero la historia de la filosofía no es sólo la historia de los sistemas filosóficos. Junto a ellos, en ocasiones como su fuente nutricia y en otras como su principal crítica, consejera, vocero o detractora, la filosofía ha aparecido en forma de sentencias, aforismos, poesía, narración. El nexo entre narración y filosofía espera aún por estudios más detenidos, aunque la vasta experiencia del Judaísmo y de otras religiones al respecto puede y debe guiarnos en ese estudio(5).
En Occidente, junto a Descartes están Pascal y La Rochefoulcault; junto a Tomás de Aquino y Ockham está Dante. Junto a Kant y Herder está Goethe. En nuestro siglo, T.S. Eliot junto a Russell o Jaspers. A menudo, en ese tipo de pensadores no sistemáticos que desempeñan un papel en el pensamiento de una época y de las siguientes, se muestra en todo su esplendor la multiculturalidad, en un grado que no se alcanza o al menos no se evidencia en los sistemas(6).
Pero es el caso que en el Oriente, sobre todo en India y China resulta muy frecuente tal fenómeno, y el mundo islámico lo ha conocido también muy a menudo: Saadi y su Jardín de rosas, Ibn-Tufaíl con El filósofo autodidacto, no son sino dos casos. Confucio no desarrolló sistema alguno aunque sus sucesores sistematizaron su filosofía. Patañjâli está en un caso similar, a causa de la naturaleza esencial de sus doctrinas, dirigidas hacia un tipo peculiar de trascendencia.
Claro está que puede decirse–y no faltarán nunca quienes lo hagan–que dichos pensadores no hacen filosofía sino religión, o técnicas psicofísicas, o doctrinas sintéticas de diversos tipos de actividad reflexiva, etc. Con ello sólo se logrará diluir la cuestión sin solucionarla. Al enfrascarse en una discusión al respecto, muchos apelarán a la petitio principii y solicitarán una definición tajante de qué se entiende por filosofía.
Nuestra respuesta sería que esa pregunta sólo puede responderla realmente el diálogo. Porque en la discusión sobre la naturaleza de la filosofía, sobre su definición y terreno propio deben forzosamente intervenir cuantas culturas hayan producido y hagan filosofía, pues en cada una de ellas la filosofía ha tenido un sentido, forma y orientación específicos. Tal vez en esa confrontación que ojalá deviniese introspección de cada cultura, retorno sobre sí misma, cada una comprenda que los modos de filosofar de las otras han sido también los suyos, aunque en distinta proporción, con diferentes grados de relevancia y estructura.
El pensamiento indio nunca ha visto un obstáculo en que uno de sus principales documentos, la Baghavad-Gita, sea una parte de un gran poema épico, el Mahabaratha. Al hablar de filosofía y de teología, a menudo íntimamente unidas en este caso, habrá que tomar dicho poema inevitablemente en cuenta. En Occidente no resulta tan fácil que un hecho similar se admita por parte de toda la comunidad filosófica, que además no suele dedicar demasiados trabajos al esclarecimiento de por qué tales documentos no podrían formar parte de la filosofía.
Se acepta sin discusión que las concepciones de Parménides de Elea se expongan en un poema y, de exigirse una explicación, se habla de su pertenencia a los albores de la filosofía, como si de una insuficiencia a superar en el ulterior devenir se tratase. En muchos casos, llega a aceptarse también de manera implícita una suerte de división del trabajo filosófico entre Oriente y Occidente de modo tal que cada cual haga el suyo para sí mismo, o lo que es peor, Occidente transmita sus resultados, sean cuales fueren, al Oriente, mientras que el segundo sólo realice el mismo proceso como curiosidad exótica o materia de sectas y se tilde muchas veces de extravagante al especialista de alguno de estos bloques culturales que consagre sus energías al otro. Occidente no se queda atrás: sus países alta o medianamente desarrollados se "reservan" por lo general el derecho a los temas universales de reflexión, para "dejar" a los menos desarrollados tan sólo el estudio de su propia tradición. Monólogos al unísono, decíamos al inicio, de los cuales no puede surgir armonía alguna.
Desde los albores de la modernidad, la filosofía occidental ha librado una dura lucha con la deificación de la razón. Si bien en muchos casos se ha diluido en ella al espíritu, en otros la pugna por deslindarlos y mostrarlos en su verdadera relación ha sido ardua. No han faltado las confusiones de toda índole ni las voces que han exigido, en nombre del rigor, entendido como obediencia a un criterio racionalista de la filosofía si no de la vida, eliminar de la reflexión filosófica los problemas del espíritu, propios de la teología, cuyo derecho a ser se admite o tolera siempre y cuando no "interfiera" con el filosofar.
Por supuesto que los inconvenientes históricos de tal interferencia han sido lo suficientemente graves para olvidarlos, pero el caso es que, en nombre de la libertad del pensamiento, se cae en el extremo opuesto, es decir, negar de entrada toda posible relación en una filosofía que a dicha libertad responda.
No pretendemos con ésto decir, ni aceptar, ni sugerir siquiera, que los problemas específicos del filosofar se solucionarían de forma satisfactoria si se retomara el antiguo principio de subordinación de la filosofía a la teología o algún sucedáneo. La riqueza y multiformidad de la actividad filosófica requiere de todo tipo de enfoques de la filosofía para desarrollar adecuadamente sus horizontes, pero por lo mismo, ninguno debe ser excluído, so pena de caer en la misma dictadura que se desea evitar. Esta relación de mutua necesidad entre filosofía y teología, o al menos de mutuo reforzamiento, ha tenido y tiene lugar en las culturas no europeas con gran frecuencia y los resultados, cuando menos, no son inferiores a los de Occidente.
Pero lo que no suele ocurrir, salvo casos excepcionales, es que el estudioso de uno de estos bloques intente adoptar "el lugar del otro", principio ensayado con éxito por Leibniz y encomiado por muy diversos pensadores, aunque en la práctica suela echarse de menos su aplicación consecuente. Todo lo más, se suele juzgar la perspectiva espiritual y reflexiva del otro a partir de los resultados prácticos. Como si tales resultados no fuesen por doquier deplorables, al menos en nuestro tiempo, sean cuales sean las causas.
Leibniz señaló a fines del siglo XVII, en los prefacios a su compilación titulada Novissima Sinica, la necesidad de un diálogo intercultural en los campos filosófico y religioso, en ese caso con China y en particular con el Confucianismo, la corriente mejor comprendida por las mentes más claras de la Europa de la época. Schopenhauer retomaría el tema a principios del siglo XIX en El mundo como voluntad y representación. Goethe lo haría, como muchos contemporáneos, con el tema del Islam, tradicionalmente controvertido en Europa–y nuestros días ofrecen sobradas pruebas–y en su West-Östlicher Diwan, magnífico homenaje a Hafez, vinculado a las ideas de Weltgeist y Weltliteratur, expresaría mucho más que bellas imágenes. Nietzsche haría algo muy similar con el zoroastrismo y María Zambrano con la historia como síntesis cultural, como sueño del hombre(7), tesis en cuya elaboración emplea la idea hinduísta del sueño de Brahma y, conscientemente o no, una antigua idea de la Kabbalah judía.
En este diálogo todos habremos de ser interlocutores indefectiblemente, si deseamos que de él brote algo que nos beneficie y enriquezca a todos. Rabindranath Tagore escribió que "la historia de la humanidad deben escribirla todas las razas del mundo, unidas en un mismo esfuerzo(8)". Esto, enteramente aplicable a la filosofía, que a fin de cuentas es parte de la historia y factor muy activo en ella, fue consignado en una novela, del mismo modo que el llamado de Hermann Hesse al rescate de la cultura en su sentido más profundo fue formulado en Glasperlenspiel, una novela, cuya idea central es la misma de Johann Huizinga: la cultura como juego, el hombre como Homo ludens, al igual que Schiller, en sus Cartas sobre la edución estética del hombre, expresó que el ser humano nunca se revela más auténticamente en su esencial dimensión como cuando juega.
Si se parte de reconocer toda producción filosófica como expresión de inquietudes y necesidades humanas, las diferencias de problemática dejarán de constituir barreras. Si se parte de la búsqueda de ideas filosóficas y no sólo de sistemas conceptuales, la forma que los transmita dejará de constituir un obstáculo para ponderar al menos sus nexos con la filosofía. Pues ciertamente habrá que realizar un necesario deslinde entre las formas no convencionales de expresión de la filosofía y las obras artísticas, literarias o científicas que de algún modo contengan reflexiones éticas y cosmovisivas relacionadas con la filosofía.
Esta tarea, el rescate de lo que hemos llamado el rescate de la "historia secreta de la filosofía", ya reclamada por María Zambrano, debería acometerse cuanto antes. Requiere del esfuerzo de especialistas muy diversos, provenientes de todas las culturas. Se inserta en el diálogo intercultural, en el cual o deberían empeñarse con más fuerza instituciones sociales, religiosas y culturales, aunque no falten pasos importantes en ese sentido.
Se podrá argüir que se necesita primero acabar con el hambre, la miseria y las enfermedades. Es una vieja discusión. Con tal argumento podríamos dejar destruir los monumentos culturales de la humanidad cuya supervivencia peligra, o celebrar cualquier doctrina política que asegure un mínimo de condiciones de subsistencia para el hombre a costa de su espiritualidad y libertad. Siempre habrá partidarios a favor y en contra. Siempre aparecerán razones, ciertas o falsas, para defender una posición cualquiera. Pero la realidad histórica ha demostrado siempre– y el pasado reciente y el convulso presente en los países del Este constituyen nuevas pruebas–que todo exceso conduce a estados "crónicos" de enfermedad social que pueden prolongarse agónicamente por mucho tiempo, pero no por ello dejan de ser insostenibles.
Una vez más en la historia de la humanidad han estallado los nacionalismos, fanatismos y odios de unos sectores contra otros. Para sustentarlos, se manipula la verdad histórica con el fin de que nadie se percate de que levanta el arma o la palabra condenatoria y ofensiva contra sus propias carne y sangre.
La filosofía tiene también una responsabilidad ante el mundo. Repetimos que cumplirla lo mejor posible no solucionará de por sí guerras y conflictos tan diversos como terribles, pero moverá las conciencias, al igual que las religiones han defendido tradicionalmente la dignidad del hombre, idea que se diluye y pervierte cuando se las asume de modo esquemático, convencional, vacío, hasta engendrar precisamente su contrario cuando se las manipula en nombre de intereses de cualquier otra índole.
No hay que olvidar que fundamentalistas han sido y son ciertas corrientes extremistas del Islam, como ocurre con el peor Sionismo, como lo fue la Inquisición y en muchas ocasiones, el Protestantismo (pensemos en el exterminio de los indios de Norteamérica pese a la loable defensa de teólogos como Richard Baxter o John Elliot), aunque muchos sectores de Occidente pretendan dejar ese calificativo solamente para ciertos movimientos islámicos. Si se revisa la historia, o mejor, si se reconstruye, se encontrarán perspectivas muy diferentes a las que quisieran defenderse y sustentarse por muchos. ¿Qué nos proporcionaría dicha "historia secreta de la filosofía"? No podrá ser totalmente respondida esta pregunta hasta que su recuperación no se lleve a cabo, al menos hasta un punto. Pero resulta evidente que la visión del devenir de la filosofía, de su existir en el tiempo cambiará y sus horizontes se ampliarán. En este contexto, no puede perderse de vista el carácter vital de la filosofía, su condición de reflexión para la vida, se formule o no ésto como un objetivo de primer orden.
Que en doctrinas y etapas diferentes haya sido negado ese carácter vital o excluído, con toda suerte de argumentos, de la actividad filosófica, no ha traído por resultado sino el esfuerzo por su restitución. Nuestra época, si bien está urgida de soluciones prácticas–como todas lo han estado, aunque no siempre se reconozca–también lo está de la palabra orientadora, inductora de búsquedas y soluciones adecuadas a nuestro momento histórico y a la condición humana, cuyo contenido esencial no puede negarse ni diluirse en la historia ni desconocerse o trastocarse sin gravísimas consecuencias, como el escepticismo y la disolución de los valores, unidos a un profundo olvido histórico, que la posmodernidad ha traído en muchos casos.
El espíritu, la mente y el corazón–los tres unidos y no sólo uno o dos de ellos–necesitan hallar sus caminos hic et nunc. El diálogo entre épocas y culturas, tal y como la filosofía puede llevarlo a cabo, puede dar pasos decisivos al respecto. Todo hombre y mujer de buena voluntad puede y debe participar a nivel práctico en esta tarea, y todo filósofo acometerla en el rango de sus posibilidades reflexivas y prácticas. Porque la filosofía–amor a la sabiduría etimológicamente–debe, para restituir su tradicional dignidad, resquebrajada en los últimos tiempos, volver a mostrarse como un esencial amor.
NOTAS
(1) La formulación de esta idea, enunciada por Lucien Févbre, ha servido de base a nuestra monografía Quimera y realidad de la razón. La Habana, 1987.
(2) Véase al respecto la ilustrativa obra de Ph. J. Cohen: Sebia's Secret War. Propaganda and the Deceit of History. Texas, 1996.
(3) Los vols. 2º y 3º, aparecidos en los años 30, llevaban los títulos de Simbólica occidental y oriental y La guía de las almas en Oriente y en Occidente.
(4) M. Eliade (1991): "Simbolismo religioso y valorización de la angustia". En: Mitos, sueños y misterios. Madrid, p. 55.
Sobre este punto en las religiones del Libro, pueden hallarse las bases en los propios textos sagrados. Véanse, como ejemplos: Corán, Sûra 51, aleya 21. La Biblia, Ruth, I, 16, II, 12. Salmos, 8, 2-4; 26, 8; 37, 31; 40, 8. Eclesiastés, 3, 11; N.T., Romanos, 2, 15 (agradecemos al Sr. Reza Shobeyri sus valiosos comentarios sobre este aspecto en el Corán). Este es el sentido de las obras de M. Buber y Simone Weyl, y de teólogos cristianos contemporáneos como Anthony de Mello o Hans Küng. Los pronunciamientos del actual Dalai Lama (cfr.: Una aportación humana a la paz mundial) y de pensadores fundamentales del hinduísmo como S. Dasgupta (cfr.: L'Hindouisme et son influence), Radhakrishnan y Ghandi (Todos los hombres son hermanos) apuntan en esta dirección. A. Ghose en sus Ensayos sobre la Baghavad-Gita o en Renacimiento y karma, insiste también al respecto.
(5) Entre la abundante literatura sobre el tema, véase: Y. Buxbaum: Storytelling and Spirituality in Judaism. Northvale, New Jersey, London, 1994.
(6) Este punto, nuclear en el pensamiento de María Zambrano y su teoría de la "razón poética" ha sido tratado a fondo desde hace varios años por el Prof. Mijaíl Málishev en sus numerosos ensayos sobre los valores y sentimientos humanos en la filosofía y en la literatura de contenido filosófico, por cuanto la conformación de una antropología acorde con nuestra época debe integrar ambos tipos de reflexión.
(7) En este aspecto, María Zambrano coincide con el círculo eranosiano. En su vol. 37 (1968), dedicado por Eranos al tema Tradición y presente, G. Durand se acerca a la noción de "historia secreta" tal y como aquí la empleamos, a partir de las ideas de M. Zambrano vertidas en El hombre y lo divino. Otro tanto ocurre en el vol. 54 (1985: El curso oculto de los acontecimientos) con trabajos como el de W. Giegerich: La alquimia de la historia.
(8) R. Tagore (1992): La casa y el mundo. Madrid, p. 142.
Autor:
Lourdes Rensoli Laliga
http://solotxt.brinkster.net/tabularium/rensoli.htm
1999
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