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La historia de la filosofía como diálogo

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    A la memoria de mi primo, German Michael Brewster (nacido como Germán Becy Laliga), con quien no logré hablar a tiempo, antes de que pusiera fin por sus propias manos al regalo de su joven vida

    Se ha repetido en muchas ocasiones que nuestra época requiere imperiosamente del diálogo. Un desacorde conjunto de monólogos en el que pocos escuchan parece caracterizarla. Entre la cultura del bienestar, la prepotencia que ésta engendra y la búsqueda de exotismos que llenen desde fuera un enorme vacío espiritual (sin comprensión profunda de las enormes verdades que esos supuestos "exotismos" suelen encerrar y menos aún de que dichas verdades han estado presentes también en la cultura propia desde siempre), Occidente padece una crisis de civilización, uno de cuyos rasgos es la estimulación, a menudo muy consciente, de mitos que sirven de distintos modos a los sectores de poder en muchos países.

    El mundo civilizado ha pasado por varias épocas de crisis y las ha rebasado, en muchos casos a costa de transformaciones profundas, hasta radicales, de civilizaciones particulares. Que las rebasara–en el sentido de continuar existiendo–no significa en todos los casos que las transformaciones experimentadas fuesen positivas. Debe aclararse que a grosso modo entendemos por mundo civilizado el conjunto de países y bloques geográfico-culturales que han generado e institucionalizado formas de pensamiento, proceder y control dirigidas a salvaguardar al hombre y la sociedad.

    Que esto se ha hecho en muchos casos a costa de la integridad de la persona humana, que los principios subyacentes en esas formas de pensamiento e instituciones se han violado es algo que la historia ha demostrado con creces en todas sus etapas. El ser humano se ha movido siempre en la paradoja que una y otra vez reaparece entre los ideales y los intereses. Pero suele intentar convencerse a sí mismo y a los demás de lo contrario.

    Pese a sus esquematismos, e incluso aspectos profundamente criticables, la obra de O. Spengler La decadencia de Occidente, lanzó en 1918 un llamado de alerta que, con las salvedades necesarias, ha de seguir escuchándose. En 1924 le siguió Una nueva Edad Media, de Nicolai Berdiáiev, cuyo misticismo raigal impidió a algunos medios apreciar la importancia de sus advertencias. En nuestros días filósofos y estudiosos de la cultura como U. Eco y Alain Minc se han ocupado del tema; el uno, desde la reflexión sobre la cultura; el otro, a partir del análisis de los más urgentes fenómenos socio-políticos. Muchos parecen reacios a hablar de la obra precursora de Berdiáiev. En todo caso, el inicio y el final del sistema comunista marcaron los dos momentos culminantes de manifestación de dichas preocupaciones en nuestro siglo. Berdiáiev al principio, Minc al final, señalaron la urgencia de comprender desde otra perspectiva la noción de Edad Media, y su aplicabilidad a nuevas etapas de la historia, que en ningún caso supone el retorno esquemático al pasado, por lo demás imposible.

    La filosofía marxista marcó además, y muy profundamente, las reflexiones sobre la historia. Ofreció un mecanismo interno del proceso histórico fascinante por lo impecablemente lógico. Por lo mismo, carente de la omnipotencia teórica que pretendía, similar a la hegeliana, su fuente. Frente a ella surgieron, y en buena medida por reacción, modelos como el de Popper, donde todo historicismo queda demolido en nombre de la actuación de los individuos libres. Pero es un hecho que tras los hombres, libres o no de facto, se mueven mecanismos que no pueden desconocerse, so pena de mitificar la libertad, su empleo y sus consecuencias.

    Nuestro fin de siglo–y de milenio, según la cuenta cristiano-occidental del tiempo–no proporcionará la solución, aunque sí prepara el camino. Por ello, en lugar de apreciar en la llamada filosofía posmoderna sólo su profundo escepticismo, ya sea como una conquista preciosa, hasta suprema, ya como un síntoma del derrumbe definitivo del pensamiento occidental, parece mejor apreciarla como etapa crítica, de criba, que con su voluntad y consciente propósito a veces–en otras, más allá de ellos– detecta y revaloriza los caminos seguidos por el pensamiento hasta ahora, sus errores, insuficiencias y sendas muertas, y objetivamente constituye un testimonio de la época y sus encrucijadas y paradojas, lo que deberá tener en cuenta inevitablemente el próximo siglo en la labor de reconstrucción filosófica que seguirá.

    Nos atrevemos a afirmarlo a partir de las lecciones de la historia: la cultura o civilización que no resultan destruídos prosiguen su camino, solucionan las crisis al menos parcialmente y, con tropiezos e involuciones y estancamientos o por una vía cualquiera de desarrollo, pasan a una nueva etapa. Aducir que se trata de una corroboración empírica no concede el derecho a afirmar lo contrario.

    Th. Kuhn señaló en su momento las crisis como preámbulos de las revoluciones científicas, tesis en general aplicable a muchos terrenos del pensar. Más allá de las críticas que la obra de Kuhn ha suscitado, merece la pena atender a este aspecto. Pero una crisis puede también desembocar fácilmente en la destrucción.

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