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El modelo económico peruano: Más allá de la leyenda

Enviado por jakizitaaa


Partes: 1, 2

  1. Introducción
  2. Un país en stand by
  3. Las tres décadas perdidas del Perú
  4. Los resultados de las décadas perdidas
  5. Cambiando el paradigma
  6. Los factores del cambio
  7. El gran impacto económico
  8. Derribando mitos
  9. Conclusión
  10. Bibliografía

A inicios de la década de 1990, el Perú cambió su modelo de desarrollo, urgido por circunstancias apremiantes. ¿Por qué el modelo económico peruano permanece a pesar de las críticas del socialismo local, de las crisis internacionales y de los sucesivos gobiernos de izquierda y de centro posteriores a su implementación? Porque funciona. El crecimiento demostró ser el mejor instrumento para combatir la pobreza. Se ha sostenido en una agresiva inserción en la globalización, en un intenso proceso de modernización empresarial y en la persistencia de estables reglas de juego, pero también en una convicción de que sin instituciones y orden interno, y buenas relaciones en el entorno regional, no puede gestarse una economía sana. Para darle futuro y sostenibilidad, lo que queda es enganchar el crecimiento coyuntural a cambios estructurales de segunda generación.

1 Introducción

El triunfo en las elecciones generales de 2011 del comandante Ollanta Humala significó, para muchos peruanos, el fin del modelo económico llamado "neoliberal", aplicado en el país desde 1990. Un 31 por ciento lo había apoyado en la primera vuelta de esos comicios cuando Humala esgrimía el mensaje de La gran transformación, título de su plan de gobierno original y cuyos contenidos no admitía ninguna duda: era una ruptura con el modelo implantado en la década de 1990. Y no solo eso: era un retorno al modelo prevaleciente hasta fines de la década de 1980. Con otra fraseología, pero la misma esencia.

Pocos días antes de asumir el mando, el electo presidente Humala envió una clara señal de que la "gran transformación" la atravesaría él mismo: ratificó al presidente del Banco Central de Reserva del Perú y nombró como ministro de Economía y Finanzas nada menos que al viceministro del mismo sector del gobierno saliente. Este era solo el inicio de lo que sería, días después, la clara señal de que el modelo vigente tendría aún más vida. A un año de asumir el poder, en su mensaje del 28 de julio de 2012, ratifica que sigue por la línea del modelo económico, a pesar del talante de izquierda que anima a su gobierno y de las críticas severas que recibe de quienes lo apoyaron en primera vuelta para que implemente un modelo económico situado totalmente en las antípodas.

¿Qué ha hecho que el modelo económico peruano, implementado a base de las profundas reformas estructurales de la década de 1990, permanezca a pesar de las críticas del socialismo local, de las crisis internacionales y de los sucesivos gobiernos de izquierda y centro que sobrevinieron a la implantación de tales reformas desde hace más dos décadas? ¿Qué tanto de verdad y de mito hay en las razones de su persistencia?

2 Un país en stand by

Por décadas el Perú estaba de crisis en crisis. Durante más de treinta años, todo "mensaje a la nación" de un presidente o de un ministro de Economía dejaba en claro la frase "ajustarse el cinturón" para significar que había que prorrogar las esperanzas de desarrollo. La palabra paquetazo se añadió a la versión peruana del diccionario de la lengua. Se convirtió en un rictus que cada tanto los autos se agolparan en las estaciones de gasolina para "llenar los tanques" ante cada gasolinazo con el que el gobierno iba paliando las crisis presupuestarias, con lo que ajustaba al alza el precio de los combustibles. La convivencia social tenía a la violencia como gran telón de fondo: para referirse solamente a lo que vino desde 1960, en esta década se vivía con el temor al golpe de Estado, en la década de 1970 se sufrió la amenaza de las deportaciones y el "delito de opinión", y en la década de 1980 con el terrorismo marxista-leninista-maoísta.

La situación no parecía tener retorno, pero el Perú encontró una salida, no perfecta, no completa, pero salida al fin. La década de 1990 marcó ese punto de inflexión. El presente ensayo trata de explicar ese tránsito desde las sombras de las "tres décadas perdidas" –las de 1960, 1970 y 1980– hacia las renovadas esperanzas que trajeron las décadas de 1990 y 2000. Esta exploración no pretende un análisis exhaustivo del proceso a través de sus elementos constitutivos –económicos, sociológicos, antropológicos, políticos y hasta culturales–, sino únicamente delinear trazas de reflexión sobre los hechos estilizados desde una perspectiva político-económica de lo que ha significado esa transición.

El presente ensayo no es el espacio adecuado para describir, analizar e identificar todas las variables que ocasionaron la situación que aquí se define como "décadas perdidas", ni tampoco para describir cada política aplicada para el problema. Lo que se buscará es sintetizar la gravedad de la situación generada a partir de una rápida radiografía del proceso que se gestó en dicho periodo de la historia político-económica del Perú, que puede realizarse a base de las dos principales variables macroeconómicas: el crecimiento y la inflación. A partir de ellas, se tratará de delinear, con rasgos gruesos, algunas otras variables importantes que permitan dilucidar si el modelo aplicado desde inicios de la década de 1990 significó una sustancial mejora de lo que anteriormente se aplicó.

3 Las tres décadas perdidas del Perú

De 1962 a 1990, el Perú vivió tres décadas perdidas, cada cual más perdida que la anterior. Involucrados ideológicamente con la combi- nación inflamable de la teoría de la dependencia y de la reivindicación indigenista, matizada con la creciente hegemonía intelectual que el socialismo peruano desplegaba desde inicios del siglo XX y que encontraba en Haya y Mariátegui a sus principales íconos. Por no mencionar la presunta, pero jamás demostrada naturaleza socialista del Imperio incaico, el Perú no parecía tener otro camino que no fuera el del socialismo de la más dura estirpe.

Muchos elementos hicieron factible que se configurase este escenario: un elevado porcentaje de la población peruana en situación de pobreza extrema que sobrepasaba con creces a la mitad del país, un débil y sesgado sistema educativo, y un aparato estatal que crecía desmesuradamente y requería, para su supervivencia, de una masa clientelista que apoyara su crecimiento. Todo esto preparó el caldo de cultivo para el populismo y el dispendio, y, por tanto, a la larga, para la inflación y la postración productiva.

Por estas razones, no es sorprendente que los gobiernos que se implementaron en el Perú desde el golpe militar del 18 de julio de 1962 en contra del Manuel Prado hasta el cierre del Congreso peruano el 5 de abril de 1992 por parte de Alberto Fujimori1 hayan sido de corte antiliberal, que llegaron en su gran mayoría a oscilar entre el socialismo abierto (Velasco) y la socialdemocracia (Belaunde, Morales Bermúdez, García Pérez y el propio Fujimori, al inicio de su primer mandato).

El epítome de este proceso llegó en 1968 con la asunción, mediante un golpe de Estado, del general socialista Juan Velasco. Expresamente cercano a Allende y Castro, Velasco configuró un gobierno abiertamente socialista a base de procesos como la institucionalización de la comunidad industrial, las nacionalizaciones de empresas transnacionales, la eliminación de la libertad de prensa y una reforma agraria que expropió tierras a propietarios privados y que pauperizó la actividad agropecuaria donde se desarrollaba e implantó el cooperativismo.

Aunque en su momento se creyó que era un cambio tardío y, por tanto, nada novedoso, la tendencia actual de los países latinoamericanos que han girado al socialismo en los albores del siglo XXI ha hecho aparecer a las reformas estructurales del Perú de fines del siglo XX como un caso aparte. Pese a que para algunos este proceso fue regresivo en términos distributivos (Bey, 2002; Verdera, 2001), los hechos apuntan a que el Perú reformuló su estrategia de desarrollo con resultados positivos, que no solo se vieron reflejados en mayor efi- ciencia económica, sino también en una mayor equidad distributiva y menos pobreza, aunque todavía persista un tramo por avanzar en la segunda década del siglo XXI. Estas asignaturas pendientes colocan también alertas importantes para explorar canales de mejora al modelo adoptado y desafíos de política, como se analizará al final del presente ensayo.

4 Los resultados de las décadas perdidas

Las tres décadas perdidas han sido materia de muchos análisis, desde numerosos enfoques de investigación (Cotler, 1978; Pinzas, 1981; Pease, 1980; Sheajan, 2001), pero estos autores no suelen calificar a estas décadas como lo hacemos aquí. Admitir que lo fueron sería una forma de avalar el nuevo modelo de desarrollo del Perú.

Para analizar cómo se comportó el crecimiento del PBI peruano, es conveniente examinar la evolución temporal de la tasa de crecimiento Gráfico 1

Crecimiento promedio anual del PBI por décadas (1950-2000)

edu.red

Fuente: Banco Central de Reserva del Perú (BCRP). Elaboración propia.

en el largo plazo. A tal efecto, el gráfico 1 recoge las tasas de crecimiento promedio correspondientes a cada década de los recientes casi sesenta años. Lo interesante es observar en primer lugar que lo que se llama "milagro peruano", en términos de crecimiento económico de la presente década, apenas se acerca a equiparar las tasas de crecimiento promedio de la década de 1960. En ambas décadas la tasa de crecimiento promedio anual se ubica cercana al 6 por ciento, lo que implica que no debe considerarse como algo particularmente extraordinaria esta performance de la economía peruana en estos años, especialmente cuando se toma en cuenta que actualmente la economía está mucho más interconectada, globalizada y relacionada comercialmente que hace cuarenta años, y que esto constituye un elemento sustancial, teniendo en consideración que son los sectores vinculados al comercio internacional los que lideran el actual proceso de crecimiento.

El segundo elemento es que claramente se cayó en un valle a partir de la década de 1960, que se intensificó en la década siguiente y llegó a profundidades críticas en la década de 1980. Nótese que la verdadera caída en la tasa de crecimiento ocurre en la década de 1970, pero no debe olvidarse que las políticas que incubaron la debacle económica se gestaron en la década anterior (Loayza, 2008), con la implementación de la estrategia de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), que alcanzó su plenitud en la siguiente, durante el último gobierno militar. En la década de 1980, esta crisis se profundizó al punto de que la economía peruana prácticamente llegó colapsada a 1990, en que registró una tasa promedio de crecimiento anual negativa.

Este colapso productivo vino aparejado de la inflación galopante. En toda la década de 1980, la inflación tuvo una escalada constante. Empezó en 1980 con 58,5 por ciento. En 1989 la inflación anual fue de 3.399 por ciento y en 1990 alcanzó la astronómica cifra de 7.482 por ciento. Todo esto hizo que la inflación promedio de la década se disparase a casi 240 por ciento anual. Sin embargo, la inflación ya venía escalando fuerte desde la década anterior, aunque nada comparado con la hiperinflación de 1989 y 1990, que a su vez es consistente con el fortísimo crecimiento de la emisión monetaria, que alcanzó tasas de 1.700 por ciento y 4.600 por ciento anual, respectivamente (BCRP, 2012).

La escalada de la inflación que se aceleró en la década de 1980 produjo un proceso consistente de devaluación del sol, lo que prácti- camente pulverizó el valor de la moneda nacional y obligó al gobierno a cambiar de moneda a mediados de esta década: del "sol de oro" al "inti". Los actores económicos, consumidores y productores adaptaron su comportamiento a las expectativas inflacionarias y devaluatorias, y originaron un proceso de dolarización que permanece hasta la actualidad. En efecto, ante la pérdida sistemática e incontenible de valor de la moneda local, tanto las personas como las empresas transaban en dólares y ahorraban en dólares, lo que motivó que los bancos realizaran préstamos en la misma moneda, los alquileres se fijaran en dólares y los precios de muchos productos, sobre todo los importados o con importantes componentes importados, se fijaran en la moneda estadounidense.

Lamentablemente, como la mayor parte de salarios se fijaba en moneda local, la dolarización debilitaba la situación financiera nacional, por el riesgo de una gran devaluación, pues muchos deudores entraban en serio riesgo de romper la cadena de pagos. Esto era aún más grave si tenemos en cuenta que no existían, a fines de la década de 1980, las suficientes reservas internacionales netas (RIN) como para enfrentar contingencias –como la nivelación cambiaria, y así evitar su volatilidad–, porque se habían empleado para financiar la primera etapa del incremento del gasto público que ocurrió a partir de 1985, año de inicio del primer gobierno de Alan García2. De hecho, mientras en ese año las RIN eran cercanas a los 1.500 millones de dólares, solo dos años después cayeron a poco más de 3 por ciento y en 1988 registraron un valor negativo por 352 millones de dólares (BCRP, 2012).

El crecimiento y la inflación constituyen variables claves que impactan directamente en otra variable de especial importancia para el Perú: la pobreza. Empezando por lo último, se sabe que la inflación actúa como un impuesto que apremia fundamentalmente a los más pobres, en la medida en que estos no tienen la defensa a la que sí pueden echar mano los que pueden comprar activos cuyos valores se revalúan con la propia inflación. En el caso de los pobres, al disponer solamente de sus magros ingresos monetarios, deben resignarse a que el valor adquisitivo de su dinero sea "licuado" por el aumento generalizado de precios.

Sin embargo, otras variables extraeconómicas, pero de alto impacto en la economía, permiten comprender mejor cómo se deterioró el Perú en las tres décadas perdidas. Por ejemplo, la pobreza empeoró notablemente, lo cual no debe llamar ahora la atención, en tanto, como incluso sostienen ahora muchos analistas que hasta hace poco pensaban distinto: el crecimiento económico reduce la pobreza. Obviamente lo contrario es cierto también: el decrecimiento económico incrementa la pobreza. Aunque estructuralmente la población del país ha sido pobre, y, en muchos casos, extremadamente pobre, la debacle del crecimiento durante las tres décadas perdidas hace pensar que esa pobreza se incrementó a niveles insospechados, que llegó a inicios de la década de 1970 a la penosa situación de que el 64 por ciento de peruanos era pobre, situación que era más dura en el ámbito rural, donde el porcentaje de pobres alcanzaba el 84,5 por ciento, bastante más que en las urbes, donde este porcentaje era de 39,6 por ciento (Escobal y otros, 1998). Lamentablemente no existen indicadores de pobreza con antelación a la década de 1970, pero en la década de 1960 se podía encontrar a niños que recogían sobras de comida tiradas al suelo y a fines de la década de 1980 era común que las madres de los asentamientos más pobres alimentaran a sus hijos con alimento para animales3. La mendicidad era abrumadora en todas las ciudades importantes del país.

También el Perú se aisló de la comunidad financiera internacional, en particular como producto de la acción del primer gobierno de Alan García, quien, al asumir el mando en julio de 1985, anunció que su gobierno limitaría el pago de la deuda externa al 10 por ciento de los ingresos por exportaciones. Ante este pronunciamiento, el Fondo Monetario Internacional declaró al Perú "país no elegible", con lo que dejó de ser sujeto de crédito internacional para importantes organismos multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial. El resultado de corto plazo fue el desfinanciamiento de gran número de obras públicas que se habían aprobado en el segundo gobierno de Belaunde, mientras que a mediano plazo fue el aislamiento internacional a partir de una relación de confrontación del Perú con los acreedores extranjeros.

El impacto más perverso fue el deterioro de la infraestructura pública y la pérdida del patrimonio infraestructural (el sector vial fue el más representativo). Durante la década de 1980, y debido a la escasa inversión en conservación y rehabilitación de carreteras, el Perú perdió gran parte de su patrimonio vial. En 1990, la red vial, de 70.000 kilómetros de extensión, se encontraba en 76 por ciento en estado malo, 16 por ciento en estado regular, 8 por ciento en estado bueno.

Esto incluía los dos ejes viales más importantes: la carretera Panamericana y la Carretera Central. Una situación similar presentaban las otras infraestructuras de transporte. Este deterioro generaba desarticulación e incomunicación, y acentuaba las fuerzas que pusieron al país al borde del colapso económico. También fue notorio el colapso de las infraestructuras de energía eléctrica y saneamiento, que impactó directamente en las condiciones de vida urbanas en la forma de apagones y desabastecimientos de agua4.

El gobierno de Alan García planeó compensar ese efecto mediante una reactivación de la economía apoyando al empresariado nacional, a base de un crecimiento del mercado interno acompañado de un incremento en el empleo y de los salarios, y de la subvención a las empresas nacionales con la venta de dólares al tipo de cambio preferentes5. Estas fueron las bases de lo que se conocería como su programa económico "heterodoxo", que se puede resumir en: i) una política de intervención estatal selectiva en la economía, con uso extendido de subsidios estatales tanto a las empresas como a los trabajadores para estimular la economía deprimida y revivir el crecimiento; ii) medidas de control inflacionario como un complejo sistema de controles de salarios y precios; iii) una política fiscal orientada a crear empleo, que se llevó a cabo a través de programas para contratar trabajadores para proyectos estatales, diseñados para mejorar las condiciones de vida en los pueblos jóvenes y áreas rurales empobrecidas6; y iv) una política monetaria que proveyera suficiente financiamiento para todo lo anterior. Estas medidas estimularon la demanda de consumo desde lo económico, en tanto que políticamente ayudaron a consolidar un sistema de "clientelaje" (Klaren, 2004).

Como telón de fondo, el Perú se vio cercado en esos años por el fenómeno del terrorismo marxista-leninista-maoísta. En una primera etapa, por la aparición de brotes aislados en la década de 1960, los cuales fueron adecuadamente controlados en la década siguiente por acción del gobierno militar que ejerció hasta 1979, pero, posteriormente, en una segunda etapa, el terrorismo fue encarnado por las sangrientas organizaciones clandestinas Sendero Luminoso, que a partir de 1980, con el ataque a la Policía de Chuschi, en Ayacucho, empezó su asalto al Estado peruano7, en una lucha a la que, cuatro años después, se plegó el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).

Estas organizaciones, que habían enfatizado sus asaltos en los Andes del sur durante toda esa década, a inicios de la década de 1990 ya habían intensificado sus acciones de terror en la propia capital peruana, cercando prácticamente al Estado y la sociedad peruana en el corazón mismo de la República. El resultado "oficial" fue más de 69.000 muertos8, de los cuales 22.507 fueron documentados por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), en adición a miles de desplazados forzados, personas torturadas, desaparecidas, y pérdidas materiales por miles de millones de soles por la destrucción de la infraestructura productiva y vial (CVR, 2003). Según Human Rigths Watch, solo Sendero Luminoso asesinó alrededor de la mitad de las víctimas y las Fuerzas Armadas fueron responsables aproximadamente de la tercera parte de los fallecidos. El resto murió a manos del MRTA, acciones de ronderos y otros no determinados (HRW, 2003).

5 Cambiando el paradigma

En la década de 1990, el Perú cambió su modelo económico de desarrollo como consecuencia del descalabro fiscal y de la hiperinflación cultivada en las dos décadas previas. Cerró los agujeros presupuestarios deshaciéndose de empresas públicas deficitarias y, con los primeros buenos resultados, se fue gestando un cambio en la concepción sobre el agente principal del crecimiento económico, lo que generó un gran incentivo para la inversión privada en el Perú. Así, la economía y la sociedad peruanas asumieron progresivamente el paradigma de desarrollo basado en la iniciativa privada y el mercado, a la vez que la reducción de la participación estatal en la economía.

La lógica subyacente a este nuevo paradigma de desarrollo y a cada subproceso que implicó se detalla en el gráfico 3. De 1960 a 1990 la estrategia de desarrollo se fundamentó en el concepto de que el Estado era el responsable directo de liderar el desarrollo nacional, no solo en el papel de establecer las reglas de juego para la actuación de los actores económicos, sino también en su participación directa en todas las actividades de la economía que sean necesarias, sin ninguna restricción. Este rol del Estado era el único congruente con el diagnóstico del subdesarrollo que se había identificado y con la estrategia de desarrollo asumida para el logro planteado, en el terreno económico.

El diagnóstico estaba marcado por los postulados de la conocida "teoría de la dependencia", que en el Perú apareció a fines de la década de 1950 y a fines de la década siguiente estaba en todo su furor (Con- treras, 2003). La teoría de la dependencia utiliza la dualidad centroperiferia, una versión internacional de la lucha de clases, para lo que alega que la economía mundial se dividía entre el "centro" industrial –Estados Unidos y Europa occidental– y la "periferia", productora de materias primas. Así se generaría una dinámica por la cual los términos de intercambio siempre se deterioran en contra de la periferia, lo que configuraba un diseño desigual de la economía mundial perjudicial para los países no desarrollados, que ejercen un rol de producción de materias primas, en tanto que las decisiones fundamentales se adoptan en los países "centrales", encargados de la producción industrial de alto valor agregado. El corolario natural era la negación de los beneficios del comercio mundial, pues solo era una forma de robo y explotación que las naciones industriales y sus corporaciones multinacionales perpetraban sobre los países no desarrollados. Según Yerguin y Stalislaw (1998), tuvo dominio absoluto desde fines de la década de 1940 hasta la de 1980, pero identifican sus orígenes en el final de la década de 1920, cuando la Gran Depresión causó el colapso de los precios de las materias primas que devastó las economías latinoamericanas orientadas a la exportación. A fines de la década de 1940, los elementos esenciales de su concepción eran expuestos y promovidos por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), muy especialmente de 1948 a 1962, cuando la dirigió el economista argentino Raúl Prebisch.

En concordancia con la teoría de la dependencia, se profundizó el control del Estado, especialmente a partir de 1968, con la irrupción del gobierno militar de Velasco, lo que configuró una economía cerrada y proteccionista con elevadas barreras al comercio exterior. En particular, durante el gobierno militar de 1968 a 1980 se expropiaron muchas empresas privadas y se limitó la inversión extranjera, a la par que el Estado no invertía mayormente en servicios vitales, como infraestructura, educación y salud. Además, se utilizó extensivamente el concepto de "seguridad nacional", consistente con la cosmovisión militar del gobierno, para justificar que el Estado se hiciera cargo directamente de los "sectores estratégicos" de la economía, con la contrapartida de la "demonización" de la inversión extranjera.

Los gobiernos de las décadas de 1960 y 1970 incrementaron así, basados en este paradigma, el control estatal o, al menos, su participación en casi todas las actividades económicas. Como resultado de esta política, se crearon empresas públicas, se expropiaron empresas privadas y se adquirieron otras casi en quiebra para asumir, a través de ellas, la dirección de las principales actividades económicas del país. La mayoría de estas empresas públicas funcionaron bajo estructuras monopólicas. Así se configuró un escenario en el cual confluyeron dos fenómenos concordantes con el comportamiento esperado de las burocracias públicas9. Por un lado, se eliminaron los incentivos a la eficiencia y a la generación de ganancias para efectos de supervivencia, pues cualquier pérdida era inmediatamente cubierta por el fisco, en aras de la seguridad estratégica. Por otro lado, las empresas públicas fueron manejadas frecuentemente por simpatizantes del gobierno con intereses políticos antes que con visión comercial. Las empresas de propiedad estatal, mal dirigidas y económicamente inestables, proveyeron un pobre servicio a una población creciente.

El incremento desmedido del déficit ocasionó la hiperinflación. La economía fue afectada por la segunda más alta tasa de inflación en el mundo y las empresas de propiedad estatal fueron ineficientemente reguladas, como resultado de una enorme burocracia y de una lenta dirección, sin autoridad de decisión empresarial. Las pérdidas incurridas por las empresas de propiedad del Estado fueron creando serios problemas presupuestarios para el Gobierno, ya que esas empresas no eran sujetos de quiebra como las empresas privadas y además eran financiadas por incremento en la emisión de moneda.

6 Los factores del cambio

Se puede afirmar que el objetivo primordial bajo el modelo anterior fue luchar contra la dependencia. La estrategia concordante con esta visión tenía que ser romper la dinámica centro-periferia y en vez de exportar materias primas e importar productos manufacturados, era conveniente optar por un proceso acelerado de industrialización. Esta estrategia se denominó la "industrialización por sustitución de importaciones" (ISI), que consistía en romper los vínculos con el comercio mundial mediante altas tarifas y otras formas de proteccionismo y ayudar en todo lo necesario para que naciera una nueva industria nacional. Entre estas medidas, las monedas fueron sobrevaloradas10, lo que abarataba las importaciones de los equipos necesarios para la industrialización, y todas las demás importaciones fueron severamente racionadas mediante permisos y licencias, los precios internos eran controlados y manipulados, los subsidios se multiplicaron, además muchas industrias y actividades fueron nacionalizadas. Yerguin y Stalislaw (1998) sostienen que esta mayor intervención estatal, unida al anatema del mercado y al proteccionismo, fue favorecida tanto por el desarrollo del Estado del bienestar social y el intervencionismo keynesiasno como por el prestigio del marxismo y de la Unión Soviética. Otro factor que también motivó a los economistas latinoamericanos y a sus gobiernos fue el antiamericanismo, la antipatía hacia las grandes empresas estadounidenses que se percibían como explotadoras en América Latina. La proliferación de controles y regulaciones creó incentivos perversos para los empresarios nacionales, pues la forma de lograr ganancias económicas dependía de la habilidad para ganarse a la burocracia en vez de ganarse al mercado.

Hasta la década de 1970, esta estrategia tuvo un éxito aparente, traducido en un ingreso real per cápita, que casi se duplicó entre 1950 y 1970 para América Latina, lo que vino aparejado de la creación de una clientela política muy grande, beneficiaria de esa política basada en la discrecionalidad estatal antes que en los méritos de la competencia (Yerguin y Stalislaw, 1998). Cuando en la década de 1980, el modelo antiguo fue presentando su debilidad estructural y entró en crisis, los teóricos de la dependencia sostenían que los gobiernos no estaban haciendo lo suficiente y que se debían de acercar al modelo de una economía centralmente planificada como la soviética y la de Europa del Este.

En el caso del Perú, este momento de quiebre se empezó a manifestar en 1986 con el trabajo de Hernando de Soto (1986), que tuvo un fuerte impacto en enfocar el problema del atraso económico del país como el resultado de políticas públicas inadecuadas, fundadas en la preeminencia del Estado, lo que contrastó la idea de que se debía a las distorsiones creadas por el orden internacional asimétrico que reivindicaba la teoría de la dependencia. Este fue el punto de partida de un viraje en el enfoque de la crisis peruana, lo que ha devenido en lo que Contreras (2003) califica como un viraje en el tratamiento intelectual peruano en los últimos años que va cuestionando el modelo de la teoría de la dependencia, desarrollado durante la época anterior, y cuyos exponentes más conspicuos pertenecen a las élites intelectuales de las más renombradas universidades peruanas. Para Contreras, si antes se situaba como culpable del atraso del Perú a la élite empresarial, esta visión sitúa en esa posición al Estado. Al menos, comparten el banquillo. Desde la perspectiva histórica, la independencia ya no ten- dría que ser concebida solo como un cambio político puro, sino como un cambio de política económica. La visión tradicional de un Estado peruano que nació con la independencia como un brazo del neocolonialismo, destinado a facilitar el control extranjero de la economía, cede paso a la de un Estado que llegó a desarrollar una conducta autónoma e incluso de tenor nacionalista durante algunos periodos, como el de la posindependencia, el de la posguerra con Chile o el del militarismo reformista de 1968. Las élites del país no fueron necesariamente burguesías entregadas al capital extranjero e intermediarias entre ese capital y el interior feudal, sino que desarrollaron proyectos económicos y políticos propios, no pocas veces enfrentados a los intereses del imperialismo.

El definitivo crack ocurrió a fines de la década de 1980, lo que se evidenció en la campaña de Mario Vargas Llosa de 1989-1990, con el mensaje liberal que sustentó su postulación a la Presidencia de la República y que, a pesar de no resultar ganador, fue el proceso inspirador del cambio de paradigma de desarrollo sobre el que se fundamentó el modelo que después implementaría su contrincante Alberto Fujimori y que terminaría por consolidarlo como el tercer pilar de la resurrección liberal en el Perú de fines del siglo XX. Debe recordarse que Fujimori gana las elecciones de 1990 debido a que propone una plataforma programática abiertamente antiliberal para contrarrestar a Vargas Llosa. Y lo logra aglutinando los votos del socialismo duro y de la socialdemocracia, incluido en esta el APRA. En realidad, Fujimori nunca fue, al menos entonces, un total convencido de las políticas liberales en lo económico. De hecho, no fue un liberal, pero debió optar por medidas de ese tipo ante la gravedad de la crisis que asumió al tomar el gobierno. Una muestra de lo distante del liberalismo en que estaba Fujimori fue que, en su primer gabinete de 1990, se encontraban Juan Carlos Hurtado Miller, presidente del Consejo de Ministros, proveniente del socialdemócrata Acción Popular –el mismo partido del que sería presidente de transición Valentín Paniagua– y varios ministros de orientación socialista, como Carlos Vidal en Salud, Gloria Helfer en Educación y Fernando Sánchez Albavera en Energía y Minas, además de otros ministros provenientes del aprismo. Eran tiempos de vicisitudes y vaivenes en el pensamiento de Fujimori de ese tiempo, al inicio de su gobierno (Boloña, 1994).

En el gráfico 2 se observa mejor el proceso de cambio paradigmático. La implementación de este cambio de paradigma se fundamentó en la construcción de un clima favorable de inversión que sustentara una nueva visión del desarrollo nacional, la que colocaba a la inversión privada como el motor del proceso.

Gráfico 2

El cambio del paradigma del desarrollo en el Perú

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El clima de inversión puede ser definido como el conjunto de factores específicos de un espacio territorial que configuran las oportunidades e incentivos de las empresas para hacer inversiones productivas, realizar innovación tecnológica sostenida y ampliar sus operaciones, con la consecuente mejora en el nivel de empleo de los factores internos (Banco Mundial, 2005). Este concepto involucra la tradicional referencia al "riesgo país", las restricciones y limitantes a la inversión extranjera, la apertura comercial, el desarrollo del sistema financiero y otros indicadores político-institucionales, como la solidez y el arraigo del Estado de derecho –incluida la fortaleza de los derechos de propiedad–, la corrupción en las prácticas burocráticas públicas como empresariales privadas, el marco jurídico y la gestión gubernamental para el crecimiento económico. Se concibió que la construcción de un mejor clima de inversión era un elemento clave que retroalimenta todos los cambios estructurales necesarios para el nuevo proceso de desarrollo. Y que las mejoras en el clima de inversión eran cruciales para estimular el crecimiento y reducir la pobreza.

La construcción del clima de inversión se constituyó en la piedra angular de la nueva estrategia de desarrollo basada en la visión de la inversión privada como motor del desarrollo. El principal propósito de esta nueva visión fue la lucha contra la pobreza –en vez de la lucha contra la dependencia– y la estrategia consistente fue la generación de competitividades para afrontar un mundo global. Esta visión es consistente con la que profesan organismos como el Banco Mundial. Según Smith y Hallward (2005), a este organismo solo le interesa el crecimiento económico en tanto lo considera instrumento para reducir la pobreza y mejorar el nivel de vida. Estos autores sostienen que existen pruebas empíricas de la relación entre el clima de inversión y la reducción de la pobreza, que pueden verse en las pruebas en todos los países que muestran que el crecimiento en conjunto y el crecimiento de los sectores pobres se encuentran íntimamente relacionados.

La nueva visión del desarrollo se implementó a través de dos ejes de cambio. Por un lado, un conjunto de políticas de estabilización, que atravesaron desde lo económico a lo institucional. Por otro lado, un conjunto de reformas estructurales que también fueron transversales a lo largo de los mismos polos. Así, los ejes de cambio que se implementaron desde 1990 bajo el nuevo paradigma se desplegaron en diez políticas bien definidas, cuatro de ellas de estabilización y seis orientadas a los cambios estructurales.

Como se muestra en el gráfico 3, las políticas de estabilización básicas fueron: i) la reconstrucción institucional, cuyos pilares fueron la lucha contra el terrorismo, la creación de nuevas instituciones y la recomposición de las relaciones internacionales; ii) la estabilización de precios y el control de la inflación; iii) la reinserción financiera internacional para reabrir las posibilidades de acceder a los mercados mundiales de crédito; y iv) la recuperación de la infraestructura básica, principalmente en el sector vial. Por su parte, los procesos de cambio estructural fueron: i) la reestructuración del orden legal, ii) la apertura comercial, iii) la profundización financiera, iv) las privatizaciones, v) el desarrollo de infraestructuras y vi) la reforma del Estado. Cada proceso tuvo su propia dinámica y sus niveles de éxito, pero todos ellos se extendieron, en realidad, en todo el horizonte 1992-2012. Es decir, más allá de lo que duró el gobierno que implementó el modelo.

Gráfico 3

El cambio del paradigma del desarrollo en el Perú

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El nuevo paradigma del desarrollo, plasmado en el modelo aplicado desde inicios de la década de 1990, mostró un conjunto de resultados positivos que marcaron un punto de inflexión en relación con las tres décadas perdidas que lo precedieron, los cuales pueden sintetizarse, en lo que respecta a lo económico, en que sentó las bases del crecimiento que hoy experimenta el Perú.

7 El gran impacto económico

El resultado más importante fue el de la reconstitución institucional del país, que permitió construir el contexto más apropiado para la nueva legislación y, con esto, el clima para incentivar las inversiones privadas, nacionales o extranjeras. Además, la derrota del terrorismo, el cierre de las escaramuzas externas y la configuración del marco legal e institucional que brinde las seguridades a la inversión son hechos inmensamente importantes para atraer capitales privados. Y no solamente capitales para incursionar en los segmentos usualmente copados por las empresas privadas, sino también para incorporarse a algunas tareas que tradicionalmente han permanecido bajo la órbita estatal, como las infraestructuras de bienes públicos.

Naturalmente el tránsito no fue fácil. Hubo reacciones entonces, como las hay en la actualidad. El caso de la privatización fue emblemático, pues a pesar de que al inicio de la década de 1990 hubo casi total consenso en las ventajas de acabar con los grandes déficits de las empresas públicas que afectaban la economía en general, por razones políticas, a partir de finales de esa década, se le cuestionó severamente (Ruiz, 2007; Congreso del Perú, 2001). Sin embargo, a pesar de que la privatización entendida como enajenación de activos estatales se detuvo a raíz de la presión política, la incorporación de capital privado a actividades que tradicionalmente estaban solo en manos del sector público ha continuado hasta ahora, a través del mecanismo de las asociaciones público-privadas, por ejemplo (D"Medina, 2007). Algo que el propio presidente Humala asumió como compromiso en su hoja de ruta y que ratificó en su mensaje del 28 de julio de 2012.

Esta es una de las variables que han influido en el cambio del patrón temporal del crecimiento. De 1968 –año en que empezó el gobierno militar de Velasco– a 1990 el perfil de la tasa de crecimiento de la economía peruana fue muy fluctuante, especialmente en la década de 1980, pues alternaron valores positivos y negativos. Destacan particularmente el pico de crecimiento de 12,1 por ciento de 1986 que estaba alimentado con una política de demanda agregada expansiva y los dos valles profundos del 9,3 por ciento de 1983 y del 13,4 por ciento de 1989 (BCRP, 2012), que coincidieron con shocks como el fenómeno de El Niño en el primer caso y la bancarrota interna que devino en la quiebra de las RIN y en la decisión del gobierno de Alan García de estatizar la banca.

A partir de 1990, el patrón es totalmente distinto. Prácticamente solamente hubo un pequeño negativo de -0,7 por ciento en 1998, que se debió a la confluencia de la crisis mexicana, la crisis brasileña11 y la crisis asiática, pero también hubo el pico más alto de los últimos treinta años en 1994, en que se creció al 12,8 por ciento. La década de 1990 presentó más fluctuaciones que la década de 2000 (BCRP, 2012). En esta última, solamente se ha crecido aunque sin picos espectaculares, pero sosteniendo una tasa ascendente que solo fue interrumpida por la caída de 2009 debida a la crisis estadounidense de 2008.

De Althaus (2007) encuentra tres explicaciones principales de la diferencia del patrón de crecimiento entre las décadas de 1990 y de 2000. Primera, por el contexto internacional, que fue altamente inestable en la década de 1990, cuando el mundo recién salía de los efectos de la caída del Muro de Berlín en 1989, que incluso desencadenó crisis importantes al final de la década, situación muy distinta a la de la siguiente, en la cual hasta 2008 el crecimiento de la economía mundial fue muy sostenido y permitió generar una dinámica muy favorable que se tradujo en excelentes precios de los commodities, por ejemplo. Segunda, por las condiciones político-sociales internas, que en la década de 1990 se planteaban todavía como turbulentas y que se hicieron más complicadas por el proceso político interno que estaba marcado, a finales de la década, por el propósito reeleccionista de Fujimori y las consecuencias que eso trajo, lo que configuró un escenario. Y tercera, la reconversión del aparato productivo que se produjo en la década de 1990 fue la plataforma desde la cual se pudo competir en la siguiente década, en condiciones de mayor competitividad internacional, no solo a nivel de materias primas exportadas, sino también con un proceso reconvertido de industrialización, cuya génesis fue posible por las reformas de la década de 1990 y que terminó por despegar en la década de 2000.

Partes: 1, 2
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