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Proyecto geo-político de Simón Bolívar. La constitución boliviana (página 3)


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»Nuestros diversos poderes no están distribuidos cual lo requiere la forma social y el bien de los ciudadanos. Hemos hecho del legislativo, el cuerpo soberano, cuando no debía ser más que un miembro de ese soberano; le hemos sometido al Ejecutivo, y dado mucho más parte en la administración general que la que el interés legítimo permite. Por colmo de desacierto se ha puesto toda la fuerza en la voluntad y toda la flaqueza en el movimiento y la acción del cuerpo social… Todos observan con asombro el contraste que presenta el Ejecutivo, llevando en sí una superabundancia de fuerza al lado de una extrema flaqueza; no ha podido repeler la invasión exterior o contener los actos sediciosos, sino revestidos de dictadura. La Constitución misma, convencida de su propia falta, se ha excedido en suplir con profusión las atribuciones que le había economizado con avaricia. De suerte que el gobierno de Colombia es una fuente mezquina de salud, o un torrente devastador…

»Destruida la seguridad y el reposo, únicos anhelos del pueblo, ha sido imposible a la agricultura conservarse siquiera en el deporable estado en que se hallaba. Su ruina ha cooperado a la de otras especies de industria, desmoralizando el albergue rural, y disminuyendo los medios de adquirir; todo se ha sumido en la miseria desoladora; y en algunos cantones los ciudadanos han recobrado su independencia primitiva, porquer perdidos sus goces nada los liga a la sociedad y aún se convierten en sus enemigos. El comercio exterior ha seguido la misma escala que la industria del país; aún diría, que apenas basta para proveernos de lo indispensable; tanto más que los fraudes favorecidos por las leyes y por los jueces, seguidos de numerosas quiebras, han alejado la confianza de una profesión que únicamente estriba en el crédito y buena fe. Y ¿qué comercio habrá sin cambios y sin provechos?

»¡Legisladores! Ardua y grande es la obra que la voluntad nacional os ha sometido. Salvaos del compromiso en que os han colocado nuestros conciudadanos salvando a Colombia. Arrojad vuestras miradas penetrantes en el recóndito corazón de vuestros constituyentes: allí leeréis la prolongada angustia que los agoniza: ellos suspiran por seguridad y reposo. Un gobierno firme, poderoso y justo es el grito de la patria. Miradla de pie sobre las ruinas del desierto que ha dejado el despotismo, pálida de espanto, llorando quinientos mil héroes muertos por ella, cuya sangre sembrada en los campos hacía nacer sus derechos. Sí, legisladores: muertos y vivos, sepulcros y ruinas, os piden garantías. Y yo que, sentado ahora sobre el hogar de un simple ciudadano y mezclado entre la multitud, recobro mi voz y mi derecho, y que soy el último que reclamo el fin de la sociedad, yo que he consagrado un culto religioso a la patria y a la libertad, no debo callarme en momento tan solemne. Dadnos un gobierno en que la ley sea obedecida, el magistrado respetado, y el pueblo libre».

Pero si Bolívar aspiró a calmar las desconfianzas que inspiraban sus ideas políticas presentándose a la Convención con la propuesta implícita en su mensaje, que suponía la sustitución del Código boliviano y de la Constitución de Cúcuta por un régimen presidencial sólido, no por ello alcanzó a afectar, como hubiera sido su deseo, los fundamentos de la hábil estrategia política del general Santander, la cual se circunscribía a presentar un proyecto de Constitución susceptible de inspirar las simpatías de los venezolanos y de los representantes de los departamentos del Sur, para descomponer así el bloque de los diputados bolivianos. Santander sabía que para lograrlo le bastaba dar a este proyecto un sentido federalista, pues la resistencia que existía en toda la Gran Colombia contra el gobierno de Bogotá, fácilmente se sentía interpretada con instituciones de este género, lo que haría difícil a los representantes de aquellos departamentos perseverar en su adhesión a las ideas centralistas de Bolívar. Por eso en el proyecto presentado el 29 de mayo por el señor Azuero a la Constituyente, además de la supresión del régimen de las facultades extraordinarias del presidente, se dividió as la República en veinte departamentos; se estableció para cada uno de ellos una Asamblea con facultades legislativas; se dio tales Asambleas autorizaciones para presentar al Poder Ejecutivo las ternas dentro de las cuales éste debía escoger al gobernador del Departamento y se estableció un Consejo de Estado, cuyo concepto debía acatar el presidente para tomar las más importantes decisiones del gobierno, Consejo en el cual tenían mayoría los miembros del mismo elegidos por el Congreso.

Una vez presentado este proyecto, Santander inició hábil labor de penetración en los diputados venezolanos, demostrándoles cómo en sus clásulas estaba la más patente prueba de que los granadinos no tenían interés ninguno en sojuzgar a los venezolanos y que para establecer las relaciones entre los dos pueblos en un pie de absoluta igualdad, él y los miembros de su partido habían optado un sistema prácticamente federal, que dejaba a cada una de las regiones de la Gran Colombia en libertad para manejar sus propios intereses. Pero no redujo Santander sus actividades a este aspecto esencial del gran problemas político que debía resolverse en Ocaña. Consciente de las resistencias que existían en extensos sectores de la opinión venezolana contra los militares, no vaciló en prometer que él y su partido estaban disopuestos a delantar una política de licenciamiento general de las fuerzas armadas, como a poner término a los ambiciosos planes continentales de Bolívar, que suponían erogaciones cada día más crecidas y el aumento indefenido de los impuestos. Federalismo disimulado para satisfacer las ambiciones autonomistas de Venezuela y de los departamentos del Sur y radical disminución del ejército y la Marina para recoger la simpatía de todo el elemento civil, tanto en la Nueva Granada como en Venezuela y hacer posible una reducción de los impuestos, en cambio de su aumento. He aquí los postulados fundamentales de que se valdría Santander para afectar profundamente la unidad del grupo boliviano en la Convención.

Entonces pudieron apreciarse las limitaciones que circunscribían la actividad de Bolívar y el campo amplísimo en que el prócer granadino podía moverse para alcanzar sus fines. Si Bolívar hubiera estado en un caso semejante al del año de 1816, cuando su aspiración era agrupar alrededor suyo todos los intereses, por disolventes que ellos fueran, no hubiera vacilado, como no vaciló en aquel año, en ponerse al frente de las pasiones y anhelos que en este momento decisivo en la historia de América se negaban a un ordenamiento político capaz de evitar el desencadenamiento de la anarquía en el continente. Pero aspirando a erigir, con unas instituciones sólidas, los diques necesarios para el encauzamiento de las fuerzas disolventes que había puesto en marcha la guerra de la independencia, cuando su adversario hablaba de derechos él seveía obligado a hacerlo de deberes, y cuando Santander se oponía a nuevos impuestos y a nuevas intervenciones de Colombia en el hemisferio, el Libertador sólo podía exigir sacrificios, para obtener los cuales no disponía de otrs estímulos que los de la gloria y las grandezas de un futuro que, por su lejanía brumosa, únicamente despertaba el entusiasmo en limitados sectores de las comunidades americanas. «Compárense –decía Bolívar en su Mensaje- los gloriosos resultados de los años anteriores a 1822 con los que han seguido. Véanse en aquellos tiempos al pacífico ciudadano, al pastor, al labrador, al comerciante y al artesano gustosos prestando obediencia a la ley, y el sobrante de su industria para sostener al gobierno. Entonces hubo virtud en el pueblo porque un entusiasmo saludable servía de freno a la corrupción y a los vicios y de estímulo para cimentar el orden. Mas, en el día en que todos hablan de sus derechos y ninguno de sus deberes, los vínculos sociales se han relajado, los vicios y los crímenes se han multiplicado, y si un recuerdo de nuestros días heroicos no hubiese detenido a la República al borde mismo del precipicio, ella habría parecido infaliblemente».

Cuando los diputados bolivianos, encabezados por Castillo Rada, presentaron un proyecto de Constitución sustitutivo del de Azuero, en el cual se fijaban, de acuerdo con el mensaje de Bolívar, las características del régimen presidencial, es decir, se suprimían las facultades legislativas de las Asambleas, se señalaba al presidente la facultad de nombrar libremente a los gobernadores y se le otorgaba decisiva influencia en la constitución del Consejo de Estado, se pusieron en evidencia los progresos alcanzados por la política de Santander en la Convención, pues un numeroso grupo de diputados venezolanos –que originalmente habían figurado en el partido boliviano- comenzó a contemporizar con las ideas políticas del prócer granadino. Comprendiendo Castillo Rada que la batalla estaba perdida, pensó en la conveniencia de que el Libertador viniera a la Convención para equilibrar la enorme influencia de Santander en ella y después de consultárselo propuso su llamamiento, Santander y sus amigos se dieron cuenta de todos los peligros que, para los éxitos ya logrados, podía tener la intervención personal de Bolívar en las deliberaciones, y antes de que la Asamblea procediera a pronunciarse sobre la propuesta de Castillo, desataron una ofensiva general contra la conveniencia de invitar a Bolívar a participar en los debates. Primero los más exaltados adversarios del Libertador pronunciaron encendidos discursos contra el «tirano», cuya presencia en Bucaramanga, según dijeron, constituía una amenaza para la libertad de los siputados; y, por último, el propio Santander cerró aquel histórico debate con un discurso tranquilo, en el cual, después de hacer grandes elogios a Bolívar y a sus servicios a la causa de América, expresó su temor de que la presencia del Libertador pudiera amenazar la libertad de los diputados en sus deliberaciones, pues, según manifestó, a él le había ocurrido muchas veces que después de acercarse lleno de indignación a Bolívar, tras de oírlo había salido desarmado y lleno de admiración por aquel hombre extraordinario. Concluyó recomendado se negara la proposición de Castillo, para que los constituyentes pudieran tomar sus decisiones guiados solamente por los dictados de su conciencia y no por la avasalladora influencia del genio de Bolívar.

Precisamente en el acto de pronunciarse la Asamblea sobre la conveniencia de invitar a Bolívar a participar en sus deliberaciones, debía ponerse de manifiesto la forma decisiva como la política de Santander había afectado la unidad del bloque de diputados bolivianos, pues tal acto culminó con la adhesión, a los amigos de Santander, de un grupo de venezolanos, quienes decidieron con su voto la fundamental cuestión planteada a la Asamblea por la moción de Castillo. De esta manera Santander se adueñó definitivamente de la opinión de la Constituyente y quedó en posibilidad de imponer en ella su criterio, sus ideas y también sus odios, Bolívar recibió la penosa noticia en Bucaramanga, y entre la magnitud de la derrota sufrida no pudo disimular la inmensa amargura que le dominó. «Mis amigos –le escribió a Páez– hacen todo lo que pueden para formar constitución propia y adecuada a la situación de Colombia; y para lograr mayores sucesos habían pensado llamarme a Ocaña. Para esto se habían convertido treinta y ocho diputados, y después de muchos debates se quedó la moción si efecto, porque todos los venezolanos se opusieron, excepto tres o cuatro… Vea usted los amigos y compatriotas que tenemos…»

En los días inmeditamente siguientes –en los que Bolívar sólo recibió noticias de los fracasos sufridos por Castillo Rada en sus desesperados intentos por llegar a un acuerdo con Santander-, en su espíritu comienza a librarse una dramática lucha entre sus seguros instintos de conductor de hombres que le indicaban la necesidad de no tener más contemplaciones con sus adversarios y esa permanente preocupación, que nunca le abandonó, de conducirse en todos los actos de su vida pública en forma que ellos no fueran susceptibles de hacerle aparecer ante la opinión de América y de la Europa Liberal como un déspota arbitrario, indigno del título de Libertador. «Yo –le escribía a Urdaneta– me sepulto vivo ante las ruinas de esta patria por complaciente y dócil a los consejos de los tontos y de los perversos; por lo mismo; debo irme o romper con el mal. Lo último sería tiranía y lo primero no se puede llamar debilidad, pues no la tengo. Estoy convencido de que si combato triunfo y salvo el país y usted sabe que yo no aborrezco los combates. Mas ¿por qué he de combatir contra la voluntad de los buenos que se llaman liberales y moderados? Me responderán a esto que no consulté a estos mismos buenos y liberales para destruir a los españoles y que desprecié para esto la opinión de los pueblos; pero los españoles se llamaban tiranos, serviles, esclavos y los que ahora tengo al frente se titulan con los pomposos nombres de republicanos, liberales, ciudadanos. He aquí lo que me detiene y me hace dudar».

A estas dudas puso término la decisión, tomada por Castillo y los convencionistas bolivianos, de retirarse de la Asamblea de Ocaña para privarla del quórum reglamentario. No bien el Libertador fue notificado de este propósito, sin calificarlo abiertamente de conveniente, lo aceptó por juzgarlo menos grave que la adopción del proyecto de Azuero, que lejos de remediar los defectos de la Constitución de Cúcuta, los agravaba; cuando Castillo le informó que él y sus amigos no vacilarían en abandonar la Asamblea para denunciar ante el país a los «promotores del mal», el pesimismo y el cansancio que le dominaban se esfumaron ante la esperanza de que todavía no se había perdido todo. «Ustedes –les escribía a Briceño Méndez y a Castillo –me han vuelto a la actividad y, por consiguiente, no deben temer que yo les abandone como han llegado a sospecharlo; cumplan ustedes, pues, con su deber, que yo haré lo mío».

El 10 de junio se ausentaron de Ocaña veinte convencionistas y en la Parroquia de la Cruz expidieron el informe oficial a la República sobre las causas de su retiro, y la declaración de que la Asamblea, falta de quórum reglamentario, no podía continuar en el ejercicio de sus funciones de Constituyente. Bolívar recibió la noticia en la población del Socorro, y casi simultáneamente con ella, un oficial llegado de Bogotá puso en sus manos un comunicado en el cual se le enteraba de un movimiento ocurrido en la capital el día 13 del mismo mes, movimiento que había desconocido públicamente la Convención y en acta copiosamente firmada le había designado como supremo dictador de Colombia. En los días inmediatamente siguientes, nuevas informaciones pusieron en su conocimiento que el ejemplo de la capital se había extendido rápidamente en toda la República, de tal manera que al principio de julio, por actos contra el orden legal vigente, la Constitución de Cúcuta quedó popularmente abrogada en virtud de actas firmadas en las plazas públicas de las principales ciudades de Colombia, en las que se proclamaba como única autoridad la dictadura del Libertador.

A fin de comprender el proceso político, del cual la dictadura boliviana era un aspecto característico, debemos tratar de desentrañar el significado de lo que hemos llamado el continentalismo democrático de Bolívar y el nacionalismo de las clases dirigentes criollas, nacionalismo que en aquellos momentos se expresaba en la política de Rivadavia, la rebelión de la aristocracia peruana, el fracaso del Congreso de Panamá, la insurrección de Páez en Venezuela y el «civismo» granadino.

Desde que Bolívar se propuso seriamente emancipar a América, se sintió obligado a obtener que el elemento de unión, representado durante la Colonia por la monarquía española, fuera sustituido por un gran gobierno continental, que conservara la unidad del hemisferio, heredada de España, e hiciera posible que la independencia significara para América no un retroceso sino un progreso efectivo con respecto a su pasado colonial. Bolívar comprendió tempranamente que pueblos atrasados y faltos de los conocimientos y energías necesarias para el empleo inteligente de sus recursos, sólo tenían un camino para supervivir con independencia: la agrupación, en vastos territorios, de grandes masas de población. Que quince millones de habitantes y millones de kilómetros cuadrados, fundidos en una nacionalidad de rango continental, compensarán, por lo menos inicialmente, la falta de industrias, de técnica, de educación y una topografía desfavorable para las realidades económicas del mundo moderno fue la visión del gran conductor político, que deseaba para América el mejor de los destinos, pero también sabía que ella sólo disponía entonces, como patrimonio para crear una gran nacionalidad, de dos factores esenciales: una numerosa población, que dispersa por el continente, hablaba el mismo idioma y profesaba el mismo culto religioso, y su vasto territorio continuo, cuyas fronteras naturales eran las costas de dos océanos.

Para Bolívar, por lo tanto, la función básica de cualquier gobierno americano, destinado a suceder a la monarquía española, era cambiar esos dos elementos en una unidad política superior, que derivara su fuerza no tanto de las virtudes cívicas de los asociados –las cuales mal podían existir en aquel momento de génesis para América-, sino de la combinación de esas dos formidables fuerzas de la naturaleza: hombres y tierra. Unir esos dos factores primarios de toda nacionalidad, que separados se perdían en las soledades de la América tropical y salvaje, fue su gran ambición y la herencia, plena de posibilidades creadoras, que legó a los pueblos emancipados por él. Naturalmente, la constitución de un gran estado de lineamientos continentales requería el señalamiento de los objetivos que debían justificar su existencia y ganarle el acatamiento de los pueblos en los distintos sectores del hemisferio. Tal fue, en gran parte, el origen de la política democrática de Bolívar. La emancipación del indio, la abolición de la esclavitud y la igualdad jurídica de las razas fueron las metas y al mismo tiempo los supuestos del Estado que él pretendió establecer en América como sucesor de la monarquía española, un Estado capaz de representar y propiciar la colaboración de todos los sectores no privilegiados de las sociedades americanas y de realizar la unidad del continente a través de la colaboración de las masas populares del hemisferio.

Contra este gran propósito histórico se levantaron las clases dirigentes de las distintas comunidades americanas. Interesadas en impedir toda organización política que implicara el quebrantamiento de sus privilegios tradicionales, operaron por convertir el regionalismo en nacionalismo y por ofrecer a los pueblos, en sustitución de la ambiciosa voluntad de futuro y de las reivindicaciones que les ofrecía Bolívar, el disfrute tranquilo de aquellas características, costumbres y modalidades que las distancias geográficas y la accidentada topografía del continente habían contribuido a consolidar en cada una de las antiguas divisiones administrativas del imperio colonial español. El folklore, la raza, el parroquialismo, las tradiciones coloniales, las diferencias de clases, la influencia del cacique y del patrón, las ambiciones de los caudillos vernaculares y las ideas políticas importadas de Europa y los Estados Unidos fueron hábilmente utilizadas por las clases dirigentes para configurar el nacionalismo peruano, granadino, venezolano, argentino, etc. De esta manera, bajo el título de civismo granadino, federalismo venezolano, argentinidad, peruanidad, etc., se improvisaron en el hemisferio una serie de entidades políticas verticales, destinadas a impedir el progreso del continentalismo democrático horizontal que Bolívar persiguió ahincadamente.

Reducido el escenario de la política americana a esa acelerada parcelación del hemisferio –que la generación de la independencia recibió unido de España-, comenzó en América un nuevo feudalismo, semejante al que surgió en Europa a la caída del mundo clásico. Desprovistas las clases populares de lo único que podía protegerlas, la solidaridad continental de todas ellas, representada por un gran Estado independiente de las clases dirigentes como lo quiso Bolívar, quedaron aisladas dentro de estrechos marcos fronterizos y frente a frente con las élites criollas que fraccionaron el hemisferio para detener su democratización.

Lo que vino después es fácil de comprender. Los caudillos, formados en la guerra de independencia o en las intrigas de provincia, vieron multiplicarse, con el eclipse del continentalismo de Bolívar, sus oportunidades de alcanzar el poder y contribuyeron, sin vacilaciones, a consolidar el nacionalismo de los adversarios del Libertador; y las ideas liberales importantes de Europa y aplicadas en Cartas Constitucionales que radicaban, teóricamente, el origen del poder público en los actos electorales de unos pueblos que no tenían verdadera conciencia de sus derechos, entregaron definitivamente el gobierno a las minorías criollas, mejor familiarizadas con los mecanismos y usos del sistema rusoniano, trasplantado al Nuevo Mundo sin ninguna clase de preocupaciones. Fue así, a través del nacionalismo criollo, como América, a pesar de haberse emancipado de España, no pudo emanciparse del feudalismo que ella le legó.

La dictadura de Bolívar sólo puede comprenderse cuando se la sitúa dentro del marco de esta perspectiva histórica. Él se decidió a gobernar dictatorialmente cuando se convenció de que las distancias geográficas, la escasa concentración urbana y la localización de las grandes masas de población en los campos, llanos y sierras de América, inclinaban a sus compatriotas a un apego conservador al terruño, a la «patriecita», con sus usos y costumbres centenarios, dando por anticipado la victoria a quienes supieran expresar mejor las realidades elementales de lo folklórico, regional y telúrico y pudieran encuadrarlas en un marco, como el nacionalismo criollo, que les daba un ordenamiento atractivo a los ojos de unos pueblos encantados de creerse realizando una revolución cuando estaban consolidando los aspectos conservadores de la estructura social americana. Después del fracaso del Congreso de Panamá y del rechazo del Código boliviano, la dictadura significó para Bolívar la realización de un último esfuerzo para salvar, con el aporte de su prestigio personal, el único elemento que podía crear cierta unidad orgánica en medio de aquel desordenado proceso de disolución política y social: el Estado. Regresar a la fuente histórica de toda autoridad – el prestigio de la persona que la ejerce- fue la alternativa que restó a Bolívar cuando agotó todos los esfuerzos intelectuales y políticos, para convencer a los pueblos americanos de la necesidad de crear los mecanismos políticos adecuados para contrarrestar el proceso de decadencia a que los condenaban las grandes deficiencias de su estructura colonial. Porque constituidos social y políticamente dichos pueblos para ser satélites de una gran metrópoli, si el elemento de dirección y unidad que esa metrópoli había significado no se reemplazaba por un poder estatal americano que diera sentido a su vida independiente, ellos no tardarían en verse obligados a buscar, en el extranjero, una nueva metrópolis que llenara el vacío dejado por la monarquía española.

No obstante, la dictadura de Bolívar, como el propósito que la alentaba, debía fracasar por la más inesperada de las causas: la propia personalidad del dictador. Su respeto por la opinión pública y la pena que le causaban las censuras de la prensa cuando en ellas se le acusaba de déspota y tirano harían que aun ejerciendo la dictadura, como la iba a ejercer, careciera en todo momento del ánimo frío y la voluntad implacable que se requieren para mandar sin el asentimiento y contra la voluntad de los gobernados. El paso de los años, los desengaños y la rápida decadencia de su salud habían quebrantado gravemente en Bolívar esas poderosas energías que un día le convirtieron en el caudillo indiscutible de los pueblos americanos y, en esa hora decisiva para su obra, la verdadera razón que le impulsaba a no abandonar el mando era la obligación en que se sentía de evitar que llegara a ser cierta aquella dramática sentencia suya: «La independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás».

Nada puede definir mejor el estado de ánimo de Bolívar en el momento de asumir la dictadura que sus propias palabras: «La historia –le escribía a uno de sus más fieles amigos- nos dice que las conmociones de los pueblos han venido todas a someterse a un orden fuerte y estable. Usted vio esa revolución de Francia, la más grande cosa que ha tenido la vida humana, ese coloso de la más seductoras ilusiones, pues todo eso cayó en el término de ocho años de experiencias dolorosas.

Observe que aquella revolución era nacional, era una propiedad de los franceses y, sin embargo, ocho años y un hombre le pusieron término y le dieron una dirección enteramente contraria. Y si nosotros hemos necesitado del doble y algo más de tiempo es porque nuestro hombres es… infinitamente más pequeño que el de Francia y necesita de diez vecez más tiempo que Napoleón Bonaparte para hacer mucho menos que él. Es pues, la causa de nuestra prolongada revolución y de nuestra precaria existencia la que menos se imaginan mis enemigos. Acuérdense usted de lo que le digo: Colombia se va a perder por la falta de ambición de su jefe; me parece que no tiene amor al mando y sí alguna inclinacxión a la gloria, y más aborrece el título de ambicioso que a la muerte y a la tiranía».

Y en la proclama destinada a anunciar a la nación que asumía la dictadura, decía Bolívar: ¡«Colombianos!» No os hablaré nada de libertad, porque su cumplo mis promesas seréis más que libres, seréis respetados; además bajo la dictadura ¿quién puede hablar de libertad? ¡Compadezcámonos mutuamente del pueblo que obedece y del hombre que manda solo!»

¿Monarquía o República?

¿Por qué me he de sacrificar por pueblos enemigos, que ha sido preciso obligar por la fuerza a defender sus derechos, y es preciso también la fuerza para que hagan su deber? En semejantes países no puede levantarse un Libertador, sino un tirano. Por consiguiente, cualquiera puede serlo mejor que yo, pues bien a mi pesar he tenido que degradarme algunas veces a este execrable oficio.

SIMÓN BOLÍVAR

La última victoria. Los «idus» de septiembre. «Se devorarán como lobos» El plan monarquista. Responsabilidad del consejo de gobierno. Silencio de Bolívar. Consulta de Campbell. Monarquismo del Viejo Mundo, republicanismo de Norteamérica y americanismo de Bolívar. «También soy liberal»

Informado el gobierno peruano, presidido por el mariscal don José de La Mar, del formidable conflicto político que en Colombia comprometía toda la atención del Libertador, creyó llegó el momento de expulsar a las fuerzas de la República de los sectores centrales del continente e imponer el predominio del Perú en las provincias del Ecuador y en la República de Bolivia. El terreno estaba bien preparado, pues, según informaciones de su ministro en Bogotá, todo el poderoso partido santanderista miraba con beneplácito las dificultades de la política del Libertador, y las tropas del Sur, condenadas a la inactividad desde que Bolívar se vio obligado a regresar a Colombia, habían perdido la moral de otros tiempos, y en su obligado contacto con los pueblos de aquellas regiones, habían sido imposible a sus oficiales evitar los abusos que suscitaron su desprestigio y el renacimiento contra ellas de un hosco espíritu nacionalista y anticolombiano.

El mariscal Sucre, quien gobernaba en Bolivia, así lo comprendió, y en el deseo de evitar mayores males, desde principios del año de 1828 consagró toda su atención a preparar el regreso a Colombia de aquéllas de sus fuerzas que aún permanecían acantonadas en Bolivia. Con la mira de privar a La Mar y a Gamarra de todo pretexto para una intervención militar en la joven República Altoperuana, en entrevista celebrada con este último el día 5 de mayo en las márgenes del Desaguadero, le formuló la categórica declaración de que se estaban ultimando todos los preparativos para la completa evacuación de las fuerza colombianas.

Este gesto del mariscal de Ayacucho debía precipitar los acontecimientos que él trataba de evitar. Poco dispuesto Gamarra –de acuerdo con las instrucciones de La Mar– a permitir la cancelación de los motivos que podían dar alguna apariencia de popularidad a la repentina intervención de los ejércitos peruanos en Bolivia a invocando cínicamente el motín ocurrido en Chuquisaca el 13 de abril, motín que él mismo fomantó y en el cual Sucre fue herido de un balazo en el brazo derecho, al frente del grueso de sus fuerzas pasó la línea fronteriza y se internó en el territorio boliviano, dizque para «proteger la preciosa vida del mariscal de Ayacucho y libertar al país de las facciones y de la Anarquía»

Sólo el éxito podía acompañar a Gamarra en esta aventura, pues el único hombre capaz de oponerle una serie de resistencias, el gran mariscal de Ayacucho, amargado por el incidente de Chuquisaca, había dejado el país para encaminarse a Guayaquil, después de convocar el Congreso y de entregar a Pérez de Urdinea, quien le sucedió en el mando, su renuncia para que presentara oficialmente al cuerpo legislativo en el momento de su instalación. El ejército invasor, sin mayores resistencias, ocupó a La Paz el 8 de mayo y continuó su avance hacia Oruro en persecusión de Pérez de Urdininea, que ante la sorpresa general y, a última hora, se plegó a las duras y onerosas exigencias del invasor. 1

Cuando Bolívar regresaba de Bucaramanga a la capital, las relaciones de Colombia con el Perú llegaban, pues, a su punto de máxima tensión. A ello contribuyó en gran manera la conducta del representante diplomático de ese país en Bogotá, quien al tiempo que formulaba reclamaciones al gobierno de Colombia y exigía el inmediato retiro de sus fuerzas de las regiones del Sur, se declaraba sin autorizaciones para resolver, ni aun para escuchar, las quejas de este gobierno por la intervención del ejército peruano en Bolivia. Por eso, el Libertador, después de una serie de agrias entrevistas con el diplomático peruano, el 3 de julio de 1828 dio a conocer, en histórica proclama, su intención de aceptar, con todas sus consecuencias, el reto de la aristocracia peruana:

«!Ciudadanos! –decía en ella:

»La perfidia del gobierno del Perú ha pasado todos los límites y ha hollado todos los derechos de sus vecinos de Bolivia y de Colombia… Referiros el catálogo de los crímenes del gobierno del Perú sería demasiado y vuestro sufrimiento no podría escucharlo sin un horrible grito de venganza; pero yo no quiero excitar vuestra indignación ni avivar vuestras dolorosas heridas. Os convido solamente a alamaros contra esos miserables que ya han violado el suelo de nuestra hija, y que intentan aun profanar el seno de la madre de lo héroes. Armaos, colombianos del Sur. Volad a las fronteras del Perú y esperad allí la hora de vindicta. Mi presencia entre vosotros será la señal del combate». A ello respondió el mariscal La Mar, ordenando la movilización general a las fronteras de colombia, e instruyendo a la escuadra peruana para que abandonara sus bases y se dirigiera a los mares colombianos a bloquear sus puertos. La guerra iba a comenzar.

El general Santander, entre tanto, ya de regreso de Ocaña, se había instalado en su hacienda de Hatogrande, en las proximidades de Bogotá, y desde allí pudo apreciar cómo el descontento revelado en la controversia política que tuvo como teatro la Convención de Ocaña disminuía a medida que el pueblo consagraba su atención a la inminente guerra con Perú. «Yo vivo quieto –le escribía a don Vicente Azuero-, andando arriba y abajo, tranquilo en cuanto a la seguridad que me inspira mi conciencia, pero muy sobre mí para no ser víctima de algún malvado. No he visto al Presidente; todo el mundo me hace atenciones, nadie se desdeña de hablar conmigo en la calle y de visitarme, y no he recibido el más leve insulto… La opinión pública es cada vez mejor y más general; en cuanto sale un decreto, o una orden, los que no han medrado como esperaban, ya son reclutas para el partido liberal. Las fiestas nacionales han estado muy frías y desanimadas. Mas, debo aplaudir la tranquilidad que hay, pues ni papeles incendiarios, ni insultos, ni nada irritante observo en el trato social, que no es poca fortuna. La vicepresidencia se acabó por el decreto de 27 de agosto, y he tenido el placer de quedar sumido bajo las ruinas de la Constitución de 1821. Consulté si debía considerarme suspenso o destituido de ella, y me respondieron que sólo era suprimido el empleo. Pero para darme una prueba de confianza me ha nombrado el gobierno ministro plenipotenciario y enviado extraordinario en los Estados Unidos del Norte. Yo no he respondido nada sino que se me dé tiempo para pensarlo».

El rápido aminoramiento de la tremenda exacerbación de ánimos que rodeó las deliberaciones de la Asamblea de Ocaña debía conducir a pequeños grupos de exaltados a actitudes desesperadas, difíciles de explicar sin el profundo cambio que experimentó la opinión pública antela inminencia de la guerra con el Perú. Fue así como reducidos núcleos de estudiantes y de hombres de letras, imbuidos en las lecturas de los tiempos heroicos de la Revolución Francesa, comenzaron a reunirse en secreto y a constituir organizaciones subversivas, a las que calificaban pomposamente de «Sociedades de Salud Pública», como las francesas; fue en ellas donde surgió, a principio de septiembre, la idea de dar muerte al Libertador para «librar a la República de este tirano abominable». En unas de tales reuniones, Vargas Tejada recitó ante su auditorio, enceguecido por la exaltación política, su famosa estrofa:

Si de Bolívar la letra con que empieza

Y aquélla con que acaba le quitamos,

«Oliva» de la paz símbolo, hallamos.

Esto quiere decir que la cabeza

Al Tirano y los pies cortar debemos

Si es que una paz durable apetecemos.

Florentino González, uno de los más activos participantes en la conjura, describe así el estado de cosas que condujo a este grupo de desesperados a mirar como la única solución para su partido el asesinato del Padre de la Patria: «Ya no podíamos lisonjearnos de triunfar sino con la impresión de terror que causase en nuestros contrarios la noticia de la muerte de Bolívar, y ella fue resuelta en aquel momento supremo». Faltos de los medios inmediatos de ejecución, estos jóvenes ilusos se consagraron a conseguir adeptos entre las fuerzas armadas, no logrando, para infortunio suyo, sino la colaboración de sargentos y de oficiales expulsados de ellas o a punto de serlo, por su mala conducta. De tal manera se iban a ver confundidos en esta sombría conjura a jóvenes exaltados, a quienes impulsaban móviles de elevado carácter, con resentidos y vulgares criminales.

No bien se tomó la decisión de eliminar a Bolívar, ella fue consultada, en términos vagos, con el general Santander, quien se opuso a ella por juzgarla contraproducente para su partido. Asó lo manifestó en repetidas ocasiones a los conjurados y cuando, días después, se dio cuenta de que le iba a ser imposible detenerlos, les manifestó que de ninguna manera intentaran semejante locura antes de su partida para los Estados Unidos, en desempeño de la misión diplomática que le había sido ofrecida por el gobierno. Su culpabilidad en el atentado contra la vida de Bolívar, que durante un siglo se ha discutido por los historiadores, se circnscribe, pues, al previo y vago conocimiento de la preparación del mismo y a no haber formulado la denuncia correspondiente.

El día 25 de septiembre de 1828, «el capitán Benedicto Triana –relata Florentino González-, a quien se le había dicho que estuviese preparado para un trance en que se necesitaba su cooperación, se trabó de palabras, acalorado por el licor, con unos oficiales del batallón Vargas, y como aquéllos lo injuriasen los amenazó diciéndoles que dentro de pocos días todos ellos tendrían el castigo merecido. Denunciáronle éstos a la autoridad militar y Triana fue reducido inmediatamente a prisión. El coronel Guerra que, como jefe de estado mayor, tenía conocimiento de lo que sucedía, dio parte, al anochecer, a los miembros de la junta directiva de la conspiración, y les manifestó la necesidad de hacerlo todo aquella misma noche. Reunióse inmediatamente la mayoría de los miembros de la junta directiva, entre quienes estaban los señores Agustín Hormet y el teniente coronel Carujo, que era ayudante general del estado mayor…

Entre tanto, el batallón de artillería había sido puesto sobre las armas, municionando y advertido de lo que se iba a hacer, y un número de conjurados armados se habían reunido en casa del ciudadano Luis Vargas Tejada… Era necesario que corriera sangre como ha corrido en todas las grandes insurrecciones de los pueblos contra los tiranos. Fue preciso que yo me encontrara en una posición tan crítica para que arazase aquella dura resolución. Doce ciudadanos unidos a veinticinco soldados, al mando del comandante Carujo, fuimos destinados, a las doce de la noche, a forzar la entrada de palacio y a coger vivo o muerto a Bolívar».

Manuela Sáenz, llamada aquella noche por el Libertador a Palacio, pudo presenciar los dramáticos desenlaces del atentado contra la vida del gran hombre, y describe así la escena ocurrida cuando los conjurados, después de asesinar a los centinelas y de herir al edecán Ibarra, penetraron en Palacio en busca de su desprevenida víctima:

«Serían las doce de la noche –dice- cuando latieron mucho dos perrios del Libertador, y a más se oyó un ruido extraño que debe haber sido al chocar con los centinelas… Desperté al Libertador, y lo primero que hizo fue tomar su espada y una pistola y tratar de abrir la puerta. Le contuve y le hice vestir, lo que verificó con mucha serenidad y prontitud. Me dijo: "Bravo, vaya, pues, ya estoy vestido; y ahora, ¿qué hacemos? ¿Hacernos fuertes?" Volñvió a querer abrir la puerta y lo detuve. Entonces se me ocurrió lo que había oído al mismo general un día: "¿Usted no dijo a Pepe París que esta ventana era muy buena para un lance de estos? "Dices bien", me dijo, y fue a la ventana. Yo impedí el quese botase, porque pasaban gentes, pero lo verificó cuando no hubo gente, y porque ya estaban forzando la puerta.

»Yo fui a encontarme con ellos parea darle tiempo a que se fuese; pero no tuve tiempo para verle saltar, ni cerrar la ventana. Desde que me vieron me agarraron: "¿Dónde está Bolívar?" Les dije que en Consejo, que fue lo primero que se me ocurrió; registraron la primera pieza con tenacidad, pasaron a la segunda y viendo la ventana abierta exclamaron: "¿¡Huyó; se ha salvado!" Yo les decía: "No, señores, no ha huido, está en el Consejo". "¿Y por qué está abierta la ventana? "Yo la acabo de abrir, porque deseaba saber qué ruido había". Unos me creían y otros no. Pasaron al otro cuarto, tocaron la cama caliente, y más se desconsolaron, por más que yo les decía que yo estuve acostada en ella esperando que saliese del Consejo para darle un baño…

»El Libertador se fue con una pistola y con el sable que no sé quién le había regalado en Europa. Al tiempo de caer en laq calle pasaba su repostero y lo acompañó. El general se quedó en el río (bajo las arcadas del puente del Carmen) y mandó a éste a saber cómo andaban los cuarteles; con el aviso que le llevó, salió y fue para el Vargas (al cuartel del batallón Vargas)…

»Por no ver curar a Ibarra me fui hasta la plaza, y allí encontré al Libertador a caballo, entre mucha tropa que daba vivas al Libertador. Cuando regresó a la casa me dijo: "¡Tú eres la Libertadora del Libertador!"…

»El Libertador se cambió de ropa y quiso dormir algo, pero no pudo porque a cada rato me preguntaba algo sobre lo ocurrido y me decía: "No me digas más". Yo callaba y él volvía a preguntar y en esta alternativa amaneció. Yo tenía una gran fiebre.

»El Libertador se molestó mucho con el coronel Cronfton porque le apretó el pescuezo a uno de los que condujo al Palacio (a uno de los conspiradores), a quien el general mandó dar ropa para que se quitase la suya, y los trató a todos con mucha benignidad, por lo que don Pepe París les dijo: "¿Y este hombre venían ustedes a matar?" Y contestó: "Era al poder y no al hombre". Entonces fue cuando tuvo lugar la apretada a tiempo que entraba el Libertador, quien se puso furioso contra Cronfton, afeándole su acción de un modo muy fuerte. Dicen que les aconsejó a los conjurados que no dijesen a sus jueces que traían el plan de matarlo, pero que ellos decían que habiendo ido a eso no podían negarlo. Hay otras tantísimas pruebas que dio el general de humanidad que sería de nunca acabar.

»Su primera opinión fue el que se perdonase a todos; pero usted sabe que para esto tenía que habérselas con el general Urdaneta y Córdoba que eran los que entendían en estas causas. Lo que sí no podré dejar en silencio fue el Consejo había setenciado a muerte a todo el que entró en Palacio, y así es que, exepto Zuláivar, Hormet y Azuelito, que confesaron con valor como héroes de esta conspiración, los demás todos negaron, y por eso dispusieron presentármelos a mí a que yo dijese si los había visto. Por esto el Libertador se puso furioso. "Esta señora, dijo, jamás será el instrumento de muerte ni la delatora de desgraciados"».

Como se deduce de esta descripción y de los más autorizados relatos contemporáneos, el primer impulso de Bolívar fue conceder el perdón general a los conspiradores; pero la exaltación de sus ministros y consejeros, quienes le encarecieron la urgencia de no permitir que, por un sentimiento de generosidad suyo, se abriera el camino a la impunidad en momentos tan delicados para el orden público, le llevaron a autorizar la apertura inmediata de los juicios y la imposición de las penas señaladas por las leyes para los conspiradores contra la seguridad del Estado. El general Rafael Urdaneta, en cuya casa se refugió Santander cuando el pueblo de la capital se dispersó enfurecido por la ciudad para castigar a los autores del atentado, fue el encargado, en su carácter de ministro de la Guerra, de dirigir la investigación y de proceder a la rigurosa aplicación de las penas consiguientes.

Desde los primeros momentos, ella se encaminó a descubrir la culpabilidad del general Santander; exaltados los bolivianos por el atentado, no pudieron emanciparse de la pasión de secta para juzgar los delitos cometidos, lo cual dio a la instrucción de los sumarios el aspecto de una pesquisa destinada a demostrar la culpabilidad de personas a quienes se juzgaba, por anticipado, responsables de los delitos sujetos a investigación judicial. Sólo la actitud de Bolívar se apartó de esta tendencia general, pues si desde el principio dio por descontada la culpabilidad del general Santander, también desde entonces descartó la posibilidad de imponerle el condigno castigo, y en tal sentido se dirigió, el 28 de octubre, al general Sucre: «Estoy desbaratando –le decía- el abortado plan de conspiración; todos los cómplices serán castigados más o menos; Santander es el principal, pero es el más dichoso, porque mi generosidad lo defiende».

En los días inmediatamente siguientes a la conspiración, la salud del Libertador sufrió un gravísimo quebranto, porque la amargura y la desilusión, al apoderarse de un espíritu tan susceptible a los agravios como el suyo, y las horas que pasó sometido al frío y a la humedad bajo las arcadas del puente del Carmen, afectaron profundamente sus pulmones, ya muy enfermos, y determinaron la presentación de los inequívocos síntomas de la enfermedad que contribuiría decisivamente a llevarle a la tumba. El representante diplomático de Francia, señor Moyne, quien le visitó entonces, describe así la entrevista: «Llegamos a la quinta y nos recibió doña Manuela Sáenz. Nos dijo que aun el héroe estaba muy enfermo, anunciaría nuestra visita.

»Pocos momentos después apareció un hombre de cara larga y amarilla, de apariencia mezquina, con un gorro de algodón, envuelto en su bata, con las piernas nadando en un ancho pantalón de franela. A las primeras palabras que le dirigimos respecto a su salud: "¡Ay! –nos respondió señalándonos sus brazos enflaquecidos-, no son las leyes de la naturaleza las que me han puesto en este estado, sino las penas que me roen el corazón. Mis conciudadanos, que no pudieron matarme a puñaladas, tratan ahora se asesinarme moralmente con sus ingratitudes y calumnias. Cuando yo deje de existir, esos demagogos se devorarán entre sí, como lo hacen los lobos, y el edificio que construí con esfuerzos sobrehumanos se desmoronará en el fango de las revoluciones"».

La importancia que se atribuyó durante la instrucción de los procesos –dirigidos en gran parte por militares venezolanos- al encuentro de pruebas o indicios susceptibles de comprometer a Santander, como la ejecución de un personaje tan popular en el pueblo granadino como el almirante Padilla, determinaron el renacimiento en este pueblo del espíritu de descontento y rebelión puesto de presente en la Convención de Ocaña y condujeron a un alinderamiento de la opinión pública, en el cual las viejas divisiones entre militares y civiles, bolivianos y santanderistas, fueron rápidamente sustituidas por la opoisición, por el odio, entre venezolanos y granadimos. De tal manera, cuando la escuadra peruana atacaba a Guayaquil y el general La Mar, al frente de 8.500 hombres, avanzaba hacia las provincias colombianas de Cuenca y Loja, el Libertador se enteraba de que los coroneles granadimos José María Obando y José Hilario López, después de proclamarse defensores de la Constitución de Cúcuta, se habían levantado en armas en el Cauca. Así, entre la capital y el foco amenazado por las tropas extranjeras invasoras, emergía una insurrección de los propios nacionales, destinada a hacer extraordinariamente difícil para Bolívar la defensa de las fronteras de la República.

No eran tales las dificultades las únicas que en aquellos dramáticos momentos impedían a Bolívar dar una atención preferente a la sorpresiva agresión peruana; al encaminarse al Sur, para enfrentarse personalmente a la rebelión de López y Obando, en la población de Bojacá recibió una nota del ministro de Relaciones Exteriores, doctor Estanislao Vergara, en la cual le ponía en antecedentes de un proyecto que el Consejo de Gobierno había procedido a adelantar, sin su consentimiento, después de la conspiración, y se le solicitaba su autorización para continuarlo.

¿Cuál era ese proyecto?

El Consejo –compuesto por Castillo Rada, el general Urdaneta, José Manuel Restrepo y Estanislao Vergara– después del 25 de septiembre juzgó imposible gobernar por más tiempo a Colombia dentro de las normas de un sistema republicano y representativo, constituyó secretamente una junta de personalidades notables para preparar un plan de monarquía constitucional e inició conversaciones informales con los representantes diplomáticos de la Gran Bretaña y Francia para inquirir el concepto de tales gobiernos ante una posible sustitución del régimen republicano en Colombia por una monarquía de ese tipo. Desde el principio de las mismas conversaciones se puso de manifiesto que el gran problema sería llevar al Libertador a aceptar el proyecto, pues para ninguno de sus autores era un secreto que Bolívar jamás se prestaría a participar en el desenvolvimiento de gestiones que tuvieran como finalidad su propia coronación.

Movidos por esta convicción, los miembros del Consejo se orientaron a dar a sus planes una forma que permitiera la implantación del régimen monárquico con una especie de regencia del Libertador durante su vida y la coronación de un príncipe europeo a su muerte.

En sus conversaciones con los emisarios de Francia e Inglaterra no tardaron los miembros del Consejo en encontrarse con una dificultad que estaba destinada a complicar desde sus principios el desarrollo de los planes monarquistas y a llevarlos finalmente al fracaso: la oposición del representante inglés a que se llamara a un príncipe de la casa de Francia para reinar en Colombia, casa preferida por los miembros del Consejo por ser la de un pueblo latino y católico. Tal dificultad llevó al Consejo de Gobierno a pensar en la necesidad de informar al Libertador sobre sus gestiones y a solicitar concepto sobre ellas. Tal fue el origen de la nota atrás citada, que Bolívar recibió en Bojacá el día 13 de diciembre de 1828.

No quiso el Libertador perder esta oportunidad para manifestar a sus amigos, comprometidos en este proyecto, la norma de conducta que se proponía seguir, y en carta del 14 de diciembre manifestó a don Estanislao Vergara su resolución de no intervenir en los desenvolvimientos del mencionado proyecto y dejar al gobierno que le sucediera o al Congreso que, con carácter de constituyente había convocado al salir de Bogotá, en completa libertad de decidir sobre tan delicada materia: «Ya que usted me pide –le decía- mi opinión particular para, con arreglo a ella, dar instrucciones al señor Madrid, yo diré a usted que siendo una materia ardua, espinosa y aventurada, yo creo que una anticipada resolución podría comprometer al gobierno de Colombia… Un gobierno cuya posición es precaria y vacilante no puede tener miras exstensas. Mañana u otro día sucederá otra administración a la presente, y ella o el Congreso resolverán lo conveniente sobre los compromisos en que pueda empeñarse Colombia».

Deseoso Bolívar de poner término a la revuelta en el Cuca, con mayor razón cuando rumores llegados de Pasto le anunciaban que Obando se ufanaba de la coordinación de sus operaciones con las de los ejércitos invasores peruanos, ordenó al general Córdoba salir de Antioquia en dirección a Popayán y ocuparlo, mientras él concentraba, en el centro de la República, el grueso de las fuerzas que habría de conducir al Sur para responder a la agresión peruana.

Al tiempo que el Libertador dejaba a Bojacá y tomaba los caminos del Sur, el grueso de las fuerzas del Perú, al mando del presidente La Mar, invadía la provincia colombiana de Loja y, venciendo las resistencias que se le opusieron, avanzaba hacia Cuenca. Sucre, que a su llegada a Quito había sido nombrado por el Libertador generalísimo de las fuerzas colombianas en aquellos departamentos, reorganizó los contingentes a su mando y, a pesar de la notoria inferioridad numérica de los mismos, se dirigió al encuentro del enemigo, obligando a La Mar a abandonar parte del territorio ocupado y a situarse, a la defensiva, en las inexpugnables posiciones del río Saraguro.

Siguiendo instrucciones de Bolívar, el mariscal Ayacucho buscó un pacífico avenimiento y para el efecto envió al general peruano las condiciones de Colombia, las cuales se circunscribían al pago cumplido por parte del Perú de la deuda de guerra, a la demarcación de la frontera entre los dos estados siguiendo la división política y civil de los antiguos virreinatos de la Nueva Granada y del Perú, y a la reducción de las fuerzas militares peruanas a un número equivalente al de las colombianas acantonadas en los departamentos del Sur. La Mar respondió con una contrapropuesta en la que exigía a Colombia reparaciones de guerra y solicitaba que Guayaquil y su provincia quedaran, para el efecto de las demarcaciones fronterizas, en las condiciones de 1822.

A pesar de las dificultades evidentes para conciliar aspiraciones tan contradictorias, La Mar aceptó el nombramiento de negociaciones, pero mientras los emisarios de los dos países cumplían su tarea, el peruano procedió a abandonar silenciosamente sus posiciones y, con un hábil movimiento de flanqueo, se encaminó a Girón para colocarse con el grueso de sus tropas a la espalda del ejército colombiano. Afortunadamente, Sucre tuvo oportuna información de la maniobra y, con parecida celeridad, envió dos compañías colombianas a atacar los contingentes que La Mar dejó en Saraguro, y mientras estas compañías conseguían fácilmente su objetivo, con el grueso del ejército se dirigió también a Girón, para conservar sus comunicaciones con Colombia. Empeñados los dos ejércitos en evitar un encuentro en condiciones desventajosas, en una serie dse hábiles maniobras se acercaron al Portete de Tarqui, que La Mar se apresuró a ocupar el 26 de febrero. El 27 al amanecer las fuerzas de Colombia pudieron divisar los atrincherados enemigos, y en aquel campo, que pronto sería de gloria para uno de los combatientes, quedaron enfrentados el mariscal Antonio José de Sucre y aquél de sus antiguos generales que en la histórica acción de Ayacucho estuvo a punto, por su notoria impericia, de entregar el triunfo a los selectos batallones realistas de Valdés. En esta ocasión, las naciones americanas tampoco tuvieron la oportunidad de apreciar los méritos militares del presidente del Perú, pues no bien comenzó el ataque colombiano, las filas peruanas se rompieron y, después del desorden que se introdujo en ellas, se inició la desbandada general y la casi destrucción del ejército con que La Mar había pisado tierra colombiana. Como consecuencia de esta decisiva derrota para los planes del Perú, el 28 de febrero Sucre firmó en Girón un armisticio con las fuerzas vencidas, en el cual se incorporaron las solicitudes fundamentales formuladas por Colombia al iniciarse las hostilidades. Pero la falacia, característica de todas las actividades públicas de La Mar, no tardó en encontrar pretextos para no dar debido cumplimiento a lo pactado, y cuando el Libertador –después de transitorio entendimiento con Obando y López –llegaba a Quito y recibía en solmne ceremonia las banderas tomadas por Sucre en el Portete de Tarqui, el Jefe del gobierno peruano reunía un nuevo ejército en Piura para continuar la guerra.

Mas, el esfuerzo que se vio obligado a imponer al pueblo para la formación de los nuevos contingentes, como los temores de importantes sectores de la clase dirigente peruana, ya conscientes de que la política de La Mar, aunada a su ineptitud militar, se iba a encargar de producir bien pronto lo que ellos trataban de evitar, es decir, la intervención del Libertador en el Perú, los llevaron a buscar un entendimiento con el presidente de Colombia para alejar la posibilidad de una guerra, que estaban seguros de perder. Consecuencia de este convencimiento fue la rebelión contra La Mar, encabezada por don José Gutiérrez de la Fuente, su detención en Piura realizada por el general Gamarra y su inmediata expulsión del Perú.

Destituido La Mar, el general Gamarra asumió el mando e inmediatamente se dirigió al Libertador anunciándole su propósito de llegar a un pronto arreglo con Colombia y de hacerlo sobre la base de dar cumplida ejecución al armisticio firmado en Girón, con algunas modificaciones de detalle. A esta buena nueva se agregaron en aquellos días informaciones enviadas al Libertador de Bolivia, por las cuales supo que el mariscal de Santa Cruz, uno de sus más fieles amigos y admiradores, había asumido el mando en aquella República y restaurado en ella el régimen de la Carta boliviana, abolido cuando ocurrió la invasión de los ejércitos peruanos.

La relativa calma que permitió a Bolívar el buen estado de los negocios políticos en el Sur no debía durar mucho tiempo; cuando las fuerzas peruanas entregaban a Colombia las plazas ocupadas, el Libertador se enteró de un suceso que justamente le llenó de alarma y de sorpresa: la insurrección contra el Gobierno, iniciada en la provincia de Antioquia por uno de los oficiales a quienes más afecto había profesado y cuya lealtad nunca había sido motivo de dudas para él: el general José María Córdoba. ¿Qué había ocurrido para que el héroe de Ayacucho, hasta ayer uno de los más exaltados bolivianos, se hubiera pasado espectacularmente al campo de los adversarios de Bolívar y optado por seguir el camino de la rebelión, iniciado en la Nueva Granada por los generales Obando y López?

Que por aquella época se descubrieron las gestiones del consejo de ministros para establecer en Colombia el régimen monárquico. Se supo de las famosas juntas de notables convocadas secretamente por el Consejo y de la profusa correspondencia que los miembros de éste como los participantes en tales juntas habían sostenido y sostenían con agentes y corresponsales en todo el país, con la mira de difundir el sentido y detalles del plan monarquista y de preparar un ambiente susceptible de influir sobre el Congreso Constituyente próximo a reunirse. Una ola de indignación ahogó entonces el entusiasmo causado por la victoria de Tarqui, y el partido santanderista, silenciado por el destierro de su jefe y el desprestigio que le alcanzó al atentado del 25 de septiembre, encontró nueva y atarctiva bandera para demandar el apoyo de la opinión y provocar una división radical en las propias fuerzas militares, pues gran parte de la oficialidad granadina, hast ayer fiel al gobierno y al Libertador, no disimuló su hostilidad contra el insólito plan del Consejo de Gobierno. Al tiempo que Córdoba se alzaba en armas, la misma prensa europea recogía las informaciones de corresponsales oficiosos y acusaba al hombre que hasta ayer había alabado como símbolo de la Libertad en América de tirano y desleal a sus ideales. El célebre publicista francés Benjamín Constant, en el Courier Français, abrió un verdadero proceso acusatorio contra Bolívar, denunciando ante la opinión europea un pretendido plan del Libertador para coronarse y traicionar los ideales que en otros tiempos representó como libertador de la América española.

Durante los meses que Bolívar permaneció en Quito y Guayaquil, su actitud frente a las vagas consultas que sobre el plan de monarquía le formularon los miembros del Consejo de Gobierno tuvo cierto carácter equívoco, pues no hubo de su parte desautorización para tal plan. Este silencio –que a tantas confusiones se prestaría en el futuro- tiene su explicación en dos circunstancias: primera, que Bolívar había notificado a los miembros del Consejo su resolución de renunciar definitivamente al mando, al terminar la campaña en el Perú, por lo cual no se consideraba con autoridad para oponerse a soluciones políticas que personajes eminentes, posibles sucesores suyos, consideraban absolutamente necesarias para Colombia, si ya lo había hecho una vez, como consta en su carta de Bojacá, atrás citada; y segunda, que dada la insistencia de Urdaneta, Vergara y Restrepo en los planes monarquistas, la cual le colocaba ante la grave alternativa de prohijar tales planes o desautorizar públicamente al Consejo en momentos en que se enfrentaba a la insurrección de Córdoba, Bolívar se inclinó a darle oportunidad al Consejo de someter sus proyectos a la dura prueba de la realidad, seguro de que ella se encargaría, como ocurrió efectivamente, de poner en evidencia la impracticabilidad e inconveniencia de los mismos.

Pero esta actitud imprecisa no tardaría en colocar a Bolívar en la más difícil situación en Guayaquil, pues el señor Campbell, representante de la Gran Bretaña en Colombia, estimulado por el entusiasmo que, en favor del mencionado proyecto, había advertido en todos los miembrosa del Consejo y probablemente autorizado por ellos, en nota oficial, fechada el 31 de mayo de 1829, se dirigió al Libertador solicitándole su ceoncepto sobre el plan de monarquía y dejándole entrever que en líneas generales su gobierno lo miraba con simpatía.

¿Cuáles eran, para el Libertador, las implicaciones de esta grave consulta, formulada por el representante de la primera potencia de su época? Para comprenderlas, debe tenerse en cuenta que en aquellos momentos se presenciaban ya con líneas firmes las aspiraciones imperiales que sobre este continente, convulsionado por el desorden social, tenían la Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos de América. Y no debe tampoco olvidarse que existiendo en aquellos años, como existía, una lucha decisiva entre las instituciones republicanas, representadas con autoridad por los Estados Unidos, y las instituciones monárquicas, que tenían su más sólido baluarte en la monarquía británica y en el régimen de la Restauración de Francia, las aspiraciones rivales de estos diferentes centros de poder imperial tendían a buscar su expansión política e ideológica y el predominio de sus intereses comerciales a través de los principios de gobierno que cada uno de ellos representaba. Por eso, los ingleses y los franceses veían con simpatía la posible instauración del régimen monárquico en la América hispana, seguros de que por este camino adquirirían decisiva influencia en el sur del hemisferio, y los americanos del Norte, después de haber logrado una sabia organización política de tipo republicano, miraban hacia las antiguas colonias de España con el evidente interés de llevar adelante la política que sintetizaban en el principio del «Destino Manifiesto», provocando la organización de los nuevos estados suramericanos en forma republicana, seguros de que así garantizaban su influencia sobre ellos para el futuro, y sobre todo, de que así cerraban el camino a la penetración imperialista de las naciones europeas.

Dados tales antecedentes, la nota del representante inglés planteaba a Bolívar un delicado problema, pues ella revelaba la simpatía del gobierno británico por la solución monarquista, simpatía que había tomado forma ante la decisión que el señor Campbell pudo adivinar en todos los miembrosa del Consejo. Si Bolívar manifestaba francamente su resistencia a una solución política de esata naturaleza, se exponía a aparecer desautorizando al Consejo de Gobierno en momentos en que se hallaba empeñado en la lucha contra la rebelión de Córdoba y la oposición de todo el partido santanderista, que contaba con las secretas simpatías de los Estados Unidos. En tales circunstancias, Bolívar decidió dar respuesta al emisario británico exponiendo imparcialmente sus inconvenientes y aplazando su concepto definitivo para cuando se hubiera acalarado un detalle que, en su concepto, estaba destinado a hacer fracasar el plan monarquista: el acuerdo entre Inglaterra y Francia para la elección de dinastía.

De esta manera asumía un actitud diplomática ante el representante de Su Majestad Británica, actitud que le permitía no enajenarse la amistad de la Gran Bretaña no solidarizarse con un proyecto, como el de monarquía, que en su opinión no tenía viabilidad en la América Hispana. El 5 de agosto desde Guayaquil, y en los siguientes términos, dio respuesta al señor Campbell:

«Lo que usted se sirve decirme con respecto al nuevo proyecto de nombrar un sucesor de mi autoridad que sea príncipe europeo, no me coge de nuevo, porque algo se me había anunciado con no poco misterio y algo de timidez pues conocen mi modo de pensar.

»No sé qué decir a usted sobre esta idea, que encierra mil inconvenientes. Usted debe conocer que por mi parte no habrá ninguno, determinado como estoy a dejar el mando en este próximo Congreso; mas, ¿quién podrá mitigar la ambición de nuestros jefes y el temor de la desigualdad en el pueblo? ¿No cree usted que Inglaterra sentiría celos por la elección que se hiciera de un Borbón? ¿Cuánto no se opondrían los nuevos estados americanos? ¿Y los Estados Unidos, que parecen destinados a plagar la América de miserias a nombre de la libertad…? Por lo mismo, yo me reservo para dar mi dictamen definitivo cuando sepamos qué piensan los gobiernos de Inglaterra y de Francia sobre el mencionado cambio de sistema y la elección de dinastía».

Las circunstancias que reducen esta nota a sus verdaderas proporciones, es decir, a la categoría de una copmunicación diplomática, destinada a evadir todo compromiso de parte de Bolívar en el proyecto monarquista –como bien lo entendió el ministro inglés-, son sus actividades inmediatamente posteriores, encaminadas a la celebración de unas elecciones para el Congreso Constituyente, libres de toda influencia por parte del gobierno, y la comunicación que el 13 de julio dirigió al ministro de Relaciones Exteriores, al autor de las gestiones diplomáticas con los gobiernos europeos.

»Yo –le escribió- he dicho hasta ahora a ustedes, sí, sí, a todo cuanto me han propuesto sin atreverme a dar mi opinión verdadera, temiendo que interceptaran mis cartas y se prevalieran de ellas para hacer la guerra al mismo gobierno y alarmar a la multitud contra el Consejo.

»Mi opinión es vieja, y por lo misko creo haberla meditado mucho.

»Primero. No pudiendo yo continuar por mucho tiempo a la cabeza del gobierno, luego que yo falte, el país se dividirá en medio de la guerra civil y de los desórdenes más espantosos.

»Segundo. Para impedir daños tan horribles, que necesariamente deben suceder antes de diez años, es preferible dividir el país con legalidad, en paz y buena armonía.

»Tercero. Si los representantes del pueblo en el Congreso juzgan que esta providencia será bien aceptada por éste, deben verificarlo lisa y llanamente, declarando, al mismo tiempo, todo lo que s concerniente a los intereses y derechos comunes…

»Quinto. No pudiéndose adoptar ninguna de estas medidas porque el Congreso se oponga a ellas, en este extremo solamente debe pensarse en un gobierno vitalicio como el de Bolivia, con un senado permanente como el que propuse en Guayana. Esto es todo cuanto podemos hacer para consultar la estabilidad del gobierno, estabilidad que yo juzgo quimérica entre Venezuela y Nueva Granada, porque en ambos países existen antipatías que no pueden vencerse. El partido de Páez y el de Santander están en ese punto completamente de acuerdo aunque el resto del país se oponga a estas ideas.

»El pensamiento de una monarquía extranjera para sucederme en el mando, por ventajosa que fuera en sus resultados, veo mil inconvenientes para conseguirla:

»Primero. Ningún príncipe extranjero admitirá por patrimonio un principado anárquico y sin garantías.

»Segundo. Las deudas nacionales y la pobreza delpaíz no ofrecen medios para mantener un príncipe y una corte miserablemente.

»Tercero. Las clases inferiores se alarmarán, temiendo justamente los defectos de la aristocracia y de la desigualdad.

»Cuarto. Los generales ambiciosos de todas las condiciones no podrán soportar la idea de verse privados del mando supremo.

»No he hablado de los inconvenientes europeos, porque pudiera darse el caso de que no los hubiera, suponiendo siempre una rara combinación de circunstancias felices».

***

A mediados del mes de agosto de 1829, Bolívar sufrió un grave ataque de «bilis nerviosa», según lo calificaba en sus cartas, ataque que mejor podía considerarse como un desarreglo general de salud. La medida como ella se hallaba quebrantada puede apreciarse en su carta del 13 de septiembre para O´Leary, en la cual le decía: «No es creíble el estado en que estoy, según lo que he sido toda mi vida; y bien sea que mi robustez espiritual ha sufrido mucha decadencia o que mi constitución se ha arruinado en gran manera, lo que no deja duda es que me siento sin fuerzas para nada y que ningún estímulo puede reanimarme. Una calma universal, o más bien una tibieza absoluta me ha sobrecogido y me domina completamente. Estoy tan penetrado de mi incapacidad para continuar más tiempo en el servicio público, que me he creído obligado a descubrir a mis más íntimos la necesidad que veo de separarme del mundo supremo para siempre, a fin de que se adopten por su parte aquellas resoluciones que les sean más convenientes».

El 23 de septiembre, y una vez cumplidas las formalidades finales del tratado de paz con el Perú, el Libertador dejó a Guayaquil y se encaminó a Bogotá. Al llegar a la población de Babahoyo, una comunicación del mariscal Sucre, a quien Bolívar había solicitado aceptar el mando que él pensaba declinar irrevocablemente, aumentó su amargura y el tremendo pesimismo que le dominaba, pues en ella el héroe de Ayacucho se negaba a hacerse cargo del gobierno y le hacía responsable e los males que, en concepto suyo, no tardarían en sobrevenir a Colombia como consecuencia de la actitud que había llevado a Bolívar a convocar un Congreso para decidir definitivamente sobre la organización política de la República. «A usted –le contestó Bolívar– no le gusta la medida que de adoptado para consultar la opinión pública. También yo preveo los mismos males que se temen. Sin embargo,no me arrepiento del paso dado, pues ya yo también estoy pensando en mí. Cada uno debe hacer lo que mejor crea conveniente: el Congreso hará lo que él crea que conviene a todos. Si yo fuera congresista haría mi deber: me conformaría con la opinión pública. Vería lo que realmente desea mi país y lo haría sin pararme. Esto mismo es lo que me atrevería a decir a esos señores. Si no quieren ir por el país, sino por ellos mismos, eso es otra cosa. También soy liberal; nadie lo creerá, sin embargo».

¡Este era el hombre a quien sus detractores acusaban de usurpador y de ambicionar una corona, y a quien los historiadores enemigos de su memoria tratarían de responsabilizar de un plamn monarquista, en el cual no tuvo participación, pues siempre lo consideró incompatible con las realidades sociales de América y coin su título de Libertador!

NOTAS

1 «Cuando los buenos patriotas –dicen Baralt y Díaz- esperaban ver defendida la independencia de la República con el brío que inspira siempre una buena causa, y cuando nacionales y extranjeros se prometían honrado y noble proceder de quien hasta entonces mereciera la buena reputación de que gozaba, se vio desmentir a Urdininea sus recientes protestas de oponerse hasta morir al envilecimiento de su patria, ratificándose el ignominioso tratado que ajustaron en Piquiza sus comisionados con los del jefe del ejército invasor. Estipulábase en aquel convenio que en un estrecho plazo evacuarían al territorio de la República los naturales de Colombia y generalmente todos los extranjeros que existiesen en el ejército… Se reuniría sin tardanza el Congreso con el objeto de recibir el mensaje y admitir la renuncia del general Sucre, de nombrar un gobierno provisional, de convocar una Asamblea Nacional Constituyente que revisase y modificase la constitución del Estado, y antes que todo de elegir el nuevo Presidente de la República y de fijar el día en que el ejército peruano debía evacuar el territorio de Bolivia. Este Congreso debía componerse no de los diputados recientemente elegidos por el pueblo, sino de los que formaron el Congreso Constituyente cuyos poderes hab{ian ya caducado. Entre tanto el producto de las rentas de mayor parte del territorio, reducidas las pensiones de las tropas nacionales, quedarían en beneficio de las peruanas…»

Arar en el mar

Nadie es grande impunemente. Simón Bolívar.

La autoridad en América como un problema humano. Candidatura de Sucre. Bolívar condena los planes monarquistas. Dimisión del mando. «¡Mi gloria! ¿Por qué me la arrebatan?» Hacia el exilio voluntario. Gallaradía del carácter español. San Pedro Alejandrino. «Mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro»

En los lentos días de viaje hacia Pasto, a pesar de las demostraciones de entusiasmo de que se le hizo objeto en el camino, Bolívar se reafirmó en su propósito de renunciar definitivamente al mando, pues enterado, por la correspondencia que le llegaba desde todos los extremos de la República, de la influencia decisiva que en la radical división de Colombia tenían las ambiciones de los jefes y caudillos más destacados de la guerra de independencia por participar en la sucesión presidencial, no se le ocultó la conveniencia de aprovechar los días que le restaban de vida para provocar un movimiento político que permitiera la transmisión tranquila y ordenada del gobierno a un hombre capaz de garantizar la comunidad de su obra. A dar este paso lo impulsaba no una mezquina ambición, sino la seguridad de que la empresa de su vida estaba al borde de sus crisis definitiva, pues en momentos en que se sentía decaer vitalmente y las dolencias de su organismo se multiplicaban, de todos los extremos de la República le llegaban noticias conflictivas, anuncios de revoluciones fracasadas o en vía de cumplirse, presagios de que no pudiendo Colombia «soportar la libertad ni la esclavitud, sufriría mil revoluciones que harán necesarias mil usurpaciones».

A esta solución le impulsaba también la seguridad –que sólo él podía tener en toda plenitud- de que la sucesión presidencial no era un asunto puramente legal, sino un problema humano porque en la América del Sur, no eran las instituciones las que garantizaban la influencia de los gobernantes, sino la influencia personal de los gobernantes la razón del prestigio de esas instituciones; que la autoridad en Colombia no estaba sustentada –como hubiera sido deseable- sobre el orden jurídico, sinmo sobre el enorme prestigio alcanzado por él en quinces años de triunfar y de ser derrotado, de mandar y ser desobedecido, de conducir a pueblos que no creyeron inicialmente en la libertad, a conquistarla y a proceder, en el disfrute de ella, a su organización política. «Allá va una idea –le escribía a O´Leary– para que usted le dé vueltas y la considere bien; ¿no sería mejor para Colombia y para mí, y aún más para la opinión, que se nombrase un presidente y a mí se me dejase de simple generalísimo? Yo daría vueltas alrededor del gobierno como un toro alrededor de su manada de vacas. Yo le defendería con todas mis fuerzas y las de la República. Este gobierno sería más fuerte que el mío, porque añadiría a mis fuerzas propias las intínsecas del gobierno y las particulares del personaje que lo sirviera».

El Libertador se encaminó a Popayán, donde tenía pensado detenerse durante las deliberaciones del Congreso, para alejar toda sospecha sobre supuestas intenciones de recortar la libertad de los representantes del pueblo o de influir indebidamente en sus conciencias. En esta ciudad pudo advertir, en la copiosa correspondencia que le esperaba, cómo frente a su propósito de dimitir el mando y de no intervenir en las deliberaciones del Congreso, emergían dos tendencias francamente incompatibles con las soluciones imaginadas por él para aquella grave emergencia: la representada por el partido simpatizante con la política monarquista del Consejo de Gobierno, que no escatimaba esfuerzo para influir en el ánimo de los representantes en favor de la solución monárquica, y la facción de Páez en Venezuela, resuelta a exigir, como requisito industituible para la continuación de la unión de la Nueva Granada y Venezuela, la elección por el Congreso del general Páez como Presidente de la República, alegando que, después del largo ejercicio del mando por el granadimo Santander, había llegado el «turno» a los venezolanos.

Enterado Bolívar de la decisión con que los dos partidos defendían sus aspiraciones, optó por notificarlos públicamente de su desacuerdo con ellas; el 22 de noviembre su secretario se dirigió al consejo de ministros en una sensacional comunicación que provocó tremendo revuelo en la opinión pública, pues ella constituía categórica desautorización para los planes monarquistas y las gestiones que los miembros del Consejo venían adelantando con los representantes al Congreso, para comprometerlos en los desarrollos y finalidades de tales gestiones. La comunicación mencionada decía:

«…Es, por tanto, el dictamen de S.E.:

»Que se deje a aquel cuerpo representativo de la soberanía (al Congreso) toda la libertad necesaria al cumplimiento de sus altos deberes; y que la Adminmistración actual suspenda todo procedimiento que tienda a adelantar la negociación pendiente con los gobiernos de Francia y de Inglaterra». 1

En el caso del general Páez, Bolívar no necesitó de ninguna manifestación pública para expresar sus ideas, pues días después de su llegada a Popayán se presentó el capitán Austria, enviado desde Venezuela por Páez para comunicarle que el caudillo del Apure no se opondría a la consolidación de la Unión Colombiana si el Congreso se decidía a elegirle presidente; igualmente le expresó Austria que el general Paéz confiaba en que el Libertador pondría al servicio de su candidatura su influencia con los legisladores.

Conocedor de las ambiciones de Páez y de los recursos de que disponía para atentar peligrosamente contra la unión colombiana, Bolívar no quiso dar origen con su respuesta a ningún equívoco y, en instrucciones escritas para Austria, le ordenó manifestar a Páez que él no podía ni deseaba adelantar las gestiones de él esperadas; además, en carta particular al mismo, le declaró que su deber era respetar las decisiones de los representantes del pueblo, tanto si le investían de la calidad de presidente como si designaban para ese cargo a persona diferente. «Digo a usted, bajo mi palabra de honor, que serviré con el mayor gusto a sus órdenes si es usted el jefe del Estado; y deseo que usted me haga la misma protesta de su parte en el caso de que sea otro el que nos mande».

Partes: 1, 2, 3, 4
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