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Proyecto geo-político de Simón Bolívar. La constitución boliviana (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4

Para Santander, como bien puede apreciarse en esta carta, lo fundamental en aquella dramática hora no era la supervivencia de las instituciones vigentes hasta 1831, como lo creen quienes le atribuyen un criterio leguleyista, sino obtener de Bolívar que sostuviera la Constitución contra la rebelión de Páez, aunque después, con sutileza interpretativas, se anticipara la convocatoria de la Convención Constituyente, para adoptar en todo o en parte el Código Boliviano. Esta actitud no era propiamente la del teórico fanático, resuelto a sacrificarlo todo por la conservación de un inciso, como el que establecía la fecha permitida para la reforma de la Constitución, sino, por el contrario, la del hombre realista, dispuesto a transar, siempre que esa transacción no significara la impunidad para los actos subversivos cumplidos en Venezuela. «Si yo hubiera sido usurpador –le decía a Bolívar en la misma carta-, todos los fuegos se me habrían echado encima, y lo mismo si hubiera sido algún otro general sin relaciones ni prestigio; ha sido Páez, ¿y porque Páez han de callar las leyes, los principios y hasta la razón? Por desigualdad tan disforme no se ha combatido, ni yo he cooperado a la independencia del país para que los colombianos queden representado la escena infame y peligrosa de someterse al poder del más fuerte a despecho de leyes y de autoridades legítimas».

En el transcurso de su viaje a Pasto, el Libertador tuvo tiempo para ahondar sus meditaciones en busca de una solución que le permitiera hacer compatible, con la necesidad de las reformas políticas, la peligrosa desavenencia que separaba radicalmente a Santander y a Páez, pues si el procedimiento sugerido por el Vicepresidente teóricamente le parecía bueno, en la práctica presentaba el inconveniente de la desconfianza que demostraban por el Congreso esas secciones de la República que en esos momentos solicitaban reformas. Bolívar no veía, por tanto, solución distinta, para los problemas políticos de Colombia, que la ya anunciada por él en el Perú: entregar al pueblo, en un gran plebiscito, la suprema decisión sobre la supervivencia o cambio fundamental del régimen político en vigencia. Por eso, a las propuestas del Vicepresidente contestó en forma categórica desde Pasto, el 14 de octubre de 1826: «Usted me aconseja que no admita el mando sin una autorización especial como la que traje al Sur. Ciertamente que yo admitiré la autoridad que ha puesto usted en el estado en que se halla… En una palabra, mi querido general, y no conozco más partido de salud que el de devolver al pueblo su soberanía primitiva para que rehaga su pacto social. Usted dirá que esto no es legítimo; y yo, a la verdad, no entiendo qué delito se comete en ocurrir a la fuente de las leyes para que remedie un mal que es del pueblo y que sólo el pueblo conoce. Digo francamente que si esto no es legítimo, será necesario a lo menos, y, por lo mismo, muy propio de una república eminentemente democrática».

La actitud inflexible de Bolívar, estimulada por las demostraciones de acatamiento y adhesión que recibió en los departamentos del Sur de Colombia, hizo comprender a Santander que estaba expuesto a perder todas sus cartas negociables con Bolívar, pues en su correspondencia se advertía la manifiesta intención de no adquirir compromisos vagos, para conservar su libertad de pactar tanto con él como con Páez; entonces, con seguro instinto, abandonó su posición de representante del orden y optó por hacer lo mismo que Páez, es decir, que convertirse en un problema, para buscar que el Libertador le tuviera forzosamente en cuenta. Su partido, compuesto de abogados y estudiantes principalmente, y la mayoría de la prensa de Bogotá, abrieron fuego contra el Libertador, le acusaron de aspirarse a coronarse y no faltaron diarios en los cuales se hiciera abiertamente la apología del tiranicidio.

En Popayán tuvo Bolívar abundantes informaciones sobre los nuevos giros que tomaba la política en la capital de Colombia, y sin disimulsar su desagrado formuló esta última advertencia al Vicepresidente: «Mientras que el pueblo –le escribió- quiere asirse a mí, como por instinto, ustedes procuran enajenarlo de mi persona con las necesidades de la Gaceta y de los oficios insultantes a los que ponen su confianza en mí. Está bien, ustedes salvarán la patria con la Constitución y las leyes que han reducido a Colombia a la imagen del palacio de Satanás que arde por todos sus ángulos. Yo, por mi parte, no me encargo de tal empresa. El 1ro. de enero le entrego al pueblo el mando, si el Congreso no se reúne para el 2 y después marcharé a Venezuela a dar allí mi última prueba de consagración al país nativo. Si usted y su administración se atreven a continuar la marcha de la República bajo la dirección de sus leyes, desde ahora renuncio al mando para siempre en Colombia, a fin de que lo conserven los que saben hacer este milagro. Consulte usted bien esta materia con esos señores, para que elñ día de mi entrada en Bogotá sepamos quién se encarga del destino de la República, su usted o yo».

Alarmado Santander por los términos perentorios de esta carta, quiso hacer un último y decisivo esfuerzo para evitar el total rompimiento con el Libertador; por eso, antes de entregar su mejor arma –la desconfianza que reinaba contra Bolívar y los venezolanos en los pueblos de las altiplanicies granadinas-, en busca de un acuerdo salió a recibirlo hasta Tocaima, donde, después de cinco años de separación, se encontraron los dos grandes hombres.

Su conversación –en el salón de la Alcaldía- fue muy díficil en los primeros momentos, pues a ambos les dominaban la desconfianza, y el recuerdo de las cosas duras que se habían dicho en su correspondencia dificultaba la expansión cordial entre estos dos hombres, a quienes en otra época inició sincera amistad y mutuo respeto. No creemos equivocarnos al pensar que, dado el tono de las últimas cartas de Santander y su decisión de salir a recibir a Bolívar, fue él quien rompió el hielo de los primeros momentos y lo hizo, como se verá por el resultado de las conversaciones, insistiendo en presentar sus propuestas anteriores como las mejores fórmulas para conciliar las opiniones, al parecer inconciliables, que dividían a Colombia. Seguro de que el verdadero móvil de la conducta de Bolívar era su profunda convicción en la necesidad de una reforma política, desde los primeros momentos manifestó al Libertador que él no era enemigo de la Constitución Boliviana ni, menos aún, partidario a ultranza de la Carta vigente, cuyos defectos había apreciado desde el Gobierno; pero que tampoco podía aceptar, so pretexto de enmendar sus errores, la justificación de los escandalosos sucesos de Venezuela. Profundo conocedor del espíritu de Bolívar, sin premura fue desenvolviendo ante él las consecuencias de cualquier actitud que hiriera la exaltada sensibilidad granadina y la necesidad que existía para el Libertador de meditar muy cuidadosamente sus resoluciones futuras. Una carta suya, inmediatamente anterior a la entrevista de Tocaima, puede servirnos para reconstruir este aspecto de las conversaciones: «No cuente usted, mi general, con la constante fidelidad del partido disidente de Venezuela, ni con los veleidosos del Sur; el día menos pensado le faltan a usted y si (lo que no permita Dios que suceda) usted sufre alguna desgracia, esos señores lo abandonan y le hacen actas en sentido contrario a las pasadas. Cuente usted sólo con los pueblos de Nueva Granada, con nosotros solamente; nosotros jamás lo abandonaremos; en nosotros encontrará usted siempre amor, respeto, gratitud y obediencia; pero es menestar que usted no nos abandone, que no nos sacrifique a los insensatos deseos de cuatro ambiciosos de Venezuela y de cuatro calaveras del Sur, que oiga la opinión de estos pueblos, que los lisonjee por todos los medios decentes y legítimos, que no nos posponga a los hijos de Venezuela».

Restablecido por Santander el ambiente de cordialidad que era necesario para lograr cualquier entendimiento, los dos entraron a tratar los puntos que para el Libertador tenían la máxima importancia: la reforma de las instituciones vigentes, los procedimientos para lograrlo y la época en mque debía efectuarse tal reforma.

En este delicado asunto, Santander insistió en sus propuestas anteriores y manifestó a Bolívar con firmeza, apenas atemperada por la cordialidad de sus frases, que él y el pueblo granadino no podían aceptar la modificación de la Carta vigente sino después de que el Libertador declaraba explícitamente restablecido el orden constitucional y marchara a Venezuela a extinguir la revuleta acaudillada allí por Páez contra el gobierno. Bolívar advirtió la buena disposición del Vicepresidente para llegar a la reforma de las instituciones y deseoso de tratar el fondo del problema que le había obligado a regresar a Colombia, con idéntica claridad manifestó a Santander que, si en el caso concreto de la rebelión de Páez podía pensarse en la conveniencia de mantener incólume el principio de autoridad y defender el imperio de la Constitución, para darles sólidas y permanentes bases de estabilidad a los pueblos americanos se necesitaba de una modificación del orden político vigente, que contemplara las realidades sociales reveladas en forma tan peligrosa por los sucesos ocurridos en Venezuela y los departamentos del Sur.

Correspondió a la sutileza diplomática de Santander presentar las fórmulas destinadas a facilitar el acuerdo entre los dos. Convencido el Vicepresidente de que la preocupación dominante de Bolívar era la generalización a Colombia de la Carta Boliviana ya aceptada por el Perú y Bolivia, y que su desconfianza en la participación del Congreso en el proceso político de las reformas se fundaba en las adversas opiniones manifestadas por sus miembros en relación con la Carta Boliviana, se decidió a discutir francamente con Bolívar las características de las dos instituciones de aquella Carta que en Bogotá habían sido objeto de más serias críticas: la presidencia vitalicia y la facultad del presidente de elegir al vicepresidente. Consciente de que en este aspecto de las conversaciones residía la mejor posibilidad de llegar a un verdadero acuerdo con Bolívar, con franqueza le expresó la idea que venía meditando desde cuando conoció su intención de elegir a Sucre como Vicepresidente general de la Confederación, idea en la cual iba implícita su aceptación de la presidencia vitalicia, pero también su rechazo de lo que Santander llamaba la vicepresidencia hereditaria. En carta un tanto postrerior y recordándole a Bolívar sus compromisos en esta memorable entrevista, declaraba Santander:

«Yo le dije en el camino de La Mesa, que la presidencia vitalicia y la vicepresidencia hereditaria eran los puntos en que disentían los patriotas ilustres; pero que sólo para que usted la ejerciera y sólo por la vida de usted podría pasar la presidencia vitalicia; mas, vicepresidencia hereditaria…jamás». (9 de febrero de 1827).

Planteadas las cosas en este terreno, la discusión perdió el carácter áspero que la había distinguido en algunos momentos y los dos se acercaron rápidamente a un definitivo entendimiento, que abarcaría los siguientes y expresos compromisos.

1º Aceptación por Santander de la Carta Boliviana, con excepción de la modalidad peculiar que presentaba en ella la vicepresidencia;

2º Cooperación de Santander y de sus partido en el establecimiento de una Confederación integrada por Colombia, el Perú y Bolivia, con la Carta Boliviana como vínculo de unión;

3º Obligación por parte del Libertador de declarar inequívocamente restablecido el orden constitucional, como oportuna advertencia a los autores de las actas de Guayaquil, Quito y Venezuela;

4º Partida inmediata de Bolívar para Venezuela a arreglar el problema de la insurrección de Paéz, en forma que garantizara el imprio de la Constitución sobre los territorios en revuelta y no significara la impunidad para los facciosos de Caracas y Valencia;

5º Convocatoria del Congreso en todo caso, para que, previa la interpretación del artículo 119 de la Constitución, anticipara la fecha de reunión de la Convención constituyente;

6º Rechazo de la dictadura ofrecida a Bolívar por gran parte de la República y obligación suya, al asumir la suprema autoridad, de limitarse, para tratar las graves circunstancias en que vivía la nación, a declararse investido de las facultades extraordinarias que, para los casos de conmoción interior, le confería el artículo 128 de la Carta de Cúcuta. Y continuación del Vicepresidfente Santander a su partida para Venezuela, en ejercicio del Poder Ejecutivo en el resto de la República.

Los documentos que completan las pruebas sobre este trascendental acuerdo serán citados al analizar la formalización definitiva del mismo en Bogotá, con participación del consejo de ministros; por ahora nos basta destacar la importancia de esta histórica entrevista, en la que se estaba muy cerca de salvar a Colombia. Con el ACUERDO DE TOCAIMA se daba decisivo paso adelante en la realización de los ideales continentales de Bolívar, ante los cuales sólo quedaba, como obstáculo visible, la posible reacción de Páez, pues en Tocaima el sacrificado había sido el inquieto caudillo de Apure. Sacrificado, porque Bolívar se comprometió con el Vicepresidente a restablecer el orden constitucional contra el cual Páez estaba en abierta rebelión y a llamar al Congreso, que había aprobado la acusación del jefe rebelde, a intervenir en el proceso de las reformas solicitadas por Venezuela.

Terminada satisfactoriamente su labor, el Vicepresidente regresó a Bogotá, mientras Bolívar le seguía con lentitud, para enterarse, en detalle, de la opinión política de las poblaciones situadas en su camino hacia la capital. Al regresar a Bogotá, Santander encontró que en la ciudad existía gran agitación, hija de la incertidumbre reinante sobre los futuros propósitos del Libertador y de las campañas que la prensa había realizado en los últimos tiempos con la mira de alertar al pueblo contra los posibles proyectos «cesaristas» de Bolívar. De esta campaña formaba parte un extenso memorial, redactado por Vicente Azuero, que debía entregarse a Bolívar, profusamente firmado, el día de su llegada. En tal memorial se hacían severas críticas a la Carta Boliviana y con firmeza se expresaba la inconformidad del pueblo granadino contra cualquier clase de contemplaciones del Libertador con los facciosos de Venezuela.

Resulta difícil decir si al comprobar Santander la existencia de esta atmósfera de exacerbación, descubrió que ya se había avanzado demasiado en la campaña antiboliviana para echarse atrás, o si, por el contrario, dejó intencionalmente progresar esta atmósfera hostil paran que el Libertador pudiera enterarse de la importancia y decisión de las fuerzas que acompañaban al Vicepresidente. En todo caso, Santander quiso que el memorial redactado por Azuero sirviera de advertencia a Bolívar sobre la resolución del pueblo granadino de no dejarse sacrificar ante los facciosos de Venezuela.

Por razones semejantes, al saberse la proximidad del Libertador, la ciudad fue engalanada con arcos triunfales, pero en ellos como en los balcones se colocaron grandes y vistosos letreros que decían: «¡Viva la Constitución!» En esta labor se llegó hasta el extremo de fijar letreros, con tal leyenda, en los principales cuarteles de Santa Fe, lo cual obligó al coronel Pedro Alcántara Herrán a arrancar violentamente uno de tales letreros y a hacerlo pedazos ante un grupo de exaltados, que no se atrevieron a interrumpir al indignado oficial en su tarea.

El día 14 de noviembre de 1826, el Libertador y su escolta llegaron al caserío de Fontibón, donde le esperaban el intendente gobernador del Departamento, coronel José María Ortega, destacados miembros de las autoridades locales y gran número de amigos personales del héroe. Allí tuvo Bolívar su primera contrariedad al ver los famosos letreros en los arcos triunfales que adornaban el camino de la capital, contrariedad que se convirtió en verdadera indignación cuando al encontrarse con el numeroso grupo de personas que se habían adelantado a recibirle, el discurso de saludo del coronel Ortega «sin ningún preámbulo calmante» -como dice Posada Gutiérrez– fue, desde las primeras palabras, una apología de los hombres respetuosos de las leyes de la República y la manifestación de que los cundinamarqueses sólo estaban dispuestos a obedecer «al gobierno que habían jurados».

Cuando el coronel Ortega pronunció esta última expresión, el Libertador le interrumpió bruscamente, manifestándole que había aceptado oírle por pensar que se trataba de honrar en él las glorias ganadas por el ejército colombiano en los campos de batalla del Sur: le agregó, demás, que ya era hora de hablar no tanto de violaciones de la Constitución como de la iniquidad de algunas leyes. Luego, para cortar aquel desagradable incidente, montó nuevamente a caballo y haciendo un ademán a su comitiva para que le siguiera, en medio de la consternación de los presentes se dirigió a Bogotá.

Cuando el Libertador llegó a la aduanilla de San Victorino, las tropas de la guarnición y las milicias de la capital, alineadas desde este sitio hasta la casa de gobierno, le rindieron honores militares, mientras que desde los balcones de las casas, en algunos de los cuales resaltaba el consabido letrero de «Viva la Constitución» se le ovacionaba, pero sin el entusiasmo de otras épocas. Convencido Bolívar, desde su conferencia con el Vicepresidente en Tocaima, de las ventajas de estrechar sus vínculos de unión con el pueblo granadino, cuando en el centro de la ciudad le aclamaba la multitud, con gesto espontáneo se empinó sobre los estribos y gritó: «¡Viva la República! ¡Viva su digno Vicepresidente! ¡Viva la Constitución!»

En los días inmediatamente siguientes, el Libertador, el Vicepresidente, los secretarios del Despacho y las más destacadas personalidades de la capital, se mantuvieron en permanentes conferencias para formalizar, en decretos, los términos del ACUERDO DE TOCAIMA. En tal virtud, Bolívar declaró restablecido el orden constitucional, rechazando así las ofertas contenidas en las Actas de Venezuela y los departamentos del Sur; asumió la presidencia de la república y por el decreto 23 de noviembre se reservó el ejercicio exclusivo del Poder Ejecutivo en los departamentos de Venezuela, y delegó en el Vicepresidente sus facultades jurisdiccionales en el resto de la República. El documento, por el cual el Vicepresidente agradeció al Libertador su voluntad de conservarlo en ejercicio del mando, cuando media República protestaba contra el espíritu y los actos de su gobierno, constituye prueba inequívoca de la forma plena como en Bogotá se ratificó lo pactado en Tocaima, y muestra la satisfacción del Vicepresidente ante un arreglo que dejaba completamente a salvo su dignidad de gobernante. «En todas mlas circunstancias –le decía- la opinión de V.E. es una égida formidable contra la maledicencia; pero hoy que la tierra entera se ocupa en admirar a V.E. y después de las proclamaciones y muestras de confianza que le acaban de dar los pueblos de la República ¿cuál no será la fuerza de esta opinión? Me atrevo a repetir lo que en cierta ocasión dijo de V.E. el virtuoso presidente de la Nueva Granada: "Un rasgo de V.E. impone más en la opinión pública que todas las declaraciones envenenadas de los calumniadores". Señor, las circunstancias en que se halla V.E. colocado. Me inspiran confianza para someterme a sus designios respecto a mi continuación en el gobierno. V.E. está encargado de la salud pública, y puede en su beneficio dictar las medidas que en su sabiduría estime conveniente. V.E. quiere que no me separe del gobierno y yo debo hacerme del honor de pensar que V.E. estima este paso conveniente a la salud pública».

Este documento sólo reflejaba al aspecto del ACUERDO DE TOCAIMA que hacía referencia a las solicitudes de Santander; la parte del mismo que englobaba las condiciones de Bolívar, se encuentra consignada en las dos cartas que transcribimos a continuación, dirigidas al general Santa Cruz, encargado del Poder Ejecutivo en el Perú, la una por Bolívar y la otra por Santander, que anunciaban explícitamente la aceptación por el Vicepresidente de la Confederación de Colombia, el Perú y Bolivia, bajo los auspicios de la Constitución Boliviana. «Me es muy agradable –escribía Bolívar a Santa Cruz el 21 de noviembre- decir a usted que el pensamiento de la federación de los seis estados de Bolivia, Perú, Arequipa, Quito, Cundinamarca y Venezuela, todos ligados por un jefe común que mande en la fuerza armada e intervenga en las relaciones exteriores, lo han aprobado mucho aquí, principalmente el Vicepresidente, algunos ministros y las personas influyentes. Han convenido también en que el jefe común sea el que nombre los vicepresidentes, como en Bolivia, para que ellos manden el Estado durante su ausencia. Todo lo demás de hacienda, justicia interior, sistema y legislación corresponde al Estado mismo con casi una absoluta independencia».

«He hablado bastante con el Libertador –escribía Santander a Santa Cruz el 3 de diciembre- sobre el proyecto de la Confederación entre Bolivia, Perú y Colombia, por la cual yo no estaba antes, más bien porque no conocía a fondo el plan, que por cualquier otra causa. Este proyecto, como ordinariamente todos, tiene inconvenientes y desventajas que será difícil, aunque no imposible, allanar; pero sus ventajas y utilidades pueden compensar aquellos de un modo que logremos coger el fruto de los sacrificios que nuestros respectivos países han hecho por la libertad e independencia. No estoy todavía tan convencido de la necesidad de la Confederación, que pueda hacerme cargo, ni de presentar todas las ventajas de ella, ni responder a las objeciones que se hagan; pero puedo asegurar a usted que la idea en grande no me desagrada, y que si Bolivia y el Perú se detienen en llevarla a afecto por falta de cooperación de Colombia, me prometo poner de mi parte cuanto me permitan mis fuerzas para hacerla popular y lograr verificarla».

Los heraldos de la anarquía

No se sabe en Europa lo que me cuesta mantener el equilibrio en algunas de estas regiones. Parecerá fábula lo que podemos decir de mis servicios, semejantes a los de aquel condenado que llevaba su enorme peso hasta la cumbre para volverse rodando con él otra vez al abismo. Yo me hallo luchando contra los esfuerzos combinados de un mundo; de mi parte estoy solo, y la lucha, por lo mismo, es muy desigual: así, debo ser vencido. La historia misma no me muestra un ejemplo capaz de alentarme; ni aún la fábula nos enseña este prodigio. SIMÓN BOLÍVAR

Habiendo un reguero de pólvora es fácil provocar un incendio cuando cae una chispa. JOSÉ ANTONIO PÁEZ

Venganza de Páez. En pos de las huellas de Boves. Claudicación de Bolívar. «La guerra civil está evitada» Rebelión del civilismo granadino y de la aristocracia peruana. El quinto Congreso de Colombia.

No bien entrevistó Páez la extensión y características del acuerdo a que llegaron el Libertador y Santander, comprendió que estaba gravemente amenazado si no hacía extensivo a toda la comunidad venezolana el interés por ayudar su causa. Entonces asumió el papel de jefe de una rebelión armada contra el gobierno constitucional y se dedicó a estimular aquellas pasiones populares e intereses de clases que, desencadenados con terrible violencia durante la guerra de emancipación, habían hecho imposible al pueblo venezolano encontrar una fórmula de armonía social distinta del simple predominio de la fuerza militar. El agitador y guerrillero natos que había en él sustituyeron pronto al agente del gobierno y defensor, por lo mismo, del orden público, y mientras el intrigante Peña –su principal consejero- trabajaba en Caracas con los sectores sociales interesados en la separación de Venezuela de la Nueva Granada, Páez tomaba el camino de los Llanos en dirección al Apure, levantaba en las praderas, donde un día se oyeron los gritos de odio de Boves, las mismas banderas que el caudillo español –las banderas del odio de clases y colores-, y repetía las consignas de venganza de los «pardos» contra las minorías blancas. Dejando a un lado sus vistosos uniformes de general, lucidos con orgullo en los salones de la aristocracia caraqueña cuando se entendía con ella en virtud de sus planes monarquistas, Páez volvió a vestir como los rudos llaneros, y en las praderas de Calabozo y el Apure reunió nuevamente a esas hordas de guerreros, en cuyo espíritu el odio de razas todavía mantenía viva la simpatía por los antiguos caudillos populares de España.

El eco del grito ¡Revolución!, en boca del fiero caudillo tuvo poderosas resonancias en aquellos pueblos divididos por «el odio de castas, y las semillas de ese odio, arrastradas por el huracán revolucionario hacia oriente, prendieron sin dificultad en Cumaná y Maturín, donde todavía se mantenía vivo el recuerdo de la gesta racista de Piar. Así, la revuelta que en aquellas regiones intentaron desencadenar los agentes de Páez contra Bermúdez, por su fidelidad al gobierno constitucional, perdió rápidamente la fisonomía de una lucha entre leales y enemigos de la Constitución, para adquirir las características de una contienda de razas, en la cual revivían los sangrientos espectáculos de los tiempos de Boves.

Tal fue el conjunto de alarmantes circunstancias que obligó al gobernador de la provincia de Carabobo, Fernando Peñalver, a enviar al gobierno el siguiente informe reservado, por conducto del capitán Austria: «Se desconfía –decía en él-, con bastante fundamento, de las tropas de línea, reducidas en el día a tres batallones con cerca de 2000 hombres, uno de los cuales es de nueva creación y su comandante y oficiales manifiestan el mejor espíritu en favor del orden constitucional… Los principales autores de la revolución piensan en último evento acogerse a la clase antiguamente denominada de "pardos", o echarse en brazos de los españoles. Para lo primero han tenido el cuidado de diseminar especies ridículas y calumniosas contra el Gobierno y aun contra el mismo Libertador… El general Páez pasó a los llanos de Calabozo y Bajo Apure, a organizar escuadrones de caballería y fomentar la opinión en favor de la revolución. Ha empleado a muchos oficiales llaneros que pertenecían al ejército español. En todo evento los llanos de Apure serán el punto de retirada de los revolucionarios».

Pero el general Páez no se detuvo ahí en la ejecución de sus planes encaminados a levantar la totalidad de Venezuela contra Bolívar y el gobierno de Bogotá. Después de expedir un pomposo decreto, en la cual convocaba a un Congreso Nacional de Venezuela –cuya misión sería decretar su definitiva separación de la Nueva Granada-, para librarse del único rival que podía disputarle el dominio de su «patriecita», el Libertador, con su acostumbrada malicia y exhibiendo un impudor sin igual, él, el monarquista de ayer, el hombre que había enviado emisarios a Lima para proponer a Bolívar la corona, hizo circular entre las clases populares especialmente entre los «pardos», la especie de que el Libertador por ser caraqueño, mantuano y blanco, era el autor de los planes monarquistas con los cuales pretendía sojuzgar al pueblo a una minoría de aristócratas, más dura y cruel que la española.

Bolívar, de paso hacia Venezuela, llegó a Cúcuta el día 19 y allí tuvo los informes sobre los peligrosos giros que tomaban los sucesos políticos en su patria. Alarmado justamente, hizo venir algunos contingentes de las guarniciones vecinas para seguir con ellos a Venezuela, y a manera de advertencia, escribió a Páez: «Conmigo ha vencido usted; conmigo ha tenido usted gloria y fortuna, y conmigo debe usted esperarlo todo. Por el contrario, contra mí general Labatut se perdió; el general Castillo se perdió; contra mí el general Piar se perdió; contra mí el general Mariño se perdió; contra mí el general Riva Agüero se perdió y contra mí el general Torre Tagle. Parece que la Providencia condena a la perdición a mis enemigos personales, sean americanos o españoles; y vea usted hasta dónde se han elevado los generales Sucre, Santander y Santa Cruz»

Para mantener la rebelión Páez circunscrita al territorio de los llanos el Libertador ordenó el traslado a Mérida y Trujillo de las compañías de granaderos y cazadores de Junín, y el 13 de diciembre partió hacia el lago de Maracaibo donde le esperaba la nave que debía conducirle al puerto de Maracaibo. Ya a bordo y en el momento de partir, se dirigió a Santander para informarle sobre las graves ocurrencias de Venezuela: «Persuádase usted, mi querido general –le decía-, que todo está perdido para siempre si no obramos con actividad. La guerra de Oriente va a ser muy cruel y durará tres o cuatro años. Sucederá lo mismo que cuando combatíamos a los españoles: hoy serán derrotados y mañana se presentarán más fuertes. Por todo lo que yo sé del Oriente, la guerra que se va a hacer allí va a ser muy cruel, muy desastrosa… La guerra del Oriente la hacen gentes de color puro y, por lo mismo, no hay duda de su origen».

En circunstancias tan graves, Bolívar no tenía sino dos posibles soluciones: o negociaba con Páez, para lo cual le era necesario hacer a un lado sus compromisos con el Vicepresidente Santander, o debelaba por la fuerza la rebelión del caudillo apureño, lo que significaba una larga y cruenta guerra civil. Pero no una guerra civil cualquiera, porque si él se decidía a tomar este último camino, la consecuencia sería obligar a Páez a adoptar la táctica que con tanto éxito empleó años atrás Boves. Para los hombres del gobierno de Bogotá y especialmente para los congresistas, no existía dudas sobre el deber de Bolívar, sobre su obligación de debelar la rebelión de Venezuela, aunque frente a esa rebelión, iniciada cuando Bolívar permanecía en el Perú, no se atrevieron adoptar las medidas radicales que ahora exigían. En cambio para el Libertador, profundo conocedor de las realidades sociales de Venezuela, este problema no entrañaba ya una simple cuestión de principios, sino una cuestión de hombres, porque en la guerra inevitable, si él se enfrentaba abiertamente a Páez, no podría contar con los caudillos de la guerra emancipadora, podo dispuestos a luchar en defensa de un gobierno como el de Santander, que se había distinguido por su hostilidad contra los fueros y privilegios de los militares.

Es evidente que Bolívar llegó al entendimiento que conocemos con el Vicepresidente porque entonces tenía la esperanza de lograr un arreglo pacífico con Páez. Pero en las presentes circunstancias y frente a una revolución que se adelantaba no sólo en contra del gobierno de Santa Fe, sino para desconocer su propia autoridad, muy a su pesar tuvo que comenzar a pensar en la necesidad de proceder a una revisión de la política implícita en el ACUERDO DE TOCAIMA. «El general Páez –le diría a Perú Lacroixes el hombre más ambicioso y más vano del mundo; yo lo conceptúo como el hombre más peligroso de Colombia porque tiene medios de ejecución, tiene resolución y prestigio entre los llaneros, que son nuestros cosacos».

El carácter amenazador que para la autoridad de Bolívar tenía la rebelión de Páez –por la manera como había sabido identificarla con la causa de las reformas- demostró al libertador la urgencia de recobrar la simpatía de los partidos venezolanos, interesados en una reforma inmediata de las instituciones en sentido federal para libertarse de la jurisdicción del gobierno de Bogotá. Con tal fin dictó en Maracaibo su famoso decreto del 19 de diciembre de 1826, en el cual ofrecía a los pueblos la pronta convocatoria de los colegios electorales para que determinaran cuándo, dónde y cómo se reuniría la Gran Convención Constituyente.

No bien se enteró Páez del decreto de Maracaibo, comprendió que había ganado una batalla inicial al gobierno de Bogotá, pues había logrado, a costa de comprometer la unidad de Colombia, obligar a Bolívar a apresurar la convocatoria de la Convención y a hacerlo sin participación del Congreso, como éste lo había prometido al Vicepresidente. Entonces con sutileza, en la cual se adivina la influencia de don Miguel Peña, resolvió desarmar la indignación de Bolívar con una medida que le permitiría guardarse sus cartas principales para futuras negociaciones: dictó el decreto de 2 de enero de 1827, el cual anulaba el de convocatoria de un Congreso Nacional para Venezuela. Las consecuencias de este paso en nada o en poso difirieron de los propósitos que lo habían inspirado; no bien se enteró de él Bolívar, sin disimular su regocijo se dirigió a Páez en la siguiente y generosa forma: «Si usted quiere venir a verme, venga. Morillo no desconfió de mi lealtad, y desde entonces somos amigos. Si usted no tuviera por conveniente hacerlo así, mande usted una persona de su confianza a tratar conmigo».

A partir de este momento la actitud de Bolívar frente a la rebelión de Venezuela presenta una amplitud, moderación y generosidad, que desagradan cuando se las considera sin tener en cuenta la dramática gravedad de la insurrección en marcha en los llanos y en el Oriente, pero resulta explicable, aunque no siempre justa, cuando se tienen en mente las características de aquella rebelión. Cuando Páez se decidió a enviarle un emisario con sus condiciones de paz, tal emisario encontró en Bolívar una decisión de transigir que si bien estaba de acuerdo con la gravedad del momento, resultaba francamente incompatible con el espíritu de los ACUERDOS DE TOCAIMA Y SANTA FE. Entre estas condiciones, una constituía la contrapartida de la solicitud de Santander al Libertador para que le mantuviera en el ejercicio del Poder Ejecutivo; Páez, a su vez, y alegando lo mismo que Santander, pedía a Bolívar una solución que contemplará su permanecía en el mando de Venezuela, condición insustituible, en su concepto, para cualquier entendimiento. Bolívar aceptó, en principio, esta petición y envió a decir al jefe rebelde que ella sería contemplada en decreto posterior. Entonces dejó a Maracaibo y marchó a Puerto Cabello, mientras Páez se acercaba a Valencia.

En Puerto Cabello, Bolívar tomó una de las más graves decisiones de su vida: dictó el decreto que rompía fundamentalmente todo lo pactado con el Vicepresidente, al conceder amnistía general para todos los facciosos y designar a Páez suprema autoridad civil y militar de Venezuela. La tremenda responsabilidad histórica que asumía con este decreto y la conciencia cierta de violar con él compromisos solemnemente contraídos, pesan dolorosamente sobre sus frases explicativas al Vicepresidente, en las que se entremezclan su convicción de la necesidad del mismo con una especie de vergüenza secreta, que le induce a disimular la trascendencia de las concesiones hechas a Páez: «Mi querido general –le escribió a Santander– desde Maracaibo no he escrito a usted porque estaba en marcha a esta plaza, a donde llegué ahora tres días. La encontré en guerra abierta con Valencia; tuve noticias del estado de Occidente y Oriente de Venezuela, donde ya se combatía, y últimamente vino el general Silva a darme noticias del Llano, que ya ardía. Los tres días que llevo en esta plaza los he empleado en comunicaciones con el general Páez, que, al fin, ha mandado reconocer mi autoridad como Presidente de la República en todo el territorio de Venezuela, y él mismo se somete a ella bajo el título de jefe superior, que no tendrá otras atribuciones que las que le son concedidas a este destino. Por mi parte, no he podido menos que dar el decreto que usted verá; él evita la guerra civil que devoraba ya a Venezuela y calmando el furor de los partidos, es un triunfo para la patria y también para la República. No puede usted imaginarse, mi querido general, la fermentación en que se hallan todos los partidos en Venezuela, y la serie de males que tenía delante era tan terrible como dilatada: dentro de poco no hubiéramos encontrado sino escombros anegados en sangre. En fin, mi querido general, la guerra civil está evitada; mi autoridad, que es perteneciente a la República, reconocida; ¿y puede desearse un triunfo más completo? De otro modo, cada pueblo habría sido un escombro o un sepulcro».

Cuando el general Santander conoció la solución dada por el Libertador al problema de Venezuela, no pudo ni quiso disimular su indignación por tan flagrante violación de los compromisos adquiridos, y a partir de este momento dio rienda suelta a su partido para que estimulara en el ánimo de los granadinos una actitud de defensa contra los decretos de Maracaibo y Puerto Cabello. El famoso memorial de Azuero, ahora firmado por el propio Santander y por la mayoría de los miembros del gobierno, fue dado a la publicidad, y el Vicepresidente, con fondos oficiales, compró gran parte de la edición para distribuirla en el país por conducto de los organismos administrativos.

No quiso Santander, sin embargo, provocar el rompimiento que parecía inevitable entre su gobierno y el Libertador sin antes realizar un nuevo esfuerzo en pro de la unidad colombiana. Mientras permitía que sus amigos prepararan los ánimos de la Nueva Granada para el caso de una ruptura definitiva, se dirigió a Bolívar en dos trascendentales comunicaciones, en una de las cuales reconocía, aparentemente sin rencores, la fatal necesidad que había obligado al Libertador a pactar con Páez, y en otra le ofrecía las bases para un último acuerdo, encaminado a salvar la unidad de la República. «El 24 recibimos –le escribía- sus comunicaciones del 3 en Puerto Cabello, el decreto del 1ro. "sobre amnistía" y las órdenes del general Páez sobre el reconocimiento de la autoridad de usted. Como muy comprometido en este negocio de disensiones, he debido celebrar la cesación de la guerra y por tanto he hecho celebrar la noticia con repiques de campanas, música, etc. El público, que esperaba medidas expiatorias, y que se sabe colocar en las circunstancias del que manda, ha mostrado poco contento; pero se ha procurado persuadirles de la oportunidad de las medidas y en la Gaceta las he justificado con hechos históricos». Y el 9 de febrero le agregaba: «Lea usted la Gaceta de antier, donde está una opinión sobre el partido que podría tomar el Congreso en las presentes agitaciones. Acuérdese usted que en esto convivimos. Los congresistas que yo trato parecen contentos con dicha opinión y dispuestos a adoptarla; pero ahora, con el decreto de usted de Maracaibo, nos vamos a hallar muy embarazados. Yo les he asegurado que indicaría a usted la siguiente idea: como usted ha hablado en su decreto como Presidente de la República, revestido de facultades extraordinarias en ausencia o receso del Congreso, puede retirar su palabra luego que sepa que se ha instalado el Congreso y emplear con él sus oficios y su poder moral para que adopte el proyecto que usted ofreció en Maracaibo como un medio de cortar la guerra civil; el Congreso, no dudo que cooperará con usted y no le hará quedar mal. De otro modo, y sosteniendo usted su palabra hasta el punto de mandar convocar los colegios electorales, se pone en pugna con el cuerpo de representantes, lo cual sería de muy mal agüero para la reputación de usted».

Entre tanto el Libertador, dominado por la preocupación de llegar a un definitivo entendimiento con Páez, en cambio de esperar al jefe rebelde en Puerto Cabello, se dirigió hacia Valencia en su busca, después de escribirle: «Voy a dar a usted un bofetón en la cara yéndome yo mismo a Valencia a abrazar a usted. Morillo me fue a encontrar con un escuadrón y yo fui solo, porque la traición es demasiado vil para que entre en el corazón de un grande hombre». El 4 de enero, en el cerro de Naguanagua, se reunieron, después de varios años de separación, el León de Apure y el Libertador. Desde un principio las dificultades que aún podían distanciarlos fueron fácilmente superadas, porque satisfecho Páez de las concesiones del Libertador, se apresuró a hacer pública y ostentosa manifestación de su obediencia, y el hombre que ayer había llegado hasta desconocer su autoridad, en forma humilde se puso a sus órdenes. En consecuencia, los dos se dirigieron a Caracas, donde el pueblo le rindió a Bolívar impresionante homenaje de devoción. El 10 de enero fue una fecha significativa en su vida, pues en ella ocurrió la última de sus entradas triunfales en las capitales de los países americanos, y fue también el término de lo que los historiadores han llamado la Gran Jornada, que comenzó en Lima el 3 de diciembre de 1826 y terminaba en Caracas el 10 de enero de 1827, después de haber recorrido a caballo, en cuatro meses, con cortos intervalos de descanso, 1.346 leguas.

Al encargarse del mando en Venezuela, el Libertador se encontró frente a graves problemas, cuya solución habría de acelerar su rompimiento con el Vicepresidente. Los más destacados de tales problemas fueron el estado de desorden en que se encontró la Hacienda nacional y la actitud de los militares y hombres importantes que durante la rebelión de Páez habían permanecido en Venezuela fieles al gobierno de Santander, algunos de los cuales se apresuraron, al saber que Bolívar buscaba un entendimiento con los facciosos, a combatirlos ferozmente en sus jurisdicciones, conducta que Bolívar censuró con dureza, pues resultaba incompatible con su política de acercamiento a los rebeldes. Por eso, no bien llegó a Caracas, al tiempo que premiaba con altos cargos a los amigos de Páez, en sus conversaciones dejaba escapar injustas censuras contra la manera como se había manejado la Hacienda pública, censuras que el intrigante doctor Peña aprovechó para insinuar que eran extensivas a la manera como Santander había administrado los fondos del empréstito inglés.

Conocida por Santander esta actitud, comprendió que Bolívar, para contentar a Venezuela, no vacilaba en sacrificarlo a él, y abandonando sus propósitos de entendimiento, se puso francamente al frente del partido antiboliviano que se estaba formando en la Nueva Granada y participó en las manifestaciones y protestas públicas organizadas en Bogotá contra lo que estaba ocurriendo en Caracas. «No dudo –le escribía a Bolívar el 2 de marzo- que el general Páez debe estar profundamente agradecido y adicto a usted, porque además de que usted ha sido el ancla que lo ha salvado de grandes comprometimientos, le ha prodigado obsequios y consideraciones que no pudo esperar. ¿Quién si no Páez ha ganado en estos disturbios? El gobierno nacional y los pueblos, que junto con sus autoridades sostuvieron el sistema político conforme se les exigió y lo prometieron solemnemente, deben ver en todas las recompensas y distinciones que usted dispensa a los del partido contrario, otras tantas pruebas de la reprobación de nuestra conducta… Desde Pasto hasta Mérida y Barinas, hay un descontento general por el sólo anuncio de que se variará el sistema y se convocará por usted la Convención; creen todos que estas medidas son adoptadas sólo por dar gusto a Venezuela, y que se contempla tanto la opinión de aquel país, que se mira con desprecio la opinión de estos pueblos; temen que el interior vendrá a ser una colonia disimulada de Venezuela, que Bogotá perderá su prestigio, que recibirán sus condignos castigos por no haber proclamado la dictadura, que los granadinos serán los ilotas de los venezolanos, y que de grado o por fuerza se nos dará la Constitución de Bolivia».

La celeridad con que se agudizaban las diferencias entre el Vicepresidente y el Libertador y la manera como todas las preeminencias y ventajas del poder, que ejercía Bolívar sin limitaciones, contribuían a reforzar sus planes, hicieron comprender a Santander la necesidad de emplear la única arma de que disponía para cegar a sus mismas fuentes el creciente éxito de sus adversarios: el Congreso.

Convocado para el 2 de enero, no había podido reunirse en tal fecha, porque los disturbios ocurridos en Venezuela y en los departamentos del Sur de Colombia habían hecho difícil el envío de los diputados a Bogotá, y suscitado el interés en tales regiones de que no vinieran para adelantar el proceso de las reformas sin contar con los organismos constituidos bajo el imperio del orden político que se pretendía cambiar. Santander se dio perfecta cuenta de las maniobras que se adelantaban con el fin de impedir la venida a Santa Fe de los diputados necesarios para formar el quórum reglamentario, y tomando como cosa propia la instalación del cuerpo legislativo, ni economizó esfuerzo ni dejó de utilizar recurso que pudiera servir para el logro de tal finalidad. Desde los últimos días de febrero, presente ya un numeroso grupo de congresistas en la capital, lo reunió en junta preparatoria y a tal junta la mantuvo permanentemente informada de los sucesos de Venezuela, sin disimular ante ella la gravedad que a los mismos atribuía el Ejecutivo. De esta manera, mientras sus agentes en todo el país trabajaban activamente para que viajaran a la capital los representantes necesarios para completar el quórum, el Vicepresidente creaba en el ánimo de los ya presentes un sentimiento favorable a los intereses de la causa.

Sin embargo, ni su buena voluntad, ni la notoria actividad de sus amigos lograron, con la premura deseada, reunir el quórum reglamentario. Al tiempo que Bolívar, usando de las facultades extraordinarias de que estaba investido, legislaba en Venezuela y al hacerlo sobrepasaba, en muchas ocasiones, los límites de tales facultades, Santander se veía reducido a la impotencia en Bogotá, por la imposibilidad material de reunir el Congreso.

Cuando Santander veía, casi con desesperación, frustrados sus propósitos, la llegada de dos oficiales, Bravo y Lerzundy, quienes regresaban del Perú portadores de una noticia sensacional, amplió inesperadamente el radio de sus posibilidades e iluminó el horizonte de su causa con luces que a muchos parecieron trágicas. Tales nuevas estaban contenidas en carta del 28 de enero, firmada por un oficial segundón del ejército colombiano acantonado en Lima, de apellido Bustamante, la cual, con los documentos que la acompañaban, informaba al Vicepresidente de Colombia de una rebelión acaudillada por el firmante con aquellas tropas contra sus altos mandos, alegando como motivo que tales mandos estaban comprometidos en un lan para desconocer la Constitución de Colombia. Todo parecía indicar, y ello salva el honor del general Santander, que el regocijo con que tales nuevas fueron recibidas en Bogotá, como la notoria participación del Vicepresidente en las manifestaciones públicas de entusiasmo que se organizaron para celebrarlas, tuvieron como punto de partida su deficiente información sobre características del motín encabezado por Bustamante en Lima. Para Santander y sus amigos, como se deducía de las informaciones llegadas, allí no había ocurrido cosa distinta de la insurrección de unos oficiales leales a la Constitución y leyes de la República contra el general de división Jacinto Lara y su Estado Mayor, comprometidos, según decía Bustamante, en las actividades subversivas que contra la Constitución habían tenido sus primeras y dramáticas consecuencias en los actos de Quito, Guayaquil y Valencia. Nada tiene, pues, de extraño que Santander comunicara la noticia al pueblo de la capital como un fausto acontecimiento y en los siguientes términos hubiera dado repuesta a Bustamante: «Ustedes uniendo su suerte, como la han unido, a la nación colombiana y al gobierno nacional bajo la actual Constitución, correrán la suerte que todos corramos. El Congreso se va a reunir dentro de ocho días, a él informaré del acaecimiento del 26 de enero; juntos dispondremos lo conveniente sobre la futura suerte de ese ejército, y juntos dictaremos la garantía solemne, que a usted y a todos los ponga a cubierto para siempre».

Una cosa era el juicio apresurado que sobre los acontecimientos de Lima se formó el gobierno de Santa Fe, y otra las verdaderas características de tales acontecimientos. La rebelión que acaudilló este oscuro sargento –como no tardaría en quedar demostrado-, lejos de buscar la defensa del orden constitucional, no había sido nada distinto de una clara traición a su patria, pagada a Bustamante con dinero por los aristócratas de Lima, quienes deseosos de salir de las tropas colombianas que defendían la Confederación de Colombia y el Perú, habían encontrado en Bustamante el hombre suficientemente venal para que por una considerable suma de dinero se rebelara contra los mandos de esas tropas, y aprovechara el deseo de los soldados de regresar a su patria para sacar al ejército colombiano del Perú y dejar a los aristócratas de Lima en libertad de apuntalar el feudalismo peruano, tan gravemente amenazado por el avance de Bolívar y de sus fuerzas hacia el Sur.

Pero las aspiraciones de la casta aristocrática de Lima, enemiga de Bolívar, no se reducían «liberarse del yugo de Colombia», como decían sus adalides; buscaban también aprovechar la rebelión de Bustamante, para realizar su viejo sueño imperialista: apoderarse de Guayaquil. Por eso, en coordinación con la salida del ejército colombiano de Lima, ordenada por Bustamante después de su criminal triunfo, y con el avance del mismo sobre los departamentos del Sur de la República, en los cuales, con el pretexto de defender la Constitución, esas tropas destituyeron a las autoridades dejadas allí por el Libertador, se produjo en Guayaquil un movimiento federalista, evidentemente estimulado por los peruanos, el cual culminó en la proclamación de la independencia de aquellas provincias de la República de Colombia y la elección, por una junta convocada por el Cabildo, del gran mariscal del Perú, don José de La Mar, como jefe civil y militar de aquella «republiqueta». La famosa insurrección de Bustamante no era otra cosa, pues, que una traición a la patria, el acto venal de un miserable que por dinero se prestó a servir a los planes de los enemigos de Colombia, interesados en disolver las tropas que garantizaban su influencia en el continente y en arrancar a la República, aprovechando aquella triste hora de anarquía interna, la rica y estratégica provincia de Guayas. Nada tiene de extraño que al enterarse Sucre de lo ocurrido en Lima y de la manera como la rebelión de Bustamante se entendía en Bogotá, se dirigiera a Santander en los siguientes términos:

«Los aplausos que los papales ministeriales de Bogotá dan a la conducta de Bustamante en Lima, muestran cuantos progresos hace el espíritu de partido. Ya estos elogiadores están humillados bajo el peso de la vergüenza, sabiendo que este mal colombiano no ha tenido ningún estímulo noble en sus procederes. La nota del general La Mar de 12 de mayo al general Torres justifica que las pretensiones de estos sediciosos eran sustraer a Colombia sus departamentos del Sur y agregarlos al Perú en cambio de un poco de dinero ofrecido a Bustamante y sus cómplices… La nota del secretario de guerra a Bustamante aprobando la insurrección es el fallo de la muerte de Colombia. No más disciplina, no más tropas, no más defensores de la patria. A la gloria del ejército libertador va a suceder el latrocinio y la disolución».

Ninguno de estos hechos, por el enardecimiento de las pasiones partidistas, fueron debidamente apreciados en la capital; la insurrección de Bustamante, juzgada como noble gesto en defensa de la Constitución, sirvió al Vicepresidente y a su partido para presentar una mayor resistencia a las decisiones de Bolívar en Venezuela y para concebir esperanzas en futuras rebeliones dentro de las fuerzas armadas que, por tener idéntico propósito al que se atribuía a Bustamante, podían proporcionar al gobierno el apoyo de importantes sectores del ejército. El Vicepresidente Santander no tuvo reparo en escribir a Bolívar manifestándole que la insurrección de Lima tenía el mismo carácter que la rebelión de Páez en Venezuela contra el gobierno de Santa Fe. «En mi concepto –le decía- el hecho de los oficiales de Lima es una repetición del suceso de Valencia, en cuanto al modo, aunque diferente en cuanto al fin y objeto. Aquél y los que se repitieron en Guayaquil, Quito y Cartagena, ultrajaron mi autoridad y disociaron la República; el de Lima ha ultrajado la autoridad de usted con la deposición del jefe y oficiales que usted tenía asignados. Ya verá usted lo que es recibir un ultraje semejante y considerará cómo se verá un gobierno que se queda ultrajado y burlado». En esta última frase, Santander hacía referencia a la desairada posición en que le había puesto Bolívar al premiar en sus decretos de Maracaibo y Puerto Cabello los actos subversivos acaudillados por Páez en Venezuela.

Una comunicación de esa naturaleza, sólo podía agriar más, como efectivamente sucedió, las relaciones entre el Libertador y el gobierno de Santa Fe. Indignado Bolívar por la complacencia de Santander ante la traición de Bustamante, se expresó duramente de él en Caracas, y según afirman historiadores que merecen todo crédito, llegó hasta solidarizarse con quienes en Venezuela acusaban al Vicepresidente de manejo indebido de fondos del último empréstito inglés. No bien lo supo el Vicepresidente, rechazó el cargo y en forma oficial insistió ante Bolívar en busca de una declaración suya, clara y perentoria, sobre tan delicada materia. Y si bien es verdad que el Libertador no se reafirmó en la acusación, es evidente que el mal estaba ya hecho y que a partir de este momento al Vicepresidente le sobraban razones para no economizar esfuerzo en el sentido de agrupar a la Nueva Granada en una línea de colectiva oposición a todos los planes y medidas del Libertador-Presidente. La prensa de Santa Fe llegó a los peores extremos de dicterio contra Bolívar, y el mismo Santander, interesado en que el Libertador conociera su resolución de rechazar la Constitución Boliviana por el incumplimiento de los acuerdos de Tocaima, el 1ero. de abril se dirigió al general Urdaneta, manifestándole claramente que no contaran con su voto para el código boliviano.

No bien lo supo el Libertador, la indignación que ya le embargaba por la actitud del Vicepresidente ante la traición de Bustamante, sobrepasó todos los límites, y al tiempo que escribía a Santander rogándole ahorrarle en el futuro la molestia de recibir nuevas cartas suyas, se dirigió a Urdaneta en los siguientes términos: «Santander es un pérfido, según se ve por la carta que ha escrito a usted, y yo no puedo seguir más con él; no tengo confianza ni en su moral ni en su corazón».

Santander conoció esta grave resolución de Bolívar en el momento en que, para fortuna suya, estaba a punto de completarse el quórum reglamentario del Congreso; seguro de que en aquella corporación iban a librarse sus próximas batallas contra el Libertador, a la renuncia del mando que al presidente del Senado había enviado Bolívar desde Venezuela, contestó insistiendo irrevocablemente en la suya, presentada en anteriores ocasiones. Evidentemente ambos perseguían, con estas renuncias, medir su fuerza en el supremo cuerpo legislativo de la nación. No quiso Santander, sin embargo, pasar en silencio la carta en la cual Bolívar le solicitaba suspender totalmente su correspondencia; después de mucho meditar sus términos, se dirigió al Libertador en la histórica comunicación cuyo texto original inspiró a don Vicente Lecuna este comentario: «Esta trágica carta está escrita con tanta calma y cuidado, que las letras no presentan las irregularidades frecuentes en la correspondencia del general Santander. Es toda de su mano». En esta carta, Santander decía a su amigo de ayer:

»Mi muy respetado general: no puedo menos de agradecer a usted mucho su carta de 19 de marzo, en la que se sirve expresarme que le ahorre la molestia de recibir mis cartas y que ya no me llamará amigo. Vale más un desengaño, por cruel que sea, que una perniciosa incertidumbre, y es cabalmente por esto, que estimo su declaración. No me ha sorprendido su carta, porque hace más de un año que mis encarnizados enemigos están trabajando por separarme del corazón de usted; ya lo han logrado; ya podrán cantar su triunfo…

»No escribiré más a usted, y en este silencio a que me condena la suerte, resignado a todo, espero que en la calma de las pasiones, que son las que han contribuido a desfigurar las cosas, usted ha de desengañarse completamente de que ni he sido pérfido, ni inconsecuente. Gané la amistad de usted sin bajezas, y sólo por una conducta franca, íntegra y desinteresada; la he perdido por chismes y calumnias fulminadas entre el ruido de los partidos y las rivalidades; quizá la recobraré por un desengaño a que la justicia de usted no podrá resistirse. Entre tanto, sufriré este último golpe con la serenidad que inspira la inocencia.

»Al terminar nuestra correspondencia, tengo que pedir a usted el favor de que sea indulgente por la libertad que yo he empleado en todas mis cartas; tomé el lenguaje en que creía que debía hablarle a un amigo, quien tan bondadoso se mostraba conmigo, hasta el caso de haberme excitado desde el Perú a que no prolongase la interrupción de mis cartas, que ya había empezado a omitir. No dudo que usted me impartirá esta gracia, con la misma bondad con que se ha impartido a sus enemigos y a los de su patria. Yo la merezco más que ellos, porque siquiera he sido antiguo y constante patriota, su compañero y un instrumento eficaz de sus gloriosas empresas. Nada más pido a usted, porque es lo único en que temo haberme hecho culpable.

»Mis votos serán siempre por su salud y prosperidad, mi corazón siempre amará a usted con gratitud; mi mano jamás escribirá una línea que pueda perjudicarle, y aunque usted no me llame en toda su vida, ni me crea su amigo, yo lo seré perpetuamente con sentimientos de profundo respeto y de justa consideración.

»Besa las manos de V.E., su muy atento y humilde servidor, Francisco de P. Santander».

A partir de este momento, el Vicepresidente concentró su atención en el Congreso, cuyo quórum estaba prácticamente completo, pues sólo faltaba un diputado, demorado en Tunja por enfermedad. En la Junta preparatoria se procedió a elaborar los proyectos destinados a constituir la política de conjunto que Santander aspiraba ofrecer a la República como alternativa de la que representaba Bolívar; y como en los últimos días de abril se supo en la capital que el representante enfermo no estaba en condiciones de viajar inmediatamente, por consejo del Vicepresidente los congresistas se trasladaron a Tunja, para instalar el cuerpo legislativo en esa ciudad. De tal manera, el 2 de mayo de 1827, el quinto Congreso de la República de Colombia inició en Tunja sus sesiones, con todas las formalidades reglamentarias. Allí continuó trabajando hasta que, mejorada la salud del representante atrás mencionado, el Congreso se trasladó a la capital, donde prácticamente comenzaron sus trascendentales tareas al considerar las renuncias presentadas por el Libertador y el Vicepresidente.

Desde que las deliberaciones se concretaron a tal materia, dejó de ser un enigma el completo dominio que sobre el cuerpo legislativo ejercía el general Santander. Cuando fueron sometidas a votación las mencionadas renuncias, la del Libertador no fue aceptada por cincuenta votos contra veinticuatro pronunciados en forma afirmativa, al tiempo que la de Santander sólo tuvo cuatro votos en favor de su aceptación. El Vicepresidente había ganado así su primera batalla, la cual tenía enorme significado, pues los resultados de la votación contrastaban dramáticamente con la forma unánime como el Congreso de 1825 había rechazado la dimisión presentada entonces por el Libertador.

Así comenzó el histórico duelo que en el quinto Congreso de la República iban a librar sus dos más eminentes personalidades. Seguro Santander del deseo de los pueblos de modificar el régimen constitucional vigente y de las ventajas que derivaba Bolívar por ser abanderado del anhelo general de cambio que existía en la nación, obtuvo de los legisladores que aceptaran los términos de sus propuestas al Libertador en Tocaima, o sea la interpretación por ellos del Artículo 191 de la Carta para anticipar la reunión de la Gran Convención Constituyente, sin quebranto manifiesto de los principios constitucionales. Después de varios días de debate, en los cuales los amigos del Vicepresidente –con el doctor Soto a la cabeza-, defendieron con brillo la conveniencia y legalidad de esta medida, el Congreso se pronunció sobre reformas a la Carta, declarando que ellas podían hacerse antes de los 10 años establecidos y fijando fecha para la reunión de la Convención y la ciudad de Ocaña como sitio para instalarla.

No tardó, entonces, en comenzar la segunda etapa de la política imaginada por el Vicepresidente para demarcar el campo de acción del Libertador. Ella se reveló a mediados de agosto cuando el cuerpo legislativo adoptó, casi unánimemente, una medida de carácter trascendental por su fisonomía antiboliviana; la solemne declaración del Congreso, a la que se atribuía carácter legislativo, mediante la cual se señalaban en forma perpetua e irrevocable, como condiciones insustituibles del pacto de unión de la Gran Colombia, una serie de modalidades institucionales en relación con el origen del poder público y la naturaleza y división del mismo, que resultaban incompatibles con las instituciones básicas del Código Boliviano. En tal forma indirecta, el Congreso de Colombia descartaba tal Código de las soluciones que podían adoptarse en el proceso de las reformas a la Carta Vigente.

Al tiempo que la política en Colombia tomaba estos giros, en Lima la aristocracia peruana, centro y nervio del partido anticolombiano, lograba que el Congreso declarara «sin ningún valor» la Constitución Boliviana y procediera a elegir Presidente de la República, en sustitución de Bolívar, al mariscal don José de La Mar, quien, según lo vimos, había inspirado en Guayaquil el movimiento que, en ese puerto, se desencadenó contra Colombia con el apoyo financiero y militar del Perú. La inmediata consecuencia de la toma del mando por el mariscal, efectuada en Lima el 22 de junio, fue el envío de importantes contingentes peruanos a los linderos de Bolivia y a las fronteras del sur de Colombia, para estimular focos de insurrección latentes en las provincias del Ecuador y cooperar, por los mismos métodos empleados para obtener el levantamiento de Bustamante, a la rebelión de las tropas de Colombia, que bajo el mando de Sucre permanecían acantonadas en Bolivia.

Para ejecutar esta empresa, designó el nuevo gobierno peruano al antiguo intendente del Cuzco, general Gamarra, quien con habilidad indiscutible se propuso escoger, como se hizo en el caso Bustamante, a aquellos sargentos y oficiales del ejército colombiano que por su carácter eran sensibles a las ofertas pecuniarias, para comprometerlos en la insurrección que los peruanos aspiraban provocar en aquellas fuerzas, con la mira de lograr su disolución. En esta oportunidad el traidor escogido fue el sargento José Guerra, quien en La Paz –la madrugada del 25 de diciembre-, al frente de un numeroso contingente de tropas se rebeló contra sus jefes y las autoridades de la provincia y después de poner presos a aquéllos y a éstas, reunió a la soldadesca insubordinada en la plaza principal y, a los gritos de ¡Viva el Perú!, procedió a forzar las arcas públicas, se apoderó de los dineros depositados en ellas y luego emprendió la fuga hacia el Desaguadero, en busca de la protección de su cómplice: el general Gamarra. Pero la suerte no favoreció en la huida a los rebeldes; alcanzados en la población de Ocomito por las fuerzas colombianas leales, fueron totalmente exterminados.

Protesta general en la Nueva Granada contra la Constitución Boliviana y los planes continentales del Libertador; desconocimiento del gobierno que Bolívar dejó en el Perú al encaminarse a Colombia; organizaron en Lima de una conspiración general para expulsar a los colombianos del Sur, e insurrecciones en las fuerzas de la República, en Guayaquil y Bolivia, ¡tal era el cuadro de calamidades a que el Libertador se hallaba enfrentado cuando en la Nueva Granada se cumplían los últimos preparativos para la reunión de la histórica Asamblea de Ocaña.

La Convención de Ocaña

Un gobierno que salve la independencia americana es la primera necesidad popular; este gobierno no ha de ser como los que han prolongado la dolorosa agonía de la revolución, que si no ha terminado en 17 años, es culpa nuestra, no de su esencia.

Simón Bolívar

Anticipaciones del atardecer. Batalla por el dominio de la opinión pública. La hora histórica del general Santander. Derechos contra deberes. Eclipse del americanismo de Bolívar y alborear del nacionalismo de Santander. Disolución de la Asamblea de Ocaña. Vacilaciones de un dictador que se avergüenza de serlo.

Enterado el Libertador de los escandalosos elogios con que fue recibido el movimiento de rebelión de La Paz por la prensa, que en Bogotá seguía las inspiraciones del general Santander, para poner término al empleo del gobierno colombiano en la tarea de acelerar la radical división del hemisferio, por la vía de Turbaco y a marchas forzadas, se encaminó a la capital.

Esta decisión no correspondía, sin embargo, al impulso de aquellas energías de su vigorosa personalidad que en otras horas difíciles le permitieron adelantarse a los acontecimientos y ser superior a ellos; en estos meses decisivos para su obra, sus actos se nos presentan como faltos de continuidad y en su conducta pueden observarse bruscos saltos de entusiasmo, seguidos casi inmediatamente de verticales caídas de ánimo, que obedecían a la decadencia de su salud y a su escepticismo frente a la magnitud de los problemas a que se hallaba enfrentado en aquellos momentos, en los cuales su obra política comenzaba a derrumbarse en el convulsionado escenario del continente. ¡Cómo deseaba entonces renunciar a una lucha en cuyo fin ya no tenía fe y frente a la cual se sentía débil y demasiado enfermo! Sólo su sensibilidad proporcionaba algún estímulo a su inmenso cansancio y abría un horizonte de luz en las sombras de su general decepción de las cosas y los hombres. Con la desesperación de un náufrago que se prende a la última posibilidad de salvación, se dirigió en los siguientes términos a Manuelita Sáenz, quien en esos momentos llegaba a Quito, después de haber sido expulsada de Lima por el nuevo gobierno: «El hielo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está expirando. Yo no puedo estar sin ti, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo tanta fuerza como tú para no verte; apenas basta una inmensa distancia. Te veo aunque lejos de ti. Ven, ven, ven…»

El 10 de septiembre llegó Bolívar a Bogotá, donde se le recibió con frialdad; tras de una protocolaria y casi hostil entrevista con el general Santander, tomó posesión de la Presidencia y con satisfacción pudo contemplar cómo el Congreso aprobaba, por efecto de su sola presencia, todo lo realizado por él en Venezuela. Bolívar logró, por tanto, disfrutar de alguna calma cuando Manuela Sáenz se le reunió en Santa Fe. Así comenzó esta corta y última etapa de felicidad y de suprema exaltación de los sentidos en la vida del gran hombre, a quien acontecimientos superiores a su voluntad y la rápida decadencia de su organismo iban a sumir pronto en el hundimiento de todas sus esperanzas. Para evitar, por lo menos en parte, las murmuraciones, Manuelita se alojó en casa situada frente a la iglesia de San Carlos, muy cercana de Palacio, y, al igual que en Lima, pronto se vio acatada, aunque a regañadientes, en los círculos sociales que de alguna manera se hallaban vinculados a la política boliviana. «Estaba –dice Boussingault– siempre visible. En la mañana llevaba una bata a lo que no faltaban atractivos. Sus brazos estaban desnudos; ella no se preocupaba por disimularlos; bordaba mostrando los dedos más lindos del mundo; hablaba poco; fumaba con gracia. Daba y acogía noticias. Durante el día salía vestida de oficial. En la noche se metamorfoseaba. Se ponía ciertamente colorete. Sus cabellos estaban artísticamente peinados; tenía mucha animación; era alegre, sirviéndose algunas veces de expresiones pasablemente arriesgadas. Su complacencia, su generosidad, eran limitadas».

Esta aparente calma en la controversia de los partidos no debía prolongarse mucho tiempo. A fines de octubre ocurrieron de nuevo en el oriente venezolano graves pronunciamientos, en los cuales el viejo odio racial tuvo destacada importancia; alarmado Bolívar por su rápida propagación en aquellas regiones, procedió a declarar turbado el orden público en ellas y anunció su propósito de encaminarse personalmente a los focos amenazados, pero conservando, como lo autorizaban los artículos 108 y 118 de la Constitución, el ejercicio del Poder Ejecutivo, con la intención de no permitir al Vicepresidente Santander encargarse del mando.

Resulta fuera de dudas para el observador imparcial de la conducta de Bolívar en estos días, que su partida para Venezuela no estaba desconectada de su interés por acercarse a Ocaña, pues enterado de que Santander se proponía asistir a la Convención, juzgó necesario contrapesar, con su presencia en las proximidades de Ocaña, decisiva influencia que ejercería en la Asamblea el prestigio y el talento excepcionales del prócer granadino. No bien conoció la insurrección ocurrida en Cartagena contra el gobierno de Montilla –acaudillada por el almirante Padilla-, abandonó sus vacilaciones y se encaminó a Bucaramanga para vigilar desde esta villa los tres focos de posible conflicto: Ocaña, Cartagena y Venezuela.

En tales circunstancias llegaron a su culminación las elecciones para diputados a la gran Asamblea Constituyente. En los pueblos granadinos se puso de relieve el prestigio del Vicepresidente y en Bogotá salió triunfante el partido santanderista. «De Pamplona am Popayán –le escribía Bolívar a Rafael Arboleda-, de Bogotá a Cartagena, toda la Nueva Granada se ha confederado contra mí y ha buscado a mis enemigos para que triunfen sobre mi opinión y sobre mi nombre. Santander es el ídolo de este pueblo…» En cambio en Venezuela y en los departamentos del Sur los partidarios del Libertador alcanzaron notables éxitos, en virtud de los cuales sus amigos y consejeros se anticiparon a manifestarle que estaba asegurado el dominio de su partido en la Convención. Poco participó Bolívar en este apresurado optimismo; al conocer los nombres de las personas elegidas en Venezuela, se dio cuenta de que, por las opiniones notoriamente federalistas de muchas de ellas, resultaba precipitado considerarlas adictas a sus ideas en pro de una autoridad firme. Con aguda previsión de lo que no tardaría en acaecer, le declaró en carta al general Páez: «Ayer ha partido de esta ciudad Guzmán… Él le hablará a usted sobre elecciones, pues con respecto a ellas, nada agradable puedo decir a usted; al contrario, hasta hoy han triunfado Santander y sus partidarios: han manejado diestramente todos los resortes de la intriga. Vea, pues, si con razón deseaba yo que viniesen Peña, Peñalver, Aranda y otros individuos de este carácter y firmeza para que se opusieran a los Sotos, Azueros, etc. Mas, tal vez tendremos que pasar por el dolor de ver que los de allá como los de acá formarán un solo cuerpo».

Asesorado el general Santander por Francisco Soto y Vicente Azuero, no había omitido detalle en la preparación del plan que tenía concebido para desintegrar la aparente mayoría del partido boliviano; tan meticuloso había sido en la ejecución del mismo, que ni siquiera se olvidó de acondicionar alojamientos en los caminos para sus amigos y para quienes desearan adherirse a su causa. «Santander y sus partidarios –le escribía Bolívar a Carabaño-, aumentan cada día su desenfreno y ojalá que nuestros amigos estuviesen animados del mismo celo fanático. Santander llega al extremo de salir a los caminos reales en busca de partidarios ofreciendo casa y comida a los diputados que entran en Ocaña. Sobre esto se cuentan anécdotas muy graciosas». Cuando Bolívar se lamentaba de la habilidad de los procedimientos de su peligroso adversario, Santander, con un calma que le hacía dueño de los acontecimientos, recomendaba a sus partidarios prudencia, serenidad y evitar a toda costa las provocaciones de algunos militares que, exaltados por los infortunios del partido boliviano en la Nueva Granada, habían optado por amedrentar a sus adeptos con actos de violencia. «En mi profesión –le escribía Santander a Azuero– se evita dar una batalla campal a un enemigo poderoso y bien situado cuando hay esperanza de destruirlo con partidas, sorpresas, emboscadas y todo género de hostilidades. Y para que no se piense que la comparación no cuadra, he de traer a su memoria el modo con que hasta aquí hemos hecho frente a los absolutistas: la entereza del gobierno constitucional, apoyado en razón y justicia, la cooperación de algunas ciudades y la imprenta, puede decirse que son los cuerpos con que hemos sacado hasta ahora triunfante la causa de la libertad».

El 9 de abril de 1828, con sesenta y ocho diputados se instaló solemnemente en Ocaña la gran gran Convención Constituyente, y este primer acto se cumplió en un ambiente de crítica exaltación, pues en los días inmediatamente anteriores santanderistas y bolivianos se habían dividido violentamente a propósito de la calificación de las credenciales. Por otra parte, la presencia de Bolívar en Bucaramanga al frente de las poderosas fuerzas, creó en el ánimo de los más desconfiados la impresión de que el Libertador tenía el propósito de intimidar a los representantes para obligar a la Asamblea a una decisión favorable a sus ideaas políticas. El doctor Francisco Soto, nombrado presidente de la Convención, en el discurso pronunciado para instalarla, formuló una clara y casi desafianhte advertencia a Bolívar: «Acaba de instalarse –dijo- la gran Convención de la República de Colombia… Yo espero que la seducción y el terror que podrán penetrar en este recinto…»

Si los convencionistas que no comulgaban con las ideas políticas del Libertador habían contado en sus haberes, para la gran batalla que iba a librarse en Ocaña, con que Bolívar insistiría en presentar a la Convención el Código boliviano, se desengañaron cuando, terminada la ceremonia de instalación, se procedió a la lectura del trascendental Mensaje que el Libertador remitió a la Gran Asamblea Constituyente de Colombia. Consciente de las muy serias resistencias que despertaban, especialmente en la Nueva Granada, las instituciones básicas de la Constitución boliviana y de las ventajas que podían derivar sus adversarios movilizando contra él a la poderosa opinión que miraba con desconfianza tales instituciones, optó por proponer a la Asamblea no un cambio tan radical como el que suponía su adopción, sino una reforma de la Constitución de Cúcuta que permitiera llenar adecuadamente los vacíos observados en ella durante los años de su vigencia.

Muchos fueron los sorprendidos cuando en el recinto de la Convención se comenzó la lectura del mensaje del Libertador: «Constituido por mis deberes –decía en él- a manifestaros la situación de la República, tendré el dolor de ofreceros el cuadro de sus afliciones. No juzguéis que los colores que empleo los ha encendido la exageración, ni que han salido de la tenebrosa mansión de los misterios; yo los he copiado a la luz del escándalo; su conjunto puede pareceros ideal; pero si lo fuera, ¿Colombia os llamaría?…

»Os bastará recorrer nuestra historia para descubrir las causas de nuestra decadencia. Colombia, que supo darse vida, se halla exánime. Identificada antes con la causa pública, no estima ahora su deber como la única regla de salud. Los mismos que durante la lucha se contentaron con su pobreza, y que no adeudaban al extranjero tres millones, para mantener la paz han tenido que cargarse de deudas vergonzosas por sus consecuencias. Colombia, que frente de las huestes opresoras respiraba sólo pundonor y virtud, padece, como insensible el descrédito nacional. Colombia, que no pensaba sino en sacrificios dolorosos, en servicios eminentes, se ocupa de sus derechos y no de sus deberes…

»Nada añadiría a este funesto bosquejo, si el puesto que ocupo no me forzara a dar cuenta a la nación de los inconvenientes prácticos de sus leyes. Sé que no puedo hacerlo sin exponerme a siniestras interpretaciones, y que a través de mis palabras se leerán pensamientos ambiciosos; mas yo, que no he rehusado a Colombia consagrarle mi vida y mi reputación, me conceptúo obligado a este último sacrificio.

»Debo decirlo: nuestro gobierno está esencialmente mal constituido. Sin considerar que acabamos de lanzar la coyunda, nos dejamos deslumbrar por aspiraciones superiores a las que la historia de todas las edades manifiesta incompatibles con la humana naturaleza. Otras veces hemos equivocado los medios y atribuido el mal suceso a no habernos acercado bastante a la engañosa guía que nos extraviaba, desoyendo a los que pretendían seguir el orden de las cosas y comparar entre sí las diversas partes de nuestra Constitución, y toda ella, con nuestra educación, costumbres, y experiencia para que no nos precipitàramos en un mar proceloso.

Partes: 1, 2, 3, 4
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