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El zorro de arriba y el zorro de abajo y la excelencia artística de José María Arguedas (página 2)

Enviado por Boris Carrillo


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Con toda razón Arguedas replicaba a quienes pensaban que carecía de conciencia creadora: “¡Cómo diablos pueden suponer los doctores en crítica que un novelista escriba sin tener conciencia de los medios que emplea para interpretarse!” (Carta a Jorge Puccinelli, Lima 11 de setiembre de 1955).

En esta ocasión, es nuestro interés rendir justicia a la densidad creadora de Arguedas colaborando a pulverizar la imagen inadecuada de escritor de escasa o limitada cultura libresca sin interés por lo más innovador de la “nueva narrativa” mundial, ayudando a percibir y difundir que su obra pertenece (como una de las más originales y arraigadas en nuestras raíces culturales) al ámbito de la “nueva narrativa” hispanoamericana en una de sus vertientes más emblemáticas conocida como el Realismo Maravilloso (a partir de lo que Alejo Carpentier definió como “lo real maravilloso” en el prólogo de 1949 a su novela El reino de este mundo).

Al respecto, aclaremos que la variante del Realismo Maravilloso en el área andina recibe el nombre de Neoindigenismo. Esta tendencia, hace suya la visión real-maravillosa (el Indigenismo, en cambio, inscrito dentro del Regionalismo hispanoamericano de 1910-1940, como la variante andina de esa narrativa de ambientación rural —llamada la “novela de la tierra”—, estética realista —con modelos en la narrativa francesa y rusa del siglo XIX— y recursos narrativos decimonónicos o “tradicionales”, asume la óptica “occidental”, preocupado por solucionar la cuestión social, económica y política, pero estimando que la mentalidad mágico-mítica y la cultura andina deben ser cambiadas por la mentalidad “moderna” y la cultura “occidental”) y la reivindica como vigente y valiosa, por eso, pasa a primer plano la interioridad del hombre andino, así como la cuestiones antropológicas y folklóricas; ya no predomina la problemática económica y política, y la discusión ideológica sobre el futuro del indio dentro de la sociedad peruana, aunque ello no deja de tener importancia en la obra de Arguedas.

Si bien Arguedas inició la creación de sus universos narrativos inserto en la estética del Indigenismo (su propia experiencia vital lo condujo a conocer primero haciendas, caseríos y comunidades indígenas y posteriormente ciudades en un proceso cada vez más amplio, complejo y totalizador, conforme han analizado Antonio Cornejo Polar, Tomás G. Escajadillo, Roland Forgues y Alberto Flores Galindo), se apartó pronto de los estereotipos indianista y, poco después, del indigenismo ortodoxo, para alcanzar su pleno desarrollo artístico dentro del Neoindigenismo y, por ende, en el Realismo Maravilloso de la “nueva narrativa” hispanoamericana.

José María Arguedas pertenece a la “nueva narrativa” (es uno de sus exponentes más destacados, al lado de Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez) porque sus recursos expresivos se nutren del nuevo lenguaje narrativo surgido en Europa y Estados Unidos a fines del siglo XIX y en las primeras décadas del XX: diversos puntos de vista (en tercera y en otras personas gramaticales, distintos narradores), saltos en el tiempo, técnicas como el monólogo interior, el collage, etc. Lo más significativo es que, en comunión honda con las raíces prehispánicas (Asturias asume el pasado maya; Rulfo, el azteca; García Márquez, el chibcha; y Arguedas, el prehispánico) y las afroamericanas (Carpentier), los autores del Realismo Maravilloso reelaboran el lenguaje de la nueva narrativa europea y norteamericana impregnado de la visión y valores de la “cultura occidental”, y lo reescriben desde la visión y valores indígenas y afroamericanos. El caso de Arguedas ilustra magníficamente ese proceso de apropiación y transformación que ha sido el punto de partida de las principales reflexiones sobre el tema en las letras de América Latina: las reflexiones de Rama sobre la “transculturación narrativa”, las de Cornejo Polar acerca de la “heterogeneidad cultural” y las de Lienhard caracterizando lo que él conceptúa “literatura escrita alternativa”.

Sirva de magnífica prueba, la desconcertante textura de El zorro de arriba y el zorro de abajo o Los Zorros (así gustaba llamar nuestro autor a este texto que empezó llamándose Harina mundo, luego Pez grande y finalmente El zorro de arriba y el zorro de abajo) entre la ficción novelesca, el diario íntimo y el ensayo, cruzando niveles textuales y técnicas muy complejas, en un provocador diálogo con el denominado “boom” de la nueva narrativa hispanoamericana.

3. Los Zorros y la nueva narrativa

Hasta ahora el último libro de Arguedas es menospreciado, omitido y “ninguneado” (expresión de Arguedas en el “Tercer diario” de El zorro de arriba y el zorro de abajo) por la crítica, cuando no condenado por sus “defectos artísticos”, o reducido a un valioso documento biográfico y psicológico. Resulta sintomático, al respecto, que lecturas interpretativas realizadas por Mario Vargas Llosa y José Miguel Oviedo (en el caso de la primera a pesar de representar un saludable llamado para leer a Arguedas como lo que es: un creador literario), terminen realizando una valoración ideológica hostil a lo que Vargas Llosa considera en la base de cada una de las ficciones arguedianas: una ideología “pasadista” y “reaccionaria”, en tanto contraria al inevitable proceso de urbanización e industrialización, propensa a idealizar la cultura andina para defender una postura colectivista, mágico-mítica, “irracionalista”, antimoderna y antiliberal. Ideología que Vargas Llosa denomina Utopía Arcaica y que, según Oviedo, termina originando, en el caso de El zorro de arriba y el zorro de abajo, un relato que nuestro autor “deja en el estado de imperfección que precisamente quería superar” y cuyo “verdadero interés es ser una obra escrita al borde del abismo”. Notamos que predomina en estas dos lecturas un reproche ideológico: la falta de “modernidad” de los postulados arguedianos —objeción que carece de pertinencia en una valoración estética—, pero además en ambas, también es artístico: un arte imperfecto, inarmónico, que no profundizó su exploración estética.

Dos observaciones fundamentales: por un lado, consideramos camino equivocado el de distinguir, por motivos ideológicos y éticos, entre la literatura profunda e intrascendente (consideremos el desatino del escritor Ernesto Sábato al motejar de “lúdico” y “gratuito”, despectivamente, a Jorge Luis Borges, oponiéndolo al “hondo” León Tolstoi o al “problemático” Franz Kafka); por otro, creemos que la primera virtud de una obra literaria, previa a la valoración de cualquier otro mérito, es su plenitud verbal. Añádase a ello la inherente ambigüedad de la literatura, la conveniencia de que no sea ortodoxa ni definida ideológicamente, sino plurisignificativa en sus connotaciones, con una grandeza simbólica y no sólo verbal.

La destreza artística de Arguedas ha sido dilucidada por Roland Forgues, Julio Ortega y Ricardo González Vigil en lo concerniente a las grandes líneas del proyecto creador con especial interés concedido por Martín Lienhard y Eve Marie-Fell, en lo relativo a El zorro de arriba y el zorro de abajo. Líneas vinculadas estrechamente al esclarecimiento personal y el conocimiento de este país “impaciente por realizarse” (según expresión de Arguedas) que es el Perú.

Muchos críticos, como Rowe y Rama, han acertado al enfocar que Arguedas era un artista de gran conciencia creadora. Con perspicacia, Rowe hace notar que las declaraciones de nuestro escritor que lo pintan reacio a reflexionar sobre las técnicas narrativas corresponden a los años 60: adoptó una “actitud defensiva” frente al “boom” y la “nueva novela”, debido a su “deficiente acceso” a un conocimiento sistemático de las técnicas en “sus años formativos” y, en especial, al hecho innegable de que su principal problema expresivo lo padecía “en términos del lenguaje”.

El resultado artístico de su pugna con el lenguaje, juzgado estéticamente y no sólo culturalmente —como signo social y antropológico— fue espléndido. A pesar de tratarse de una empresa descomunal de aprovechamiento literario de su condición bilingüe, según Rama “la más difícil que ha intentado novelista en América”. Esa proeza verbal ya ha sido destacada por diversos estudiosos, sobre todo por Alberto Escobar, quien trae a colación el rol de Dante Alighieri en la gestación de la lengua nacional (en su caso, el italiano), para evaluar el aporte del “español quechuizado” en aras de una lengua nacional acorde a la realidad del Perú. Cabría insistir también en cómo la inserción de elementos del quechua enriquece el potencial expresivo (y su efecto estético en un texto literario) del español: si Garcilaso de la Vega enriqueció el español (y la literatura hispánica) con recursos del italiano, y Rubén Darío, con el francés, Arguedas consigue otro tanto, con el quechua, siendo su labor más complicada, por tratarse de un idioma muy diverso, ajeno a las lenguas indoeuropeas, aunque ayudado por la base social de un bilingüismo existente en el Ande, con mucho de español quechuizado, conforme se nota desde los días de don Felipe Guaman Poma de Ayala, siglos XVI-XVII.

Como bien ha sabido destacar Rowe, antes de la composición de El zorro de arriba y el zorro de abajo, la principal preocupación expresiva de Arguedas se manifestaba “en términos del lenguaje, mientras que los problemas de la construcción narrativa y la presentación ocupaban un papel secundario”. Pero, aunque Arguedas le concedía “un papel secundario” a las técnicas literarias, no las descuidó en sus narraciones, empleándolas con gran vigor y originalidad expresiva, labrando texturas de la perfección de Los ríos profundos y “La agonía de Rasu-Ñiti” (dos obras que resisten la más exigente comparación con lo más admirable de la “nueva narrativa” hispanoamericana).

Sin abandonar este interés sustantivo por el idioma, por la experimentación lingüística, a tal punto que Edmundo Gómez Mango ha afirmado que El zorro de arriba y el zorro de abajo bien podría exhibir el título de Todas las lenguas, el principal problema expresivo en la obra póstuma es otro, precisamente lo que Rowe denomina “problemas de la construcción narrativa y la presentación”. Mucha atención: la exploración idiomática sigue estando al centro de la escritura arguediana, pero ya no es vivida como “problema”, en cambio, el conocimiento y la adecuada utilización de los recursos de la “nueva narrativa”, percibidos como idóneos para retratar la vida urbana (lo que intenta en Los Zorros), se le presentan como “problema”, una cuestión de técnica literaria que va a estar, por primera vez, al centro (unida al sondeo idiomático) de su escritura, planteada explícitamente en los “Diarios” de la novela.

Arguedas como los escritores del Realismo Maravilloso, una de las corrientes literarias más representativas e importantes de la nueva narrativa hispanoamericana, enriquecen el cuento y la novela (ésta claramente de origen europeo, porque no existía la novela en la América precolombina) con recursos expresivos de la tradición oral (Arguedas llega a insertar canciones dentro de su novelas, lo cual nos recuerda que hasta la época de Miguel de Cervantes Saavedra, cuando todavía era importante la tradición oral en el Viejo Mundo, las novelas europeas contenían poemas en su interior: las novelas pastoriles y el mismísimo El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por ejemplo), esquemas míticos (el manuscrito quechua de Huarochirí apuntala el diseño de El zorro de arriba y el zorro de abajo) y rasgos épicos y heroicos abandonados por la novela europea, ya que esta fue pasando de las gestas (acciones que el protagonista actúa en soledad, sin conexión con los sucesos colectivos), del héroe (sujeto ejemplar: paradigma de los atributos y virtudes que una cultura juzga deseables) al antihéroe o el sujeto problemático, sin valores firmes y claros, en crisis, empeñado en búsquedas que terminan infructuosas o con solucione que no se yerguen como modelos para la colectividad a la que pertenece el novelista. En las narraciones de Arguedas, la dimensión colectiva de la acción (con nítidos perfiles de gesta) canaliza y da sentido a la conducta de los personajes principales, así como adquieren contornos heroicos los personajes metamorfoseados en zorros y danzantes de tijeras en El zorro de arriba y el zorro de abajo.

4. La estrategia discursiva: Composición, escritura y estilo

Martín Lienhard ha ubicado a El zorro de arriba y el zorro de abajo como una etapa ulterior del Indigenismo en tanto invierte los términos de la narrativa indigenista: antes, los recursos literarios (de origen occidental) eran utilizados para abordar el mundo andino, asimilando con mayor o menor fortuna (“desde fuera” o “desde adentro”) la cosmovisión andina. En Los Zorros, en cambio, los recursos de la cultura popular andina transfiguran la escritura novelesca occidental, en el afán de proporcionarnos una visión andina de la urbe costeña.

Arguedas enfoca en El zorro de arriba y el zorro de abajo el referente costeño a partir de dos zorros mitológicos cuyo diálogo aparece en un texto oral pre-colombino; tomado del tomo de leyendas y mitos recopilados a fines del siglo XVI por el fraile Francisco de Ávila, que él mismo tradujo del quechua al español bajo el título de Dioses y hombres de Huarochirí. El narrador no intenta, sin embargo, rescribir ese texto sobreponiendo a personajes antiguos ciertos atributos de los hombres modernos (esto parece ocurrir en Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias con el Popol Vuh). Los zorros salidos, como lo ha puntualizado Martín Lienhard, del manuscrito 3169 de la Biblioteca Nacional de Madrid recuperan su condición de personajes vivos bajo el impulso de sus sucesores contemporáneos, como, por ejemplo los danzaqkuna, danzantes de tijeras, de la provincia de Lucanas.

Su irrupción en el universo narrativo transforma a éste en una suerte de plaza de pueblo andino en un día de fiesta, donde se funde lo elevado con lo bajo, lo sublime con lo grotesco y lo solemne con lo cómico (aún no se ha reparado como es debido —como ha llamado la atención Lienhard— en la irrupción del elemento paródico, carnavalesco, grotesco y a veces exuberantemente cómico de la cultura popular andina en la obra póstuma de Arguedas a partir de la función de los zorros que establecen una serie de equivalencias simbólicas implícitas con los danzaqkuna), gracias a la yuxtaposición compenetración de las formas expresivas más variadas. Los zorros, en esta obra, propician la irrupción de la cultura oral viva en la cultura escrita. La irrupción del quechua en el castellano de El zorro de arriba y el zorro de abajo muestra una realidad más amplia en la cual la violencia estética de la novela traduce la violencia social. Convertir esa violencia —producto de la descomposición— en un factor constructivo supone un programa no sólo estético sino político.

No obstante lo que surge en El zorro de arriba y el zorro de abajo con los colores de una fiesta andina es un referente costeño, a primera vista incluso, documental y cotidiano. Se produce así una notable distorsión entre los medios expresivos adoptados y el objeto al cual éstos se aplican. En Los Zorros, el narrador evoca un mundo a partir de las formas expresivas de otro. Se trata de una perspectiva indígena interna a la novela que surge por causa del conflicto entre un referente de “abajo” y una instancia narrativa de “arriba”. Esta última se manifiesta concretamente en la perspectiva general de los “diarios”, en la introducción patente de los zorros y la más subterránea de los danzaq, en el uso de los mecanismos simbólicos de la cultura popular andina entre otras cosas.

Si algo caracteriza fuertemente a El zorro de arriba y el zorro de abajo es la insistente referencia al sentido de la acción de los personajes. Esta característica se explica por el abandono de una perspectiva épica clásica, en la cual los héroes importan fundamentalmente como alegorías, encarnando significados que van más allá de sí mismos (nótese que el auge de la épica se da en sociedades donde actúa con fuerza la tradición oral y no existe una vida urbana significativa).

En la épica clásica el héroe representa a la colectividad y carece de otros rasgos que no sean los que lo constituyen como arquetipo portador de ese mundo total. Son seres semi-divinos, con el hybris (defecto o exceso) que es sancionado por las divinidades, y que con una fuerte individualidad buscan realizar el areté (la virtud) que se logra mostrando a cada momento que se es el mejor, para ello deben cumplir con la aresteia (hazaña). En la novela, en cambio, tiene características y vivencias personales que son proyección individual —toda la gama entre la adhesión y el disenso— del ámbito social. Mijaíl Bajtin señala que el héroe de la epopeya es visto por el narrador tal como lo ven otros actantes, o sea que todos ven y dicen lo mismo de él, sin desacuerdos.

El héroe novelesco, por el contrario, ofrece una variedad de visiones, se incorpora la distinción de lo que puede decirse de él. En otros términos, la épica clásica tiende a la uniformidad y las novelas a la heterogeneidad. Por ello, lo que encontramos El zorro de arriba y el zorro de abajo es una diversidad de personajes que cuentan precisamente como personas, en su singularidad radical.

No existe un personaje central; existen varios personajes, como Cecilio Ramírez o Esteban de la Cruz o don Diego, etc. y todos hablan constantemente en el relato. Pero, además, hablan de igual a igual con los dominadores: con los dueños de la fábrica de harina de pescado, con los empresarios o con los curas. Incluso los ponen en dificultades y hasta en retirada, ante desafíos y preguntas que estos personajes no pueden absolver. Ocurre en el diálogo entre Cecilio Ramírez y el padre Michael Cardozo. Ya no hay silencio o el hablar a escondidas.

Para Alberto Flores Galindo esto es posible porque antes de hablar han caminado; son caminantes, personajes que vinieron de otros sitios del Perú. Desembocaron en Chimbote, pero previamente habían recorrido una serie de pueblos y lugares del Perú. Lo que los define —hay dos o tres frases claves referidas a esta idea de caminar— es lo que puede significar caminar como medio de construir una identidad. Los personajes que pueblan Los Zorros son migrantes que dejaron atrás su pueblo de origen. Pero en ellos no se ha producido una ruptura total o radical; han conservado algunos rasgos anteriores, uno de los cuales es la solidaridad. Son migrantes que han sufrido una ruptura, pero que también han conservado elementos de su propio mundo y que caminando recorriendo pueblos, y llegando a Chimbote, han ido construyendo una identidad. Esta identidad es por una parte individual —tienen nombres propios, su propia manera de expresarse, sus problemas particulares— pero también tiene una dimensión colectiva. Son los habitantes de Chimbote.

Estos hombres sólo confían en ellos y ya no creen en los curas, por ejemplo. Cecilio Ramírez, no tiene mucha confianza en los curas que encarnan la teología de la liberación, como el padre Cardozo. Estos personajes cuestionan lo que los curas puedan decir, ni aún en los curas más radicales; confían en sí mismos, en que ellos pueden caminar y en que ellos saben pisar bien, en que saben pisar fuerte la tierra sobre la que se levantan. Del mismo modo tampoco son personajes que están dominados por el mundo mítico prehispánico, porque los dos zorros que están en el origen del relato, y que primero aparecen como personajes míticos, terminan siendo incorporados a este mundo de seres humanos concretos a través de personajes como don Diego. Pero ya no son personajes que están dominados por el mito: son personajes que controlan este mundo mítico.

Se trata de dejar de lado cualquier posibilidad de un discurso mesiánico. Los personajes de El zorro de arriba y el zorro de abajo no confían en la llegada de un mesías que los va a salvar. No son hombres que confíen ya más en ideas milenaristas: no va a ver una gran idea que esté por encima de su historia, una suerte de río subterráneo que los vaya a liberar. Si ellos se van a liberar es porque saben caminar. Este acto fundacional produce un nuevo tipo de ciudad: la barriada. Y la barriada por excelencia es Chimbote, que es casi sólo una barriada: el casco urbano es pequeñísimo, es una ciudad que ha surgido en el arenal, de la nada y en muy poco tiempo. Es la ciudad de la migración por excelencia, donde uno puede encontrar también este nuevo universo que es el de la barriada.

Una paradójica consecuencia de esto es que la identidad de los personajes no está marcada por un minucioso detallamiento de sus orígenes biográficos. Los personajes de Los Zorros son de una genealogía incierta. Esta ausencia deja espacio para que los hombres y mujeres que desfilan por la novela puedan reconocerse como personas y encontrar la identidad en el proceso de la comunicación. Lejos de ser una limitación, la estrategia discursiva que sigue el autor hace que los momentos de encuentro y diálogo cobren una especial intensidad, pues tienen un valor estético fundacional de una comunidad lingüística, ética y política.

Aquí sería conveniente precisar que la discusión acerca de la Modernidad es una discusión muy referida al universo urbano. En Charles Baudalaire, por ejemplo, la relación entre Modernidad y ciudad es muy evidente. La ciudad de Baudelaire era la urbe nocturna en la que el alumbrado de gas y sus reflejos —ambiguos como la conciencia humana— iluminaban en calles, como heridas, el desfile de la prostitución, el crimen y la desesperación solitaria. Charles Baudelaire al introducir el concepto de “modernité” concebía la Modernidad como una “cualidad” de la vida moderna tanto como un nuevo objeto de esfuerzo artístico. En esta caracterización que se encuentra en su ensayo en honor del artista Constantin Guys titulado “El pintor de la vida moderna” escrito entre 1859 y 60, publicado por primera vez en 1863, Baudelaire señala que para el artista esta cualidad está asociada a la habilidad del creador moderno de encontrar una belleza misteriosa y desconocida al interior de la individualizada, mercantilizada e industrializada civilización occidental.

Nuestra Modernidad no es la Baudelaire, pero sin ella la nuestra no existiría. El héroe romántico era el aventurero, el pirata, el poeta investido como guerrero de la libertad o el solitario que se pasea a la orilla de un lago desierto perdido en una meditación sublime. El héroe de Baudelaire era el ángel caído en la ciudad; vestía de negro y en su traje elegante y raído había manchas de vino, aceite y lodo. El personaje de Guillaume Apollinaire es un vagabundo urbano, casi un clochard, ridículo y patético, extraviado entre la muchedumbre. Es la figura que más tarde encarnaría Charles Chaplin. Un pobre diablo, un clown, un ser dotado de poderes misteriosos. Un solitario en la muchedumbre o mejor dicho, una muchedumbre de solitarios. El H.C.E. (Here Comes Everybody), ese Bloom nocturno de James Joyce.

El inicio del gran solipsismo. En el siglo XX el interlocutor mítico y sus voces que desaparecen en Occidente reaparecen en El zorro de arriba y el zorro de abajo a través de los “zorros” antropomorfizados y su relación implícita con los danzaqkunas. La filiación romántica de los personajes es clara; también lo es su novedad. Su ciudad es la de la multitud, la ciudad de los de las barriadas, que cada noche muta en un jardín eléctrico. No obstante, la ciudad moderna no es menos terrible que la de Baudelaire. Continuidad y ruptura.

4. 1. Composición

Por lo pronto, El zorro de arriba y el zorro de abajo, se compondrá de cuatro diarios, el último de los cuales es titulado como “¿Último diario?”. Esta es una pregunta por el mismo libro y por la propia vida, como si el narrador no quisiera del todo dejarlos en manos del autor. La pregunta revela, además, el temblor del autor ante su obra, a punto de abandonarse, abandonándolo.

Luego, los documentos de la muerte, demuestran el cuidado con el que el autor saldrá de su propio relato para reconstruirlo desde la parte narrativa de su muerte. Porque el suicidio no será solamente el fin de su vida sino el recomienzo de su novela, esa textualidad póstuma de su muerte, que el autor anota como una biografía sumaria, desgarrada del relato mayor de su fe en su trabajo, en su obra, en su cultura. Ya la primera página de la novela, en el primero de los “Diarios” intercalados en el relato, anunciaba el propósito de matarse. Pero también que la escritura de la novela le permitía diferir esa decisión, quizá incluso recuperar la voluntad de vida, y, en todo caso, avanzar en el proyecto de un relato que había concebido en todas sus partes, estructura y fábula, pero que el malestar recurrente, y la aparente imposibilidad de obtener un tiempo libre suficiente, le impedían culminar.

Al final, como al principio, sabemos que su vida se cierra, pero el texto inacabado supone la incompletud de la muerte, que requiere de la vida para tener sentido. Esa vida animada y ardiente del relato recobra al suicida, y lo alberga en la promesa mayor de la fábula: darle de hablar a la muerte. El relato amplía los poderes de esta vida disputada a las fuerzas contrarias. Y, más allá de las evidencias del malestar, la fuerza dialógica del proyecto del Libro como mito regenerador, comunica al registro del desamparo la lucidez y la emoción de una certidumbre trascendente, cedida al futuro. Simultáneamente, todos los niveles de El zorro de arriba y el zorro de abajo se nutren con la politización de la escritura.

Lienhard ha esclarecido uno de los más interesantes procesos técnicos y formales en la composición de El zorro de arriba y el zorro de abajo: la coincidencia entre la acción utópica de la magia (en los “Diarios”) y la acción subversiva de la carnavalización (en el “Relato”). La politización de la forma novelesca se entreteje con la de la cultura andina, como se aprecia también en la transformación del humo de la fundición en una waka, una de las muchas inversiones en esta manifestación de la etapa ulterior del Indigenismo: el animismo deviene “animismo industrial”, contestando al maligno y deshumanizador racionalismo capitalista, como también lo contesta la “locura” de Moncada.

Con respecto al loco Moncada es necesario destacar que este personaje no es sólo un actor (lo es en el sentido narratológico: ‘personaje’) sino que transforma en espectáculo cada una de sus presentaciones. Su actuación es textualmente teatral. Su “locura” tiene dos escenarios la del Mercado y la del trayecto de la procesión de cruces, asume la huella de del oficio que él ejerce, es decir, el de profeta, de predicador. En el primer escenario del universo moncadiano, a lo largo de una sucesión de “rituales” callejeros, Moncada escenifica en su extraño retablo (modelo reducido de una sociedad que transforma a sus miembros en muñecos, en títeres: el muñeco de trapo crucificado representa alegóricamente al mismo Moncada —autor/director-Moncada-muñeco de trapo— y a través de él alegóricamente al pueblo chimbotano) varias etapas de la pasión cristiana en la que asume toda la “pestilencia” del imperialismo (comparable a todos los pecados de la humanidad) con memorables parodias y alegorías de la Santa Cena, la muerte y resurrección del redentor.

El segundo escenario nos pone frente a un portavoz de la muchedumbre silenciosa que, en tanto protagonista colectivo, arranca las cruces, sale del cementerio, sube al médano, entra en la pampa hondonada otorgando a este evento un aspecto marcadamente épico. Esta “locura” que sería una especie de trance (análogo al que ilumina a los shamanes en éxtasis, lo que parece confirmar los días de ayuno que precedían a sus prédicas o con la capacidad de cambiar de vestidos y especialmente de sexo, tal cual los berdache de las tribus norteamericanas o los parianas de mundo andino) es una reelaboración del trance trágico en que se encuentra Arguedas y no en el sentido de pesimismo, de desesperanza, sino en el clásico de proyección catártica, como vuelta o re-vuelta —etimológicamente revolución alude a “giro o vuelta que se da sobre un eje”— al universo mítico, recuperando raíces antiguas, anteriores al nacimiento del género novelesco que la acercan al mundo de la épica y de la tragedia. Precisemos que la Vanguardia, en especial el Surrealismo, a los vínculos entre arte nuevo y revolución suscitó fervor por el mito y la magia, por el denominado “arte primitivo” con lo cual se puede encontrar una filiación indirecta con búsquedas de expresión indigenista.

No debemos soslayar que la magia y la maravilla anheladas al interior de los ismos vanguardistas invitaban inevitablemente a la comunión con las raíces andinas —y americanas—. No se trata de una restauración o una vuelta al pasado, sino de una ruptura, de una revolución. Esta aproximación al mundo de la épica y de la tragedia se refuerza con la condición teatral de la narrativa arguediana (estrechamente vinculada a la danza ritual de los danzaqkuna, danzantes de tijeras) que tiene su expresión más cabal en los pasajes dedicados al loco Moncada.

4.2. Escritura

En cuanto a la escritura El zorro de arriba y el zorro de abajo acoge el formato del diálogo y del predominio de la oralidad. Pero este es un diálogo no siempre razonado, no necesariamente obligado a los turnos del hablante y el oyente; sino un diálogo de distinto protocolo. Hecho a partir de sobrentendidos, está fragmentado entre retazos de un discurso oblicuo y sin centro. De manera que las palabras no buscan sólo representar el mundo que refieren, los hablantes no intentan sólo intercambiar información, y la oralidad no pretende sólo reproducir el instante enunciado.

Hasta cuando los personajes se interrogan, las respuestas son laterales o parciales, como en los diálogos de Chaucato (capítulo I) o en los del visitante nocturno don Diego, el “zorro” antropomorfizado (esta identificación se desprende más que de su vestidura cuyo colorido daría pauta de su oficio de danzaq, de su aspecto físico: piernas cortas, bigotes puntiagudos y separados, boca larga, etc.) convertido en evaluador de la industria, y don Ángel Rincón (diálogo carnavalizado —a través de lo grotesco— que continúa en la conversación entre Esteban de la Cruz y el loco Moncada), el astuto gerente pesquero de Braschi (capítulo III). En buena cuenta, no sabremos necesariamente más del fenómeno pesquero o de la situación social o política de Chimbote a través de estos diálogos; conoceremos, en cambio, distintas e intrincadas interpretaciones de ese fenómeno y esa situación; versiones que refractan el mundo en el habla, como su inversión subjetiva, ambigua y sospechosa.

Los capítulos III y IV, justamente, son los más dialogados, y donde el carácter conflictivo de la información será procesado entre hablantes hechos más que por la información misma por la escena comunicativa donde actúan sus propias vidas, como si ejercieran papeles no en la objetividad económica y social de una ciudad sino en el proceso comunicativo de un mundo sin reglas de habla, sin protocolos de comunicación, sin identidades fieles o veraces en el lenguaje mismo. Este es un proceso comunicativo que ocurre poniendo a prueba sus funciones, desprovisto de la seguridad de sus poderes inmediatos, y que está profundamente subvertido por esta nueva humanidad del habla. Por ello, suele darse en un habla desgarrada, quebrada por dentro, exacerbada; una suerte de materia emotiva que disuelve sus referentes para expresarlos casi material y descarnadamente. Sólo en la “Segunda parte” de la obra las funciones comunicativas parecen haberse definido, identificando a los hablantes como híbridos del lenguaje migratorio que se está levantando como otra ciudad (¿humanizada?) dentro de Chimbote. Si se revisan atentamente las páginas de El zorro de arriba y el zorro de abajo nos topamos con un nuevo tipo de ciudad, donde la gran mayoría de sus habitantes vive en barriadas. Son frecuentes las descripciones de la vida en las calles, del abigarramiento en ellas. La vida en las calles, el abigarramiento, la miseria, por un lado; pero sobretodo el hecho de cómo la miseria, la pobreza y la inmundicia de una ciudad como Chimbote no logran destruir a los personajes que lo pueblan.,

Con respecto a esta escritura queremos destacar la presencia de lo que Lienhard denomina “los paisajes musicales” que son la reproducción, mediante códigos verbales, de una estructura significante (quizá imaginaria) elaborada a partir de códigos pictóricos y que refuerzan el formato del diálogo y el predominio de la oralidad, establecen una suerte de contrapunto de la narración y el diálogo. Este aspecto, al que se le atribuye una tendencia “oral” más o menos marcada, se refuerza con la necesidad de musicalizar el relato y su capacidad de realizarlo a partir de recursos expresivos con recursos visuales cinéticos (que Lienhard explicita a través de los paisajes musicales que introducía el cine mudo del soviético Serge M. Eisenstein en medio del montaje de la acción, para evocar el estado del alma del protagonista, en general, colectivo y para suscitar una reacción análoga u opuesta en el espectador) acercan El zorro de arriba y el zorro de abajo a la narración “oral”, la canción, la danza, la literatura épica (no está muy lejos de las exploraciones y angustias de un James Joyce) con resultados de una autenticidad ante todo literaria y no por medio de descripciones de simples objetos, sino de objetos literarios a través de secuencias que se componen, en realidad, de una serie de planos sucesivos que nos muestran a Arguedas como un escritor con plena conciencia en lo tocante al uso riguroso y lúcido de las técnicas literarias y los recursos expresivos de la “nueva narrativa” a emplear, percibidos éstos como idóneos para retratar plenamente los “hervores” de la vida urbana.

En esta estructura se desarrolla una sintaxis narrativa de espacios emblemáticos, la narración pasa del burdel al mercado y, en seguida, en los pasos de Moncada, al cementerio. La escena dantesca de los pobres de una barriada trasladando las cruces de las tumbas de sus muertos, dramatiza la reorganización del espacio de la ciudad desde la perspectiva de la muerte. Esta escena fantasmática es conjurada por el rezo de tres mujeres: “Dios, agua, milagro, santa estrella matutina…”. La oración suma motivos del relato (ima sapra, la hierba que resiste en el abismo, el río Santa que retorna caudaloso), pero también funde algunos de sus lenguajes: el animismo quechua, la oración católica, el español reciente. Marcas lingüísticas de la migración, del exilio del habla sin lugar propio, y del desplazamiento del sujeto que disputa las interpretaciones para articular su propia objetividad. Quien intenta representar las nuevas mediaciones es otro ejecutor del habla de la adaptación: el porquerizo Gregorio Bazalar, dirigente barrial cuyo español imbuido de quechua aparece como un discurso político emergente, situado en la necesidad de controlar el espacio adverso.

4.3. Estilo

En cuanto al estilo en El zorro de arriba y el zorro de abajo Lienhard apunta que al narrador omnisciente sucede la multiplicación de perspectivas e instancias discursivas y la visión fragmentada, fugaz; a la trama lineal o progresiva, un montaje (cine) más sugestivo de las secuencias que imita el flujo espontáneo de la conciencia; a la “historia” o al argumento, unos cortes instantáneos de apariencia arbitraria. En toda su configuración verbal, el texto deja de ser un territorio cerrado donde reina un lenguaje propiamente “novelesco”, para abrirse ampliamente a todos los discursos que surgen dentro de la sociedad: orales y escritos, populares y cultos, antiguos y modernos, artísticos, periodísticos, técnicos y publicitarios, colectivos e individuales.

La complejidad con que El zorro de arriba y el zorro de abajo ordena el espacio, entrecruzando lo verbal y lo no-verbal, multiplicando no sólo los sociolectos y los idiolectos, sino también los discursos, las retóricas y las poéticas, hace difícil que el obrar revolucionario de esta obra sea capaz de resumirse dentro de una sola imagen. Al contrario, se trata de un proceso de collage o montaje, saltando —como danzaqkuna— entre diferentes niveles, semejante al del cubismo o las películas de Eisenstein o la música serial, muestras acertadas que establecen definitivamente la modernidad de la obra de Arguedas. Empero la comparación que establece Lienhard con las telas de Paracas es oportuna y apropiada: “Si las mantas de Paracas alcanzan una traducción pictórica (espacio y color) de su movimiento, El zorro constituye un equivalente verbal de la danza”. Fundada en la música y la danza, la obra de Arguedas no esquiva la complejidad verbal e histórica; al contrario arriesga un encuentro total y abierto.

Convertido en la última materia primigenia de El zorro de arriba y el zorro de abajo, el lenguaje es capaz de rehacer los términos dados del mundo en el proyecto de su revelamiento, de su desentrañamiento. Por eso, dice Arguedas que “Vallejo es el principio y el fin”. Al escribir esta frase dentro de uno de los núcleos mayores de Los Zorros y de todo su mensaje creador, Arguedas no sólo está aprovechando la fórmula teológica de raíces bíblicas (sobre todo, Apocalipsis, 1,8) de Dios como el Alfa y el Omega, el principio y el fin; sino que, como ha notado González Vigil, está rescribiendo un verso central del poema “Telúrica y magnética”, en el que Vallejo, desde Europa, proclama sus raíces andinas, la fuerza telúrica del Ande como el polo magnético de su corazón (es el verso 60 de dicho poema “¡Indio después del hombre y antes de él!”). El indio, el hombre andino, como el hombre que fue y como el hombre que será: el que se reintegra. Modelo eterno —Alfa y Omega— en tanto modelo de vida comunitaria, simbólicamente previa a la caída en el individualismo egoísta y simbólicamente posterior a la calandria de fuego entonada por la fraternidad de los miserables, el dios liberador que suprime el individualismo egoísta y restaura el hombre-masa de Vallejo, el hombre que volverá a vivir como el indio antes de la caída.

El indio, pues como paradigma de la existencia comunitaria en comunión productiva con la naturaleza; una naturaleza sacralizada. Como César Vallejo, el poeta de lenguaje más radical, Arguedas se propone hacer de su texto un objeto dirimente y apelativo, capaz no sólo de dar cuenta de la crisis de un mundo (la Guerra Civil española en el caso de Vallejo, el apocalipsis modernizador en el caso de Arguedas) sino de revertir los términos de la crisis en la alegoría realizadora del diálogo.

En Vallejo, se trata del utopismo redentor (“¡Sólo la muerte morirá!”, expresa en el “Himno a los voluntarios de la República” y, en efecto, la muerte muere en el poema); en Arguedas, del utopismo cultural (la suma de lo vivo en el mito de la heterogénea plenitud comunitaria). Asistimos a dos cálices, a dos pasiones que quieren brindar la redención revolucionaria. Estamos, pues, ante la acción de la Masa que logrará que el Fin de nuestra trayectoria histórica implique el triunfo del modelo de vida del Principio. El ayllu andino y la “fraternidad de los miserables” como Alfa y Omega.

En efecto, los zorros cumplen con alegría su tarea secular de comunicar a los pueblos de arriba y de abajo, a la sierra y la costa, confiados en su poder y seguros de coincidir con el orden primordial del mundo: el tiempo, por eso, no tiene más que un sentido aleatorio y la realidad es apenas un dato contingente. Saben que su tiempo es otro y su realidad distinta y que en su ir y venir están tejiendo la urdimbre de un texto-mundo que también es otro y distinto. Podría decirse que el mismo Arguedas asume la condición de un zorro moderno, que realiza en sí mismo la misión intercomunicadora, a la espera que la radical unidad del texto-mundo nuevo convierta el vínculo (vínculo capaz de universalizarse, decía Arguedas) en la materia misma de un cosmos humanizado. Sus palabras misteriosas, sus danzas simbólicas, sus transfiguraciones aparentemente gratuitas son símbolos de su fuerza y presagios de lo que vendrá. Pero el mensaje de los zorros, con su remisión al discurso mítico originario y con su compromiso con el futuro utópico, tiene que contradecirse, con la observación del presente real.

Esto hace necesario abordar El zorro de arriba y el zorro de abajo a través de una aproximación fragmentaria, como los discursos del loco Moncada, para luego replantear el lugar de la tradición como significado para el presente.

La fusión del pasado y del futuro, enfrentada a un presente doloroso, es una concepción de patrimonio colectivo presente en varios mitos contemporáneos, el mito de Inkarri estudiado por el propio Arguedas es un ejemplo de ello. Un reflejo —indirecto— de tal tradición la constituye la escena de la procesión de las cruces. Sólo una vez culminada esa transformación dolorosa (que supone la empresa de humanizar el sufrimiento) será posible reconocer la diversidad del mundo social de Chimbote como si fuera parte de una armoniosa melodía andina, según la figura escogida por Arguedas.

El propio carácter fragmentario, la intercalación de textos novelescos y diarios, discursos y cartas de despedida que componen el libro, dan precisamente esa sensación de incoherencia y desorden inicial que produce la experiencia subjetiva de la modernización capitalista. Esta experiencia hace que se reconozcan nuevos sentimientos y, correspondientemente, nuevos lenguajes y nuevas prácticas. La polaridad primordial de ese nuevo mundo en surgimiento está representada en los tres escenarios o espacios emblemáticos antes mencionados (el prostíbulo, el mercado y el cementerio).

Arguedas está desgarrado por conflictos que aunque se generan y desarrollen en su biografía personal, son resultado típico de condiciones socio-culturales muy frecuentes en el Perú. Lo individual, el mundo interior, resulta expresión y campo donde investigar lo colectivo. Cuando Arguedas comienza a escribir El zorro de arriba y el zorro de abajo ha madurado ya la decisión de quitarse la vida. Concibe su empresa como una suerte de batalla que sabe de antemano perdida, pero no del todo. Espera producir un legado que acaso otros puedan continuar.

5. Encuentros de zorros

Como ya hemos apuntado, los estudios críticos han señalado la convergencia en la obra arguediana de la reflexión autobiográfica, la ficción literaria y el ensayo antropológico. El Arguedas antropólogo se va encontrando con el Arguedas novelista y con el Arguedas que se alimenta de sus vivencias de su autobiografía. Se va encontrando también con los otros, y aparece su correspondencia. Lo interesante es que en la versión final de El zorro de arriba y el zorro de abajo las cartas son incorporadas al libro, y el libro estará estructurado alrededor de los “diarios” que este hombre escribe al borde de la muerte.

Registros que se potencian entre sí, pero nunca de modo tan logrado como en Los Zorros. Pero alrededor de los diarios surge también la descripción del hervidero humano de Chimbote. La alternancia entre los diarios y los relatos, el ir y venir entre la revelación personal y la elaboración literaria, expresa la imposibilidad de avanzar en un plano si no se produce un ajuste de cuentas con el otro. Es algo distinto. ¿Novela? No, no en el sentido que los grandes novelistas del siglo XIX establecieron como paradigma de novela, que aún hoy sigue correspondiendo a la idea que el lector promedio tiene de la novela o de lo novelesco: relatos de historias entretenidas, llenos de sucesos, intrigas, amor, pasiones y las aventuras del héroe o la heroína enmarcadas en un espacio y en un tiempo concretos mostrando el carácter, las interioridades y las complejidades del individuo.

No se encuentra un nombre para denominarlo. Mezcla de ficción con autobiografía y con ensayo. Constituye el intento de renovación más profundo, aunque no el más espectacular. En todo caso, lo ha señalado Alberto Flores Galindo, esto es lo sustantivo de El zorro de arriba y el zorro de abajo: sustenta y argumenta una teoría de la novela. Un nuevo discurso. Se trata de nada menos que la posibilidad de una nueva poética/un nuevo orden social.

Escribir no solamente será construir una representación válida de Chimbote y su heterogeneidad peruana; sino, lo que es más arriesgado, reconstruir un espacio narrativo donde la ficción, que en el caso de Arguedas es la forma resolutiva de lo real, transfiera el malestar del autor a la convicción del narrador; operando, de ese modo, una articulación tan simbólica como vital entre la voluntad de muerte del autor y la necesidad de vida del narrador. Vida y muerte se traman, en varios planos, como la vertebración misma del texto. Como señala Gustavo Gutiérrez esperanza y muerte, ambas fueron vividas —si se puede hablar de vivir la muerte lo que nos remite al “muero porque no muero” y el tener que morir para vivir a plenitud, de la experiencia mística: negar la vida y la creación artística, sus pautas y sus límites, para poseerlas a cabalidad— por Arguedas.

Ambas hacen a la vez precario y definitivo el segundo encuentro de los dos zorros (el primero se llevó a cabo dos mil quinientos años en el cerro Latausaco de Huarochirí, como lo da a entender el texto, el segundo se producirá en El zorro de arriba y el zorro de abajo entre el fin del “Primer diario” de la novela —donde se evoca la iniciación sexual andina del narrador— y el inicio “verdadero” del “Relato”, la salida al mar del pescador Chaucato, con una segunda parte del diálogo situada casi al final del primer capítulo del “Relato” que narra otro traslado de arriba a abajo, el de Tutaykire (Gran jefe, herida de la noche), el guerrero de arriba, hijo de Pariacaca, héroe de Dioses y hombres de Huarochirí: Cornejo Polar ha relacionado este episodio al de Asto, uno de los tantos serranos que han bajado a la costa y que “revive” con una prostituta blanca de Chimbote, la historia mítica en el “Relato”, hace dos mil quinientos años Tutaykire fue detenido en Urin Allauca, valle yunga del mundo de abajo; fue detenido por una virgen ramera que lo detuvo para hacerlo dormir y dispersarlo) en medio de una realidad que se exaspera y en la cual el autor y el narrador siente que se le escapa de las manos (“Estos ‘Zorros’ se han puesto fuera de mi alcance, corren mucho o están muy lejos. Quizá apunté un blanco demasiado largo o, de repente, alcanzo a los ‘Zorros’ y ya no los suelto más” asevera en el “Tercer diario”).

La situación es al mismo tiempo, “peor y mejor” que antes (“Pero ahora es peor y mejor. Hay mundos de más arriba y de más abajo” afirma el zorro de arriba cerca al final del primer capítulo del “Relato”). En El zorro de arriba y el zorro de abajo hablan las voces de este país inacabado que sigue bordeando la frustración histórica, pero también se cede la palabra a las voces del pueblo que no cesan de correr buscando alcanzar a los zorros y manteniendo la esperanza, creen que tal vez (“de repente”) lo logran. Así, la representación de Chimbote se torna interior, inquietada por la vehemencia expresiva que anima al autor y por la perturbación que lo agobia. Pero se hace también alegórica, porque la capacidad poética del narrador recobra e incluye al autor en el proceso del relato. Se trata, claro, de una dolorosa alegoría, donde vida y muerte se ceden la suerte del autor. Pero esto, al final, una alegoría de la nacionalidad reformulada al centro de la modernización, donde vida y muerte ya no se oponen, se ceden la palabra, y traman un mundo incógnito, antiguo y futuro, apocalíptico y renaciente.

La promesa mítica (religar los contrarios y fundir al sujeto en el objeto, al lenguaje en el mundo) se cumple dramáticamente en el proyecto final de Arguedas: si el malestar humano del puerto es simétrico a su propio malestar psíquico, esta fuerza del sufrimiento supone así mismo el conocimiento capaz de encontrar un sentido creativo aún en la violencia y la autodestrucción. Un mito del origen andino (la vida viene de la muerte) se transforma en un relato del futuro peruano (la utopía de la comunicación plena). El encuentro de zorros es un diálogo no cerrado, abierto. El mito termina encontrándose con la historia, pero para disolverse en la historia.

6. Una obra abierta

Antonio Cornejo Polar llamó a El zorro de arriba y el zorro de abajo una novela “abierta” porque está incompleta. Nosotros consideramos “abierta” de otro modo, en el sentido otorgado a esta expresión por Umberto Eco, sólo está incompleta, si se quiere, en el proyecto del autor, que en su “¿Último diario?”nos dirá con cierto detalle cuáles iban a ser los desenlaces. Tratándose de Arguedas y del carácter indeterminado de personajes y conflictos, esas líneas argumentales no tienen que haber sido las definitivas; pero nos permiten, por lo menos, entender que en su plan de trabajo esperaba a varios personajes un final truculento y a los zorros tutelares una mayor deliberación. En cualquier caso, el texto está “completo” en tanto libro escrito y editado por el autor.

El fascinante proceso textual que incluye la interpolación, la autoreflexividad, y el testamento epilogal potencian la ficción en el documento, la novela en testimonio, y el relato en gesto autobiográfico. El zorro de arriba y el zorro de abajo debe empezar, por ello mismo, con la historia del suicidio inminente del autor. Desde esta perspectiva, la novela proyecta su sombra mustia, y se convierte en una ceremonia ritual. Los pre-textos y post-textos se desdoblan novelescamente pero también resitúan a la ficción en un nuevo estatuto de certidumbre narrativa, donde la novela se transforma en objeto cultural ajeno al Archivo de la normatividad y del canon.

El problema de su definición, por lo tanto, es más que genérico; tiene que ver, más bien, con la radical diferencia de su escritura y planteamiento narrativo. Allí es donde radica la verdadera y enorme dificultad para el autor y la no menos inquieta tarea del lector.

No se trata de una obra acabada en el sentido convencional del término. Arguedas deja indicados algunos episodios pero no pretende enrumbar los destinos de sus personajes o el conjunto de la situación que retrata. Los relatos quedan abiertos sin desenlace. Además, la narración se interrumpe periódicamente. Entre los capítulos el autor intercala diarios personales donde nos hace partícipes de sus tribulaciones, de sus circunstancias vitales, de sus reflexiones sobre el Perú y el quehacer artístico. Como nexos de ambas vertientes de la narración (diarios y relatos), tenemos los diálogos de los dos zorros míticos que antes de manifestarse como instancia narrativa oficial de la última obra de Arguedas, aparecen, igualmente como interlocutores de un primer y único diálogo en el famoso texto quechua oral transcrito en el siglo XVI. Por último, más que un relato integrado, con protagonistas y acontecimientos centrales, se trata de un conjunto de historias “débilmente” hilvanadas y donde el mito, la magia y la religión tienen una presencia fundamental. En conjunto representan un amplísimo fresco de una realidad vasta y compleja. Esto lleva a Arguedas a percibir la realidad social no como la síntesis de diferencias, sino como el encuentro de complementariedades. Estamos pues ante una obra excepcional y complicada.

7. CODA

Alberto Flores Galindo ha precisado que en los diferentes acercamientos a la obra arguediana, una limitación advertida por Ruggiero Romano ha sido escindir la ficción del resto. A veces se ignora que Arguedas fue también antropólogo, un hombre que dedicó muchos artículos y ensayos al folklore y el arte popular, un apasionado de la etnología, al que debemos la revaloración de los retablos ayacuchanos, el descubrimiento del ciclo mítico de Incarri y sólidos estudios sobre comunidades campesinas. Se fue estableciendo una suerte de contrapunto entre sus investigaciones amparadas en el instrumental de las ciencias sociales y su obra de ficción.

A veces se superponen como en El zorro de arriba y el zorro de abajo donde es imposible separar al Arguedas etnólogo del Arguedas novelista, y a ambos del personaje real.

Lienhard ha notado que en el proceso de composición de Los Zorros, la resolución provisoria de una angustia permite a Arguedas empezar a escribir los relatos. Pero la empresa se interrumpe después de uno o dos capítulos. La inventiva se agota y la depresión se apodera de su ánimo. La única manera de romper el bloqueo es mediante la reflexión sobre la propia vida. El esclarecimiento personal permite el desarrollo de su creatividad. Sin embargo cumplida una tarea esta se enmaraña nuevamente. Extravía su camino. Está paralizada. Así en esta dinámica entre autobiografía, creación y reflexión, tenemos cuatro diarios y cinco capítulos, repartidos estos en dos partes.

En los diarios se enfrenta la depresión y se domina la angustia, transitoriamente. Una vez iniciada la creación al ánimo es fuerte y la progresión segura. Pero el final suele ser agónico y arduo. Arguedas termina extenuado y es imposible una continuación inmediata. Ocurre que el esclarecimiento personal y el conocimiento del país están motivados por incertidumbres y ansiedades que se convierten en impedimentos para su creatividad. Desde la muerte, la vida (la del autor y la de sus personajes) se torna, no obstante, más intensa, urgida y definitiva. El relato, así, adquiere la vehemencia de la confesión, la prisa de las síntesis, el arrebato de los gestos de ruptura, la poesía y la irrisión del lenguaje descarnado. El zorro de arriba y el zorro de abajo, ahora, se ha convertido en un documento desolado y magnífico: su nacimiento coincide con la promesa del suicidio del autor. La primera página anuncia la última: el Autor (ahora el Narrador) hará de su muerte un acto literal (una escenificación para la cual no hay protocolos) pero también un acto narrativo, donde el lenguaje deja de ser ficticio y es más que documental. Convertido en la última materia primigenia, el lenguaje es capaz de rehacer los términos dados del mundo en el proyecto de su revelamiento, de su desentrañamiento. Arguedas llamó a sus capítulos “hervores”, porque son la gestación de un proceso ferviente, en una especie de ebullición quemante. Los temas y los niveles representados en este encuentro de zorros resultan dolorosos para el autor por lo incompleto y lo complicado de lo mismo (“¿a qué habré metido estos zorros tan difíciles en la novela?”, se interroga casi al finalizar el “Segundo diario”). Arguedas parece angustiarse por momentos con algo que no podía ser de otro modo.

Empero, hay momentos que percibe mejor las cosas (“La novela ha quedado, pues, lo repito, no creo que absolutamente trunca, sino contenida, un cuerpo medio ciego y deforme pero que acaso sea capaz de andar” le escribe, el 29 de agosto de 1969 a Gonzalo Losada). Por un lado, tenemos “el Perú hirviente de estos días” (expresión de una carta que fechada en Lima, 1 febrero de 1967 dirige a John Murra), este Perú de todas las patrias, este Perú de los dos zorros: el zorro de arriba y el zorro de abajo, que está sangrando, que parece no saber a donde ir, cómo resolverse; y por otro lado, tenemos al propio Arguedas (interviniendo no sólo en los “Diarios” de Los Zorros, sino en diversos pasajes del “Relato”) que se hace uno con la pasión (en el sentido cristiano) con su pueblo, angustiado por detener la destrucción que contempla, buscando servir de intermediario entre los dos zorros o de interprete entre las fuerzas en conflicto: una agonía que, aunque de otra manera en César Vallejo, también termina con su muerte. Lo notable y conmovedor es como la agonía, en El zorro de arriba y el zorro de abajo, trasciende la desesperación, el dolor y la angustia; para testimoniar esperanza en que la vida terminará venciendo. Vivir es ir hablando, y el hablar nos sitúa más allá de nuestro propio juicio, de nuestra individualidad: en un ámbito de impersonalidad, en esa última impersonalidad —nuestra y ya no nuestra a la vez— que ninguna filosofía puede justificar, pero cuya maravillada y maravillosa conciencia está en la palabra artística —como lo es El zorro de arriba y el zorro de abajo— por ser la palabra más plena y universal.

Sobre este y otros temas hay en El zorro de arriba y el zorro de abajo, una variedad de ideas e intuiciones que nos parece vital sistematizar. Mestizaje, violencia y cultura de paz. Problemas y cuestionamientos que remiten a conflictos individuales, pero que tienen un origen social y adquieren hoy una renovada actualidad que no podemos soslayar por la vigencia de los desafíos que nos plantean y por los inacabados, pero sugerentes que nos resultan sus ensayos de respuestas. Las razones de esta renovada presencia son complejas y están asociadas, fundamentalmente, al hecho que los conflictos que enfrentó Arguedas distan de estar resueltos, son los nuestros todavía.

Octubre de 2002

(Corregido y aumentado en setiembre de 2003)

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Borris Carrillo

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