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Resumen del libro El cielo de los leones, de Ángeles Mastretta (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4

Yo no entiendo de fut y, sin embargo, me cuesta el escepticismo porque algunos de mis seres más queridos le tienen veneración. Recuerdo a mis hermanos jugándolo todas las tardes, todos los sábados y los domingos en el campito terroso al que tuviera que acudir su equipo. Los recuerdo al volver del colegio con las caras hirviendo y un raspón en la rodilla, los recuerdo desde entonces mentándole la madre a un árbitro por haber fallado en contra de alguien llamado la Tota Carbajal. No me acuerdo bien cuál era su equipo predilecto, pero creo que el Necaxa. Y cuando el Puebla apareció en escena, ya que todos éramos mayores, pero no por eso menos enfáticos, la familia entera puso las esperanzas en el primo Manuel Lapuente y por primera vez los vi gritando un triunfo. De entonces viene la entrega de uno de nuestros vástagos a la causa perdida del mentado fútbol. Arturo, el hijo de mi hermana, fue con tal entrega la mascota del equipo, que lleva toda su adolescencia entregado a la fatídica esperanza, que, como va, convertirá en realidad el contumaz deseo de ser un jugador profesional. La obsesiva y preclara entrega de este muchacho, inteligente y guapo como pocos, al solaz de las patadas, me desconcierta tanto como la admiro. Por sobre otras, su pasión me ha hecho pensar que algo de extraordinario debe haber en tal juego. Su pasión y la de un cuñado mío, que a los cuarenta y algo está dejando el físico en la gloria semanal de triunfar sobre otra portería.

La verdad es que el gusto por el juego lo entiendo con bastante más destreza que el gusto por mirar el juego. ¿O será el fútbol como el ballet? Que entre más cerca lo ha tenido uno, más arrebatador es mirarlo. Quizás. El caso en mi caso es que no me dice nada y que ando buscando un quehacer para ejercerlo mientras el señor de la casa, los jóvenes de la casa, los amigos y parientes de la casa, y en general, la casa toda mira el fútbol.

Se me ocurre que durante los partidos puede uno irse a dormir a un buen hotel. Alguien afortunado quizás encuentre un amante al que no le guste el fut. ¡Qué fantasía! De una a tres de la tarde haciendo el amor como dentro de una película.

Eso, meterse a una película no ha de ser tan malo. Ir a decirle a Ingrid Bergman que se quede un ratito en Casablanca. Que no es cosa de abandonar a Lazlo en definitiva, pero que bien puede siquiera por una semana quedarse a besar al infortunado y maledicente Rick. Meterse en Out of África. Eso me gustaría aún más, ir de safari con esa mezcla de baronesa Blixen y Meryl Streep, sentarme en el porche de su casa a oír a Mozart mientras la veo besar a Robert Redford que al mismo tiempo es Dennys Finch, el inasible amante inglés. ¿Quién no ha tenido un amante inasible? Quizás tenerlo en ese paisaje resulte menos ingrato. No sé qué opinaría la baronesa Blixen. Sé, sí, que fue dichosa mientras lo tuvo cerca, con o sin paisaje, y que luego se convirtió en la más extraordinaria rival de Scherezada de que se tenga noticia.

De momento, aquí, casi todos los amantes, inasibles y asibles, ven el fútbol. Y es cosa de ir haciéndose al ánimo. Una de las primeras noches que yo tuve para dormir con el amante asible e inasible que hoy es el señor de la casa, me levanté un momento de la cama y anduve por el cuarto con el cuerpo entonces joven con el que andaba sin darme cuenta de que lo era. No sé qué tontería amorosa le dije detenida en mitad del cuarto. Entonces él, el querido él, movió su brazo de izquierda a derecha como toda respuesta. Yo, que por esos días era la ingenua yo, creí sin más que ese gesto me llamaba de vuelta a la cama en línea recta.

-¿Sí? -pregunté, con la miel del enamoramiento.

-Déjame ver -contestó él, que había encendido la tele y veía correr a dos hombres pelándose por una pelota.

Ése es el fútbol. Y así es la cosa. Resignación, aconsejarían algunos, risa, diría mi abuelo, ironía, mi padre, alianzas, mi entendimiento. Lo mejor en el caso del fútbol son las alianzas. Conversación con las amigas, sueños incandescentes en audaz y secreta alianza con la almohada, poesía, novelas, cine, redondo silicón en los oídos, caminatas por el parque en compañía del perro que no mira la tele, música.

Toda clase de alianzas. Y ya, en situaciones muy desesperadas, cuando el aislamiento dominical se haya convertido casi en un dolor y nos resulte imprescindible el tibio abrigo de la familia, entonces alianza con los aficionados, con sus euforias, su griterío, su pena, sus deseos. Alianza con el poeta diciendo como si nos viera:

Pero es muy triste saber

que hay un minuto en el cielo

que destruye nuestro anhelo

de vivir para entender.

Si yo fuera rica

Alguien me preguntó hace un tiempo qué haría yo si fuera rica. Aun sin haber consultado mi cuenta en el banco, quien hizo la pregunta imaginaba que no soy rica. Se supone que los escritores no somos ricos, ya no digamos ricos de los que salen en la revista Forbes, ni siquiera simples ricos. Y tal cosa se supone con más o menos acierto.

Sin embargo, yo hace años vivo regida por la idea de que soy rica. Y esto que a unos puede parecerles un claro equívoco y a otros un afán demagógico que debía ser evitable, a mí me resulta una certeza como pocas certezas tengo.

Cuando mi padre murió hace treinta años, me dejó como herencia una máquina de escribir, una hermosa madre afligida y cuatro hermanos como cuatro milagros. Entonces yo tenía veinte mil dudas, diecinueve años y un deseo como vértigo de saber cuál sería mi destino. No teníamos dinero, no se veía claro con mi destreza para los negocios, no estaba yo segura de que el periodismo, que apenas empezaba a estudiar, me alcanzaría como única pasión y sustento, no había en mi presente, ni se veía en mi futuro, uno de esos partidos conyugales que sólo Jane Austen y mi abuela han logrado trazar con perfección. En suma, mi patrimonio parecía precario. Sin embargo, la curiosidad, una herencia que olvidé mencionar antes, me bastaba como hacienda y me ayudó a vivir varios años en vilo. Es de esos tiempos de donde viene mi certeza de que soy rica. Yo creí entonces, después de intentar no sé cuántas veces un buen amor, que mi humilde y desaforada persona no estaba hecha para los buenos amores. Creí, como ahora creo en la luna y sus desvaríos, que nunca tendría una casa mía, que yo no era para tener hijos y que la literatura, que era por esos días una pasión sin frutos, no sería sino eso en mi vida. De cualquier modo, ya entonces tenía suficiente como para no sentirme pobre. Tenía amigas brillantes como luciérnagas, la universidad era mi patio, y el departamento que compartía con mis hermanos y mis primos fue la mejor guarida, conseguí un trabajo en el que cansarme y al cual bendecir, me alegraban el cine, la música, los amores de paso, los viajes cortos porque no había de otros y el sueño de un futuro tan incierto como era mi presente.

A veces, temo que un día la vida me cobre con dolor su generosidad, pero a diario prefiero más gozarla que temer. Y me siento muy rica. No es que tenga la salud de roble que desearía, pero fuera del tiempo, todo lo que necesito voy pudiendo pagarlo con el trabajo que me hace el favor de acudir a diario. Y aquel futuro incierto que hoy es mi presente, me ha regalado dos hijos, cada uno con el caudal de un cosmos, ha dejado cerca de mí más de un amor, y durmiendo conmigo a un hombre, a una ilusión y a un perro.

No podría yo pedir más y aún tengo más: vivo de mirar el mundo con el afán de comprenderlo, y a ratos, por instantes, mientras escribo, sueño que consigo entender de qué se trata este lío de estar viva. La mayoría de las veces no entiendo el mundo, pero mis alforjas han aprendido a aceptar las preguntas como única respuesta. No he perdido a mis amigos de antes y he ido encontrado nuevos como quien encuentra promesas. Por si algo me faltara, un perro cuyos ojos declaman a Quevedo, me sigue como si fuera yo su amante, mientras camino por el parque en las mañanas. Además, todavía me perturban los chocolates y los hombres guapos, todavía me encandilan las playas y las novelas, la poesía y las tardes de cine, la buena conversación y el silencio de un abrazo, la ópera, Mozart, una guitarra, un bolero, dos aspirinas, todo el mes de diciembre.

¿Qué más puedo pedir? ¿Una casa frente al mar, un mes mirando los volcanes, Antonio Banderas en el papel de un personaje inventado por mí alguna mañana, dos semanas de vacaciones, una casa en el cielo, la luna a cucharadas? O mucho más ambicioso: ¿la hoguera del enamoramiento nueva siempre como el primer instante, mis muertos vivos en un mundo que no sea el de los sueños, la eternidad como un hermoso invento en el que soy capaz de creer? Ya sería demasiado pedir. No ambiciono ser más rica de lo que ya soy.

¿Quién sueña?

¿En qué siglo fue que la condesa Sanseverina soñó con los amores del implacable Fabrizio? ¿Y en qué momento Henri Beyle se soñó el Stendhal que soñó a la desaforada condesa? ¿Cómo fue el milenio en que Cleopatra soñaba con el poder y los brazos de Marco Antonio? ¿En el principio de qué tiempos se atrevió Magdalena a soñar con un hombre que se soñaba Dios?

No ha habido una época que no respire un aire propicio a los sueños. Así como toda época ha sido denunciada por buena parte de quienes la viven como la peor de todas, como la menos propicia para los sueños y la felicidad, así es como en toda época hubo quienes se empeñaron en soñar tiempos mejores, en forjar las alegrías de su tiempo con lo mejor de sus sueños.

Soñar siempre parece ligero y frívolo. Más aún soñar despiertos. Sin embargo, son nuestros sueños la tela con que tejemos nuestra certidumbre de que vale la pena entregarse a el mundo en que vivimos como se entregan a nosotros los sueños, dándonos de golpe lo que Rubem Fonseca describió como grandes emociones y pensamientos imperfectos. Emociones entre más grandes menos asibles, pensamientos entre más imperfectos menos abandonados.

Los sueños, en todos los siglos, han sido consuelo y solaz de quien se atreve a entregarse a ellos. Supongo que también de ahí viene el éxito del fascinante Don Quijote, soñador soñado hace siglos por el lujo de novelista cuyas palabras se han vuelto sueño nuestro. Y de ahí la razón por la cual Sancho acaba pareciéndonos el hermano de la mitad del alma con la que despertamos para reírnos de los atrevimientos y desvaríos de nuestros sueños.

Conozco a una escribiente que nació en la misma fecha que Cervantes. Inhibida al saberlo, ha querido abandonar el sueño de hacer literatura, y sólo a veces acepta que siempre que abandona tal sueño la abandonan de golpe todos los demás. Entonces decide soñar que nació en cualquier otra fecha y que sólo tiene con Cervantes la obligación de honrar su genio y concederle a diario la gloria que él se ganó soñando.

No siempre alcanzamos alegrías cuando soñamos dormidos, los que soñamos, no los que hacen planes, no los que ofrecen proyectos, sino los simples soñadores. A veces, los sueños al dormir nos atormentan y otras parecen inasibles y sin sentido, gratuitos y vanos. Sin embargo, también hay quienes han reconocido el salto de la felicidad mientras duermen. Mi madre, que casi nunca recuerda sus sueños, y cree que no sueña como algo cotidiano, aunque ya la ciencia le haya dicho que todos soñamos, sólo que algunos recuerdan más que otros, tiene un único sueño recurrente, que es como una bendición. Sueña que ve a su marido vivo y lo abraza dichosa, celebrando que no haya muerto, que todo haya sido la mala jugada de un destino falso que queda en otra parte, en un lugar que no es la vida real sino un mal sueño. Consigue entonces una felicidad llana como la de los cuentos y goza de ella unos instantes parecidos a la eternidad. Luego despierta y resulta que su marido murió hace muchos años y que sus hijos han tomado cada uno la vida de la mano y se han ido por ella. Entonces acuna su sueño de las noches y recuerda los brazos que ahí la ciñeron y sale a cuidar árboles y a cultivar sueños vivos. Se hace cargo de un parque, guisa para los nietos, ambiciona que en su país haya justicia y cree que olvida el sueño que, de todos modos, palpita siempre en su entrecejo.

Cuando uno duerme, sus sueños son privados y personalísimos, cuando soñamos despiertos compartimos nuestra fiebre con otros. Así es como hemos imaginado mil veces un país diferente, como hemos acompañado a otros en sus guerras y en su derrota, como somos capaces de recordar los delirios que no nos pertenecieron. La literatura, y el cine, que es un forma de literatura, nos han acompañado a soñar despiertos tantas veces que no es extraño encontrarnos con ellos mientras dormimos y confundir el sueño de la noche con el de cualquier tarde. Yo he soñado que vivo en África, que conozco la granja de Karen Blixen y vuelo con ella entre los flamingos, que en español se llaman flamencos, que flotan sobre un lago de plata. Le doy la mano al más audaz de los amantes y con ese sólo gesto nos entendemos mejor que nunca. He soñado como soñó Meryl Streep que era la baronesa Blixen, como Sidney Pollack soñó que los destinos de la baronesa y su amante podían caber en el celuloide que él usó para filmar a Meryl Streep y a Robert Redford amándose como si de verdad.

Soñamos en las tardes de sábado con cuanto sueño de otros quiera ponerse frente a nuestros ojos ávidos de la ajena imaginaria, y en las del miércoles soñamos con ir al cine, como fuimos el sábado. Soñamos en mitad de una noche insomne que Buenos Aires es nuestro como lo fue de Borges. Que entonces caminamos bajo un cielo acerado, mirando la ciudad "quieta y resplandeciente como una dicha que la memoria elige". Soñamos con el balcón de Fermina Daza en Cartagena, y si un día vamos al jardín sobre el que está suspendido, entendemos la tarde en que García Márquez la soñó allí cosiendo.

Cita Savater a Nietzsche que a su vez cita a Emerson cuando dice: "Para el filósofo todas las cosas son entrañables y sagradas, todos los eventos son útiles, todos los días santos, todos los hombres divinos" Creo que tal certeza es también propia de quien sueña. Dormidos o despiertos, nuestros sueños convierten todas las cosas, incluso las que nos asustan, en entrañables y sagradas. Cualquier acontecimiento es un milagro, cualquier día es santo, cualquier aparición resulta divina.

¿Sueñan los perros, las jirafas, las flores? ¿Sueñan el fondo de una laguna o las crestas del mar? O será que soñar ha sido privilegio sólo de quien sabe que sufre o necesita: de los humanos. Porque sufrir y necesitar, como enamorarse o haber ido a la luna, es sólo privilegio de humanos. Quizás venga de ahí que a los humanos el preciso azar nos haya concedido la gloria y el abismo de los sueños. Soñemos pues, en este y en los futuros siglos. Hagamos santa la memoria de una luz cayendo a trozos sobre el cuerpo de otro, divina la extraña aparición de un monstruo sentado entre la ramas del árbol que asusta nuestra ventana en mitad de la noche, sagrada la sopa de almejas danzando cerca de unas cebras en el restaurante italiano que irrumpe en nuestros sueños cuando aparece Nueva York, milagrosa la llave que buscamos desesperados por un jardín de helechos sabiendo desde el principio del sueño que la escondimos ayer bajo la tercera maceta de la izquierda, entrañable cualquiera de las mil emociones que nos atraviesan, cada uno de los imperfectos y escurridizos pensamientos que visitan todas nuestras noches y cientos de nuestras mejores mañanas.

El cielo de los leones

¿Qué es primero, la seducción o el deseo? Quizás van alternando sus hallazgos y equívocos. ¿Tras cuánto tiempo de anhelar algo, llega hasta nuestros ojos y nos rinde como una sorpresa? Ya creemos olvidado un deseo, ya no lo acoge nuestra piel, desde hace siglos que no cerca nuestra inteligencia, y vuelve un día como un milagro, justo como si irrumpiera en el primer momento en que lo deseamos. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción.

Yo paso tardes enteras ambicionando la luna que abre un río de luz sobre el mar frente a Cozumel, busco el modo de hacer el viaje, de coincidir con la noche de luna llena para dormirla bajo su embrujo, marco en la agenda la mañana en que saldrá el avión y, a partir de ese momento, aunque falte un mes, ya me interrumpe en las madrugadas el afán.

Por fin llego al mar y a la puesta de sol, al pescado frito, al aire húmedo y tibio de un regazo. En la noche me tumbo a esperar que la luna vaya subiendo hasta que me duermo quién sabe a qué horas. Medio despierto a veces y la miro unos minutos, vuelvo a dormir bajo ella hasta el amanecer. Todo sale de mí, el deseo y la seducción. Yo he ido a buscarla, yo me rindo a su encanto, ella se queda impávida, y cuando vuelva a flotar sobre el agua, dentro de un mes, no extrañará mis ojos, ni mi delirio contemplándola. ¿O sí?

Si los Santos Reyes no existen, si las noches iluminadas esperándolos, si el vilo de los días previos a la clandestina llegada de nuestros padres con los regalos, si todo eso no fue producto sino del deseo de que fuera cierto, me pregunto por qué la pura fecha me seduce y me rinde a su recuerdo.

Tal vez nada sea más seductor que lo que inventamos para que luego nos seduzca. ¿Deseamos una voz, la palma de unas manos, la punta de unos dedos? ¿Desde abajo hasta arriba deseamos unas piernas? ¿O es que todo eso nos sedujo mucho antes de que imagináramos el deseo? ¿Qué será?

Yo no hubiera querido un chocolate si de ellos no saliera ese olor a trópico y arrebato. Pero todo fue probarlos, ¿y qué tarde no quiero un chocolate? A cuántas pequeñas seducciones hay que negarse. Ahí está una copa de vino blanco haciéndome pensar en la risa entregada y fácil que me produce al darle dos tragos. ¿Cuándo fue que me sedujo el vino blanco? ¿Cuándo el pan, las aceitunas, el azúcar? ¿Por qué incluso el encuentro con esas seducciones tiene que controlarse?

A cada quien lo seduce un abismo distinto: yo podría ir al cine mañana y tarde todos los días, podría comer en desorden, todo lo que la edad y las razones de mi cintura quieren prohibirme, querría abrazar y abrasarme mil veces más de las que puedo. Yo me dejo caer en los recuerdos, me persuaden durante horas a la hora menos indicada.

De todos los pecados que condena la Biblia, el primero es rendirse a la seducción. Yo lo cometo a diario, no sólo para contradecir las instrucciones bíblicas, sino porque a veces cuesta vivir, y no hay como abandonarse a la seducción para encontrar, cada jornada, los mil motivos que tiene la vida para hacer que la veneremos. Todos los días nos seduce algo nuevo. El color de la tarde, la luz con que descubren el sexo los adolescentes de la casa, la inteligencia con que descifran el mundo, la falda nueva que se puso ella, la viejísima playera que volvió a ponerse él. Cualquier mañana puede una carta convertirnos en jóvenes, cautivar nuestra índole hasta hacernos creer que la piel de los veinte años se recupera invocándola. Y ¿cómo negarse a semejante seducción? ¿Para obedecer cuál lógica? ¿Para encontrar cuál consuelo? ¿El que se cifra en el entendimiento? Sabe uno bien que se hace de noche, crecen los adolescentes, deja de haber cartas, tenemos la piel que cruza por nuestros años. Sin embargo, qué maravilla cada momento frente a la seducción del momento. Eva estuvo para lamentarlo, nunca uno de nosotros. Nunca quienes no quieren ahogarse en este tan renombrado valle de lágrimas.

Contra cada lágrima el buen conjuro de un deseo, para cada instante en que se nos agoten los deseos, el alivio y la insensatez de una seducción. A ratos, movidos por la cordura y las leyes, tendemos a acusarnos de fáciles, de excedidos, de tontos: nunca debí enredarme con las nubes, nunca cantar en público como bajo la regadera, nunca subir de golpe estos tres kilos, nunca irme a Venecia con la imaginación, nunca dormir en el piso ¿qué? del edificio ¿qué?, ¿en qué ciudad? Nunca creer en los hábitos de la locura. Nunca desafiar la sensata palabra de la sensatez.

No hay nunca que valga, y como decía tía Luisa, cielo hay para todos, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. Porque, ¿qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

La ley del desencanto

Una semana después de que la nieve cayó hasta las faldas de los volcanes, cubriendo las llanuras que los rodean cerca de la ciudad de México, la primavera irrumpió con su escándalo de pájaros desde la madrugada, cielos clarísimos, estrellas tempraneras y una luna inmensa como nuestro deseo de que la vida fuera siempre así.

La primera de esas tardes, me fui a caminar con la puesta del sol a mis espaldas, colándose entre los edificios más altos, tiñéndolos de naranja y lila como si algo quisiera decirles.

Camino en el único territorio que esta ciudad me presta para mirar el horizonte. Un horizonte corto, interrumpido por los tres hoteles que de lejos parecen custodiar el hechizo de una gran bandera. El único horizonte cercano y por eso el más entrañable que he podido encontrar en esta ciudad.

El segundo lago de Chapultepec cobija en estos días jacarandas como incendios de flores, patos que nadan exhibiendo tras ellos la hilera de sus hijos, peces cada vez más grandes que a ratos sacan sus bocas abriendo en el agua pequeñas lentejuelas. Cobija también una gran fuente cuyo chorro no se cansa de intentar el cielo y, los fines de semana, cobija cientos de familias presas de la misma nostalgia de campo que a tantísimos nos perturba en estas épocas. Una nostalgia que se alarga en el día y que deja hasta el anochecer a los más entusiastas bobeando frente a sus hijos en triciclo, llamando a gritos a sus perros enfebrecidos por amores inútiles, caminando despacio entre los árboles, comprando baratijas en los puestos cada vez más feos que crecen cada semana, tirando basura sin tregua en botes que nunca alcanzan, persiguiéndose en patines o mejor que nada: besándose hasta imaginar el absoluto.

Así, besándose, vi esa tarde a una muchacha febril, prendida del abrazo de un hombre joven, temblando. Y entonces, sin más, como sin más se recuerda, evoqué a Márgara. Tenía la misma piel morena y el mismo rubor encendiéndole las mejillas y una chispa parecida en los ojos oscuros.

Márgara llegó a trabajar a la casa en que mi madre crecía cinco hijos menores de ocho de años, cuando yo tenía siete y medio. Ella apenas había cumplido los dieciséis, ahora sé que también era una niña, pero entonces la vi fuerte y grande como no imaginé que yo podría ser en ocho años más.

Venía de un pueblo llamado Quecholac, a unas dos horas por carretera. Era hija de la mezcla radiante que habían hecho un mexicano de purísima cepa náhuatl y una mexicana nieta de alguno de los soldados que llegaron con Maximiliano y que tras la derrota se quedaron a ganar un cobijo entre los brazos de un deseo mas cercano que Francia.

Márgara tenía la nariz respingada de una bretona, la boca grande y la dentadura eterna de quienes han comido maíz por generaciones. Yo la veía distinta y preciosa. Era además inteligente y ávida. Aprendió a guisar en poco tiempo y era rapidísima para levantar un desorden, barrer un tiradero, lavar el patio, tender las camas. Se volvió de la familia, y como de la familia la quise, aunque sólo de lejos la pude acompañar en sus dichas y, peor aún, en la única desdicha que fue incapaz de ocultar.

Por ahí de los dieciocho, se enamoró de Juan. Un hombre de piel de aceituna y ojos furtivos que sin embargo sabía mirarla como si la rehiciera. Juan pasaba por ella todas las tardes y la acompañaba a comprar unos panes para la cena. Volvían después de un rato de pasear por el parque frente a la panadería, y si mi madre no estaba en la casa, se quedaban en la calle, cerca de la puerta, recargados en un árbol, besándose como si hubieran encontrado el absoluto.

Poquito antes de que la autoridad volviera, Márgara entraba como una gloria, cantando a veces, otras sonriendo para sí, caminando igual que si volara, llena de una inspiración que las monjas de mi escuela hubieran creído propia del Espíritu Santo.

Así estuvo unos tres años. Noviando con Juan todas las tardes y todos los domingos de cielo intenso o de horizontes nublados. Juan era todo y todos. Era los luceros de su presente y el único futuro con luceros que hubiera querido imaginar. Ella iba por la vida con él entre los ojos y nada le pesaba y ningún trabajo le aburría. Dueña de todas estas luces, Márgara era para mí la representación más plena de la sencilla y ardua felicidad.

Hasta que una noche, en vez de entrar cantando o en vuelo sobre sus talones o con la sonrisa como una bandera, entró hecha un vendaval de lágrimas. Nadie se atrevió a preguntarle qué había pasado. Su llanto parecía parte de un ritual inexorable y tan íntimo que intentar calmarlo hubiera sido un sacrilegio.

La dejamos llorar varios días. Desde el amanecer y hasta la noche. Una semana detrás de la otra hasta que estuvo perfectamente claro que Juan no pensaba volver y que todo aquel llanto era por eso.

"Me quería llevar nomás así -dijo por fin Márgara una mañana-. Sin casamiento, sin iglesia, sin ley y sin nada. Nomás así."

Mi madre dijo y pensó que Márgara había hecho bien en no aceptar. Tras ella, a todo el mundo le pareció correcto y encomiable el valor con que Márgara se había negado a irse con Juan "nomás así". Enamorada desde los pies hasta la frente clara, desde el delantal hasta las trenzas brillantes y los labios incendiados, no quiso irse con él. Sujeto su corazón y sus deseos a la ciega obediencia de unas leyes cuyo respeto le hubiera parecido la prueba más palpable (¿la única prueba?) de que tanto abrazarla y tan intenso besarla quería decir que sólo a ella quería Juan y sólo en ella pensaba mirarse el resto de la vida.

No quiso irse con él, se sintió traicionada cuando lo oyó decir que no se casarían, que con arrejuntarse estaba bien, que con qué dinero tanta fiesta, que para qué un jolgorio entre ellos que no fuera la prolongación de ese que ya traían de tanto tiempo.

Nada jamás le devolvió a Márgara ni el aire ni las luces con que había ido por la vida. Se volvió ensimismada y brusca. Trabajaba con la misma eficacia, pero sin entusiasmo. Iba al pan como autómata. Una tarde, mi hermano menor se le escapó ya desvestido frente a la tina en que lo bañaría y corrió huyendo del agua y quizás de la pena que la embargaba. Cuando ella volvió en sí alcanzó la desnudez del niño en mitad de la calle, para escándalo y comidilla del vecindario. Márgara ya no era Márgara, por más que se empeñó en disimularlo, en no mentar a Juan ni para maldecirlo, en reírse más fuerte que nunca, en cantar alto "Diciembre me gustó pa'que te vayas", cada vez que una Navidad se cerraba de nuevo sobre su desesperanza.

Todavía años después, recuerdo que una tarde volví a verla llorar mientras trapeaba la cocina.

Pasó el tiempo. Yo cumplí los dieciséis que ella tenía cuando llegó, y cumplí dos más, y cuando yo tenía dieciocho y ella casi veintisiete, al volver de una de aquellas tardes que mi amiga de siempre y yo gastábamos soñando con encontrar un alma como la nuestra, la vi dentro de un taxi estacionado a unas dos cuadras de mi casa, besándose como un remolino con un hombre que yo encontré gordo, viejo y feo.

Márgara la del recuerdo incólume, besándose con un espanto de señor, cuyo único mérito era tener un taxi. Márgara entrando a las diez de la noche retobona y escurridiza. Márgara entre enojada y desafiante yéndose de buenas a primeras, así sin más, con un hombre que encima de feo resultó casado. ¿Quién me lo iba a decir? Y todo eso regida por la única ley que acató tras perder a Juan. La más cruel, endemoniada y duradera de las leyes: la ley del desencanto.

No he podido nunca recordarla sin un dejo de tristeza y agradecimiento. Pensando en la sonrisa que se dejó una noche entre el árbol y la puerta de mi casa, me hice de la certeza, quizás tardía, pero crucial, de que hay que irse nomás así, desde la primera vez y siempre que la vida nos lo proponga. Porque no hay ley, ni mandamiento que valga el abandono de un deseo como aquel.

Una pasión asombrada

Cuando conocí a Edith Wharton, supe que había encontrado una amiga de índole intensa y vocación insaciable, como es insaciable el afán de absoluto. Por eso me alegró tanto conocerla. A Edith Wharton me la presentó, con su generosidad de siempre, Antonio Hass.

Yo no la conocía antes de mil novecientos ochenta y seis. Mi descubrimiento de la más reciente escritura en español me entretuvo buena parte de la primera juventud. Pero esto último no debería decirlo ahora si quiero aprender alguna vez a seguir uno de los muchos buenos consejos que he recibido de Edith Wharton: uno puede hacer en la vida lo que quiera, siempre y cuando no intente justificarlo. Entonces diré sólo que lamento haber tardado en conocer a esta amiga cercanísima a pesar de que nació en el remoto mil ochocientos sesenta y dos, en Nueva York, y murió en mil novecientos treinta y ocho, doce años antes de que yo naciera.

Nunca pude abrazarla y, sin embargo, ella me abraza a cada tanto. A veces de repente, en mitad de una calle cualquiera, mientras ando perdida entre las casas del viejo Nueva York o me entretengo mirando cómo se mueven las dóciles hojas de un árbol que señorea en Central Park, como debió señorear la abuela Mingott en su inmensa y extravagante mansión en mitad del ningún lado que era entonces aquel rumbo. Edith Wharton también me abraza cuando se lo pido. Y se lo pido con frecuencia. Siempre que enfrento de cerca o de lejos la pesadumbre de un amor imposible, la terquedad de unas costumbres aún necias, mi urgencia de ironizar al verlas, la esperanza y la curiosidad por un mundo que siempre nos da sorpresas y mil veces nos deslumbra con lo inesperado.

Amores imposibles. Los de Edith Wharton: todos. El de Ethan Frome por la mujer encendida y jubilosa que irrumpió en su vivir de tedio, el de Charity Royal por un hombre elegante y olvidadizo que representaba y le dio por unos meses, para luego quitárselo de pronto, todo lo que ella no podría tener y todo lo que le hubiera gustado ser, el de Susana Lansing por un sueño, el de la hermosa y ávida joven que vivió su primera vida en La casa de los mirtos, en medio de unas parientes al final idiotas y crueles como era previsible que lo fueran, y murió ambicionando que el mundo resultara menos estrecho y que ella pudiera ser más apta, libre y rica o menos equívoca y más valiente de lo que pudo ser. No se diga la pasión entre el conservador y trémulo Newland Archer y el aplomo, la belleza, la inteligencia estremecida y bravía de Ellen, la condesa Olenska, para su casi perfecta desdicha.

Siempre los personajes principales de la Wharton aman el mundo y sus delicias, a veces por encima y a veces en contra de sí mismos. Son siempre desolados y admirables en su infinita ambición de absoluto. No sólo los de sus novelas sino también los de sus cuentos, los de la preciosa colección guardada en Historias de Nueva York, un libro que perdí en un viaje y cuyo recuerdo, incluso por eso, resulta mágico y revelador. Y no sólo los personajes de sus novelas o los de sus cuentos están cautivos de un amor imposible y liberados por una ambición de absoluto que cultivan en su gusto por la vida, ella misma y su relación con Morton Fullerton, el hombre a quien conoció una tarde en París, y que la hizo escribir en su diario íntimo, una mañana de mayo, a los cuarenta y seis años: "¡Es el amanecer!" Ella, que era una dama discreta, que se había hecho al ánimo de que su vida emocional fuera como un letargo, acostumbrada desde siempre a solucionar con la cabeza los problemas del corazón, vino a descubrir, así de tarde, aunque nunca sea tarde, el azaroso amor, el peso, las alegrías y la pena de quien encuentra como un tesoro que no existía sino en los cuentos, una pasión, un lujo interior que deberá esconder.

Sus mejores personajes nacen entonces, los personajes con quienes uno se identifica desde el principio porque de un modo muy claro ella los ama y privilegia, porque contó una historia para darles vida. Sus mejores personajes aman y buscan, de distintos modos, lo mismo: "una sola hora que baste para irradiar una existencia entera". Por eso sufren siempre. Algunos temen y huyen, otros enfrentan su deseo con un valor al parecer inusitado y sin embargo presente desde la primera vez que irrumpen entre las páginas del libro que motivan. Porque siempre hay detrás de un libro de la Wharton el valor de su personaje más entrañable.

Aun cuando los derrota la hostilidad del medio en que viven, incluso a pesar de la tragedia, en sus personajes más queridos siempre hay un profundo sentido de lo ético y de la lealtad a sí mismos. Eso, según sé, es lo que movió a Martin Scorsese a desafiar su talento dirigiendo, como nadie, una película basada en los entresijos de La edad de la inocencia.

Hay quienes han calificado a Edith Wharton de conservadora, para condenarla, por supuesto. Yo creo que es una mujer que describió a su mundo con lo mejor y lo peor que cabía en él, que supo criticarlo, satirizarlo con maestría y crear personajes no sólo creíbles sino inolvidables, con una fidelidad y un ímpetu propio sólo de quienes lo habían padecido y enfrentado con audacia.

Ella fue desde muy niña una lectora insaciable. Y en cuanto empezó a escribir, no sólo una escritora cuyo gusto por las palabras la hacía decir cosas inteligentes y bellas, sino una profesional disciplinada, prolija y ávida hasta el fin de sus días.

Lo que no era Edith Wharton, a pesar incluso de la pena que podía dejar en sus personajes, es un ser triste, derrotado, falto de curiosidad y de imaginación. Todo lo contrario: era una mujer vehemente, aunque educada en la contención y los buenos modales, irrevocablemente marcada por tal educación, pero capaz de ironizar sobre la frivolidad o la mentira innata que rigió el mundo en que vivía.

Era una viajera más audaz que quienes ahora toman uno y otro avión en los aeropuertos de los Estados Unidos. Casada con un hombre al que la unía, escrito por ella, "su buen humor, su gusto por los viajes y los perros", empeñó alguna vez el dinero de su anualidad de rica, para gastarlo en seis meses comprando un velero en el que recorrer las islas griegas, ya que ahí no iba nadie en esos años más que en su propio velero y corriendo sus propios riesgos, que no fueron pocos.

En alguna parte de Una mirada atrás, su último libro de memorias, escribió:

El hábito es necesario, es el hábito de tener hábitos, de convertir una vereda en camino trillado, lo que una debe combatir incesantemente si quiere continuar viva. Pese a la enfermedad, a despecho incluso del enemigo principal que es la pena, uno puede continuar viva mucho más allá de la fecha habitual de devastación, si no le teme al cambio, si su curiosidad intelectual es insaciable, si se interesa por las grandes cosas y es feliz, con las pequeñas.

Gran escritora Edith Wharton, capaz como el mejor de crear tensión en cualquier diálogo de sólo unas palabras. Compañía generosa. Hay en mí ratos de silencio memorables gracias a sus libros, a sus cartas, a su descripción del tiempo como un ensueño capaz de convertir el letargo en pasiones, Además de ingeniosa, rápida, ligera, en el sentido en que lo propone Italo Calvino, Edith Wharton resulta brillante en todos los sentidos. Es de verdad un placer haberla conocido, tener el privilegio de quererla y tratarla con frecuencia. Aun ahora, casi setenta años después de que ella escribió en el principio de sus memorias, a sus setenta años: "La vejez no existe, sólo existe la pena".

Nueva York con luciérnagas

No soy de los que vieron Nueva York en el cine y la ambicionaron enamorados desde entonces. Soy, peor aún, de quienes le temieron al principio, de quienes por primera vez la pisaron con reticencia, negándose a la entrega, de quienes poco a poco, pero para siempre, cayeron en el abismo de sus encantos, enamorándose del lugar con una mezcla de fervor adolescente y deliberada pasión adulta. Fue hasta esta última vez, tras visitarla por días y vivirla semanas durante muchos años, que de verdad la dejé entrar avasallante y bellísima, tenue al amanecer, embriagadora por las tardes y hasta que la noche llegaba desde el Atlántico, abrazándola a pesar de cuanto se defiende con millones de luces y ruidos y almas apresuradas cubriéndole el corazón que tiene tibio como si anduviera siempre en amores.

Esta vez, al principio de abril, con la primavera incipiente cruzada de lloviznas, con el cielo nublándose hasta impedirnos la luna, con un frío de diciembre mexicano, consiguió rendirme a la veneración de sus luciérnagas y hacer que de repente no sólo esos días, sino muchos otros de los que la viví creyéndome a salvo de sus encantos, se volvieran significativos y tomaran mi ánimo con el hechizo de su aparente indiferencia, de su vocación de anonimato, de su mentiroso litigio con la idea de que cada persona es irrepetible, porque como pocos lugares respeta la certeza de que cada persona es única y por lo mismo irrepetible, original, preciosa.

Sólo estuve cuatro días. Por supuesto que no me dio tiempo de visitar otra vez todo el Museo Metropolitano, ni todo el de arte moderno, ni siquiera completo el Gugenheim. No encontré boletos para oír a Plácido Domingo por más que iba instalada en el derroche y los hubiera comprado sin pudor en la reventa, si en la reventa hubiera habido. No caminé Central Park todos los días, ni me compré un vestido excepcional, ni crucé con ardor diez veces por Rockefeller Center, ni vi un musical cada noche, ni comí tres veces en el Gino's, la comida italiana más deliciosa que haya pasado por mi boca, ni encontré a Tomás Eloy Martínez para darle el abrazo que le debo, ni vi a Thomas Colchie, mi agente, para reírme con su convicción de que un día venderemos en "América"; diez veces más de lo que vendemos en América, ni alcancé a ir de compras o siquiera pasear tres horas por la Quinta Avenida para afinarme el gusto entrando a una tienda más sofisticada que el Banana Republic de la calle Lexington. Pero hice un poco de todo eso, y no sé cómo se mezclaría una cosa y la otra en el fondo de mi ánimo que recuperé de golpe el aroma de otras visitas y vi a través de la luz de esta última mezcla, cosas que no había visto en lo que vi antes. Quizás porque otras veces me empeñé en hacerlo todo y esta vez me dejé estar como quien busca un diamante sabiendo que ése no se busca, se encuentra. Además conversé horas y horas con mi amiga Lola Lozano que iba de ángel guardián preguntándose de qué me guardaba y con Julie Grau mi editora y amiga, otra que está segura de que un año cualquiera no sólo Nueva York, sino la inmensa y multimillonaria mujer dueña del programa de tele cuya recomendación vende libros como cafiaspirinas, leerán mis escritos con la generosa devoción con que ella los leyó sin haberme visto la cara, oído el nombre o conocido la risa que tan bien encontramos al encontrarnos.

Y caminé todas las calles y me rendí a todos los sueños que la ciudad quiso prestarme. Por unos días tuve el cuerpo convencido de que no hay edad más altanera, dichosa y resistente que los cincuenta años. No me dolieron los pies, ni la cabeza, ni el estómago, ni la espalda, ni el alma. Estuve cuarenta minutos detenida frente al gesto indeleble de la planchadora que pintó Picasso, bailé una tarde bajo la lluvia en la calle 25, esperando un taxi que no iba a llegar nunca y dejando que Lola se afligiera por las dos, en un ensayo inconsciente de lo que sufriría más tarde, también por las dos y sin que yo pudiera remediarlo, ni ir bendiciéndola por estar cerca como lo estuvo.

En las mañanas nunca me dio malestares la copa de las cenas, ni tuve miedo a que me robaran la bolsa, pánico a perderme entre el Village y el Metro, horror a encontrarme dos japoneses tomándose fotos en el lobby del Waldorf con la misma inocencia con que quisiera tomármelas yo, si no cargara con las dosis de fobia al ridículo que me han echado encima entre mi hermana Verónica y mis dos hijos. Fotos en la escalera que aún suena a la música de Cole Porter. Podría llevarme una y ponerla en mi estudio, pero esa pena ajena sí que no puedo provocárselas a mis vástagos. Así que sólo de eso me privé en esta visita. Pero de nada más. Ni siquiera de invocar a Corleone caminando por la vieja ciudad, menos aún de bendecir a la condesa Olenska por haberse atrevido a ser distinta en una ciudad que terminó siendo como ella la hubiera soñado: libre y beligerante.

Seguro porque me cayó encima tanta emoción inesperada, me llevé al aeropuerto una tal cantidad de energía sobrante que de pronto, sin más aviso que el sonido de la música tenue y rara que precede mi epilepsia, me perdí en una crisis. Y no en una cualquiera, de esas que muy de vez en cuando repican en mi cuerpo como el recuerdo de que ahí hubo un acantilado que turbó mi adolescencia y afligió a mis padres como si de verdad existiera el diablo, sino en una intensa, larga y aguerrida serie de crisis de energía en desorden por las cuales nunca acabaré de resarcir a la inerme, asustadísima y al fin de cuentas valiente Lola que fue conmigo a dar a un hospital de tercera en el Queens, del cual tengo y quiero tener muy escasa memoria.

Dicen las estadísticas que el dos por ciento de la población tiene epilepsia. No sé qué tanto sabrán las estadísticas, pero eso haría que sólo en México, yo esté acompañada en semejante despropósito por dos millones de personas. Sin embargo, tener epilepsia sería estar horriblemente sola, si no fuera por quienes a nuestro alrededor no la tienen y nos acompañan a llevarla y la miran sin hacernos sentir que les pesamos, que algo de maldición tenemos, que algo en alguna parte hicimos mal.

No me gusta hablar de esto, no me gusta cargarlo ni quejarme porque lo cargo, no me gusta ni siquiera pensarlo. Por eso voy a Nueva York y a donde tenga que ir, y volveré aunque lo haga caminando por el borde de un acantilado. Tuve la fortuna de nacer en el siglo veinte, de que hace muchos años existan la química y las medicinas, de estar casi siempre a salvo y de tener cerca la índole ardiente y generosa de quienes me acompañan cuando no lo estoy.

Fiel, pero importuna

"Ésa es una enfermedad de genios", me dijo hace mucho uno de los escasos pero intensos amores imposibles y al mismo tiempo entrañables con los que he dado en la vida. Tenía casi sesenta años más que yo. Podía haber sido mi abuelo, o un padre tardío, si yo hubiera salido de él. Pero fue mi amigo-amigo, como pocos he tenido, y aún lo lloro de sólo recordarlo. Desde sus ochenta y siete, aquel hombre siempre guapo, me dijo eso de los genios para consolar la zozobra que me daba ir, cuando joven, con un mal que a la fecha, es a mí, como mi hermano, lo mismo que es a Miguel Hernández la pena: "Siempre a su dueño fiel, pero importuna".

-¿De qué color tendría los ojos tu epilepsia? -quiso saber este hermano.

-Grises -dije.

-¿Como los de quién?

-Como los de un diablo perdiéndose entre el paraíso y el olvido.

-¿La muerte tendría sus ojos?

-Ojalá, porque sería una muerte casi sorpresiva, pero me daría tiempo suficiente para dejarle dicho al mundo y a quienes amo en él, cuánto los echaré de menos cuando mi cuerpo se haya mezclado con las raíces de un árbol casi azul de tan verde y amarillo, o las de una buganvilia acariciada por aires que no conoceré jamás.

-¿Da tiempo para decir algo?

-Muchas cosas. Más aún si uno supiera que en vez de ir a perderse en un abismo, del cual hay un retorno extenuante y una especie de vergüenza triste por haber asustado a los otros con la electricidad que no pudimos contener en nuestro cuerpo o sacar de un modo menos abrupto y perturbador, uno pensara, como cuando la muerte avisa, que se está diciendo adiós en esa despedida, sin más regreso que las marcas que hayamos podido dejar en la memoria de los demás.

-¿Da tiempo de ver algo, de oír algo?

-Hay quien ve luces o fantasmas o sueños. Yo no. Yo escucho ruidos como luciérnagas, oigo fantasmas que acarician, siento una música que parece un sueño, que podría ser el envío excepcional de un clarinete imaginado por Mozart o tres acordes de Schubert o un trozo de la voz inaudita de María Callas. Sería un júbilo ese eco si no supiera yo el destino al que me guía. Nunca he conseguido escucharlo y volver a tenerme sin antes haber perdido la conciencia por un tiempo que no sé ni siquiera cuánto puede durar. De ahí que le tema tanto como me agrada. Por eso siempre preferiré escuchar a Mozart con la Filarmónica de Budapest, a Schubert cantado por María Callas y a María Callas cantando lo que haya querido. Pero esa música viene de adentro y es como es y no como uno quiere. Sin embargo, es hermosa. Aseguro que si otros pudieran oírla, dirían que es hermosa y hasta algo de compositor se creería que hay en un vericueto de mi cerebro, en las ligas que hacen y dejan de hacer las neuronas encargadas de probarme que nadie manda sobre su cabeza. Menos aún, sobre su corazón.

-Escríbele un poema.

-No sabría cómo. Mirarla puede ser un poema atroz. Para decirla habría que ser Jaime Sabines. Yo la siento. Y sólo sé que llegaría a gustarme si un poema de Sabines fuera. Pero no fue un poema. Puede ser un temor, pero también un desafío. Yo he querido verla como un desafío. Así supieron verla quienes me crecieron y quienes han ido viéndola conmigo. Así me ayudaron a buscarme la vida en lugar de temer sus desvaríos.

Cuando murió mi padre, en el naufragio de su escritorio encontré unos papeles que por primera vez le pusieron un nombre a lo que siempre se llamó vagamente "desmayo". Tal nombre aprendí a decirlo con la certeza que en las noches oscuras nos dice despacio: habrá de amanecer. Haría entonces unos cinco años que habían empezado los "desmayos" y yo no les temía, porque simplemente no sabía lo que eran. Sí me daban tristeza, pero luego aprendí que tristeza dan aunque uno sepa que otros los llaman epilepsia. Y eso es parte del juego todo. Del extraño juego que es vivirla como una dádiva inevitable.

Cuando encontré los papeles, me había mudado a vivir a la ciudad de México. Aún no era el monstruo en que muchos dicen que se ha convertido, pero ya se veía como un monstruo. A mí me apasionaba por eso. Por que uno podía perderse en sus entrañas, recuperarse en sus escondrijos, cantar por sus travesías inhóspitas, dejarse ir entre la gente que caminaba de prisa por calles con nombres tan magníficos como "Niño Perdido"

No se me ocurrió mejor cosa que irme a buscar a los epilépticos al Hospital General. Los encontré. Me asustaron. Muchos eran ya enfermos terminales y tenían crisis cada cinco minutos. Eran, de seguro, personas que fueron abandonadas desde la infancia a su mal como a una cosa del demonio. Se hacía por ellos lo que era posible, que era poco. Cuando le vi la cara al nombre, tuve más reticencias que terror. De cualquier modo, en muchos meses no volví a subirme a un Insurgentes-Bellas Artes sin un tubo de "Salvavidas". Esos caramelos de colores, que no sé si aún existan pero que me ayudaban a iniciar conversación con mis vecinos de banca para decirles que podría pasarme algo raro, que luego describía tan de espantar como lo vi, pidiéndoles después que no se asustaran, que yo vivía donde vivía y me llamaba como me habían nombrado. Lo único que conseguí entonces fue asustarlos sin que pasara nada nunca.

Luego corrió el tiempo generoso y lleno de un caudal distinto, de amores nobles, delirantes o devastadores, de pasiones nuevas como la vida misma y, en menos de un año, volví a perder hasta la precaución, ya no se diga los temores. Más tarde encontré, para mi paz, un médico que no sólo conoce los devaneos del demonio con ojos grises, sino que me ha enseñado a olvidarlos de tal modo que no acostumbro hablar de ellos, que duermo menos de lo que debería y a veces hasta gozo el desorden de unas burbujas como si pudiera ser siempre mío.

¿Qué otros nombres le pondría, qué tipo de conocimientos, de intimidad, de frustración, de dicha, incluso, me ha dado?

-Eso -dije a mi hermano-, te lo cuento otra tarde. Daría para un libro, pero tantas cosas nos pasan, que este ángel fiel prefiero guardarlo en mi muy personal biblioteca de asuntos inoportunos para leer a solas.

La intimidad expuesta

Tal vez de todos los ires y venires que el vértigo del siglo veinte dejó correr sobre la intimidad, exponerla, sacarla de la poesía y las novelas a las revistas y al cine, de los confesionarios a las plazas haya sido el más drástico. Y la expuso no sólo por el indeleble placer de mostrarla, sino por el generoso afán de generalizar algunos privilegios. El placer y las audacias, entre otros.

Desde siempre hubo seres cuya privilegiada lucidez les permitió hurgar en lo más interesante de nuestros recovecos. Quizás nada muy nuevo nos haya tocado descubrir sobre la intimidad. Sin embargo, nos ha tocado nombrarla, enseñarla, y al hacerlo, trastocarla sin retorno ni remedio. No se descubrió el orgasmo femenino en los últimos tiempos, pero sí dejó de pensarse que quienes se perdían en él eran unas perdidas. Nombre que se daba a las putas, que eran algunas de las mujeres más encontradas con las que hombre alguno pudiera dar. Sí que debió ser arduo andar por la vida de mujer cuando hacerlo era no mostrar, callarse, aceptar. Pero también debió resultar una calamidad ser de los hombres que convivían con tales mujeres.

Pero quién diría que ahora mismo puede ser fácil ir por la vida de hombre, o de mujer, creyendo que la intimidad y sus glorias privilegian a quienes la consiguen y animan. Quienes le conceden importancia a la intimidad y no sólo la consienten, sino la procuran como lo mejor de sí mismos, no siempre la pasan bien. Sin embargo, evitar la intimidad, prohibirla, castigarla, inhibirla, monogamizarla, debe ser mucho más arduo. Si un libro me gustaría saber contar, es uno que sólo eso contara. ¡Cuántas cosas en una! La intimidad permisiva como afán y descubrimiento, como lujo, derrota y júbilo.

Mi familia materna tenía el buen hábito de hablarlo todo. Hasta el desafuero y la necedad, las cosas que le pasaban a uno les pasaban a todos. Así que, cuando por ahí de los años setenta, algunos dimos con la intangible palabra orgasmo, la llevamos a la mesa de las conversaciones como quien lleva un chocolate.

Mientras transcurría la conversación de los nietos, nuestra abuela paralítica, y aún dueña de un entusiasmo pueril, dibujaba flores en un cartoncito, como si no escuchara. Al cabo de un rato, levantó la cabeza que era como un milagro de facciones pequeñas señoreadas por el lujo de unos ojos turquesa, y le preguntó a nuestro abuelo:

-Sergio, ¿qué es un orgasmo?

-Un orgasmo, mi querida María Luisa -dijo el abuelo-, es un órgano alemán que tocaban los protestantes.

A la fecha nos reímos al recordarlo. Sin embargo, ¿supo la abuela lo que era un orgasmo? Yo creo que sí. Aunque no supiera nombrarlo, ni le importara, la oí muchas veces hablar de su enamoramiento primero, del modo en que mi abuelo se había puesto los guantes al despedirse una tarde, de cómo recorrieron en motocicleta el norte y cómo pasaron por debajo de las cataratas del Niágara. Los oí muchas veces, y algunas los miré mirarse como si aún recordaran su piel entre las sábanas.

Dirán ustedes que desde entonces yo guarecía en mi ánimo a una niña fantasiosa, no voy a negarlo, ahora sigo cargando con una mujer fantasiosa que para su desventura ha perdido la contundencia y ya no sabe ni qué decir en torno a uno de los temas que más han ocupado y ocupan su cabeza. La impredecible, devastadora, efímera, eterna, iluminada, magnífica, generosa, hostil, imprudente, recatada, ruin, milagrosa, atroz y llena de prodigios intimidad.

Yo no encuentro mejor razón para estar viva, mejor impulso para seguir estándolo, más interés para la propia literatura que el de recrearnos con las dichas y desdichas, sean lo que sean con tal de que sean intensas, de la intimidad.

Nada tan contradictorio como las emociones, crestas y desfalcos que nos haya traído la intimidad, nada tan codiciado, nada tan por las tardes compartido durante memorables horas de recuento.

Esa magnífica serie de libros que nos relata la Historia de la vida privada va dándonos muestras de cómo ha cambiado la intimidad a lo largo de los siglos. Y en los últimos tiempos, para decirlo rápido, de la época en que yo era niña a mediados del siglo pasado a, ya no digamos a este ambicioso y global principio del siglo veintiuno, sino a los desatados años setenta del siglo veinte, la intimidad cambió como cambian las estrellas según las estaciones.

Quiero recordar cien vuelcos, pero diré uno. Me dijeron que la virginidad era un tesoro. Igual se lo habían dicho a mis bisabuelas, mis abuelas y mi madre, sin que nadie contradijera el dicho. Pero cuando llegué a la Facultad de Ciencias Políticas a los veinte años, cargada con semejante tesoro, fui vista con tal conmiseración que aún me doy pena al recordarme. "¿Y ni siquiera te masturbas?"; me preguntaron.

¡Qué escándalo! Dormí entre sobresaltos preguntándome cómo había podido vivir hasta entonces. Y sin demasiados besos. ¿A quién pudo ocurrírsele que aquél era un mérito? Consideré de un día para otro que sería mi deber ponerle remedio a semejante desatino. Y se lo puse. Pasé entonces de la feria de la abstinencia a la del derroche. Y de cualquier manera, ¿qué? No quise quedarme sin explorar lo posible, pero seguí ambicionando lo inaudito.

Exponer la intimidad, soltarla, nos ha dado libertades y derechos de búsqueda que no existían, hasta los muebles de nuestras casas tienen un movimiento y una naturalidad que no tuvieron (las recámaras de los niños de mi infancia eran para dormir y estar enfermo, no para ver la televisión, cenar, jugar Nintendo, recibir a los amigos, brincar en las camas y firmar las paredes, como han sido las recámaras de mis hijos), sin embargo, aún estamos inermes frente a la intimidad. Sepamos cuanto creamos saber, hayamos caminado con el clítoris al derecho y al revés, conozcamos los más drásticos secretos del gozo, hayamos visto en la vida y el cine todos los cuerpos desnudos y brillantes que no vieron nuestros abuelos, la intimidad, de cualquier modo, nos arrasa. Al enfrentarla, nuestros hijos, por más que nos digamos que les hemos dado elementos, soltura, naturalidad, tal vez estén tan inermes como nosotros. La intimidad, ese monstruo mezclado de hadas, pasa por el amor y, por lo mismo, por el desasosiego, pasa por la memoria y sus acantilados, pasa por la rutina, las pieles incendiadas, el olvido.

Hemos exhibido la intimidad, vamos teniendo por eso mismo derecho a más gozos, pero también a más derrotas. Sabemos más de nuestras alegrías. Ya que hemos aprendido a decirlas, quizás consigamos aprender de nuestras derrotas. Pero no por eso somos menos vulnerables, menos propensos al amor y sus desfalcos, menos ávidos de lo inaudito. La intimidad, por más que la expongamos, siempre será un abismo conmovedor y asombroso capaz de ponernos frente a lo impredecible. No importa cuánto la nombremos, siempre será necesaria una clave mágica para abrir ese sésamo y entender sus tesoros.

Don Lino el previsor

Cuando conocí a don Lino, él tenía cuarenta y seis años, una incesante disposición a la bravuconería y la lengua más larga y llena de ficciones que yo hubiera visto. Ahora lo han alcanzado los sesenta años, sigue teniendo la lengua larga y las ficciones a la orden del momento, pero lo bravo se le ha ido quitando y le ha quedado entre los ojos y en las maneras de sus pasos un gusto y una urgencia de vivir en paz que casi encuentro contagiosos. Hace catorce años, don Lino vivía en una casa de paredes huecas y sin aplanados, cuya propiedad estaba en duda. Él la había levantado en unas semanas, en un terreno de nadie que debió ser de alguien, y sobre el que pesaba la irregularidad de una a otra pared. De semejante casa, don Lino sacaba cubetas de agua para mojar a quienes se acercaran a pedirle un voto contra el PRI.

"No señores -solía decir-, a cada quien lo que es de cada quien. Yo no tenía dónde caerme muerto, mi padre desapareció desde que era yo niño, nadie vio por mí nunca, yo solo he tenido que ganarme cada ladrillo de mi casa y cada peso que les doy a mis hijos, pero el terreno lo conservo gracias al PRI y no voy a traicionarlo si me necesita."

Este tipo de discursos los tuvo en la punta de la lengua y a disposición de quien quisiera escucharlos durante tantos años, que cuando hace tres lo vi cambiarse al PRD sin más aviso que una breve conversación, imaginé que algo grande se había fracturado en su ánimo.

Sin embargo, en todo lo demás, menos en su voto y su extraño silencio en torno a su ruptura con el PRI, permaneció tan inalterable, callejeador y parlanchín como siempre.

Es la persona que con más facilidad se hace de amigos que yo haya visto en la vida, cualquiera que necesite adeptos debía tenerlo entre sus huestes. Conversa con quien se deje y con quien no, se encompadra con los chinos que lavan camisas, con la mujer de la tintorería en Juan Escutia y los cuidacoches del mercado en Montes de Oca. Le presta al zapatero de Colima y le pide prestado lo mismo a doña Emma que a mí que a la gerencia de la revista Nexos. Pero con todos cumple, a todos tiene bajo cuidado, a quien le pide trabajo se lo consigue y a quien le pide un trabajador se lo encuentra. Viven con él su madre de ochenta y tantos años y su esposa de abolengo adventista. Tiene una colección de hijos y nietos distribuidos de Baja California a Cancún y dispuestos a votar cada cual por quien mejor se le apetezca y le convenga, sin por esto fraccionar las lealtades familiares. De ahí que sea fácil convertirlo en encuestador y no quedar muy lejos de los resultados.

Don Lino es un hombre que trabaja hasta la zozobra.

Los domingos cuida una milpa en el pueblo, de lunes a viernes hace en mi casa viajes de todo tipo, y al salir a las seis tiene un taxi que maneja hasta las nueve de la noche y una parte del sábado.

Creo que se debió al taxi y al papeleo propio de tenerlo que se disgustó con el PRD a los pocos meses de haber colaborado a ponerlo en el gobierno del Distrito Federal.

Fue ahí cuando me acabó de quedar claro que los apegos políticos de don Lino carecían de pliegues y de motivaciones reivindicativas de la Patria, los demás, los menos afortunados o cualquiera que no fuera él mismo y los miembros de su clan. Por eso nunca ha engañado a nadie, está con quien lo cobija, y descobija a quien deja de estar con él, o así se lo parece a su muy particular punto de vista. De ahí que ahora me tenga tan sorprendida su reciente tendencia a dudar de por quién votará en las próximas elecciones. Él, en quien nunca cabía la duda. Él, que a su decir ha prosperado como nadie en la colonia y luego le ha dejado la casa chica a su hija y se ha construido una más grande en terreno regularizado y otra en el pueblo al que sale corriendo en cuanto la vida le permite robarles unas horas a los múltiples deberes que toma y deja según le vienen las finanzas; él, que está guardando dinero para que unos mariachis empiecen a tocar en el instante en que se muera y no dejen de hacerlo sino hasta que esté bajo la tierra de un cementerio bajo el Nevado de Toluca. Él, que sabe con meses de anticipación cuándo empezará a llover y hasta cuándo durarán los incendios forestales; él, a quien nunca detiene un policía más de cinco minutos; él, que se duerme mientras yo peroro en una sala de conferencias y al verme salir, con el rabo de un ojo, despierta y asegura que nadie pretendió asaltarlo mientras se abandonaba a sus sueños con las llaves pegadas al encendido del auto. Él, que tiene la certeza de que el teléfono celular descompone los imanes que lo curan de un posible cáncer; él, que tiene recetas para cada uno de los achaques de cada quien, dijo con desazón hace unos días cuando le pregunté por quién votaría esta vez:

-Estoy confundido.

-No puedo creerlo. ¿Y sus amigos, por quién van a votar? -dije, urgida de saber si como siempre tendré una encuesta confiable antes de que los encuestadores formales acaben de ponerse de acuerdo.

-Están divididos. 'Ora sí no se ve por dónde -respondió consternado.

-No le entiendo -dije.

-Esta vez no consigo saber por dónde viene. Y yo siempre voto según por donde venga.

-¿Por donde venga qué? -pregunté, para quedar como la dueña de un terreno en la luna que él siempre ha pensado que soy.

-Pues el que vaya a ganar -dijo-. Hay que votar por ése para no perder uno.

-¡Ah! -contesté desde mi terraza en la luna-. Y si usted vota por el que parece que va a ganar y ése no gana, ¿qué hará?

-Eso no pasa -dijo-. Por el que yo vote gana siempre.

Tercas batallas

La verdadera desgracia de Marta Santiago empezó junto con su incapacidad para comprender por qué mujer soltera de su estirpe y pasiones no podía enamorarse de hombre casado por más pasión y buena estirpe que lo guiara. Que él tuviera varios hijos cuando ella acunaba un vientre nuevo no parecía impedimento mayor en la década de libertades recién pulidas que cobijó el desenfreno de los años setenta. ¿Por qué detenerse ante un pacto cuya validez llevaba más de un siglo de ser severamente criticado? Si no por la mayoría, que nunca se ha caracterizado por criticar nada a buen tiempo, sí por la mente lúcida de seres cuyos libros ella había tenido quién sabe si la buena fortuna, pero sí la fatalidad de encontrar entre las altas paredes de la biblioteca universitaria en la cual se encerró muchas tardes a cumplir las desordenadas recomendaciones bibliográficas de un puño de maestros seguros de que el mundo estaba por fundarse en la mente y la intrepidez de todos y cada uno de los alumnos que por entonces cruzaban las aulas.

No soy capaz de repetir la lista de tratados y novelas que recorrió durante su estancia en la universidad, baste sólo contar que tal lista fascinó con su infinita extravagancia el corazón de Marta, y que con ella labró sin más el código de su educación sentimental. No había gran orden, pero tampoco desconcierto en aquella mezcla. A su sombra, Marta perdió los miedos y aprendió a vivir bajo la incertidumbre del siglo, sin más paradigma que una deslumbrada ambición de libertad. Se volvió una mujer de incansables atardeceres y tercas batallas, que al final de los años setenta había probado el amor en varios frascos y se ganaba la vida haciendo un trabajo grato, por el que no le pagaban mal.

Se creía invulnerable, era experta en dar consuelo a las amigas con amores infortunados, en acompañar depresiones, euforias y desacatos varios. No le hacía falta más, le bastaban el sol y sus dos piernas. Con ellos tuvo suficiente para recorrer el país y no ambicionar la metafísica. No le hacía falta más, por eso lo buscó.

El hombre tenía un andar pausado y unos ojos de miel que lo hicieron codiciable desde el primer momento en que la vida lo llevó a pararse sobre el incierto vivir de Marta.

"¿Te gustan las alcachofas?", le preguntó, como hubiera podido preguntarle: ¿Te gusto yo?

Al menos ésa fue la sensación que recorrió siempre el cuerpo de Marta cuando invocaba el momento aquel, frente a la lluvia de una tarde verde.

De ahí para adelante, todo fue reto y tributos a Coatlicue, la diosa de la tierra y los corazones sin luz. "Con que no me embarace estaré en santa paz mientras duren las glorias de este amor"; se dijo, y acudió a los métodos anticonceptivos más modernos de la época.

Así empezó mirándolo al principio, como un amor sin más futuro que la mañana siguiente. Pero tras varias semanas de una tarde tras otra uncida a la pasión de aquellas manos apretadas a su cintura, dejó de imaginar la vida lejos del cuerpo y la lujuria de un hombre que habiéndole jurado fidelidad eterna a otra mujer, enhebraba su cuerpo al de Marta con la naturalidad con que hubiera entrado en la casa de su infancia. Y no había juego, ni deseo, ni reclamo que no encontrara contento sobre la cama y los milagros de aquel par de locos. ¿Quién lo hubiera soñado?: después de sus amores había tal cosa entre ellos como el sosiego color naranja que sólo alcanzan algunos dioses.

Como por esos días no se hablaba tantísimo de los múltiples males que acarrean los cigarros, ellos fumaban sin remordimientos tras ir y venir buscándose las estrellas en el cuerpo. Prendía su cigarro con unos cerillos que se prestaban a prolongar el juego de aquella idolatría cuando al soplarles para apagar su llama no cedían, empeñados en su diminuto incendio.

Quién sabe de cuál vieja premonición se sacaron aquello de que llama que no se apaga al soplarle, quiere decir dueño de amores que no se gastan. Pero así las cosas, él mantuvo siempre el cerillo entre sus dedos sin soplarle sino hasta que la llama, comiéndose el pabilo, empezaba a quemarle las yemas.. Entonces ella se burlaba de su tontera mientras le hacía juramentos al oído.

Que el hombre era casado y dueño de otros paraísos, no lastimó a Marta sino hasta la mañana en que lleno de culpas y asustado como si dentro de él viviera algún demonio, le contó a Marta que su esposa, esa señora que ella mal llegó a pensar que no existía, estaba embarazada del quinto hijo, y no precisamente por obra del Espíritu Santo. Sólo entonces, presa de unas furias que no debían caber en el cuerpo de lo que ella y sus teorías consideraban una feminista cabal, se estremeció de tristeza y celos y se quiso morir y matarlo, volverse loca o tonta para toda la vida. Salió corriendo al primer bar y a su mejor amiga, una mujer en cuya paz de alma vertió la quemazón en que ardía y sobre cuyo regazo lloró hasta el amanecer en que borracha de ron y CocaCola volvió a su casa de soltera codiciada, con buen trabajo y libertades vastas, a dormir la desgracia todo el fin de semana.

No bien abrió los ojos al lunes, sintió de nuevo una guerra en todo el cuerpo.

"Pinches hombres", dijo, levantándose a trabajar en las euforias de una campaña publicitaria que ganó por concurso al fin de la semana.

"Pinches hombres", se dijo, y no volvió a contestar el teléfono ni a dejarse mirar por los ojos del casado aquel al que juró poner en la historia de sus desaciertos, aunque no pudiera arrancarlo ni de su imaginación ni del caprichoso anhelo de su entrepierna.

"Pobre gente", leyó en Pessoa. "Pobre gente, toda la gente."

Durante dos meses rumió una soledad como un abismo y no tuvo ganas de pensar en nada, ni en el sentido íntimo de las cosas, ni en el orden implacable que debe regir las menstruaciones de una mujer que todas las noches toma anticonceptivos. Llevando un vaso de agua a la fuente de sus mil dudas visitó a la doctora Ledezma, la ginecóloga más comprensiva de la larga ciudad, quien tras breve y ceremoniosa indagación puso sobre sus oídos una noticia que no pudo sonar sino a penumbra. Tenía dos meses de preñada.

No se habló mucho. ¿Qué de mucho podrían decirse dos mujeres sensatas y tristes? En México está penado el aborto. Se castiga con cárcel para quien lo practica y para quien lo reclama. Ambas lo sabían. Pero una estuvo dispuesta a practicarlo cuando la otra se lo pidió como quien pide que le abran una puerta para salir del infierno. Y Marta no lloró, porque hay dos cosas que una mujer puede evitar mejor que nadie: una de ellas es llorar, por más que los actuales anuncios de El Palacio de Hierro se empeñen en decir lo contrario. La otra es embarazarse, por más que Marta se hubiera embarazado a pesar de todas las modernidades que utilizó para evitarlo.

Se hicieron amigas. Varias veces durante los siguientes diez años Marta remitió con la doctora Ledezma a cuanta mujer en circunstancia de fertilidad indeseada le pidió ayuda y consejo. Nunca faltaba alguna a la que ayudar incluso con la paga. Cada quien su batalla, Marta dio ésa sin alarde y sin tregua.

Con el tiempo y una cantidad adecuada de noches en vela, cambió la publicidad por el periodismo y convirtió la destreza con que solía hacer frases para campañas políticas en una pausada vocación por la poesía. No estaba sola.

El hombre al que unió sus amaneceres se había enamorado poco a poco, a lo largo de largas horas, de la aureola de rizos diminutos que Marta dejó de alaciar sobre su frente. Nunca se casaron. Tenían hijos, una casa y una pléyade de amigos en común. Pero ésa es otra historia, la de hoy sólo tiene que ver con eso que Marta alguna vez llamó su verdadera y única desgracia, y con aquella doctora que le salvó el cuerpo de la falsa compañía que había olvidado en él su amante. La doctora Ledezma, a quien Marta y sus amigas perdieron de vista de repente, de un día para otro su consultorio se esfumó de la faz de la colonia Roma. En vano la buscaron los grupos feministas y las mujeres desoladas. Desapareció. Como si no urgieran médicos con su cordura entre las manos.

Casi pasaron otros diez años durante los cuales la palabra democracia se puso tan de moda, que todas las pequeñas causas a su alrededor palidecieron frente a la euforia nacional que la invoca como el único sortilegio capaz de mejorar la tierra de nuestros mayores y la de nuestros hijos. Tal fue el énfasis y las alegrías que produjo que Marta dio en creer con toda la gente, que al conseguir la democracia como quien encuentra oro, todo vendría por añadidura y nada faltaría por resolver que no pudiera encontrarse en Internet convertido en historia.

Despenalizar el aborto parecía una causa vieja. Ya nadie hablaba de eso, sonaba a los setenta, a los días de la guerra sucia en que una amiga de Marta perdió a su novio en una balacera de la que nunca informó ningún periódico, a la época en que los presidentes de la República hacían campaña sin tener rival, a las tardes en que era una vergüenza pedir un condón en la botica. Según el decir general, ahora el país había cambiado, al menos eso decían el radio, los noticieros y hasta las telenovelas.

Eso, sin embargo, no lo dice aún el Código Penal que nos rige. Para el Código de 1931 mil cosas no han cambiado, entre ellas la que se refiere a la penalización del aborto. Y esto a Marta, convertida en madre de adolescentes y líder de un suplemento cultural próspero y posmoderno, se le había simplemente olvidado. Sin embargo, la voz de la doctora Ledezma saliendo de su contestadora como un enigma por resolverse le alegró una mañana. Quedaron de comer juntas.

No la hubiera reconocido. Marta la recordaba unos diez años mayor que ella, pero la mujer que la abrazó a la entrada del restorán estaba hecha una anciana.

-¿Doctora Ledezma? -pudo decir.

-María Ledezma -dijo la mujer, extendiendo una sonrisa triste-. Hace tiempo dejé de ser doctora.

Se pusieron a conversar como no lo habían hecho jamás. Marta no tenía tiempo de conversar en los setenta, y la doctora Ledezma menos.

-Me he tardado -dijo María Ledezma después de una hora de recontar la atroz peripecia que la arrancó del consultorio-, pero estoy empezando a perder el miedo. No me lo vas a creer, hasta hace casi un año hablaba siempre bajo, como si temiera que mi voz se escuchara. La pasé mal.

-No lo dudo -dijo Marta, inclinándose para besarla-. Te extrañamos tanto. ¿Por qué no pediste ayuda?

-Porque no pude pensar en otra cosa que en esconderme. Hasta de mí misma quería esconderme.

Marta quiso sonreír y proteger a su amiga con la perfecta luz de sus dientes, pero no le dio el ánimo. Así que se conformó con extender su mano hasta la de ella y apretarla.

María Ledezma le había contado una historia larga, que resumió para ahorrarle sinsabores:

Ella estaba una tarde de tantas, con la antesala del consultorio llena de tantas mujeres como siempre, cuando irrumpieron en su oficina dos judiciales. Marta los imaginó avasallando la tibia sala de la doctora y no pudo evitar que la estremeciera un escalofrío.

"Usted practica abortos -le dijeron-. Usted es una asesina, tiene que venir con nosotros."

No la dejaron hablar. Ni de qué hubiera servido. Se la llevaron a un encierro de tres días, durante los cuales informaron a los periódicos sobre la vida y malos milagros de la cazacigüeñas. Sus hijas adolescentes no querían verla más, su marido se creyó cubierto de vergüenza y la visitó en la cárcel para pedirle que cediera en todo lo que le ordenaran. Media hora después entraron a su celda otros judiciales con un escrito largo que ella debía firmar si quería la libertad. Y la quiso. Como al aire y la luz de marzo quiso correr de aquel encierro. En el texto que firmó aceptaba ser ella la autora de un aborto practicado a la novia de un asesino. ¿Con qué propósito la hicieron firmar eso? Con el de quedar a salvo de la culpa de haber torturado a esa mujer hasta sacarle un conato de hijo y la febril confesión de que su novio había matado a un hombre al que por otra parte, sí había matado.

Esmeralda se llamaba ella, y era la novia de Moro Ávila, el asesino de Manuel Buendía.

La doctora Ledezma no quiso ni volver a su consultorio. Su marido se hizo cargo de cerrarlo antes de morir de un infarto. Con los años, sus hijas acabaron por entender las razones que ella no les dio a tiempo y que una buena parte de la sociedad "posmoderna" aún censura y rechaza. ¿Qué remedio? La democracia no ha traído todos los bienes, lejos está. ¿Quién manda sobre el cuerpo de quién? es una incógnita que aún no nos atrevemos a resolver.

Marta lo sabe, como tantas otras. María Ledezma entre ellas.

Sobre la mesa pasó un ángel. María apretó un cigarro entre los dientes, Marta se lo encendió con un cerillo que detuvo entre los dedos hasta que la flama le quemó las yemas antes de extinguirse.

-¿Sigues creyendo que el amor no se gasta? -le preguntó María Ledezma con el preciso recuerdo de su primera conversación.

-Si lo dudara me bastaría con verte. ¿Dónde quieres que firme?

María Ledezma extendió su desplegado y Marta firmó un alegato en torno a la necesidad de actualizar el Código Penal incluyendo tres causas más de aborto no punible.

-Habría que despenalizarlo completo. Se oye todo tan antiguo.

-En tu cabeza.

-Pero, ¿a quién sirve que un aborto sea delito?

-Marta, baja de tu nube -pidió María Ledezma.

-Hago lo posible -se disculpó Marta, inclinándose sobre la mesa y pasándole un brazo por el hombro a la envejecida doctora. Después jugueteó con la cajita de los cigarros y buscó los cerillos para encender otro.

Empezaba a oscurecer. Eran las ocho de la noche del nuevo horario y el viejo código penal imperaba aún sobre la patria de ellas y sus hijos.

"Pobre gente" -dijo Pessoa. "Pobre gente toda la gente."

Volando: como las ballenas

Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme. Ni de niña cuando seguía a mi madre por la casa como si en el llavero que ella solía cargar de un lado a otro tuviera la llave de un reino. Menos ahora, que la veo vivir igual que si por fin hubiera descifrado las leyes del enigma. Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.

Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece por encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.

Partes: 1, 2, 3, 4
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