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De la inquietud incesante. La finitud, la técnica, lo humano (página 2)


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TRES

Existe en todo lo ente una inquietud esencial, originaria, ineliminable. Somos tiempo. Ser tiempo —y no meramente disponer o no de él— es casi una provocación. Se es lo que (ya) no se es, se es lo que se está llegando a ser. Los filósofos de la Antigüedad reconocieron este hecho pero se inventaron mil artimañas para contradecirlo. Los filósofos de la Modernidad lo redescubrieron pero ya no les preocupa en la misma medida. O, por mejor decir, encontraron nuevas maneras de protegerse y contravenir semejante fatalidad. La dinastía platónica ha visto en ello un desafío y una insumisión. Ser tiempo es un contrasentido. Literal y ontológico. O se es, o se está en el tiempo. La verdad se halla en un solo lado. Vivir (humanamente) significa resistir la caída en el tiempo. Los modernos han roto, en parte, con esta tradición. Vivir (humanamente) equivale no a resistir, sino a apropiarse del tiempo. La tarea es incorporar el sentido perdido en la instancia del tiempo. Desde entonces, el sentido pasa por la idea de progreso.Somos tiempo. De acuerdo, pero ¿dónde se halla el motor de esa inquietud? No se sabe a dónde vamos, pero al menos sabemos que vamos. Este impulso primario llegará a ser complejo. Se le denominará "espíritu". Se le identificará con la "lucha de clases". Lo encontraremos en el desarrollo de las "fuerzas productivas". Reconoceremos sus rasgos en la evolución de las especies y la supervivencia de los más aptos. No van a faltarnos candidatos.Pero antes de elegir, haremos bien en tomar distancias. La pregunta por el motor de estas transformaciones que hacen sistema —así terminen siempre violentándolos— es la pregunta metafísica por excelencia: ¿qué sentido tiene todo esto? Pregunta onto-teo-lógica si las hay. Al igual que todas las preguntas de este tipo, lo importante, más allá de las respuestas, que le serán más o menos adecuadas, es la inquietud de la que emergen y que suscita la interrogación. En cualquier caso, será fácil reconocer en cada respuesta una secularización relativamente corrupta de la Divina Providencia. Si elegimos a las "fuerzas productivas" —es decir, a la técnica— como sede de aquella inquietud, todas las cosas del mundo aparecerán a nuestros ojos de determinada forma, pero dudemos que el resultado sea esencialmente diferente si nos decidimos por algún otro elemento. El esquema básico será conservado de modo invariable. De lo que se trata es, precisamente, de postular un elemento invariante que explique las transformaciones y, ante todo, su sentido.La contradicción entre el "espíritu" y la técnica es aparente. A despecho de tantos discursos y poses y rasgado de vestiduras, la técnica no es lo inhumano oponiéndose y amenazando a lo humano y a su "esencia". Técnica y espíritu son palabras distintas empleadas para designar un idéntico fenómeno que incluso admitiría sin pestañear decenas de otras denominaciones. Hay que ver que la técnica es siempre humana, aun si lo humano ni se cumple ni se agota en lo técnico. Lo cual es un modo de decir que lo humano no es lo único que hay en estos bastante extraños animales que a pesar de tanta técnica seguimos siendo. En otras palabras, la tensión no se da entre lo humano por un lado, y lo "inhumano" de la técnica, por el otro. No, la tensión se da entre lo humano/inhumano de la técnica (que incluye por plenos derechos a lo ético-político) y lo no-humano (que se pone en juego —sin tampoco agotarse en ello— en lo erótico-estético-místico). Esta contradicción, no resoluble por dialéctica alguna, es justamente aquello que, en nuestro propio núcleo y nuestro propio margen de seres humanos, da siempre qué pensar.La experiencia del tiempo, la experiencia de la finitud (que no es la experiencia de la muerte), es posible no desde el despliegue de la técnica, según afirma Bernard Steiger en su por otra parte magnífico libro [1], sino desde su límite, de su contravención, desde su movimiento de retroceso. Desde su caída. En este retroceder queda libre el famoso ser-para-la-muerte de Heidegger.Ahí se pone en juego lo no-humano —eso merced a lo cual lo humano podría llegar a poseerse y a disponer de sí. Sólo puede llegar a ello no "desplegándose" como un hacer técnico, sino viniendo desde su límite. Lo no-humano no es inhumano, y menos aun antihumano, sino el repliegue epimeteico, es decir, meditativo, trágico, de lo humano. Lo no-humano no es la experiencia (humana) de la muerte. Es, dicho sea con el mayor rigor, el efecto que genera en lo humano la imposibilidad de experiencia semejante.

 CUATRO

Siendo ontológica y cosmológicamente huérfanos, andando el tiempo aprenderemos a comportarnos con la máxima arrogancia. La filosofía —y sobre todo los saberes y prácticas de ella emanadas— ha podido conducirnos hasta el límite mismo de nuestro poder. Ha ensanchado hasta nuevos y más alejados límites ese poder. Poder de supervivencia primero que es enseguida poder de imposición. Con todo, el poder humano de instalación e imperio sólo se define y cobra relevancia por referencia al límite contra el cual se estrella. La filosofía también nos ha enseñado a venir de vuelta de ese muro. No sólo ella, desde luego. En esta resaca destaca mucho más la poesía. En cualquier caso, no es cuestión de etiquetas. Si alguna tarea le compete al pensamiento, encontrémosla realizada en la filosofía, en el mito o en la música, aquella será la de traernos de regreso, sanos y salvos, de ese límite, del límite de nuestro poder, del límite de nuestras fuerzas. Tarde o temprano nos preguntaremos qué hay, que puede haber del otro lado de nuestro poder. Suponer que no hay nada del otro lado —ni siquiera la ley— nos volverá prudentes y sabios. Postular la existencia de múltiples e indiferentes divinidades nos mantendrá durante un tiempo a raya. Pero asegurar el otro lado con la presencia de un Dios Aliado y Clemente terminará por hacernos creer que esa frontera es porosa, lábil, traspasable. Nos imaginaremos en posición de negociar. Condición sine qua non de todo nihilismo.No, por fortuna, del otro lado no acecha, ni astuto ni complaciente, ni benigno ni maléfico, ningún Dios.La enseñanza esencial del pensamiento consiste en hacernos ver que el límite del poder humano no es aquello que se opone estúpidamente a nuestro anhelo de libertad, porque la libertad no es una fuerza o una facultad propiamente humana, sino el siempre difícil modo en que se aprende a no depender estúpidamente del mundo circundante —incluido el prójimo, incluido el propio cuerpo. El límite del poder humano —es decir, su finitud misma— no se presenta ante el pensamiento como si fuera el muro de alguna prisión. Una muralla despierta el deseo de perforarla, demolerla, derribarla, escalarla. De vencerla. Además, la vivimos como resultado de alguna falta previa. Sin embargo, creo francamente que la finitud en absoluto nos torna culpables. La finitud es la calidad de nuestra existencia misma, el modo en que para cada uno de nosotros la vida simplemente se da. Sólo es posible experimentar la libertad a partir de semejante reconocimiento.Nada que ver con la resignación —¡y menos aun con la abnegación! Transitamos a diario el puente colgante que separa a Anaximandro de Heráclito. El primero se planta ante el horizonte extrayendo del crudo hecho de la finitud del mundo una lección moral; el segundo sabe que sólo afirmándose a sí, con inocencia y con alegría, podrá saldar las cuentas, si es que hay alguna. Según lee el joven Nietzsche, la filosofía de Heráclito celebra sin complejos el juego del mundo:

Un regenerarse y un perecer, un construir y destruir sin justificación moral alguna, sumidos en eterna e intacta inocencia, sólo caben en este mundo en el juego del artista y en el del niño. Y así, del mismo modo que juega el artista y juega el niño, lo hace el fuego, siempre vivo y eterno; también él construye y destruye inocentemente; y ese juego lo juega el eón consigo mismo [2].

No hace falta creernos ángeles caídos o tránsfugas del Paraíso. La finitud en cuanto tal no es un castigo, ni tiene por qué asumirse tortuosamente como la expiación de alguna culpa o delito. No hay nada, absolutamente nada qué lamentar ante el hecho desnudo de la finitud.

 

CINCO

Quien tenga algo que decir, que dé un paso adelante y calle.

Karl Kraus

El camino que emprendemos a fin de ensanchar el límite de nuestro poder es lo que se llama técnica. Los múltiples caminos por los que volvemos de aquel límite son los caminos —las sendas perdidas— de eso que denominamos arte. La técnica y el arte son invenciones humanas que sólo se distinguen propiamente a partir de la inversión radical de su sentido y propósito. No es que la primera afirme el poder humano y el segundo lo niegue o voluntariamente lo suspenda. Se trata más bien de que la técnica se sostiene y mantiene en una afirmación solitaria e ingenua de ese poder, mientras que el arte lo afirma dos veces.

Si la técnica es flexión, el arte es re-flexión. No me importa si esto suena demasiado hegeliano. Es aplicable aquí lo que dicen las abuelitas: mientras la técnica apenas va, el arte ya fue y vino. Este "lento regreso" del pensamiento es, según hemos dicho, lo propio de la filosofía, de la buena, y no de esos sermones apolillados y sonambúlicos que emplean algunos individuos a fin de lavar en público sus inconfesables pecaditos. Algo que sin duda han comprendido los filósofos de a deveras, los que con Wittgenstein —y gracias a él— admiten sin rencores que <<los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje se va de vacaciones>> [3]. Un filósofo sabe que hay pensamiento sólo cuando a ese pensamiento se le ha dispensado de la obligación de cargar con la enorme responsabilidad de otorgar valor y corrección a las cosas.

Del otro lado está (pero no del mismo modo en que aquí estaría este teclado y este libro y este cielo y estos garabatos) exactamente aquello que lo humano, concebido como dispositivo técnico-lingüístico, no tiene el poder de afectar. ¿Cómo habla de ello un filósofo? ¿Cómo lo hace un poeta? ¿Cómo, un espíritu religioso? Un filósofo, para empezar, sabe que ese "otro lado" no es un lado en absoluto. No es un lugar, no "está" en espacio alguno. Sólo sabe que hay un límite, y que ese límite prohibe imaginar, describir o, con mayor humildad, hacer propicio el más allá del límite.

Pero este saber del límite es más que suficiente. Merced a él es posible saber qué hacer cuando se sabe que algo no es posible. Los enigmáticos y deslumbrantes aforismos enhebrados en el Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein tienen mucho de este movimiento de retorno del que hemos estado hablando. No es preciso —ni siquiera posible— decir lo que hay más allá. <<Sentir el mundo como un todo limitado>>, dice el filósofo, <<es lo místico>> [4] . Nada más. Lo místico no apunta a ninguna especie de trascendencia. Si "hay" un Dios, se encuentra de este lado del límite, no detrás, ni mucho menos encima. Así lo establece Wittgenstein en su Diario filosófico: <<Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, del mundo>>. Y nótese: sólo a condición de aceptar que el mundo tiene un límite podríamos aceptar que también tenga o adopte un sentido.

El filósofo sabe que no hay nada del otro lado, pero ¿conoce por ventura qué hay en el límite? Dentro del límite hay, si se quiere, un Dios: llamémosle así a su sentido, al sentido del mundo. Ahora bien, el límite no está tampoco en alguna parte. El límite es lo que soy. <<El sujeto>>, sentencia Wittgenstein, <<no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo>> [5]. El sujeto está en su cuerpo como el cuerpo está en el mundo. ¿Qué "es" ese sujeto? No es, por hablar en fenomenólogo, un "correlato" del objeto. Tampoco es él mismo un objeto.

El sujeto es, dice Wittgenstein guiñándonos el ojo, el límite mismo del mundo.

Que el ser sea finito es lo místico: de ello no puede —ni debe— decirse más. No se dirá ya porqué es finito, ni para qué, ni a resultas de qué. La finitud es absoluta. Cualquier cosa que se diga de ella, cualquier calificativo, cualquier juicio emitido a su propósito, será una equivocación, una tontería, un abuso (de autoridad). El sujeto no pertenece al mundo en la exacta medida en que es mortal. Y es que la muerte, como piensa Wittgenstein, nunca es un hecho del mundo.

¿Es la técnica una negación, un aplazamiento, un olvido, una deserción de este ser mortal —es decir, temporal— que somos?

 

SEIS

La técnica se agita y se agota entre la ausencia de salida y la imposibilidad de la renuncia. Tenemos que enfocar las cosas de manera inversa. No es el arte un "después" de la experiencia técnica: no está primero la satisfacción de una necesidad y luego, si hubiera tiempo, el goce sin propósito. Es al revés. Primero está el ocio. Primero está el nada-qué-hacer. Primero está el porque sí, el porque nada importa. Primero está el vivir, después el sobrevivir. Primero está la invención. Dentro de esta invención sin fin, un pequeño rincón se referirá a la invención de necesidades. Allí nace la técnica, que es en verdad un sector muy pequeño y muy mezquino del irreconocible territorio del arte.

Me parece indiscutible que lo que hace el arte —aunque la palabra ya comience a chocarnos— es brindar hospitalidad, así precaria, a esa nada que ninguna técnica, ninguna "cultura" puede colonizar. En el arte brilla oscuramente todo el no-poder que nos constituye y nos levanta. Introduce en el plexo humano una virtud acaso excelsa, pero ante todo porque es una virtud desconocida. Si la poesía viene de regreso del límite será porque (y cuando) puede desnudar y desanudar los integrismos y reventar las innumerables ampollas de una totalización siempre en marcha. Es poesía no porque la lengua o la escritura obedezca cierta rítmica y se ajuste a las exigencias de cierta sonoridad, sino porque al desactivarlas —es decir, al impedir su integración/totalización en el mundo y para él— las vuelve, sin quererlo, a inventar.

Sólo que esta "desactivación" nunca procede de un empeño "claro y distinto". Esta desactivación viene y vuelve a lo mismo, al azar.

Dejar venir esta imposibilidad de ser constituye la soberanía. A ella se han consagrado —quizá sobre decirlo— las obras paralelas y en ocasiones trenzadas de Maurice Blanchot y de Georges Bataille. Ser mortal parece contradictorio (tan abrupto como la expresión "ser tiempo"). Significa también que somos sin ser. Más que afirmar la desactivación de la voluntad creadora de mundo podríamos, siguiendo a Blanchot, demorarnos en la noción de una neutralización (involuntaria) del mundo. En la estela de su terminología, consideremos que si la técnica (la política) consiste en la posibilidad de dar nombre a las cosas para con ellos crear (un) mundo, el arte (la poética) será la exigencia, siempre asimétrica, irreductible y como en franca desbandada, de responder a lo imposible.

No de "darle nombre". De responder.

Se responde no de la pregunta o de la petición (en inglés es la misma palabra) del otro, sino de lo otro que en esa pregunta se disimula. Sin la exigencia muda de eso otro no hay experiencia posible, no hay experiencia imaginable —no hay experiencia en absoluto. La experiencia (del latín ex-perire, ponerse en peligro) es experiencia del límite, nunca de otra cosa. Si el sujeto es el límite mismo del mundo, jamás tendrá de las cosas de ese mundo una experiencia si no es de sus límites en cuanto cosas del mundo (y de sí en cuanto límite del mundo).

Todo esto no es tan mistérico como parece. Sólo son modos de desenredar la madeja del ser-mortales. Modos de asumir el ser-tiempo. En concreto, se trata de localizar el lugar no metafísico de la inquietud. Hemos llegado a un punto desde el cual todo ocurre como si la realidad humana formara una viscosa y muy tupida red donde es real sólo aquello capaz de quedar atrapado entre su malla. Sin embargo, hemos reconocido una suerte de viento que sacude y estremece suavemente a la red. A veces no tan suavemente. Y a ello es necesario seguir dándole lugar.

Pues sólo desde ese lugar sin espacio propio podría pensarse lo que sí tiene espacio en el mundo, eso que hace mundo, eso que seguimos llamando sin empacho alguno "la técnica".

SIETE

Ni los animales ni los ángeles tienen una experiencia del mundo por la simple y sencilla razón de que ninguno de ellos habita en uno. El mundo sólo puede ser obra —y desobra— de un ser mortal. Ahora bien, la muerte es la negación absoluta de todo intercambio, de todo valor. No es la vida, según canta José Alfredo, sino la muerte, la que no vale nada.

Por otra parte, la muerte es real, es lo más real que existe. Si es lícito afirmar que la muerte no vale nada es por el hecho innegable de que sólo desde su límite nos es lícito otorgar valor a las cosas del mundo (y de sus bordes). Hay mundo porque hay mortalidad. Hay lenguaje porque hay mortalidad. Hay técnica porque hay mortalidad. Pero, ¿cómo ocurre esto? Dirijamos por un momento nuestro preguntar hacia Hegel.

Hay una fórmula-mantra en la Fenomenologia del espíritu que nos servirá como eje. <<Todo depende (>es kommt alles darauf an) de lo que se expresa y comprende (aufzufassen) en lo Verdadero (Wahre) no sólo como sustancia, sino como sujeto>> [6]. En la filosofía moderna, el sujeto llega a ser lo más problemático. Esto es así porque la subjetividad se ha materializado y edificado merced al reconocimiento y la absorción de lo otro de sí, de lo otro del sujeto. Hegel lo ha visto y ha extraído las consecuencias hasta un cierto punto. El sujeto no "sabe" qué hay frente a él sin incluirse en el movimiento mismo de saberlo. Este involucrarse del sujeto con y por la sustancia significa, para Hegel, que sólo negándola podrá hacerla suya. Adiós al saber contemplativo. Decir que la Verdad es lo mismo que la sustancia y el sujeto significa que no hay más verdad que la técnica.

Lo Verdadero es algo producido por el sujeto. <<Lo Verdadero es el Todo>>, continúa Hegel: <<Mas el Todo es sólo la realidad-esencial (>Wesen) que se acaba-o-se-perfecciona a través de su desarrollo. Es menester decir de lo Absoluto que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que en verdad es: y precisamente en esto consiste su naturaleza de ser entidad-objetivamente-real (Wirkliches), sujeto o acto-de-devenir-sí-mismo (Sichselbswerden)>> [7]. Nunca antes de Hegel se había llegado a tal claridad: el Ser no es otra cosa que lo que el Sujeto (humano) hace de y con él. Nunca antes la identificación de lo humano con la técnica había llegado a tal perfecta y acabada rotundidad.

Que el mundo sea indefectiblemente obra humana es un resultado de la especulación metafísica que no podemos ni obviar, ni minimizar, ni dejar escapar. Ese punto de llegada es, según se habrá advertido, nuestro obligado punto de partida. El Todo nunca es Todo —sin mí. Parece una estúpida tautología. Pero es la tautología propia, definitoria, de la época de la técnica planetaria.

El Sujeto no es sólo una parte esencial de lo real: es allí donde la sustancia (lo otro del sujeto) se revela. En otras palabras, lo humano consiste no en alguna sustancia, sino en el prácticamente ilimitado poder de autocreación. Crearse a sí mismo, autoproducirse, esa es la "sustancia" del animal humano. Autoinstauración que pasa necesariamente por la negación, transformación, asimilación, domesticación, destrucción de lo dado inmediatamente. Incluso antes de que lo sea en un sentido material.

No hay nada "natural" para un ser humano.

Y no lo hay porque todo, para un ser humano, existe en la exacta medida en que es revelado por su proyección —imaginaria, simbólica y real— en el mundo. Hegel deambula y cartografía felizmente el reino de Prometeo. El mundo es la proyección de este animal que vive, literalmente sea dicho, pendiente del porvenir. El mundo no es más que la anticipación humana del mundo. Es la inmensa capacidad de existencia del futuro en cada uno de nuestros movimientos e inquietudes —e incluso en cada uno de nuestros reposos.

A este poder de autoconstitución del mundo (humano) Hegel lo llama espíritu, palabra que desde luego entra en mágica consonancia con eso que el propio filósofo identifica como <<la religión de los tiempos modernos>>. El espíritu es poder que se sabe (y que sabe lo que quiere). La comunión del sujeto y de la sustancia se ha alcanzado en el éxtasis tele-tecno-político de un universo plenamente humanizado.

La pregunta que nos apremia es ahora la siguiente: ¿qué ha debido empeñar (y perder) este sujeto para llegar a un estado de gracia semejante?

OCHO

La animalidad del ser humano consiste —a la luz de esta acaso demasiado brillante pero por lo mismo unilateral Fenomenología del espíritu— en la inmediatez aun no domesticada por el discurso. Es decir: lo animal de cada uno de nosotros se cura por la técnica, por el proceso material y espiritual de autoconstitución del mundo (humano). Ni qué decir que esta concepción de lo humano es de nítida raigambre judeocristiana. La naturaleza del hombre —su parte animal— es desde entonces y para la eternidad sede de todos los males. Lo humano es el trabajo, el esfuerzo desplegado desde la infancia y a cada instante para arrancarse del sórdido y sólido estado natural. Hasta el fin de los tiempos.

Pero para hacer de este animal una especie única, una especie enteramente artificial (es decir, espiritual) va a hacer falta algo muy importante. No basta con secularizar la teodicea judeocristiana para conformar con ella, cosa que en efecto procura y cumple Hegel, una antropodicea. En ella, la religión desciende de sus lejanas nubes hasta el horizonte de la filosofía cuando comprende que el Reino de Dios sólo podría tener lugar en esta tierra. Para que el hombre descienda desde su (contemplativa) exaltación cósmica hasta la (actuante) roca viva de su ser es preciso que se descubra y se asuma como un ser mortal.

Con la negación de la inmortalidad del alma, Hegel ha despejado el horizonte humano de la presencia de Dios. O, más bien, ha hecho de Dios no una entidad trascendente y ajena al hombre, sino uno de los nombres —El Nombre— de su poder. Se ve en qué sentido "Dios" es y ha sido siempre un fantasma, aquel flatus vocis o aquel hápax que no obstante sirve y ha servido de soporte vocal a una realidad inmanente: la Acción Humana, la Negatividad Creadora de Mundo. Miren a dónde hemos vuelto. Decir Dios es (y era, y será) decir: Técnica.

Ahora podemos retomar la pregunta por el nexo entre la técnica y la mortalidad. Si el cristianismo es la religión de los tiempos modernos, la metafísica de Hegel es la filosofía de la técnica. Es decir, la antropodicea de Hegel es la gesta del animal que por su propia invención técnica deja de ser eso: un animal. Pero esa invención técnica de sí mismo sólo encuentra su camino en el instante mismo de hacerse cargo de la muerte, de su propia finitud. Este "hacerse cargo" aparece claramente delineado en las páginas de la Fenomenología. dedicadas a explicar la dialéctica del Amo y del esclavo. Pero su formulación decisiva aparece un poco antes:

La muerte, si así queremos llamar a esa irrealidad (Unwirklichkeit), es lo más terrible que hay y mantener lo muerto, es lo que exige mayor fuerza. La belleza impotente odia al entendimiento, porque éste exige de ella aquello de lo cual no es capaz. Pero la vida del Espíritu no es la vida que se espanta ante la muerte y se preserva del estrago, sino la que soporta la muerte y se conserva (erhält) en ella. El Espíritu no obtiene su verdad más que encontrándose a sí mismo en el desgarramiento absoluto (Zerrisenheit). No es esta potencia {prodigiosa} lo Positivo que se separa de lo Negativo, como cuando decimos de algo: no es nada o {esto es} falso, y al haberlo {así} eliminado pasamos a otra cosa; no, el Espíritu es esa potencia sólo en la medida en que contempla lo Negativo cara a cara (ins Angesicht schaut) {y} se detiene (verweilt) junto a él. Esa detención prolongada es la fuerza mágica (Zauberkraft) que transpone (umkehrt) lo Negativo en el Ser dado (Sein) [8].

¡Una página sin desperdicio! El Sujeto es exactamente esa Zauberkraft, es decir, el prodigioso poder de sostenerle la mirada a la muerte. Hazaña que logra no meramente diciéndose: "no existe", o "es mentira", sino —¡algo verdaderamente milagroso!— asumiéndose a sí mismo como el poder absoluto de dar la muerte. Ser mortal equivale, en Hegel, a tener —o, mejor, a haber conquistado— el poder de matar. Y, en primer lugar, el poder de matar en sí mismo toda inmediatez, toda contingencia, toda naturaleza, toda animalidad, toda sustancialidad, toda particularidad, toda materialidad, toda singularidad, todo "ser-en-sí"…

El Sujeto es San Jorge —sometiendo y suprimiendo al Dragón. A un dragón que no puede dejar de ser él mismo.

NUEVE

Ser Sujeto —es decir: Espíritu— no es solamente "hacer frente" a la muerte, sino interiorizarla de tal manera que pueda convertirse en un verdadero poder de autocreación. Pues estos animalitos no se inventan a sí mismos en el vacío o reduciendo a pura nada lo que previamente son. El trabajo no es una maldición divina, es la herramienta —el arma— merced a la cual nos hallaremos en posición de someter la naturaleza —el azar— que sin embargo, ¡ay!, seguimos siendo.

El trabajo y el lenguaje emergen, en el horizonte de esta poderosa y visionaria antropología, como resultado de la conciencia y la apropiación productiva de la muerte. El lenguaje es ese poder de separación que produce en lo real una fractura, una fisura, una resquebrajadura interminable (y cada vez más profunda). El discurso no puede reflejar de lo real sino aquel estremecimiento originario a partir del cual huye, en cuanto real mismo, en estampida. Poder de separación, poder de abstracción, poder de recombinación. el lenguaje no tienen ningún poder si no es gracias a que en su tenue soplo ha podido prescindir —olímpicamente— de la materialidad y de la inseparabilidad esencial de lo real.

Hay "cosas" porque y cuando hay palabras dotadas del poder —fatal poder— que las recorta y las arranca de su imbricación real en lo real. El lenguaje no "dice" lo real sino porque para ser ya ha decretado su retirada. Cada palabra es un epitafio. Cada frase proferida por estos animales devenidos puro artificio, una sentencia de muerte. Menos una muerte real que una muerte de lo real. Y es con los cadáveres y despojos de lo real que los humanos trazan, proyectan, planean, sueñan, edifican, construyen, extienden, preservan, acrecientan y aseguran su propia realidad.

Con la muerte de lo real se configuran todos los mundos.

Importa percatarse de que lo real no puede contra este poder de autoconformación que en virtud del lenguaje y del trabajo —en virtud de la técnica— arranca (o salva) a cada ser humano, a cada cosa, a cada instante, de su propia materialidad. La tierra no soporta —no todo el tiempo— el peso del Mundo. Pues su poder es siempre relativo. En cambio, como muy bien presiente Hegel, el poder de la técnica —el poder del Espíritu, que es la interiorización activa y actuante de la muerte— es absoluto. A ese poder ni Dios lo para.

Al contrario, Dios aparece ahora como lo que siempre ha sido, el motor móvil y el garante supremo de este despliegue. Su fantasma, su Geist. Para Hegel —para la modernidad en cuanto tal— no es cuestión de que Dios simplemente desaparezca o se fugue. Ese ateísmo es demasiado fácil. Ocurre su revelación, su manifestación desnuda como espíritu, como poder de autocreación humana. Lo que sí, en cambio, desaparece, o se enturbia, es el límite, el ominoso presagio de aquel otro lado que ningún espíritu encuentra en ningún caso al alcance de su poder.

No extrañará entonces que un filósofo como Wittgenstein encuentre algo inefablemente místico en el simple hecho de que el mundo en cuanto tal tenga (aunque técnicamente sea irreconocible) un límite.

¿Qué hacen el trabajo y el lenguaje a la experiencia inmediata de lo real? ¿Cuál es ese "poder absoluto" del que habla Hegel? La técnica humana consiste en ese poder de separación y de abstracción que extrae de lo real un concepto, una esencia, un sentido, una idea con la cual trabajar sin los obstáculos que en cuanto real opone a nuestra acción. El sentido no se sitúa en ningún topos ouranos; es aquello que otorga dirección y potencia a la lengua. Es aquello que hace de cada aliento el asiento del logos. Un poder eminentemente práctico, un poder plástico.

En ello reside, para cada animal humano, su liberación —y su condena.

DIEZ

Nombrar un objeto es suprimir tres cuartas partes del placer de la poesía.Stéphane Mallarmé,Réponse à une enquête sur l"évolution littèraire

Hay mundo porque primero se ha puesto en obra el poder absoluto de prescindir de la tierra. Y es absoluto precisamente porque es capaz de romper los vínculos reales con lo real —y su inmediatez. La inteligencia es el poder de romper lo irrompible, de coaccionar lo incoercible. Es la inteligencia concebida como la astucia de la razón, esa su capacidad de actuar en lo que ya no es, en lo que aun no es, desde la altura de una irrealidad que sólo desea total realización. De ahí el asombro de Hegel ante la conciencia, y la conciencia de sí que le acompaña. Es, literalmente, un milagro.

No hay un mundo antes del mundo, no hay un tiempo anterior al tiempo. Pensar no es ajustarse a un orden previamente existente. Es imprimir ese orden en una masa sin masa y en una forma sin forma. Antes del mundo sólo es pensable un sin, un sin mundo. Con todo, y por lo mismo, el mundo designa un límite —y se sostiene en él. Todos los filósofos, materialistas o idealistas, optimistas o pesimistas, racionalistas o irracionalistas, tienen razón —pues su discurso sólo puede girar en torno de la razón, que es el origen y el fin del mundo. La identidad parmenídea de Ser y Pensar da expresión —originaria— a esta potente astucia. Si el ser no tiene límites, el pensar —la razón, el logos— tampoco. El ser aristotélico se piensa eternamente a sí mismo, el ser spinoziano tiene al pensamiento como uno de sus atributos. Pero en Hegel esta identidad comienza por fin a ser propiamente pensada.

La posibilidad de separar una esencia o un concepto del esponjoso e irrepresentable conglomerado que constituye a lo real reposa íntegramente en la asunción de la muerte. Pero esta asunción significa, en primera instancia, que se es capaz de identificar lo que es con algo que ya no es o que tendrá que ser. La fisura, la herida infligida a lo real se llama tiempo. Sin sentido, ¿sería imaginable el tiempo? El concepto de algo es ese algo en su verdad —sólo ha sido necesario sustraerle su existencia. ¡Notable operación!

Sin sentido, ¿sería pensable el ser? En absoluto. La operación de Hegel reproduce en el plano especulativo la operación de la técnica. ¡Para asignar un sentido a lo real es imprescindible anular su carácter de existencia pura y simple! Pues sólo muerto lo real puede dar fe de su porqué. Sólo así daría razón de su de dónde y hacia dónde. "Dar razón", ese es el límite del Mundo. Pero el Mundo no es el Ser, y allí radica todo el diferendo.

Creo que nadie andaría tan de los pelos si en lugar de decir "lo real" se dijera, con absoluta concisión y naturalidad, "el mundo". La operación de la técnica, que Hegel pone admirablemente de manifiesto (con el agravante de que con ella define íntegramente al ser del hombre), consiste en suprimir lo real para quedarse provechosamente con el mundo. ¿Qué es lo real? Aquello que no cabe en el mundo. ¿Qué es el mundo? Aquello que los hombres edifican encima de lo real —al precio de anularlo.

Muy bien, pero, ¿qué significa, propiamente, anular?

El poder del animal humano es un poder de autocreación, según decíamos, pero esta autocreación implica la erección de un orden enteramente artificial, de un orden poblado de un extremo a otro por los artefactos, materiales o inmateriales. En este peculiarísimo sentido, no hay nada más antinatural que la inteligencia. Ella designa exactamente el poder de supresión física o fáctica de cada segmento diferenciable de lo real. El lenguaje se yergue —precario aun si por naturaleza belicoso— sobre la lápida de eso que ha debido dejar de existir fácticamente para dar lugar a su "esencia" inmortal.

El trabajo consiste en extraer de lo real un modelo con el cual poder ponerse a trabajar. ¿Qué tiene que ver el modelo con la realidad de la cual se presume modelo? Nada. La relación es completamente arbitraria. El modelo ocupa el lugar del cadáver de la cosa nombrada. <<El Espíritu es lo Real revelado por el Discurso>>, escribe Kojève con admirable concisión [9]. El resultado de esta separación entre la esencia ideal y la existencia fáctica es la sustitución del ser por el Sentido. La existencia del Sentido se superpone a la existencia de lo real.

Lo real, insignificante o asígnico, ha desaparecido sin restos en favor de la Realidad del Espíritu, por la Realidad del Mundo, por lo Humano.

ONCE

Esto es lo que asombra a Hegel (y a Kojève): <<El milagro de la existencia del discurso, que debe rendir cuenta filosofía, no es más el Hombre en mundo>> [10]. Un animal cuya existencia reposa en su negatividad —pero una negatividad inmediatamente positiva. Un ser que es Nada –nada dentro de la naturaleza— pero que muta en ser-en-el-mundo generando su propio entorno. <<Dotado de una >potencia absoluta que en él deviene "fuerza" efectiva>>, explica Kojève, <<el Hombre produce en la >actividad o el trabajo racional o penetrado por el Entendimiento un Mundo real contra-natura, creado por su libertad separada para su existencia empírica propia: el Mundo técnico o cultural, social o histórico>> [11].

El Mundo es la contradicción de la Tierra.

Pero si la tierra sucumbe en todas partes al peso del Mundo, ¿de dónde obtiene el poder de retornar y llegado el momento estremecer la tecnósfera delineada por los animales humanos? Retorna no como poder, sino como acontecimiento. Retorna como irreductibilidad del tiempo. Retorna como límite del poder mismo: como mortalidad. Muerte, en primer y último lugar, del Sentido. La instauración del sentido, según hemos avistado, depende de una sujeción. El Mundo es la sujeción del ser al (todavía) no-ser: es la anticipación de la muerte, es decir, la pre-visión —constructiva— del futuro.

La técnica no "abre" el tiempo. Una vez abierto —abierto por el terror o por la alegría, por la angustia o por la exaltación, abierto por el éxtasis que en cada caso somos—, toma posesión no del acontecimiento sino de aquello que ha de ocurrir. La técnica se instala primero en el Sentido —para "descender" a lo real e instalarse en él materialmente. Para la técnica, lo único real es lo que debe ocurrir. El porvenir es para ella más real que el presente que se hunde de inmediato en el así fue. Todo el tiempo es el tiempo del proyecto. <<Es la Acción (=Hombre)>>, concluye Kojève, <<la que crea el Mundo dominado por porvenir, de la Ciencia y las artes en seno un natural regido presente (en medida es inanimado o "material") pasado viviente)>> [12]. <<Anular><< no significa solamente invalidar a lo real en cuanto que real, sino reemplazarlo por esa Nada Activa que es el Sentido.

<<La Negatividad no es más que la >finitud del Ser (o la presencia de un verdadero porvenir en él que jamás será su presente)>>. Con estas palabras es difícil confundirse. La mortalidad del animal humano se transforma en poder absoluto en la exacta medida en que tiene la fuerza como para anular al Ser en su finitud. Ser mortal equivale a extraer de la finitud del Ser un poder extremo de negación —y de autoconfiguración. No hay arte, no hay técnica, no hay cultura, no hay mundo sin esa muerte diferida que es la negatividad del accionar humano.

¿Qué es el Hombre para esta grandiosa (y dramática) fenomenología dialéctica si no la muerte del ser, la remoción/aniquilación de lo real?

Milagro y fuerza mágica. Son expresiones de Hegel, nada menos. En su discurso no hay nada dejado al azar. El animal humano es humano no como un agregado más o menos accidental de su animalidad, sino como resultado directo e indirecto de su destrucción, de su sacrificio. Ser humanos es un estatuto que se alcanza —o no— después de enfrentar y combatir eso que (inmediatamente) se es. El animal técnico (y/o político) es un antianimal, una entidad contranatura. El Hombre es el ente (finito), la Nada (activa) que ha concentrado en sí el inimaginable poder de dar muerte al ser.

¿Es una casualidad o una inocentada el que nos hayamos "olvidado" de ello?

DOCE

"Pensar" es, desde luego, una posibilidad o virtualidad del lenguaje. Sólo que no es habitual hacerlo. Pensar es ir contra la corriente principal del lenguaje. Remontar su pendiente "natural". ¿Cuál es la "corriente" del lenguaje? Recién venimos de observarlo. La palabra se sostiene a sí misma sobre el cadáver de aquello cuyo soplo emplaza y reemplaza. Su inclinación esencial es hacer de lo real un objeto, del tiempo un concepto. Lápidas sobre el magma, balsas sobre el mar.

¿Hay algún modo de recuperar —fáctica o idealmente— aquello que en la palabra resulta anonadado? ¿No será justamente esa la "tarea" del pensamiento? ¿No es esa la diferencia específica que media entre responder y co-responder? El objeto está construido sobre lo real; ha debido perderlo en su ser para tener el poder de manipularlo y predecirlo, para tornarlo significativo y equivalente, para poder disponer de él. ¿Resta, ello no obstante, algo de (lo) real en la palabra? ¿No es a ese resto inmanipulable a lo que apunta y en lo que se demora y desespera la poesía, la "obra de arte"?

Si pensamos, por ejemplo, la técnica (o el arte) como un objeto entre los demás objetos, podremos sin duda alguna descubrir y describir cosas importantes, interesantes y altamente provechosas. Hay decenas de miles de artículos y libros que así la (lo) abordan y que se leerán con gusto y hasta no poca fruición. Pero acaso el camino más fértil no será ese. Es imperativo el rodeo, la vuelta, el retorno, el sesgo, el paso-atrás. Una cosa será preguntar qué "es" la técnica (o el arte), otra cosa será preguntar por su esencia. <<La esencia de la técnica>>, sentencia Heidegger, <<no es, en absoluto, algo técnico>> [13]. La esencia de algo da nombre a eso que el nombre, a fin de prevalecer, se ha visto forzado a rechazar.

Esto ocurre con prácticamente cualquier concepto heredado. Pero con respecto de la técnica la cuestión es más complicada si cabe. Es que nos encontramos, dice Heidegger, encadenados a ella. ¿Podríamos liberarnos? ¿Pensando solamente su "esencia"? No tan rápido. Pero podemos ponernos en camino de esa liberación. Y el primer requisito, el primer paso en tal dirección, será abandonar nuestra concepción corriente: que la técnica es "neutral". Una opinión ciertamente difícil de erradicar. En una entrevista reciente, el biólogo y ensayista Albert Jacquard respondía así a la pregunta acerca del poder avasallante de la técnica: <<El obrero obligado a realizar gestos repetitivos al servicio de una máquina que le impone un ritmo puede considerar, efectivamente, y con razón, la técnica lo esclaviza. Pero convierte en esclavo >no es la técnica, sino el uso que hace de ella una sociedad que desprecia a las personas>> [14]. Sin embargo, y como el mismo científico reconoce un poco más adelante, el único propósito de la técnica es la eficacia. Es decir, la posibilidad de asegurar un mayor poder de instalación de lo humano en su entorno. ¡Bonita "neutralidad"!

La ciencia se halla —no por casualidad— completamente ciega al problema de la técnica. Aquélla es su engendro, y no al revés. En la época moderna, semejante inversión se ha manifestado e impuesto de modo innegable y hasta espectacular. Es esta presunción de neutralidad lo primero que debe contestarse. Permanecer encadenados a la técnica significa en principio que ni siquiera sabemos —ni admitimos— que lo estamos. ¡Todo lo contrario, su función es en todo caso liberadora! Y es que la neutralidad con que aparece depende de otras dos nociones comunes, a saber: que ella es un medio para satisfacer fines no técnicos y que, en cuanto medio, se halla a la entera disposición de los seres humanos.

Pues bien, estas opiniones forman, en sí mismas, la definición técnica de la técnica. Y, por allí, aun si se trata de una definición "correcta" —o justamente en virtud de ello— el pensamiento simplemente no puede pasar.

TRECE

Pensar no consiste en emitir proposiciones correctas (o incorrectas) sobre los objetos que se propone a sí misma la inteligencia humana. No es cuestión de "dar razón", o de asignar y establecer cadenas causales más o menos lógicas y más o menos verificables. Pensar significa permitir que lo real —el ser— emerja de las cosas convertidas en objeto por la propia inteligencia. Esa sería su "esencia" —y no la "imagen" o el eidos que se obtiene por abstracción de su existencia fáctica, movimiento que con Hegel aprendimos a reconocer como la astucia de la razón o la marcha del espíritu. Como su "técnica" específica. Este "permitir" se localiza en un plano más próximo al escuchar que al "tener ante los ojos". O a la mano. Nos situamos de repente en el horizonte de una especie de intangibilidad radical.

Se comprende enseguida que "pensar la técnica (o el arte)" no es lo mismo que contentarse con un gesto de afirmación o de repudio. Hay otra ruta posible (y necesaria). Sostener que aquella nos libera es por lo menos equívoco. Es preferible decir que pensar consiste en liberar eso que persiste, subsiste, existe, insiste y resiste en el "corazón" de cada una de las cosas que la inteligencia humana se ha dado a sí misma como objeto —¡incluidas la inteligencia y la "humanidad" mismas! Tal es, me parece, el "giro" que, con altibajos y discontinuidades, opera en toda la filosofía contemporánea, al menos en esa que acusa una recepción no demasiado pedantesca o ladina de Nietzsche y Heidegger.

La (in)comprensión técnica de la técnica es análoga a la (in)comprensión metafísica del ser. Por lo pronto, pensar en términos causales nos conduce a un conjunto de galerías que gradualmente se alejarán más y más de lo real. Se trata aquí de eso mismo que el científico detectaría como la característica principal de lo técnico: la eficacia. Eficaz significa literalmente que produce efectos, con lo cual el armazón de la causalidad ocupará por lógica una posición decisiva. Con todo, en Grecia la estructura causal desplegada por Aristóteles debe ser reajustada a su contexto. Lo esencial es hacer notar que aítia puede ser leída como deuda y como responsabilidad mejor que como "causa" en el sentido que recibe en la modernidad.

En ésta, el centro de gravedad se desplaza hacia la figura y la actividad del sujeto. El sujeto, el "productor", es la causa eficiente de los objetos técnicos. Es que la causalidad se concibe no como un dar lugar y ocasión (a la manera aristotélica), sino como un provocar, como un empujar, como una transmisión de fuerza destinada a extraer a cambio una cantidad mayor. Allí reside, creo, el punto de inflexión entre la técnica y el arte. Por expresarlo muy burdamente, el objeto técnico da lugar al deseo (o la necesidad) de quien lo fabrica; el "objeto" artístico —si de verdad es "arte"— simple y sencillamente deja ser lo que la cosa es.

Formulado en clave teo-lógica: el Mundo no ha sido creado por un Divino Demiurgo. O, para mejor decirlo, lo que es no ha sido producido por un Inmenso Artesano Inmortal. Considerarlo así constituye una proyección del hacer técnico de los humanos. Quizá sólo así se calibre en su amplitud la consigna clásica (y romántica) de que el arte ha de imitar a la naturaleza. No era (ni será) cuestión de copiarla, de re-producirla mediante diversos dispositivos técnicos, cada uno de ellos más perfecto que aquel que sustituye. La imitación concierne a su dejar ad-venir sin un porqué, sin un para qué. Sin un Sentido. Nunca ha sido "lógico" que exista la Luna, ni la Tierra, ni las galaxias, ni el viento, ni el petróleo, ni esta brizna de hierba, ni yo, ni tú, ni el tiempo, ni nada, ni nadie.

"Imitar" a la physis sólo puede significar dejar que cada cosa eclosione desde sí misma y llegue al ser —sin pedir justificación y sin esperar compensación alguna.

Lo que ha logrado Heidegger es forzarnos a tomar en serio a la técnica (y al arte). La técnica no es inhumana —pero tampoco está simple y dócilmente en mano de los hombres. No es un mero instrumento. Concierne a todo un modo de estar, a una dimensión propia del Dasein. Es, digámoslo así, un modo de revelar lo que es. Su especificidad se halla en el para qué de esa revelación. <<El hacer salir lo oculto que prevalece en la técnica moderna>>, observa Heidegger, <<es una provocación que pone ante la Naturaleza exigencia de suministrar energía como tal pueda ser extraída y almacenada>> [15]. Su revelación depende íntegramente de este poder. La técnica (moderna) se reconoce por su poder de emplazamiento de la naturaleza.

Por el nexo de violencia que con ella irremisiblemente establece.

CATORCE

Este nexo forma sistema con todos los canales de extracción, depósito, transformación, distribución, transmisión, aplicación, conmutación y gasto de las energías de la naturaleza. El conjunto de conexiones, ritmos, actividades, canales, vías, recursos de almacenamiento, transportes, articulaciones y conversiones de esta energía natural se materializa para el animal humano en una verdadera naturaleza segunda que le determina de una manera más intensa y efectiva que sus dotaciones propiamente naturales. Su naturaleza es una naturaleza esencialmente emergida de su propio hacer, como ya nos ilustraba Hegel.

Resulta evidente que Heidegger contribuye a complementar (y a desestabilizar) el cuadro delineado por Hegel. Al describir al hombre como un efecto del funcionamiento del sistema técnico —la <<estructura de emplazamiento la naturaleza>> que en adelante identificaremos como la Ge-stell—, la perspectiva convencional según la cual se ha examinado la técnica se invierte por completo. Por eso es una necedad considerarla un medio a nuestra disposición. Nunca somos el sujeto activo de la provocación, sino el objeto que sufre todas las consecuencias de este sistema de emplazamientos.

Concedamos que el lenguaje empleado por el filósofo es quizás innecesariamente enmarañado. Pero también reconozcamos que en verdad se trata de un combate. La Gestell desafía —aun si lejanamente— al eidos. La técnica es sin lugar a dudas una dimensión del Dasein. Pero para la filosofía tradicional, tanto como para las ciencias de ella derivadas, tal dimensión eclipsa cualesquier otro rasgo o comportamiento del animal humano. La técnica es ineliminable. Sin embargo, no es la única dimensión de este ente. ¿Adivinamos ya cuál o cuáles son las otras dimensiones de este extraño espécimen, a la vez producto y productor de dos sistemas desigualmente artificiales y naturales?

Con todo, hay que advertir que el análisis de Heidegger es —al menos en este ensayo— relativamente errático en virtud de su defensa de la techné "antigua". Según esto no habría violencia en la actividad del labrador, del orfebre, del pescador, del carpintero. Entre la técnica antigua y la moderna no habría continuidad sino cesura. Es análogo al corte que nosotros podemos identificar, dentro de la modernidad, entre la técnica y el arte. Es un retorno a la vieja poíesis. Para Heidegger, la techné antigua deja aparecer a las cosas en lo abierto —exactamente del mismo modo que lo hace (o puede hacer) el arte en la época moderna. ¿Ha idealizado el filósofo esos tiempos pasados o la técnica moderna, efectivamente, habría traspasado un umbral en ausencia del cual resultaría inconcebible?

Las metáforas propuestas aquí para establecer el contenido de la Gestell son muy significativas: una metáfora geológica —los plegamientos de la corteza terrestre— y una metáfora psicosomática —los plegamientos del ánimo— que permiten concebir la estructura de emplazamiento como la organización o articulación de un movimiento invisible y subterráneo. Nos imaginamos la técnica como un sistema de varillas, andamios y fuselajes, pero tal imagen dice poco de su esencia. La técnica es un verbo proferido por nadie. Y sobre todo un modo de salir y de hacer salir a lo abierto.

Gesto notable de esta posición es que desplaza la pretendida centralidad del sujeto. El sujeto está removido junto con aquello que remueve. Lo propio de la técnica se expone y descifra merced a una especie de tectónica de placas. Que la técnica se presente como un medio neutral en posesión de los hombres no sólo es un error. Después de todo, no es un error el que aparezca de esa y no de otra manera. Algo indica al disimular así las cosas. La esencia de la técnica consiste en revelar de lo real sólo aquello que puede ser puesto a disposición de un sujeto que a su turno sólo sabe de sí aquello que podría servir para convertirle en material disponible.

Esta es la razón por la cual resulta tan difícil percibir la verdad de la técnica (y, permítasenos insistir, del arte). No estamos en posición de juzgarla. Nuestros comportamientos, nuestras representaciones y hasta nuestros reflejos responden a la misma estructura condicionante que moviliza a la técnica. No obstante, este condicionamiento nunca llega a ser absoluto. Y no lo es porque sabemos o intuimos o presagiamos que hay en lo real algo (no es algo) que jamás se agota en sus usos (y abusos).

Un suplemento o un déficit, un estar de más o de menos. No es una mera ocurrencia la sospecha de que las más intensas experiencias metafísicas del hombre actual se producen no en la soledad de las montañas o en la profundidad de los bosques sagrados sino en la encandilante luminosidad de los hipermercados y de todos esos "no-lugares" descritos con sobriedad y parsimonia por la antropología posmoderna. La estructura de emplazamiento no es un medio en el sentido de que esté a nuestra disposición, sino que es nuestro medio, el horizonte y la atmósfera que respiramos en cada instante. La metafísica requiere un entorno metafísico para ser reconocida.

QUINCE

They are driven by a strange desireunseen by the human eye.Someone is callingBrendan Perry,The carnival is over

El filósofo discierne una fatalidad quebrada en las reacciones humanas. Es imposible no pertenecer a la técnica; mas también lo es el pertenecerle exclusivamente. La esencia de la técnica, según se ha ido paulatinamente aclarando, se deja identificar con la palabra coacción. La Gestell es esencialmente coactiva. Pero el sujeto a esta estructura sujeto está hecho de una pasta con frecuencia insoluble. Una pasta incoercible. El animal humano encuentra dificultades insuperables para ajustarse sin fricción y rechinar de dientes a la naturaleza por él mismo segregada.

Pero esta parte heterogénea al plan, al proyecto, al mundo, a la voluntad y al sentido no es la parte humana, ella tan finalmente educada y servicial, sino la otra, la recalcitrante, la displicente, la asquerosa, la ingobernable, la putrescible, la irredimible. Si hay algo así como la libertad, le viene al humano siempre de esos bajos y fangosos fondos, y no de las inmarcesibles alturas icónicas y arquetípicas del topos ouranos.

Ente paradójico por antonomasia, indecisión ambulante, es su propia animalidad lo que le salva de ser un perfecto esclavo de sí mismo.

Y es que la libertad no es hacer lo que yo quiera en el momento y en el lugar que lo quiera, sino quedar libre de lo que yo cree que quiere. La libertad es libertad respecto de lo humano de sí. Por eso, para Heidegger la libertad es la libre asunción (y afirmación) de la finitud. Para cada uno de nosotros es posible afirmarlo, por más que la libertad no nos pertenezca en propiedad. La liberación de lo humano de sí viene siempre de otra parte. <<Oculto está, y siempre ocultándose, está lo que libera, el misterio>> [16], sentencia el filósofo en esa su actitud de atenta escucha en y hacia lo innominado.

¿Es "el misterio" de Heidegger lo mismo que "lo místico" de Wittgenstein? En cualquier caso, y antes de convocar al fantasma freudiano, dan nombre al límite de lo técnico. La Gestell es un "destino" de la verdad. No la verdad. En definitiva, el filósofo piensa que hay un modo no técnico de la verdad. La verdad es una experiencia (al igual que la libertad). No es una "adecuación". Al contrario. Humanamente se actúa sólo allí donde algo ya ha sido arrancado de la oscuridad y del olvido. Se actúa sobre aquello que ha tocado la conciencia. Pero ella es sólo un "destino" de lo inconsciente, de modo análogo al vínculo entre el caos y el cosmos.

Estar del lado de la luz, del lado del mundo, del lado de la supervivencia, implica —o se compensa con— una calamidad. Pues lo que queda del otro lado será por simple inercia fácilmente avasallado. Se llegará al grado de "contar" con ello. Imaginar que el mundo ha sido creado por un Dios, por un soberano artifex le sustrae todo atisbo de soberanía. Lo abierto/cerrado no es un switch en manos (o en el dedo) de un sujeto, así sea éste pensado como "supremo" bajo un intenso resplandecer metafísico.

Lo que en cambio sí es supremo, advierte Heidegger, es el peligro que conlleva la Gestell. Tal vez se trate de un ¡demasiada luz! Perdemos poco a poco cierta libertad de tránsito. Cada vez hay menos de lo otro. En lo otro no hay, en efecto nada, pero esa nada se vence bajo el peso de las existencias: de las cosas convertidas en objetos y luego y por lo mismo en mercancías, de los ruidos convertidos en palabras y mensajes, del sentimiento convertido en negocio, de la piedad convertida en fe.

Instalados con firmeza y seguridad en el mundo, todo lo demás muestra su flanco infinitamente prostituible.

Se diría que el mundo espanta al abismarse. No que nos dé miedo el precipicio, sino que, dentro del mundo y en su tráfico, nos acostumbramos mal que bien al vértigo del mundo. Perdemos pie en la tierra —y no nos preocupa en lo más mínimo. Hay en este furor que todo lo aplana un como miedo al vacío. El fondo es únicamente una superficie más alejada. No hay nada ya que impida el avance del espíritu. Ni siquiera —no ha albergado jamás semejante intención— un Dios. Con lo cual se abre una vez más, desde el límite de nuestro accionar, aquella pregunta enclavada en la carne de todas las religiones: ¿dónde reposa, dónde espera, donde acecha lo salvífico?

DIECISÉIS

Por más violencia ejercida por la filosofía contra el lenguaje, lo que esta reflexión revela es la incomodidad de una posición en la que lo humano se pierde en la exacta medida en que se asegura contra la muerte. Victoria de lo muerto sobre lo vivo, irónicamente y al fin y al cabo. La Gestell es un submarino atómico, un tanque de guerra, una astronave en el espacio sideral. La translúcida escafandra de los animales humanizados. El planisferio total. Y es en el mismo sentido la revelación del mundo como supermercado, según la expresión de Houellebecq. Nos hemos encapsulado al querer y dejarnos llevar por el dominio de la tierra. Hasta allí hemos llegado no por contrariar, sino por obedecer aquel glorioso mandamiento bíblico.

El peligro implícito en la constitución de un mundo humano se ha consumado en su integridad. De hecho, se ha integrado en la constitución misma del mundo. Un peligro consumible, dosificable, administrable. Junto al peligro, tómese en la noche un poco de consuelo y un buen sedativo. No olvide el humor. No es preciso que Ud. lo viva directamente. El mundo proporciona extras para todos los oficios y lances, extras y éxtasis a domicilio. Los deseos humanos son los deseos de la máquina. O, con mayor justeza, son los deseos que la máquina puede satisfacer. Que son prácticamente todos los que pueden desearse y Ud. ni siquiera lo imaginaba.

Incluso el antiguo y enfermizo deseo de inmortalidad ha sufrido una banalización extrema. Es la inmortalidad de la fama, para la cual bastan, según el famoso Warhol, unos quince minutos. Es la inmortalidad de la publicidad: <<Aunque su objetivo es suscitar, provocar, >ser deseo>>, comenta Houellebecq, <<sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes a los que caracterizaban la antigua moral. publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable cualquier otro imperativo antes inventado, se pega piel del individuo le repite sin parar: ><<Tienes que desear. Tienes ser deseable. participar en la competición, lucha, vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. quedas atrás, estás muerto.>> Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser>> [17]. El rechazo de lo abierto y la negación de la muerte retornan como pesadilla.

Este diagnóstico no tiene nada de nuevo (ni de complejo). Desde hace mucho se veía venir. El poder de develamiento implícito en la Gestell es un poder de velamiento que impide velar propiamente por el ser. Al negar la mortalidad —la propia tanto como la de cada una de las cosas— nos vemos enfrentados a un ser que sólo presenta su aspecto ya fenecido. Es el ser que exclusivamente se hace visible dentro de un quirófano. Listo para recibir los cortes y remociones y reemplazos y costuras del cirujano.

El mundo hace de lo real un cuerpo abierto en canal.

Abierto, pero para que por él sean transmitidos en exclusiva los mensajes que el humano —ese animal domesticado por su deseo de supervivencia hecho mundo— imagina necesarios. El resultado es un generalizado ensordecimiento. El mundo es en cualquier parte y minuto un mundanal ruido. Y sus promesas se suceden al mismo ritmo frenético que sus fracasos. Como observa Houellebecq, <<la publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo acentúa; sin embargo, la sigue construyendo infraestructuras de recepción sus mensajes. perfeccionando medios desplazamiento para seres que no tienen ningún sitio a donde ir porque están cómodos en ninguna parte; desarrollando comunicación ya nada decir; facilitando posibilidades interacción entre ganas entablar relación con nadie>> [18]. Y en verdad nadie queda a salvo de este proceso, ni siquiera aquellos que —quizá ellos menos que ninguno— han llegado demasiado tarde y demasiado ansiosos y demasiado esperanzados a la estación del progreso.

DIECISIETE

En La pregunta por la técnica Heidegger opone frontalmente la poíesis antigua a la techné moderna. La distancia que las separa parecería reducirse a fin de cuentas a una cuestión de modales. Aquella traería "por las buenas" a las cosas al horizonte de la conciencia; ésta opera con una insolencia no por inconsciente menos nefasta. En el traer poético se respeta el horizonte del que han sido recortadas las cosas del mundo; en el provocar técnico ese horizonte simplemente se ha perdido de vista.

Este horizonte es ajeno a las acciones y maniobras de los hombres. Consiste en el darse de la verdad. Es el espacio en el que puede resplandecer en cuanto verdad. Se halla en el límite de lo humano, exactamente en el punto en que éste entra al mundo y se configura —imaginaria y materialmente— en y como un entramado de objetos y señales. Ahora bien, el peligro, para el filósofo, no se encuentra en la provocación técnica, sino en la imposibilidad de retornar a ese límite y de "reposar" en él. <<Lo peligroso no es la técnica>> [19], señala Heidegger: sí lo es su "esencia", es decir, la posibilidad misma de abrirse a algo que (todavía, o ya no) es mundo.

Tengo la sospecha de que toda la ambigüedad de la técnica remite a este enraizamiento de la Gestell en los plegamientos de un suelo que no es en absoluto técnico. Se trata no sólo de una metáfora. Es la tierra. Desde semejante perspectiva, "lo salvífico" —para un ser humano— consiste en hundirse en la tierra, en poder retornar a ella (y desde ella): lo salvífico consiste en saber morir, o, mejor dicho, en afirmarse incondicionalmente, lo hemos dicho más de una vez, en cuanto ser mortal. ¡Todo lo contrario de la salvación en un sentido religioso!

La salvación que atisba el filósofo es una salvación de la salvación. La cuestión es la de salvar a lo mortal de su abrasión, de su sublimación, de su evaporación en la Gestell. Por eso comprendemos que no tiene sentido alguno la "superación" de la metafísica. Como ella, la Gestell no es ni podrá ser nunca objeto de una corrección o de una remoción. Preguntar por la técnica no abriga el secreto designio de "ir más allá", de someterla otra vez —si es que en verdad se ha emancipado— a la voluntad humana. Ello sería prueba de que no se ha salido un ápice de la técnica misma. Sin embargo, en y por la pregunta se practica una especie de orificio sobre la increíblemente elástica piel de la Gestell. El espíritu no sólo discurre por la "superación" (Aufhebung) sino —aun si más dificultosamente, más improductivamente— por la localización (Erörterung).

En el darse de la verdad se abren así dos direcciones o vertientes. Una de ellas se configura como Gestell. Es la parte humana de lo humano, la respuesta prometeica a la extrema indigencia y desamparo de nuestro ser en el mundo. Es, más propiamente formulado, nuestro hacer mundo. En este hacer mundo es esencial edificar una realidad a salvo de la vida real: a saber, un mundo de conceptos, de esencias inmutables, de palabras y artefactos resistentes a la disolución que obra en la temporalidad y el devenir. En tal sentido, toda Gestell necesita a su Platón (y a su Divino Demiurgo). El Mundo necesita imperiosamente un Cielo de Ideas, o bien (aristotélicamente) un suelo de Sustancias, un Sujeto (cartesiano), la Sustancia/Sujeto (hegeliana) y finalmente la dupla materia/energía de la ciencia moderna.

La otra vertiente abierta por el espíritu es la afirmación de aquello que humanamente es imposible apropiarnos. Evidentemente, aquí hablamos de la muerte. Sólo que esta mortalidad podría no ser afirmada. La conciencia de la muerte es también la posibilidad de cerrar el acceso a esa fuente. Ese es "el peligro" que advierte Heidegger en el errático deambular del Dasein. No es peligroso afirmar la mortalidad, sino, engolosinados y aturdidos por la creación y el sostenimiento del mundo, el privarse de ello, el pasar de largo sobre nuestra mortalidad.

El peligro máximo no es la amenaza (física) a nuestra supervivencia, suscitada en su hora por los mismos artefactos y dispositivos técnicos ideados para asegurarnos, sino esa suerte de insolación que en el ánimo provoca el tratar de salvarnos a toda costa.

DIECIOCHO

La ambigüedad de la técnica reside no en la eventual falta de fuerzas o de recursos para llevar a los animales humanos hasta el clímax de su propia supervivencia, sino en que ella misma es o designa un límite. Pues las fuerzas que la movilizan simple y sencillamente no le pertenecen en propiedad. A pesar de sí misma, la técnica está anclada en el lecho de la verdad, y la verdad no ha sido nunca la adecuación entre una proposición y un estado de cosas. El Mundo es producido, la verdad no. <<Un hombre que únicamente desde sí mismo es sólo hombre, no existe>> [20]. En otros términos, acaso un poco menos enigmáticos que los empleados por Heidegger, no hay mundo que reemplace íntegra y perdurablemente a la tierra.

"Lo que salva" —en medio de la universal devastación/iluminación de la técnica— es la afirmación de la finitud. Afirmación libre, es decir: incondicional.

Y, ¿cómo se podría verificar esta afirmación? ¿Quiénes la alcanzan y cuándo ocurre? Las indicaciones del filósofo no podrían eludir las elipsis. Las frases de Heidegger se articulan del siguiente modo:

La pregunta por la técnica es la pregunta por la constelación en la que acaecen de un modo propio el hacer salir lo oculto y el ocultamiento, en la que acaece de un modo propicio lo esenciante de la verdad. / Pero, ¿de qué nos sirve la mirada a la constelación de la verdad? Miramos al peligro y descubrimos con la mirada el crecimiento de lo que salva. / Con ello todavía no estamos salvados. Pero estamos bajo la interpelación de esperar, al acecho, en la creciente luz de lo que salva. ¿Cómo puede acontecer esto? Aquí y ahora, y en lo insignificante, de esta forma: abrigando lo que salva en su crecimiento. Esto implica que en todo momento mantengamos ante la vista el extremo peligro [21].

La técnica es un modo de salir de lo oculto: el modo en que queda oculto el ocultamiento. Por eso es un límite. Ella hace surgir, sin proponérselo jamás de modo explícito ni justificado, el horizonte encima y a partir del cual se destaca. Ese horizonte es lo innominado, lo insignificante, el antes del mundo. Ese horizonte es la línea de lo real que huye de la lengua y de la mano de los hombres, lo real que ningún humano "realiza". Esa línea es la línea de la finitud, la cual no se subyuga ni se domina pero sí se abriga. Y se le brinda espacio.

Esa finitud sale a lo abierto y retorna incesantemente a su origen. No es asible. No es representable. En todo caso, en su retracción muestra el límite de todo asir y de todo representar. La muerte no es abrazable, mucho menos justificable, pero sólo pide un espacio en el mundo. Ese espacio se lo otorga el ser humano cuando piensa. El pensar viene de la tierra, se despeña en el cielo. Y retorna, y cae. Fuera del mundo, en su límite. Allí se habita humanamente. En su interior, hay que aprender a administrar. Matar el tiempo. En su interior se sobrevive.

La pregunta por la técnica se cierne y se apaga sobre esta disonante polaridad. Volvemos a toparnos con un Jano bifronte. Todo ocurre como si el hacer mundo de los humanos se desplegara a la vez como una "furia" —y como una "piedad". La furia será la técnica, la piedad será el arte, lo trágico, lo poético, el pensar. <<Cuanto mayor sea la actitud interrogativa con que nos pongamos a pensar esencia de técnica>>, proclama el filósofo, <<tanto más misteriosa se hará la esencia del arte>> [22]. Una cara mira en dirección a la vida, pero una vida despojada de su límite absoluto; la otra es la mirada desde el límite mismo que es la vida, la juntura inextricable de una vida que no se pone por encima de la muerte ni trata de combatirla o negarla, sino que paciente, humilde, atenta, le procura dar cobijo en su trémula y efímera llama.

DIECINUEVE

El sujeto técnico se define y distingue por una doble posición de dominio. Su poder, que desde luego nunca es materialmente infinito, se ejerce en dos direcciones, y ambas constituyen la garantía de su propia supervivencia. Una de ellas es, nominalmente, la técnica: el dominio de la naturaleza, concebida y experimentada como obstáculo, opacidad, resistencia y hostilidad. No sólo en lo externo, como mundo natural, sino también como residuo o componente natural o salvaje del sí mismo. La otra de ellas es la política: dominar productivamente las tensiones derivadas de la vida en común, de la "socialidad". En ambas se trata de controlar y gestionar la parte dura e incoercible de las cosas, uno mismo incluido.

¿Es infinita la plasticidad de nuestra especie? ¿Se puede hacer cualquier cosa con cada uno de nosotros?

Tal vez no sea necesario admitir esta "infinita" maleabilidad para advertir hasta dónde nos cuesta trabajo ser lo que somos. Que seamos lo que seamos o que lleguemos a ser y nos sostengamos en lo que somos implique un trabajo es algo inicial y finalmente insoportable. El sujeto técnico vive harto de sí. Pero vive, y eso lo mantiene despierto y actuante. Seguir vivo es su único trofeo. En la lógica hegeliana del amo y del esclavo, el sujeto técnico coincide punto por punto con el segundo. No ha tenido el poder de mantenerse a la altura de su mortalidad: ha transado, ha claudicado, se ha hecho esclavo de sí mismo (pero entonces habrá de concederse que el "sí mismo" es otro, es el amo, el Señor, el "hágase Tu voluntad": cristianismo puro).

Este carácter del sujeto técnico se complica sin término porque no sólo se somete a un imperativo cualquiera (eso hasta un lobo lo hace a fin de transformarse en perro), sino que lo hace a sabiendas de que su vida depende de esta sumisión. Se halla plenamente consciente de que necesita olvidarse de ciertas cosas. El animal humano, como maravillosamente vio Freud en el último tramo de su existencia, no soporta la civilización —pero tampoco puede librarse de ella.

Una inquietud que nos distingue —¡nunca supimos ni sabremos de distinción más costosa y menos feliz!— del resto de la naturaleza. El sujeto técnico no es más inteligente que el resto de los animales por alguna gracia divina. Ni siquiera en virtud de una magnífica conquista biológica. Lo es en la medida en que es un sujeto técnico. Lo es en la exacta medida en que necesita inventarse a sí mismo. Sólo que esta autoinvención depende de la asunción de su propio límite. Depende por entero de la conciencia de la muerte, de la anticipación del fin de todas las cosas.

Un animal triste, arrojado por su propio pie y aliento a una tristeza sin márgenes. Semejante tristeza ontológica le viene de su saberse diferente. No se trata aquí, por supuesto, de una superioridad. La diferencia es que estamos ante un animal que se sabe mortal. Si es verdad que toda conciencia es ante todo conciencia moral, habrá que decir que todo saber es un saber mortal, un saber de lo mortal, un saber del mortal. Melancolía sin fin.

Los animales, del mismo modo que los ángeles, son inmortales. Y lo son porque su "imperativo categórico" —llamémosle instinto— se encuentra a espaldas del tiempo. Ni matan ni son muertos. Ningún animal muere. No "propiamente". Se extingue, desaparece, es devorado, quizá es excluido del grupo hasta la inanición. Ante los hombres, podrá con —mala— suerte llegar a ser sacrificado. Pero no muere. Sólo muere el animal que sabe de su finitud y se las arregla —siempre mal— con ella. Sólo el animal humano muere, pues sabe que la muerte no le sorprenderá en el último momento de su vida, sino que ella se entrelaza sutil y venenosamente con cada momento de su existencia. Sólo el animal humano vive su muerte, vive de su muerte, respira de ella, en ella y por ella.

Freud ha descrito en clave mitológica esta asunción de la mortalidad. La inteligencia reposa en ella, se encuentra anclada a, y depende totalmente de, ella. Asumirse mortal equivale, según hemos atisbado arriba, a asumirse con el poder de dar la muerte. Lo humano emerge no por una prodigiosa capacidad de comprensión, por un mágico o providencial desarrollo de las facultades de imaginar y adelantarse a las cosas. Emerge en el punto preciso en que es asumida la exigencia de matar al padre. No de simplemente arrebatarle el poder, de quitarlo de en medio. No es cuestión de suplantarlo y de ocupar sin culpas su lugar.

Es cuestión de darle (la) muerte.

VEINTE

Lo cual exigirá muchas cosas y producirá impredecibles consecuencias [23]. Por lo pronto, la muerte del padre —léase a éste como metáfora del orden simbólico: la cultura, la moral, el lenguaje, la técnica, la civilización.— impondrá un comportamiento a la altura del hecho. La supresión simbólica de lo simbólico habrá de instituir a la muerte como el fenómeno decisivo de la historia humana, en sus niveles subjetivo y objetivo, en cuanto psicogénesis y en cuanto filogénesis. En cuanto origen y cima de todo discurso. Y el crimen jamás permanecerá impune.

La muerte del padre originario es el rito de pasaje al orden simbólico. Toda civilización involucra una remoción, una mutilación —y una celebración. En todas las culturas conocidas se hace pasar a sus miembros —al menos a los varones— por un ritual que escenifica físicamente, corporalmente, el poder de la ley. Una ley inasequible al individuo. Un padre abstracto, y, en cuanto tal, a salvo de la carne y sus veleidades. Inviolable, inalcanzable, inmortal. La ley es el padre muerto y por esa muerte transferido a la invulnerabilidad y a la inmortalidad. Dentro de la perspectiva freudiana, en este y otros respectos tan próxima a la de Hegel, la ley —el orden simbólico— suprime-y-conserva al padre muerto.

Al margen de relativos excesos y fantaseos del psicoanálisis, es importante retener aquí un elemento irreductible. La comunidad humana se ha debido configurar merced a la violencia. Sólo por ella puede sostenerse. La fábula rousseauniana de un pacto o contrato social de animales inteligentes que disponen racional y libremente de sus cuerpos y de sus capacidades técnicas se halla en las antípodas de Freud. Este elemento tendrá que ponerse en constante relación con la presunción humanista de que la técnica (y la política) pueden y aun deben apartarse de la conflictiva y sangrienta condición prehistórica.

Si resulta impensable una civilización exenta de coerción, lo mismo habremos de concluir a propósito de nuestra pregunta: no hay técnica exenta de coacción. Con ello, el arte aparece con un semblante un poco más sombrío. En primer lugar, en absoluto designa una pacificación, una reconciliación, una recuperación de la naturaleza (o de la infancia). El arte ni siquiera constituye, en segundo lugar, y contra el juicio de Schopenhauer, un bálsamo o un sedativo para los desgarramientos del alma humana. Su operación, que comentaremos con necesaria brevedad en la última sección, es a la vez más tenue, más extraña y más persistente de lo que cabría esperar.

Recapitulemos. No hay humanos sin trabajo y no los hallaremos en ausencia del lenguaje. ¿Mantendremos nuestra diaria plegaria por un trabajo "fecundo y creador" y por un lenguaje "virginal y originario"? No hay humanidad sin técnica. ¿Continuaremos soñando con una técnica capaz de restablecer un vínculo orgánico y armonioso con la naturaleza (interior y exterior)? No hay animales humanos que no experimenten en su propia carne una interiorización anticipatorio de la mortalidad. ¿Persistiremos en la apropiación productiva y constructiva de semejante fatalidad?

Formulado de otra manera: ¿es la metafísica (es decir: la técnica) la única respuesta disponible ante la dificultad cada vez mayor de subordinar íntegramente y con vistas a la construcción y mantenimiento de una comunidad humana a la física, es decir, al deseo, es decir, a las pulsiones, es decir, a la mortalidad, es decir, a lo real? Responder a estas preguntas reintroducirá fatalmente la ambigüedad de la que quizá quisiéramos desde el principio desembarazarnos.

Sergio Espinosa Proa

Notas

[1] Bernard Steiger, La técnica y el tiempo. II La desorientación, Hiru, Hondarribia, 2002, Introducción

[2] Friedrich Nietzsche, La filosofía en la época trágica de los griegos, tr. L. F. Moreno Claros, Valdemar, Madrid, 2003, p. 68

[3] Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988

[4] Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Alianza, Madrid, 1973, §6.45

[5] Ibíd., §5.632

[6] G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, tr. W. Roces y R. Guerra, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 15 (tr. modificada)

[7] Ibíd., p. 16 (tr. modif..)

[8] Para este celebérrimo fragmento he utilizado aquí la traducción de Alexandre Kojève (traducida al castellano por A. Llanos), La idea de la muerte en Hegel, Leviatán, Buenos Aires, 1982, p. 43-44

[9] A. Kojève, La idea., o. c., p. 62

[10] Ib., p. 57

[11] Ib, p. 58

[12] Ib, p. 60, n. Se comprende que, desde la perspectiva aquí adoptada, hablar de un "Mundo natural" es una contradictio in adjectio.

[13] Martin Heidegger, "La pregunta por la técnica", en Ciencia y técnica, tr. F. Soler, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1993, p. 73

[14] Albert Jacquard y Huguette Planès, Pequeña filosofía para no filósofos, Ran-dom House Mondadori, México, 2004, p. 191. Yo subrayo.

[15] M. Heidegger, "La pregunta por la técnica", Conferencias y artículos, Edicio-nes del Serbal, Barcelona, 1994, p. 17

[16] Ibid., p. 26

[17] Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, tr. Encarna Castrejón, Anagrama, Barcelona, 2005, pp. 68-69

[18] Ibídem.

[19] La pregunta., o. c., p. 29

[20] Ibíd., p. 33

[21] Ibíd., p. 35

[22] Ibíd., p. 37

[23] Sigmund Freud, Sinopsis de las neurosis de transferencia, Ariel, Barcelona, 1989

Artículo publicado en Psikeba

 

 

 

Autor:

Sergio Espinosa Proa

Doctor en filosofía, antropólogo social, especialista en investigación educacional y ensayista

Universidad Autónoma de Zacatecas

Partes: 1, 2
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