De la inquietud incesante. La finitud, la técnica, lo humano
Enviado por Sergio Espinosa Proa
UNO
Hay tres cosas que, hablando muy en general, ningún animal humano puede eludir por mucho tiempo: el sexo, el trabajo y la muerte. A veces estas fatalidades se entrelazan —dando lugar a una cuarta, el juego— formando culturas de rara consistencia. Con mayor frecuencia, se sacrificará a una o a dos de ellas a fin de eliminar una tercera. Si renuncio al sexo y me abrumo de trabajo, posiblemente ganaré la bienaventuranza eterna. O bien renunciaré al trabajo y me dejaré invadir por el sexo, así esto me conduzca, según cuentan, a una rápida decrepitud. Trabajo y sexo son renunciables; la muerte, no. Acaso aquéllos lo sean porque mantienen un firme nexo con el poder y la fuerza, mientras que la muerte se relaciona con su defección. En cualquier caso, nadie en sus cabales puede desear morir. "En sus cabales" es, a todas luces, una condicionante excesiva. Quizá el sexo y el trabajo formen parte del deseo porque se encuentran indisolublemente enlazados con la muerte. La literatura mundial da infinitas muestras de ello. Hay una constante transmutación en estos reinos. Por ejemplo, si el sexo se detiene un poco antes o va un poco más allá de la consecuencia (lógica) de la procreación, dejará de ser sexo para convertirse en erotismo. Es decir, en vicio. De modo similar, si el trabajo deja en suspenso la producción de objetos destinados (por lógica) a satisfacer una necesidad y suministrar alguna utilidad o beneficio, cesará de ser trabajo para ingresar a la esfera del arte. Otro vicio.Que el sexo, el trabajo y la muerte cierren el horizonte de cada ser humano no equivale a proponer que se les reciba como un premio. Los mitos de miles de pueblos abundan más bien en lo contrario. Oscuramente, se ha intuido que lo que nos torna humanos —o inhumanos— tiene que ver con estos tres caracteres. Hay siempre un antes en el que no había esas separaciones. Un antes que puede o no proyectarse hacia un después. Se entiende que antes de cualquier antes lo que no hay es tiempo. No hay conciencia del tiempo, o, lo que es lo mismo, se carece de conciencia de la muerte. Los animales humanos saben, o llegan a saber, que están aquejados de finitud. Este saber es irremediablemente ambiguo. Sin ese saber no hay posibilidad alguna de que el sexo sea algo más (o algo distinto) que el sexo y el trabajo algo más (quizá menos) que trabajo. Este saber nos condena y nos libera al mismo tiempo. Este saber es lo que nos hace mortales. Sin saberlo, no morimos, sólo desaparecemos. Paradójicamente, aquel saber es un saber absoluto de lo que no se puede saber con certeza alguna. Cuando estos orgullosos y temerosos animales se miran en el espejo de la sabiduría es saludable no perder de vista semejante paradoja.El sexo y el trabajo son cosas que a un humano resulta posible experimentar, sentir, vivir, sufrir o gozar. La muerte, no. De la muerte sólo es dable una débil y, por regla general, turbadora anticipación. Un ciego temor, la angustia ante lo indeterminado aun si inevitable. "Un día." No queremos imaginar ese día. Aunque sé que nunca podré verme transformado en un corpus. No estaré ahí para saber qué es la muerte. Esto no me sirve de mucho. Saber que no se sabe, saber que hay un límite absoluto al saber. Buen principio y buen fin para ese un tanto ruinoso si bien alegre saber que llamamos filosofía. Actuamos ante la (siempre puesta entre paréntesis) expectativa de la muerte. Podemos llegar al extremo de hacer del sexo un deporte. Y del trabajo un ídolo. Objetos de un aprendizaje, de un cultivo, de una ciencia, de una cultura. De la muerte, no. Con ella, en cuanto tal, no se puede hacer nada. La propaganda de ciertas instituciones bancarias reza: "Hay cosas en la vida que no tienen precio. Para todo lo demás, está su Banco." Efectivamente: lo que queda de este lado de la muerte podrá siempre ser tasado. Es objeto de un poder, de un poder humano.Las cosas que quedan de este lado de la muerte pueden ser y serán tarde o temprano gestionadas. Ahora bien, ningún pueblo, que se sepa, ha renunciado a ensayar o a ejercitar determinadas formas de relación —en el límite, de gestión— con lo que queda del otro lado de la muerte. El otro lado da miedo, aun si este lado es infinitamente más digno de provocarlo. El lado de la muerte suscita otra cosa en la sensibilidad. Despierta algo para lo cual no encontramos las palabras. No encontramos nada que dar a cambio.Quedarse de este lado, mientras lo estemos, suscita una sensación de falta. Como si nos supiéramos en deuda. Sólo que no hay, de antemano, con qué pagarla. Saber con absoluta certeza que hay algo que en absoluto es posible saber genera una extrañísima desproporción, una imborrable asimetría. Es la experiencia desnuda del "mientras". Nos sostenemos con cierta vacilación en este mientras. Todo cuanto hacemos de este lado se enfila a ese fin.
DOS
Es hermoso estar de este lado, qué duda cabe; se diría que demasiado hermoso. Y como estarlo no es resultado de ninguna decisión previa, de ningún "trabajo", de ningún "proyecto", de ningún mérito, sino de algo totalmente gratuito, la sensación original de deuda —y de una deuda imposible de saldar— se acrecienta sin freno y sin tregua. Establecer con el otro lado un vínculo de reciprocidad es un puente que se va construyendo e imponiendo paulatinamente. Entramos de inicio a la órbita del sacrificio, a la economía sacrificial. Si se existe porque sí —sin motivo, sin razón, sin porqué—, lo más "justo" será morir porque sí. No de un golpe, no del todo. El que sacrifica muere sólo un poco. Muere a trozos y a plazos. Sin embargo, da al otro lado no lo que le sobra, sino algo para él necesario a fin de asegurarse en la existencia. Nueva paradoja: al despojarse de una parte de sí sólo porque sí transita de la mera subsistencia a la existencia propiamente dicha. Existe porque y cuando amenaza su existir en el plano y en el nivel de la pura autosubsistencia. Es su forma de santidad. Se establece de esta manera un curioso metabolismo con aquel "todo lo demás" que los bancos y las instituciones de la cultura y la sociedad no garantizan. A primera vista, tenemos para devolver solamente eso que los bancos sí garantizan. ¿Y qué garantizan tan respetables agencias? Muchas cosas. Todas, consumibles. En realidad, sólo reducir la existencia al plano y al nivel de la subsistencia. Este movimiento de retorno, necesariamente asimétrico, es lo que hallaremos en el núcleo de lo que a falta de mejor denominación reconocemos como lo religioso. Un movimiento en cuya fatídica inercia puede colonizar y lotificar esa otra parte radicalmente inexperimentable por los seres humanos. Es preciso permanecer alerta a los movimientos de retorno desde el otro lado. Lo que los animales humanos hagan para meramente sostenerse de este lado tiene muchas faces y aristas pero se pueden reducir a dos: ordenar y obedecer. La dialéctica del amo y del esclavo magistralmente descrita por Hegel constituye el modelo a seguir. Pero hay algo que en absoluto se ajusta a esa dialéctica. Eso inajustable es, qué vamos a hacerle, la muerte. Inajustable pues nada, desde una perspectiva técnica o política (es decir: dialéctica), es capaz de justificarla.
Página siguiente |