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Julio Verne – De la Tierra a la Luna (página 5)


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XXII

El nuevo ciudadano de los Estados Unidos

Aquel mismo día, América entera supo, al mismo tiempo que el desafío del capitán Nicholl y del presidente Barbicane, el singular desenlace que había tenido. El papel desempeñado por el caballeroso europeo, su inesperada proposición con que zanjó las dificultades, la simultánea aceptación de los dos rivales, la conquista del continente lunar, a la cual iban a marchar de acuerdo Francia y los Estados Unidos, todo contribuía a aumentar más y más la popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con qué frenesí los yanquis se apasionan de un individuo. En un país en que graves magistrados tiran del coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál sería la pasión que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en su lugar, fue probablemente porque él no tenía caballos, pero todas las demás pruebas de entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno solo que no estuviese unido a él con el alma. Ex pluribus unum, según reza la divisa de los Estados Unidos.

Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento de reposo. Diputaciones procedentes de todos los puntos de la Unión le felicitaron incesantemente, y de grado o por fuerza tuvo que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su voz, enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular casi sonidos inteligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que dedicar a todos los condados de la Unión le produjeron casi una gastroenteritis. Tantos brindis, acompañados de fuertes licores, hubieran, desde el primer día, producido a cualquier otro un delirium tremens; pero él sabía mantenerse dentro de los discretos límites de una media embriaguez alegre y decidora.

Entre las diputaciones de toda especie que le asaltaron, la de los lunáticos no olvidó to que debía al futuro conquistador de la Luna. Un día, algunos de aquellos desgraciados, asaz numerosos en América, le visitaron para pedirle que les llevase con él a su país natal. Algunos pretendían hablar el selenita, y quisieron enseñárselo a Michel. Éste se presto con docilidad a su inocente manía y se encargó de comisiones para sus amigos de la Luna.

-¡Singular locura! -dijo a Barbicane, después de haberles despedido-. Y es una locura que ataca con frecuencia inteligencias privilegiadas. Arago, uno de nuestros sabios más ilustres, me decía que muchas personas muy discretas y muy reservadas en sus concepciones, se dejaban llevar a una exaltación suma, a increiíbles singularidades, siempre que de la Luna se ocupaban. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las enfermedades?

-Poco -respondió el presidente del Gun-Club.

-Lo mismo digo; y, sin embargo, la historia registra hechos asombrosos. En 1693, durante una epidemia, las defunciones aumentaron considerablemente el día 21 de enero, en el momento de un eclipse. Durante los eclipses de la Luna, el célebre Bacon se desvanecía, y no volvía en sí hasta después de la completa emersión del astro. El rey Carlos VI, durante el año 1399, sufrió seis arrebatos de locura que coincidieron con la Luna nueva o con la Luna llena. Algunos médicos han clasificado la epilepsia o mal caduco, entre las enfermedades que siguen las fases de la Luna. Parece que las afecciones nerviosas han sufrido a menudo su influencia. Mead habla de un niño que experimentaba convulsiones cuando la Luna entraba en oposición. Gall había notado que la exaltación de las personas débiles aumentaba dos veces cada mes: una en el novilunio y otra en el plenilunio. En fin, hay mil observaciones del mismo género sobre los vértigos, las fiebres malignas, los sonambulismos, que tienden a probar que el astro de la noche ejerce una misteriosa influencia sobre las enfermedades terrestres.

-Pero ¿cómo? ¿Por qué? -preguntó Barbicane.

-¿Por qué? -respondió Ardan-. Te daré la misma respuesta que Arago repetía diecinueve siglos después que Plutarco: Tal vez porque no es verdad.

En medio de su triunfo, no pudo Michel Ardan librarse de ninguna de las gabelas inherentes al estado de hombre célebre. Los que especulaban con to que está en boga, quisieron exhibirle. Barnum le ofreció un millón para pasearlo de una ciudad a otra en todos los Estados Unidos y darlo en espectáculo como un animal curioso. Michel Ardan le trató de cornac,(1) y le envió a paseo.

1. Conductor de elefantes.

Sin embargo, aunque se negó a satisfacer de esta manera la curiosidad pública, circularon por todo el mundo y ocuparon el puesto de honor en los álbumes, sus numerosos retratos, de los cuales se sacaron pruebas de todas las dimensiones, desde el tamaño natural hasta las reducciones microscópicas para sellos de correo. Cualquiera podía proporcionarse un ejemplar en todas las actitudes imaginables, retrato de cabeza, retrato de busto, retrato de cuerpo entero, sentado, de pie, de perfil, de espaldas; se imprimieron más de 1.500.000 ejemplares, y podía muy bien, pero no quiso, haber aprovechado la ocasión de enriquecerse con sus propias reliquias. Sin más que vender sus cabellos a dólar cada uno; tenía los suficientes para hacer una fortuna.

Para decirlo todo, diremos que esta popularidad no le desagradaba.

Al contrario. Se ponía a disposición del público y se carteaba con el universo entero. Se repetían sus chistes, se propagaban sus felices ocurrencias, sobre todo las que él no había tenido. Por to mismo que las tenía en abundancia, se le atribuían muchas más. Así es el mundo. Más limosnas se hacen al rico que al pobre.

No solamente tuvo propicios a los hombres, sino que también a las mujeres. ¡Cuántos buenos matrimonios se le hubieran presentado por pocos deseos que hubiera manifestado de casarse! Las solteronas particularmente, las que habían pasado cuarenta años llamando inútilmente a un marido caritativo, estaban día y noche contemplando sus fotografías.

La verdad es que hubiera encontrado compañeras a centenares, aunque les hubiese impuesto la condición de seguirle en su peregrinación aérea. Las mujeres son intrépidas cuando no tienen miedo a todo. Pero Ardan no tenía intención de fundar una dinastía en el continente lunar y ser a11í el tronco de una raza cruzada de francés y americano. Por to tanto, se negó rotundamente.

-¡Ir a11á arriba -decía- a representar el papel de Adán con una hija de Eva! ¡Gracias! ¡No tardaría en encontrar serpientes!

Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado repetidas del triunfo; fue, seguido de sus amigos, a hacer una visita al columbiad. Se la debía. Además, se había convertido en un experto en balística, desde que vivía con Barbicane, J. T. Maston y tutti cuanti. Su mayor placer consistía en repetir a aquellos bravos artilleros que no eran más que homicidas amables y sabios. Respecto del particular, no se agotaba nunca su ingenio epigramático. El día en que visitó el columbiad, to admiró mucho y bajó hasta el fondo del ánima de aquel gigantesco mortero que debía muy pronto lanzarlo por el aire.

-A1 menos -dijo-, este cañón no hará daño a nadie, to que, tratándose de un cañón, no deja de ser una maravilla. Pero en cuanto a vuestras máquinas que destruyen, que incendian, que rompen, que matan, no me habléis de ellas, y, sobre todo, no me digáis que tienen ánima o alma, que es to mismo, porque yo no lo creo.

Debemos aquí hacer mención de una proposición relativa a J. T. Maston. Cuando el secretario del GunClub oyó que Barbicane y Nicholl aceptaban la proposición de Michel, le entraron ganas de unirse a ellos y formar parte de la expedición. Formalizó un día su deseo. Barbicane, sintiendo mucho no poder acceder a su demanda, le hizo comprender que el proyectil no podía llevar tantos pasajeros. J. T. Maston, desesperado, acudió a Michel Ardan, quien le aconsejó resignación y recurrió a diversos argumentos ad hominem.

-Oye, querido Maston -le dijo-, no des a mis palabras un alcance que no tienen; pero, sea dicho entre nosotros, la verdad es que eres demasiado incompleto para presentarte en la Luna.

-¡Incompleto! -exclamó el valeroso inválido.

-¡Sí, mi valiente amigo! Da por sentado que encontraremos bastantes habitantes a11á arriba. ¿Querrás darles una triste idea de to que pasa aquí, enseñarles to que es la guerra, demostrarles que los hombres invierten el tiempo más precioso en devorarse, en comerse, en romperse brazos y piernas, en un globo que podría alimentar cien mil millones de habitantes, y cuenta apenas mil doscientos millones? Vamos, amigo mío, no quieras que en la Luna nos den con la puerta en las narices, que nos echen con cajas destempladas.

-Pero si vosotros llegáis a pedazos -replicó J. T. Maston-, seréis tan incompletos como yo.

-Es una verdad digna de Perogrullo -respondió Ardan-. Pero nosotros llegaremos muy enteritos.

En efecto, un experimento preliminar, realizado por vía de ensayo el 18 de octubre, había dado los mejores resultados y hecho concebir las más legítimas esperanzas. Barbicane, deseando darse cuenta del efecto de la repercusión en el momento de partir un proyectil, mandó traer del arsenal de Pensacola un mortero de 32 pulgadas (0,75 centímetros), que colocó en la rada de Hillisboro, a fin de que la bomba cayera en el mar y se amortiguase su choque. Tratábase únicamente de experimentar el sacudimiento a la salida y no el choque al caer.

Para este curioso experimento se preparó con el mayor esmero un proyectil hueco. Una gruesa almohadilla, aplicada a una red de resortes de acero delicadamente templados, forraba sus paredes interiores. Era un verdadero nido cuidadosamente mullido y acolchado.

-¡Qué lástima no poder meterse en él! -decía J. T. Maston, lamentando que su volumen no le permitiera intentar la aventura.

La ingeniosa bomba se cerraba por medio de una tapa con tornillos, y se introdujo en ella un enorme gato, y después una ardilla perteneciente al secretario perpetuo del Gun-Club, J. T. Maston, a la cual éste profesaba un verdadero cariño. Pero se quería saber prácticamente cómo soportaría el viaje un animalito tan poco sujeto a vértigos.

Se cargó el mortero con ciento sesenta libras de pólvora, y, colocada en él la bomba, se dio la voz de fuego.

El proyectil salió inmediatamente; con la rapidez propia de los proyectiles, describió majestuosamente su parábola: subió a una altura aproximada de 1.000 pies, y, formando una graciosa curva, cayó en el mar y se abismó en las olas.

Sin pérdida de tiempo se dirigió una embarcación al sitio de la caída, y hábiles buzos, que se echaron al agua y chapuzaron como peces, ataron con cables el proyectil, y éste fue izado rápidamente a bordo. No habían transcurrido cinco minutos desde el momento en que fueron encerrados los animales, cuando se levantó la tapa de su mazmorra.

Ardan, Barbicane, Maston y Nicholl se hallaban en la embarcación, y examinaron la operación con un sentimiento de interés que fácilmente se comprende. Apenas se abrió la bomba, salió el gato echando chispas, lleno de vida, aunque no de muy buen humor, si bien nadie hubiera dicho que acababa de regresar de una expedición aérea. Pero ¿y la ardilla? ¿Dónde estaba que no se veía de ella ni rastro? Fuerza fue reconocer la verdad. El gato se había comido a su compañera de viaje.

La pérdida de su graciosa y desgraciada ardilla causó una verdadera pesadumbre a J. T. Maston, el cual se propuso inscribir el nombre de tan digno animal en el martirologio de la•ciencia.

Después de un experimento tan decisivo y coronado de un éxito tan feliz, todas las vacilaciones y zozobras desaparecieron. Para mayor abundamiento, los planes de Barbicane debían perfeccionar aún más el proyectil y anular casi enteramente los efectos de la repercusión.

No faltaba ya más que ponerse en camino.

Dos días dèspués, Michel Ardan recibió un mensaje del presidente de la Unión, siendo éste un honor que halagó mucho su amor propio.

Lo mismo que a su caballeroso compatriota, el marqués de Lafayette, el gobierno le confirió el título de ciudadano de los Estados Unidos de América.

XXIII

El vagón proyectil

Concluido el monstruoso columbiad, el interés público fue inmediatamente atraído por el proyectil, nuevo vehículo destinado a transportar, atravesando el espacio, a los tres atrevidos aventureros. Nadie había olvidado que en su comunicación de 30 de septiembre, Michel Ardan pedía una modificación de los planos adoptados en principio por los miembros de la comisión.

El presidente Barbicane pensaba entonces muy justamente que la forma del proyectil importaba poco, porque después de haber atravesado la atmósfera en algunos segundos, su trayecto debía efectuarse en un absoluto vacío. La comisión había adoptado la forma redonda para que la bala pudiese girar sobre sí misma y conducirse a su arbitrio. Más, desde el momento en que se la transformaba en vehículo, la cuestión era ya muy diferente. Michel Ardan no quería viajar a la manera de las ardillas; deseaba subir con la cabeza hacia arriba y con los pies hacia abajo, con tanta dignidad como en la barquilla de un globo aerostático, sin duda más deprisa, pero sin entregarse a una sucesión de cabriolas poco decorosas.

Se enviaron, pues, nuevos planos a la casa Breadwill y Compañía, de Albany, con recomendación de ejecutarlos sin demora. El proyectil, con las modificaciones requeridas, fue fundido el 2 de noviembre y enviado inmediatamente a Stone's Hill por los ferrocarriles del Este. El día 10 llegó sin problemas al lugar de su destino. Michel Ardan, Barbicane y Nicholl aguardaban con la mayor impaciencia aquel vagón proyectil, en que debían tomar asiento para volar al descubrimiento de un nuevo mundo.

Fuerza es convenir en que el tal proyectil era una magnífica pieza de metal, un producto metalúrgico que hacía mucho honor al genio industrial de los americanos. Era la primera vez que se obtenía aluminio en tal cantidad, lo que podía justamente considerarse como un resultado prodigioso. El precioso proyectil centelleaba a los rayos del Sol. A1 verlo con sus formas imponentes y con su sombrero cónico encasquetado, cualquiera to hubiera tomado por una de aquellas macizas torrecillas, a manera de garitas, que los arquitectos de la Edad Media colocaban en el ángulo de las fortalezas. No le faltaban más que saeteras y una veleta.

-Estoy esperando -exclamaba Michel Ardan- que salga de aquí un hombre de armas con arcabuz y coraza. Nosotros estaremos dentro como unos señores feudales, y con un poco de artillería haríamos frente a todos los ejércitos selenitas, en la hipótesis de que los haya en la Luna.

-Así pues, ¿te gusta el vehículo? -preguntó Barbicane a su amigo.

-Sí; me gusta, me gusta -respondió Michel Ardan, que to examinaba con su- amor a to bello, característico de los artistas-. Me gusta, pero siento que no sean sus formas más esbeltas, más ligeras, su cono más gracioso; debería terminar en un florón de metal tallado o con una quimera, una gárgola, una salamandra y saliendo del fuego con las alas desplegadas y las fauces abiertas…

-¿Para qué? -dijo Barbicane, cuyo carácter positivo era poco sensible a las bellezas del arte.

-¿Para qué, amigo Barbicane? ¡Ay! Por el mero hecho de preguntarlo, temo que no to comprenderías nunca.

-Habla, hombre, habla.

-Pues bien, en mi concepto, en todo lo que se hace debe intervenir algo el gusto artístico, y es mejor. ¿Conoces una comedia india que se llama El carretón del niño?

-No la he oído nombrar en mi vida -respondió Barbicane.

-Lo creo, no es menester que me lo jures -repuso Michel-. Sabes, pues, que en dicha pieza hay un ladrón que en el momento de agujerear la pared de una casa, se pregunta si dará a su agujero la forma de una lira, de una flor, de un pájaro o de un ánfora. Pues bien, dime, amigo Barbicane, si en aquella época hubieras formado parte

de un jurado para juzgar a ese ladrón, ¿le hubieras condenado?

-Y no le hubiera valido la bula de Meco -respondió el presidente del Gun-Club-. Le hubiera condenado sin vacilar, y con la circunstancia agravante de fractura.

-Pues yo le hubiera absuelto, amigo Barbicane. He aquí por qué tú no podrás nunca comprenderme.

-Ni trataré de ello, valeroso artista.

-Pero, al menos -añadió Michel Ardan-, ya que el exterior de nuestro vagón deja algo que desear, se me permitirá amueblarlo a mi gusto, y con todo el lujo que corresponde a embajadores de la Tierra.

-Acerca del particular, mi valeroso Michel -respondió Barbicane-, harás de to capa un sayo, y tienes carta blanca.

Pero antes de pasar a to agradable, el presidente del Gun-Club había pensado en to útil, y el procedimiento inventado por él para amortiguar los efectos de la repercusión, fue aplicado con una inteligencia perfecta.

Barbicane se había dicho, no sin razón, que no habría ningún resorte bastante poderoso para amortiguar el choque, y durante su famoso paseo en el bosque de Skernaw logró, al cabo, resolver esta gran dificultad de una manera ingeniosa. Pensó en pedir al agua tan señalado servicio. He aquí cómo.

El proyectil debía llenarse de agua hasta la altura de tres pies. Esta capa de agua estaba destinada a sostener un disco de madera, perfectamente ajustado, que se deslizase rozando por las paredes interiores del proyectil, y constituía una verdadera almadía en que se colocaban los pasajeros. La masa líquida estaba dividida por tabiques horizontales que, al partir el proyectil, el choque debía romper sucesivamente. Entonces todas las capas de agua, desde la más alta a la más baja, escapándose por tubos de desagüe hacia la parte superior del proyectil, obraban como un resorte, no pudiendo el disco, por estar dotado de tapones sumamente poderosos, chocar con el fondo sino después de la sucesiva destrucción de los diversos tabiques. Aun así, los viajeros experimentarían una repercusión violenta después de la completa evasión de la masa líquida, pero el primer choque quedaría casi enteramente amortiguado por aquel resorte de tanta potencia.

Verdad es que tres pies de agua sobre una superficie de 45 pies cuadrados, debían de pesar cerca de 11.500 libras; pero, en el concepto de Barbicane, la detención de los gases acumulados en el columbiad bastaría para vencer este aumento de peso, y, además, el choque debía echar fuera toda el agua en menos de un segundo, con to que el proyectil volvería a tomar casi al momento su peso normal.

He aquí to que había ideado el presidente del Gun-Club y de qué manera pensaba haber resuelto la grave dificultad de la repercusión. Por to demás, aquel trabajo, perspicazmente comprendido por los ingenieros de la casa Breadwill, fue maravillosamente ejecutado. Una vez producido el efecto y echada fuera el agua, los viajeros podían desprenderse fácilmente de los tabiques rotos y desmontar el disco movible que los sostenía en el momento de la partida.

En cuanto a las paredes superiores del proyectil, estaban revestidas de un denso almohadillado de cuero y aplicadas a muelles de acero perfectamente templado que tenían la elasticidad de los resortes de un reloj. Los tubos de desahogo, hábilmente disimulados bajo el almohadillado, no permitían siquiera sospechar su existencia.

Así pues, estaban tomadas todas las precauciones imaginables para amortiguar el primer choque, y hubiera sido necesario, según decía Michel Ardan, para dejarse aplastar, ser un hombre de alfeñique.

El proyectil medía exteriormente 9 pies de ancho y 15 de largo. Para que no excediese del peso designado, se había disminuido algo el grueso de las paredes y reforzado su parte inferior, que tenía que sufrir toda la violencia de los gases desarrollados por la conflagración del piróxilo. Lo mismo se hace con las bombas y granadas cilindrocónicas, cuyas paredes se procura que sean siempre más gruesas en el fondo.

Se penetraba en aquella torre de metal por una abertura estrecha practicada en las paredes del cono, y análoga a los agujeros para hombre de las calderas de vapor. Se cerraba herméticamente por medio de una chapa de aluminio que sujetaban por dentro poderosas tuercas de presión. Los viajeros podrían, pues, salir de su movible cárcel, si bien les parecía, al astro de la noche.

Pero no bastaba ir, sino que era preciso ver durante el camino. Había al efecto, abiertos en el almohadillado, cuatro tragaluces con su correspondiente cristal lenticular sumamente grueso. Dos de los tragaluces estaban abiertos en la pared circular del proyectil; otro en su parte inferior, y otro en el cono. Los viajeros, durante su marcha, se hallaban, pues, en aptitud de observar la Tierra que abandonaban, la Luna, a la cual se acercaban, y los espacios planetarios. Los tragaluces estaban protegidos contra los choques de la partida por planchas sólidamente incrustadas, que fácilmente podían echarse fuera destornillando tuercas interiores. Así el aire contenido en el proyectil no podía escaparse, y eran posibles las observaciones.

Todos estos mecanismos, admirablemente establecidos, funcionaban con la mayor facilidad, y los ingenieros no se habían mostrado menos inteligentes en todos los accesorios del vagón proyectil.

Recipientes, sólidamente sujetos, estaban destinados a contener el agua y los víveres que necesitaban los tres viajeros. Éstos podían procurarse hasta fuego y luz por medio de gas almacenado en un receptáculo especial, bajo una presión de varias atmósferas. Bastaba dar vuelta a una llave para que durante seis días el gas alumbrase y calentase el tan cómodo vehículo. Se ve, pues, que nada faltaba de lo esencial a la vida, y hasta al bienestar. Además, gracias a los instintos de Michel Ardan, a lo útil se juntó lo agradable, bajo la forma de objetos artísticos. Si no le hubiese faltado espacio, Michel hubiera hecho de su proyectil un verdadero taller de artista. Se engañaría, sin embargo, el que creyese que tres personas debían it en tal torre de metal apretadas como sardinas en un barril. Tenían a su disposición una superficie de 54 pies cuadrados sobre 10 de altura, to que permitía a sus huéspedes cierta holgura en sus movimientos. No hubieran estado tan cómodos en ningún vagón de los Estados Unidos.

Resuelta la cuestión de los víveres y del alumbrado, quedaba en pie la cuestión del aire. Era evidente que el aire encerrado en el proyectil no bastaría para la respiración de los viajeros durante cuatro días, pues cada hombre consume en una hora casi todo el oxígeno contenido en 10 libras de aire. Barbicane, con sus dos compañeros y dos perros que quería llevarse, debía consumir cada veinticuatro horas 2.400 libras de oxígeno, o, a poca diferencia, unas siete libras en peso. Era, pues, preciso renovar el aire del proyectil. ¿Cómo? Por un procedimiento muy sencillo: el de los señores Reisset y Regnault, indicado por Michel Ardan en el curso de la discusión durante la reunión.

Se sabe que el aire se compone principalmente de veintiuna partes de oxígeno y setenta y nueve de ázoe. ¿Qué sucede en el acto de la respiración? Un fenómeno muy sencillo. El hombre absorbe oxígeno del aire, eminentemente propio para alimentar la vida, y deja el ázoe intacto. El aire espirado ha perdido cerca de un cinco por ciento de su oxígeno y contiene entonces un volumen aproximado de ácido carbónico, producto definitivo de la combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno inspirado. Sucede, pues, que en un medio cerrado, y pasado cierto tiempo, todo el oxígeno del aire es reemplazado por el ácido carbónico, gas esencialmente deletéreo.

La cuestión se reducía a to siguiente. Habiéndose conservado intacto el ázoe: primero, rehacer el oxígeno absorbido; segundo, destruir el ácido carbónico espirado. Nada más fácil por medio del clorato de potasa y de la potasa cáustica.

El clorato de potasa es una sal que se presenta bajo la forma de pajitas blancas. Cuando se la eleva a una temperatura que pase de 400°, se transforma en cloruro de potasio, y el oxígeno que contiene se desprende enteramente. Dieciocho libras de cloráto de potasa dan 7 libras de oxígeno, es decir, la cantidad que necesitan gastar los viajeros en veinticuatro horas. Ya está rehecho el oxígeno.

En cuanto a la potasa cáustica, es una materia muy ávida de ácido carbónico mezclado con el aire, y basta agitarla para que se apodere de él y forme bicarbonato de potasa. Ya tenemos también absorbido el ácido carbónico. Combinando estos dos medios, se devuelven al aire viciado todas sus cualidades vivificadoras, y esto es to que los dos químicos, los señores Reisset y Regnault, habían experimentado con éxito.

Pero, fuerza es decirlo, el experimento hasta entonces se había hecho únicamente in anima vili. Por mucha que fuese su precisión científica, se ignoraba absolutamente cómo to sobrellevarían los hombres.

Tal fue la observación que hizo en la sesión donde se trató tan grave materia. Michel Ardan no quería poner en duda la posibilidad de vivir por medio de aquel aire artificial, y se brindó a ensayarlo en sí mismo antes de la partida.

Pero el honor de la prueba fue enérgicamente reclamado por J. T. Maston.

-Ya que yo no parto -dijo este bravo artillero-, to menos que se me debe conceder es que habite el proyectil durante ocho días.

Hubiera sido injusto no acceder a su demanda. Se le quiso complacer. Se puso a su disposición una cantidad suficiente de clorato de potasa y de potasa cáustica, con víveres para ocho días, y el 12 de noviembre, a las seis de la mañana, después de dar un apretón de manos a sus amigos y haber recomendado expresamente que no se abriese su cárcel antes de las seis de la tarde del día 20, se deslizó en el proyectil, cuya plancha se cerró luego herméticamente.

¿Qué sucedió durante aquellos ocho días? Es imposible saberlo. Las gruesas paredes del proyectil no permitían oír desde el exterior ningún ruido de los que en su interior se producían.

El 20 de noviembre, a las seis en punto, se levantó la plancha. Los amigos de J. T. Maston no dejaban de experimentar cierta zozobra. Pero pronto se tranquilizaron oyendo una voz alegre que prorrumpía en un hurra formidable.

El secretario del Gun-Club apareció luego en el vértice del cono en actitud de triunfo.

¡Había engordado!

XXIV

El telescopio de las montañas Rocosas

El 20 de octubre del año precedente, después de cerrada la suscripción, el presidente del Gun-Club había abierto un crédito al observatorio de Cambridge para las sumas que requiriese la construcción de un enorme instrumento de óptica. Este aparato, anteojo o telescopio,

debía ser de tanto poder que volviese visible en la superficie de la Luna todo objeto cuyo volumen excediese de 9 pies.

Entre el anteojo y el telescopio hay una diferencia importante, que conviene recordar en este momento. El anteojo se compone de un tubo que en su extremo superior lleva una lente convexa que se llama objetivo, y en el extremo inferior una segunda lente llamada ocular, a la cual se aplica el ojo del observador. Los rayos que proceden del objeto luminoso atraviesan la primera de dichas lentes y van a formar, por refracción, una imagen invertida en su foco.(1) Esa imagen se observa con el ocular, que la aumenta exactamente como la aumentaría un microscopio. El tubo del anteojo está, pues, cerrado en un extremo por el objetivo y en el otro por el ocular.

1. Punto donde los rayos luminosos se reúnen después de haber sido refractados.

El tubo del telescopio, al contrario, está abierto por su extremo superior. Los rayos que parten del objeto observado penetran en él libremente y chocan con un espejo metálico cóncavo, es decir, convergente. Estos rayos reflejados encuentran un espejo que los envía al ocular dispuesto de modo que aumenta la imagen producida.

Así pues, en los anteojos, la refracción desempeña el papel principal, y en los telescopios la reflexión. De aquí el nombre de refractores dado a los primeros, y el de reflectores dado a los segundos. Toda la dificultad de ejecución de estos aparatos de óptica estriba en la construcción de los objetivos, ya sean lentes ya sean espejos metálicos.

Sin embargo, en la época en que el Gun-Club intentó su colosal experimento, estos instrumentos se hallaban muy perfeccionados y daban resultados magníficos. Estaba ya lejos aquel tiempo en que Galileo observó los astros con su pobre anteojo que no aumentaba las imágenes más que siete veces su propio tamaño. Ya en el siglo xvi los aparatos de óptica se ensancharon y prolongaron de una manera considerable, y permitieron penetrar en los espacios planetarios a una profundidad hasta entonces desconocida. Entre los instrumentos refractores que funcionaban en aquella época, se citan el anteojo del observatorio de Poltava, en Rusia, cuyo objetivo era de 15 pulgadas (38 centímetros) de ancho, el anteojo del óptico francés Lerebours, provisto de un objetivo igual al precedente, y, en fin, el anteojo del observatorio de Cambridge, dotado de un objetivo que tiene 19 pulgadas de diámetro (48 centímetros).

Entre los telescopios se conocían dos de una potencia notable y de dimensión gigantesca. El primero, construido por Herschel, era de una longitud de 36 pies y poseía un espejo que tenía 4 pies y medio de ancho, permitiendo obtener seis mil aumentos. El segundo se levantaba en Irlanda, en Bircastle, en el parque de Parsonstown, y pertenecía a lord Rosse. La longitud de su tubo era de 48 pies, y de 6 pies (1,60 metros) su anchura, y agrandaba los objetos seis mil cuatrocientas veces, habiendo sido preciso levantar una inmensa construcción de cal y canto para disponer los aparatos que requería la maniobra del instrumento, el cual pesaba 28.000 libras.

Pero, como se ve, a pesar de tan colosales dimensiones, los aumentos obtenidos no pasaban, en números redondos, de seis mil. Pero seis mil aumentos no aproximan la Luna más que a 39 millas y sólo dejan percibir los objetos que tienen un diámetro de 60 pies, a no ser que estos objetos sean muy prolongados.

Ahora se trataba de un proyectil de 9 pies de ancho y 15 de largo, por to que era menester acercar por to menos la Luna a la distancia de 5 millas, y producir al efecto un aumento de cuarenta y ocho mil veces.

Tal era la cuestión que tenía que resolver el observatorio de Cambridge, el cual no debía detenerse por ninguna dificultad económica, y, por consiguiente, sólo había que pensar en resolver las materiales.

En primer lugar, fue preciso optar entre los telescopios y los anteojos. Éstos tienen ventajas sobre los telescopios. En igualdad de objetivos, permiten obtener aumentos más considerables, porque los rayos luminosos que atraviesan las lentes pierden menos por la absorción que por la reflexión en el espejo metálico de los telescopios. Pero el grueso que se puede dar a una lente es limitado, porque, siendo mucho, no deja pasar los rayos luminosos. Además, la construcción de tan enormes lentes es excesivamente difícil y se cuenta por años el tiempo considerable que exige.

Pero aunque las imágenes se presentan más claras en los anteojos, ventaja inapreciable cuando se trata de observar la Luna, cuya luz es simplemente reflejada, se resolvió emplear el telescopio, que es de una ejecución más pronta y permite obtener mayor aumento. Sólo que, como los rayos luminosos pierden una gran parte de su intensidad atravesando la atmósfera, el Gun-Club determinó colocar el instrumento en una de las más elevadas montañas de la Unión, to que había de disminuir la densidad de las capas aéreas.

En los telescopios, como hemos visto, el ocular, es decir, la lente colocada en el ojo del observador produce el aumento, y el objetivo que consiente los aumentos más considerables es aquel cuyo diámetro es mayor así como también la distancia focal. Para agrandar cuarenta y ocho mil veces, preciso era exceder singularmente en magnitud los objetivos de Herschel y de lord Rosse. En esto consistía la dificultad, porque la fundición de los espejos es una operación sumamente delicada.

Afortunadamente, algunos años antes, un sabio del Instituto de Francia, León Foucault, había inventado un procedimiento que hacía muy fácil y muy pronta la pulimentación de los objetivos, reemplazando el espejo metálico con espejos plateados. Basta fundir un pedazo de vidrio del tamaño que se quiera y metalizarlo enseguida con una sal de plata. Este procedimiento, cuyos resultados son excelentes, fue el adoptado para la fabricación del objetivo.

Además, se les dispuso según el método ideado por Herschel para sus telescopios. En el gran aparato del astrónomo de Slough, la imagen de los objetos, reflejada por el espejo inclinado hacia el fondo del tubo, venía a presentarse en el otro extremo en que se hallaba situado el ocular. De esta manera el observador, en lugar de colocarse en la parte inferior del tubo, subía a la superior, y a11í, armado de su carta, abismaba su mirada en el enorme cilindro. Esta combinación tiene la ventaja de suprimir el pequeño espejo destinado a volver a enviar la imagen al ocular. La imagen, en lugar de dos reflexiones, no sufre más que una. Hay, por consiguiente, un número menor de rayos luminosos extinguidos, por to que la imagen aparece menos debilitada, y se obtiene mayor claridad, que era una ventaja preciosa en la observación que debía hacerse.

Tomadas estas resoluciones empezaron los trabajos. Según los cálculos de la dirección del observatorio de Cambridge, el tubo del nuevo reflector debía tener 280 pies de longitud y su espejo 16 pies de diámetro. Por colosal que fuese semejante instrumento, no era comparable a aquel telescopio de 10.000 pies (3 kilómetros y medio) de longitud, que el astrónomo Hooke proponía construir algunos años atrás. A pesar de todo, la colocación del aparato presentaba grandes dificultades.

En cuanto a la cuestión del sitio, quedó muy pronto resuelta. Tratábase de escoger una montaña alta, y las montañas altas no son numerosas en los Estados Unidos. En efecto, el sistema orográfico de este gran país se reduce a dos cordilleras de una mediana altura entre las cuales corre el magnífico Mississippi, que los americanos llamarían el rey de los ríos si admitiesen un rey cual-

quiera.

Al Este se levantan los Apalaches, cuya cima más elevada, en New Hampshire, no pasa de 5.600 pies, to que es muy modesto.

Al Oeste, al contrario, se encuentran las montañas Rocosas, inmensa cordillera que empieza en el estrecho de Magallanes, sigue la costa occidental de la América del Sur bajo el nombre de Andes o Cordillera, salva el istmo de Panamá y corre atravesando la América del Norte hasta las playas del mar polar.

Estas montañas no son muy elevadas. Los Alpes o el Himalaya las mirarían con el más soberano desdén desde to alto de su estatura. Su más elevada cima no tiene más que 10.700 pies, al paso que el Mont-Blanc mide 14.430, y el Kanchenjunga, en el Himalaya, 26.776 sobre el nivel del mar.

Pero como el Gun-Club estaba empeñado en que el telescopio, lo mismo que el columbiad, se colocase en los Estados de la Unión, fue preciso contentarse con las montañas Rocosas, y todo el material necesario se dirigió a la cima de Long's Peak, en el territorio del Missouri.

La pluma y la palabra no podrían expresar las dificultades de todo género que los ingenieros americanos tuvieron que vencer, y los prodigios que hicieron de habilidad y audacia. Aquello fue un verdadero esfuerzo sobrehumano. Hubo necesidad de subir piedras enormes, colosales piezas de fundición, abrazaderas de extraordinario peso, gigantescas piezas cilíndricas, y el objetivo, que pesaba él solo más de 20.000 libras, más a11á del límite de las nieves perpetuas a más de 10.000 pies de altura, después de haber atravesado praderas desiertas, bosques impenetrables, torrentes espantosos, lejos de todos los centros de población, en medio de regiones salvajes en que cada pormenor de la existencia se convierte en un problema casi insoluble. Y el genio de los americanos triunfó de tantos y tan inmensos obstáculos. Menos de un año después de haberse principiado los trabajos, en los últimos días del mes de septiembre, el gigantesco reflector levantaba en el aire un tubo de 380 pies. Estaba suspendido de un enorme andamio de hierro, permitiendo un mecanismo ingenioso dirigirlo fácilmente hacia todos los puntos del cielo y seguir los astros de uno a otro horizonte durante su marcha por el espacio.

Había costado más de 400.000 dólares. La primera vez que se enfocó a la Luna, los observadores experimentaron una sensación de curiosidad a inquietud a un mismo tiempo. ¿Qué iban a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba cuarenta y ocho mil veces los objetos observados? ¿Poblaciones? No, nada que la ciencia no conociese ya, y en todos los puntos de su disco la naturaleza volcánica de la Luna pudo determinarse con una precisión absoluta.

Pero el telescopio de las montañas Rocosas, antes de prestar sus servicios al Gun-Club, los prestó inmensos a la astronomía. Gracias a su poder de penetración, las profundidades del cielo fueron sondeadas hasta los últimos límites, se pudo medir rigurosamente el diámetro aparente de un gran número de estrellas, y el señor Clarke, del observatorio de Cambridge, descompuso la nebulosa del Cangrejo, en la constelación del Toro, que no había podido reducir jamás el reflector de lord Rosse.

XXV

Últimos pormenores

Había llegado el 22 de noviembre, y diez días después debía verificarse la partida suprema. Ya no quedaba por hacer más que una operación, pero era una operación delicada, peligrosa, que exigía precauciones infinitas, y contra cuyo éxito el capitán Nicholl había hecho su tercera apuesta. Tratábase de cargar el columbiad introduciendo en él 400.000 libras de fulmicotón. Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la manipulación de una cantidad tan formidable de piróxilo acarrearía graves catástrofes, y que esta masa eminentemente explosiVa se inflamaría por sí misma bajo la presión del proyectil.

Aumentaban la inminencia del peligro la indiscreción y ligereza de los americanos, que durante la guerra federal solían cargar sus bombas con el cigarro en la boca. Pero Barbicane esperaba salirse con la suya y no naufragar a la entrada del puerto. Escogió sus mejores operarios, les hizo trabajar bajo su propia inspección, no les perdió un momento dé vista y, a fuerza de prudencia y precauciones, consiguió inclinar a su favor todas las probabilidades de éxito.

Se guardó muy bien de mandar conducir todo el cargamento al recinto de Stone's Hill. Hízolo llegar poco a poco en cajones perfectamente cerrados. Las 400.000 libras de piróxilo se dividieron en paquetes de a 5.000 libras, to que formaba 800 gruesos cartuchos elaborados con esmero por los más hábiles trabajadores de Pensacola. Cada cajón contenía 10 cartuchos y llegaban uno tras otro por el ferrocarril de Tampa; de este modo no había nunca a la vez en el recinto más de 5.000 libras de piróxilo. Cada cajón, al llegar, era descargado por operarios que andaban descalzos, y cada cartucho era transportado a la boca del columbiad, bajándolo al fondo por medio de grúas movidas a brazo. Se habían alejado todas las máquinas de vapor, y apagado todo fuego a dos millas a la redonda. Bastantes dificultades había en preservar aquellas cantidades de fulmicotón de los ardores del sol, aunque fuese en noviembre.

Así es que se trabajaba principalmente de noche a la claridad de una luz producida en el vacío, la cual, por medio de los aparatos de Ruhmkorff, creaba un día artificial hasta el fondo del columbiad. Allí se colocaban los cartuchos con perfecta regularidad y se unían entre sí por medio de un hilo metálico destinado a llevar simultáneamente la chispa eléctrica al centro de cada uno de ellos.

En efecto, el fuego debía comunicarse al algodón pólvora por medio de la pila. Todos los hilos, cubiertos de una materia aislante, venían a reunirse en uno solo, convergiendo de un pequeño orificio abierto a la altura del proyectil; por aquel agujero atravesaban la gruesa pared de fundición y subían a la superficie del suelo por uno de los respiraderos del revestimiento de piedra conservado con este objeto. Llegado ya a la cúspide de Stone's Hill, el hilo, que estaba sostenido por postes, a manera de los hilos telegráficos, en un trayecto de dos millas, se unía a una poderosa pila de Bunsen pasando por un aparato interruptor. Bastaba, pues, pulsar con el. dedo el botón del aparato para establecer instantáneamente la corriente y prender fuego a las 400.000 libras de fulmicotón. Noes necesario decir que la pila no debía entrar en funcionamiento hasta el último instante.

El 28 de noviembre, los 800 cartuchos estaban debidamente colocados en el fondo del columbiad. Esta parte de la operación se había llevado a cabo felizmente. ¡Pero cuántas zozobras, cuántas inquietudes, cuántos sobresaltos había sufrido el presidente Barbicane! ¡Cuántas luchas había tenido que sostener! En vano había prohibido la entrada en Stone's Hill; todos los días los curiosos armaban escándalos en las empalizadas, algunos, llevando la imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las cargas de fulmicotón.

Barbicane se ponía furioso y to mismo J. T. Maston, que echaba a los intrusos con la mayor energía, y recogía las colillas de cigarro que los yanquis tiraban de cualquier modo. La tarea era ruda, porque pasaban de 300.000 individuos los que se agrupaban alrededor de las empalizadas. Michel Ardan se había ofrecido a escoltar los cajones hasta la boca del columbiad; pero habiéndole sorprendido a él mismo con un enorme cigarro en la boca, mientras perseguía a los imprudentes a quienes daba mal ejemplo, el presidente del Gun-Club vio que no podía contar con un fumador tan empedernido, y, en lugar de nombrarle vigilante, ordenó que fuese vigilado muy especialmente.

En fin, como hay un Dios para los artilleros, el columbiad se cargó y todo fue a pedir de boca. Mucho peligro corría el capitán Nicholl de perder su tercera apuesta.

Aún había que introducir el proyectil en el columbiad y colocarlo sobre el fulmicotón.

Pero antes de proceder a esta operación, se dispusieron con orden.en el vagón proyectil los objetos que el viaje requería. Éstos eran bastante numerosos; y, si se hubiese dejado hacer a Michel Ardan, habrían ocupado muy pronto todo el espacio reservado a los viajeros. Nadie es capaz de figurarse to que el buen francés quería llevar a la Luna. Una verdadera pacotilla de superfluidades. Pero Barbicane intervino y todo se redujo a to estrictamente necesario.

Se colocaron en el cofre de los instrumentos varios termómetros, barómetros y anteojos.

Los viajeros tenían curiosidad de examinar la Luna durante la travesía, y para facilitar el reconocimiento de su nuevo mundo, iban provistos de un excelente mapa de Beer y Moedler, Mapa selenographica, publicado en cuatro hojas, que pasa, con razón, por una verdadera obra maestra de observación y paciencia. En dicho mapa se reproducen con escrupulosa exactitud los más insignificantes pormenores de la porción del astro que mira a la Tierra; montañas, valles, circos, cráteres, picos, ranuras, se ven en él con sus dimensiones exactas, con su fiel orientación, y hasta con su denominación propia, desde los montes Doerfel y Leibniz, cuya alta cima descuella en la parte oriental del disco, hasta el mar del Frío, que se extiende por las regiones circumpolares del Norte.

Era, pues, un precioso documento para los viajeros porque les permitía estudiar el país antes de entrar en él.

Llevaban también tres rifles y tres escopetas que disparaban balas explosivas, y, además, pólvora y balas en gran cantidad.

-No sabemos con quién tendremos que habérnoslas -decía Michel Ardan-. Podemos encontrar hombres o animales que tomen a mal nuestra visita. Es, pues, preciso tomar precauciones.

A más de los instrumentos de defensa personal, había picos, azadones, sierras de mano y otras herramientas indispensables, sin hablar de los vestidos adecuados a todas las temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta el calor de la zona tórrida.

Michel Ardan hubiera querido llevarse cierto número de animales, aunque no un par de cada especie de todas las conocidas, pues él no veía la necesidad de aclimatar en la Luna serpientes, tigres, cocodrilos y otros animales dañinos.

-No -decía a Barbicane-, pero algunas bestias de carga, toros, asnos o caballos, harían buen efecto en el país y nos serían sumamente útiles.

-Convengo en ello, mi querido Ardan -respondía el presidente del Gun-Club-, pero nuestro vagón proyectil no es el arca de Noé. No tiene su capacidad, ni tampoco su objeto. No traspasemos los límites de lo posible.

En fin, después de prolijas discusiones, quedó convenido que los viajeros se contentarían con llevar una excelente perra de caza perteneciente a Nicholl y un vigoroso perro de Terranova de una fuerza prodigiosa. En el número de los objetos indispensables se incluyeron algunas cajas de granos y semillas útiles. Si hubiesen dejado a Michel Ardan despacharse a su gusto, habría llevado también algunos sacos de tierra para sembrarlas. Ya que no pudo hacer todo to que quería, cargó con una docena de arbustos que, envueltos en paja con el mayor cuidado, fueron colocados en un rincón del proyectil.

Quedaba aún la importante cuestión de los víveres, pues era preciso prepararse para el caso en que se llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril. Barbicane se lo arregó de modo que reunió víveres para un año.

Pero debemos advertir, para que nadie se haga cruces ni ponga en cuarentena to que decimos, que los víveres consistieron en conservas de carnes y legumbres reducidas a su menor volumen posible bajo la acción de la prensa hidráulica, y que contenían una gran cantidad de elementos nutritivos; verdad es que no eran muy variados, pero en una expedición era preciso no andarse con dengues y zalamerías. Había también una reserva de aguardiente que se elevaba a unos 50 galones(1) y agua nada más que para dos meses, pues, según las últimas observaciones de los astrónomos nadie podía poner en duda la presencia de cierta cantidad de agua en la superficie de la Luna. En cuanto a los víveres, insensatez hubiera sido creer que habitantes de la Tierra no habían de encontrar a11í arriba con qué alimentarse. Acerca del particular, Michel Ardan no abrigaba la menor duda. Si la hubiese abrigado, no hubiera pensado siquiera en emprender el peligroso viaje.

1. Cerca de 200 litros.

-Por otra parte -dijo un día a sus amigos-, no quedaremos completamente abandonados de nuestros camaradas de la Tierra y ellos procurarán no olvidarnos.

-¡Claro que no! -respondió J. T. Maston.

-¿En qué se funda usted? -preguntó Nicholl.

-Muy sencillamente -respondió Ardan-. ¿No quedará siempre aquí el columbiad? ¡Pues bien! Cuantas veces la Luna se presente en condiciones favorables de cenit, ya que no de perigeo, es decir, una vez al año a poca diferencia, ¿no se nos podrán enviar granadas cargadas de víveres, que nosotros recibiremos en día fijo?

-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó J. T. Maston, como hombre a quien se ha ocurrido una idea-. ¡Muy bien dicho! ¡Perfectamente dicho! ¡No, en verdad, queridos amigos, no os olvidaremos!

Cuento con ello! Así pues, ya to veis, tendremos regularmente noticias del globo, y, por to que a nosotros toca, muy torpes hemos de ser para no hallar medio de ponernos en comunicación con nuestros buenos amigos de la Tierra.

Había en estas palabras tal confianza, que Michel Ardan, con su resuelto continente y su soberbio aplomo, hubiera arrastrado en pos de sí a todo el Gun-Club. Lo que él decía parecía sencillo, elemental, fácil, de un éxito asegurado, y hubiera sido necesario tener un apego mezquino a este miserable globo terráqueo para no seguir a los tres viajeros en su fantástica expedición lunar.

Cuando estuvieron debidamente colocados en el proyectil todos los objetos, se introdujo entre sus tabiques el agua destinada a amortiguar la repercusión, y el gas para el alumbrado se encerró en su recipiente. En cuanto el clorato de potasa y a la potasa cáustica, Barbicane, temiendo en el camino retrasos imprevistos, se llevó una cantidad suficiente para renovar por espacio de dos meses el oxígeno y absorber el carbónico. Un aparato sumamente ingenioso que funcionaba automáticamente, se encargaba de devolver al aire sus cualidades vivificadoras y de purificarlo completamente. El proyectil estaba, pues, en disposición de echar a volar, y ya no faltaba más que bajarlo al columbiad. La operación estaba erizada de dificultades y peligros.

Se trasladó la enorme granada a la cúspide de Stone's Hill, donde grúas de gran potencia se apoderaron de ella y la tuvieron suspendida encima del pozo de metal.

Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas no pudiendo resistir un peso tan grande, se hubiesen roto, la caída de una mole tan enorme hubiera indudablemente determinado la inflamación del fulmicotón.

Afortunadamente nada de esto sucedió, y algunas horas después el vagón proyectil, bajando poco a poco por el ánima del cañón, se acostó en su lecho de piróxilo, verdadero edredón fulminante. Su presión no hizo más que atacar con mayor fuerza la carga del columbiad.

-He perdido -dijo el capitán, entregando al presidente Barbicane una suma de 3.000 dólares.

Barbicane no quería recibir cantidad alguna de un compañero de viaje, pero tuvo que ceder a la obstinación de Nicholl, el cual deseaba cumplir todos los compromisos antes de abandonar la Tierra.

-Entonces -dijo Michel Ardan-, ya no tengo que desearos más que una cosa, mi bravo capitán.

-¿Cuál? -preguntó Nicholl.

-Que perdáis vuestras otras dos apuestas -respondió el francés-. Así estaremos seguros de no quedarnos en el camino.

XXVI

¡Fuego!

Había llegado el primero de diciembre, día decisivo, porque si la partida del proyectil no se efectuaba aquella misma noche, a las diez y cuarenta y seis minutos y cuarenta segundos, más de dieciocho años tendrían que transcurrir antes de que la Luna se volviese a presentar en las mismas condiciones simultáneas de cenit y perigeo.

El tiempo era magnífico. A pesar de aproximarse el invierno, el Sol resplandecía y bañaba con sus radiantes efluvios la Tierra, que tres de sus habitantes iban a abandonar en busca de un nuevo mundo.

¡Cuántas gentes durmieron mal durante la noche que precedió a aquel día tan impacientemente deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo el peso de una ansiedad penosa! ¡Todos los corazones palpitaron inquietos, a excepción del de Michel Ardan! Este impasible personaje iba y venía con su habitual movilidad, pero nada denunciaba en él una preocupación insólita. Su sueño había sido pacífico, como el de Turena al pie del cañón, antes de la batalla.

Después que amaneció, una innumerable muchedumbre cubría las praderas que se extienden hasta perderse de vista alrededor de Stone's Hill. Cada cuarto de hora, el ferrocarril de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La inmigración tomó luego proporciones fabulosas y, según los registros del Tampa Town Observer durante aquella memorable jornada, hollaron con su pie el suelo de Florida alrededor de cinco millones de espectadores.

Un mes hacía que la mayor parte de aquella multitud vivaqueaba alrededor del recinto, y echaba los cimientos de una ciudad que se llamó después Ardan's Town. Erizaban la llanura barracas, cabañas, bohíos, tiendas, toldos, rancherías, y estas habitaciones efímeras abrigaron una población bastante numerosa para causar envidia a las mayores ciudades de Europa.

Allí tenían representantes todos los pueblos de la Tierra; a11í se hablaban a la vez todos los dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como en los tiempos bíblicos de la torre de Babel. Allí las diversas clases de la sociedad americana se confundían en una igualdad absoluta. Banqueros, labradores, marinos, comerciantes, corredores, plantadores de algodón, negociantes; banqueros y magistrados se codeaban con una sencillez primitiva. Los criollos de Luisiana fraternizaban con los terratenientes de Indiana; los aristócratas de Kentucky y de Tennessee, los virginianos elegantes y altaneros, departían de igual a igual con los cazadores medio salvajes de los lagos y con los traficantes de bueyes de Cincinnati. Cubrían unos su cabeza con sombreros de castor, de anchas alas, otros con el clásico panamá; quién, vestía pantalones azules de algodón; quién, iba ataviado con elegantes blusas de lienzo crudo; unos calzaban botines de colores brillantes; otros ostentaban extravagantes chorreras de batista y hacían centellear en su camisa, en sus bocamangas, en su corbata, en sus diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus orejas, todo un surtido de sortijas, alfileres, brillantes, cadenas, aretes y otras zarandajas cuyo valor era igual a su mal gusto. Mujeres, niños, criados, con trajes no menos opulentos, acompañaban, seguían, precedían, rodeaban a estos maridos, estos padres, estos señores, que parecían jefes de tribu en medio de sus innumerables familias.

A la hora de comer era de ver cómo aquella multitud se precipitaba sobre los platos típicos del Sur y cómo devoraba, con un apetito capaz de producir una escasez de alimentos en Florida, manjares que repugnarían a un estómago europeo, tales como ranas en pepitoria, monos estofados, fischower,(1) didelfo frito, zorra casi cruda, o magras de oso asadas a la parrilla.

1. Manjar compuesto de diferentes pescados.

Pero, también, ¡cuán grande era para facilitar la digestión de manjares tan indigestos, la variada serie de licores! ¡Qué gritos tan estruendosos, qué vociferaciones tan apremiantes resonaban en las tabernas, provistas abundantemente de vasos, copas, frascos, garrafas, botellas y otras vasijas de formas inverosímiles, con morteros para pulverizar el azúcar y con paquetes de paja!

-¡Julepe de hierbabuena! -gritaba con voz sonora un vendedor.

-¡Ponche de vino de Burdeos! -replicaba otro, con un tono que parecía estar gruñendo.

¡Gin-sling! -repetía otro.

-¡El buen cóctel! ¡El buen brandy-smash! -decían otros varios.

-¿Quién quiere el verdadero ment-julep a la última modal -entonaban algunos mercaderes diestros, haciendo pasar rápidamente de un vaso a otro, con la habilidad de un jugador de dados, el azúcar, el limón, la hierbabuena, el hielo, el agua, el coñac y la piña de América, que componen una excelente bebida refrescante.

En los días siguientes, invitaciones dirigidas a los gaznates alterados por la acción ardiente de las especies se repetían y cruzaban incesantemente, produciendo una barahúnda de todos los diablos. Pero en aquel primero de diciembre los gritos eran raros. En vano los vendedores se hubieran puesto roncos para estimular a la gente. Nadie pensaba en comer ni en beber, y a las cuatro de 1a tarde eran muchos los espectadores, muchos los que componían aquella inmensa multitud, que no habían aún tomado su acostumbrado aperitivo.

Había otro síntoma más significativo: la violenta pasión de los americanos por los juegos de azar era vencida por la agitación que se notaba en todas partes. Bien se conocía que el gran acontecimiento que se aguardaba embargaba todos los sentidos y no dejaba lugar a ninguna distracción, al ver que las bolas de billar no salían de las troneras, que los dados del chaquete dormían en sus cubiletes, que la ruleta permanecía inmóvil, que los naipes de whist, de la veintiuna, del rojo y negro, del monte y del faro, permanecían tranquilamente encerrados en sus cubiertas intactas.

Durante el día corrió entre aquella multitud ansiosa una agitación sorda, sin gritos, como la que precede a las grandes catástrofes. Un malestar indescriptible reinaba en los ánimos, un entorpecimiento penoso, un sentimiento indefinible que oprimía el corazón. Todos hubieran querido que el suceso hubiese ya terminado.

Sin embargo, a eso de las siete se disipó de pronto aquel pesado silencio. La Luna apareció en el horizonte. Su aparición fue saludada por millares de hurras. Había acudido puntualmente a la cita. Los clamores subían al cielo; los aplausos partieron de todos los puntos, y, entretanto, la blanca Febe, brillando pacíficamente en un cielo admirable, acariciaba la multitud con sus rayos más afectuosos.

En aquel momento se presentaron los intrépidos viajeros. Se centuplicó a su llegada el general clamoreo. Unánime a instantáneamente el himno nacional de los Estados Unidos se escapó de todos los pechos anhelantes, y el Yankee doodle, cantado a coro por cinco millones de voces, se elevó como una tempestad sonora hasta los últimos límites de la atmósfera.

Después de este irresistible arranque, el himno cesó; las últimas armonías se extinguieron poco a poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un rumor silencioso flotó sobre aquella multitud tan profundamente impresionada.

Sin embargo, el francés y los dos americanos habían entrado en el recinto reservado, a cuyo alrededor se agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los miembros del Gun-Club y delegaciones enviadas por los observatorios europeos. Barbicane, frío y sereno, daba tranquilamente sus últimas órdenes. Nicholl, con los labios apretados y las manos cruzadas a la espalda, andaba con paso firme y mesurado. Michel Ardan, siempre despreocupado, en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero, con la bolsa de camino colgada del hombro y el cigarro en la boca, distribuía, al pasar, sendos apretones de manos con una prodigalidad de príncipe. Su verbosidad era inagotable. Alegre, risueño, dicharachero, hacía al digno J. T. Maston muecas de pilluelo. En una palabra, era francés, y, to que es peor aún, parisiense hasta la médula.

Dieron las diez. Había llegado el momento de colocarse en el proyectil, pues la maniobra necesaria para bajar a él, atornillar la tapa y quitar las grúas y los andamios inclinados sobre la boca del columbiad, exigían algún tiempo.

Barbicane había arreglado su cronómetro, que no discrepaba una décima de segundo del reloj del ingeniero Murchison, encargado de prender fuego a la pólvora por medio de la chispa eléctrica. De esta manera los viajeros encerrados en el proyectil podrían seguir también con su mirada la impasible manecilla hasta que marcase el instante preciso de su partida.

Había, pues, llegado el momento de la despedida. La escena fue patética, y hasta el mismo Michel Ardan, no obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J. T. Maston había hallado bajo sus párpados secos una antigua lágrima que reservaba sin duda para aquella ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y bravo presidente.

-¡Si yo partiese! -dijo-. ¡Aún es tiempo!

-¡Imposible, mi querido amigo Maston! -respondió Barbicane.

Algunos instantes después, los tres compañeros ocupaban su puesto en el proyectil y habían ya atornillado interiormente la tapa. La boca del columbiad, enteramente despejada, se abría libremente hacia el cielo.

Nicholl, Barbicane y Michel Ardan se hallaban definitivamente encerrados en su vagón de metal.

¿Quién sería capaz de pintar la ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?

La Luna avanzaba en un firmamento de límpida pureza, apagando al pasar el centelleo de las estrellas. Recorría entonces la constelación de Géminis, y se hallaba casi a la mitad del camino del horizonte y el cenit. No había, pues, quien no pudiese comprender fácilmente que se apuntaba delante del objeto, como apunta el cazador delante de la liebre que quiere matar y no a la liebre misma.

Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la escena. ¡Ni un soplo de viento en la tierra! ¡Ni un soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a palpitar. Todas las miradas convergían azoradas en la boca del columbiad.

Murchison seguía con la vista la manecilla de su cronómetro. Apenas faltaban cuarenta segundos para el momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo.

Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y no hubo uno solo en la multitud que no pensase que los audaces viajeros encerrados en el proyectil contaban también aquellos terribles segundos. Se escaparon gritos aislados.

-¡Treinta y cinco! ¡Treinta y seis! ¡Treinta y siete! ¡Treinta y ocho! ¡Treinta y nueve! ¡Cuarenta! ¡Fuego!

Inmediatamente, Murchison, apretando con el dedo el interruptor del aparato, estableció la corriente y lanzó la chispa eléctrica al fondo del columbiad.

Una detonación espantosa, inaudita, sobrehumana, de la que no hay estruendo alguno que pueda dar la más débil idea, ni los estallidos del rayo, ni el estrépito de las erupciones, se produjo instantáneamente. Un haz inmenso de fuego salió de las entrañas de la tierra como de un cráter. El suelo se levantó, y apenas hubo uno que otro espectador que pudiera entrever un instante el proyectil hendiendo victoriosamente el aire en medio de inflamados vapores.

CAPÍTULO XXVII

Tiempo nublado

En el momento de elevarse al cielo a una prodigiosa altura, la candente luz, la llama dilatada iluminó Florida entera, y hubo un momento de incalculable brevedad en que el día sustituyó a la noche en una considerable extensión de territorio. El inmenso penacho de fuego se percibió desde 100 millas en el mar, to mismo en el golfo que en el Atlántico, y más de un capitán anotó en su diario de a bordo la aparición de aquel gigantesco meteoro.

La detonación del columbiad fue acompañada de un verdadero terremoto. Florida sintió la sacudida hasta el fondo de sus entrañas. Los gases de la pólvora, dilatados por el calor, rechazaron con incomparable violencia las capas atmosféricas, y aquel huracán artificial, cien veces más rápido que el huracán de las tormentas, cruzó el aire como una tromba.

Ni un solo espectador quedó en pie. Hombres, mujeres, niños, todos fueron derribados como espigas sacudidas por el viento de la tempestad; hubo un tumulto formidable; muchas personas al caer se hirieron gravemente; y J. T. Maston, que imprudentemente se colocó demasiado cerca de la pieza, fue arrojado a 20 toesas y pasó como una bala por encima de la cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil personas quedaron momentáneamente sordas y como heridas de estupor.

La corriente atmosférica, después de haber derribado barracas, hundido chozas, desarraigado árboles en un radio de 20 millas, arrojado los trenes de los raíles, hasta Tampa, cayó sobre esta ciudad como un alud, y destruyó un centenar de edificios, entre otros la iglesia de Santa María y el nuevo palacio de la bolsa, que se agrietó en toda su longitud. Algunos buques del puerto, chocando unos contra otros, se fueron a pique y diez embarcaciones, ancladas en la rada, se estrellaron en la costa, después de haber roto sus cadenas como si fuesen hebras de algodón.

Pero el círculo de las devastaciones se extendió más lejos aún, y más allá de los límites de los Estados Unidos. El efecto de la repercusión, ayudada por los vientos del Oeste, se dejó sentir en el Atlántico a más de 300 millas de las playas americanas. Una tempestad ficticia, una tempestad inesperada, que no había podido prever el almirante Fitz Roy, puso en dispersión su escuadra; y muchos buques, envueltos en espantosos torbellinos que no les dieron tiempo de cargar ni rizar una sola vela, zozobraron en un instante, entre ellos el Child-Herald, de Liverpool, lamentable catástrofe que fue objeto de las más vivas reclamaciones de la prensa de la Gran Bretaña.

En fin,-y para decirlo todo, si bien el hecho no tiene más garantía que la afirmación de algunos indígenas, media hora después de la partida del proyectil, algunos habitantes de Gorea y de Sierra Leona pretendieron haber percibido una conmoción sorda, última vibración de las ondas sonoras que, después de haber atravesado el Atlántico, iba a morir en las costas africanas.

Pero volvamos a Florida. Pasado el primer instante del tumulto, los heridos, los sordos, todos los que componían la multitud, salieron de su asombro y lanzaron gritos frenéticos, vitoreando a Ardan, a Barbicane y a Nicholl. Millones de hombres, armados de telescopios y anteojos de largo alcance, interrogaban el espacio, olvidando las contusiones para no pensar mas que en el proyectil. Pero to buscaban en vano. No se le podía ya distinguir, y era preciso resignarse a aguardar a que llegaran los telegramas de Long's Peak. El director del observatorio de Cambridge ocupaba su puesto en las montañas Rocosas, siendo él, astrónomo hábil y perseverante, a quien se habían confiado las observaciones.

Pero un fenómeno imprevisto, aunque fácil de prever, y contra el cual nada podían los hombres, sometió la impaciencia pública a una ruda prueba.

El tiempo, hasta entonces tan sereno, se echó a perder de pronto; el cielo se cubrió de oscuras nubes. ¿Podía suceder otra cosa, después de la revolución terrible que experimentaron las capas atmosféricas y de la dispersión de la cantidad enorme de vapores procedentes de la deflagración de 400.000 libras de piróxilo? Todo el orden natural se había perturbado, to que no puede asombrar a los que saben que con frecuencia en los combates navales se ha visto modificarse de pronto el estado atmosférico por las descargas de la artillería.

El Sol, al día siguiente, se levantó en un horizonte cargado de espesas nubes, que formaban entre el cielo y la tierra una pesada a impenetrable cortina que se extendió desgraciadamente hasta las regiones de las montañas Rocosas.

Fue una fatalidad. De todas partes del globo se elevó un concierto de reclamaciones. Pero la naturaleza no hizo de ellas ningún caso, y justo era, ya que los hombres habían turbado la atmósfera con su cañonazo, que sufriesen las consecuencias.

Durante el primer día, no hubo quien no tratase de penetrar el velo opaco de las nubes, pero todos perdieron el tiempo miserablemente. Además, todos miraban erróneamente al cielo, pues, a consecuencia del movimiento diurno del globo, el proyectil debía necesariamente pasar entonces por la línea de los antípodas.

Como quiera que sea, cuando la Tierra quedó envuelta en las tinieblas de una noche impenetrable y profunda, fue imposible percibir la Luna levantada en el horizonte, como si expresamente la casta Diana se ocultase a las miradas de los temerarios o profanos que habían hecho fuego contra ella. No hubo observación posible, y los partes de Long's Peak confirmaron este funesto contratiempo.

Sin embargo, si el resultado del experimento fue el que se esperaba, los viajeros que partieron el 1 de diciembre a las 10 horas y 40 minutos de la noche, debían llegar el día 4 a medianoche. Hasta entonces era, pues, preciso tener paciencia sin alborotar demasiado, haciéndose todos cargo de que era muy difícil, no siendo en condiciones muy favorables, observar un cuerpo tan pequeño como la granada.

El 4 de diciembre, desde las ocho de la tarde hasta medianoche, hubiera sido posible seguir el curso del proyectil, el cual habría parecido como un punto en el plateado disco de la Luna. Pero el tiempo permaneció inexorablemente encapotado, to que llevó al último extremo la exasperación pública. Se injurió a la Luna porque no se presentaba. ¡Volubilidad humana!

J. T. Maston, desesperado, marchó a Long's Peak. Quería observar por sí mismo, no cabiéndole la menor duda de que sus amigos habían llegado al término de su viaje. Por otra parte, no había oído decir que el proyectil hubiese caído en un punto cualquiera de las islas y continentes terrestres, y J. T. Maston no admitía ni un solo instante la posibilidad de una caída en los océanos que cubren las tres cuartas partes del globo.

El día 5 siguió el mismo tiempo. Los grandes telescopios del Viejo Mundo, de Herschel, de Rosse, de Fousseaul, estaban invariablemente dirigidos al astro de la noche, porque en Europa el tiempo era precisamente magnífico; pero la debilidad relativa de dichos instrumentos invalidaba todas las observaciones.

No hizo el día 6 mejor tiempo. La impaciencia atormentaba las tres cuartas partes del globo. Hasta hubo quienes propusieron los medios más insensatos para disipar las nubes acumuladas en el aire.

El día 7 el cielo se modificó algo. Hubo alguna esperanza, pero ésta duró poco, pues por la noche espesas nubes pusieron la bóveda estrellada a cubierto de todas las miradas.

La situación se agravaba. El día 11, a las nueve y once minutos de la mañana, la Luna debía entrar en su último cuarto, y luego it declinando, de suerte que después, aunque el tiempo se despejase, la observación sería poco menos que infructuosa. La Luna entonces no mostraría más que una porción siempre decreciente de su disco hasta hacerse Luna nueva, es decir, que se pondría y saldría con el Sol, cuyos rayos la volverían absolutamente invisible. Sería, por consiguiente, preciso aguardar hasta el 3 de enero, a las 12 horas y 41 minutos del día para volverla a encontrar llena y empezar de nuevo la observación.

Los periódicos publicaban estas reflexiones con mil comentarios, y aconsejaban al público que se armase de paciencia.

El día 8 no hubo novedad. El 9 reapareció el Sol un instante, como para burlarse de los americanos. Éstos to recibieron con una estrepitosa silba, y él, herido sin duda en su amor propio por una acogida semejante, se mostró muy avaro de sus rayos.

El día 10 tampoco hubo variación notable. Poco faltó para que J. T. Maston perdiese la chaveta, inspirando serios temores al cerebro del digno veterano, tan bien conservado hasta entonces bajo su cráneo de gutapercha.

Pero el día 11 se desencardenó en la atmósfera una de esas espantosas tempestades de las regiones intertropicales. Fuertes vientos del Este barrieron las nubes tan tenazmente acumuladas, y por la noche el disco del astro nocturno, a la sazón rojizo, pasó majestuosamente en medio de las límpidas constelaciones del cielo.

XXVIII

Un astro nuevo

Aquella misma noche, la palpitante noticia esperada con tanta impaciencia, cayó como un rayo en los Estados de la Unión, y luego, atravesando el océano, circuló por todos los hilos telegráficos del globo. El proyectil había sido percibido gracias al gigantesco reflector de Long's Peak. He aquí la nota redactada por el director del observatorio de Cambridge, la cual contiene la conclusión científica del gran experimento del Gun-Club.

«Long's Peak,12 de diciembre

»A los señores miembros del observatorio de Cambridge

»El proyectil disparado por el columbiad de Stone's Hill ha sido percibido por los señores Belfast y J. T. Maston, el 12 de diciembre, a las 8 horas 47 minutos de la noche, habiendo entrado la Luna en su último cuarto.

»El proyectil no ha llegado a su término. Ha pasado, sin embargo, bastante cerca de él para ser retenido por la atracción lunar.

»A11í, su movimiento rectilíneo se ha convertido en un movimiento circular de una rapidez vertiginosa, y ha sido arrastrado siguiendo una órbita elíptica alrededor de la Luna, de la cual ha pasado a ser un verdadero satélite.

»Los elementos de este nuevo astro no han podido aún determinarse. No se conoce su velocidad de traslación ni su velocidad de rotación. Puede calcularse en 2.833 millas, aproximadamente, la distancia que to separa de la superficie de la Luna.

»En la actualidad se pueden establecer dos hipótesis, y según cuál sea la que corresponde al hecho, modificar de distinta manera el estado de cosas.

»O la atracción de la Luna prevalecerá sobre todas las fuerzas, y arrastrará el proyectil, en cuyo caso los viajeros llegarán al término de su viaje.

»O, conservándose el proyectil en una órbita inmutable, gravitará alrededor del disco lunar hasta la consumación de los siglos.

»He aquí to que las observaciones nos dirán un día u otro, pero, por ahora, el único resultado de la tentativa del Gun-Club ha sido dotar a nuestro sistema solar de un astro nuevo.

J. BELFAST.»

¡Cuántas cuestiones suscitaba un desenlace tan inesperado! ¡Qué situación preñada de misterios reserva el porvenir a las investigaciones científicas! Gracias al valor y abnegación de tres hombres, una empresa tan fútil en apariencia, cual era la de enviar una bala a la Luna, acababa de tener un resultado inmenso, cuyas consecuencias eran incalculables. Los viajeros, encarcelados en un nuevo satélite, si bien es verdad que no habían alcanzado su objetivo, formaban al menos parte del mundo lunar; gravitaban alrededor del astro de la noche, y por primera vez podía la vista penetrar todos sus misterios. Los nombres de Nicholl, de Barbicane y de Michel Ardan deberán, pues, ser siempre célebres en los fastos astronómicos, porque estos atrevidos exploradores, deseando ensanchar el círculo de los conocimientos humanos, atravesaron audazmente el espacio y se jugaron la vida en la más sorprendente tentativa de los tiempos modernos.

Conocida la nota de Long's Peak, hubo en el universo entero un sentimiento de sorpresa y espanto. ¿Era posible auxiliar a aquellos heroicos habitantes de la Tierra? No, sin duda alguna, porque se habían colocado fuera de la humanidad traspasando los límites impuestos por Dios a las criaturas terrestres. Podían procurarse aire durante dos meses. Tenían víveres para un año. Pero ¿y después…? Los corazones más insensibles palpitaban al dirigirse tan terrible pregúnta.

Un hombre, uno solo, se negaba a admitir que la situación fuese desesperada, uno solo tenía confianza, y era su amigo adicto, audaz y resuelto como ellos, el buen J. T. Maston.

No les perdía de vista. Su domicilio fue en to sucesivo Longs Peak; su horizonte, el espejo del inmenso reflector. Apenas la Luna aparecía en el horizonte, la encerraba en el campo del telescopio y la seguía asiduamente en su marcha por los espacios planetarios. Observaba con una paciencia eterna el paso del proyectil por su disco de plata, y, en realidad, el digno veterano vivía en comunicación perpetua con sus tres amigos, y no desesperaba de volverlos a ver un día a otro.

«Me cartearé con ellos -decía al que quería oírle-, cuando las circunstancias to permitan. Tendremos noticias de ellos, y ellos las tendrán de nosotros. Los conozco; son hombres de mucho temple. Llevan consigo en el espacio todos los recursos del arte, de la ciencia y de la industria. Con esto se hace cuanto se quiere, y ya veréis cómo salen del atolladero.»

FIN

 

 

 

Autor:

Alfredo Ramirez Puentes.

Estudiante de Ingenieria aeronautica.

Bogota Colombia.

 

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Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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