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Julio Verne – De la Tierra a la Luna (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Partes: 1, , 3, 4, 5

1. Es decir, que pesa veinticuatro libras.

2. Así es que cuando se ha oído el estampido de la boca de fuego, el que to ha oído no puede ser ya herido por la bala.

Entusiastas hurras acogieron esta retumbante peroración, y J. T. Maston, muy conmovido, se sentó entre las felicitaciones de sus colegas.

-Y ahora -dijo Barbicane- que hemos pagado un tributo a la poesía, vámonos directamente al grano.

-Vamos al grano -respondieron los miembros del comité, echándose cada uno al coleto media docena de bocadillos.

-Ya sabéis cuál es el problema que hay que resolver -repuso el presidente-. Se trata de dar a un proyectil una velocidad de 12.000 yardas por segundo. Tengo motivos para creer que to conseguiremos. Pero ahora examinemos las velocidades obtenidas hasta la fecha. Acerca del particular, el general Morgan podrá instruirnos.

-Tanto más -respondió el general- cuanto que, durante la guerra, era miembro de la comisión de experimentos. Os diré, pues, que los cañones de a 100 de Dahlgreen, que alcanzaban 2.500 toesas, daban a su proyectil una velocidad inicial de 500 yardas por segundo.

-Bien. ¿Y el columbiad (1) Rodynan? -preguntó el presidente.

1. Los americanos dan el nombre de columbiad a estas enormes máquinas de destrucción.

-El columbiad Rodman, ensayado en el fuerte Hamilton, lanzaba una bala de media tonelada de peso a una distancia de 6 millas, a una velocidad de 800 yardas por segundo, resultado que no han obtenido nunca en Inglaterra, Armstrong y Pallisier.

-¡Oh! ¡Los ingleses! -murmuró J. T. Maston, volviendo hacia el horizonte del Este su formidable mano postiza.

-¿Así pues -repuso Barbicane-, 800 yardas son el máximo de la velocidad alcanzada hasta ahora en balística?

-Sí -respondió Morgan.

-Diré, sin embargo -replicó J. T. Maston-, que si mi mortero no hubiese reventado…

-Sí, pero reventó -respondió Barbicane con un ademán benévolo-. Tomemos, pues, por punto de partida la velocidad de 800 yardas. La necesitamos veinte veces mayor. Dejando para otra sesión la discusión de los medios destinados a producir esta velocidad, Ilamo vuestra atención, mis queridos colegas, sobre las dimensiones que conviene dar a la bala. Bien comprendéis que no se trata ahora de proyectiles que pesen media tonelada.

-¿Por qué no? -preguntó el mayor.

-Porque -respondió al momento J. T. Maston- se necesita una bala que sea bastante grande para llamar la atención de los habitantes de la Luna, en el supuesto de que la Luna tenga habitantes.

-Sí -respondió Barbicane-, y también por otra razón aún más importante.

-¿Qué queréis decir, Barbicane? -preguntó el mayor.

-Quiero decir que no basta enviar un proyectil para no volverse a ocupar de él; es menester que le sigamos durante su viaje hasta el momento de llegar a su destino.

-¡Cómo! -dijeron el general y el mayor, algo sorprendidos de la proposición.

-Es natural -repuso Barbicane con la seguridad de un hombre que sabe to que se dice-, de otra suerte nuestro experimento no produciría el menor resultado.

-Pero entonces -replicó el mayor- ¿vais a dar al proyectil dimensiones enormes?

 

-No, escuchadme. Ya sabéis que los instrumentos de óptica han adquirido una perfección suma. Con ciertos telescopios se han llegado a obtener aumentos de seis mil veces el tamaño natural, y a acercar la Luna a unas dieciséis leguas. A esta distancia, los objetos cuyo volumen es de 60 pies, son perfectamente visibles. Si no se ha llevado más lejos el poder de penetración de los telescopios, ha sido porque este poder no se ejerce sino en menoscabo de la claridad; la Luna, que no es más que un espejo reflector, no envía una luz bastante intensa para que se pueda llevar el aumento más allá de ese límite.

-¿Qué pensáis, pues, hacer? -preguntó el general-. ¿Daréis a vuestro proyectil un diámetro de sesenta pies?

-¡No!

-¿Os comprometéis, pues, a volver la Luna más luminosa?

-Precisamente.

-¡Me gusta la ocurrencia! -exclamó J. T. Maston.

-Es una cosa muy sencilla-respondió Barbicane-. Si se llega a disminuir la densidad de la atmósfera que atraviesa la luz de la Luna, ¿no es evidente que se habrá vuelto esta luz más intensa?

-Evidentemente.

-Pues bien, para obtener este resultado, me bastará colocar mi telescopio en alguna montaña elevada, y es lo que haremos.

-Convenido, convenido -respondió el mayor-. ¡Tenéis una manera de simplificar las cosas…! ¿Y qué aumento esperáis obtener así?

-Un aumento de cuarenta y ocho mil veces, que nos pondrá la Luna a una distancia que será no más que de cinco millas, y los objetos para ser visibles no necesitarán tener más que un diámetro de nueve pies.

-¡Perfectamente! -exclamó J. T. Maston-. ¿Nuestro proyectil va a tener nueve pies de diámetro?

-Ni más ni menos.

-Permitidme deciros, sin embargo -repuso el mayor Elphiston-, que, aun así, será un peso tal … .

-¡Oh, mayor! -respondió Barbicane-. Antes de discutir su peso, permitidme deciros que nuestros padres hacían, en este género, maravillas. Lejos de mí la idea de que la balística no ha progresado, pero bueno es saber que ya en la Edad Media se obtenían resultados sorprendentes, y aun me atreveré a decir más sorprendentes que los nuestros.

-Eso contádselo a mi abuela-replicó Morgan.

Justificad vuestras palabras -exclamó al momento J. T. Maston.

-Nada más fácil -replicó Barbicane-, puedo citar ejemplos en apoyo de mi aserción. En el sitio que puso a Constantinopla Mohamed II, en 1543, se lanzaron balas de piedra que pesaban 1.900 libras, que serían de un regular tamaño.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó el mayor-. Muchas libras son 1.900.

-En Malta, en tiempos de los caballeros, cierto cañón del fuerte de San Telmo arrojaba proyectiles que pesaban 2.500 libras.

-¡Imposible!

-Por último, según un historiador francés, bajo el reinado de Luis XI, había un mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente; pero esta bomba, partiendo de la Bastilla, que era un punto en que los locos encerraban a los cuerdos, iba a caer en Charenton, que es un punto donde los cuerdos encierran a los locos.

-¡Imposible!

-¡Muy bien! -dijo J. T. Maston.

-¿Qué hemos visto nosotros después, en resumidas cuentas? ¡Los cañones Armstrong, que disparan balas de 500 libras, y los columbiads Rodman, que disparan balas de media tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en alcance, en peso más han perdido que han ganado. Haciendo los debidos esfuerzos, llegaremos con los progresos de la ciencia a decuplicar el peso de las balas de Mohamed II y de los caballeros de Malta.

-Es evidente -respondió el mayor-. Pero ¿de qué metal pensáis echar mano para el proyectil?

-Del hierro fundido, pura y simplemente -dijo el general Morgan.

-¡Hierro fundido! -exclamó J. T. Maston con profundo desdén-. El hierro es un metal muy ordinario para fabricar una bala destinada a hacer una visita a la Luna.

-No exageremos, mi distinguido amigo -respondió Morgan-. El hierro fundido bastará.

-Entonces -repuso el mayor Elphiston-, puesto que el peso de la bala es proporcionado a su volumen, una bala de hierro fundido, que mide nueve pies de diámetro, pesará horriblemente.

-Horriblemente, si es – maciza; pero no si es hueca dijo Barbicane.

-¡Hueca! ¿Será, pues, una granada?

-¡En la que pondremos mensajes! -replicó J. T. Maston-. ¡Y muestras de nuestras producciones terrestres!

-¡Sí, una granada -respondió Barbicane-; no puede ser otra cosa! Una bala maciza de 108 pulgadas, pesaría más de 200.000 libras, y este peso es evidentemente excesivo. Sin embargo, como es menester que el proyectil tenga cierta consistencia, propongo que se le consienta un peso de 20.000 libras.

-¿Cuál será, pues, el grueso de sus paredes? -preguntó el mayor.

-Si seguimos la proporción reglamentaria -respondió Morgan-, un diámetro de 108 pulgadas exigirá paredes que no bajen de 2 pies.

-Sería demasiado -contestó Barbicane-. Notad bien que no se trata de una bala destinada a taladrar planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean bastante fuertes para contrarrestar la presión de los gases de la pólvora. He aquí, pues, el problema: ¿qué grueso debe tener una granada de hierro fundido para no pesar más que 20.000 libras? Nuestro hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo ahora mismo.

-Nada más fácil -replicó el distinguido secretario de la comisión.

Y sin decir más, trazó fórmulas algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X y más X elevadas hasta la segunda potencia. Hasta pareció que extraía, sin tocarla, cierta raíz cúbica y dijo:

-Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos pulgadas.

-¿Será suficiente? -preguntó el mayor con un ademán dubitativo.

-No, evidentemente, no -respondió el presidente Barbicane.

-¿Qué se hace, pues? -repuso Elphiston bastante perplejo.

-Emplear otro metal.

-¿Cobre?–dijo Morgan.

-No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro mejor.

-¿Cuál? -dijo el mayor.

-El aluminio -respondió Barbicane.

-¿Aluminio? -exclamaron los tres colegas del presidente.

-Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un ilustre químico francés, Henry Sainte-Claire Deville, Ilegó en 1854 a obtener el aluminio en masa compacta. Este precioso metal time la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro, la tenacidad del hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del vidrio. Se trabaja fácilmente, abunda en la naturaleza, pues la alúmina forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado expresamente para suministrarnos la materia de que se ha de componer nuestro proyectil.

-¡Bien por el aluminio! -exclamó el secretario de la comisión, siempre muy estrepitoso en sus momentos de entusiasmo.

-Pero, mi estimado presidente -dijo el mayor-, ¿no es acaso el aluminio excesivamente caro?

-Lo era -respondió Barbicane-; en los primeros tiempos de su descubrimiento, una libra de aluminio costaba de 260 a 280 dólares (cerca de 1.500 francos); después bajó a 20 dólares (150 francos), y actualmente vale 9 dólares (48 francos).

-Aun así -replicó el mayor, que no daba fácilmente su brazo a torcer-, es un precio enorme.

-Sin duda, mi querido mayor, pero no inasequible a nuestros medios.

-¿Cuánto pesará, pues? -preguntó Morgan.

-He aquí el resultado de mis cálculos -respondió Barbicane-. Una bala de 108 pulgadas de diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría, siendo de hierro colado, 67.440 libras; construida en aluminio, su peso queda reducido a 19.250 libras.

-¡Perfectamente! -exclamó Maston-. No nos separamos del programa.

-Sí, perfectamente -replicó el mayor-. Pero ¿no veis que a 9 dólares la libra el proyectil costará…?

-Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta dólares, exactamente; pero no temáis, amigos, no faltará dinero para nuestra empresa, respondo de ello.

-Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas -replicó J. T. Maston.

-Pues bien, ¿qué os parece el aluminio? -preguntó el presidente.

-Adoptado -respondieron los tres miembros de la comisión.

-En cuanto a la forma de la bala -repuso Barbicane-, importa poco, pues una vez traspasada la atmófera, el proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por tanto, que la bala sea redonda, para que gire como mejor le parezca y se conduzca del modo que le dé la gana.

Así terminó la primera sesión de la comisión. La cuestión del proyectil estaba definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de alegría en su pellejo, pensando que se iba a enviar una bala de aluminio a los selenitas, to que les daría una alta idea de los habitantes de la Tierra.

 

VIII

Historia del cañón

Las resoluciones tomadas en la primera sesión produjeron en el exterior un gran efecto. La idea de una bala de 20.000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco a los meticulosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía responderse satisfactoriamente a esta pregunta.

Al día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaban delante de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té. La discusión empezó de inmediato, sin ningún preámbulo.

-Mis queridos colegas -dijo Barbicane-, vamos a ocuparnos de la máquina que se ha de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las dificultades, nuestro genio industrial las allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad de escucharme, y no os desagrade hacerme las objeciones que os parezcan convenientes. No las temo.

Un murmullo aprobador acogió esta declaración.

-No olvidemos -continuó Barbicane- el punto a que ayer nos condujo nuestra discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de 12.000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de diámetro y de 20.000 libras de peso.

-He aquí el problema, en efecto -respondió el mayor Elphiston.

-Prosigo -repuso Barbicane-. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué sucede? Se halla solicitado por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio, la atracción de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos estas tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco importante. La atmósfera terrestre no tiene más que 40 millas de altura, que con una velocidad de 12.000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco segundos, lo que nos permite considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la atracción de la Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias. He aquí to que la física nos enseña: cuando un cuerpo abandonado a sí mismo cae a la superficie de la Tierra, su caída es de 15 pies(1) en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a 257.542 millas o, en otros términos, a la distancia a que se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida a cerca de media línea, en el primer segundo, to que es casi la inmovilidad. Trátase, pues, de vencer progresivamente esta acción del peso. ¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza de impulsión.

  1. 4,90 metros.

-He aquí la dificultad -respondió el mayor.

-En efecto -repuso el presidente-, pero la allanaremos, porque la fuerza de impulsión que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de pólvora empleada, hallándose ésta limitada por la resistencia de aquélla. Ocupémonos ahora, pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón. Téngase en cuenta que podemos procurarle condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así, pues no se tiene que maniobrar con él.

-Es evidente -respondió el general.

-Hasta ahora-dijo Barbicane-, los cañones más largos, nuestros enormes columbiads, no han pasado de veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán, pues, a la gente las dimensiones que tendremos que adoptar.

-Sin duda -exclamó J. T. Maston-. Yo propongo un cañón cuya longitud no baje de media milla.

-¡Media milla! -exclamaron el mayor y el general.

-Sí, media milla, y me quedo corto.

-Vamos, Maston -respondió Morgan-. Exageráis.

-No -replicó el fogoso secretario-, no sé en verdad por qué me tacháis de exagerado.

-¡Porque vais demasiado lejos!

-Sabed, señor -respondió J. T. Maston, con solemne gravedad-, sabed que un artillero es como una bala, que no puede it demasiado lejos.

La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.

-Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de gran calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.

-Perfectamente-dijo el mayor.

-¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un cañón es la de 20 a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más que ésta.

-No basta -exclamó J. T. Maston impetuosamente.

-Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción indicada, para el proyectil que tuviese 9 pies de ancho y pesase 20.000 libras, el cañón no tendría más que una longitud de 225 pies y un peso de 200.000 libras.

-Lo que es ridículo -añadió J. T. Maston-; tanto valdría echar mano de una pistola.

-Yo también opino to mismo -respondió Barbicane-, por lo que propongo cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de novecientos pies.

El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero sostenida resueltamente la proposición por el secretario del Gun-Club, se adoptó definitivamente.

-Ahora sepamos -dijo Elphiston- qué grueso debemos dar a sus paredes.

-Seis pies -respondió Barbicane.

-Supongo que no intentaréis colocar en una cureña semejante mole -preguntó el mayor.

-¡Lo que, sin embargo, sería soberbio!

-Pero impracticable -respondió Barbicane-. Creo que se debe fundir el cañón en el punto mismo en que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y rodearlo de una obra de mampostería, de modo que participe de toda la resistencia del terreno circundante. Fundida la pieza, se pulirá el ánima para impedir el viento(1) de la bala, y de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la fuerza expansiva de la pólvora se invertirá en la impulsión.

1. Se denomina viento, en balística, al espacio que algunas veces queda entre el proyectil y el ánima de la pieza.

-¡Bravo! -exclamó J. T. Maston-. Ya tenemos nuestro cañón.

-¡Todavía no! -respondió Barbicane, calmando con la mano a su impaciente amigo.

-¿Por qué?

-Porque hasta ahora no hemos discutido aún su forma. ¿Será un cañón, un obús o un mortero?

-Un cañón -respondió Morgan.

-Un lanzaobuses -replicó el mayor.

-Un mortero -exclamó J. T. Maston.

Iba a empeñarse una nueva discusión que prometía ser bastante acalorada, y cada cual preconizaba su arma favorita, cuando intervino el presidente.

-Amigos míos -dijo-, voy a poneros a todos de acuerdo. Nuestro columbiad participará a la vez de las tres bocas de fuego. Será un canon, porque la recámara y el ánima tendrán igual diámetro. Será un lanzaobuses, porque disparará una granada. Será un mortero, porque se apuntará formando con el horizonte un ángulo de noventa grados, y, además le será imposible retroceder, estará fijo en tierra, y así comunicará al proyectil toda la fuerza de impulsión acumulada en sus entrañas.

-Adoptado, adoptado -respondieron los miembros de la comisión.

-Permitidme una sencilla reflexión -dijo ElphÍston-. ¿Este cañón-lanzaobuses-mortero será rayado?

-No -respondió Barbicane-, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y ya sabéis que la bala sale con menos rapidez de los cañones rayados que de los lisos.

Justamente.

-¡En fin, ya es nuestro! -repitió J. T. Maston.

-Aún falta algo -replicó el presidente.

-¿Qué falta?

-Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.

-Decidámoslo sin demora.

-Iba a proponéroslo.

Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon una docena de emparedados por barba, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.

-Dignísimos colegas -dijo Barbicane–, nuestro cañón debe tener mucha tenacidad y dureza, ser infusible al calor, ser inoxidable a indisoluble a la acción corrosiva de los ácidos.

-Acerca del particular, no cabe la menor duda -respondió el mayor-. Y como será preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede ser dudosa.

-Entonces -dijo Morgan-, propongo para la fabricación del columbiad la mejor aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de latón.

-Amigos míos -respondió el presidente-, convengo en que la composición que se acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se maneja difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y al mismo tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinion, mayor?

-Estamos de acuerdo -respondió Elphiston.

-En efecto-respondió Barbicane-, el hierro fundido cuesta diez veces menos que el bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su adopción economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon más de mil tiros sin experimentar deterioro alguno.

-Pero el hierro fundido es quebradizo -respondió Morgan.

-Sí, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.

-Un cañón puede reventar y ser bueno -replicó sentenciosamente J. T. Maston, abogando pro domu sua como si se sintiese aludido.

-Es evidente -respondió Barbicans-. Me permito, pues, suplicar a nuestro digno secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 900 pies de longitud y de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un grueso de 6 pies en sus paredes.

-Al momento -respondió J. T. Maston.

Y como to había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa facilidad, y dijo al cabo de un minuto:

-El cañón pesará 68.040 toneladas.

-¿Y a dos céntimos la libra, costará…?

-Dos millones quinientos diez mil setecientos un dólares.

J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.

-Señores -dijo éste-, repito to que dije ayer: estad tranquilos, los millones no nos faltarán.

Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando citados todos sus individuos para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.

IX

La cuestión de las pólvoras

Aún había que tratar la cuestión de las pólvoras.

Esta última decision era aguardada con ansiedad por el público. Dadas la magnitud del proyectil y la longitud del cañón, ¿cuál sería la cantidad de pólvora necesaria para producir la impulsión? Este agente terrible, cuyos efectos, sin embargo, ha dominado el hombre, iba a ser llamado para desempeñar su papel en proporciones insólitas.

En general, se cree, y se repite sin cesar, que la pólvora fue inventada en el siglo xiv por el fraile Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la actualidad está casi probado que esta historia se debe colocar entre las leyendas de la Edad Media.

La pólvora no ha sido inventada por nadie; resulta directamente del fuego griego, compuesto como ella de azufre y salitre, si bien estas mezclas, que en el fuego griego no eran más que mezclas de dilatación, en la pólvora, tal como se conoce actualmente, al inflamarse producen un estrépito.

Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa historia de la pólvora, pocos son los que saben darse cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento no es posible comprender la importancia del asunto sometido a la comisión.

Un litro de pólvora pesa aproximadamente 2 libras (900 gramos), y produce, al inflamarse, 400 libras de gases, que haciéndose libres, y bajo la acción de una temperatura elevada a 2.400°, ocupan el espacio de 4.000 litros. El volumen de la pólvora es, pues, a los volúmenes de los gases producidos por su combustión o deflagración to que 1 es a 4.000. Júzguese cuál debe ser el ímpetu de estos gases cuando se hallan comprimidos en un espacio reducido cuatro mil veces para contenerlos.

He aquí to que sabían perfectamente los miembros de la comisión cuando se citaron para la tercera sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor. Elphiston había sido durante la guerra director de las fábricas de pólvora.

-Mis buenos camaradas -dijó el distinguido químico-, vamos a enumerar unos guarismos irrecusables que nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que hablaba ayer el respetable J. T. Maston en términos tan poéticos, sale de la boca de fuego empujada por dieciséis libras de pólvora.

-¿Estáis seguro de la cifra? -preguntó el presidente.

-Absolutamente seguro -respondió el mayor-. El cañón Armstrong no se carga más que con setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un proyectil de ochocientas libras, y el columbiad Rodman, no gasta más que ciento setenta libras de pólvora para enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada. Éstos son hechos acerca de los cuales no cabe la menor duda, pues los he comprobado yo mismo en las actas de la Junta de artillería.

-Perfectamente -respondió el general.

-De estos guarismos -repuso el mayor- se deduce que la cantidad de pólvora no aumenta con el peso de la bala. En efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros términos, si bien en los cañones ordinarios se emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras partes el del proyectil, esta proporción no es constante. Calculad y veréis que para una bala de media tonelada, en lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se reduce esta cantidad a ciento sesenta libras solamente.

-¿Y qué pretendéis deducir de eso? -preguntó el presidente.

-Si lleváis vuestra teoría al último extremo, mi querido mayor -dijo J. T. Maston-, resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no se necesitará pólvora alguna.

-Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones más solemnes -replicó el mayor-; pero tranquilizaos. No tardaré en proponerle cantidades de pólvora que dejarán satisfecho su amor propio de artillero. Pero tenía interés en dejar consignado que durante la guerra, la experiencia demostró que para cargar piezas de mayor calibre, el peso de la pólvora podía reducirse perfectamente a una décima parte del que tiene la bala.

-No hay nada más exacto -dijo Morgan-. Pero antes de determinar la cantidad de pólvora necesaria para dar el impulso, opino que convendría ponernos de acuerdo sobre su naturaleza.

-Emplearemos la pólvora de grano grueso -respondió el mayor-, porque su deflagración es más rápida que la de la pólvora fina.

-Sin duda -replicó Morgan-. Pero se desmenuza más fácilmente y altera el ánima de las piezas.

-Lo que sería un inconveniente para un cañón destinado a un largo servicio pero no para nuestro columbiad. No corremos riesgo alguno de explosión, y necesitamos que la pólvora se inflame instantáneamente para que su efecto mecánico sea completo.

-Podríamos -dijo J. T. Maston- abrir varios agujeros para aplicar el fuego a un mismo tiempo a distintos puntos.

-Sin duda -respondió Elphiston-. Pero complicaríamos la operación. Me atengo, pues, a mi pólvora de grano grueso que allana todas las dificultades.

-Sea -respondió el general.

-Para cargar su columbiad -añadió el mayor- Rodman empleaba una pólvora de granos gruesos como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado sencillamente en calderas de hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no manchaba la mano; contenía una gran proporción de hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no deterioraba sensiblemente las bocas de fuego.

-Me parece, pues -respondió J. T. Maston-, que no debemos vacilar y que la elección está hecha.

-A no ser que prefiráis la pólvora de oro -replicó el mayor riendo, to que le valió un ademán amenazador con que le contestó la mano postiza de su susceptible amigo.

Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de tomar paxte en la discusión. Dejaba hablar y escuchaba. Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar sencillamente:

-¿Y ahora, amigos, qué cantidad de pólvora proponéis? –

Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por un instante.

-Doscientas mil libras -dijo, por fin, Morgan.

-Quinientas mil -replicó el mayor.

-Ochocientas mil -exclamó J. T. Maston.

Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a su colega de exagerado. En efecto, se trataba de enviar a la Luna un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza inicial de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple proposición hecha por los tres colegas un momento de silencio.

El presidente Barbicane lo rompió.

-Mis bravos camaradas -dijo con voz tranquila-, yo parto del principio de que la resistencia de nuestro cañón, construido en las condiciones requeridas, es ilimitada. Voy, pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole que ha sido tímido en sus cálculos, y propongo doblar sus ochocientas mil libras de pólvora.

-¿Un millón seiscientas mil libras? -exclamó J. T. Maston saltando de su asiento.

-Como lo digo.

-Pero entonces fuerza será recurrir a mi cañón de media milla de longitud.

-Es evidente-dijo el mayor.

-Un millón seiscientas mil libras de pólvora -repuso el secretario de la comisión- ocuparán aproximadamente un espacio de 22.000 pies cúbicos,(1) y como vuestro cañón no tiene más que una capacidad de 54.000 pies cúbicos,(2) quedará cargado de pólvora hasta la mitad y el ánima no será bastante larga para que la detención de los gases dé al proyectil un impulso suficiente.

1. Poco menos de 800 metros cúbicos.

2. Dos mil metros cúbicos.

La objeción no tenía réplica. J. T. Maston estaba en to justo. Todos miraron a Barbicane.

-Sin embargo -continuó el presidente-, se necesita la cantidad de pólvora que he dicho. Pensadlo bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora producirán seis mil millones de litros de gas. ¡Seis mil millones! ¿Lo entendéis?

-Pero, entonces, ¿cómo hacerlo?-preguntó el general.

-Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme cantidad de pólvora conservándola con este poder mecánico.

-¡Bueno! Pero ¿cómo?

-Voy a decíroslo -respondió tranquilamente Barbicane.

Sus interlocutores le miraban ávidamente.

-Nada, en efecto, es más fácil-dijo-que reducir esta masa de pólvora a un volumen cuatro veces menos considerable. Todos conocéis esa curiosa materia que constituyen los tejidos elementales de los vegetales, llamada celulosa.

-Os comprendo, querido Barbicane -dijo el mayor.

-Esta materia -prosiguió el presidente- se saca perfectamente pura de varios cuerpos, especialmente del algodón, y no es más que la pelusa de los granos del algodonero. El algodón, combinado con el ácido nítrico en frío, se transforma en una sustancia eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot, químico francés, descubrió esta sustancia, a la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro francés, estudió sus diversas propiedades, y, por último, en 1846, Shonbein, profesor de química en Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta pólvora es el algodón azótico o nítrico…

-O piróxilo -respondió Elphiston.

-O fulmicotón-replicó Morgan.

-¿No hay un solo nombre americano que pueda ponerse al pie de este descubrimiento? -exclamó J. T. Maston a impulsos de su amor propio nacional.

-Ni uno, desgraciadamente -respondió el mayor.

-Sin embargo -repuso el presidente-, debo decir, para halagar el patriotismo de Maston, que los trabajos de un conciudadano nuestro se refieren al estudio de la celulosa, pues el colidón, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más que piróxilo disuelto en el éter con adición de alcohol, y ha sido descubierto por Maynard, que estudiaba entonces medicina en Boston.

-¡Pues hurra por Maynard y por el fulmicotón! -exclamó el entusiasta secretario del Gun-Club.

-Volvamos al piróxilo -repuso Barbicane-. Conocéis sus propiedades, por las cuales va a ser para nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad, sumergiendo algodón en ácido nítrico humeante,(1) por espacio de quince minutos, lavándolo después en mucha agua y dejándolo secar.

1. Llamado así porque al contacto del afire húmedo despide una densa humareda blanquecina.

-Nada, en efecto, más sencillo -dijo Morgan.

-Además, el piróxilo es inalterable a la humedad, cualidad preciosa para nosotros, que necesitaremos muchos días para cargar el cañón; se inflama a los 170° en lugar de 240°, y su deflagración es tan súbita que se inflamasobre la pólvora ordinaria sin que tenga tiempo de inflamarse ésta.

-Perfectamente -respondió el mayor.

-Sólo que cuesta más cara.

-¿Qué importa? -dijo J. T. Maston.

-Por último, comunica a los proyectiles una velocidad cuatro veces mayor que la que les da la pólvora ordinaria. Y si se mezclan con el piróxilo ocho décimas de su peso de nitrato de potasa, su fuerza expansiva aumenta considerablemente.

-¿Será necesaria esa mezcla? -preguntó el mayor.

-Me parece que no -respondió Barbicane-. Así pues, en lugar de mil seiscientas libras de pólvora, nos bastarán quinientas libras de fulmicotón, y como no hay peligro en comprimir quinientas libras de algodón en un espacio de 26 pies cúbicos, esta materia no ocupará en el columbiad más que una altura de 30 toesas. Así recorrerá la bala más de 700 pies de ánima bajo el esfuerzo de seis mil millones de litros de gas antes de emprender su marcha hacia el astro de la noche.

Al oír estas palabras, J. T. Maston no pudo reprimir su entusiasmo, y con la velocidad de un proyectil se arrojó a los brazos de su amigo, al cual hubiera derribado, si Barbicane no hubiese sido un hombre hecho a prueba de bomba.

Este incidente fue el punto final de la tercera sesiór de la comisión. Barbicane y sus audaces colegas, par, quienes no había nada imposible, acababan de resolve la cuestión tan compleja del proyectil, del cañón y de la pólvora. Formando su plan, ya no faltaba más que ejecutarlo.

-Poca cosa, una bagatela -decía J. T. Maston.

X

Un enemigo para veinticinco millones de amigos

Los más insignificantes pormenores de la empresa del Gun-Club excitaban el interés del público americano, que seguía uno tras otro todos los pasos de la comisión. Los menores preparativos de tan colosal experimento, las cuestiones de cifras que provocaba, las dificultades mecánicas que había que resolver, en una palabra, la ejecución del gran proyecto le absorbía completamente.

Más de un año había de mediar entre el principio y la conclusión de los trabajos, pero este transcurso de tiempo no podía ser estéril en emociones. La elección del sitio para la construcción del molde, la fundición del columbiad, su muy peligrosa carga, eran más que suficientes para excitar la curiosidad pública. El proyectil, apenas disparado, desaparecería en algunas décimas de segundo, sin ser accesible a mirada alguna; pero to que llegaría a ser después, su manera de conducirse en el espacio y el momento de llegar a la Luna, no podían verlo con sus propios ojos más que unos cuantos privilegiados. Así pues, los preparativos del experimento, los pormenores precisos de la ejecución, constituían entonces el verdadero interés, el interés general, el interés público.

Sin embargo, hubo un incidente que sobreexcitó de pronto el atractivo puramente científico.

Ya se sabe que el proyecto de Barbicane había agolpado en torno de éste numerosas legiones de admiradores y amigos. Pero aquella mayoría, por grande, por extraordinaria que fuese, no era la unanimidad. Un hombre, un solo hombre en todos los Estados de la Unión, protestó contra la tentativa del Gun-Club y la atacó con violencia en todas las ocasiones que le parecieron oportunas. Es tal la naturaleza humana, que Barbicane fue más sensible a esta oposición de uno solo que a los aplausos de todos los demás.

Y eso, pese a que conocía el motivo de semejante antipatía, y que conocía la procedencia de aquella enemistad aislada, enemistad personal y antigua, fundada en una rivalidad de amor propio.

El presidente del Gun-Club no había visto ni una vez en la vida a aquel enemigo perseverante, to que fue una dicha, porque el encuentro de aquellos dos hombres hubiera tenido funestas consecuencias. Aquel rival de Barbicane era un sabio como él, de carácter altivo, audaz, seguro de sí mismo, violento, un yanqui de pura sangre. Se llamaba capitán Nicholl y residía en Filadelfia.

Nadie ignora la curiosa lucha que se empeñó durante la guerra federal entre el proyectil y la coraza de los buques blindados, estando aquél destinado a atravesar a ésta y estando ésta resuelta a no dejarse atravesar. De esta lucha nació una transformación de la marina en los Estados de los dos continentes. La bala y la plancha lucharon con un encarnizamiento sin igual, la una creciendo y la otra engrosando en una proporción constante. Los buques, armados de formidables piezas, marchaban al combate al abrigo de su invulnerable concha. El Merrimac, el Monitor, el Ram Tennessee, el Wechausen(1) lanzaban proyectiles enormes, después de haberse acorazado para librarse de los proyectiles contrarios. Causaban a otros el daño que no querían que los otros les causasen, siendo éste el principio inmoral en que suele descansar todo el arte de la guerra.

1. Buques de la Armada americana.

Y si Barbicane fue el gran fundidor de proyectiles, Nicholl fue un gran forjador de planchas. El uno fundía noche y día en Baltimore, y el otro forjaba día y noche en Filadelfia. Los dos seguían una corriente de ideas esencialmente opuestas.

Apenas Barbicane inventaba una nueva bala, Nicholl inventaba una nueva plancha. El presidente del Gun-Club pasaba su vida pensando en la manera de abrir agujeros, y el capitán pasaba la suya pensando en la manera de impedirle que los abriera. He aquí el origen de una rivalidad continua que se convirtió en odio personal.

Nicholl se aparecía a Barbicane en sus sueños bajo la forma de una coraza impenetrable contra la cual se estrellaba, y Barbicane se aparecía en sus sueños a Nicholl como un proyectil que le atravesaba de parte a parte.

Los dos sabios, si bien seguían dos líneas divergentes, se hubieran al fin encontrado a pesar de todos los axiomas de geometría, pero se hubieran encontrado en el terreno del duelo. Afortunadamente, aquellos dos ciudadanos, tan útiles a su país, se hallaban separados uno de otro por una distancia de 50 a 60 millas, y sus amigos hacinaron en el camino tantos obstáculos que no llegaron a encontrarse nunca.

Nose podía decir de una manera positiva cuál de los dos inventores había triunfado del otro. Los resultados obtenidos volvían difícil una apreciación justa. Parecía, sin embargo, que al fin la coraza había de ceder a la bala. Con todo, había dudas entre las personas competentes. En los últimos experimentos, los proyectiles cilindrocónicos de Barbicane se clavaron como alfileres en las planchas de Nicholl, por cuyo motivo éste se creyó vitorioso, y atesoró para su rival una dosis inmensa de desprecio. Pero más adelante, cuando Barbicane sustituyó las balas cónicas con simples granadas de seiscientas libras, el presidente del Gun-Club tomó su desquite. En efecto, aquellos proyectiles, aunque animados de una velocidad regular, rompieron, taladraron, hicieron saltar en pedazos las planchas del mejor metal.

A este punto habían llegado las cosas, y parecía que la bala había quedado victoriosa, cuando terminó la guerra, y terminó precisamente el mismo día en que Nicholl concluía una nueva coraza de hierro forjado, que era en su género una obra maestra, capaz de burlarse de todos los proyectiles del mundo. El capitán la hizo trasladar al polígono de Washington, desafiando a que la destruyeran los proyectiles del presidente del Gun-Club, el cual, hecha la paz, se negó a la prueba.

Entonces Nicholl, furioso, ofreció exponer su plancha al choque de las balas más inverosímiles, llenas o huecas, redondas o cónicas.

Ni por ésas; el presidente no quería comprometer su última victoria.

Nicholl, exasperado por la incalificable obstinación de su adversario, quiso tentar a Barbicane dejándole todas las ventajas. Barbicane siguió terco en su negativa. ¿A cien yardas? Ni a setenta y cinco.

-A cincuenta -exclamó el capitán insertando su desafío en todos los periódicos-, colocaré mi plancha a veinticinco yardas del cañón, y yo me colocaré detrás de ella.

Barbicane hizo contestar que aun cuando el capitán Nicholl se colocase delante, no dispararía un solo tiro.

Nicholl, al oír esta contestación, no pudo contenerse y se deshizo en insultos; dijo que la cobardía era indivisible, que el que se niega a tirar un cañonazo está muy cerca de tener miedo al cañón; que, en suma, los artilleros que se baten a 6 millas de distancia han reemplazado prudentemente el valor individual por las fórmulas matemáticas, y que hay por to menos tanto valor en aguardar tranquilamente una bala detrás de una plancha como en enviarla según todas las reglas del arte.

Siguió Barbicane haciéndose el sordo. O tal vez no tuvo noticia de la provocación, absorbido enteramente como estaba entonces por los cálculos de su gran empresa.

Cuando dirigió al Gun-Club su famosa comunicación, el capitán Nicholl se salió de sus casillas; mezclábase con su cólera una suprema envidia y un sentimiento absoluto de impotencia. ¿Cómo inventar algo superior a aquel columbiad de 900 pies? ¿Qué coraza podía idearse para resistir un proyectil de veinte mil libras?

Nicholl quedó abatido, aterrado, anonadado por aquel cañón, pero luego se reanimó y resolvió aplastar la proposición bajo el peso de sus argumentos.

Atacó con violencia los trabajos del Gun-Club, publicando al efecto numerosas cartas que los periódicos reprodujeron. Quiso demoler científicamente la obra de Barbicane. Empeñado el combate, se valió de razones de todo género con harta frecuencia especiosas y rebuscadas.

Empezó a combatir a Barbicane por sus cifras. Se esforzó en probar por A+B la falsedad de sus fórmulas, y le acusó de ignorar los principios rudimentarios de la balística. Echó cálculos para demostrar, amén de otros errores, que era absolutamente imposible dar a un cuerpo cualquiera una velocidad de doce mil yardas por segundo; con el álgebra en la mano sostuvo que aun en el supuesto de que se consiguiera esta velocidad, jamás un proyectil tan pesado traspasaría los límites de la atmósfera terrestre. Ni siquiera iría más a11á de 8 leguas. Más aún, suponiendo adquirida la velocidad suficiente, la granada no resistiría la presión de los gases desarrollados por la combustión de un millón seiscientas mil libras de pólvora, y aunque la resistiera, no soportaría una temperatura semejante, se fundiría al salir del columbiad, y convertida en lluvia de hierro derretido, caería sobre el cráneo de los imprudentes espectadores.

Barbicane, sin hacer caso de estos ataques, continuó su obra.

Entonces Nicholl miró la cuestión bajo otros aspectos. Dejando a un lado su inutilidad absoluta, consideró el experimento como muy peligroso para los ciudadanos que autorizasen con su presencia tan reprobado espectáculo y para las poblaciones próximas a aquel cañón vituperable. Hizo notar también que el proyectil, si no alcanzaba, como no to alcanzaría, el objetivo a que se le destinaba, caería y la caída de una mole semejante, multiplicada por el cuadrado de su velocidad, comprometería singularmente algún punto del globo. Sin atacar los derechos de los ciudadanos, había llegado el caso en que la intervención del gobierno era de absoluta necesidad, pues no era justo comprometer la seguridad de todos por el capricho de uno solo.

Véase a qué exageraciones se dejaba arrastrar el capitán Nicholl. Nadie participaba de su opinión, ni tuvo en cuenta sus funestos pronósticos. Se le dejó gritar y desgañitarse cuanto le diera la gana. Así quedó constituido el capitán en defensor de una causa perdida de antemano; se le oía, pero no se le escuchaba, y no privó al presidente del Gun-Club, ni de uno solo de sus admiradores. Barbicane no se tomó siquiera la molestia de contestar a los argumentos de su implacable rival.

Acorralado en sus últimas trincheras, Nicholl, ya que no podía pagar con su persona, resolvió pagar con su dinero.

En el Enquirer, de Richmond, propuso públicamente una serie de apuestas en la forma siguiente:

Apostó:

1.° A que no se reunirían los fondos necesarios

para llevar a cabo la empresa del Gun-Club………………………….. 1.000 dólares

2.° A que la fundición de un cañón de

900 pies resultaría impracticable y no tendría éxito …………………..2.000 dólares

3.° A que sería imposible cargar el columbiad,

y a que la pólvora se inflamaría por la Bola presión del proyectil…..3.000 dólares

4.° A que el columbiad reventaría al primer disparo ………………… 4.000 dólares

. . . . . . .

5.° A que la bala no alcanzaría a más de 6 millas

y caería a los pocos segundos de haberla disparado …………………..5.000 dólares

Corno se ve, era importante la sums que, en su obstinación invencible, arriesgaba el capitán. Tratábase nada menos que de 15.000 dólares.

Apesar de la importancia de la apuesta, recibió el 19 de mayo un pliego lacrado. Era lacónico:

«Baltimore,18 de octubre. »

Aceptadas.

BARBICANE.»

XI

Florida y Tejas

Una cuestión faltaba resolver, y era la elección del lugar favorable al experimento. El observatorio de Cambridge había recomendado con interés que el disparo se dirigiese perpendicularmente al plano del horizonte, es decir, hacia el cenit, y la Luna no sube al cenit sino en los lugares situados entre 1° y 28° de latitud, o, lo que es lo mismo, la declinación de la Luna no es más que de 28°.(1) Tratábase, pues, de determinar exactamente el punto del globo en que se había de fundir el inmenso columbiad.

  1. La declinación de un astro es su latitud en la esfera terrestre; la ascensión recta es la longitud.

El 20 de octubre, hallándose reunido el Gun-Club en sesión general, Barbicane se presentó con un magnífico mapa de los Estados Unidos de Z. Belltropp. Pero sin darle tiempo de desplegarlo, J. T. Maston pidió la palabra con su habitual vehemencia, y se expresó en los siguientes términos:

-Dignísimos colegas, la cuestión que vamos a debatir tiene una importancia verdaderamente nacional, y va a depararnos la ocasión de ejercer un gran acto de patriotismo.

Los miembros del Gun-Club se miraron unos a otros sin comprender dónde iría a parar el orador.

-Ninguno de vosotros -prosiguió éste- ha pensado ni pensará nunca en transigir con la gloria de su país, y si hay algún derecho que la Unión pueda reivindicar es el fundir en su propio seno el formidable cañón del GunClub. Así pues, en las circunstancias actuales…

-Insigne Maston… -dijo el presidente.

-Permitidme exponer mi pensamiento -repuso el orador-. En las circunstancias actuales, tenemos que buscar un sitio bastante cerca del ecuador, para que el experimento se haga en buenas condiciones…

-Si me dejáis hablar… -dijo Barbicane.

-Pido que no se opongan obstáculos a la libre discusión de las ideas -repuso el displicente J. T. Maston-, y sostengo que el territorio desde el cual se lance nuestro glorioso proyectil, debe ser parte integrante de la Unión.

-¡Sin duda! -respondieron algunos miembros.

-¡Pues bien! Puesto que nuestras fronteras no son bastante extensas, puesto que al Sur nos opone el océano una barrera insuperable, puesto que tenemos necesidad de it a buscar más allá de los Estados Unidos este paralelo 28 que nos es tan preciso, se nos presenta un casus belli legítimo y pido que se declare la guerra a México.

-¡No! ¡No! -exclamaron muchas voces al unísono.

-¿Conque no? -replicó J. T. Maston-. No, es un monosílabo que me resulta totalmente incomprensible en este recinto.

-¡Pero, escuchad…!

-¡No puedo escuchar nada! -exclamó el fogoso orador-. Tarde o temprano la guerra se hará, y pido que estalle hoy mismo.

-¡Maston! -dijo Barbicane haciendo sonar el timbre con estrépito-. ¡Os suplico que no sigáis hablando!

Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas pudieron contenerle.

-Convengo -dijo Barbicane- en que el experimento no se puede ni se debe intentar sino en territorio de la Unión, pero si mi impaciente amigo me hubiese dejado hablar, si hubiese recorrido con la vista este mapa, sabría que es períectamente inútil declarar la guerra a nuestros vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los Estados Unidos se extienden más a11á del paralelo 28. Mirad el mapa y veréis que tenemos a nuestra disposición, sin salir de nuestro país, toda la parte meridional de Tejas y de Florida.

El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T. Maston le costó no poco dejarse convencer. Se decidió fundir el columbiad en el suelo de Tejas o en el de Florida.

Pero esta decisión debía crear una rivalidad sin antecedentes entre las ciudades de estos dos Estados.

En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la península de Florida y la divide en dos partes casi iguales. Después, cruzando el golfo de México, se apoya en los extremos del arco formado por las costas de Alabama, Mississippi y Luisiana. Entonces, abordando Tejas, de la que corta un ángulo, se prolonga por México, salva Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en los mares del Pacífico. Situadas debajo de este paralelo, no había más que las porciones de Tejas y Florida que se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el observatorio de Cambridge.

En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes levantados contra los indios nómadas, no tiene ciudades de importancia. Tampa es la única población que por su situación merece tenerse en cuenta.

En Tejas las ciudades son más numerosas a importantes. Corpus Christi, en el distrito de Nueces, y todas las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo, Realitos, San Ignacio, Webb, Roma, Río Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita, Panda, Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las pretensiones de Florida una liga imponente.

Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron la decisión, se trasladaron a Baltimore por el camino más corto, y desde entonces el presidente Barbicane y los miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día y noche asediados por formidables reclamaciones.

Con menos afán se disputaron siete ciudades de Grecia la gloria de haber sido la cuna de Homero que el Estado de Tejas y el de Florida la de ver fundir un cañón en su regazo.

Aquellos feroces hermanos recorrían armados las calles de Baltimore. Era inminente un conflicto de incalculables consecuencias. Afortunadamente, la prudencia y el buen tacto del presidente Barbicane conjuraron el peligro. Las demostraciones personales hallaron un derivativo en los periódicos de varios Estados. En tanto que el New York Herald y la Tribune se declaraban partidarios de Tejas, el Times y el American Review se constituían en órganos de los diputados floridenses. Los miembros del Gun-Club estaban perplejos.

Tejas hacía orgulloso alarde de sus veintiséis condados, que parecía poner en batería; pero Florida contestaba que, siendo ella un país seis veces más pequeño, tenía doce condados que son relativamente a la extensión del territorio más que los veintiséis de Tejas.

Tejas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero Florida, menos extensa, se consideraba más poblada con sus 56.000. Acusaba a Tejas de tener una variedad de fiebres palúdicas que costaba la vida todos los años a algunos miles de habitantes. Y, desde luego, tenía razón.

Tejas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a fiebres, nada tenía que envidiar a nadie, y que no era prudente que acusase de insalubres a otros países un Estado que tenía la honra de poseer entre sus enfermedades endémicas el vómito negro. Y Tejas tenía razón también.

Además, añadían los tejanos en el New York Herald, algunas consideraciones que merece un Estado que produce el mejor algodón de América y la mejor madera de construcción para buques, encerrando también en sus entrañas soberbio carbón de piedra y minas de hierro que dan un 50 por ciento de mineral puro.

A esto el American Review contestaba que el suelo de Florida, sin ser tan rico, ofrecía mejores condiciones para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba compuesto de arena y arcilla.

-Pero -replicaban los tejanos- antes de fundir algo, sea to que sea, en un país, es preciso llegar al país, y las comunicaciones con Florida son difíciles, mientras que la costa de Tejas ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de extensión y podría contener holgadamente a todas las escuadras del mundo.

-¡Bueno! -repetían los periódicos defensores de Florida-. ¡Gran cosa tenéis en vuestra bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29! ¿No tenemos acaso nosotros la bahía del Espíritu Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la cual los buques llegan directamente a Tampa?

-¡Magnífica bahía! -respondía sarcásticamente Tejas-. ¡Una bahía medio cegada!

-¡Vosotros sois los que estáis cegados por la pasión! -exclamaba Florida-. ¡Cualquiera, al oíros, diría que yo soy un país de salvajes!

-La verdad es que los semínolas recorren vuestras praderas.

-¿Y vuestros apaches y comanches son gente civilizada?

Después de algunos días de dimes y diretes, Florida llamó a su adversario a otro terreno, y una mañana salió el Times con la pata de gallo de que siendo la empresa esencialmente americana, no podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente americano.

A estas palabras, Tejas se salió de sus casillas.

-¡Americanos! -exclama-. ¿No to somos tanto como vosotros? ¿Tejas y Florida no se incorporaron las dos a la Unión en 1845?

-Sin duda -respondió el Times-. ¡Después de haber sido españoles o ingleses por espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados Unidos por cinco millones de dólares!

-¡Qué importa! –replicaron los floridenses-. ¿Debemos por ello avergonzarnos? En 1903, ¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis millones de dólares?

-¡Qué vergüenza! -exclamaron entonces los diputados de Tejas-. ¡Un miserable pedazo de tierra como Florida ponerse en parangón con Tejas, que, en lugar de venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a los mexicanos el 2 de marzo de 1836 y se declaró república federal después de la victoria alcanzada por Samuel Houston en las márgenes del San Jacinto sobre las tropas de Santana! ¡Un país, en fin, que se anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de América!

-¡Sí, por miedo a los mexicanos! -respondió Florida.

¡Miedo! Desde el momento que se pronunció esta palabra, demasiado fuerte, en realidad, la posición se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos partidos en las calles de Baltimore. Fue preciso vigilar a los diputados con centinelas.

El presidente Barbicane se hallaba metido en un atolladero. Llegaban continuamente a sus manos notas, documentos y cartas preñadas de amenazas. ¿Qué partido había de tomar? Bajo el punto de vista de la posición, facilidad de las comunicaciones y rapidez de los transportes, los derechos de los dos Estados eran perfectamente iguales. En cuanto a las personalidades políticas, nada tenían que ver en el asunto.

La vacilación y la perplejidad se habían prolongado ya mucho y ofrecían visos de perpetuarse, por to que Barbicane trató de salir resueltamente al paso ocurriéndosele una solución que era indudablemente la más discreta.

-Todo bien considerado -dijo-, es evidente que las dificultades suscitadas por la rivalidad de Tejas y Florida se producirán entre las ciudades del Estado favorecido. La rivalidad descenderá del género a la especie, del Estado a la ciudad, y no habremos adelantado nada. Pero Tejas tiene once ciudades que gozan de las condiciones requeridas, y las once, disputándose el honor de la empresa, nos crearán nuevos conflictos, al paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos, pues, por Florida.

Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los diputados de Tejas de un humor de perros. Se apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron insultos desmedidos a los distintos miembros del Gun-Club. Los magistrados de Baltimore no podían tomar más que un partido, y to tomaron. Mandaron preparar un tren especial, metieron en él de grado o fuerza a los tejanos, y les hicieron abandonar la ciudad con una rapidez de treinta millas por hora.

Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje, tuvieron tiempo de echar un último sarcasmo amenazador a sus adversarios.

Aludiendo a la poca extensión de Florida, península en miniatura encerrada entre dos mares, se consolaron con la idea de que no resistiría al sacudimiento del disparo y saltaría al primer cañonazo.

-¡Que salte! -respondieron los floridenses, con un laconismo digno de los tiempos antiguos.

 

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