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Julio Verne – De la Tierra a la Luna (página 3)


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XII

Urbi et orbi

Resueltas las dificultades astronómicas, mecánicas y topográficas, se presentaba la cuestión económica. Tratábase nada menos que de procurarse una enorme cantidad para la ejecución del proyecto. Ningún particular, ningún Estado hubiera podido disponer de los millones necesarios.

Por más que la empresa fuese americana, el presidente Barbicane tomó el partido de darle una carácter de universalidad para poder pedir su cooperación a todas las naciones. Era a la vez un derecho y un deber de toda la Tierra intervenir en los negocios de su satélite. Abrióse con este fin una suscripción que se extendió desde Baltimore al mundo entero. Urbi et orbi.

La suscripción debía tener un éxito superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin embargo, de un donativo, y no de un préstamo. La operación, en el sentido literal de la palabra, era puramente desinteresada, sin la más remota probabilidad de beneficio.

Pero el efecto de la comunicación de Barbicane no se había limitado a las fronteras de los Estados Unidos, sino que había salvado el Atlántico y el Pacífico, invadiendo a la vez Asia y Europa, África y Oceanía. Los observadores de la Unión se pusieron inmediatamente en contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los de París, San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona, Estocolmo, Varsovia, Hamburgo, Budapest, Bolonia, Malta, Lisboa, Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al Gun-Club; los demás se encerraron en una prudente expectativa.

En cuanto al observatorio de Greenwich, con el beneplático de los otros veintidós establecimientos astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en chiquitas ni paños calientes, sino que negó terminantemente la posibilidad del éxito, y se colocó sin vacilar en las filas del capitán Nicholl, cuyas teorías prohijó sin la menor reserva.

Así es que, en tanto que otras ciudades científicas prometían enviar delegados a Tampa, los astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión especial, no darse por enterados de la proposición de Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa!

Pero el efecto fue excelente en el mundo científico en general, desde el cual se propagó a todas las clases de la sociedad, que acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo. Este hecho era de una importancia inmensa tratándose de una suscripción para reunir un capital considerable.

El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó un manifiesto capaz de entusiasmar a las piedras, en el cual hacía un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad que pueblan la Tierra. Aquel documento, traducido a todos los idiomas, tuvo un éxito portentoso.

Se abrió suscripción en las principales ciudades de la Unión para centralizar fondos en el banco de Baltimore, 9 Baltimore Street, y luego se establecieron también centros de suscripción en los diferentes países de los dos continentes:

En Viena, S. M. Rothschild.

En San Petersburgo, Stieglitz y Compañía.

En París, el Crédito Mobiliario.

En Estocolmo, Tottie y Arfuredson.

En Londres, N. M. Rothschild a hijos.

En Turín, Ardouin y Compañía.

En Berlín, Mendelsohn.

En Ginebra, Lombard Odier y Compañía.

En Constantinopla, el banco Otomano.

En Bruselas, S. Lambert.

En Madrid, Daniel Weisweiller.

En Amsterdam, el Crédito Neerlandés.

En Roma, Torlonia y Compañía.

En Lisboa, Lecesno.

En Copenhague, el banco Privado.

En Buenos Aires, el banco Maun.

En Río de Janeiro, la misma casa.

En Montevideo, la misma casa.

En Valparaíso, Tomás La Chambre y Compañía.

En México, Martin Durán y Compañía.

En Lima, Tomás La Chambre y Compañía.

Tres días después del manifiesto del presidente Barbicane se había recaudado en las varias ciudades de la Unión cuatro millones de dólares,(l) con los cuales el Gun-Club pudo empezar los trabajos.

Algunos días después se supo en América, por partes telegráficos, que en el extranjero se cubrían las suscripciones con una rapidez asombrosa. Algunos países se distinguían por su generosidad, pero otros no soltaban el dinero tan fácilmente. Cuestión de temperamento.

Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la enorme suma de 368.733 rublos.(2)

Francia empezó riéndose de la pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de pretexto a mil chanzonetas y retruécanos trasnochados y a dos docenas de sainetes en que el mal gusto y la ignorancia andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los franceses soltaron la mosca después de cantar, la soltaron esta vez después de reír, y se suscribieron por una cantidad de 253.930 francos. A este precio, tenían derecho a divertirse un poco.

Austria, atendido el mal estado de su Hacienda, se mostró bastante generosa. Su parte en la contribución pública se elevó a la suma de 216.000 florines, que fueron bien recibidos.(3)

Suecia y Noruega enviaron 52.000 rixdales,(4) que, en relación al país, son una cantidad considerable, pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto suscripción en Cristianía al mismo tiempo que en Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los noruegos no les gusta enviar su dinero a Suecia.

  1. 21.680.000 francos.
  2. 1.475.000 francos.
  3. 520.000 francos.
  4. 294.323 francos.

Prusia demostró la consideración que le mereció la empresa enviando 250.000 táleros.(1) Todos sus observatorios se suscribieron por una cantidad importante, y fueron los que más procuraron alentar al presidente Barbicane.

Turquía se condujo generosamente, pues siendo la Luna quien regula el curso de sus años y su ayuno del Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto. No podía enviar menos de 1.372.640 piastras,(2) y las dio con una espontaneidad que revelaba, sin embargo, cierto interés del gobierno otomano.

Bélgica se distinguió entre todos los Estados de segundo orden con un donativo de 513.000 francos, que vienen a corresponder a doce céntimos por habitante.

Holanda y sus colonias se interesaron en la cuestión por 110.000 florines,(3) pidiendo sólo una rebaja del 5 por ciento por pagarlos al contado.

Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin embargo, 9.000 ducados finos,(4) lo que prueba la afición de los daneses a las expediciones científicas.

La confederación germánica contribuyó con 34.285 florines.s Pedirle más hubiera sido gollería, y aunque se to hubieran pedido, ella no to hubiera dado.

Italia, aunque muy endeudada, encontró 200.000 liras en los bolsillos de sus hijos, pero dejándolos limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado más; pero no la tenía.

1. 937.500 francos.

2. 343.160 francos.

3. 235.400 francos.

4. 117.414 francos.

5. 72.000 francos.

Los Estados de la Iglesia no creyeron prudente enviar menos de 7.040 escudos romanos,(l) y Portugal llegó a desprenderse por la ciencia hasta de 30.000 cruzados(2).

En cuanto a México, no pudo dar más que 86.000 pesos fuertes,(3) pues los imperios que se están fundando andan algo apurados.

1. 38.000 francos.

2. 113.200 francos.

3. 1.727 francos.

Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto tributo de Suiza para la obra americana… Digamos francamente que Suiza no acertaba a ver el lado práctico de la operación; no le parecía que el acto de enviar una bala a la Luna fuese de tal naturaleza que estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la noche, y se le antojó que era poco prudente aventurar sus capitales en una empresa tan aleatoria. Si bien se medita, Suiza tenía, tal vez, razón.

Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no está muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos españoles, y no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por to que pudiera tronar, to mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos.

Quedaba Inglaterra. Conocida es la desdeñosa antipatía con que acogió la proposición de Barbicane. Los ingleses no tienen más que una sola alma para los veintinco millones de habitantes que encierra la Gran Bretaña. Dieron a entender que la empresa del Gun-Club era contraria al «principio de no intervención», y no soltaron ni un cuarto.

A esta noticia, el Gun-Club se contentó con encogerse de hombros y siguió su negocio. En cuanto a la América del Sur: Perú, Chile, Brasil, las provincias de la Plata, Colombia, remitieron a los Estados Unidos 300.000 pesos.(1) El Gun-Club se encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el siguiente:

Suscripción de los Estados Unidos . . 4.000.000 dólares

Suscripciones extranjeras . . . . . . . . . 1.446.675 dólares

Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5.446.675 dólares

5.446.675 dólares(2) entraron, como resultado de la suscripción, en la caja del Gun-Club.

A nadie sorprenda la importancia de la suma. Los trabajos de fundición, taladro y albañilería, el transporte de los operarios, su permanencia en un país casi inhabitado, la construcción de hornos y andamios, las herramientas, la pólvora, el proyectil y los gastos imprevistos, debían, según el presupuesto, consumirse casi completamente. Algunos cañonazos de la guerra federal costaron 1.000 dólares, y, por consiguiente, bien podía costar cinco mil veces más el del presidente Barbicane, único en los fastos de la artillería.

El 20 de octubre se ajustó un contrato con la fábrica de fundición de Goldspring, cerca de Nueva York, la cual se comprometió a transportar a Tampa, en la Florida meridional, el material necesario para la fundición del columbiad.

1. 59.000 francos.

2. Alrededor de 29,5 millones de francos.

Todo lo más tarde, la operación debía quedar terminada el 15 del próximo octubre, y entregado el cañón en buen estado, bajo pena de una indemnización de 100 dólares por día hasta el momento de volverse a presentar la Luna en las mismas condiciones requeridas, es decir, hasta haber transcurrido dieciocho años y once días.

El ajuste y pago de salario de los trabajadores y las demás atenciones de esta índole, eran de cuenta de la compañía de Goldspring.

Este convenio, hecho por duplicado y de buena fe, fue firmado por I. Barbicane, presidente del Gun-Club, y por J. Murchison, director de la fábrica de Go1dspring, que aprobaron la escritura.

XIII

Stone's Hill

Hecha ya la elección por los miembros del GunClub, en detrimento de Tejas, los americanos de la Unión que todos saben leer, se impusieron la obligación de estudiar la geografía de Florida. Nunca jamás habían vendido los libreros tantos ejemplares de Bartram's travel in Florida, de Roman's natural history of East and West Florida, de William's territory of Florida, de Cleland on the culture of the Sugar, Cane in East Florida. Fue necesario imprimir nuevas ediciones. Aquello era un delirio.

Barbicane tenía que hacer algo más que leer; quería ver con sus propios ojos y marcar el sitio del columbiad. Sin pérdida de un instante puso a disposición del observatorio de Cambridge los fondos necesarios para la construcción de un telescopio, .y entró en tratos con la casa Breadwill y Compañía, de Albany, para la fabricación del proyectil de aluminio. Enseguida partió de Baltimore, acompañado de J. T. Maston, del mayor Elphiston y del director de la fábrica de Goldspring.

Al día siguiente, los cuatro compañeros de viaje llegaron a Nueva Orleans, donde se embarcaron inmediatamente en el Tampico, buque de la marina federal que el gobierno ponía a su disposición, y, calentadas las calderas, las orillas de la Luisiana desaparecieron pronto de su vista.

La travesía no fue larga. Dos días después de partir el Tampico, que había recorrido 480 millas, distinguióse la costa floridense. A1 acercarse a ésta, Barbicane se halló en presencia de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de haber costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de ostras y cangrejos, el Tampico entró en la bahía del Espíritu Santo.

Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas: la rada de Tampa y la rada de Hillisboro, por cuya boca penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte Broke descubrió sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció la ciudad de Tampa, negligentemente echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la desembocadura del río Hillisboro.

Allí fondeó el Tampico el 22 de octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros desembarcaron inmediatamente.

Barbicane sintió palpitar con violencia su corazón al pisar la tierra floridense; parecía tantearla con el pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea conocer; J. T. Maston escarbaba el suelo con su mano postiza.

-Señores -dijo Barbicane-, no tenemos tiempo que perder; mañana mismo montaremos a caballo para empezar a recorrer el país.

Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le salían al encuentro los 3.000 habitantes de la ciudad de Tampa. Bien merecía este honor el presidente del GunClub, que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables aclamaciones; pero él se sustrajo a la ovación, se encerró en una habitación del hotel Franklin y no quiso recibir a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter con el oficio de hombre célebre.

Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos de raza española, de poca alzada, pero de mucho vigor y brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran cuatro, sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane, acompañado de sus tres camaradas, bajó y se asombró de pronto, viéndose en medio de aquella cabalgata. Notó que cada jinete llevaba una carabina en la bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un joven floridense le explicó inmediatamente la razón que había para aquel aparato de fuerzas.

-Señor-dijo-, hay semínolas.

-¿Qué son semínolas?

-Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido prudente escoltaros.

-¡Bah! -dijo desdeñosamente J. T. Maston montando a caballo.

-Siempre es bueno -respondió el floridense- tomar precauciones.

-Señores -repuso Barbicane-, os agradezco vuestra atención; partamos.

La cabalgata se puso en movimiento y desapareció en una nube de polvo. Eran las cinco de la mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro señalaba 84°,(1) pero frescas brisas del mar moderaban la excesiva temperatura.

Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y siguió la costa, ganando el creek(2) de Alifia. Aquel arroyo desagua en la bahía de Hillisboro, doce millas al sur de Tampa. Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el Este. Las olas de la bahía desaparecieron luego detrás de un accidente del terreno, y únicamente se ofreció a su vista la campiña.

1. 28° centígrados.

2. Arroyo.

La Florida se divide en dos partes: una, al Norte, más populosa, menos abandonada, tiene por capital a Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales marítimos de los Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, colocada entre los Estados Unidos y el golfo de México, que la estrechan con sus aguas, no es más que una angosta península roída por la corriente del Gulf Stream, punta de tierra perdida en medio de un pequeño archipiélago, doblándola incesantemente los numerosos buques del canal de Bahama. Aquella punta es el centinela avanzado del golfo de las grandes tempestades. Tiene aquel Estado una superficie de 38.033.267 acres,(1) entre los cuales había que escoger uno situado más a11á del paralelo 28 que conviniese a la empresa, por to que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la configuración del terreno y su distribución particular.

1. 151.975 kilómetros cuadrados.

La Florida, descubierta por Juan Ponce de León el Domingo de Ramos de 1512, debió a esta circunstancia el nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida. No la hacía en verdad muy digna de él sus costas áridas y abrasadas. Pero a algunas millas de la playa, la naturaleza del terreno se fue modificando poco a poco, y el país se mostró acreedor a su denominación primitiva. Entrecortaba el terreno una red de creeks, ríos, manantiales, estanques y lagos, que le daba un aspecto parecido al que tienen Holanda y Guayana; pero el campo se elevó sensiblemente y no tardó en ostentar sus llanuras cultivadas, en que se daban admirablemente todas las producciones vegetales del Norte y del Mediodía. El sol de los trópicos y las aguas conservadas por la arcilla del terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su inmensa vega. Praderas de ananás, de ñame, de tabaco, de arroz, de algodón y de caña de azúcar, que se extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas con la prodigalidad más espontánea.

Mucho satisfacía a Barbicane la elevación progresiva del terreno, y cuando J. T. Maston le interrogó acerca del particular, le respondió:

-Amigo mío, tenemos el mayor interés en fundir nuestro columbiad en un terreno alto.

-¿Para estar más cerca de la Luna? -preguntó con sorna el secretario del Gun-Club.

-No -respondió Barbicane sonriéndose-. ¿Qué importan algunas toesas más o menos? Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será más fácil, no tendremos que luchar con las aguas, to que nos permitirá prescindir del largo y penoso sistema de tuberías, cosa digna de consideración cuando se trata de abrir un pozo de 900 pies de profundidad.

-Tenéis razón-dijo el ingeniero Murchison-. Debemos, en cuanto podamos, evitar los cursos de agua durante la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos. No se trata de un pozo artesiano, estrecho y oscuro, en el que la terraja, el cubo, la sonda, en una palabra, todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No. Nosotros trabajaremos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.

-Sin embargo -respondió Barbicans-, si por la elevación o naturaleza del terreno podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más rápido y saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno situado a algunos centenares de toesas sobre el nivel del mar.

-Tenéis razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que nos conviene.

-¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo -dijo el presidents.

-¡Y yo el último! -exclamó J. T. Maston.

-Todo se andará, señores -respondió el ingeniero-, y, creedme, la compañía de Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso.

-¡Por Santa Bárbara que tenéis razón! -replicó J. T. Maston-. Cien dólares por día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas condiciones, es decir, durante dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares. ¿Sabíais eso?

-Ni tenemos necesidad de saberlo -respondió el ingeniero.

A cosa de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unas doce millas. A los campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. A11í se presentaban las esencias más variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos, albaricoques, bananos y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban numerosísimas aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico y variado plumaje.

J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en presencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su espléndida belleza.

Pero el presidents Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser hidróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una aridez incontestable.

Se siguió avanzando y hubo que vadear varios ríos, no sin algún peligró, porque estaban infestados de caimanes de 15 a 18 pies de largo. J. T. Maston les amenazó con su temible mano postiza, pero sólo consiguió meter miedo a los pelícanos, yaguazas y faelones, salvajes habitantes de aquellas costas, mientras los grandes flamencos de color rosa le miraban como embobados.

Aquellos huéspedes de las regiones húmedas desaparecieron a su vez, y árboles menos corpulentos se desparramaron par bosques menos espesos. Algunos grupos aislados se destacaron en media de llanuras infinitas cruzadas par numerosas manadas de gansos azorados.

-¡Par fin llegamos! -exclamó Barbicane, levantándose sobre los estribos-. ¡He aquí la región de los pinos!

-Y la de los salvajes -respondió el mayor.

En efecto, algunos semínolas aparecían a to lejos, agitándose, revolviéndose, corriendo de un lado a otro, montados en rápidos caballos, blandiendo largas lanzas o descargando fusiles de sordo estampido. Limitáronse a estas demostraciones hostiles, sin inquietar a Barbicane y a sus compañeros.

Éstos ocupaban entonces el centro de una llanura pedregosa, vasto espacio descubierto de una extensión de algunos acres que sumergía el sol en abrasadores rayos. Estaba formada la llanura par una especie de dilatado entumecimiento del terreno, que ofrecía, al parecer, a los miembros del Gun-Club todas las condiciones que requería la colocación de su columbiad.

-¡Alto! -dijo Barbicane deteniéndose-. ¿Cómo se llama éste sitio?

-Stone's Hill(1) -respondió uno de los floridenses.

1. Colina de piedras.

Barbicane, sin decir una palabra, se apeó, sacó sus instrumentos y empezó a determinar la posición del sitio con la mayor precisión.

La escolta, agolpada en torno suyo, le examinaba en silencio.

El sol pasaba en aquel momento par el meridiano. Barbicane, después de algunas observaciones, apuntó rápidamente su resultado y dijo:

-Este sitio está situado a 300 toesas sobre el nivel del mar, a los 27° 7' de longitud Oeste;(1) me parece que, par su naturaleza árida y pedregosa, presenta todas las condiciones que el experimento requiere; en esta llanura, pues, levantaremos nuestros almacenes, nuestros talleres, nuestros hornos, las chozas de los trabajadores y desde aquí, desde aquí mismo -repitió, golpeando con el pie en el suelo-, desde aquí, desde la cúspide de Stone's Hill, nuestro proyectil volará a los espacios del mundo solar.

1. La longitud indicada corresponde al meridiano de Washington.

 

XIV

Pala y zapapico

Aquella misma tarde, Barbicane y sus compañeros regresaron a Tampa, y el ingeniero Murchison embarcó de nuevo en el Tampico para Nueva Orleans. Tenía que contratar un ejército de trabajadores y recoger la mayor parte del material. Los miembros del Gun-Club se quedaron en Tampa a fin de organizar los primeros trabajos con la ayuda de la gente del país.

Ocho días después de su partida, el Tampico regresaba a la bahía del Espíritu Santo con una flotilla de buques de vapor. Murchison había reunido quinientos trabajadores. En los malos tiempos de la esclavitud le hubiera sido imposible. Pero desde que América, la tierra de la libertad, no abrigaba en su seno más que hombres libres, éstos acudían dondequiera que les llama'ba un trabajo generosamente retribuido. Y el Gun-Club no carecía de dinero, y ofrecía a sus trabajadores un buen salario con gratificaciones considerables y proporcionadas. El operario reclutado para la Florida podía contar, concluidos los trabajos, con un capital depositado a su nombre en el banco de Baltimore. Murchison tuvo, pues, donde escoger, y pudo manifestarse severo respecto de la inteligencia y habilidad de sus trabajadores. Es de creer que formó su laboriosa legión con la flor y nata de los maquinistas, fogoneros, fundidores, mineros, albañiles y artesanos de todo género, negros o blancos, sin distinción de colores. Muchos partieron con su familia. Aquello era una verdadera emigración.

El 31 de octubre, a las diez de la mañana, la legión desembarcó en los muelles de Tampa, y fácilmente se comprende el movimiento y actividad que reinarían en aquella pequeña ciudad cuya población se duplicaba en un día. En efecto, Tampa debía ganar mucho con aquella iniciativa del Gun-Club, no precisamente por el número de trabajadores que se dirigieron inmediatamente a Stone's Hill, sino por la afluencia de curiosos que convergieron poco a poco de todos los puntos del globo hacia la península.

Se invirtieron los primeros días en descargar los utensilios que transportaba la flotilla, las máquinas, los víveres, a igualmente un gran número de casas de palastro compuestas de piezas desmontadas y numeradas. Al mismo tiempo, Barbicane trazaba un railway de 15 millas para poner en comunicación Stone's Hill con Tampa.

Nadie ignora en qué condiciones se hace un ferrocarril americano. Caprichoso en sus curvas, atrevido en sus pendientes, despreciando terraplenes, desmontes y obras de ingeniería, escalando colinas, precipitándose por los valles; el rail road corre a ciegas y sin cuidarse de la línea recta, no es muy costoso, ni ofrece grandes dificultades de construcción, pero descarrila con suma facilidad. El camino de Tampa a Stone's Hill no fue más que una bagatela, y su construcción no requirió mucho tiempo ni tampoco mucho dinero.

Por lo demás, Barbicane era el alma de aquella muchedumbre que acudió a su llamamiento. Él la alentaba, la animaba y le comunicaba su energía y su entusiasmo; su persona se hallaba en todas partes, como si hubiese estado dotado del don de ubicuidad, seguido siempre de J. T. Maston, su mosca zumbadora. Con él no había obstáculo ni dificultades, ni contratiempos: era minero, albañil y maquinista tanto como artillero, teniendo respuestas para todas las preguntas y soluciones para todos los problemas. Estaba en correspondencia constante con el Gun-Club y con la fábrica de Goldspring, y día y noche, con las calderas encendidas, con el vapor en presión, el Tampico aguardaba sus órdenes en la rada de Hillisboro.

El primer día de noviembre Barbicane salió de Tampa con un destacamento de trabajadores, y al día siguiente se había levantado alrededor de Stone's Hill una ciudad de casas metálicas que se cercó de empalizadas, la cual, por su movimiento, por su actividad, poco o nada tenía que envidiar a las mayores ciudades de la Unión. Se reglamentó cuidadosamente el régimen de vida y empezaron las obras.

Sondeos escrupulosamente practicados permitieron reconocer la naturaleza del terreno, y empezó la excavación el 4 de noviembre.

Aquel día, Barbicane reunió a los jefes de los talleres y les dijo:

-Todos conocéis, amigos míos, el objeto por el cual os he reunido en esta parte salvaje de Florida. Trátase de fundir un cañón de nueve pies de diámetro interior, seis pies de grueso en sus paredes y diecinueve y medio de revestimiento de piedra. Es, pues, preciso abrir una zanja que tenga de ancho sesenta pies y una profundidad de novecientos. Esta obra considerable debe concluirse en ocho meses, y, por consiguiente, tenéis que sacar, en doscientos cincuenta y cinco días, 2.543.200 pies cúbicos de tierra, es decir, diez mil pies cúbicos al día. Esto, que no ofrecería ninguna dificultad a mil operarios que trabajasen con holgura, será más penoso en un espacio relativamente limitado. Sin embargo, puesto que es un trabajo que se ha de hacer, se hará, para to cual cuento tanto con vuestro ánimo como con vuestra destreza.

A las ocho de la mañana se dio el primer azadonazo en el terreno floridense, y desde entonces, el poderoso instrumento no tuvo en manos de los mineros un solo momento de ocio. Las tandas de operarios se relevaban cada seis horas.

Por colosal que fuese la operación, no rebasaba el límite de las fuerzas humanas. ¡Cuántos trabajos más difíciles, en los que había sido necesario combatir directamente contra los elementos, se habían llevado felizmente a cabo! Sin hablar más que de obras análogas, basta citar el Pozo del Tío José, construido cerca de El Cairo por el sultán Saladino, en una época en que las máquinas no habían completado aún la fuerza del hombre. Dicho pozo baja al nivel del Nilo, a una profundidad de 300 pies. ¡Y aquel otro pozo abierto en Coblenza, por el margrave Juan de Baden, a la profundidad de 600 pies! Pues bien, ¿de qué se trataba en última instancia? De triplicar esta profundidad y duplicar su anchura, to que haría la perforación más fácil. Así es que no había ni un peón, ni un oficial, ni un maestro, que dudase del éxito de la operación.

Una decisión importante, tomada por el ingeniero Murchison, de acuerdo con el presidente Barbicane, había de acelerar más y más la marcha de los trabajos. Por un artículo del contrato, el columbiad debía estar reforzado con zunchos o abrazaderas de hierro forjado. Estos zunchos eran un lujo de precauciones inútil, de las

que el cañón podía prescindir sin ningún riesgo. Se suprimió, pues, dicha cláusula, con to que se economizaba mucho tiempo, porque se pudo entonces emplear el nuevo sistema de perforación adoptado actualmente en la construcción de los pozos, en que la perforación y la obra de mampostería se hacen al mismo tiempo. Gracias a este sencillo procedimiento, no hay necesidad de apuntalar la tierra, pues la pared misma la contiene con un poder inquebrantable y desciende por su propio peso.

No debía empezar esta maniobra hasta alcanzar el azadón la parte sólida del terreno.

El 4 de noviembre, cincuenta trabajadores abrieron en el centro mismo del recinto cercado, es decir, en la parte superior de Stone's Hill, un agujero circular de 60 pies de ancho.

El pico encontró primero una especie de terreno negro, de seis pies de profundidad, de cuya resistencia triunfó fácilmente. Sucedieron a este terreno dos pies de una arena fina, que se sacó y guardó cuidadosamente porque debía servir para la construcción del molde interior.

Apareció después de la arena una arcilla blanca bastante compacta, parecida a la marga de Inglaterra, que tenía un grosor de cuatro pies.

Enseguida, el hierro de los picos echó chispas bajo la capa dura de la tierra, que era una especie de roca formada de conchas petrificadas, muy seca y muy sólida, y con la cual tuvieron en to sucesivo que luchar siempre los instrumentos. En aquel punto, el agujero tenía una profundidad de seis pies y medio, y empezaron los trabajos de albañilería.

Construyóse en el fondo de la excavación un torno de encina, una especie de disco muy asegurado con pernos y de una solidez a toda prueba. Tenía en su centro un agujero de un diámetro igual al que debía tener el columbiad exteriomente. Sobre aquel aparato se sentaron las primeras hiladas de piedras, unidas con inflexible tenacidad por un cemento de hormigón hidráulico. Los albañiles, después de haber trabajado de la circunferencia al centro, se hallaron dentro de un pozo que tenía 25 pies de ancho.

Terminada esta obra, los mineros volvieron a coger el pico y el azadón para atacar la roca debajo del mismo disco, procurando sostenerlo con puntales de mucha solidez; estos puntales se quitaban sucesivamente a medida que se iba ahondando el agujero. Así, el disco iba bajando poco a poco, y con él la pared circular de mampostería, en cuya parte superior trabajaban incesantemente los albañiles, dejando aspilleras o respiradores para que durante la fundición encontrase salida el gas.

Este género de trabajo exige en los obreros mucha habilidad y cuidado. Alguno de ellos, cavando bajo el disco, fue peligrosamente herido por los pedazos de piedra que saltaban y hasta hubo alguna muerte; pero estos percances del oficio no menguaban ni un solo minuto el ardor de los trabajadores. Éstos trabajaban durante el día, a la luz de un sol que algunos meses después daba a aquellas calcinadas llanuras un calor de 99°.(1) Trabajaban durante la noche; envueltos en los resplandores de la luz eléctrica. El ruido de los picos rompiendo las rocas, el estampido de los barrenos, el chirrido de las máquinas, los torbellinos de humo agitándose en el aire, trazaban alrededor de Stone's Hill un círculo de terror que no se atrevían a romper las manadas de bisontes ni los grupos de semínolas.

1. 37° centígrados.

Los trabajos avanzaban regularmente. Grúas movidas por la fuerza del vapor activaban la traslación de los materiales, encontrándose pocos obstáculos inesperados, pues todas las dificultades estaban previstas y había habilidad para allanarlas.

El pozo, en un mes, había alcanzado la profundidad proyectada para este tiempo, o sea 112 pies. En diciembre, esta profundidad se duplicó, y se triplicó en enero. En febrero, los trabajadores tuvieron que combatir una capa de agua que apareció de improviso, viéndose obligados a recurrir a poderósas bombas y aparatos de aire comprimido para agotarla y tapar los orificios como se tapa una vía de agua a bordo de un buque. Se dominaron aquellas corrientes, pero a consecuencia de la poca consistencia del terreno, el disco cedió algo, y hubo un derrumbamiento parcial. El accidente no podía dejar de ser terrible, y costó la vida a algunos trabajadores. Tres semanas se invirtieron en reparar la avería y en restablecer el disco, devolviéndole su solidéz; pero gracias a la habilidad del ingeniero y a la potencia de las máquinas empleadas, la obra, por un instante comprometida, recobró su aplomo, y la perforación siguió adelante.

Ningún nuevo incidente paralizó en to sucesivo la marcha de la operación, y el 10 de junio, veinte días antes de expirar el plazo fijado por Barbicane, el pozo, enteramente revestido de su muro de piedra, había alcanzado la profundidad de 900 pies. En el fondo, la mampostería descansaba sobre un cubo macizo que medía 30 pies de grueso, al paso que en su parte superior se hallaba al nivel del suelo.

El presidente Barbicane y los miembros del GunClub felicitaron con efusión al ingeniero Murchison, cuyo trabajo ciclópeo se había llevado a cabo con una rapidez asombrosa.

Durante los ocho meses que se invirtieron en dicho trabajo, Barbicane no se separó un instante de Stone's Hill, y al mismo tiempo vigilaba de cerca las operaciones de la excavación y no olvidaba un solo instante el bienestar y la salud de los trabajadores, siendo bastante afortunado para evitar las epidemias que suelen engendrarse en las grandes aglomeraciones de hombres, y que tantos desastres causan en las regiones del globo expuestas a todas las influencias tropicales.

Verdad es que algunos trabajadores pagaron con la vida las imprudencias inherentes a trabajos tan peligrosos. Pero estas deplorables catástrofes son inevitables, y los americanos no hacen de ellas ningún caso. Se cuidan más de la humanidad en general que del individuo en particular. Sin embargo, Barbicane profesabá excepcionalmente los principios contrarios, y los aplicaba en todas las ocasiones. Así es que, gracias a su solicitud, a su inteligencia, a su útil intervención en los casos difíciles, a su prodigiosa y filantrópica sagacidad, el término medio de las catástrofes no excedió al de los países de ultramar famosos por su lujo de precauciones, entre otros Francia, donde se cuenta con un accidente por cada 200.000 francos de trabajo.

XV

La fiesta de la fundición

Durante los ocho meses que se invirtieron en la operación de la zanja, se llevaron simultáneamente adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la fundición. Una persona extraña que, sin estar en antecedentes, hubiese llegado de improviso a Stone's Hill, hubiera quedado atónito ante el espectáculo que se ofrecía a sus miradas.

A 600 yardas de la zanja se levantaban 1.200 hornos de reverbero, de 600 pies de ancho cada uno, circulamente situados alrededor de la zanja misma, que era su punto central, separados uno de otro por un intervalo de media toesa. Los 1.200 hornos formaban una línea que no bajaba de dos millas. Estaban todos calcados sobre el mismo modelo, con una alta chimenea cuadrangular, y producían un singular efecto. Soberbia parecía a J. T. Maston aquella disposición arquitectónica, que le recordaba los monumentos de Washington. Para él no había nada más bello, ni aun en Grecia, donde, según él mismo confesaba, no había estado nunca.

Sabido es que en su tercera sesión la comisión resolvió valerse para el columbiad del hierro fundido, especialmente del hierro furidido gris, que es, en efecto, un metal tenaz y dúctil, de fácil pulimento, propio para efectuar todas las operaciones de moldeo, y tratado con el carbón de piedra, es de una calidad superior para 1ás piezas de gran resistencia, tales como cañones, cilindros de máquinas de vapor y prensas hidráulicas.

Pero el hierro fundido, si no ha sido sometido más que a una sola fusión, es raramente to suficiente homogéneo, por to que se le acendra y depura por medio de una segunda fusión, que le desembaraza de sus últimos depósitos terrosos.

Por lo mismo, el mineral de hierro, antes de ser embarcado para Tampa, era sometido a los altos hornos de Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio y elevado a una alta temperatura, siendo transformado en carburo,(1) y después de esta primera operación, se dirigía el metal a Stone's Hill. Pero se trataba de 136.000.000 de libras de hierro fundido, que son una cantidad enorme para transportar por los railways. El precio del transporte hubiera duplicado el de la materia. Pareció preferible fletar buques de Nueva York y cargarlos de fundición en barras, aunque para esto se necesitaron sesenta y ocho buques de 1.000 toneladas, una verdadera escuadra, que el 3 de mayo salió del canal de Nueva York, entró en el océano, siguió a lo largo de las costas americanas, penetró en el canal de Bahama, dobló la punta de Florida y, el 10 del mismo mes, remontando la bahía del Espíritu Santo, pasó a fondear sin avería alguna en el puerto de Tampa. A11í el cargamento fue trasladado a los vagones del ferrocarril de Stone's Hill, y a mediados de enero, la enorme cantidad de metal había llegado a su destino.

1. Por la operación de refinado en los hornos, el hierro fundido, libre de carbono y silicio, se convierte en hierro dulce.

Bien se comprende que mil doscientos hornos no eran un exceso para derretir a un mismo tiempo 68.000 toneladas de hierro. Cada horno podía contener cerca de 114.000 libras de metal, y todos, construidos y dispuestos según el modelo de los que sirvieron para fundir ei cañón Rodman, afectaban la forma de un trapecio y eran muy rebajados. El aparato para caldear y la chimenea, se hallaba en los dos extremos del horno, el cual se calentaba por igual en toda su extensión. Los hornillos, hechos de tierra refractaria, constaban de una reja donde se colocaba el carbón de piedra, y un crisol o laboratorio donde se ponían las barras que habían de fundirse. El suelo de este crisol inclinado en ángulo de 25 grados permitía al metal derretido verterse hacia los depósitos de recepción, de los cuales partían doce arroyos divergentes que desaguaban en el pozo central.

Un día, después de terminadas las obras de albañilería, Barbicane mandó proceder a la construcción del molde interior. La cuestión era levantar en el centro del pozo, siguiendo su eje, un cilindro de 900 pies de altura y 9 pies de diámetro, que llenase exactamente el espacio reservado al ánima del columbiad. Este cilindro debía componerse de una mezcla de tierra arcillosa y arena, a la que añadían heno y paja. El intervalo que quedase entre el molde y la obra de fábrica, debía llenarlo el metal derretido para formar las paredes del cañón, de un grosor de 6 pies. Para mantener equilibrado el cilindro, fue preciso reforzarlo con armadura de hierro y sujetarlo a trechos por medio de puntales transversales que iban desde él a las paredes del pozo. Estas traviesas, después de la fundición, quedaban formando cuerpo común con el cañón mismo, sin que éste sufriese por la interposición menoscabo alguno.

Habiendo terminado esta operación el 8 de julio, podía procederse inmediatamente a la fundición, y se fijó ésta para el día siguiente.

-Será una gran fiesta el acto de la fundición -dijo J. T. Maston a su amigo Barbicane.

-Sin duda -respondió Barbicane-, pero no será fiesta pública.

-¡Cómo! ¿No abriréis las puertas del recinto a todo el que se presente?

-No haré semejante disparate, Maston; la fundición del columbiad es una operación delicada que puede también ser peligrosa, y prefiero que se ejecute a puerta cerrada. A1 dispararse el proyectil, toleraremos todo el bullicio que se quiera, pero no antes.

En efecto, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una gran afluencia de espectadores estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe. Convenía mucho conservar la libertad de movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar en el recinto, a excepción de una delegación de individuos del Gun-Club, que se había trasladado a Tampa. Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundicion del columbiad era una cuestión personal. J. T. Maston se convirtió espontáneamente en su cicerone; no omitió ningún pormenor; les condujo a todas panes, a los almacenes, a los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser perfectamente iguales, los mil doscientos hornos. Al efectuar la visita mil doscientas, estaban algo cansados.

La fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se había invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento catorce mil libras de barras de metal, colocadas de manera que dejasen algunos huecos para que el aire inflamado pudiese circular entre ellas libremente. Desde la madrugada, empezaron las mil doscientas chimeneas a vomitar en la atmósfera sus torrentes de llamas, y agitaban la tierra sordas trepidaciones. Había que quemar tantas libras de carbón de piedra cuantas eran las libras de metal que había que fundir. Había, pues, 68.000 libras de carbón que proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo negro.

No tardó el calor en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos ronquidos parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventiladores que en su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos candentes.

El buen éxito de la operación de la fundición, dependía en gran parte de la rapidez con que se la condujese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los hornos a la vez debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente.

Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores aguardaron el momento fijado con mucha impaciencia y también con cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y cada maestro fundidor ocupaba su puesto cerca de los agujeros por donde debía salir el metal licuado.

Barbicane y sus colegas contemplaban la operación desde una eminencia cercana, teniendo delante un cañón, pronto a ser disparado a una señal del ingeniero.

Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el metal a formar gotas que se iban dilatando, se fueron llenando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la separación de las sustancias heterogéneas.

Dieron las doce, sonó de pronto un cañonazo, perdiéndose en el aire, como un relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la vez, y mil doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central, desarrollando sus anillos candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una profundidad de 900 pies con espantoso estrépito. Aquel espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del molde y la arrojaban por los espiráculos o respiraderos del muro de piedra bajo la forma de impenetrables vapores. Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cenit a una altura de 500 toesas, desenvolvían sus densas espirales. Un salvaje errante, más a11á de los límites del horizonte, hubiera podido creer en la formación de un nuevo cráter en las entrañas de Florida, y sin embargo, aquello no era una erupción, ni una tromba, ni una tempestad, ni una lucha de elementos, ni ninguno de los fenómenos terribles que es capaz de producir la naturaleza. ¡No! El hombre había creado aquellos vapores cojizos, aquellas llamas gigantescas dignas de un volcán, aquellas trepidaciones estrepitosamente análogas a los sacudimientos de un terremoto, aquellos mugidos rivales de los huracanes y las borrascas, y era su mano quien precipitaba en un abismo abierto por ella todo un Niágara del humeante metal derretido.

XVI

El columbiad

¿La operación había tenido buen éxito? Acerca del particular no se podía juzgar más que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a creer que la fundición se había verificado debidamente, puesto que el molde había absorbido todo el metal licuado en los hornos. Pero nada en mucho tiempo se podría asegurar de una manera positiva. La prueba directa había de ser necesariamente muy tardía.

En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su cañón de ciento sesenta mil libras, el hierro tardó en enfriarse más de quince días. ¿Cuánto tiempo, pues, el monstruoso columbiad, coronado de torbellinos de vapor y defendido por su calor intenso, iba a ocultarse a las investigaciones de sus admiradores? Difícil era calcularlo.

Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del Gun-Club pasó por una dura prueba. Pero fuerza es esperar, y más de una vez la curiosidad y el entusiasmo expusieron a J. T. Maston a asarse vivo. Quince días después de verificada la fundición, subía aún al cielo un inmenso penacho de humo, y el suelo abrasaba los pies en un radio de doscientos pasos alrededor de la cima de Stone's Hill.

Pasaron días y días, semanas y semanas. No había medio de enfriar el inmenso cilindro, al cual era imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los miembros del Gun-Club tascaban su freno.

-Nos hallamos ya a to de agosto -dijo una mañana J. T. Maston-. ¡Faltan apenas cuatro meses para llegar al 1 de diciembre, y aún tenemos que sacar el molde interior, formar el ánima de la pieza y cargar el columbiad! ¿Tendremos tiempo? ¡Ni siquiera podemos acercarnos al cañón! ¿No se enfriará nunca? ¡Sería un chasco horrible!

En vano se trataba de calmar la impaciencia del secretario; Barbicane no despegaba los labios, pero su silencio ocultaba una sorda irritación. Verse absolutamente detenido por un obstáculo del cual sólo podía triunfar el tiempo, enemigo temible en aquellas circunstancias, y hallarse a discreción suya, era duro para un hombre de guerra.

Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar modificaciones en el estado del terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los vapores había disminuido notablemente. Algunos días después, la tierra no exhalaba más que un ligero vaho, último soplo del monstruo encerrado en su ataúd de piedra. Poco a poco se apaciguaron las convulsiones del terreno, y se circunscribió el círculo calórico; los espectadores más impacientes se acercaron, ganaron un día 2 toesas y al otro 4; y el 22 de agosto, Barbicane, sus colegas y el ingeniero pudieron llegar a la masa de hierro colado que asomaba al nivel de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda muy higiénico, en que no estaba aún permitido tener frío en los pies.

-¡Loado sea Dios! -exclamó el presidente del GunClub con un inmenso suspiro de satisfacción.

Se volvió a trabajar aquel mismo día. Procedióse inmediatamente a la extracción del molde interior para dejar libre el ánima de la pieza; funcionaron sin descanso el pico, el azadón y la terraja; la tierra arcillosa y la arena habían adquirido con el calor una dureza suma, pero con el auxilio de las máquinas, se venció la resistencia de aquella mezcla que ardía aún al contacto de las paredes de hierro fundido; se sacaron rápidamente en carros de vapor los materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se trabajó con tanta actividad, fue tan apremiante la intervención de Barbicane y tenían tanta fuerza sus argumentos, a los que dio la forma de dólares, que el 3 de septiembre había desaparecido hasta el último vestigio del molde.

Inmediatamente después, empezó la operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se establecieron con la mayor prontitud las máquinas convenientes, y se pusieron en juego poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápidamente las desigualdades de la fundición. Al cabo de algunas semanas, la superficie interior del inmenso tubo era perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza había adquirido un pulimento perfecto.

Por último, el 22 de septiembre, no habiendo aún transcurrido un año desde la comunicación de Barbicane, la enorme máquina, calibrada rigurosamente y absolutamente vertical, según comprobaron los más delicados instrumentos, estaba en disposición de funcionar. No había que esperar más que a la Luna, pero todos tenían una completa confianza en que tan honrada señora no faltaría a la cita. La conocían por sus antecedentes, y por ellos la juzgaban.

La alegría de J. T. Maston traspasó todos los límites, y poco le faltó para ser víctima de una espantosa caída por el afán con que abismaba sus miradas en el tubo de 900 pies. Sin el brazo derecho de Blomsberry, que el digno coronel había felizmente conservado, el secretario del Gun-Club, como un segundo Eróstrato, hubiera encontrado la muerte en las profundidades del columbiad.

El cañón estaba, pues, concluido, y no cabía duda alguna acerca de su ejecución perfecta. Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no obstante sus antipatías, pagó al presidente Barbicane la segunda apuesta, y Barbicane en sus libros, en la columna de ingresos, apuntó una suma de 2.000 dólares. Motivos hay para creer que la cólera del capitán llegó al último extremo, causándole una verdadera enfermedad. Sin embargo, quedaban aún tres apuestas, una de 3.000 dólares, otra de 4.000 y otra de 5.000, y con sólo ganar dos de ellas, no se hubiera librado mal del negocio. Pero el dinero no entraba para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por su rival en la fundición de su cañón, a cuyo proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas, le daba un golpe terrible. El 23 de septiembre se permitió al público entrar libremente en el recinto de Stone's Hill, y ya se comprende to que sería la afluencia de visitantes.

Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos de los Estados Unidos, se dirigían a Florida. Durante aquel año la ciudad de Tampa, consagrada enteramente a los trabajos del Gun-Club, se había desarrollado de una manera prodigiosa, y contaba entonces con una población de 60.000 almas. Después de envolver en una red de calles el fuerte Broke, se fue prolongando por la lengua de tierra que separa las dos radas de la bahía del Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas plazas, un bosque entero de casas nuevas había brotado en aquellos enales antes desiertos, al calor del sol americano. Habíanse fundado compañías para erigir iglesias, escuelas y habitaciones particulares, y en menos de un año se decuplicó la extensión de la ciudad.

Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes. Adondequiera que les lance la suerte, desde la zona glacial a la zona tórrida, es menester que se ponga en ejecución su instinto de los negocios. He aquí por qué simples curiosos que se habían trasladado a Florida sin más objeto que seguir las operaciones del Gun-Club, se entregaron, no bien se hubieron establecido en Tampa, a operaciones mercantiles. Los buques fletados para el transporte del material y de los trabajadores, habían dado al puerto una actividad sin ejernplo. Otros buques de todas clases, cargados de víveres, provisiones y mercancías, surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes contadores de armadores y corredores se establecieron en la ciudad, y la Shipping Gazette(1) anunció diariamente en sus columnas la llegada de nuevas embarcaciones al puerto de Tampa.

  1. Gaceta Marítima.

Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la ciudad, ésta, teniendo en consideración el prodigioso desarrollo de su población y su comercio, fue unida por un ferrocarril a los Estados meridionales de la Unión. Por medio de un railway, Mobile se enlazó con Pensacola, el gran arsenal marítimo del Sur, desde donde el ferrocarril se dirigió a la ciudad de Tallahassee, donde había ya un pequeño trozo de vía férrea y ponía en comunicación con Saint Marks, en la costa. Aquel railway se prolongó hasta Tampa, vivificando a su paso y despertando las comarcas muertas de Florida central. Gracias a las maravillas de la industria, debidas a la idea que cruzó por la mente de un hombre, Tampa pudo darse la importancia de una gran ciudad. Le habían dado el sobrenombre de Moon City, y Tallahassee, la capital de las dos Floridas, sufrió un eclipse total, visible desde todos los puntos del globo.

Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran rivalidad entre Tejas y Florida, y la exasperación de los tejanos cuando se vieron desahuciados en sus pretensiones por la elección del Gun-Club. Con su sagacidad previsora había adivinado cuánto debía ganar un país con el experimento de Barbicane y los beneficios que produciría un cañonazo semejante. Tejas perdía por la elección de Barbicane un vasto centro de comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de población. Todas estas ventajas las obtenía la miserable península floridense, echada como una estacada en las olas del golfo y las del océano Atlántico. Así es que Barbicane participaba, con el general Santana, de todas las antipatías de Tejas.

Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a su pasión industrial, la nueva población de Tampa no olvidó las interesantes operaciones del Gun-Club. Todo to contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la empresa, y la entusiasmaba cualquier azadonazo. Hubo constantemente entre la ciudad y Stone's Hill un continuo it y venir, una procesión, una romería.

Fácil era prever que, al llegar el día del experimento, la concurrencia ascendería a millares de personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando en la circunscrita península. Europa emigraba a América.

Pero es preciso confesar que hasta entonces la curiosidad de los numerosos viajeros no se hallaba enteramente satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de la fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca cosa era para aquellas gentes ávidas, pero Barbicane, como es sabido, no quiso admitir a nadie durante aquella operación. Hubo descontento, refunfuños, murmullos; hubo reconvenciones al presidente, de quien se dijo que adolecía de absolutismo, y su conducta fue declarada poco americana. Hubo casi una asonada alrededor de la cerca de Stone's Hill. Pero ni por ésas; Barbicane era inquebrantable en sus resoluciones.

Pero cuando el columbiad quedó enteramente concluido, fue preciso abrir las puertas, pues hubiera sido poco prudente contrariar el sentimiento público manteniéndolas cerradas. Barbicane permitió entrar en el recinto a todos los que llegaban, si bien, empujado por su talento práctico, resolvió especular en grande con la curiosidad general. La curiosidad es siempre, para el que sabe explotarla, una fábrica de moneda.

Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad, pero la gloria de bajar a sus profundidades parecía a los americanos el non plus ultra de la felicidad posible en este mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa el placer de visitar interiormente aquel abismo de metal. Atados y suspendidos de una cabria que funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los espectadores satisfacer su curiosidad excitada. Aquello fue un delirio. Mujeres, niños, ancianos, todos se impusieron el deber de penetrar en el fondo del ánima del colosal cañón preñado de misterios. Se fijó el precio de 5 dólares por persona, y a pesar de su elevado costo, en los dos meses inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de viajeros permitió al Gun-Club obtener cerca de 500.000 dólares.

Inútil es decir que los primeros que visitaron el columbiad fueron los miembros del Gun-Club, a cuya ilustre asamblea estaba justamente reservada esta preferencia. Esta solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un cajón de honor, bajaron el presidente Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el general Morgan, el coronel Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros miembros distinguidos de la célebre sociedad, en número de unos diez. Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel largo tubo de metal, se sentía dentro alguna sofocación. ¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto! Se colocó una mesa de diez cubiertos en la recámara de piedra que sostenía el columbiad, alumbrado a giorno por un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y numerosos manjares que parecían bajados del cielo, se colocaron sucesivamente delante de los convidados, y botellas de los mejores vinos se apuraron profusamente durante aquel espléndido banquete a 900 pies bajo tierra.

El festín fue muy animado y también muy bullicioso. Se entrecruzaron numerosos brindis: se brindó por el globo terrestre; se brindó por su satélite; se brindó por el Gun-Club; se brindó por la Unión, por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por el astro de la noche, por la pacífica mensajera del firmamento. Los hurras, llevados por las ondas sonoras del inmenso tubo acústico, llegaban a su extremo como un trueno, y la multitud, colocada alrededor de Stone's Hill, se unía con el corazón y con los gritos a los diez convidados hundidos en el fondo del gigantesco columbiad.

J. T. Maston no era ya dueño de sí mismo. Difícil sería determinar si gritaba más que gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto es que no cabía de gozo en su pellejo, que no hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el cañón cargado, cebado y haciendo fuego en aquel instante, hubiera debido enviarle hecho pedazos a los espacios planetarios.

XVII

Un parte telegráfico

Pudiérase decir que estaban terminados los grandes trabajos emprendidos por el Gun-Club, y, sin embargo, tenían aún que transcurrir dos meses antes de enviar el proyectil a la Luna. Dos meses que debían parecer largos como años a la impaciencia universal. Hasta entonces los periódicos habían dado diariamente cuenta de los más insignificantes pormenores de la operación, y sus columnas eran devoradas con avidez; pero era de temer que en to sucesivo disminuyese mucho el dividendo de interés distribuido entre todas las gentes, y no había quien no temiese que iba a dejar pronto de percibir la parte de emociones que diariamente le correspondía.

No fue así. El más inesperado, el más extraordinario, más increiíble y más inverosímil incidente volvió a fanatizar los ánimos anhelantes y a causar en el mundo una sorpresa y una sobreexcitación hasta entonces desconocidas.

Un día, el 30 de septiembre, a las tres y cuarenta y siete minutos de la tarde llegó a Tampa, con destino al presidente Barbicane, un telegrama transmitido por el cable sumergido entre Valentia (Irlanda), Terranova y la costa americana.

El presidente Barbicane rasgó el sobre, leyó el parte, y, no obstante su fuerza de voluntad para hacerse dueño de sí mismo, sus labios palidecieron y su vista se turbó a la lectura de las veinte palabras del telegrama.

He aquí el texto del mismo, que se conserva aún en los archivos del Gun-Club:

«Francia, París.

»30 septiembre, 4 h. mañana.

»Barbicane. Tampa, Florida.

»Estados Unidos.

»Reemplazad granada esférica por proyectil cilindrocónico. Partiré dentro. Llegaré por vapor Atlanta.

MICHEL ARDAN.

 

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