XVIII
Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los hilos telegráficos, hubiera llegado sencillamente por correo, cerrada y bajo un sobre, si los empleados de Francia, Irlanda, Terranova y Estados Unidos de América no hubiesen debido conocer necesariamente la confidencia telegráfica, Barbicane no habría vacilado un solo instante. Hubiese callado por medida de prudencia, y para no desprestigiar su obra. Aquel telegrama, sobre todo procediendo de un francés, podía ser una burla. ¿Qué apariencia de verdad tenía la audacia de un hombre capaz de concebir la idea de un viaje semejante? Y si en realidad había un hombre resuelto a llevar a cabo tan singular propósito, ¿no era un loco a quien se debía encerrar en una casa de orates, y no en una bala de cañón?
Pero el parte era conocido, porque los aparatos de transmisión son por su naturaleza poco discretos, y la proposición de Michel Ardan circulaba ya por los diversos Estados de la Unión. No tenía, pues, Barbicane ninguna razón para guardar silencio acerca de ella, y por tanto reunió a los individuos del Gun-Club, que se hallaban en Tampa, y, sin dejarles entrever su pensamien-
to, sin discutir el mayor o menor crédito que le merecía el telegrama, leyó con sangre fría su lacónico texto.
-¡Imposible!
-¡Es inverosímil!
-¡Pura broma!
-¡Se están burlando de nosotros!
-¡Ridículo!
-¡Absurdo!
Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las frases que sirven para expresar la duda, la incredulidad, la barbaridad y la locura, con acompañamiento de los aspavientos y gestos que se usan en semejantes circunstancias. Cada cual, según su carácter, se sonreía, o reía, o se encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T. Maston fue el único que tomó la cosa en serio.
-¡Es una soberbia idea! -exclamó.
-Sí -le respondió el mayor-, pero si alguna vez es permitido tener ideas semejantes, es con la condición de no pensar siquiera en ponerlas en práctica.
-¿Y por qué no? -replicó con cierto desenfado el secretario del Gun-Club, aprestándose para el combate que sus colegas rehuyeron.
Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de boca en boca en la ciudad de Tampa. Extranjeros a indígenas se miraban, se interrogaban y se burlaban, no del europeo, que era en su concepto un mito, un ente imaginario, un ser quimérico, sino de J. T. Maston, que había podido creer en la existencia de aquel personaje fabuloso. Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna, la empresa pareció a todos natural y practicable, y no vieron en ella más que una simple cuestión de balística. Pero que un ser racional quisiera tomar asiento en el proyectil a intentar aquel viaje inverosímil, era una proposición tan sin pies ni cabeza que no podía dejar de parecer una chanza, una farsa, un engaño.
Las chanzonetas duraron sin interrupción hasta la noche, y se puede asegurar que toda la Unión prorrumpió en una sola carcajada, to que es poco común en un país donde las empresas imposibles encuentran fácilmente panegiristas, adeptos y partidarios.
Con todo, la proposición de Michel Ardan, como todas las ideas nuevas, no dejaba de preocupar a más de cuatro, por to mismo que se apartaba de la corriente de las emociones acostumbradas. «He aquí -decían- una cosa que no se le había ocurrido a nadie.» Aquel incidente fue luego una obsesión por su misma extrañeza. Daba en qué pensar. ¡Cuántas cosas negadas la víspera han sido una realidad al día siguiente! ¿Por qué un viaje a la Luna no se ha de realizar un día a otro? Pero siempre tendremos que el primero que a él quiera arriesgarse debe ser un loco de atar, y decididamente, pues que su proyecto no puede tomarse en serio, hubiera hecho bien en callarse en lugar de poner en fermentación a una población entera con sus ridículas salidas de tono.
Pero ¿existía realmente aquel personaje? He aquí la primera cuestión. El nombre de Michel Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un europeo muchas veces citado por sus atrevidas empresas. Además, aquel telegrama que había atravesado las profundidades del Atlántico, la designación del buque en que el francés decía haber tomado pasaje, la fecha fija de su llegada próxima, eran circunstancias que daban a la proposición ciertos visos de verosimilitud. La empresa requería, sin duda, un valor inaudito. Pronto los individuos aislados se agruparon: los grupos se condensaron bajo la acción de la curiosidad como en virtud de la atracción molecular se condensan los átomos, y al cabo se formó una multitud compacta que se dirigió al domicilio del presidente Barbicane.
Éste, desde la llegada del telegrama, no había manifestado acerca de él opinión alguna, había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin aprobar ni desaprobar: se mantenía al pairo, y se proponía aguardar los acontecimientos.
Pero echaba las cuentas sin la huéspeda; pues- no contaba con la impaciencia pública, y vio con muy poca satisfacción a los habitantes de Tampa reunirse bajo sus ventanas. Los murmullos, los gritos y las vociferaciones le obligaron a presentarse. Tenía todos los deberes, y por consiguiente, todas las obligaciones de la celebridad.
Se presentó, y la multitud guardó silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y dirigió a Barbicane la siguiente pregunta:
-¿El personaje designado en el parte bajo el nombre de Michel Ardan se dirige hacia América? ¿Sí o no?
-Señores -respondió Barbicane-, no sé más que to que saben ustedes.
-Pues es preciso saberlo -gritaron algunos con impaciencia.
-El tiempo nos lo dirá -respondió con sequedad el presidente.
-No reconocemos ningún derecho para mantener en un estado de ansiedad penosa a un pueblo entero -replicó el orador-. ¿Habéis modificado los planos del proyectil de conformidad con to que dice el zelégrama?
-Todavía no, señores; pero tenéis razón; es preciso saber a qué atenernos, y el telégrafo, que ha causado toda esta conmoción, completará nuestros informes.
-¡Al telégrafo! ¡Al telégrafo! -exclamó la muchedumbre.
Barbicane bajó, y, seguido del inmenso gentío, se dirigió a las oficinas de la administración.
Pocos minutos después se envió al síndico de los corredores marítimos de Liverpool un parte en el que se le hacían las siguientes preguntas:
«¿Qué buque es el Atlanta? ¿Cuándo salió de Europa? ¿Llevaba a bordo a un francés llamado Michel Ardan?»
Dos horas después Barbicane recibía informes de una precisión tal que no permitían abrigar ninguna duda.
«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a la mar el 2 de octubre con rumbo a Tampa, llevando a bordo a un francés que, con el nombre de Michel Ardan, consta en la lista de los pasajeros.»
Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos del presidente brillaron con una llama de satisfacción, se cerraron fuertemente sus puños y con violencia se le oyó murmurar:
-¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible! ¡Este francés existe! ¡Y estará aquí dentro de quince días! Pero es un loco, y nunca consentiré…
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la casa Breadwill y Compañía para que suspendiese hasta nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se apoderó de toda América, el efecto que produjo la comunicación de Barbicane, to que dijeron los periódicos de la Unión, el asombro que les causó la noticia y el entusiasmo con que la acogieron y con que cantaron la llegada de aquel héroe del antiguo continente; describir la agitación febril de cada individuo, que veía transcurrir lentamente las horas; dar una idea, aunque imperfecta, de aquella obsesión fatigosa de todos los cerebros subordinados a un solo pensamiento; narrar el cese completo de toda actividad humana; la paralización de la industria y la suspensión del comercio para presenciar la llegada del Atlanta; descubrir la animación de la bahía del Espíritu Santo, incesantemente surcada por vapores, paquebotes, yates de placer, fly-boats de todas las dimensiones, enumerar los millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días la población de Tampa y tuvieron que acampar bajo tiendas como un ejército en campaña, sería una pretensión temeraria superior a todas las fuerzas de los hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los vigías del canal de Bahama distinguieron una densa humareda en el horizonte.
Dos horas después, un vapor de alto bordo era por ellos reconocido, y el nombre de Atlanta fue transmitido a Tampa. A las cuatro, el buque inglés entraba en la bahía del Espíritu Santo. A las cinco, cruzaba a todo vapor la rada de Hillisboro. A las seis fondeaba en el puerto de Tampa.
El áncora no había aún mordido el fondo de la arena, cuando quinientas embarcaciones rodeaban al Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El primero que pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz cuya emoción quería en vano reprimir:
-¿Michel Ardan?
-¡Presente! -respondió determinado individuo encaramado a la toldilla.
Barbicane, con los brazos cruzados, con la mirada interrogante, con los labios apretados, miró fijamente al pasajero del Atlanta.
Era éste un hombre de cuarenta y dos años, alto, pero algo cargado de espaldas, como esas cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza enérgica, verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que parecía realmente una guedeja. Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con unos bigotes erizados como los del gato y mechones de pelos amarillentos que salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los que partía una mirada miope y como extraviada, completaban aquella fisonomía eminentemente felina. Pero la nariz era de un dibujo atrevido, la boca perfecta, la frente alta, inteligente, y surcada como un campo que no ha estado nunca inculto. Un cuerpo bien desarrollado, descansando sobre unas largas piernas, unos brazos musculosos, qué eran poderosas y bien apoyadas palancas, y un continente resuelto, hacían de aquel europeo un hombre sólidamente constituido, que más parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de las expresiones del arte metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran encontrado sin dificultad en el cráneo y en la fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la contabilidad, es decir, el valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar los obstáculos; los de la benevolencia y los de apego a to maravilloso, instinto que induce a ciertos temperamentos a apasionarse por las cosas sobrehumanas; pero, en cambio, las protuberancias de la adquisibilidad, de la necesidad de poseer y adquirir, faltaban absolutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero del Atlanta, es oportuno decir que sus vestidos eran holgados, que no oponía el menor obstáculo al juego de sus articulaciones, siendo su pantalón y su gabán tan sumamente anchos que él mismo se llamaba la muerte con capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de camisa muy escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un toro. Sus manos febriles arrancaban de dos mangas de camisa que estaban siempre desabrochadas. Bien se conocía que aquel hombre no sentía nunca el frío, ni en la crudeza del invierno, ni en medio de los peligros.
Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio de la multitud que apenas le dejaba espacio para moverse, sin poder estar quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a todo el mundo, y se mordía las uñas con una avidez convulsiva.
Era uno de esos tipos originales que el Creador inventa por capricho pasajero, rompiendo el molde enseguida.
En efecto, la personalidad moral de Michel Ardan ofrecía un campo muy dilatado a la investigación de los observadores analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en una perpetua disposición a la hipérbole y no había traspasado aún la edad de los superlativos. En la retina de sus ojos se juntaban los objetos con dimensiones desmedidas, de to que resultaba una asociación de ideas gigantescas. Todo to veía abultadísimo y en grande, a excepción de las dificultades y los hombres, que los veía siempre pequeños.
Estaba dotado de una naturaleza poderosa, exorbitante, superabundante; era artista por instinto, muy ingenioso, muy decidor, pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de chistes, el chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada. En las discusiones se cuidaba muy poco de la lógica; rebelde al silogismo, no to hubiera nunca inventado, y todas sus salidas eran suyas y solamente suyas. Atropellando por todo y para todo, apuntaba en medio del pecho argumentos ad hominem certeros y seguros, y le gustaba defender con el pico y con las zarpas las causas desesperadas.
Tenía, entre otras manías, la de proclamarse, como Shakespeare, un ignorante sublime y hacía alarde de despreciar a los sabios. «Los sabios -decía- no hacen más que llevar el tanteo mientras nosotros jugamos.» Era un bohemio del mundo de las maravillas, que se aventuraba mucho sin ser por eso aventurero, una cabeza destornillada, un Faetón que se empeña en guiar el carro del Sol, un Ícaro con alas de reserva. Por to demás, pagaba con su persona, y pagaba bien; se arrojaba, sin cerrar los ojos, a las más peligrosas empresas; quemaba sus naves con-más decisión que Agatocles; siempre dispuesto a romperse el alma o desnucarse, caía invariablemente de pies, como esos monigotes de médula de saúco con plomo en la base que sirven de diversión a los niños.
En una palabra, su divisa era: A pesar de todo, y el amor a to imposible, constituían su pasión dominante.
Pero aquel hombre emprendedor tenía como ningún otro los defectos de sus cualidades. Se dice que quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y to arriesgaba siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides. Perfectamente desinteresado, hacía tan buenas obras como calaveradas; caritativo, cabelleresco y generoso, no hubiera firmado la sentencia de muerte de su más cruel enemigo, y era muy capaz de venderse como esclavo para rescatar a un negro.
En Francia, en la Europa entera, todo el mundo conocía a un personaje tan brillante y que tanto ruido metía. ¿No hablaban acaso de él incesantemente las cien trompas de la fama, puestas todas a su servicio? ¿No vivía en una casa de vidrio, tomando el universo entero por confidente de sus más íntimos secretos? Eso no obstante, no le faltaba una buena colección de enemigos entre los individuos a quienes había rozado, herido o atropellado más o menos al abrirse paso con los codos entre la muchedumbre.
Pero generalmènte se le quería bien, y hasta se le mimaba como a un niño. Era, según la expresión popular, «un hombre a quien era preciso tomar o dejar», y se le tomaba. Todos se interesaban por él en sus atrevidas empresas y le seguían con la mirada inquieta. ¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando algún amigo quería detenerle prediciéndole una.próxima catástrofe, le respondía, sonriéndose amablemente: «El bosque no es quemado sino por sus propios árboles.» Y no sabía, al dar esta respuesta, que citaba el más bello de todos los proverbios árabes.
Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre agitado, siempre hirviendo al calor de un fuego interior, siempre conmovido, y no por to que pretendía hacer en America, en to cual ni siquiera pensaba, sino por efecto de su organización calenturienta. Era seguramente un contraste, el más singular, el que ofrecían el francés Michel Ardan y el yanqui Barbicane, no obstante ser los dos, cada cual a su manera, emprendedores, atrevidos y audaces.
La contemplación a que se abandonaba el presidente del Gun-Club en presencia de aquel rival que acababa de relegarle a un segundo término, fue muy pronto interrumpida por los hurras y vítores de la muchedumbre. Tan frenéticos fueron los gritos, y el entusiasmo tomó formas tan personales, que Michel Ardan, después de haber apretado millares de manos, en las que estuvo expuesto a dejar sus dedos, tuvo que buscar refugio en el fondo de su camarote.
Barbicane le siguió sin haber pronunciado una palabra.
-¿Sois vos Barbicane? -le preguntó Michel Ardan, cuando estuvieron solos los dos, con un tono como si hubiese hablado a un amigo de veinte años.
-Sí -respondió el presidente del Gun-Club.
-Pues bien, os saludo, Barbicane. ¿Cómo estáis? ¿Muy bien? ¡Me alegro! ¡Me alegro!
-Así pues -dijo Barbicane entrando en materia, sin preámbulos-. ¿Estáis decidido a partir?
-Absolutamente decidido.
-¿Nada os detendrá?
-Nada. ¿Habéis modificado el proyectil como os indicaba en mi telegrama?
-Aguardaba vuestra llegada. Pero -preguntó Barbicane con insistencia- ¿lo habéis pensado detenidamente?
-¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que perder? Se me presenta la ocasión de it a dar una vuelta por la Luna, y la aprovecho; he aquí todo. No creo que la cosa merezca tantas reflexiones.
Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que hablaba de su proyecto de viaje con una ligereza y un desdén tan completo y sin la más mínima inquietud ni zozobra.
-Pero, al menos -le dijo-, tendréis un plan, tendréis medios de ejecución.
-Excelentes, amigo Barbicane. Pero permitidme haceros una observación; me gusta contar mi historia de una sola vez a todo el mundo, y luego no cuidarme más de ella. Así se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo mejor parecer, convocad a vuestros amigos, a vuestros colegas, a la ciudad entera, a toda Florida, a todos los americanos, si queréis, y mañana estaré dispuesto a exponer mis medios y a responder a todas las objeciones, cualesquiera que sean. Tranquilizaos, los aguardaré a pie firme. ¿Os parece bien?
-Muy bien -respondió Barbicane.
Y salió del camarote para participar a la multitud la proposición de Michel Ardan. Sus palabras fueron acogidas con palabras y gritos de alegría, porque la proposición allanaba todas las dificultades. Al día siguiente, todos podrían contemplar a su gusto al héroe europeo. Sin embargo, algunos de los más obstinados espectadores no quisieron dejar la cubierta del Atlanta, y pasaron la noche a bordo. J. T. Maston, entre otros, había clavado su mano postiza en un ángulo de la toldilla, y se hubiera necesitado un cabrestante para arrancarlo de su sitio.
-¡Es un héroe! ¡Un héroe! -exclamaba en todos los tonos-. ¡Y comparados con él, con ese europeo, nosotros no somos más que unos muñecos!
En cuanto al presidente, después de suplicar a los espectadores que se retiraran, entró en el camarote del pasajero y no se separó de él hasta que la campana del vapor señaló la hora del relevo de la guardia de medianoche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se apretaron muy amistosamente la mano, y ya Michel Ardan tuteaba al presidente Barbicane.
XIX
A1 día siguiente, el astro diurno se levantó mucho más tarde de to que deseaba la impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante fiesta no debía ser tan perezoso. Barbicane, temiendo por Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera querido reducir el auditorio a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por ejemplo. Pero más fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues, que renunciar a sus proyectos de protección y dejar correr a su nuevo amigo los peligros de una conferencia pública.
El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que tenían de sobra velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona se extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del día. Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante algunas horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera parte de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la otra restante ni oía ni veía, to que, sin embargo, no impidió que fuese la más pródiga en aplausos.
A las tres apareció Michel Ardan, acompañado de los principales miembros del Gun-Club. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T. Maston, más radiante que el sol del mediodía y casi tan rutilante como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba sus miradas por un océano de sombreros negros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba a11í como en su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso saludo a los hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en inglés, y se expresó muy correctamente en los siguientes términos:
-Señores -dijo-, a pesar del calor que hace aquí dentro, voy a abusar de vuestro tiempo para daros algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que os interesan. Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en público; pero mi amigo Barbicane me ha dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus súplicas. Oídme, pues, con vuestros seiscientos mil oídos, y perdonad las muchas faltas del autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho a los concurrentes, y to demostraron con un inmenso murmullo de satisfacción.
-Señores -dijo-, podéis aprobar o desaprobar, según mejor os parezca, y empiezo. En primer lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante, pero de una ignorancia tal, que hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna metido en un proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla, más fácil y más natural del mundo. Tarde o temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género de locomoción adoptado, no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso. El hombre empezó por andar a gatas, luego utilizó los pies, enseguida viajó en carro, después en coche, más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y, por último, en ferrocarril. Pues bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir, y todo bien considerado, los planetas no son otra cosa, no son más que balas de cañón disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de vosotros, señores, creéis que la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en su movimiento de traslación alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos ejemplos, y sólo os pido que me permitáis contar por leguas, porque las medidas americanas me son poco familiares, y podría incurrir en algún error en mis cálculos.
La demanda pareció muy justa y no tropezó con ninguna dificultad. El orador prosiguió:
-Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Confieso, aunque parezca falta de modestia, que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien este insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabréis todos acerca del particular tanto como yo. Sabed, pues, que Neptuno recorre 5.000 leguas por hora; Urano, 7.000; Saturno, 8.858; Júpiter, 11.575; Marte, 22.011; la Tierra, 27.500; Venus, 32.190; Mercurio, 52.250; ciertos cometas 1.400.000 leguas en su perigeo. En cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra velocidad no pasa de 9.900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y ahora pregunto si no es evidente que todas esas velocidades serán algún día sobrepasadas por otras, de las cuales serán probablemente la luz y la electricidad los agentes mecánicos.
Nadie puso en duda esta afirmación de Michel Ardan.
-Amados oyentes míos -prosiguió-, si nos dejásemos convencer por ciertos talentos limitados (no quiero calificarlos de otra manera), la humanidad estaría encerrada en un círculo de Pompilio del que no podría salir, y quedaría condenado a vegetar en este globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios. No será así. Se va a ir a la Luna, se irá a los planetas, se irá a las estrellas, como se va actualmente de Liverpool a Nueva York, fácilmente, rápidamente, seguramente, y el océano atmosférico se atravesará como se atraviesan los océanos de la Tierra. La distancia no es más que una palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse a cero.
La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del francés, quedó como atónita ante tan atrevida teoría.
Michel Ardan to comprendió.
-No os he convencido, insignes oyentes -añadió sonriéndose afablemente-. Vamos, pues, a razonar. ¿Sabéis cuánto tiempo necesitaría un tren directo para llegar a la Luna? No más que 300 días. Un trayecto de ochenta mil cuatrocientas leguas. ¡Vaya una gran cosa! No llega al que se tendría que recorrer para dar nueve veces la vuelta alrededor de la Tierra y no hay marinero ni viajero un poco diligente que no haya andado más durante su vida. Haceos cargo de que yo no gastaré en la travesía más que noventa y siete horas. ¡Pero vosotros os figuráis que la Luna está muy lejos de la Tierra, y que antes de emprender un viaje para it a ella se necesita meditarlo mucho! ¿Qué diríais, pues, si se tratase de it a Neptuno, que gravita del Sol a mil ciento cuarenta y siete millones de leguas? He aquí un viaje que, áunque no costase más que a cinco céntimos por kilómetro, podrían emprender muy pocos. El mismo barón de Rothschild, con sus inmensos tesoros, no tendría para pagar el pasaje, y tendría que quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta y siete millones.
Esta lógica sui generis gustó mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Michel Ardan, muy enterado del asunto, to trataba con un entusiasmo soberbio. No pudiendo dudar de la avidez con que se recogían sus palabras, prosiguió con admirable aplomo:
-Y ahora os diré, mis buenos amigos, que la distancia que separa a Neptuno del Sol es muy poca cosa comparada con la de las estrellas. Para evaluar la distancia de estos astros, es menester valerse de esa enumeración fascinadora en que la cantidad más pequeña consta de nueve guarismos, y tomar por unidad el millón de millones. Perdonadme si me detengo tanto en este asunto, que es para mí de un interés capitalísimo. Oíd y juzgad: la estrella Alfa, que pertenece a la constelación del Centauro, se halla a ocho mil millares de millones de leguas, a cincuenta mil millares de millones se halla Vega, a cincuenta mil millares de millones, Sirio, a cincuenta y dos mil millares de millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones la Estrella Polar, a ciento setenta millares de millones Cabra, y las demás estrellas a billones y a centenares de billones de leguas. ¡Y hay quien se ocupa de la distancia que separa a los planetas del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta distancia es tremenda! ¡Error! ¡Mentira! ¡Aberración de los sentidos! ¿Sabéis to que yo opino acerca del mundo, que empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Queréis mi teoría? Es muy sencilla. Para mí el mundo solar es un cuerpo sólido, homogéneo; los planetas que to componen se acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que queda entre ellos no es más que el espacio que separa las moléculas del metal más compacto, plata o hierro, oro o platino. Estoy, pues, en mi derecho afirmando y repitiendo con una convicción de que participaréis todos: la distancia es una palabra hueca, la distancia, como hecho concreto, como realidad, no existe.
-¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra! -exclamó unánimemente la asamblea, electrizada por el gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus concepciones.
-¡No! -exclamó J. T. Maston, con más energía que los otros-. ¡La distancia no existe! ¡La distancia no existe!
Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por el empuje de su cuerpo, que casi no pudo dominar, estuvo en un tris de caer al suelo desde el estrado. Pero consiguió restablecer su equilibrio, y evitó una caída, que le hubiera brutalmente probado que la distancia no es una palabra vacía de sentido. Luego, el entusiasta orador prosiguió:
-Amigos míos -dijo-, me parece que la cuestión queda resuelta. Si no he logrado convenceros a todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones, débil en mis argumentos: y echad la culpa a la insuficiencia de mis estudios teóricos. Como quiera que sea, os to repito, la distancia de la Tierra a su satélite es, en realidad, poco importante y no merece preocupar a un pensador grave y concienzudo. No creo, pues, avanzar demasiado diciendo que se establecerán próximamente trenes de proyectiles, en los que se hará con toda comodidad el viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que temer choques, sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente al término, sin fatiga, en línea recta; y antes de veinte años la mitad de la Tierra habrá visitado la Luna.
-¡Hurra por Michel Ardan! -exclamaron todos los concurrentes, hasta los menos convencidos.
-¡Hurra por Barbicane! -respondió modestamente el orador.
Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor de la empresa fue acogido con unánimes y calurosos aplausos.
-Ahora, amigos míos -añadió Michel Ardan-, si tenéis que dirigirme alguna pregunta, pondréis evidentemente en un apuro a un pobre hombre como yo, pero, no obstante, procuraré responderos.
Motivos tenía el presidente del Gun-Club para estar satisfecho del giro que tomaba la discusión. Versaba sobre teorías especulativas, en las que Michel Ardan, en alas de su viva imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la cuestión descendiera del terreno de la especulación al de la práctica, del cual no era fácil salir bien librado. Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su nuevo amigo si era de la opinión de que la Luna o los planetas estuviesen habitados.
-Gran problema me planteas, mi amigo presidente -replicó el orador sonriendo-; sin embargo, hombres de muy poderosa inteligencia, Plutarco, Swedenborg, Bernardino de Saint Pierre y otros muchos, se han pronunciado por la afirmativa. Considerando la cuestión bajo el punto de vista de la filosofía natural, me inclino a opinar como ellos, porque en el mundo no existe nada inútil, y contestando, amigo Barbicane, a to cuestión con otra, afirmo que si los mundos son habitables, están habitados, o to han estado o to estarán.
-¡Muy bien! -exclamaron los espectadores de las primeras filas, que imponían su opinión a los de las últimas.
-Es imposible responder con más lógica y acierto -dijo el presidente del Gun-Club-. La cuestión queda reducida a los siguientes términos: ¿Los mundos son habitables? Yo creo que to son.
-Y yo estoy seguro de ello -respondió Michel Ardan.
-Sin embargo -replicó uno de los concurrentes-, hay argumentos contra la habitabilidad de los mundos. En la mayor parte de ellos sería absolutamente indispensable que los principios de la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se abrasaría y se helaría en otros, según su mayor o menor distancia del Sol.
-Siento -respondió Michel Ardan- no conocer personalmente a mi distinguido antagonista para poder contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero creo que se la puede combatir victoriosamente, como se pueden combatir todas las teorías fundadas en la habitabilidad de los mundos..
Si yo fuese físico, diría que, si bien es verdad que hay menos calórico en movimiento en los planetas próximos al Sol, y más calórico en movimiento en los que de él están lejos, este simple fenómeno basta para equilibrar el calor y volver la temperatura de dichos mundos soportable a seres que están organizados como nosotros.
Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo con muchos ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la Tierra ejemplos de animales que viven en distintas condiciones de habitabilidad; unos peces respiran en un medio que es mortal para los demás animales; que algunos habitantes de los mares se mantienen debajo de capas de una gran profundidad, soportando, sin ser aplastados, presiones de cincuenta o sesenta atmósferas; le diría que algunos insectos acuáticos,,insensibles a la temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de agua hirviendo y en las heladas llanuras del océano polar; le diría, por último, que es preciso reconocer en la naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja de ser real aun siendo incomprensible, a to menos para nosotros.
Si yo fuese químico le diría que los aerolitos, cuerpos evidentemente formados fuera del mundo terrestre, han revelado al análisis indiscutibles vestigios de carbono, el cual no debe su origen más que a seres organizados, y, según los experimentos de Reichenbach, ha tenido necesariamente que ser animalizado.
En fin, si fuese teólogo, le diría que, según san Pablo, la Redención divina no se aplica exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las grandes leyes que rigen el universo, me limito a responder: No sé si los mundos están habitados; y como no to sé, voy a verlos.
¿Aventuró el adversario de las teorías de Michel Ardan algún otro argumento? Es imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la muchedumbre hubieran impedido manifestarse a todas las opiniones. Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en los grupos más lejanos, el orador victorioso se contentó con añadir las siguientes consideraciones:
-Ya veis, valerosos yanquis, que yo no he hecho más que desflorar una cuestión de tanta trascendencia. No he venido aquí a dar lecciones, ni a sostener una tesis sobre tan vasto objeto. Omito otros varios argumentos en pro de la habitabilidad de los mundos. Permitidme, no obstante, insistir en un solo punto. A los que sostienen que los planetas no están habitados, es preciso responderles: Es posible que tengáis razón, si se demuestra que la Tierra es el mejor de los mundos posibles, to que no está demostrado, diga Voltaire to que quiera. Ella no tiene más que un satélite, al paso que Júpiter, Urano, Saturno y Neptuno tienen varios que les están subordinados, to que constituye una ventaja que no es despreciable. Pero to que principalmente hace nuestro globo poco cómodo, es la inclinación de su eje sobre su órbita, de to que procede la desigualdad de los días, y las noches y la molesta diversidad de estaciones.
En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado calor o demasiado frío: en él nos helamos en invierno y nos abrasamos en verano, es el planeta de los reumatismos, de los resfriados y de las fluxiones, al paso que en la superficie de Júpiter, por ejemplo, cuyo eje está muy poco inclinado,(1) los habitantes podrían gozar de temperaturas invariables, pues si bien hay a11í la zona de las primaveras, la de los veranos, la de los otoños y la de los inviernos, cada uno podría escoger el clima que más le conviniese y ponerse durante toda su vida al abrigo de las variaciones de la temperatura. No tendréis ningún inconveniente en convenir conmigo en esta superioridad de Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar de sus años, de los cuales cada uno vale por doce de los nuestros. Es, además, evidente para mí que, bajo estos auspicios y en condiciones de existencia tan maravillosas, los habitantes de aquel mundo afortunado son seres superiores, que en él los sabios son más sabios, los artistas más artistas, los malos menos malos y los buenos mucho mejores. ¡Ay! ¿Qué le falta a nuestro esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un eje de rotación menos inclinado sobre el plano de su órbita.
1. La inclinación de Júpiter sobre su eje no es más que de 3° 5'
-¿Nada más? -exclamó una voz imperiosa-. Pues unamos nuestros esfuerzos, inventemos máquinas y enderecemos el eje de la Tierra.
Una salva de aplausos sucedió a esta proposición, cuyo autor era y no podía ser más que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido arrastrado a tan atrevida proposición por sus instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos le aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por Arquímedes, los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el mundo y enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí to único que faltaba a aquellos temerarios mecánicos.
Con todo, una idea tan eminentemente práctica alcanzó un éxito extraordinario. Se suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora, y durante mucho, muchísimo tiempo, se habló en los Estados Unidos de América de la proposición tan enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del Gun-Club.
XX
Parecía que este incidente debía terminar la discusión. Era la última palabra, y difícilmente se hubiese encontrado otra mejor. Sin embargo, cuando se hubo calmado la agitación, oyéronse las siguientes frases pronunciadas con voz fuerte y sonora:
-Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el debido tributo, ¿querrá entrar en materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?
Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que de este modo hablaba. Era un hombre flaco, enjuto de carnes, de semblante enérgico, con una enorme perilla a la americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando hábilmente la agitación que de cuando en cuando se había producido en la asamblea, consiguió poco a poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del mitin. Después de haber formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que convergían en él ni de los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras. Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento claro y preciso, y luego añadió:
-Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de la Tierra.
-Tenéis razón, caballero -respondió Michel-. La discusión se ha extraviado. Volvamos a la Luna.
-Caballero -repuso el desconocido-, estáis empeñado en que se halla habitado nuestro satélite. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos viven sin respirar, porque, por vuestro interés os to digo, no hay en la superficie de la Luna la menor molécula de aire.
A1 oír esta afirmación, levantó Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se iba a empeñar una lucha sobre to más capital de la cuestión.
-¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y quién to dice? -preguntó, mirándolo fijamente.
-Los sabios.
-¿De veras?
-De veras.
-Caballero -replicó Michel-,.lo digo seriamente: profeso la mayor estimación a los sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.
-¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta última categoría?
-Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que matemáticamente el pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no está organizado para vivir en el agua.
-No se trata de esos sabios, y los nombres que yo podría citar en apoyo de mi proposición no serían rehusados por vos, caballero.
-Entonces pondríais en grave apuro a un pobre ignorante como yo, que, por otra parte, no desea más que instruirse.
-¿Por qué, pues, os ocupáis de cuestiones científicas si no las habéis estudiado? -preguntó el desconocido bastante brutalmente.
-¿Por qué? -respondió Ardan-. Por la misma razón que es siempre intrépido el que no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi debilidad la que forma mi fuerza.
-Vuestra debilidad va hasta la locura -exclamó el desconocido, con un tono bastante agrio.
-¡Tanto mejor -respondió el francés-, si mi locura me lleva a la Luna!
Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que acababa tan audazmente de colocarse como un obstáculo delante de la empresa. Nadie to conocía, y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una discusión tan francamente empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.
-Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y concluyentes -respondió el adversario de Michel Ardan-. Me atrevo a decir a priori que, en el caso de haber existido alguna vez esta atmósfera, la Tierra la habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.
-Oponed cuantos hechos queráis -respondió Michel Ardan con perfecta galantería.
-Ya sabéis -dijo el desconocido- que cuando los rayos luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se desvían de la línea recta, o, to que es to mismo, experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan el menor indicio de refracción. Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en una atmósfera.
Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.
-He aquí -respondió Michel Ardan- vuestro mejor, por no decir vuestro único, argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente determinado, to que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento, decidme si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna.
-De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no.
-Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de la lógica, que los tales volcanes estuvieron en actividad durante algún tiempo.
-Es cierto, pero como podían suministrar ellos mismos el oxígeno necesario para la combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una atmósfera lunar.
-Adelante -respondió Michel Ardan-, y dejemos a un lado esta clase de argumentos para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo que voy a citar nombres propios.
-Citadlos.
-En 1815, los astrónomos Louville y Halley, observando el eclipse del 3 de mayo, notaron en la Luna ciertos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera que envuelve a veces la Luna.
-En 1815 -replicó el desconocido-, los astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos lunares fenómenos puramente terrestres, tales como bólidos, aerolitos a otros, que se producían en nuestra atmósfera. He aquí to que respondieron los sabios al anuncio del citado fenómeno, y to mismo respondo yo, ni más ni menos.
-Quiero suponer que tenéis razón -respondió Ardan, sin que la contestación de su adversario le hiciese la menor mella-. ¿No observó Herschel, en 1787, un gran número de puntos luminosos en la superficie de la Luna?
-Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él mismo no dedujo de su aparición la necesidad de una atmósfera lunar.
-Bien respondido -dijo Michel Ardan, cumplimentando a su antagonista-; veo que estáis muy fuerte en selenografía.
-Muy fuerte, caballero, y añadiré que los señores Beer y Moedler, que son los más hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro de la noche, están de acuerdo sobre la falta absoluta de aire en su superficie.
Se produjo cierta sensación en el auditorio, al cual empezaban a convencer los argumentos del personaje desconocido.
-Adelante -respondió Michel Ardan con la mayor calma-, y llegamos ahora a un hecho importante. El señor Laussedat, hábil astrónomo francés, observando el eclipse del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por una desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra explicación posible.
-¿Pero el hecho es cierto? -preguntó con viveza el desconocido.
-Absolutamente cierto.
Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó silencio. Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de obtener, dijo sencillamente:
-Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna. Esta atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la actualidad admite generalmente su existencia.
-No en las montañas, por más que to sintáis -respondió el desconocido, que no quería dar su brazo a torcer.
-Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más a11á de algunos centenares de pies.
-Aunque así fuese, haríais bien en tomar vuestras precauciones, porque el tal aire estará terriblemente enrarecido.
-¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo, y además, una vez a11í, procuraré economizarlo todo to que pueda y no respirar sino en las grandes ocasiones.
Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.
-Ahora bien -repuso Michel Ardan con cierta indiferencia-, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar, tenemos también que admitir la presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me alegro de poder sacar por la cuenta que me tiene. Permitidme, además, mi amable contradictor, someter una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no conocemos más que una cara de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos mira, es posible que haya mucho en el opuesto.
-¿Por qué razón?
-Porque la Luna, bajo la acción de la atracción terrestre, ha tomado la forma de un huevo, que vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido Hansteen, cuyos cálculos son siempre de trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna está situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han debido de ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros días de su creación.
-¡Paradojas! -exclamó el desconocido.
-¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica; y que me parecen difíciles de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida, tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote esta proposición.
La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes.
El adversario de Michel Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía sobre él una granizada de gritos y amenazas.
-¡Basta! ¡Basta! -decían unos.
-¡Fuera el intruso! -repetían otros.
-¡Fuera! ¡Fuera! -exclamaba la irritada muchedumbre. Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado proporciones formidables, si Michel Ardan no la hubiese apaciguado con un ademán. Era de un carácter demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el apuro en que le veía.
-¿Deseáis añadir algunas palabras? -le preguntó con la mayor cortesía.
-¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil! -respondió el desconocido, con arrebato-. Pero, no, me basta una sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso que seáis…
-¿Imprudente? ¿Cómo podéis tratarme así, sabiendo que he pedido una bala cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino vueltas y revueltas como una ardilla?
-¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la repercusión os hará pedazos!
-Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única dificultad por ahora; pero la buena opinion que tengo formada del genio industrial de los americanos me permite creer que llegará a resolverse…
-¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del aire?
-¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!
-¿Y víveres? ¿Y agua?
-He calculado que podría llevar víveres y agua para un año -respondió Ardan-, y la travesía durará cuatro días.
-¿Y aire para respirar durante el viaje?
-Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.
-Pero ¿y vuestra caída en la Luna, suponiendo que Ileguéis a ella?
-Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en la superficie de la Luna.
-¡Pero aun así, será suficiente para romperos como un pedazo de vidrio!
-¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y disparados en ocasión oportuna?
-Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la Luna, ¿cómo volveréis?
-¡No volveré!
A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó de él para protestar por última vez.
-Os mataréis infaliblemente -exclamó-, y vuestra muerte, que no será más que la muerte de un insensato, ¡ni siquiera servirá de algo a la ciencia!
-¡Proseguid, mi generoso desconocido, porque, la verdad, vuestros pronósticos son muy agradables!
-¡Ah! ¡Eso es demasiado! -exclamó el adversario de Michel Ardan-. ¡Y no sé por qué pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! ¡No desistáis de vuestra loca empresa! ¡No es vuestra la culpa!
-¡Oh! ¡No salgáis de vuestras casillas!
-¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de vuestros actos.
-¿Sobre quién? -preguntó Michel Ardan con voz imperiosa-. ¿Sobre quién? Decidlo.
-Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa tan imposible como ridícula.
El ataque era directo. Barbicane, desde la intervención del desconocido, tuvo que esforzarse mucho para contenerse y conservar su sangre fría; pero viéndose ultrajado de una manera tan terrible, se levantó precipitadamente, y ya marchaba hacia su adversario, quien le miraba frente a frente y le aguardaba con la mayor serenidad, cuando se vio súbitamente separado de él.
De pronto, cien brazos vigorosos levantaron en alto el estrado, y el presidente del Gun-Club tuvo que compartir con Michel Ardan los honores del triunfo. La carga era pesada, pero los que la llevaban se iban relevando sin cesar, luchando todos con el mayor encarnizamiento unos contra otros para prestar a aquella manifestación el apoyo de sus hombros.
Sin embargo, el desconocido no se había aprovechado del tumulto para dejar su puesto. Pero ¿acaso, aunque hubiese querido, hubiera podido evadirse en medio de aquella compacta muchedumbre? Lo cierto es que no pensó en escurrirse, pues se mantenía en primera fila, con los brazos cruzados, y miraba a Barbicane como si quisiera comérselo.
Tampoco Barbicane le perdía de vista, y las miradas de aquellos dos hombres se cruzaban como dos espadas diestramente esgrimidas.
Los gritos de la muchedumbre duraron tanto como la marcha triunfal. Michel Ardan se dejaba llevar con un placer evidente. Su rostro estaba radiante. De cuando en cuando parecía que el estrado se balanceaba como un buque azotado por las olas. Pero los héroes de la fiesta, acostumbrados a navegar, no se mareaban, y su buque llegó sin ninguna avería al puerto de Tampa.-
Michel Ardan pudo afortunadamente ponerse a salvo de los abrazos y apretones de manos de sus vigorosos admiradores. En el hotel Franklin encontró un refugio, subió a su cuarto y se metió entre sábanas, mientras un ejército de cien mil hombres velaba bajo sus ventanas.
Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave y decisiva entre el personaje misterioso y el presidente del Gun-Club.
Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su adversario.
-¡Venid! -le dijo con voz breve.
El desconocido le siguió y no tardaron en hallarse los dos solos en un malecón sito en el Jone's-Fall.
Nose conocían aún, y se miraron.
-¿Quién sois? -preguntó Barbicane.
-El capitán Nicholl.
-Me to figuraba. Hasta ahora la casualidad no os había colocado en mi camino…
-¡Me he colocado en él yo mismo!
-¡Me habéis insultado!
-Públicamente.
-Me daréis satisfacción del insulto.
-Ahora mismo.
-No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros. Hay un bosque, el bosque de Skernaw, a tres millas de Tampa. ¿Lo conocéis?
-Lo conozco.
-¿Tendréis inconveniente en entrar en él por un lado mañana por la mañana a las cinco?
-Ninguno, siempre y cuando a la misma hora entréis vos por el otro lado.
-¿Y no olvidaréis vuestro rifle? -dijo Barbicane.
-Ni vos el vuestro -respondió Nicholl.
Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el presidente del Gun-Club y el capitán se separaron, Barbicane volvió a su casa, pero, en vez de descansar, pasó la noche buscando el medio de evitar la repercusión del proyectil y resolver el difícil problema presentado por Michel Ardan en la discusión del mitin.
XXI
Cómo arregla un francés un desafío
Mientras entre el presidente y el capitán se concertaba aquel duelo terrible y salvaje en que un hombre se hace a la vez res y cazador de otro hombre, Michel Ardan descansaba de las fatigas del triunfo. Pero no descansaba, no es ésta la expresión propia, porque los colchones de las camas americanas nada tienen que envidiar por su dureza al mármol y al granito.
Ardan dormía, pues, bastante mal, volviéndose de un lado a otro entre las toallas que le servían de sábanas, y pensaba en proporcionarse un lugar de descanso más cómodo y mullido en su proyectil, cuando un violento ruido le arrancó de sus sueños. Golpes desordenados conmovían su puerta como si fuesen dados con un martillo, mezclándose con aquel estrépito tan temprano gritos desaforados.
-¡Abre! -gritaba una voz desde fuera-. ¡Abre pronto, en nombre del cielo!
Ninguna razón tenía Ardan para acceder a una demanda tan estrepitosamente formulada. No obstante, se levantó y abrió la puerta, en el momento de it ésta a ceder a los esfuerzos del obstinado visitante.
El secretario del Gun-Club penetró en el cuarto. No hubiera una bomba entrado en él con menos ceremonias.
-Anoche -exclamó J. T. Maston al momento-, nuestro presidente, durante el mitin, fue públicamente insultado. ¡Ha provocado a su adversario, que es nada menos que el capitán Nicholl! ¡Se baten los dos esta mañana en el bosque de Skernaw! ¡Lo sé todo por el mismo Barbicane! ¡Si éste muere, fracasan sus proyectos! ¡Es, pues, preciso impedir el duelo a toda costa! ¡No hay más que un hombre en el mundo que ejerza sobre Barbicane bastante imperio para detenerle, y este hombre es Michel Ardan!
En tanto que J. T. Maston hablaba como acabamos de referir, Michel Ardan, sin interrumpirle, se vistió su ancho pantalón, y no habían transcurrido aún dos minutos, cuando los dos amigos ganaban a escape los arrabales de Tampa.
Durante el camino, Maston acabó de poner a Ardan al corriente de todo el negocio. Le dio a conocer las verdaderas causas de la enemistad de Barbicane y de Nicholl, la antigua rivalidad, los amigos comunes que mediaron para que los adversarios no se encontrasen nunca cara a cara, y añadió que se trataba de una pugna entre plancha y proyectil, de suerte que la escena del mitin sólo había sido una ocasión rebuscada desde mucho tiempo por el rencoroso Nicholl para armar camorra.
Nada más terrible que esos duelos propios de los americanos, durante los cuales los dos adversarios se buscan por entre la maleza y los matorrales, se acechan desde un escondrijo cualquiera y se disparan las armas en medio de to más enmarañado de las selvas, como bestias feroces. ¡Cuánto, entonces, deben de envidiar los combatientes las maravillosas cualidades de los indios de las praderas; su perspicacia, su astucia, su conocimiento de los rastros, su olfato para percibir al enemigo! Un error, una vacilación, un mal paso, pueden acarrear la muerte. En estos momentos, los yanquis se hacen con frecuencia acompañar de sus perros, y, cazando y siendo cazados a un mismo tiempo, se persiguen a menudo durante horas y horas.
-¡Qué diablos de gente sois! -exclamó Michel Ardan, cuando su compañero le explicó con mucho realismo todos los pormenores.
-Somos como somos -respondió modestamente J. T. Maston-; pero démonos prisa.
Él y Michel Ardan tuvieron que correr mucho para atravesar la llanura humedecida por el rocío, pasar arrozales y torrentes, y atajar por el camino más corto, y aun así no pudieron llegar al bosque de Skernaw antes de las cinco y media. Hacía media hora que Barbicane debía de encontrarse en el teatro de la lucha.
Allí estaba un viejo leñador haciendo pedazos algunos árboles caídos. Maston corrió hacia él gritando:
-¿Habéis visto entrar en el bosque a un hombre armado de rifle, a Barbicane, el presidente…, mi mejor amigo… ?
El digno secretario del Gun-Club pensaba cándidamente que su presidente no podía dejar de ser conocido de todo el mundo. Pero no pareció que el leñador le comprendiese.
-Un cazador-dijo entonces Ardan.
-¿Un cazador? Sí, to he visto -respondió el leñador.
-¿Hace mucho tiempo?
-Cosa de una hora.
-¡Hemos llegado tarde! -exclamó Maston.
-¿Y habéis oído algún disparo? -preguntó Michel.
-No.
-¿Ni uno solo?
-Ni uno solo. Me parece que el tal cazador no hace negocio.
-¿Qué hacemos, Maston?
-Entrar en el bosque, aunque sea exponiéndonos a un balazo por un quid pro quo.
-¡Ah! -exclamó Maston con un acento de verdad, salido del fondo de su corazón-. Preferiría diez balas en mi cabeza a una sola en la de Barbicane.
-¡Adelante, pues! -respondió Ardan, estrechando la mano de su compañero.
A los pocos segundos, los dos amigos desaparecieron en el espeso bosque de cedros, sicomoros, tulíperos, icacos, pinos, encinas y mangos, que entrecruzaban sus ramas formando una inextricable red y privando a la vista de todo horizonte. Michel Ardan y Maston no se separaban uno de otro, cruzando silenciosamente las altas hierbas, abriéndose camino por entre vigorosos bejucales, interrogando con la mirada las matas y el ramaje perdidos en la sombría espesura y esperando oír de un momento a otro el mortífero estampido de los rifles. Imposible les hubiera sido reconocer las huellas que marcasen el tránsito de Barbicane, marchando como ciegos por senderos casi vírgenes y cubiertos de broza, donde un indio hubiera seguido uno tras otro todos los pasos de un enemigo. Pasada una hora de búsqueda estéril y ociosa, los dos compañeros se detuvieron. Su zozobra iba en aumento.
-Necesariamente debe de haber concluido todo -dijo Maston, desalentado-. Un hombre como Barbicane no se vale de astucias contra su enemigo, ni le tiende lazos, ni procura desorientarle. ¡Es demasiado franco, demasiado valiente! ¡Ha acometido, pues, el peligro de frente, y sin duda tan lejos del leñador que éste no ha oído la detonación del arma!
-Pero ¡y nosotros! ¡Nosotros! -respondió Michel Ardan-. En el tiempo que ha transcurrido desde que entramos en el bosque, algo habríamos oído.
-¿Y si hubiésemos llegado demasiado tarde? -exclamó Maston con un acento de desesperación.
Michel Ardan no supo qué responder. Él y Maston prosiguieron su interrumpida marcha. De cuando en cuando gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, ya llamando a Barbicane, ya a Nicholl; pero ninguno de los dos adversarios respondía a sus voces. Alegres bandadas de pájaros, que se levantaban al ruido de sus pasos y de sus palabras, desaparecían entre las ramas, y algunos gansos azorados huían precipitadamente hasta perderse en el fondo de las selvas.
Una hora más se prolongaron aún las pesquisas. Ya había sido explorada la mayor parte del bosque. Nada revelaba la presencia de los combatientes. Motivos había para dudar de las afirmaciones del leñador, y Ardan iba ya a renunciar a un reconocimiento que le parecía inútil, cuando de repente Maston se detuvo.
-¡Silencio! -dijo-. ¡A11í hay alguien!
-¡Alguien! -repitió Michel Ardan.
-¡Sí! ¡Un hombre! Parece inmóvil. No tiene el rifle en las manos. ¿Qué hace, pues?
-¿Puedes reconocerle? -preguntó Michel Ardan, cuya cortedad de vista era para él un gran inconveniente en aquellas circunstancias.
-¡Sí! ¡Sí! Ahora se vuelve -respondió Maston.
-¿Y quién es…?
-El capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -respondió Michel Ardan, sintiendo oprimírsele el corazón.
-¡Nicholl, desarmado! ¿Conque nada tiene ya que temer de su adversario?
-Vamos hacia él -dijo Michel Ardan- y sabremos a qué atenernos.
Pero él y su compañero no habían dado aún cincuenta pasos, cuando se detuvieron para examinar más atentamente al capitán. ¡Se habían figurado encontrar un hombre sediento de sangre y entregado enteramente a su venganza! A1 verle, quedaron atónitos.
Entre los tulíperos gigantescos había tendida una red de malla estrecha, en cuyo centro, un pajarillo, con las alas enredadas, forcejeaba lanzando lastimosos quejidos. El cazador que había armado aquella inextricable artimaña, no era humano: era una araña venenosa, indígena del país, del tamaño de un huevo de paloma y provista de enormes patas. El repugnante animal, en el momento de precipitarse contra su presa, se vio a su vez amenazado de un enemigo temible, y retrocedió para buscar asilo en las altas ramas de tulípero.
El capitán Nicholl, que, olvidando los peligros que le amenazaban, había dejado el rifle en el suelo, se ocupaba en liberar con la mayor delicadeza posible a la víctima cogida en la red de la monstruosa araña. Cuando hubo concluido su operación, devolvió la libertad al pajarillo, que desapareció moviendo alegremente las alas.
Nicholl le veía, enternecido, huir por entre las ramas, cuando oyó las siguientes palabras, pronunciadas con voz conmovida:
-¡Sois un valiente y un hombre de bien a carta cabal!
Se volvió. Michel Ardan se hallaba en su presencia, repitiendo en todos los tonos:
-¡Y un hombre generoso!
-¡Michel Ardan! -exclamó el capitán-. ¿Qué venís a hacer aquí, caballeros?
-Vengo, Nicholl, a daros un apretón de manos y a impedir que matéis a Barbicane o que él os mate.
-¡Barbicane! ¡Dos horas hace que to busco y no le encuentro! ¿Dónde se oculta?
-Nicholl -dijo Michel Ardan-, eso no es decoroso. Se debe respetar siempre a un adversario. Tranquilizaos, que si Barbicáne vive, le encontraremos, tanto más cuanto que, a no ser que se divierta como vos en socorrer pájaros oprimidos, él también os estará buscando. Pero Michel Ardan es quien to dice, cuando le hayamos encontrado, no se tratará ya de duelo entre vosotros.
-Entre el presidente Barbicane y yo -respondió gravemente Nicholl- hay una rivalidad tal que sólo la muerte de uno de los dos…
-No prosigáis -repuso Michel Ardan-; valientes como vosotros, aun siendo enemigos, pueden estimarse. No os batiréis.
-¡Me batiré, caballero!
-¡No!
-Capitán -dijo entonces J. T. Maston con la mayor sinceridad y ardiente fe-, soy el amigo del presidente, su alter ego; si os empeñáis en matar a alguien, matadme a mí, y será exactamente to mismo.
-Caballero -dijo Nicholl, apretando convulsivamente su rifle-, esas chanzas…
-El amigo Maston no se chancea -respondió Michel Ardan-, y comprendo su resolución de hacerse matar por el hombre que es su amigo predilecto. Pero ni él ni Barbicane caerán heridos por las balas del capitán Nicholl, porque tengo que hacer a los dos rivales una proposición tan seductora que la aceptarán con entusiasmo.
-¿Qué proposición? -preguntó Nicholl con visible incredulidad.
-Un poco de paciencia -respondió Ardan-; no puedo dárosla a conocer sino en presencia de Barbicane.
-Busquémosle, pues -exclamó el capitán.
Inmediatameñte, los tres se pusieron en marcha. El capitán, después de haber puesto el seguro al rifle que llevaba amartillado, se to echó a la espalda y avanzó con paso reprimido, sin decir una palabra. Durante media hora, las pesquisas siguieron siendo inútiles. Maston se sentía preocupado por un siniestro presentimiento. Observaba a Nicholl con severidad, preguntándose si el capitán habría satisfecho su venganza, y si el desgraciado Barbicane, herido de un balazo, yacía sin vida en el fondo de un matorral, ensangrentado. Michel Ardan había, al parecer, concebido la misma sospecha, y los dos interrogaban con la vista al capitán Nicholl, cuando Maston se detuvo de repente.
Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte pasos de distancia el busto de un hombre apoyado en el tronco de una caoba gigantesca.
-¡Es él! -dijo Maston.
Barbicane no se movía. Ardan abismó sus miradas en los ojos del capitán, pero éste permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos, gritando:
-¡Barbicane! ¡Barbicane!
No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó hacia su amigo; pero en el momento de irle a coger del brazo, se contuvo, lanzando un grito de sorpresa.
Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba fórmulas y figuras geométricas en un libro de memorias, teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle desmontado.
Absorto en su ocupación, sin pensar en su desafío ni en su venganza, el sabio nada había visto ni oído. Pero cuando Michel Ardan le dio la mano, se levantó y le miró con asombro.
-¡Cómo! -exclamó-. ¡Tú aquí! ¡Ya apareció aquello,amigo mío! ¡Ya apareció aquello!
-¿Qué?
-¡Mi medio!
-¿Qué medio?
-¡El de anular el efecto de la repercusión al arrancar el proyectil!
-¿De veras? -dijo Michel, mirando al capitán con el rabillo del ojo.
-¡Sí, con agua! ¡Con agua común, que amortiguará…! ¡Ah, Maston! -exclamó Barbicane-. ¡Vos también!
-El mismo -respondió Michel Ardan-. Y permítame presentarle al mismo tiempo al digno capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -exclamó Barbicane, que se puso en pie al momento-. Perdón, capitán -dijo-. Había olvidado… Estoy pronto…
Michel Ardan intervino sin dar a los dos enemigos tiempo de interpelarse.
-¡Voto al chápiro! -dijo-. ¡Fortuna ha sido que valientes como vosotros no se hayan encontrado antes! Ahora tendríamos que llorar a uno a otro de los dos. Pero gracias a Dios, que ha intervenido, no hay ya nada que temer. Cuando se olvida el odio para abismarse en problemas de mecánica o jugar una mala pasada a las arañas, el tal odio no es peligroso para nadie.
Y Michel Ardan contó al presidente la historia del capitán.
-Ahora quisiera que me dijeseis -prosiguió- si dos hombres de tan buenos sentimientos como vosotros, han sido creados para romperse la cabeza a balazos.
En aquella situación, un si es no es ridícula, había algo tan inesperado, que Barbicane y Nicholl no sabían qué actitud adoptar uno respecto de otro. Michel Ardan to comprendió, y resolvió precipitar la reconciliación.
-Mis buenos amigos -dijo, dejando asomar a sus labios su mejor sonrisa-, entre vosotros sólo ha habido un malentendido. No ha habido otra cosa. Pues bien, para probar que todo entre vosotros ha concluido, y puesto que sois hombres a quienes no duelen prendas y saben arriesgar su piel, aceptad francamente la proposición que voy a haceros.
-Hablad -dijo Nicholl.
-El amigo Barbicane cree que su proyectil irá derecho a la Luna.
-Sí, to creo -replicó el presidente.
-Y el amigo Nicholl está persuadido de que volverá a caer en la Tierra.
-Estoy seguro -exclamó el capitán.
-De acuerdo -repuso Michel Ardan-. No trato de poneros de acuerdo, pero os digo muy buenamente: Partid conmigo y to veréis.
-¡Qué idea! -murmuró J. T. Maston, asombrado.
Al oír aquella proposición tan imprevista, los dos rivales se miraron recíprocamente y siguieron observándose con atención. Barbicane aguardaba la respuesta del capitán. Nicholl espiaba las palabras del presidente.
-¿Qué resolvéis? -dijo Michel, con un acento que obligaba-. ¡Ya que no hay que temer repercusiones…!
-¡Aceptado! -exclamó Barbicane.
Pese a la rapidez con que pronunció la palabra, Nicholl la acabó de pronunciar al mismo tiempo.
-¡Hurra! ¡Bravo! ¡Viva! ¡Hip, hip! -exclamó Michel Ardan, tendiendo la mano a los dos adversarios-. Y ahora que el asunto está arreglado, permitidme, amigos míos, trataros a la francesa. Vamos a almorzar.
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