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Los dados mágicos (Novela) (página 8)

Enviado por Fandila Soria


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—Mucho-.

—Y cuánto es mucho.

De nuevo el improvisado intérprete se dirigió a los otros.

—Urrr balrrojggo aziurrcar ggrer patuarcogmiusr huirr urrr facuyfrgirrin.

Lo que el shímpfato tornó en entendible:

—Menos- que- la- velocidad– resultante- en- la- aproximación de- los- tres- sistemas-, y- más- que- cualquier- otra- máquina conocida-.

—Algo es algo —dijo Calíguenes—. ¿Y en comparación a la velocidad de la luz?

El intérprete trasladó, puntual, pregunta y respuesta.

—Depende.

—De qué depende.

Esta vez el intermediario pareció molesto, y se explayó en la pregunta de motu propio. Y dijo:

—Estas- naves-, también- llamadas- naves- "aguja"- por- su apariencia-, "pinchan"- el- supuesto- vacío-, de- forma-, que- al tiempo– que- avanzan-, neutralizan- los- campos- presentes-, que de- otro- modo- las- frenarían-. Dependiendo- de- cuales- sean dichos- campos-, así- será- de- eficiente- la- neutralización-. Pero- sí-, en- según- que- condiciones- su- velocidad- puede- aproximarse- a un- tercio- luz-.

— ¡Qué bárbaro!

— ¿Qué-, que-?

—Que sin duda el aparato tiene futuro —le repuso—. ¿Y qué pueden decirnos de la hibernación?

El otro arrugó la cara.

— ¿Hibernación-…? ¿Qué es hibernación-?

—Me refiero a cómo consiguen que la vida se mantenga en suspenso tan largos periodos.

El shímpfato se traicionó en un gesto de fastidio, y volvería a la ccarga.

—Para- ello- se- precisa- una- preparación- previa- del organismo-, del- que- se- eliminan- ciertas- sustancias- no- compro metedoras-, al- tiempo- que- se- sustituyen- progresivamente- por otras- que- no llegan a congelarse. Como- resultado-, sólo- quedará un- vestigio- de- transpiración- que- se- trasmite- célula– a- célula con- el- concurso- de- dichas- sustancias-. Estas- son- la- reservaademás- para- la- escasísima- reposición- de nutrientes-.

Y terminado su discurso quedó a la espera. Calíguenes fue hacia él, y lo cogió por el brazo.

-Pues nada, nuestra curiosidad queda satisfecha. Salvo, que en alguna de las cuestiones aún puedan respondernos con más detalle.

—No- lo- crea-. Que- lo- que- saben- estos-, más- es- de- oídas que- de- otra- cosa-. Ni- siquiera- son- técnicos-.

—Pues quién pilota estas naves.

—En- ellas- todo- está- programado-. Alguien- se- encargará-del- encendido- únicamente

Cualquier otra parte de la interestelar no era accesible y ellos bien poco pintaban ya allí, de tal forma, que se despidieron de aquel grupo de insomnes por obligación, pues salvo los shímpfatos, que los acompañaban por cortesía, los demás irían entrando en latencia según los relevaran.

Nada más salir ellos, la compuerta de acceso se cerró, y del otro lado se oyeron las pisadas de los custodios al alejarse.

Cada uno de los hombres subió a su vehículo, y tras ellos, Calíguenes y Policrades se aproximaron hasta la principal.

—Cuán variada es esta especie, señor Calíguenes —dijo Policrades.

—Ya lo creo.

—Me pregunto, si ello no obedecerá a una especialización morfológica.

— ¿Quiere decir, que acaso sean una sociedad de individuos diferenciados, al el estilo de las hormigas o las abejas?

—Justamente.

—Pues no había caído en tal cosa.

—Qué explicación podría darse si no a este polimorfismo.

—Puede que se trate de especies distintas —contestó Calíguenes.

— ¿Usted cree…? Ya es casualidad que encontrásemos a dos de ellas, antropomorfas y tan parecidas a nosotros. Pero tantas como parecen ir en estas naves…

—A lo mejor provienen de un tronco común.

—Aun así. Es poco probable que todas evolucionaran al mismo tiempo y de forma tan similar.

El comandante no contestó de momento.

— A lo mejor. Pero tenga en cuenta, que esas gentes habitan dos sistemas planetarios. Seguro que han tenido sitio más que de sobra para no interferirse.

—Y lo otro.

—Qué es lo otro.

—El por qué todos evolucionarían hacia el antropomorfismo.

—Tal vez se trate de una constante universal. Puede que el antroporfismo fuera lo más adecuado para lo que se llamó el horno habilis. Para alcanzar a ser hábil, se requiere algo parecido a dos manos para asir y manejar; para moverse, miembros simétricos para ir en equilibrio; y captar la distancia, precisa de una visión binocular. El número dos habrá de ser para todo estos la solución más sencilla, y por tanto la más probable. En cuanto a la cabeza, sólo puede ser única por ser uno el individuo. Y si por el ejercicio de la habilidad se alcanzó la inteligencia, el ser dotado de razón, tal como la entendemos, seguramente no se alejará en demasía del antropomorfismo.

—O sea, que usted cree que los demás seres inteligentes que pudieran existir se nos parecen.

Hombre…, tanto como eso.. .Pero no soy yo quien lo dice. Son las conclusiones a que han llegado los estudiosos.

—De todas formas, ello no quita para que puedan ocurrir unas metamorfosis de ese estilo.

—Como poder… puede. Pero quizá sea más lógico que se lograsen artificialmente.

—Para los efectos viene a ser lo mismo, no —concluyó Policrades.

Calíguenes se encogió de hombros y cerró hasta arriba la cremallera de su mono.

—Más vale que nos dejemos de conjeturas, que no por mucho elucubrar veremos claro lo que no vemos. Tiempo habrá de deslindarlo.

Cuando al cabo de unos meses los colonizadores volvieron, no quedaba más rastro de las afiladas torres que los escombros de su derrumbe. Sólo dos, de las veinticinco que eran, permanecían allí, con sus naves desprovistas de carga, como así pudieron comprobar sobre sus muros, en una insólita inscripción shímpfata: XARIASTOA; que quería decir: SIN SERVICIO. Y lo supieron, por una obra de Xántriul que Calíguenes traía consigo, la pequeña traductora que desarrolló para los alumnos.

En uno de los asentamientos, les informarían después, que aquellas expediciones se acompañaban de vehículos vacíos, en previsión de que alguno fallase. Ellos pensaron, que a lo mejor las retomarían de nuevo a su vuelta. Lo que sí comprobaron fue, que en otros puntos, ciertamente alejados, volvían a toparse con aquellas torres solitarias; y por su aspecto exterior, nadie diría, que ninguna de ellas fuese ubicada en su lugar recientemente.

LII

Hasta la fecha, nadie había mostrado un interés especial por los animales. Venir proveídos de aquella fauna tan específica, no tenía más objeto que la de disponer de un aporte natural de proteínas durante el viaje. Hubiera sido pretencioso poblar aquel mundo con tan escaso número de especies.

La granja se equipaba con varios departamentos en la subnave de suministros. Entre el hangar y los almacenes, la Estrella poseía un segundo campo de cultivo que en nada tenía que envidiar al de la zona habitable. En él, junto al hábitat de los animales se elevaban los depósitos de gas y las torres de reciclado. No era corriente que los tripulantes visitaran aquella sección, salvo los cuidadores del pequeño hábitat como era lo propio. Ni siquiera los encargados del avituallamiento solían detenerse allí. Por lo común pasaban de largo hacia los almacenes, cuando no era que ni eso, pues lo hacían directamente por los ascensores.

Hacía muchos años que Calíguenes estuviera allí por última vez. Lo que en aquella visita descubrió lo dejó sorprendido. ¡También había caballos! Para más exactitud, diecinueve caballos. ¿Cómo no los vio entonces? Con la de veces que bajó hasta allí durante la travesía. O estaban ocultos en alguno de los departamentos, o tal vez los hubiesen trasladado desde la Estrella II. Pero ninguno de los presentes sabía tal cosa. El si que recordó, cuanto le gustaban a su padre los caballos. No era de extrañar que él los trajese. Cerraba los ojos y lo veía como en un sueño, cabalgando a las afueras del hábitat, mientras él y Nanda quedaban en el vehículo, con el rostro pegado a los cristales de las ventanillas, observando sus evoluciones. Calíguenes no tendría entonces ni cinco años.

Su interés repentino por los équidos ahora, no estaba exento de pragmatismo. Nada mejor que un caballo para penetrar por tantos lugares abruptos como se escondían entre la vegetación. Hacerlo por tierra significaba, acceder a sitios recónditos que por el aire les estarían vedados. La selva y los frondosos bosques ya no serían un inconveniente, y podrían rastrear allí donde les precisara, aun por vericuetos antes imposibles.

Cuando bajó esta vez, no lo hizo solo, su hijo Cal lo acompañaba. Quería que el muchacho contemplase, lo que aquella tierra no le ofrecía: unos seres de carne y hueso diferentes. Pero resultó que muchos de los animales ya no estaban allí y ni siquiera los caballos. En la granja sólo quedaban ahora, una estricta provisión de aves y algunas vacas.

Cal quedó en suspenso ante aquellos seres, tan extraños para él, que en cuanto los vio, se cogió a su padre.

— ¿Todos los animales de la Tierra son así?

—Ni mucho menos. Son muy variados y numerosos.

—Y nunca hablan…

— La verdad, que algunos, casi, casi.

El resto de los animales ya estaban en la reserva. Ahora estrenarían su libertad, y no por ser domésticos les iría el aire limpio y aquella amplitud de horizontes. Que nada sería peor que andar encerrados.

Padre e hijo viajaron hasta la zona, lo que sería para el muchacho todo un evento. A poco que los instruyeron, los dos cabalgarían a sus anchas, y el muchachito pareció que descubriera el mayor de los prodigios.

De nuevo volverían, esta vez con los hermanos. Con ellos la visita vino a resultar, como una multiplicación de los asombros y el contraste de los pareceres. Tras la sorpresa, el uno insistía en irse a los animales, y poco tardó en montarlos. El otro, si es que se familiarizó con los équidos, no quiso saber más, y ya no hubo forma de que se acercara.

La vez siguiente, sería el propio Xántriul quien buscó a Calíguenes, por ir a las plantaciones y comprobar en persona lo que los niños decían. Seguro que los muchachos lo pusieron en antecedentes, y sin duda que celebrarían las excelencias de los animales. Quizá nunca viera el shim algo semejante. Ni de toda la fauna del mundo Shímpfatos podrían extraerse unos seres tan esbeltos, tan dinámicos, y gráciles.

De pie ante el caballo, Xántriul Orzísim pensaba, que aquello de ir sobre sus lomos sería comprometido. Cuando Calíguenes le mostró como se montaba y el aprendiz de jinete hubo dado una vuelta en torno a los corrales, una amplia sonrisa transformaba su rostro. Las piernas del shim caían libres hacia el suelo incapaz de fijar sus pies en los estribos, y si lo hacía, sus muslos quedaban tan altos, que más daba la impresión de que iba en cuclillas. Visto aquello, Calíguenes optó por alargar las correas, y en algo parecía enmendarse. Pero Xántriul, ni por esas se vio cómodo, y al final sus pies se deslizaban de los apoyos, dejando las piernas a su suerte que casi le arrastraban por la tierra.

Ambos jinetes cogieron campo a través por las novísimas plantaciones, hasta llegar a tierra de nadie, y junto a la vegetación oriunda de la colonia. Aquella banda de separación, más era un reguero de plantas marchitas, que provenientes de ambos lados se aniquilaran unas a otras en su confluencia. Por lo visto, en lo que a aquella parte se refería al menos, las especies no eran compatibles.

Los paseantes continuaron su camino con indiferencia, hasta perder de vista la granja.

—Bella- criatura- —decía Xántriul en tanto que acariciaba las crines de su équido.

—Y muy inteligente y noble —secundó Calíguenes.

El shim golpeó con las piernas los costados del animal, que avanzó hasta emparejarse con el compañero.

— ¿Y- esta- especie-, es- natural-?

Calíguenes sonrió.

—Ya lo creo. Y que existen muchas razas de caballos, eh. La mayoría de ellas son el resultado de muchos cruces.

– ¿Nada- más-?

-También han sufrido su propia evolución, como es lógico. El hombre no ha sido ajeno a esos cambios, al someterlos a actividades diversas a lo largo de los siglos. Han sido compañeros inseparables desde la prehistoria, en casi todas las culturas. Junto a los humanos han conocido la guerra y el trasiego de las civilizaciones.

— ¿Qué- es- la- prehistoria-?

-Se denomina así, al tiempo trascurrido desde los albores de la humanidad hasta que aparece el primer testimonio escrito.

—Qué- curioso-. ¿Sólo- si- hay- escritura– hay- historia-?

-Mejor decir que es la forma de delimitar ambos periodos. De los dos, el primero es el más dilatado y oscuro.

—Pues- ya- ves-, de- qué- poco- nos- vale- aquí- la- escritura-.

—-Claro. Ahora poseéis otros soportes de información.

—La- cosa- es-, que- yo- no- recuerdo- que- se- haya- utilizado, como- no- fuese- por- divertimento-. Su- uso- queda- muy- atrás- en nuestra- cultura-.

—Pues eso que dices, para nosotros no dejaría de ser un atraso. Claro que nuestras potencialidades y las vuestras son diferentes.

—Será- por- eso-.

Al ver que las plantas de ambas zonas se llevaban tan mal, juzgaron oportuno no adentrarse en el área shímpfata, por si acaso los animales las palmaban por comérselas. Hartos ya de danzar, y de tanta planta como lo impedía, descabalgaron, para dejarse caer en tierra seguidamente, y mitigar su fatiga.

Xántriul se arrellanó en el suelo y estuvo pensativo hasta que dijo:

— ¿Por- qué- vinisteis- a- este- mundo- desde- tan- lejos-, Calíguenes-?

Él se sorprendió visiblemente.

—Viajar a las estrellas es un viejo sueño de los humanos.

Xántriul, echado sobre el codo, recogía palitos de la tierra que rompía entre sus dedos.

—Sin- embargo-, el- hecho- de- quedaros- aquí-, más- que- un viaje- se- diría- una- emigración-.

—Shim es un mundo muy apetecible.

—Pero- vuestra- civilización- sigue- asentada- en- la- Tierra-.

¿A qué vendría aquel acuerdo del shim ahora? No sería por los caballos.

—No creas que fuera éste en concreto nuestro objetivo. Ni sabíamos que el planeta estuviese aquí. Era nuestro primer viaje interestelar, y su destino Carión 6, que así es llamado por nuestros astrónomos. De él nos interesaba un astro que aparecía como muy semejante a la Tierra. De hecho, nuestras naves viajan hacia allí ahora. Por otra parte, nuestro mundo está superpoblado y sus recursos ya no son tan copiosos. Por si fuera poco, su medio ambiente deja mucho que desear.

— ¿Y- cómo- es- que- no- dedicaron- sus- esfuerzos- aconquistar- su- propio- sistema-? Traer- tanta- gente- hasta- aquí- espoco- menos- que- imposible-.

—Seguramente. Nuestra tecnología no daría para tanto. Pero puede que en el futuro, permita, que el exceso de población emigre sin restricciones a lugares como éste. La cota de habitantes allí quedaría estabilizada. Un paso más podría ser, la recuperación de unas condiciones de vida óptimas para nuestro planeta.

Los ojos de Xántriul se movieron inquietos.

— ¿Pero- tú- te- das- una- idea- de- lo- que- has- dicho-? Cómopueden- viajar- por- el- espacio- tantos- millones- de- criaturas-.

—Bueno. Menos daría una piedra. Y yo confío en que los transportes sean suficientemente capaces y numerosos.

—Tus- intenciones- son- muy- loables-. Pero- una- empresa de- ese- calibre- resultaría- desmesuradamente- costosa- y problemática-. Tampoco- sería- fácil- acondicionar- a- tanta- gentea- su- llegada-, si- no- se- dispone- con- antelación- de- su- propiaayuda-, y- eso- es- imposible-.

—También existe la hibernación. No hace mucho he podido constatarlo con los viajeros de Los Dos Sistemas. Una nave de gran tamaño puede llevar sin problemas, toda su carga útil de individuos con la vida en suspenso sin necesidad de suministros.

—Pese- a- todo-, no- se- vislumbra- que- sea- tan- factible- paraun- gran- número- de- individuos-. El- viaje- en- hibernación- tienesus- inconvenientes-, y- no- siempre- funciona-. Sobre- todo-, comoya- he- dicho-, acomodar- a- tantos- a- su- llegada requeriríademasiado- esfuerzo- por- parte- de- los- ya- asentados-. ¿Por- quécrees-, que- este- planeta- sigue- aún- casi- desierto-? El- mundoGemelo- también- necesita- expansionarse-. Sólo- lo- consigue- pocoa- poco-, en- un- goteo- continuo- de- los- van- logrando- lostransportes.-.

Lo que decía Xántriul era de sentido común. No obstante, él era de la opinión, que las tecnologías shímpfatas transplantadas a la Tierra podían resolver muchos de sus problemas. El mundo Shim sería visto entonces, como la fuente de sus tesoros, ya por sus conocimientos, ya como el sitio soñado para establecerse. Y si elSistema Solar se conquistaba alguna vez, desde luego no sería de forma inmediata.

Tan absortos en su charla, ninguno quedó al tanto de los caballos, que anduvieron de su cuenta mientras pacían, y cuando quisieron acordar no los encontraban por ningún sitio. Pero vino a ocurrir, que los animales cruzaron el límite entre las zonas, y se internaron por la vegetación shímpfata. Cuando Calíguenes lo advirtió, ya los daba por perdidos. Seguro que de aquella no salían. De comer de aquellas plantas, ajenas a su naturaleza, adiós caballos. Fue tras buscar largamente cuando dieron con ellos, y la verdad que no les pareció que anduvieran desfallecidos. Antes bien ramoneaban con fruición entre unos arbustos.

—Qué piensas de esto, Xántriul.

—Y- qué- habría- de- pensar-… Que- estos- animales- nadatienen- de- tontos-, y- que- saben- muy- bien- lo- que- han- de llevarse- a- la- boca-. Seguro- que- evitan- las- plantas- quepudieran- dañarles-, y- estas- que- comen- no- les- causan- ningúnperjuicio-.

— ¿Sin conocerlas de nada?

— Imagino-, que- su- aspecto- o- el- olor- los- prevengan-.

Aquel episodio vino a significar todo un hallazgo. Si el resto de los animales se comportaban de aquella forma, poco temor cabría en que vagaran libres por una u otra de las plantaciones. Distinto sería de tratase de la flora autóctona, como los shímpfatos habían constatado al introducir su fauna. Pero quien sabe, a lo mejor las especies de la Tierra sí se las amañaban. Lo que si era seguro, que nada como aquellos fitófagos, para identificar los vegetales de interés, también para el hombre.

Los dos amigos echaron a andar, de reata los caballos ahora, en dirección a los refugios. Desde luego, no parecía que los shímpfatos destacasen por su fortaleza. El pobre shim, arrastraba sus pies doloridos al andar, mientras que su cara se constreñía por el cansancio. A pesar de la hora, un sol fogoso, pareció no avanzar en su bajada y detenerse. Las únicas nubes que pudieran aplacar aquel solarín, emergían altaneras por el levante, tan despacito, que lo mismo ni les llegaban. Ningún animal era tan osado para permanecer a la intemperie, y sólo las plantas perseveraban en su quietud porque a ver qué hacían. Tal visión vino a instalarse en el shim vencido por su agotamiento, mientras Calíguenes permanecía tan entero como un corcel.

—Qué significa tu nombre, Xántriul.

Éste se detuvo con un suspiro, lo que era como dar vida a sus pies.

—En- vuestra- lengua-, mi- nombre- se- diría-, comoBienhallado- de- la- Progenie- Zísim-. Y el tuyo…

Calíguenes sonrió.

—Ni idea. Los nuestros suelen transmitirse de generación en generación y nada dicen de quienes los llevan, como no fuese en su origen.

— O- sea-, que- se- van- repitiendo-, y- son- elegidos- como-por- capricho-, no-.

—Más o menos. Vienen a ser como un título de identidad y de parentesco. Se otorga a los descendientes sin más consideración que la voluntad paterna. Y a propósito, tus dos ahijados, que son mis hijos, sólo participan de vuestra nomenclatura.

El shim se sorprendió.

—Claro- —Se puso a caminar de nuevo—. Porque- tú- hiciste dejación- en- sus- madres- de- tal- prerrogativa-.

—¿Y cómo tú, no sugeriste a tus compañeras, que algún partido podría tomar yo al respecto? Pues nunca pensé en desentenderme. El shim se paró en seco.

—Pero- bueno-… No- pretenderías- que- yo- me- inmiscuyeraen- tan- particular- consorcio-.

Vaya un dominio de la lengua que tiene ya éste -se dijo Calíguenes ante la redonda excusa.

Verdad era, que él no estuvo cuando los nacimientos, ni conoció a los niños hasta pasados varios días. Pero no era lo propio. Cómo presentarse allí por la cara, sin más credenciales que los de un fugaz devaneo… Si hubiesen alumbrado en la colonia humana, a un paso de él como si dijéramos, otro sería el cantar. Y seguro que no le arrebatasen los nombres de sus hijos tan fácilmente. Svaiser, por El Deseado, muy bien hubiese sido Orcalzur, como hijo de su padre y de su madre. Qué menos. Y Sawakip que significaba Benéfico Sol, de ser Axonald por ejemplo, incluiría parte de Aldés. Pero que no echasen las campanas al vuelo, que aún le quedaba otra opción: la de añadirles sus apellidos cuando fuera posible registrarlos.

Seguro que cuando su hija naciera, nadie le cuestionaría el nombre. Su madre se lo tenía bien pensado. Y no era el suyo como podía suponerse, sino el de Noyndia, que tampoco tenía desperdicio.

Belaura iba para los sesenta, cuando la criatura vino a presentarse casi de puntillas. Cuarenta y tres años pasaban ya desde el inicio de la travesía, y que fuera tan afortunada que la Estrella vino a parar allí. Bendito fuera aquel mundo que le proporcionase lo que nunca imaginó. Para colmo, el hombre de sus sueños le vino rodado para cautivarla sin contemplaciones, y ahora recibían, como colofón a su fertilidad, el mejor de los tesoros.

No por muy cuidada la pequeña, cumplidos los tres años la confiaron a los servicios de infancia, y a la protección de los hermanos y la familia Orzísim. Belaura, quiso ejercer de nuevo su profesión, porque las líneas aéreas ya estaban en funcionamiento, yporque sus ansias de volar eran más fuertes que ella. Nuevas poblaciones habían surgido con la explotación de las minas, junto a los grandes ríos y sus criaderos de peces, y en la costa, donde ya se trajinaba con el ir y venir de los barcos, entre el único puerto y la zona shímpfata. Inmensas turbinas se cruzaban como puentes sobre los ríos, aprovechando el fluir de las caudalosas aguas. Mientras tanto, los ecosistemas mixtos pululaban como islas de un archipiélago en las antiguas selvas.

Ya como comandante, Belaura volaría entre ambas colonias con los aparatos shímpfatos, y aun se alternaba con el transporte para los asentamientos de este lado, pues el servicio de las antípodas, como dio en llamarse, todavía no era regular.

LIII

El astro lucía blancuzco a lo lejos, y ciertamente, por su luminosidad, no barruntaba un clima tan frío. En su parte oscura titilaban a miles los puntos de luz, que iban decreciendo en número desde el ecuador a las zonas polares, donde eran inexistentes. Los hielos cubrían su superficie, salvo una estrecha franja entre los trópicos, y frente a aquellos, ésta se iluminaba de color ocre pálido. En realidad la parte oscura no llegaba a serlo, pues un albor anaranjado iba de polo a polo destacando en intensidad cuanto más al centro; justo en la derechura de aquel sol artificial que brillaba al rojo blanco en su faz hacia el planeta. Propiamente allí no había noche, y al ponerse el sol, salía a sustituirlo aquel otro, cual peculiar luna de fuego radiante de energía.

La Estrella I voló entre nubes hacia la superficie, tras las naves zirdal que salieron a escoltarla. Una red de corredores cubiertos surcaba Shímpfatos hasta sus confines, cual aplastadas serpientes, y que iban a confluir en las anchas metrópolis. De aquellas urbes arrancaban de nuevo en cualquier dirección, para ensamblar con otras, y de forma sucesiva se expandían como una inmensa red. Penetraban bajo los hielos, para salir a profundos valles muy espaciosos, adonde la vegetación lo inundaba todo como un milagro. Aquellas grandes quebradas se repetían una tras otra por los bordes helados, dando cara al sol. Y si el calor de la estrella sólo era el equivalente al de última hora de la tarde en Shim, su clima habría de ser soportable si no es que fuera benigno.

A ras de la superficie, pudieron constatar una tierra congelada, y los omnipresentes témpanos de hielo que la cubrían. Los vehículos zirdal se aproximaron al extremo de un corredor y accedieron a él. Tras ellos La Estrella hizo otro tanto, con gran sorpresa para todos de que la nave cupiera por allí y avanzase por el interior con toda holgura. No obstante, al lado izquierdo aun se ubicaban un rosario de construcciones con sus pequeñas calles que salían sin solución a la principal. Ésta se alargaba sin fin por el corredor, paralela al área de transporte que ahora las naves emprendían.

Ante el avance del vehículo, los viajeros de la Estrella coparon las ventanas, por no perderse aquel conjunto lineal de construcciones, todas iguales, deshabitadas en su mayoría.

—No parece que haya escasez de viviendas aquí, señor -dijo Paricuel.

Tal decía, quien se ganase el favor de Calíguenes allá en la Tierra, cuando las minas, y que de minero pasaría a ser piloto. No quiso perderse aquel viaje, pese a ejercer un puesto de responsabilidad en la línea de los transbordadores. Fue Calíguenes quien tuvo a bien complacerlo.

—Seguramente -dijo el comandante-. La superpoblación aquí no será un problema. Los zirdal son un pueblo viajero.

—Y qué se puede esperar de un clima como éste.

—Pues no creas, que estos no suelen caerse del nido así como así.

Llegados a la encrucijada, se encontraron de lleno en una mastodóntica ciudad, por cuyas calles más se les antojó, que aún vagaban por el mismo cerramiento en que venían. Y qué decir de los edificios, cuyo volumen no se abría al exterior más que en un punto, el único acceso.

En la altura, todo se cubría de unas estructuras planas a ras con los edificios, formando sobre ellas un cerramiento a dos aguas, y que podían abatirse sobre las construcciones, en la forma de un tejado, luengo y puntiagudo. La mayoría de las calles se tapaban de aquellas cubiertas, que traslucían la parca luz del exterior, que bastaba no obstante, para vagar a su abrigo sin entorpecerse. De hecho no había luces. Escasos fueron los habitantes con que se toparon en el recorrido, y sí en todo caso, con algunos vehículos que surcaban el aire entre el suelo y las protecciones.

Los viajeros fueron conducidos al interior de lo que los zirdal entendían como un palacio, y que no era sino un alto bloque sin más vanos ni entradas de luz que su apertura hacia el cielo. Dentro, apareció un gran recinto rodeado de balconadas hasta lo alto, con varias plantas transparentes en la altura, por las que algunos individuos deambulaban, que más parecía que anduvieran en el aire.

Allí tuvo lugar la recepción, y al menos tres mil personas, entre humanos, shímpfatos, y los receptores, se acomodaron en aquel patio singular, prieto de largas mesas y bancos adosados. Tras las presentaciones, hubo elogios para el difunto Scropbim y se acordó que sus saberes y experiencias figurasen en las memorias de todos los archivos, así mismo sus pensamientos e imágenes fueron materializados ante la concurrencia. Los humanos se escandalizaban de acceder en vivo a las íntimas experiencias de El Sabio, pues salían a la luz, todo lo bueno y menos bueno del personaje, que receptaran de sus transmisiones, como lo más natural del mundo. Y de la forma más descarnada. Pero si aquello más parecía una confesión póstuma…

— ¿Y eso será bueno, señor Calíguenes? —decía Paricuel.

—Supongo. Ellos no harán distinciones.

—Pues ya ve como ahí se reflejan sus pensamientos sobre los humanos, los cuaralinios o los quismian incluso. Cierto que suele ser imparcial, pero algunas de sus opiniones no nos son muy favorables.

Calíguenes, la boca tapada con la mano, restregó sus dedos y la descubrió, volviéndose hacia él.

—Y qué quiere. Si hicieran un extracto parecido de nuestros pensamientos a lo mejor eran ellos los sorprendidos. Por ejemplo, nosotros, sin haberlos visto nunca, nos hacemos una idea de los quismian, seguramente equivocada. Sólo de saber que viven al margen, en las zonas heladas, y que no permiten la ingerencia de otros pueblos, damos en decir que son primitivos y poco evolucionados.

—Eso es cierto. Pero tal opinión no trasciende.

—Claro. Porque el cómputo final es lo que cuenta. La actitud última. No las opiniones a priori. Scropbim ya es historia, y en definitiva, sus comportamientos fueron bondadosos.

A sus ochenta años, Calíguenes había pasado dos veces por la presidencia. Cuando Scropbim murió, ocupó su puesto un representante shímpfato genuino, y éste y Calíguenes se alternaron en él durante una década. En ese tiempo Shim prosperó y las colonias terminaron por amalgamarse en cuanto a sus individuos y sus intereses. Fue entonces cuando el primer presidente híbrido subió al poder. No era más que un muchacho, al decir de todos, que aún no superaba los treinta, pero supo cumplir con acierto todas sus expectativas. Más que otra cosa, se le consideró joven, porque la esperanza de vida superaba los ciento cuarenta años, y relativamente, su edad no alcanzaba todavía a la del adulto. Calíguenes sin ir más lejos, a sus ochenta, en realidad excedía con poco de la mitad de la media. Y ciertamente, él sólo se consideraba una persona madura. Se sentía en plenitud, y en su vitalidad podía compararse con quienes andaban por los cincuenta.

—Qué dirán de nosotros cuando ya no estemos, Paricuel…

–Poco nos importará eso entonces, señor.

Calíguenes quedó mirando hacia el estrado, sin reparar en aquella pantomima que representaban, y que parecía no encontrar un desenlace.

— ¿Qué epitafio elegiría usted para su tumba?

— ¿Epitafio, señor…? …No sé. Nunca me he planteado tal cosa.

Pero puesto a elegir, tal vez dijese, "aquí yace un hombre integro". Calíguenes soltó una carcajada, que imprevista e inoportuna resonó en el patio. Todos se volvieron hacia él, quien se disculpó con un gesto. Al poco susurraba:

— Poca integridad podría subyacer en un cadáver. El otro no se inmutó.

—Pese a expresarme tan mal, usted me ha entendido de sobra. Él sonrió.

—Pero también entiendo, que prefieres la buena opinión de ti, post mortem.

—Hombre…, no es lo mismo. Puedo desearlo porque no estoy muerto.

Diríase que ya no estuvieran en Shímphatos. El extenso valle bien poco se le parecía, que más que parecérsele, era otro mundo. Su ambiente era bien distinto del de sus gélidos entornos y aun de las propias metrópolis. Un medio sol en su cenit, no hacía honores al meridiano, y su derroche de luz sólo alcanzaría para alumbrar una tarde mortecina. Pese a ello cierta templanza domaba el aire y la frondosidad se extendía por doquier con sus bosques y sus múltiples huertas. Pronto descubrieron los foráneos que más que de arriba el calor principal emanaba de la tierra; de tal forma que sentían el exceso desde los pies que por arriba no notaban. Ante algo así, Calíguenes no pudo sustraerse a la tentación y agachándose tocó la tierra con la mano. No le cupo la menor duda. El subsuelo de aquel lugar habría de ser muy caliente.

La carretera serpenteaba por la suave inclinación de la vertiente, y de cuando en cuando junto a ella aparecían pequeñas casas, tan iguales entre sí como dos gotas de agua. Al rato, los vehículos se detuvieron ante una fila de edificios, más grandes y también de madera como los otros, o que al menos la imitaban. Todo a su alrededor era bosque, y de sus tejados parecían salir voluminosas nubes de humo.

—Mira Paricuel, utilizan chimeneas —se extrañó Calíguenes.

El antiguo minero miró de pasada hacia lo alto y sonrió.

—Nada de eso. Sólo es vapor de agua.

— ¿Vapor?

—Seguro.

Cuando entraron, no podían creérselo. Las paredes estaban repletas de tuberías y con tomas de vapor por todas partes. En ellas aparecían conectados pequeños generadores para las luces, para el ascensor y muchos de los aparatos de una especie de bar y de las cocinas. Ni que decir tiene que la calefacción allí no era necesaria.

— ¿Cómo no aprovechan para producir electricidad y la distribuyen para tales menesteres?

—Ellos lo ven más sencillo de esta forma. Y aprovechan la energía tal cual y con mayor rendimiento. Aparte de que les gusta el vapor. Tampoco es que necesiten de muchas luces, no olvidemos que aquí la noche no es tal, hay otro sol alumbrando en su cielo -contestó el guía.

—Bueno. De todas formas el sistema es algo desfasado, no cree.

—Funciona —dijo el shímpfato.

El tentempié fue breve y escueto a no poder más. No tardaron mucho en reemprender la marcha. Los vehículos avanzaban en grupo unos seguidos de los otros como un rosario

— ¿Y entonces? —Volvió a preguntar Calíguenes—, que el subsuelo de este lugar será abundante en aguas termales.. .no. ¿Una zona volcánica ésta, tal vez?

—Este valle concretamente no. El sistema aquí es artificial. Más arriba, el agua procedente de los hielos se introduce con tuberías en las profundidades, donde se calienta, y surge de nuevo a la entrada donde vuelve a entubarse bajo la tierra en una amplia red.

— ¡Qué bárbaro! Como si fuera un radiador, vamos.

—También hay otros asentamientos que poseen aguas termales de forma natural.

—Pues que suerte que puedan establecer esos sistemas.

—Gracias a los quismian.

— ¿Los quismian?

—Hay muchos en estos valles. Los quismian proceden de lugares muy fríos y pueden trabajar entre los hielos sin grandes problemas.

—Claro, es lógico.

Vaya un descubrimiento. Quismian allí. ¿Cuál sería su verdadera procedencia? Tal vez, fueran oriundos de Shímpfatos.

— ¿Y estos quismian de aquí, de dónde proceden?

—Lo ignoro señor.

LIV

Poco o nada se aclararon sobre su origen. Al parecer los quismian vivían entre los hielos desde tiempos inmemoriales, lo mismo que ocurría en Shim, y seguro que también en el mundo Gemelo. Casi con certeza, que fueron los propios zirdal quienes los introdujeron en los nuevos planetas. Probablemente los llevarían poco menos que obligados, o esa impresión daba. La mano de obra ideal, cuando los mundos gemelos eran tan fríos como Shímphatos. Lo peor era, que aún hoy seguían siendo utilizados tal vez, por su resistencia al frío. No parecía que aquella gente vislumbrara, aparte de los hielos, otro horizonte. Cuando al atardecer los vieron llegar, más daban la impresión de un pueblo doblegado. Aquellos seres cubiertos de pelo oscuro, venían achuchados sobre unos transportes, semejantes a las camionetas, que desde las alturas del valle los devolvían a sus casas hasta el día siguiente. Sus rostros blanquecinos de piel casi traslúcida, no eran la de satisfechos al término de la jornada precisamente, sino de resignación. Nada más apearse, desaparecieron entre las callejas hacia sus casas. Los humanos, que pernoctaban al frente, en aquel otro edificio, aparecían ahora casi al completo sobre la balconada todo en rededor de la residencia, y que de larga aún quedaba vacía en su parte de atrás mirando al valle. A Paricuel le vino a la memoria su larga estancia como minero en el Costa Interior II, e hizo cierto paralelismo con aquella situación de allí. Por supuesto que no era igual, pero se le parecía mucho. Aunque ciertamente, todo eran suposiciones. Lo mismo, este pueblo no ansiaba salir de su particular mundo porque aquel era su hábitat y no toleraban otro. Por ello la civilización zirdal o shímpfata les fuera incómoda. Pero por qué era aún así, al cabo de tantas generaciones.

—No es comparable, Paricuel —le decía Calíguenes.

—Claro que no. Pero también en las minas había diferencias, eh.

Su superior, en el fondo, no pudo sustraerse a un vago sentimiento de culpa.

—Ni más ni menos que las existentes entre la Comunidad y los complejos. Pero éstos sólo serían un tránsito. Una solución pionera.

Sentado junto al comandante, Paricuel miraba hacia el sector de los quismian, donde, pese al intervalo sombrío entre dos soles, ni una sola luz podía observarse. Tampoco es que fuera imprescindible, aún resplandecía de púrpura el crepúsculo para el sol natural y ya pintaba el astro de artificio. Calíguenes observó su perfil anguloso y su cara curtida llena de arrugas.

— ¿Y usted cree, que todo aquello se habrá solucionado? —dijo el otro.

— ¿En la Tierra…? Me temo que no. Se ha avanzado mucho. Según mis noticias, los complejos se multiplican por todos sitios. Y lo más increíble, el medio ambiente se recupera.

—Que se ha invertido la tendencia, no.

—No exactamente. Se lleva a cabo un proceso de renovación, a la que no son ajenos nuestros amigos shímpfatos.

—No me diga que ellos también viajan hasta allí.

—Al menos una delegación sí que lo hizo hace unos años, justo al poco de ocupar yo la presidencia. Supongo que alguna más esté en camino.

De pronto, Paricuel se sintió ridículo ante su benefactor, al rememorar el altercado de la mina. Por qué fue contra él, como el cabeza de turco, cuando la ignorancia y la miseria, no provenían de allí precisamente… Aquella Tierra globalizada, lejos de cumplir sus expectativas, los conducía como a un rebaño hacia el abismo. Gracias a que algunos pudieron desligarse de tal manada para tirar de la mayoría en sus convicciones.

La apariencia de aquel astro anaranjado ahora, pese a estar tan próximo, no era la de más voluminoso que el sol auténtico. Desde que despuntara sobre los hielos, todo comenzó a dorarse con un baño de luz rebajada como al atardecer. Al poco comenzaron a salir hacia el altozano los quismian, en tal número, que todos se sorprendieron. Qué irían a hacer ahora. Porque era raro que tuviesen aún obligaciones que cumplir, a aquellas horas.

Cierto que esta vez no parecían los mismos. Les brillaban dorados los oscuros pelajes, como si fuesen vestidos de fiesta. Cualquiera lo hubiese pensado, de no ser porque tal colorinto poco difería del que imperaba en el ambiente. Qué tenía de particular; también las- figuras de los humanos pintaban ahora de tintes cobrizos. Ni más ni menos caía la mágica noche con sol, bañándolo todo de luz cálida. En un momento, los reunidos se alinearon en un amplísimo círculo, para ponerse a danzar luego, al ritmo de entrecortados cánticos.

— ¡Pero si cantan y bailan…! —se sorprendió Calíguenes.

— ¿Y cuales serán las mujeres? ¿O es que sus mujeres no danzan?

—Seguro que sí. Para mí, que, morfológicamente, apenas si hay diferencias entre ambos géneros. De cualquier forma, a ver quien atina, con esas pelambreras que los encubren. Ya me lo vengo preguntando desde que los vimos.

Al cabo, el corro se comprimió hacia adentro, para terminar en un grupo apretado, todos contra todos, que echaron cara al cielo, como sumidos en el éxtasis. De esa manera permanecerían un buen rato, hasta retomar el círculo de nuevo y la misma danza. Con todo, lo más asombroso sería sin lugar a dudas, que sus semblantes de resignación se tornaron festivos y exultantes.

— ¿A usted qué le recuerda todo esto?

—Qué me habría de recordar —dijo Paricuel—. Ninguno de los bailes que yo conozco se le parece.

— ¿Y en el cine?

—En el cine… ¿Se refiere a las antiguas danzas?

— ¿Verdad que se les parecen?

Es cierto. Pero no irá a decirme que tengan alguna relación.

—Como poder… quién sabe. Pero no lo decía por eso. Aunque la realidad supera cualquier conjetura.

Los danzantes no desfallecían aún ni por piensos, cuando los viajeros fueron avisados para la cena. Ni que decir tiene, que de todos, los allí presentes representaban una parte mínima. Muchas otras mansiones como aquella, se esparcían por el valle, y pocas quedaron libres tras aposentar a los llegados.

Aquel local, junto al edificio, dando vistas a los bosques, por las trazas que también sería dormitorio. Sentados a la única mesa, que se alargaba siguiendo los muros en forma de U, los comensales podían ver en la altura, unas originales yacijas. Eran redondas, con la apariencia de un nido, y sus bordes lo suficiente altos para llegar hasta la cintura de una persona corriente. Estaban suspendidas en mitad, colgadas del techo por tres tirantes, de tal forma que habrían de permanecer muy firmes.

Tras los comentarios de rigor, los huéspedes se aplicaron en vaciar la mesa, y a los postres, los más miraban intrigados aquellos nidos preguntándose como acceder al interior, pues aun saltando no los tocarían ni con la punta de sus dedos. Tras larga espera el misterio se desveló. La gente ya se caía del sueño y hasta los quismian de la explanada habían enmudecido. Dos de éstos aparecían ahora a la entrada del salón, con unas escaleras que rodaron con dificultad hasta el primer nido. Sin otro comedimiento, efectuaron una empalagosa reverencia y se fueron.

—Bueno, señor Calíguenes, le ha tocado —saltó su portador de claves.

El comandante quedó sorprendido.

—Y por qué yo… Cualquiera es meritorio de tal privilegio. Paricuel se echó a reír.

—Es verdad. Menudo honor para un comandante. Calíguenes también rió.

—Supónganse que por un casual este artilugio falla y que yo salgo malparado. Se quedarían sin jefe. Demasiado riesgo el que correrían, no.

—Ciertamente —dijo el portador de claves —. Es lo que yo digo: esos dos debieron hacer una demostración antes de irse y no correr de esas maneras.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, uno de los zirdal, que pernoctaban aparte, les explicaría el porqué de aquella extravagancia. Como todos sabían, la temperatura era más elevada a ras de suelo, y lo mismo cerca de los muros. Quieras que no, en horizontal y cerca del suelo, el durmiente terminara abochornado.

No era posible cortar las conducciones, que tan útiles les eran, así como así. Los artífices de aquella compostura, aunque nadie lo hubiese dicho, eran los quismian. Soportaban muy mal el calor y aquel sistema los libraba de su padecimiento.

Calíguenes trepó al fin.Una vez arriba se dio media vuelta y abrió los brazos.

— ¡Atención señores! ¡Son ustedes los afortunados en presenciar un hecho histórico: por vez primera, un ser humano se dispone a ocupar un nido como las aves!

Casi todos aplaudieron la salida del jefe, y si el acuerdo no fue total, sería achacable a la soñolencia que ya enajenaba a más de uno. Calíguenes desapareció dentro del cubil, y sacando la mano la agitó, para luego aposentarse. Cada cual a su suerte, todos se valieron de la escalera, de uno en uno, cual rito propiciatorio de tan insólitos lechos. Pocos se librarían de una sensación de impotencia, al verse suspendidos en solitario como náufragos del aire, tan avistados entre sí y tan impedidos de bajar a tierra firme. Menuda encerrona, si alguien tramara sorprenderlos. Y cómo harían para desahogarse si alguna necesidad les acuciaba. Afortunado el último, que por serlo, quedaba en posesión de la escalera, y como principal de rescate. Para qué pensar en fin, que por una emergencia hubieran de evacuar a toda prisa. El batacazo no sería leve precisamente.

Las horas transcurrían calladas y pacíficas, cuando la fatalidad hizo, que los bip-bip… de alarma de su receptor insistieran en despertar al "contacto de la nave". Éste rebuscó la pequeña consola y leyó el mensaje. Su primer pensamiento fue para el compañero del nido próximo. Lo llamó y lo volvió a llamar hasta cuatro veces. Que si quieres… Y no podía alzar la voz sin despertar a todo el mundo. Pensó luego traquetear el armatoste y balancearse hasta el vecino, pero apenas si logró un ínfimo vaivén. Los cables pendían del techo, muy distantes entre sí, y su divergencia impedía la oscilación. Si lograra suprimir uno de ellos… Difícil sería en aquella oscuridad. A tientas, buscó e inspeccionó los soportes, para descubrir que podían tensarse y destensarse con un torno desde el propio nido. Menos mal. Pero las manivelas no estaban. A lo mejor las varillas metálicas del lateral podían servirle. Con la ayuda del multiuso logró arrancar una y la cruzó en el travesaño. El cable comenzó a ceder y la cesta escorarse, hasta que todo lo que contenía se fue hacia ese extremo. El conjunto sólo colgaba al fin de dos tiradores y el hombre comenzaría a columpiarse. Esta vez sí, el nido osciló y osciló como un péndulo, hasta topar de golpe con el vecino.

— ¡Qué pasa aquí, maldita sea! —Se oyó en la otra cesta.

— Tranquilo, hombre… Y baja la voz —dijo el contacto en su balanceo.

— ¡Quéee!

—Un mensaje. La expedición de la Tierra ha llegado. El otro asomó su cabeza sobre el lateral.

—Una buena noticia desde luego… Pero no podía esperar hasta mañana…

— ¿Y cuando queda en este lugar la mañana…? Por mí… menuda prisa la que yo tengo, pero puede que el comandante no piense lo mismo.

—Vaya por Dios.

Los dos enmudecieron.

—Y en que posición quedará su yacija —inquirió el contacto.

—Siguiendo hacia la entrada, hacia la izquierda creo… Pues qué pasa, acaso él no lleva encima su transceptor.

—Qué va. Ahora soy yo quien queda en el encargo.

—Pues vaya una modernidad y el funcionariado —rajaba el otro

—Igual que vienes hasta mí, ya podrías haber descendido, no.

—No me atrevo. Puede que los cables no alcancen hasta el final.

—Vale… Y si no, aquí estoy, si me necesitas.

Seguro… —dijo el mensajero para sus adentros.

Ya lo creo que llegaban los cables. Y a él bien que le alegró, que por no quedar en manos de aquel necio, hasta hubiese saltado si era preciso.

A1 final el último sostén fallaría y se oyó el golpe sordo del armatoste al llegar al suelo.

— ¡No, si verás! —dijo el otro desde arriba.

Caolow, el contacto, apretó los dientes, por no soltarle una barbaridad. A1 tiempo quedó inmóvil hasta estar seguro de que los otros dormían. Acto seguido, buscó la escalera y la empujó, para descubrir cuan pesado podía ser aquello pese a deslizarse.

Con todo el empeño que fue capaz, y tanteando distancias desde la mesa, avanzó, para donde supuso que estaba el primer nido. El sudor le caía a chorros y le dolían las piernas. No pudo menos que desahogarse soltando una patada al accesorio. Pese a que vio estrellas, no pudo ver sin embargo, si había llegado o no bajo el nido del comandante. Ascendió sin prisas pero sin detenerse, todo a tientas, hasta que vino a poner su mano justo sobre el lateral.

—Eh, señor Calíguenes… ¿Es usted? ¿Está usted ahí? Señor Calíguenes…

A1 instante escuchó como el yaciente se movía.

— ¡Qué! ¡Quién…! ¿Eres tú Belaura?

—Menos mal… -Respiró con alivio-. Soy yo, señor. Su contacto.

—Ah, el señor Caolow… ¿Ocurre algo?

—Un mensaje de Shim. La expedición ya está en Biblos, señor.

—La de la Tierra se refiere.

—Por supuesto.

Calíguenes estaba confuso.

—Sorprendente. Muy sorprendente. Un mes de adelanto nada menos.

—o calcularían bien.

—A lo mejor.

Se sentó en la cama, la espalda contra el lateral, y estuvo callado unos segundos.

—Bien, comunique esto: … Escriba…

Caolow conectó la pequeña consola.

—…Shímphatos 14 Baquierals, Octavo de perihelio. Aquí Calíguenes, comandante en jefe, a presidencia: complicada mi actuación tan lejos. Delego funciones supervisión desembarque. Mantener cuarentena en lo posible hasta regreso Estrella 1. Bienvenidos a expedición.

Caolow terminó el texto, y quedó asido al lateral, el rostro bañado de verde con la luz de la consola.

— ¿Eso es todo, señor?

— Eso es todo.

El otro apagó el aparato.

Calíguenes vio esfumarse la cara de su subalterno, y como nada más decía, pensó que se habría ido. Se volvió a tumbar.

—Siento mucho haberle molestado, señor —dijo de pronto.

—Ah, sigue usted ahí …La molestia ha sido suya, Caolow. Y nada fácil su peripecia.

Caolow sonrió.

—Ya lo creo, señor. Y usted que se hace cargo.

LV

El astro rey ya comenzaba a desperezarse y los hombres aún dormían. El sol bostezó sobre los hielos, y sus primeros rayos tuvieron a bien rebasar la entrada del local y fraccionarse en todas direcciones.

Pero aún era poco, y el lector del amanecer hizo saltar la alarma de su crono al encargado de turno quien dio la hora. Los hombres comenzaron a asomarse sobre sus cestas, y se miraban unos a otros como olvidados de estar allí. La levantada obligaría a Calíguenes a bajar primero, por motivo de la escalera, como era lógico. Hubo de empujarla acto seguido, hasta el segundo, y ayudar a éste para el tercero.

— ¡Eh! ¡Aquí! ¡Aprisa! —gritaba uno.

Mas el orden de bajada no se alteró, siguiendo su curso hasta llegar a donde aquel exigente.

— ¡Vaya, por fin! Un poco más y dejo en entredicho el buen nombre de esta empresa.

El desesperado bajó que le salían alas, y sin más averiguaciones, franqueó la salida hacia los árboles. A su turno, como aguardados a su atrevimiento, no pocos seguirían sus pasos.

La Estrella abandonó Shímpfatos para poner rumbo a Shím. Atrás quedó la metrópolis que los había albergado y los fértiles valles. Desde luego que aquel era un mundo difícil, y sus acondicionamientos una ingente tarea, ardua y costosa. Como decía Paricuel, qué podía esperarse de un clima así. Si los zirdal eran un pueblo viajero, no sería por capricho, tenían razones más que de sobra.

Calíguenes entró en el estudio de vuelo acompañado de su asistente. Sobre su mesa había un extraño sobre de color negro que brillaba como el cristal. El comandante lo cogió, y comenzó a examinarlo.

—Qué es esto.

—Se me olvidaba, señor. Nos fue entregado tras el homenaje. Como La Estrella quedó en la ciudad no he podido dárselo personalmente.

—Es lo lógico.

E intentó abrir el sobre por un extremo.

No era fácil. Su material era resistente y muy escurridizo.

—Ábralo, por favor.

El ayudante intentó romperlo por una esquina sin conseguirlo. Comenzó a darle vueltas y a remirarlo, hasta que lo que fuese llamó su atención en una de las caras.

—Mire estas muescas, señor.

—A ver…

Tres rebajes redondos se advertían apenas, cerca del borde. El comandante presionó uno de ellos, sin ningún resultado. Después probó con dos a un tiempo y finalmente con los tres. A1 instante, el sobre perdió su negrura y pudo verse lo que contenía: un folio de material plástico con una palabra escrita: UADALBESSCROPBIM.

—Los pensamientos de Scropbim -dijo en voz alta-. Esto sí que es un detalle.

—Perdone si le soy indiscreto, pero… ¿Se trata de algo escrito o de una grabación?

Calíguenes se volvió hacia él.

—Ni idea. Por qué lo pregunta.

—Si no es un escrito, habré de procurarle un reproductor adecuado.

—No se preocupe. No lo veo de una necesidad imperiosa.

Y en diciendo esto, la presión de sus dedos hizo que el folio se flexionara. La lámina apareció escrita de arriba abajo. Al doblar de nuevo, la página cambió a otra, y así sucesivamente. Pero es que con la otra cara ocurría lo mismo, sólo que al contrario, de atrás hacia adelante. Pues no que parecía un libro… Y tan delgado como una hoja de papel.

—Creo que no le voy a necesitar. Esto no es otra cosa que un libro.

— ¿Un libro, señor?

—Como lo oye.

El ayudante se encogió de hombros.

—Le será necesario traducirlo.

—Ya me encargo yo. Se lo agradezco.

El encargado se fue y Calíguenes dejó la singular obra sobre la mesa.

Para una vez que veía un libro de aquella gente se encontraba con una cosa así. A qué vendría algo tan rocambolesco. Primero el misterioso sobre, después el funcional formato y su singularidad. Y por si fuera poco no se molestaban en ofrecérselo en su propia lengua.

Había observado que los cambios de página no eran consecutivos, pues aunque él no dominaba el idioma, sí que sabía muy bien sus números y gran parte de sus caracteres y giros más coloquiales; y su vocabulario se había acrecentado al paso del tiempo. Alguna lógica habría para manejar aquel libro-lámina como era debido.

Comenzó a doblar de derecha a izquierda, de arriba abajo o en cualquier dirección, y sólo conseguía avanzar o retroceder incluso en la misma página sin orden alguno.

—Seguro que se olvidarían del libro de instrucciones —musitó con sorna.

Apoyada la lámina en falso comenzó entonces a pulsar con el dedo por su superficie, para descubrir que sus funciones cambiaban de una posición a la siguiente. Así completó toda la página. En una de las pulsaciones había dado con lo que sin duda era la dedicatoria. A partir de aquel punto y en torno a él encontró otros inicios. No se trataba de un libro sino de varios.

Ya sólo faltaba la traducción. Y casi era seguro que la llevase incorporada. Pero cómo daría con la tecla.

Cansado de buscar, decidió traducir de su motivo al menos la dedicatoria. Entonces cayó en la cuenta. Rebuscó por el estudio hasta dar con la máquina de Xántriul. Comenzó a traducir:

Scropbim no se olvida de sus amigos los humanos, y es su voluntad, que sus pensamientos se conozcan por ellos, si no sus actos, que se desvanecen irremisiblemente, tanto más, porque la vida es difícil de aprehender en todos sus matices.

Como al comandante Zarela, mi gratitud también para su hijo Calíguenes. Y a quienes tengo el honor de comunicarles especialmente mi filosofía con este compendio.

Al cabo, Calíguenes vino a tocar su nombre con el dedo sobre la lámina (o quizá el apellido Zarela); y fue, porque llamaban su atención, al figurar en unos caracteres shímpfatos muy adornados. De inmediato el texto se transmutó en Lengua Común, la principal de la Tierra.

—Pero qué gente ésta… Como no los conozcas…

No bien se disponía a hojear el libro cuando el asistente apareció en la entrada.

_ ¿Da usted su permiso?

—Adelante.

El encargado se aproximó.

—Un parte de Shim, señor.

—Léalo, si es tan amable.

Calíguenes se echó hacia atrás en el asiento. El otro despegó el papel con cuidado, que más parecía que arrancase un valioso sello. -Shim, 45310820, Biblos. Presidencia a Comandante Calíguenes: imposibilidad cuarentena en naves. Demasiadoss viajeros. Fuera, lluvia. Solicitamos conferencia.

Calíguenes paseó la vista por el estudio hasta posarla de nuevo sobre el ayudante.

—Cómo es posible. ¿Acaso hubieron de abandonar algunas de las naves…?

—No sé qué quiere decirme, señor.

El comandante calló hasta que dijo:

—No, no le digo nada.

El otro daba muestras de inquietud.

— ¿Hay respuesta, señor?

—No. Pero pídales una conexión de holograma.

—En seguida.

Ya sabía el comandante que las naves de ahora eran más pequeñas, pero de eso a que en tierra no pudiesen albergar a sus propios ocupantes, no se entendía. Era cierto que la expedición se había dividido y que parte de ella navegaba para Carión 6, pero eso debió ocurrir como mucho a media travesía, varios años atrás. Como no fuera que algunos de los vehículos quedasen inutilizados…

Calíguenes salió para el centro de transmisiones ciertamente preocupado. Muchos fueron los mensajes de la expedición a última hora, pero ninguna novedad hubo como para alarmarse.

Ya llevaba un buen rato en aquella sala, que más parecía un plató sin figurantes. La figura del suplente se materializó ante él, así como una vista general del cosmódromo bajo la lluvia. ¡Pero si allí no cabía un vehículo más! Para él, que algunas de las naves quedaban fuera, sobre la maleza, desbordadas por la falta de espacio. El responsable pormenorizó, dirigiéndose a Calíguenes, lo que ya él veía. Fue ahora el propio presidente quien ante aquella panorámica y desde su vehículo, expresó:

—No entendemos, señor Calíguenes, por qué han ocultado hasta ahora, que gran parte de los viajeros venían hibernados. Ninguna restricción les había sido impuesta en cuanto al número, si bien es verdad que no suponíamos que fueran tantos.

—Qué barbaridad —dijo en voz alta Calíguenes—. ¿Y es posible que hayan perfeccionado las técnicas de hibernación hasta ese punto?

A su tiempo, él transmitió su mensaje, que no era otro sino que ellos hiciesen lo que buenamente pudieran, como acotar grandes naves o almacenes e instalar tiendas si fuera preciso. En cuanto La Estrella llegase seguro que podría acogerlos. Después, espacio y lugar habría para acomodarlos.

En el siguiente holograma, la cifra de recién llegados que los responsables le dieron, dejó a Calíguenes patidifuso: cerca de setenta mil.

LVI

Era ya media noche cuando divisaron Biblos. Poca dificultad había, en distinguir bajo el cielo estrellado, la nebulosa de luz que clareaba las alturas sobre la ciudad. Eran escasos los puntos luminosos que delataban las aglomeraciones, casi insignificantes entre las selvas, y hasta la costa. Desde la altura, la ciudad daba la impresión de una colosal diana, con sus círculos concéntricos y cuyas circunferencias se escalonaban inconclusas a su borde, como si estuvieran rotas. El cosmódromo aparecía a oscuras, salvo por alguna que otra luz procedente de los vehículos. La Estrella maniobró sobre él, y todos se extrañaron de tanta oscuridad. Qué menos que les hubiesen indicado el perímetro. La nave enfocó hacia abajo los reflectores para desviarse luego a las afueras y descender, muy cerca de los primeros vehículos. Se oyó el quebrar de algunos árboles y de los matorrales que le arañaban el vientre, cuando La Estrella se dejó caer como un animal exhausto.

Al poco ya estaban allí los servicios de emergencia, que no eran sino los habituales y que de poco servían habitualmente. Los especialistas médicos subieron a bordo, y no tardarían demasiado en chequear a los viajeros como era la norma. La larga fila fue pasando sin novedad ante el control, que les medía las constantes y escrutaba el organismo sin que siquiera se detuviesen ante la máquina. A qué vendría entonces que la expedición humana hubiese de quedar en cuarentena.

—No es lo mismo —dijo Calíguenes—. Y si cuando nosotros vinimos no se llevó a cabo, sólo fue porque estábamos solos. Pero si que la hubo pasado un tiempo. Un control exhaustivo en cuanto los gérmenes que pudiésemos traer y los de ellos. También hay enfermedades aquí.

—No sé que decirle. La verdad que yo no he visto tal cosa. Nosotros sí que hemos sufrido algún que otro contagio. Y accidentes —Repuso Paricuel.

Esperaban sentados, cerca de la salida, la conclusión de los reconocimientos. Calíguenes se desabrochó los botones de la cazadora ante el bochorno que ahora les embargaba.

— Lo normal. Nuestras enfermedades comunes y algún que otro siniestro inevitable. Nada achacable a este mundo. Al menos hasta ahora.

— ¿Y esta gente, no enferma?

—Pues claro, como todo el mundo. Pero por lo visto su genética parece estar bastante limpia. De todas formas se controlan muy bien.

— ¿Y los otros pueblos? ¿Los primitivos?

El comandante divagó, perdidos los ojos hacia la cubierta.

—Lo desconozco. Tal vez la dureza de sus vidas les haga ser fuertes, y que sus enfermedades se erradiquen por selección natural. Un gran dilema ese; la civilización que va incubando cada vez más las enfermedades o la vida salvaje que las erradica.

Paricuel, los brazos caídos entre las piernas, parecía estar pendiente de los que iban pasando ante la máquina.

—Y cómo puede ser, que los shímpfatos, que tienen prohibida la manipulación genética, estén tan limpios de genes defectuosos.

—No siempre ha sido así. La prohibición quedó establecida hace relativamente poco. Y tenga en cuenta, que sus condiciones ambientales son de lo mejorcito. Si la esperanza de vida aquí es tanalta, no es por casualidad. Ya ve nosotros, para equiparamos con ellos hemos de andar de regeneraciones celulares y limpieza de órganos. De otra forma lo tendríamos crudo.

Paricuel reflexionó aún.

—Por qué entonces, esas ganas de mezclarse con nosotros.

—Buena pregunta… Porque pese a todo somos más fuertes y menos cerebrales. Somos espontáneos y sabemos improvisar, lo que ellos no son capaces. Y por qué no decirlo, somos más artista.

—Ah…

Al fin bajaron y la gente se internó entre las naves, sorprendidos de sus medianas dimensiones y sus perfiles. Poco más verían, pues todas sin excepción aparecían cerradas a cal y canto. A su turno el comandante se desplazó hacia un extremo donde le presentaron los informes. No hizo ni por mirarlos. Para qué complicarse. Mejor era esperar a la mañana y consultar a los técnicos.

Cuando llegó a la vivienda, Belaura estaba allí. No fue eso lo que ella le dijo cuando la llamó aquella tarde; que vendría al amanecer si la flotilla no se retrasaba. ¿Y los niños? Ellos, como siempre, a saber. Claro que ya eran mayores, si es que tener veinte y tantos años, ahora se podía considerar de esa manera. Allí los hijos eran como los niños aun al doble de esa edad, porque no habían de encararse como mayores a un futuro que tenían resuelto. Mala cosa, pues de no estar ocupados, sólo se ocupaban en divertirse.

Llegado hasta el ascensor, Calíguenes pensaba si lograría verla. Tal vez llegara la hora de levantarse y aún no habría venido. Pulsó el aparato y oyó el chorro de aire que penetraba en el cilindro. La cabina se elevó como un émbolo en su carrera. Un leve soplido al detenerse y pudo verla por la mampara en el descansillo. ¡Lo estaba esperando! La abrazó contra la pared hasta hacerla sentirse incómoda- ¡Chiquillo…! Vaya ímpetu… Pues ni un veinteañero.

—Para veinteañera tú, que cada día me apareces más radiante.

—Los arreglos Calíguenes, los arreglos.

—Déjate de chorradas. Lo que pasa, que donde hay siempre queda, si no de qué.

—Eso sí que es cierto. Pero cuánto merma.

— ¿Cómo es que estás aquí? ¿Cambiaste de opinión, o qué?

—No es eso. La salida pudo adelantarse. En realidad, la espera no fue por los viajeros sino por la mercancía. Y ésta llegó a tiempo. Adelantando te daba una sorpresa.

—Y tanto que me la has dado. Me pregunto si habrá otra como tú. Tan sublime… Para mí que no, eh.

—Anda, déjate de halagos y cuenta.

Se sentó en el pequeño sofá, y lo mismo hizo Calíguenes.

— ¿De Shímpfatos?

—Puedes empezar por donde quieras.

—Y por qué no empiezas tú.

—Lo mío es pura rutina, ya lo sabes.

—Pudiste haber venido con nosotros, bien que te lo dije. Belaura se enderezó en el asiento girándose hasta encarar con él.

—Y digo yo… Tú por qué has ido.

—Sobre todo, porque era mi obligación.

— ¿Y lo mío qué es? ¿Deporte?

—Pero de querer tú yo habría hecho que te relevaran.

— ¿Tú crees? ¿Así de fácil?

—Ah, no sé. Eso dependía de ti.

—Tú sabes que mi función en la flota también es la de comandante, y que no puede realizarla cualquiera. Se necesita mucha experiencia y estar al tanto. Eso no se adquiere de la noche a la mañana.

Calíguenes se encogió de hombros.

—Muy bien… —Se quedó mirando al techo—. Pues Shímpfatos, es diferente. Sorprendente diría yo. Bien poco se parece a Shim.

—Abundarán en él los paisajes nevados, verdad. Y con muchos hábitat.

— ¿Nevados? Helados, y muy helados. Tanto como no te imaginas.

— Y entonces… Siendo así, ¿de qué sobreviven?

—Poseen una especie de hábitat naturales.

—Pero eso es una contradicción.

—Qué va. Se las apañan para calentar la tierra. También disponen de un sol artificial. Y sus ciudades, pese a no ser muy diferentes a las de Shim, pueden cubrirse a voluntad y quedar protegidas.

— ¿Y sus mujeres?

—Pues como todas las zirdal. Patilargas y desgarbadas.

—También habría shímpfatas…

—No muchas. Incluso eran más las que iban con nosotros.

—Por lo menos…

Calíguenes la miró a la cara.

—No estarás ya con lo mismo de siempre…

— ¿Yo…? —se echó a reír—. Ya no somos los que éramos, hombre. Pero a saber… Eso tú sabrás.

—Pues lo mismo te digo, y por lo mismo. Belaura sonrió.

—Anda, después me cuentas el resto, eh. Ahora, nos vamos a descansar, a que sí.

—A descansar… Un descanso un tanto ajetreteado, no.

Ella se echó a reír, y levantándose salió con prisas para el dormitorio. Pero es que Calíguenes, cogido atrás de sus caderas, no le anduvo a la zaga.

Por la claraboya, un cielo cubierto de estrellas parecía que acechase con sus mil ojos de luz, y sobre las construcciones del otro lado, las terrazas a oscuras guardaban su negro secreto que afuera nadie podría deslindar. La luz remanente en los tabiques era mínima, porque ella bajó el regulador a tope. No obstante, la penumbra en la alcoba se difuminaba en suave claror, que resplandecía en cualquier punto.

—No decae su fogosidad, mi comandante —dijo ella complacida.

—Ande que la suya, mi segunda de a bordo…—Le cogió la mano— Oye, y los niños…

—Qué tendrán que ver los niños ahora. Ni que los tuviese debajo de la cama.

—No si tú…

—Yo, qué…

—Pues que no parece importarte donde puedan estar.

—Ya lo creo. Por eso que no los he llamado. Para que lo sepas, están con los tuyos.

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