Los dos hombres les inspiraron confianza. Comenzaron a gesticularles, pues lo que hablaban, no había modo de entenderlo. Gesticularon a su vez los dos extraños, y hasta revolvían sus cosas por el suelo, tratando de explicarse. Pero sus gestos, nada expresivos, no ligaban con los de ellos: Lo que sí que quedaba claro era, la buena disposición por ambas partes. Sus analogías eran tantas, que de no mediar aquellas fútiles diferencias, hubiesen pasado los unos por los otros sin ningún conflicto. Hasta sus vestimentas eran parecidas.
Belaura pensó: tanta ida y tanta venida, para esto… Para no concluir en nada… Otro tanto se decía él: pues vaya una sorpresa, si parece que sean los vecinos de al lado…
Y tuvieron la cierta sensación, de que los otros pensaban lo mismo. Tal era la concordancia y la familiar atmósfera, que los imaginaron en su vida cotidiana, como en un sueño. Sus imaginaciones fueron tan vívidas, que no dudaban de que fuesen ciertas. Viajaron en sus pensamientos, por un mundo y unos espacios deliciosamente apetecibles. Constataron tecnologías tan simples y sencillas en su magnitud, que añoraron irse con ellos.
Pero ninguno caería en esa tentación. Más concluyente encontraron lo de, cada oveja con su pareja.
Visto lo que el encuentro daba de sí, y como quien no quiere la cosa, los dos homólogos se despistaron, entretenidos acá y allá, que parecían estar jugando. Por unos momentos observaron el alrededor, y sin más protocolo, recogieron sus bolsas y subieron al vehículo.
Belaura, atónita, quedó sentada sobre un tronco, muy estirada y seria.
— ¡Eh, despierta! No te duermas —Le tocó el brazo Calíguenes.
—Pues casi… Has visto qué misterio. Y qué falta de educación.
—Y qué.
—Pues eso. No ves… se van y se vienen como si nada. Sin una despedida o un mal saludo.
Calíguenes se sentó a su lado.
—La educación la conocemos nosotros. Es algo nuestro, porque lo necesitamos. Ellos a lo mejor no.
Belaura lo miró extrañada.
—Qué menos que eso. La convivencia necesita de unas normas.
—Y tú qué sabes. Estas gentes no se despiden, porque no será su costumbre. Quizá no lo necesiten. Al parecer, siempre están en contacto entre ellos.
Belaura se encogió de hombros.
—Estarán los que estén, y cuando estén.
—Pues yo creo otra cosa. Al parecer, estos disponen de un sexto o séptimo sentido del que nosotros no disponemos. Son capaces de estar interconexionados a voluntad, aunque no se hallen en el mismo sitio. Posiblemente sientan y gocen de su presencia sin verse, oírse ni palparse.
—No entiendo lo que dices. Pero de todas formas, cómo van a hacer eso conmigo.
—Ni contigo, ni conmigo. Aunque también algo de eso pueda haber en nosotros. Su forma habitual de relación a lo mejor es esa, la que acostumbran. Ya no sabrán otra.
—Cómo lo sabes. ¿Es que tú lo has visto?
—No. Pero por las noticias que tengo y lo que hemos visto, he llegado a esa conclusión. Ese lenguaje tan entrecortado que utilizan, quizá sea porque lo alternen con transmisiones del entendimiento. Lo mismo que nosotros alternamos las palabras y los gestos.
Un grueso cordón de nubes, da un traspié al impecable azul, que baja pintado el cielo sin un mal borrón. Las ventanas de la nave, dejaban ver en parte el interior, pero a aquellos individuos no se les veía en absoluto.
Pese a la vegetación el calor era intenso. El sol flameaba sus aros de alucinado, decidido en su derroche de luz. Aquel extraño vehículo seguía inmóvil, al parecer esperando. Si los esperaban a ellos, iban a tener todo el tiempo, pues no pensaban seguirlos. ¿Con qué fin?
—Me parece a mí, que estos se las saben todas —dijo Belaura.
— ¿Por qué lo dices? Ningún mal nos hacen.
—No sé. No me refiero a eso.
—Pues qué, entonces.
—Siempre van por delante de nosotros.
—Es normal, son nuestros anfitriones. Conocen su casa mejor que nosotros.
—Y quién te dice que sea su casa.
—Por lo menos están aquí antes. Sé a qué te refieres; como si nos adivinaran el pensamiento, no. Y eso parece. Si han desarrollado esa forma de comunicación, si incluso pueden generar electricidad en su organismo, lo mismo podrán percibirla. Puede, que hasta sean capaces de hacer verdaderas descargas al exterior.
— ¿Cómo el pez eléctrico…? Pues dará gusto de tocarlos. Calíguenes, para mí, todo eso no son más que diabluras.
Él soltó una carcajada.
—Pero no pongas más pegas ya… —Los dos rieron—. Eso es cosa suya. A lo mejor, reciben y generan imágenes como nosotros los sueños, y la percepción, de esa forma, la sienten tan agradable como nosotros la música.
Al cabo, la astronave decidió partir. Se elevó tan en silencio, que ellos se dieron cuenta, sólo porque la estaban mirando.
—Bueno se acabó la película —dijo ella.
La mirada de Belaura hizo brillar el nácar de sus ojos, que arrastraron a Calíguenes por ver de verlos de frente, y sonrió, la boca sorprendida, como abducido a dos vivas esmeraldas, que reían. Belaura rió, el rostro casi pegado a Calíguenes. Él sintió cercano su calor y el olor de su piel, giró hacia ella, para atraparla contra sí, y sus labios se deslizaron por la mejilla hasta encontrar su boca. Ella le devolvió el beso.
—Oye, tú no eres Belaura.
— ¿Ah no…? ¿Y quién soy entonces?
—Pues eso, ¿cuál era tu nombre?
—Tú sabrás…
—Claro… tú eras mi amiga en el complejo.
— ¡Vaya! No me digas. Creí que lo sabías. ¡Qué sorpresa! Y mi nombre entonces… ¿era otro…?
—La verdad que no lo recuerdo, o no me lo dijiste.
— ¡Que farsante! Estabas tan ocupado de ti mismo, que ni me preguntaste el nombre.
—Compréndelo… fue tan fugaz… Y yo soy tan despistado… ¿Y porque tú no me has dicho nada?
—Pues porque creía, que el señor pasaba de mí olímpicamente. Siempre ha habido ricos y pobres.
Él se echó a reír.
Belaura se quitó una bota, y comenzó a golpearlo, hasta que Calíguenes se defendió.
— ¡No Belaura, no! ¡Yo te quiero!
Sólo entonces, ella se sosegó.
— ¡Valiente monigote!
Se quedó mirándolo de pie, con la bota en la mano. Luego echó a andar, y se alejó.
Iba dando bancaladas, con el pie descalzo, y de pronto se detuvo.
— ¡Calíguenes, ven a ver esto!
— ¡Qué es! —Él estaba sentado de espaldas, dando vista a las naves.
— ¡Nuestros amigos han olvidado algo! ¡Mira, unos dados de marfil!
Calíguenes se acercó y cogió uno.
—Esto no es marfil. No se parece a nada que yo haya visto. Y están desnudos, nada tienen grabado.
Presionó el cubo entre sus dedos.
—Es muy duro —dijo.
El dado que tenía Belaura, repitió lo que él había dicho:
/Es muy duro/
—Qué cosa tan curiosa —dijo ella dándole vueltas—. ¿Será un juguete?
A su vez lo apretó con los dedos.
—Y es muy bonito.
/Y es muy bonito/
Se escuchó por el dado de Calíguenes.
—Esto parece un transceptor —comentó él.
/Esto parece un transceptor/
Los cubos no tenían los bordes en ángulo, sino curvados, y sus caras tampoco eran rectas. Redondas y abombadas, seguían con precisión las romas aristas. Sus alabeadas formas completaban los contornos, con total simetría.
—Parecen mágicos —dijo Belaura.
—No creo —Lo contempló en su mano—. Bien podrían ser, nuestro regalo de compromiso. ¿No mi amor? Para qué otra cosa. Puede que ellos lo supieran, y han querido tener con nosotros este detalle —Sonrió.
—Qué tonto eres —Salió corriendo hacia las naves—. ¡Y qué ridículo!
Calíguenes la persiguió, con parsimonia.
XXII
Tres hombres lo estaban esperando. Nada más subir, lo abordó uno de ellos, mientras caminaba.
—Los hemos seguido señor.
— ¿A quién han seguido?
—A esos hombres, señor.
Calíguenes se detuvo, y se encaró con su informante.
— ¿Por qué? ¿Quién les ha autorizado?
—Me parece que no me ha entendido, señor. Los hemos seguido desde aquí. Creemos que será de su interés. Venga.
Llegaron hasta una cámara. Se acomodaron, y uno de los ellos, puso en marcha una grabación, que de inmediato comenzó a reproducirse. En el monitor aparecieron otras tres naves, justo en el centro de mira del telescopio. La primera entró en imagen por un lado, y avanzó empequeñeciéndose hasta unirse a ellas. Ahora, las cuatro entraron en formación, ocupando los vértices de una invisible pirámide, y provocaron en el centro el encendido de un minúsculo sol. Su brillo eclipsó al conjunto, cuando comenzó a avanzar por el espacio. La alumbrada formación, se fue perdiendo en la lejanía, volteándose como una campana.
Calíguenes casi se sorprende:
—De esa manera ya se puede viajar, ya.
Las dos Estrellas volaban ya, de vuelta hacia el campamento. La I, iba tras la II, pisándole los talones. Calíguenes, desde su cámara, podía contemplarla por el acristalamiento. La mente se le había enredado en una revolera de recuerdos, que siempre se detenían donde estaba ella. Los vívidos pasajes de su niñez cobraban alma, sólo si Belaura estaba allí. La fue imaginando entonces, en cualquier episodio de su pasado, transformándola, y todo era distinto. Su historia era otra. Plena de luz. Qué distinto sería, si él hubiese sido capaz de retenerla.
Presionó su dado y habló:
— ¡Belaura!
Ella lo escuchó en el fondo de su bolsillo. Lo sacó, e hizo otro tanto:
—Calíguenes…
— ¿Qué te ha parecido?
—Ah… lo haces muy bien.
—Me estoy refiriendo, a la actitud de nuestros anfitriones.
—Ah, pues no sé.
—A que son buena gente…
—Así parece. Pero lo mismo sólo son apariencias.
—Puede ser. Mitad y mitad… como todo.
Ella tuvo una reacción inesperada. Lanzó el dado contra el suelo, con todas sus fuerzas. Al momento, saltó de su silla y lo recogió. Se había partido por la mitad. Lo estuvo observando. En su interior no había nada, era macizo. Presionó los trozos para encajarlos de nuevo, y la voz de Calíguenes se escuchó por duplicado:
/A qué juegas, Belaura/ /A qué juegas, Belaura/
Ella le respondió con voz trémula, y no halló respuesta.
De nuevo presionó y presionó, y habló y habló, pero el dado roto sólo repetía la voz de Calíguenes que la llamaba:
/ ¡Belaura! / / ¡Belaura! /
Esta vez sí que lo hizo a conciencia. Tiró los trozos con rabia, mientras decía:
—A qué iré a jugar…
El dado se partió de nuevo, y le devolvió sus propias palabras, por cuadruplicado:
//// A qué iré a jugar…
Ya no los recogió. Pero cuando lo hizo al salir, le repitieron por cuatro veces, lo que hasta entonces había dicho.
Belaura, enfurecida, dijo:
— ¡Qué misterio! Como todas sus cosas sean como esta, se las pueden quedar.
Los dos caminaban hacia el campamento, el uno al lado del otro.
Iban mirando a lontananza, sin saber que decirse. Fue ella la que rompió el silencio.
—Calíguenes, qué fatalidad.
Él, despistado, se volvió hacia ella.
—El qué.
Belaura sacó de su bolsillo los cuatro trozos blancos.
—Se me ha roto el dado.
— ¿Cómo que se te ha roto el dado…? ¡Tú lo has roto! Algo tan duro no se rompe por un descuido. A ver que lo vea.
Calíguenes cogió los trozos, y los encajó apretando con los dedos. Al soltar, el dado estaba intacto. ¡Las cuatro partes se habían soldado!
— ¡Demonios! ¡Que me maten si lo entiendo!
Comenzó a girarlo, y lo dejó caer al suelo. Luego lo recogió.
—Fíjate; como si nada hubiera ocurrido. Desde luego… en verdad que son mágicos.
Ya le habrá dado fuerte, ya —pensó.
Y fue a dárselo a Belaura.
Ella levantó las manos, y se echó para atrás.
— ¡No, a mí no!
—Pero mujer, sólo es en prueba de nuestro amor.
—Ni en prueba de nuestro amor, ni de nada. Tú te los guardas. Yo prefiero mejor un anillo.
XXIII
Aquella fue la primera salida a solas de la pareja. Habían deambulado toda la mañana por el campamento y sus alrededores, y a su término, cogieron la pequeña aeronave.
Volaron después un buen rato en todas direcciones, hasta tornar sobre el río por ver donde posarse. Ya desesperaban de encontrar ningún sitio libre de vegetación, cuando distinguieron aquel, junto a la orilla. Nada más divisarlo, Calíguenes dijo:
— Te voy a dejar que lo bajes. ¿Sabrás hacerlo?
— ¡Anda éste! Y mejor que tú. Pues no te faltan muchas horas de vuelo… Tú eres un novato comparado conmigo.
—Vale, vale.
Al decir esto, Calíguenes levantó sus manos de las palancas. El pequeño vehículo se desmandó, y caía hacia el río.
A ella se le mudaron los colores, y aferrada a los mandos, exclamó:
— ¡Pero qué haces, inconsciente!
La aeronave se elevó de nuevo.
—Buena chica. Te ha salido bordado.
— ¡Qué gracioso! Y si nos estrellamos…
— ¿Ah, pero crees que lo he hecho adrede?
Ella no salía de su asombro.
—Desde luego, eres único. Si es verdad lo que dices, a despistado no hay quien te gane. Muy buen piloto, sí señor.
—Para que tú veas —Le dio una palmada en el muslo.
Posaron el vehículo sobre un altozano que estaba junto a los árboles. Abajo, en un saliente del río rodeado de rocas, el agua se remansaba. Se sentaron al sol sobre la hierba.
—Belaura, tú no naciste en el complejo.
Ella volvió repentina la cabeza, arrastrando sus cabellos en abanico.
— ¿Cómo lo sabes?
—Alguien me lo dijo.
—Nadie sabía tal cosa. No, yo no nací en el complejo. Qué importancia tiene.
Calíguenes la apretó contra sí, y la besó en la mejilla.
—También me dijo, que tenías dificultades económicas. Ella rompió el abrazo, y lo miró a los ojos.
— ¡Vaya!, cuánto sabes de mí. Lástima que no supieras mi nombre.
—Sí, eso sí. No hubiese habido ningún equívoco. Sobre todo por tu parte.
— ¡Qué gracioso!
Calíguenes sonrió.
— ¿Cómo pueden pasarse dificultades en el complejo? Belaura estaba mohína.
—Tampoco creo que eso te preocupe mucho. Fue por culpa de mi padre. Él permanecería siempre en la Comunidad, nunca lo aceptaron en el complejo. Era alcohólico. No sólo no aportaba ningún ingreso, sino que gastaba todo lo que mi madre y yo podíamos reunir. Y cada vez más.
— ¿Nunca lo veías?
— ¿Qué no…? Cada dos por tres. Venía en busca nuestra desesperado, y habíamos de salir a las salas de viajeros para entrevistamos con él. Yo, la verdad, lo quería bien poco. Mi madre en cambio, lo amaba con locura. Fue por ella, por la que soporté todas las dificultades.
— Y qué pasó.
—Pues nada. Cuando ingresé en el transporte aéreo, mi madre se fue con él. No creyó que yo la necesitara ya. Pero se equivocaba. Por eso quise irme cuanto más lejos mejor. Y aquí estoy. A ellos no les va mal, dentro de lo que cabe. Él ha mejorado mucho, aunque tiene sus recaídas —Se quedó mirando a lo lejos—. ¿Necesitas alguna otra información?
—No Belaura. Ni siquiera la que me has dado me interesa. Me basta verte a ti y estar contigo, todo lo que eres lo llevas puesto, tus ojos lo pregonan. Eres una maravilla.
—Pues muchas gracias —dijo ella con ritintín.
Calíguenes se levantó, y la alzó a en brazos. Ella cogida de su cuello, comenzó a besarlo sin ton ni son.
— ¿No vas a bañarte? —le preguntó Calíguenes.
— Por qué lo dices. No pensarás tirarme al agua…
—Pues a qué hemos venido si no.
—Ya me bañé antes de venir. Yo sé lo que estas buscando…
— ¿Verte desnuda…? No creas.
Que no creyera que no, pues si él deseaba algo en aquel momento era eso, contemplarla como su madre la trajo al mundo.
Calíguenes desvió la mirada, por disimular sus deseos, y paseó la vista por la ribera y hasta el remanso. ¡No podía ser! Una pareja de 'extraños', totalmente desnudos, se movían en el agua. Calíguenes tardó en reaccionar.
—Belaura, mira quien hay ahí.
— ¡Oh! Pero si son de esa gente… Y están desnudos… —Se cubrió la boca con la mano.
— ¿Y te has fijado en sus espaldas?
Los dos sujetos lucían a ambos lados de la columna, sendas filas de lunares plateados.
— ¿Qué se suponen que son, Calíguenes? ¿Tatuajes?
—No creo. Más bien parecen, placas metálicas semiembutidas en la piel, y unidas entre sí.
Belaura tiró del brazo de Calíguenes, y señaló hacia la basé de las rocas, debajo de donde estaban.
—Y mira sus vestimentas.
— ¡Anda! Sus ropas tienen las mismas placas, y en la misma posición —Se quedó fijo mirándolas—. Parece que sean de un tejido especial.
La fibra de aquellas prendas, le pareció del mismo color, eso si no del mismo material que los famosos dados. Tejían dibujos geométricos, que a Calíguenes le recordaron un esquema electrónico.
—Ya te decía yo, que esta gente era algo diabólica.
—Bueno… ¿Y por qué? Parece que lleven en la espalda, algo así como unos electrodos de salida, que coinciden con otros de entrada en sus ropas. O al revés. Éstas parecen disponer de un sistema electrónico muy integrado.
—Ves como no poseen ningún poder natural.
—Esto no significa nada. De esa forma, puede que refuercen su propio sistema, para un mayor alcance o intercambio con máquinas. ¿Pero por qué no se lo preguntamos? —Sonrió Calíguenes. Ella pareció contrariada.
—Si hicieras eso… me pierdo de aquí y no vuelvo.
Los extraños parecían disfrutar a tope. Jugaban con el agua, entre bromas, y riendo. Calíguenes y Belaura se quedaron absortos mirándolos, y al poco, les pareció que los conocían.
—Pero si ese hombre es… se parece a mi padre —Belaura se quedó pasmada.
— ¿Tú padre?
—Qué extraño. Si no es él le falta bien poco.
—Oye, pues ahora que me fijo… ¿No es aquella mi madre? Y desnuda… No puede ser.
Recordó entonces, lo que Policrades les dijera sobre aquella gente. Miró hacia otro sitio, de nuevo a la pareja, y así varias veces, hasta que el parecido se desvaneció.
—Déjalo Belaura.
Ella seguía absorta, los ojos clavados en el hombre, y llenos de lágrimas.
— ¡El muy sinvergüenza! Y mi madre mientras tanto, a saber….
—No, Belaura no: Deja de mirarlos. Verás que no es lo que crees.
— ¿Que no es lo que creo? Como si no lo estuviera viendo…
Calíguenes la cogió por la cabeza, y la recostó contra sí. Al poco, ella volvía a mirar.
—Si no lo veo, no lo creo. Cómo he podido…
— ¿Te convences ahora?
Lo extraño era, que a aquellos dos no les importaba en absoluto que los mirasen, ni su presencia.
Ellos permanecieron aún sobre las rocas, y acabaron por olvidarse de los bañistas. Aparte de aquello, nada raro se les veía.
Al poco, él quedó dormido. Ambos se habían tumbado en la hierba, Belaura pensativa mirando al cielo.
— ¡Eh, despierta! ¡Qué horas son estas de dormir!
Calíguenes se irguió sobresaltado.
— ¡¿Belaura, eres tú?!
—Claro, quién voy a ser.
—Qué mal sueño he tenido.
—Pues no será porque hayas dormido mucho.
—He soñado, que ese hombre había muerto. Y por culpa nuestra. Sus compañeros estaban a nuestro alrededor, y nos hablaban.
— ¿Y en que lengua podrían hablarnos…? Sólo es un sueño. Ya ves que no es verdad.
Calíguenes no le prestaba mucha atención.
—No escuchaba palabras. Era una sensación parecida dentro de mí, y que yo interpretaba como palabras. Esto es lo que decían: "Somos el pueblo Shímpfato, originario del mundo Shímpfatos. Nuestra biología es equivalente a la vuestra, pero no somos vuestros hermanos. Provenimos por génesis, del Astral humano en nuestro mundo. Por vuestra causa, uno de los nuestros ha muerto. Esto no es tolerable. Por eso os recluimos, pueblo cercano, durante diez estaciones, en el circulo equivalente a un décimo de giro del planeta, Sólo su espacio en vertical os quedará libre". Se acabó el sueño.
—Anda Calíguenes, vámonos de aquí. Olvídate de esas cosas.
Ambos se levantaron.
En aquel momento, el hombre shimpfato estaba empiconado en una roca. Al parecer, pretendía lanzarse al agua. De pronto, resbaló, y comenzó a emitir unos destellos eléctricos crepitantes, recuperando de nuevo el equilibrio. Belaura, al ver aquello, se puso como histérica, y no pudo evitar reír a carcajadas sin ningún control. El shímpfato la miró, y cayó, despeñándose sobre las rocas. Había muerto.
TERCERA PARTE
XXIV
El sueño de Calíguenes vino a realizarse casi en seguida. Tal extravagancia no le aportaría mucho más, que la confirmación en vivo de la misma sentencia. El extraño vaticinio se cumplía.
Tras el suceso, comenzaron a llegar shímpfatos con tanta premura, que más parecían surgir bajo los árboles como por ensalmo. La siniestra formación flanqueó el remanso, y la franja de arena junto a la orilla quedó copada. Unos llevarían al finado hasta los bosques, y los demás vinieron hacia la pareja, rodeándolos. Ante aquel agobio de los llegados, cualquiera diría que nunca se vieran en otra.
Belaura, en su incertidumbre, se cogió a Calíguenes y él hizo otro tanto, que ninguno de los dos esperara tal divertimiento. Él volvió a abrumarse de palabras extrañas, y en su interior resurgían iguales las razones del sueño, mientras que ella, temerosa, no parecía prestarles más atención, sino mirarlos de hito en hito y soportar confundida su hablar sentencioso.
Aquella danza no duró más, ni se entretuvo, que los cirros que avanzaban sin tregua por el cielo, como contrapunto al verdor del paisaje, pletórico de luz y de penumbras.
Al fin se fueron.
Ambos quedaron inmóviles viéndolos bajar, pasar junto al río y desaparecer bajo los árboles.
Vaya una gente. Quién podía tomarles cuenta. Belaura se dejó caer al suelo.
— ¿Qué tal estás, Belaura?
En calma ahora tras la tormenta, ella parecía desmadejada.
—Yo qué sé. He pasado tanto miedo…
Calíguenes la miró a los ojos.
— ¿Qué te ha parecido el dichoso mensaje?
— ¿Y qué puede parecerme, si nada he entendido…? Pero tampoco es que haga falta. Pese a todo han sido elocuentes, y bien han logrado que me sienta culpable. Me es fácil entender, que por mí ellos nos recriminan, pese a que nada he hecho, que yo sepa. Y lo peor de todo: ni siquiera se lo hemos objetado.
—Para qué. Ni nos entenderían. Pero sí creo que entienden, quizá mejor que nosotros, cual es nuestro sentimiento. Que no quiere decir que lo compartan.
—Pues el mío no puede ser más desastroso. Otra cosa sería si pudiese excusarme o hablar con ellos. Tampoco lo hice adrede, no. —Claro que no. Pero ellos no lo ven como nosotros.
Ahora sí que estaban a solas, que no era lo mismo que en paz ni sosegados; y todo, pese a aquel falso recogimiento, cuya soledad ahora, sólo les parecía aparente. Se les había aguado el paseo, y todo el solaz que les prometía fue a tomarse en desazón. En mala hora fueron a dar con aquel sitio. Que a lo mejor no había otro, vamos. Vaya un acierto.
Cómo podrían permanecer ya allí. De repente, aquella panorámica ante ellos, tan exultante, les parecía lúgubre.
—Maldito lugar —dijo ella.
—De todas formas, quizá fuera bueno quedarse un poco, por si las moscas. A lo mejor vuelven y recapacitan.
— ¿Tú crees…? Éstos, con tanto poder mental que se les supone, no dan más muestra de sentimiento que la que pueda dar un robot. O sea, ninguna.
Calíguenes ladeó la cabeza y miró hacia el remanso.
—Di mejor que no les sería posible. Lo mismo nos pasa a nosotros respecto a ellos. Para sentir con alguien o hacia alguien hay que ponerse en su lugar, y ello es difícil si no se le comprende.
—Pero somos tan parecidos…
—Seguramente. Ellos por su casa y nosotros por la nuestra.
Calíguenes no podía admitir, que por ser extraños fueran mejores ni peores. Le vino al pensamiento, que quizá los shímpfatos poseyesen (por qué no, si parecían tan avanzados), una máquina, capaz, no ya de traducir las lenguas, sino las formas de conducta o la biología misma. A lo mejor sintonizaran con ella hasta lograr una base de encuentro. Y a partir de ahí ya podían entenderse, y pronto. De lo contrario, vete a saber el tiempo que necesitarían.
Pese a todo, en eso sí que era experta la especie humana. Sólo había que fijarse en las modernas máquinas, que como interlocutoras casi hacían las veces de los humanos. Pero mucho se temía, que el obstáculo a salvar no sólo fuera la lengua, sino la forma misma de comunicación. O peor aún, el cómo la concibieran ellos. Ni la máquina más perfecta podría descifrar una cosa así. Sin embargo, confrontar máquina con máquina, aún cada cual con su distinción, quizá fuera interesante. Una por parte de los extraños, otra por parte de ellos. Puede que lograran descifrarse entre sí, y con más rapidez sin duda que lo harían dos individuos de carne y hueso. Del resultado de su interacción y el acoplo de sus redes informáticas, quizá surgiera la simbiosis que precisaban. Una base de partida.
— ¿Qué estás pensando, Calíguenes? ¿Por qué no nos vamos?
—Qué remedio. Permanecer aquí como dos insensatos, poco sentido tiene ya; que éstos para no venir no se tardan —miró su reloj—. Buscaba en mis pensamientos como alcanzar una forma de sinergía con nuestros anfitriones.
— ¿Sinergía? ¿En tus pensamientos?
—Eso mismo. Un traductor integro. Me planteo la posibilidad de una traducción entre especies. Algo o alguien capaz de compenetrarse con ambas a la vez. Un puente.
—Qué cosas… Pues vaya un interés que te tomas. Yo con esos, ni a misa.
Por más que les apetecía con aquel calor, ni hicieron por ir hasta el agua y refrescarse. La humedad era sofocante, y provistos de aquella vestimenta aún más. Muy adecuada sería para el vuelo, que les era imprescindible, pero fuera de ahí sólo les entorpecía.
Pese a aquel desamparo, al menos su fiel vehículo no los abandonaba, sólo faltaría eso. Subieron a él, que despegó con todas las de la ley, y voló seguro y sin complejos, alejándose.
Plácido en su asiento, Calíguenes iba absorto en la pantalla, y en como los testigos de vuelo parecía que dibujasen un croquis multicolor. Las líneas se entrecruzaban para esbozar un jeroglífico que sólo la máquina podría resolver. Lo bueno era, que entre tantas, sólo les incumbiría la última remarcada.
—No es bueno dejarse llevar de las emociones —dijo de pronto—. Bien está que se sientan y sean como un revulsivo que nos transforme. Pero hay que darles salida. No podemos quedar en estado de shock permanente.
Ella dio un puntapié a la rejilla del aire, hizo un gesto despectivo, y miró al cielo sobre el parabrisas.
— ¡Menudo shock! Con esta gente, lo mejor que puedes hacer es darles de lado. Menuda intimación.
—Es preciso negociar, Belaura. Un choque de culturas siempre es problemático. Y tampoco podemos quedar indiferentes, vamos en el mismo tren.
—Claro. Y si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él, no.
—No tergiverses las cosas. Este pueblo, ni es nuestro enemigo ni está por encima de nosotros. Sencillamente, los dos estados de evolución son distintos. Seguro que ellos también tienen sus dudas respecto a nosotros. Y el mismo problema. No son ningunos dioses.
Al cabo, el tiempo comenzaría a alargárseles como si fuera de goma, de ansiosos que iban por llegad al campamento, y ante aquel horizonte pertinaz, que se extendía verde y azul sin más compostura. Tras de aquella rutina, divisaron en la lejanía dos aeronaves. Sus cubiertas metálicas brillaron como espejos, y al instante se perdieron sobre las montañas que ahora emergían por el horizonte.
—Enemigos a la vista —dijo Calíguenes.
—Te gusta hacerme en que entender, eh.
—Te estoy hablando en serio. Son naves extrañas.
—Pues mira qué buen ojeador. Ojalá tengas tan buena vista y no te equivoques con ellos.
Calíguenes la miró sonriendo.
—El que yo nos los vea como enemigos, supongo que no será para ti un inconveniente.
— Seguramente. Ni que yo fuera una masoquista.
Él rió con descaro.
—Pues eso. Pero un poco pesimista sí que eres. Al menos en lo que a esto se refiere.
—Y no es para menos. Cómo puedo pensar bien de quienes consideran que yo asesino con mi risa.
Calíguenes volvió a reír. Al tiempo dio una palmada en el muslo a su compañera.
—Qué gracioso —dijo ella quitándoselo de encima—. Pues a mi no me hace ninguna gracia, eh. Ni creo que la tenga.
—Ya lo sé mujer —Acarició su rostro con el dorso de la mano. Sé cómo te sientes. Sólo trataba de quitar hierro al asunto. A mal tiempo buena cara.
Poco podía faltar para el campamento. Al menos la raya roja de navegación estaba a punto de extinguirse. Habían enmudecido de pronto, pero sus rostros largos y serios iban pregonando, que no las llevaban todas consigo.
—No quiero ni imaginarme cuando todos se enteren'—dijo ella…
—Pues por mí no tengas cuidado, que no pienso decir nada.
—Y si ya lo saben…
—No creo. Y de saberlo bien pocos serán. Estas cosas no han de quedar del dominio público.
El rostro de Belaura estaba enrojecido de la irritación, y se mantenía tiesa y envarada mirando a ningún sitio.
—Es que hay que ver … Me pongo a reír, por no llorar, cuando veo aquel fantoche soltando chispas como un demonio; y luego resulta, que yo soy la culpable de su desasosiego. Y de su accidente. Que otra cosa no fue. En cambio, él no tenía culpa alguna por provocar en mí aquel estado, de ninguna manera… Igual yo hubiese sido la accidentada de encontrarme en un mal sitio.
—No le des vueltas a eso, mujer. Ese no es el quid de la cuestión.
— ¿Que no? ¿Cuál entonces? ¿El que ellos puedan imponer o no su unta voluntad?
—Tampoco. Se trata de un malentendido.
—Pues no parece que tuvieran reparo alguno al afirmar lo que afirmaron.
—Con lo de malentendido, no sólo me refiero a esto, que es un caso particular. Quiero decir, que entre ellos y nosotros no hay un buen entendimiento. Sus pautas de actuación y las nuestras son distintas. Puede que ellos den importancia a lo que nosotros no damos, y que le encuentren razón a lo que vemos absurdo. Que sean gentes muy seguros de sí mismos y muy metódicos, o que posean un autodominio de la forma más natural.
—Con más razón. Deberían de entender que otros no lo sean.
—A lo mejor nos sobrevaloran en ese sentido. Pueden pensar que ciertos comportamientos, inevitables para nosotros, no son inconscientes sino voluntarios.
—Pues si así fuera, vaya unos socios más competentes.
La pequeña aeronave tomó tierra. Las cubiertas de fibra gris de las construcciones, cumplían su cometido de no reflejar todo el sol ni absorberlo en demasía. Eso iba bien para un clima templado, pero en aquel fogatín… Mejor hubiesen cumplido de color blanco, o relucientes como un espejo. Sin embargo, a nadie vieron a la intemperie, ni siquiera bajo las sombras. Tampoco echaron en falta ninguna de las naves.
Al menos, una cosa sí era segura, que nadie esperaba para recibirlos.
Calíguenes volvió a hablar:
—Si queremos convivir con nuestros socios, es preciso el conocimiento previo. Y como te dije, una clave de comunicación se nos hace imprescindible.
— Entonces… ¿Si son tan listos, cómo se explica que ellos no la hayan conseguido todavía?
—No me negarás al menos, que lo han intentado.
XXV
Desde luego, que ir de un extremo al otro de la Estrella para llegar hasta el comandante, era más que un paseo. Tampoco iban a pararse por coger un porteador. Al fin y al cabo, mientras andaban tenían más tiempo para hacerse a la idea.
— ¿Tú crees que habrán venido hasta aquí?
—Cómo quieres que yo lo sepa. Y lo mismo nos va a dar.
— ¿Y tu padre?
—Por él no te preocupes. No es tan fiero el león como lo pintan.
Si lo sabría ella… Pero la verdad que no había tenido la ocasión de comprobarlo. Nunca hubo entre ellos un mal contratiempo. No lo podía negar, estaba temerosa de lo que aquel incidente le significara.
Subieron en ascensor y anduvieron de nuevo hasta la sala de mandos. La puerta estaba abierta.
Nada más entrar, lo vieron al fondo, recostado en un sillón, frente a las ventanas, y embebido en sus reflexiones. Él los miró de reojo cuando se percató de su presencia.
— ¿Ya estáis aquí? Poco habéis tardado.
—Que nos estabas esperando, verdad—dijo Calíguenes.
Aldés Zarela se volvió hacia ellos, y comenzó a girar entre sus dedos un lápiz.
—Esa gente nos han hecho una visita. Si venís un poco antes os topáis con ellos —dijo.
Y mucha falta que nos haría eso —se dijo Belaura—. Al menos yo, lo estaba deseando.
Que lo hubieran hecho era lo lógico. Así debía de ser. Nada les extrañaría aquello a los dos jóvenes. Bien que les confortó, y ese peso que se quitaban.
Belaura pareció distenderse, aun a sabiendas de que la tormenta no había empezado.
—O sea, que ya lo sabes —dijo Calíguenes.
— ¿Y qué es lo que habría de saber exactamente? Porque todavía no me aclaro mucho.
—A qué han venido ellos si no —repuso Calíguenes.
—Desde luego que yo no los he llamado. Y espero que me lo aclaréis. No soy yo el responsable de este asunto sino vosotros, y por las apariencias, que no me parece una minucia.
—En eso te equivocas, y se equivocan ellos.
—Puede. Pero por lo que he podido comprobar, incluso hay un muerto de por medio. Y lo más grave, es uno de ellos.
—No me digas que lo han traído hasta aquí.
—No ha sido necesario.
Belaura no pudo contenerse y se decidió a hablar:
Con todo lujo de detalles contó al mayor lo ocurrido y aun le añadió de su cosecha. En cuanto hubo acabado, Aldés Zarela achicó los ojos y la miró sin pestañear unos momentos eternos.
— ¿De verdad de verdad, que fue así? ¿No hubo intención alguna por tu parte?
—Al menos no conscientemente, que yo sepa. Quién mejor que yo puede saberlo.
—De todas formas no debiste perder el control. Comprendo que tal emotividad es comprensible en una mujer, pero la delicadeza de un encuentro así requiere de mucho temple. No quiero decir con esto que tú no lo tengas. A lo mejor algo personal se te interpuso.
—Y si fuese como dice… qué pasa con eso. Nadie puede controlar así como así su subconsciente.
—Cierto. Pero si es posible huir de las situaciones que puedan descontrolamos.
Ella calló y Calíguenes vino a relevarla:
—Si hubiésemos de reprimirnos cada dos por tres por cosas así, acabaríamos inmovilizados. Menuda cruz. Por lo que yo entiendo, estos shímpfatos no nos conocen mucho que se diga. Y lo mismo nos pasa a nosotros.
Aldés Zarela se puso en pie y comenzó a pasear ante ellos.
—He podido comprobar por mí mismo lo que acabas de decir. La primera vez que los veo. Pero ha sido suficiente. Desde luego, mal podíamos comunicamos, ni lo habríamos hecho siquiera, con ese raro lenguaje que se gastan. Para mí, que un sordomudo es más elocuente. Vamos, no me hubiesen entendido ni cogiéndolos del cuello. Algo inexplicable. Sin embargo, en mi cabeza sí que me aclaraba y parecía adivinarlos. No andarían ellos muy ciertos, cuando, al cabo, hicieron materializarse ante nosotros una especie de teatro o película, que los dos ayudantes de transmisiones y yo, nos creímos transportados al lugar mismo de los hechos. Pero lo asombroso era, que no llevaban consigo ningún elemento proyector ni medio alguno de reproducción .
— No nos dirá., que en tan poco tiempo hicieron tanta pesquisa. ¿Y cómo puede ser, si allí no había material de grabación de ningún tipo, ni nadie estaba al tanto de lo que iba a ocurrir? —inquirió Belaura.
—Eso mismo me pregunto yo. Pero aquello, más realista no podía ser. Pude veros tan en vivo como os veo ahora. Igual que a aquellos dos en el agua y los que vinieron a continuación. Eso sí, desde unos ángulos muy forzados y en tomas de lo más improvisadas.
Calíguenes acabó por sentarse. Y de no estar ante el mayor, quizá Belaura también lo hiciese. No correspondía a ella tal privilegio. Aldés Zarela se lo otorgó:
—Puedes sentarte si quieres.
—Gracias señor —Se dejó caer confortada, justo al lado de Calíguenes—. Y entonces, ¿qué opinión le ha merecido el supuesto asesinato?
—No digas eso ni en broma. Una fatalidad. Aquel desventurado se sorprendió de ti, tanto como tú de él. Y por parte de ellos, yo sólo puedo pensar en que hubo una mala interpretación.
—Y la sentencia… —terció Calíguenes.
—Nada que no pueda arreglarse.
—Pues no parece que sean gentes indecisas estas, eh.
—Tenemos todo el tiempo del mundo para llegar hasta ellos y hacer que nos escuchen.
—Eso sí… A propósito, que te parecería el hacemos valer de nuestra traductora.
— ¿Te refieres a la máquina de la lengua…? Tengo mis dudas de que eso sirva para algo. Si sólo se tratara de palabras…
—El programa puede perfeccionarse. También podemos incluirle imágenes.
—Demasiado simple a pesar de todo. Los pensamientos se componen de muchas más cosas. Y a saber en cuales de ellas repararán más. Quién sabe en realidad cuántos sentidos existen.
—Pero las imágenes generan muchos conceptos. No creo que los shímpfatos sean tan cerrados, que no sepan rellenar las lagunas que les pudieran surgir. Y también ellos nos aportarán lo suyo. Nada perderemos por intentarlo.
—Bueno. Por mí… —Zarela se volvió hacia la muchacha—. Tú qué le dices a eso, Belaura.
No, yo no. Nada entiendo de esas cosas. A mí me gusta volar, pero no tanto. Prefiero hacerlo confiada cuando la ruta está abierta. Calíguenes rió.
—Pero mujer…, tú opinión a nada te compromete.
—Puede. Pero más vale prevenir —Hizo una pausa—. Por si las moscas.
El mayor Zarela se excusó y abandonó la sala.
—Casi seguro, que ya ni te acuerdas de los dados. A que no.
—No me digas que aún los conservas.
—Por supuesto.
—Y qué… Todavía están enteros…
—Ya lo creo.
Calíguenes se arrimó a ella.
—Amor mío, cuanto te adoro… Déjame coger tus manos.
—Eso es… Un sitio muy adecuado éste para hacer manitas. Qué cumplido.
Él comenzó a reír.
—Toma, y desengáñate por ti misma. Y no olvides que lo que te doy es una prueba de mi amor —Puso algo en su mano e hizo que la cerrara con fuerza.
— ¿Qué es?
—Ante, quiero preguntarte una cosa: prometes serme fiel y amarme todos los días de tu vida.
—Te lo juro —contestó con cierta decencia—. ¿Y tú? Prometes serme fiel, amarme, y no engañarme como lo haces ahora, todos los días de tu vida.
—Sí qué lo juro. Pero el juramento no es ese.
—Querías quedarte conmigo, eh. Ya estoy curada de espanto, hombre —Abrió la mano y dejó ver los dados.
—Muy astuta… Pese a todo, has caído en mi trampa, muchacha.
—Ya verás tú qué trampa. Pues no hace ya que caí en ella. Y que lo hice con sumo gusto.
Calíguenes cogió los dados y apretó uno entre sus dedos. Al momento comenzó a reproducir lo que habían dicho desde que ella comenzara a presionarlos dentro de su mano.
Belaura se puso lívida.
— ¡Maldita sea! Eso no Calíguenes. Sabes que no me gustan las bromas de estos chismes.
—Pues te gusten o no, desde ahora quedamos comprometidos formalmente ante ellos, con nuestro juramento.
Belaura se encogió de hombros.
— Con tal de que tú te los quedes…
—Pero eso no puede ser. De qué servirían entonces… Yo podría negarlo todo destruyéndolos.
—Eso será si puedes.
—También los puedo ocultar —Forzó una sonrisa—. Desengáñate, la gracia está en que cada uno tengamos el nuestro. Y si no te gusta oír lo que dicen, no tienes por que escucharlo.
Belaura sonreía de una forma maliciosa.
—Si sólo es eso… Pero en adelante, ni quiero dados ni cubiletes, que a mí me gustan las cosas al natural. Bastantes son ya los artificios que nos traemos.
Y para sellar sus buenas intenciones, se abalanzó sobre él y comenzó a rebuscárselas, que las suyas bien encontradas y prestas que las tenía.
Un prolongado beso los enajenaba, cuando el mayor cruzó la puerta. Disimuló un carraspeó, y viró hacia los archivos, como si buscara algo.
—Bien está lo que está —dijo.
Los dos se azoraron, creyendo ser causa de aquel aforismo.
Aldés se acercó.
— ¿Has visto ya a tu madre?
Otra que les vino por el mismo lado. Calíguenes no reaccionaba. A qué vendría aquello de ver a su madre.
Belaura puso cara de buena persona y Calíguenes bien poco que sacaría con mirarla.
—Por qué dices eso.
—Pues por qué… Desde que las trajiste, sólo una vez las has visitado. Es lo que ellas me han dicho.
— ¿Es que he tenido tiempo?
— ¡Pero hombre de Dios! No tendrías que ir solo necesariamente, puedes ir con ella.
Calíguenes se quedó estupefacto.
—Esto sí que tiene gracia. De modo, que yo necesito que alguien me acompañe. ¿O te refieres más bien, a que ella absorbe mi tiempo?
—Ni lo uno ni lo otro. Ellas nos necesitan. Se sienten aisladas, porque saben que no deberían haber venido. Les costará sacárselo de la cabeza. Deben de relacionarse.
—Vaya por Dios. Eso sí que no lo sabía.
—Tú desconoces muchas cosas. Tiempo tendrás de aprenderlas.
La fugaz mirada de Aldés hacia la copiloto, hizo reflexionar a Belaura, que se sintió orgullosa, de que su superior tal vez la considerara como ejemplo a seguir.
—Disculpe señor. Por lo que a mi se refiere, no escatimaré ningún esfuerzo en ese sentido.
—Gracias —Se volvió hacia el hijo—. Ya sabes que lo de la traductora no debería demorarse. En tus manos queda.
—Descuida.
XXVI
Todo aquello le venía rondando en la cabeza casi desde que llegaron. Aldés Zarela sabía, que de tener éxito la expedición, antes o después habrían de planteárselo. Lo contrario hubiese significado el retorno porque el viaje no cumplía sus expectativas.
Los días de la Conciliación quedaban muy lejos en el tiempo. A su amparo, los bloques continentales buscaban atajar de una vez por todas, un peligro común: el deterioro del medio. Aquellas uniones de países se decían continentales, en el sentido de la cierta uniformidad de pueblos con cuna en tan grandes territorios. En realidad, no se ajustaban del todo con aquella acepción. Los conflictos de identidad de algunos de sus miembros siempre estaban presentes, y la Conciliación tampoco sería la panacea.
Con el acuerdo una Comunidad federalista vino a globalizar los viejos sistemas. La especie humana quedaba constituida ahora como un sólo pueblo. Pese a singularidades propias de cada federación, el conjunto se integraba con soltura en lo que dio en llamarse la postdemocracia, que en realidad no era otra cosa, que el mismo sistema más tecnificado. Fue al cabo de unos años, que la Comunidad parecía atascada en su propio convencionalismo, cuando la Asociación Libre de los Complejos vio la luz.
Aun tan distantes de su mundo de partida ahora, los expedicionarios dependían jerárquicamente da la Asociación Libre, y por tanto de la Comunidad. No obstante, de permanecer en el nuevo mundo, la barrera del tiempo desbarataba tal relación.
Aquel congreso tan particular, estaba reunido sobre la plataforma, muy cerca de la sección de mando, porque celebrarla en el interior habría sido sofocante. Con no ser muchos los congregados, eran más que suficientes para sentirse angustiosos dentro de una sala. Tampoco el mayor Zarela lo quiso. Hubiese parecido tal vez, urca reunión al dictado suyo. En aquel sitio, al aire libre, dando vistas al campo de la nave, era distinto; un emplazamiento neutral.
El techo de la Estrella II aparecía parcialmente replegado. Lo justo para que el sol inundase el recinto y su zona verde. A lo lejos las compuertas de acceso desde el exterior se veían levantadas. Muchos iban y venían, o vagaban por los carriles, cada cual a lo suyo. Nadie daba muestras de estar pendiente de los congregados, que desde abajo, lo mismo los vieran como a curiosos mirando el paisaje.
Tomó la palabra el mayor, que no se anduvo con presentaciones.
— La cuestión está muy clara: de establecernos en esta tierra de forma permanente, se hará imprescindible un sistema propio de gobierno. Ya no sería válida la autoridad de una sola persona y de sus mandos. Mi misión en este sentido terminaría aquí, parar yac: ocuparme sólo de mis obligaciones. Si decidiésemos volver, huelga decir que todo está cumplido. De ocurrir ambas cosas, como es lo lógico y correcto, o sea que unos queden y otros vayan o vengan, el sistema que establezcamos, habría de conservar los principios que nos relacionan con el viejo mundo. Con las excepciones lógicas.
Uno de los representantes alzó la mano.
—Señor. ¿No sería conveniente esperar a qué nos dicen desde la Tierra?
—Ojala. ¿Cuántos años cree, que serán necesarios para una sola comunicación…? Bastantes. Y si hubiera que aclarar algunos puntos… ¿cuántos más habría que añadir?
—Tampoco estamos en ningún reventadero.
— ¿Que no? Por ejemplo, por fijarme en mí, para entonces yo sería un carcamal. ¿Hasta cuánto nos habríamos multiplicado para esa fecha? Las fricciones entre nosotros surgirán por mucho que no queramos. ¿Y la relación con nuestros anfitriones?
— Todo eso debió de preverse desde el principio, no cree.
—Naturalmente. Y así se hizo. Se nos proporcionó todo un programa de ordenanzas en este sentido. Habremos de organizarnos ahora a partir de ellas a nuestro criterio.
La representante de mantenimiento, que mantenía su atención en primera fila, alzó su mano.
—Convendrán conmigo en que se trata de una tarea ingente. La mayoría de nosotros poca o ninguna experiencia tenemos en este campo.
Aldés Zarela se sentó, reordenó sus papeles, y repuso:
—La autogestión no es cosa de un día, ni de un año. Se trata de algo vivo,, de una intención permanente. En nuestro caso no serán necesarios legisladores ni grandes proclamas. Será suficiente, con buscar el entendimiento y aunar voluntades. Por fortuna hay un modelo a seguir. El de nuestra democracia. La lógica evolución irá llegando por sus propios pasos.
Calíguenes, que asistía al evento más en calidad de observador que otra cosa, estaba sorprendido de cómo su padre, que siempre decía no ser orador, se expresaba ante aquel público de una forma tan convincente. A punto había estado de objetarle un par de cosas. No se atrevió. Él no sólo era quien presidía el congreso, en cuanto que era el "mayor" y comandante, representaba a ambos.
Desde luego, el viejo no era tan carta como creía. Cuando todos hubieron hablado, a su turno vino a exponer un concepto de soberanía popular que no era común, y casi no dejaba un resquicio para la enmienda:
—Un voto, una voluntad. Nada más obvio. Sin embargo, hay voluntades y voluntades, y votos y votos. Me refiero a que no todo el que vota lo hace con igual rectitud. ¿El voto, como derecho que es, es realmente inalienable? Por desgracia todos sabemos que no. La voluntad puede verse alienada por muchas causas: el desconocimiento, la coacción, el engaño.. .o la mala fe. Por lógica, tal despropósito podría tildarse de adulteración. ¿Pero un voto desnaturalizado en esta medida, sirve al propósito de la democracia?, ¿un tripulante que desconoce su función, se deja coaccionar, o lo engañan, sirve a su nave? Desde luego que no en ambos casos, o al menos no como debiera. Lo mismo que a dicho tripulante se le relegaría a una función menos comprometida, o sería sancionado, un voto así, también debiera devaluarse en la medida en que no cumpla con su propósito —Hizo una pausa—. Cómo indagar su limpieza… Como todo. Examinándolo. Cada uno de los votantes habría de resolver su propio cuestionario, en que acredite, si realmente conoce lo que vota y si su opción no contradice sus propias estimaciones. En consecuencia, la voluntad de cada uno aprovecharía al bien de todos, en la medida de que cumpla con los propósitos establecidos.
—Difícil sería llevar a' cabo una cosa así. Por demás que cada uno es como es. No todos entienden todo a las mil maravillas, ni tienen la misma concepción de las cosas —dijo alguien.
—Claro que no. Y es de lo que se trata. El éxito de la mayoría. La mayoría siempre tendrá la mayor probabilidad de acierto por la menor probabilidad de que muchos no acierten. Para aquellos que no saben de qué va o se mantienen en la duda, su deber es la abstención. La mala fe, o buscar solamente el bien propio, es el fraude a perseguir. Y medios hay para conseguirlo. Por suerte disponemos de la informática.
Aquella concepción del comandante era peliaguda. Algunos le entendieron, que los más capacitados primaban sobre los demás. Otros no entendían que las capacidades válidas para el sistema quedasen reducidas a las meramente políticas. O que tales correcciones en la intención del voto, no dejaban cabida al sentimiento, a un sexto sentido, a la tozudez… a que cada cual caminase a su paso con sus luces y sus sombras.
Pese a que todos estaban de acuerdo en su originalidad y sus buenas intenciones, convenían que el control no era tolerable. Aldés era consciente de aquel dilema. Pero también de que el grado de perfección de la democracia radicaba en la buena voluntad y en la instrucción de sus ciudadanos. No era una opción, era un deber. Y cómo actuar si el deber no se cumple. Primaria el individuo o la sociedad.
—Reconozco que los dos puntos de vista pueden ser válidos. Sobre todo si consideramos que el interior de la persona, sin su connivencia, es infranqueable. Puede que en otro estado de comunión, pongamos por caso a nuestros anfitriones shímpfatos, esa barrera no exista o sea permeable., Aunque presumiendo eso, una consulta electoral sería superflua.
XXVII
Xántriul Orzísim, shímpfato de pro, vagaba ocioso por las colinas, lejos del asentamiento, porque su sentido de transvisión no le permitía contactar a larga distancia con los del ámbito. Para hacerlo, cualquier shim había de usar el traje de apoyo que les suplía tal deficiencia. Pero el suyo no funcionaba. Y el caso era, que en el indicador, tan sólo uno de los vectores se había cerrado. Pero fue suficiente.
Desde la altura podía controlar a su antojo las cuatro ciudades, por si acaso las desmantelaban y no acudía a tiempo. Poca gracia tendría quedarse en tierra hasta el retorno, si es que éste se llevaba a cabo. Por esta razón procuraba no alejarse de su cubil de transporte, y porque, además, en él venían los equipos. Su estado de meditación no alcanzaría el nivel necesario sin su inductor de medio y la esfera de síntesis. Y no es que para meditar necesitara alejarse tanto. Sólo era que de estar próximo al asentamiento no controlaría su mente como era debido. La transvisión mejoraba, y cualquiera de los pfatos, aun sin querer, podía entrometerse en sus divagaciones. Cómo impedirlo si la transmisión de mente era tan libre como el mirar o el oír. Seguro que con el tiempo lo conseguiría. Ellos sí que la dominaban. De los dos grupos de la especie eran los capacitados. Ni siquiera necesitaban el traje de apoyo como los shim, aunque sí les fuera imprescindible para su protección. Ésta era por contra, su debilidad.
Xántriul no entendía a los humanos. Hablaban y hablaban y sus palabras se repetían sin código alguno de reintegración. Eran volubles y no aparentaban conocer el éxtasis.
Xántriul se interesó mucho en ellos desde el principio, pues pese a aquello le constaba que eran felices. O al menos parecían alcanzar altos grados de goce. No como ellos los shímpfatos, cuyo bienestar era invariable y ensimismado, sin muchos aspavientos.
Si él pudiera, se hubiese cambiado por uno de ellos aunque fuese un día, sólo por experimentar su modo de ser. ¿Sería dado para un shímpfato aquella transgresión? Para comprobarlo necesitaba sus claves, o mejor aún, convivir con ellos.
El shim se tendió cuan largo era en la pendiente, de forma que pudiese mirar a lo lejos entre el claro de los árboles, y cerró los ojos. En un instante, el inductor de medio propició el relax, y al rato, su mente entró en estado supremo. A partir de ahí, las inconscientes visiones comenzaban a tomar forma, y pasaron ante él hasta que logró su dominio. No era difícil. Bastaba con dejarlas surgir, para luego combinarlas a su antojo. Era éste en realidad el verdadero éxtasis. Como conclusión, muy bien podía dar con un resultado premonitorio, o descubrir tal vez, algo que estaba oculto, como era lo corriente. En cualquier caso, algo así requería de entrenamiento y ciertas dotes de artista.
Esta vez, el fruto de su introspección no pudo serle más favorable, visionó el lugar de los humanos. Entre sus naves y el asentamiento, había dos grupos. El uno, muy pegado a los vehículos, era el de ellos; el otro, junto a los albergues, los suyos. Ambos permanecían afrontados, que aquello más parecía un duelo. El espacio entre ambos, se centraba de dos máquinas mirándose de cerca, sin llegar a tocarse. Xántriul no podría precisar la naturaleza de aquel lance, aunque no dudaba de que él estuviera allí. Cuando el shim abrió los ojos, no pudo darles crédito. Parpadeó varias veces, miró de nuevo y se incorporó. Sería posible…, las cuatro ciudades ya no estaban. Menuda prisa. Jamás creyó que el traslado especial recurrente pudiera ser tan rápido. Luego caería en la cuenta, su trance no había sido tan breve como él pensaba. El sol había avanzado lo bastante para dar tiempo de aquello y de más.
Fue hasta su cubícalo e intentó localizarlos por radio: nada. Muy lejos habían de estar ya para superar el alcance de su aparato. Menuda faena. Si al menos pudiese enlazar con otro asentamiento… No sería fácil. A saber, si el más cercano no se hallaba en el otro hemisferio. Sintonizó por toda la banda, y no halló sino ruido de fondo. Se relajó, y bebió cuanto pudo; no hacerlo bajo aquel sol era una imprudencia.
Al final hizo lo que ya debería de haber hecho. Se despojó del traje y comenzó a inspeccionarlo. Pero por más que lo revisaba menos lo comprendía: el circuito estaba intacto. Malditos vectores. Era de ver, como el shim, desnudo sobre la hierba, chorreaba de sudor, en su empeño por localizar la avería sin más útiles que sus manos. Ahora le pesaba no haberse provisto de otro traje, como su compañera le repetía machaconamente. Al cabo, su afán se disipó, desconfiando de salir de aquella. Mal podría andarse por ahí, y buscar a ciegas en aquel vehículo, cuya escasa autonomía le obligaba a recargar cada dos por tres, si es que había donde hacerlo. Los materiales de acumulación no se hallaban en cualquier sitio.
De nuevo comenzó a darle vueltas al atavío, y en la última tentativa descubrió el arañazo. Cómo iba a verlo tan fácilmente, si de imperceptible que era, ni con lupa. Comenzó a presionar el corte por si acaso unía, como era usual, pero la banda de microdopado era demasiado fina. Rebuscó y rebuscó entre las provisiones, y nada hubo que le sirviese. Si tuviera al menos un trozo de aquel material… Pero al fin y al cabo, de no servirle ya el traje… Cortó una pequeña tira longitudinal, de otra pista más ancha, la superpuso al desperfecto, y presionó con todas sus fuerzas. El puente quedó soldado.
XXVIII
No podían pretender, que los suministros les viniesen de la Tierra. Como máximo, las futuras naves se equiparían con los pertrechos justos para el viaje y poco más. Pensar que los avituallaran desde tan lejos era demasiado. Bien era verdad, que el propio ecosistema de las astronaves seguiría manteniéndolos. Pero aquello no podía continuar eternamente. Las especies vegetales quizá degeneraran de no renovarse. Y en poco tiempo los recursos técnicos estarían agotados o inservibles.
Cualquier solución pasaba por lo mismo: un entendimiento con sus anfitriones. Eran ellos quienes disponían de los medios necesarios en aquel mundo, y quienes les podrían suministrar cuanto necesitaban. A partir de ahí, lo demás estaba cantado. Al principio, mal que bien podían apañárselas, e incluso acometer algunas tareas de menor envergadura. Luego comenzarían a venir especialistas, y gente de toda condición, quizá en demasía. Pero una cosa así aún quedaba lejos: una de las naves habría de regresar. Y otra vez los preparativos, la fabricación de transportes, de nuevo el viaje. Media vida quizá.
¿Serían conscientes de aquello los shímpfatos? ¿Se imaginaban qué podía ocurrir cuando aquel mundo se llenase de aventureros? A lo mejor, el crédito que según todas las trazas ahora les concedían, quedaba hipotecado o sin efecto.
En la Estrella II mientras tanto, los trabajos del equipo con la traductora ya habían comenzado. Elaborar los programas no era nada pueril y por si fuera poco, habían de enfrentarse además, a una dificultad añadida, la de no disponer de soportes con tantas imágenes. Tampoco les constaban los giros, tan numerosos, que pretendían incorporarle.
Belaura, tan ociosa como pueda estarlo un piloto en tierra, había encontrado al menos, una forma de paliar su tedio. Cada día iba hasta los talleres, donde Calíguenes se afanaba, entre consolas manojos de cables y módulos informáticos de todo tipo, muy agitado y sin perder un segundo.
— ¿Qué pretendes viniendo tanto a este sitio? —le dijo él.
—Cómo no sea a ti…
—Bien lo has dicho. Que otra cosa no creo. Ya verás tú…, yo mismo, lo único que hago a veces es estorbar.
Ella apoyó el trasero contra el filo de una consola y de una hopeada se recompuso la cabellera.
—Por qué estás aquí entonces.
—Porque es mi obligación. Soy yo quien marca las líneas maestras. Lo que es un decir.
Belaura sonrió.
—Demasiado maestro eres tú. Pero en eludirme.
—Cómo puedes decir eso… No te basta con toda la noche… Y por la mañana… acaso no quedas con gusto en mi nave… Lo mismito que si fueras tú quien la manda, o no. ¿A qué viene entonces que hoy me eches en falta tan temprano?
—Hoy tengo algo especial que decirte.
—Muy bien. Pues di lo que quieras. Te escucho —Calíguenes se apoyó en el filo junto a ella.
—No, aquí no. Preferiría un sitio más reposado.
La pareja salió a la explanada base, anduvieron un trecho de circunvalación y penetraron en los campos.
—Y entonces…, crees que todo saldrá bien.
—Bien, el qué —dijo Calíguenes.
—Pues qué va a ser. ¿Tú estás en que ellos entenderán la máquina?
—Supongo. Otra alternativa no hay, por ahora. Creí que lo de salir bien se refería a otra cosa.
—Cómo qué.
—Lo que has venido a decirme.
Ella rió y lo cogió del pelo bajo la nuca.
— ¿También eres adivino? O es que has tenido un sueño.
—No sé, no sé. Mejor no digo nada.
Pese a todo, ella no soltaba prenda. Al poco llegaron al circular de descanso. Los dos, como confabulados, se encaminaron sin decir nada, precisamente hacia el rincón que Caliguenes ya ocupara la primera vez que entró allí.
—Entonces pensaste que yo no te conocía, eh —dijo Belaura.
—Pues la verdad que respecto a eso no pensaba nada. Lo que sí es seguro que yo no sabía quién eras.
—Así te fijarías…
—Seguramente. Y si no que se lo pregunten al señor que estaba sentado ahí. Tú ni lo verías con aquella prisa. Pero bueno… al grano. Desembucha.
—Estoy embarazada.
Él no pareció impresionarse.
—Es lo normal, no. Y será mío supongo —sonrió sin gracia. La mujer le lanzó una mirada asesina.
— ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
—Como que me lo he imaginado desde el principio. Todo tiene sus consecuencias. Pero sí que me hace ilusión, sí.
— ¿Quieres decir con eso, que hubieras preferido que no ocurriera?
Calíguenes la abrazó.
—Que no mujer, que no. Espera al menos que me haga a la idea.
Por ahora la consecuencia mayor es para ti. Es normal que lo vengas considerando.
—Considerando… ¿Qué esperas, que me lo tome como un dolor de barriga?
—A ver —Le tocó el vientre.
Ella se quedó inmóvil, y lo miró con fijeza. Calíguenes la atrajo hacia sí y la besó. Luego le susurró al oído:
—Todo lo que venga de ti me es querido.
—Menos mi impertinencia, claro.
—Pero eso puede remediarse —La volvió a besar.
Salieron precipitados del circular y así anduvieron hasta el aposento de Belaura.
—Mejor sería que reafirmásemos ese embarazo, no crees —dijo él.
Ella no puso reparos y se dejó llevar. El apretado lecho fue testigo de cuanto lo deseaban.
XXIX
Xántriul volvió a ponerse el traje, y casi de inmediato se sintió aliviado del calor y de su desesperanza. Se introdujo en el cubícalo por mejorar la sintonía como de costumbre, y se relajó. Sólo con pensar en ella e imaginarla habría sido suficiente. Pero Axoncer, su fiel compañera shim, no daba señales. Ninguna sensación obtuvo de ella de tan lejos, ni columbró siquiera que ambos estuviesen en resonancia. Seguramente no llevaría su traje o estaban demasiado lejos el uno del otro. Probó de nuevo, esta vez con Uatrozur, y pudo verla en su interior y sentir sus sensaciones como si fueran propias. Sencillamente era, como si sus pensamientos vagaran en él por cuenta de ella. Uatrozur pertenecía a la etnia de los pfatos. La había conocido mucho antes que a Axoncer y aún permanecía con ellos, a pesar de que shim y pfatos no eran compatibles genéticamente. Es cierto que nunca le daría un hijo como Axoncer, pero era buena amante y la que mejor lo comprendió nunca.
Uatrozur dominaba la transvisión como sólo una pfato podía hacerlo. Le hizo ver el interior de la astronave, y la panorámica externa transparentada, dejó a Xántriul confuso. ¿Acaso volvían a Shímpfatos o se trataba sólo de una maniobra para acceder al mundo gemelo? Más parecía lo segundo, y esa era también la opinión de ella.
Pasado un tiempo, pudo sentir alas compañeras y visionarias juntas. Axoncer vestía ahora su traje de transmisión y no hubo obstáculo para contactar con ella. Definitivamente volaban hacia el mundo gemelo, y Axoncer parecía saberlo muy bien. Lo peor era, que las dos ignoraban el motivo de la ida, cuanto más la vuelta: — Cuídate— fue la sensación de despedida que obtuvo Xántriul de ambas.
El shim voló sin rumbo en el frágil cubícalo mientras los acumuladores le fueron útiles. El recorrido en zigzag sobre un amplio territorio, no le reportaría otro hallazgo, sino descubrir, que sus congéneres brillaban por su ausencia, o al menos, él no los había visto. Se posó sobre las tierras amarillas que denotaban el material, y el pequeño prospector sondearía el terreno. Acto seguido recargó el artefacto y volvió a elevarse. Muy bien podría contactar, transmente, con alguno de sus amigos, pero de poco le iba a servir. No ignoraba que todos ellos eran de las cuatro ciudades, que a saber donde se establecerían de nuevo, pues no era algo que todo el mundo supiera. Por probar, probó, y el resultado no pudo ser más desalentador. Sólo uno de ellos, Oxisos, por lo que le entendió, pertenecía ahora a otro asentamiento. Según se explicaba, la distancia hasta allí era de medio círculo, lo que en aquella latitud venía a significar que se hallaría poco menos que en las antípodas.
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