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Los dados mágicos (Novela) (página 7)

Enviado por Fandila Soria


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—Mira que eres ingenuo, eh… Te han cogido… y bien. Pero si a ti no te importa, a mí sí que me ofende. Y si te dijera…, que ellas mismas me lo insinuaron. O así lo entendí yo. Es Uatrozur la que desea tener un hijo. Y como sabes, con él shim no puede. Pero la otra…, vaya con la otra. Esa sí que ha sabido rebuscárselas.

Calíguenes enarcó una sonrisa.

-Muy bonito, sí señor. Y bien guardado que te lo tenías, señora. De forma, que tú eras participe de su engaño… Y contra mí nada menos… Encima te sentirás cornuda.

— ¡Pero qué estás hablando, so procaz! Ninguna importancia di yo a tal cosa. Ni tampoco he sido cómplice de nadie. Lo que tú hicieses sólo fue por tu cuenta y riesgo.

—Cómo no… Y que tú ibas forzada cuando fuiste con él, vamos.

—No me enredes —Hizo una pausa—. Lo que pasó pasado está.

— Justo. Una por ti, otra por mí. Y a otra vamos.

Ella se repantigó en su asiento y cerró los ojos.

—No quiera Dios.

Oxisos se quedó allí y los otros dejaron el ensanche por una galería distinta a la que vinieron. Seguramente por evitar a los cuaralinios.

Una vez fuera, los tres shímpfatos se emplearon con la comida como tres desesperados, y ellos, por no desentonar, también quisieron dar cuenta de sus viandas.

Los avíos en la bandeja deslizante, ante ellos, y desliado el estricto condumio, los dos se miraban a hurtadillas, como temerosos de que sus miradas los traicionasen.

—Deja, que ya lo hago yo —ella extrajo para Calíguenes el segundo trozo prensado, que les suministraran en el centro de abastos.

Belaura volvió a hablar:

—Entonces, ¿esos dos hijos qué serán, antroposhim, antropopfato, o simplemente antroposhímpfatos?

Calíguenes la miró con condescendencia.

—Lo que acabas de decir, no es nada gracioso, Belaura.

—Es que me exaspera, no puedo evitarlo.

-Se llamen de una u otra forma, ya es todo un milagro que ello ocurra. Ni los más entendidos daban crédito a unos cruces como esos. Sólo los zirdal lo estimaron posible.

—Lo tendrán bien programado. No te extrañe. Y es que esa gente, más que saber, parece que sean brujos.

—Eso digo yo.

Belaura arrumbó el resto de su prensado en una bolsa y chupó de su vasija.

— ¿Qué ocurrirá después? ¿Piensas que ellos estén seguros de su progreso, con la hibridación? Para mí, que estas cosas no puedan programarse.

Calíguenes miraba de reojo para el otro vehículo, y se sorprendió de que Axoncer hiciera otro tanto. Ni que decir tiene, que por si las moscas, se giró hacia Belaura.

—Es seguro que la especie híbrida acabará imponiéndose. El nuevo pueblo será la amalgama que resulte mientras tanto. Los más antiguos entonces, fuera de lugar, volverán sus ojos al mundo Gemelo, para tarde o temprano emigrar a él.

— ¿Y qué será de los nuestros?

— ¿Te refieres a nosotros? ¿Los que estemos aquí?

-Quienes si no. También habrá humanos puros que aún permanezcan. Y a poco que lo hagan, algo se multiplicarán.

—No lo sé. Quizá las próximas generaciones encuentren más atractivo su ayuntamiento con la especie nueva, porque los encuentren mejor dotados o con mejores expectativas. Eso fue seguramente, lo que verían los zirdal, cuando pensaron en nosotros. Ellos se transformaban sin remedio en un pueblo fantasma, más cercano a las estrellas que a la tierra firme, y no podrían desligarse sin su prosaico sustento.

—Cuánto interés, no.

—No lo creas. Ellos también aportan lo suyo, que no es poco. Y no sólo por sus conocimientos, además son los artífices materiales de la tecnología. Toda una simbiosis, digamos, que a escala planetaria.

—Poco somos nosotros en todo esto. Ni nuestro hijo.

— ¿Por qué? Ellos nos admiran, por nuestra cultura, nuestras dotes para la imaginación y el ímpetu vital. Y no por ser menos "mágica" nuestra tecnología, deja de ser eficiente. Todo es relativo.

—Pero quedaremos como unos marginados.

Calíguenes dudó antes de decirle:

—Si no te lo tomas por la tremenda te diré una cosa…

—Tú bien me conoces… Haz lo que te plazca.

—A lo mejor nuestro hijo, e incluso nosotros, somos afortunados por emparentar con ellos -Calíguenes indicó con la cabeza hacia los shímpfatos.

Belaura, por toda respuesta, no pudo, o no quiso, contener la risa.

El sol ya se ocultaba, cuando los cinco, reintegraron los aparatos a su confinamiento, y abandonaron aquel lugar, y la colonia.

XLV

Scropbim ya no estaba allí, ni la astronave. Sí que se veían algunos shímpfatos. El campamento había derivado a un círculo de construcciones cuya área central se ocupaba con la Estrella I. Los edificios, muy funcionales, se alternaban con espacios sin construir, siguiendo un trazado geométrico. Por las trazas, lo erigido tenía la pinta, del centro matriz para una población que se expandiera en concéntricos círculos. Y por la amplitud de sus calles, no se barruntaba precisamente como una aglomeración pequeña.

Una de las naves shímpfatas compañeras, estaba allí. No se había movido de su emplazamiento, que ahora quedaba a las afueras, cerca de las construcciones. Sin duda, que Axoncer no cabría en sí de la satisfacción nada más verla, por las ganas de abrazar a su hijo. Los niños no se habían movido del lugar, y si bien los preceptores no eran muy pródigos con las visitas, esta vez no se opondrían. Axoncer y Uatrozur marcharon hacia la nave, mientras Xántriul se rezagaba junto Calíguenes. Belaura que iba detrás, en un descuido se escabulló hacia la Estrella, y se fue con premura a los aposentos.

No haría mucho que la expedición de regreso había partido. En el campo podían verse aún las antenas, varios contenedores, manojos de cables, y desechos de todo tipo.

—Qué precipitado todo —dijo Calíguenes.

—No- tanto-. Si- lo- dices- por- las- construcciones-, lossistemas- modernos- son- muy- eficaces-. Las- máquinas– fabricanel- material-, al- tiempo– que- lo- colocan-. Como- ves- hanrespetado- vuestro- estilo- y- vuestras- preferencias-.

—No lo digo sólo por eso. Pero sí que me extraña, que vosotros, que nunca os precipitáis, en esta ocasión corrieseis tanto.

—Las- veloces- son- las- máquinas- más- bien-. Tal- vez- ellasnos- compensen- de- nuestra- templanza-. O- puede-, queconfiados- en- ellas-, nos- olvidemos- de- la- prisa-.

—También las máquinas pueden abocarnos a la celeridad. Y por otra parte, si fallan…

—Un- inconveniente-. O- un- desastre-. Según-. No- sueleocurrir- muy- a- menudo-. Y- es- sabido-, que- ante- un- fallo-, másvale- mantenerse- en- calma-. Todo- es- solucionable-.

Xántriul marchó con los suyos, y Calíguenes cruzaría la plaza, sin poder evitar que algunos de los presentes se le acercasen. Los saludó, y charlaron brevemente. Al poco fue a la aeronave.

Ya en los aposentos, nada más entrar, Belaura apareció en la entradita, echada en un sillón y con el reposapiés, la mirada hacia el techo, como si meditase.

— ¿Por qué no has dicho que te venías? -dijo él.

—Porque no me ha gustado que ellas no me invitasen.

— Y a qué te habrían de invitar.

—A su nave, a dónde si no. Para enseñarme el niño. Qué menos. Pues vaya un disgusto, pensó Calíguenes.

—No podrá ser. Tampoco a mí me lo han dicho. Sólo he podido verlo por las ventanas.

—Mira tú…, qué detalle.

—Pero qué te crees… Lo vi desde fuera. Nos lo enseñaron desde allí. Tú como te fuiste…

Ella no se estremeció. Ni siquiera movió los permanecían fijos hacia techo.

—Y cómo es.

—Pues como todos los niños. Los niños shímpfatos, quiero decir. Muy espigado y hermoso.

—Vaya. ¿Así es?

—Pero los nuestros me gustan más.

—Por lo menos…, en algo me toca.

—Anda, levántate, y deja ya de decir sandeces, que quiero mandar un holograma.

Ni se inmutó.

—Para quién. Y con qué motivo.

—No sé lo que me da, cuando pienso que se marcharon sin despedirlos.

Lo peor de transmitir un holograma, y en tan largos trayectos igual ocurría con las otras transmisiones, era su falta de inmediatez. Pese a lo poco que había transcurrido desde la salida de la astronave, entre el mensaje de ida y la contestación habría un lapso. Durante él, las imágenes ante ellos, quedaban pendientes de su pregunta o de su respuesta. El intervalo esta vez sería más breve, pero al transcurso de la travesía se estiraba irremediablemente. Bien poco era una jornada ante varios años.

Los dos se sentaron ante las cámaras, hasta percibir la luz coherente que los envolvía de rojo. Permanecieron a la espera unos minutos interminables, y al cabo, ella se levantó a pasear nerviosa por la sala.

—No deberías moverte así —le dijo Calíguenes.

— ¿Por qué? Se supone que las cámaras cubren todo el recinto. -Claro. Pero si las imágenes se materializan puedes cruzarte con ellos.

—Y qué. Sólo se trata de hologramas, seguro que no tropiezo con nadie.

—Pero es de mal gusto. A su turno, ellos se verán como poseídos por tu fantasma.

— ¿Así se llama ese efecto?

Calíguenes no contestó.

—Pues menudo fantasma.

Belaura volvió a sentarse.

Aún pasaría un buen rato hasta que los hologramas aparecieron. Eran la viva efigie, pero virtual, del comandante, su mujer y Nanda. Los tres se expresaron, cada uno a su tiempo, en un saludo frío y lacónico.

Calíguenes les repuso:

—Belaura y yo, quedamos sorprendidos al ver que la nave ya no estaba aquí. Yo pensé, papá, que nos esperaríais, como así me dijiste en la comunicación. Las cosas aquí marchan. Supongo que ya sabías de la trasformación que nuestros amigos shímpfatos hacen del asentamiento. Me hubiese gustado veros, y cambiar impresiones sobre lo que hemos visto y vivido en la colonia. Aunque lo mejor hubiese sido un reportaje sobre aquellos lugares. Quizá los shímpfatos lo posean, y tal vez os lo hayan hecho llegar directamente. Ya veis que el embarazo de Belaura va viento en popa. Haremos lo imposible para que nuestro hijo visite la Tierra. Por último, Nanda, si siempre tienes el mismo éxito que el que has tenido en tu pasarela, te auguro un buen porvenir. Espero respuesta, y corto, si no hay otra cosa.

Belaura por su parte dijo:

—No crean que no me hubiese gustado irme. Lo mío es ir y venir —Rió—. Pero ya comprenderán mis circunstancias. Supongo que mucho antes de su arribada al viejo mundo, las nueva expedición ya estará en camino, por lo que es seguro que se tropiecen con ella. Puede que entonces alguien decida volver. Ojalá fueran ustedes. Un abrazo.

Quedó la pareja en plan contemplativo ante los hologramas, y los representados hablaban entre sí intranscendentes, ajenos del todo a ellos, por más que también los sacaron a relucir. No podían dirigirles la palabra ahora de forma inmediata, pero tampoco estaba mal oírlos en su conversación empapándose de cuanto decían. Al poco las tres figuras de luz se apagaron.

Otra vez la espera, y vuelta empezar.

Los tres virtuales volvieron. Ahora se les vio, pendientes a las palabras que la pareja les dirigiese en lapso anterior, y fue el comandante, como en la otra vez, el adelantado en abrir su alocución.

—Calíguenes, procura hacerte meritorio del mando de tu astronave. Para mí, lo fundamental no es otra cosa, que, junto al poder confiado a ese presidente, estéis tú y tu tripulación para garantizar, que no sobrevenga desgobierno. Y tú, Belaura, sé con él, el tándem que os lleve en armonía a cumplir vuestros designios. Pues ya se sabe, uno sólo es uno, dos una multitud. Y tres…, el acabose.

Noyndia dijo:

—Cómo me hubiese gustado que vinierais con nosotros, y que todo fuera como antes. Ya sé que sois jóvenes, y como a jóvenes, os corresponde dejar el viejo nido y procurarse el propio. Pero no voléis muy lejos, que aquí también se os necesita. Como mínimo permaneced con nosotros por el recuerdo mientras tanto.

—Calíguenes, si hubieses presenciado mi pasarela, quizás ahora te planteases la posibilidad de abrir una boutique. Belaura, no le hagas caso a mi hermano, que él sólo piensa en las naves y en la filosofía. Os quiero -se despidió Nanda.

Calíguenes quedó conmovido, y ella se entristeció doblemente, al considerar, que su familia ni sabría aún con certeza su paradero.

—Ahora sí que estamos solos. Nada será igual sin ellos, verdad Belaura.

—Ya lo creo que no.

—El viejo es mucho viejo, eh. A saber si no lo echaremos en falta. ¿Quién podría igualarle en su autoridad y su aplomo?

—Y que lo digas. Pese a tanto gobierno y gobernante, y su democracia, no estoy yo muy segura si todo irá por el camino recto.

-Y llevas toda la razón. Como dice mi padre, a nosotros nos corresponde seguramente, salvaguardar ese buen sentido. Por algo somos los albaceas, como navegantes, del sentir que nos viene de nuestro mundo. Estamos a caballo entre éste y aquel, y no somos de aquí definitivamente. Y te digo una cosa; en nuestro cometido, más que buscar el apoyo en los nuestros, que igual puede que sea o no sea, habremos de perseguir un sano entendimiento con los shímpfatos, que es seguro que nos lo propicien.

Belaura sonrió.

—Tú lo que quieres, es, aprovecharte de tu amistad con ellos, y sálvese quien pueda.

—Por qué dices eso, mujer. Ni yo soy el presidente, ni ocupo ningún cargo en su gobierno. ¿Qué quieres, que haga proselitismo para ganar la confianza de mis propios hombres y los que quedan de mi padre? ¿Qué autoridad me anima, salvo la de comandante, y que si ellos quieren pueden borrármela de un plumazo? ¿No es mejor, buscar el apoyo seguro, hasta tanto no podamos disponer del de la Tierra?

—Seguramente tienes razón. Pero de ser así, habrías de hacerlo con delicadeza. Si los nuestros creyesen que los traicionas, bien pudieras caer en desgracia. Mejor no descuidarte. A Dios rogando y con el mazo dando.

—No hace falta que lo digas.

Belaura se sentó, dando vistas al gran recinto. Pese a haber pasado tantos años en la astronave, aún le abrumaba sus dimensiones. Ni siquiera la colonia, tan colosal, con sus novedades y sus extrañas características, le había hecho sentir lo que allí arriba sentía. Y pensar que fuera Calíguenes quién la concibió… Cómo asimilarlo, cuando lo veía tan de tú a tú junto a ella, con su ingenuidad, y tan poco serio, que para él parecía que todo fuese una broma. Y claro, cuando hablaba de verdad ella ni se lo creía.

— ¿Oye, y lo de la pasarela? Qué quiso decir tu hermana con eso.

Calíguenes sonrió.

—Es que su ocupación es esa. Es modista.

—Ya lo sé.

—Según me dijeron ahí abajo, organizó un desfile. Aquí mismo, en la explanada.

— ¡No me digas…! Qué pena que nos lo perdiésemos. Lo podía haber dicho.

—Eso digo yo.

—Que sería todo un espectáculo…

—Eso dicen. A las mujeres les gustó mucho.

— ¿Y a las Shímpfatas?

—Pues también. Qué te crees. Dicen que le sisearon todo el tiempo. Lo que pasa, que ellas parece que sean muy tradicionales en la vestimenta.

—Pero verás como mejoran. En cuanto acaben de emparejarse con nuestros hombres.

Calíguenes se amoscó, y algo mohíno dijo:

—Seguro… ¿Y a qué van a esperar sino que a eso? Bonicas son…

Belaura ignoró su ironía.

—Y con tanto éxito, cómo es que Nanda no se ha quedado.

—Tú sabrás… Pues vaya clientela. Pero si desde que llegamos, las mujeres no llevan encima otra cosa, que sus monos de vuelo.

—No lo dirás por mí… Mi vestuario no es nada común.

—Si lo sabré yo… Y esos pantalones y esa camisa tampoco desmerecen. Aunque yo más diría que ello sea por la percha. -Qué tonto eres… Cómo a todas las halagues así…

—Y a quién puedo halagar…, mi copiloto rebelde.

Belaura rió, y tirándole de la manga lo atrajo hasta el asiento.

XLVI

Ver al presidente.

Menuda complicación. Pero si no había más que salir a la balconada, andar un trecho, y dirigirse al ujier.

El ordenanza estaba en el recibidor, sentado ante un escritorio, y escuchando música. En cuanto lo vio se puso en pie y ejecutó hacia él una tímida reverencia.

— ¿Podría anunciarme al presidente, si es tan amable? —dijo Calíguenes.

—Me temo, señor, que habrá de esperar un poco.

— ¿No está aquí?

—Sí que está. En este momento se entrevista con el jefe de campo. Pero no creo que tarden mucho ya. Llevan encerrados más de una hora.

Calíguenes se sentó, y entretuvo la espera con los folletos que había sobre el mostrador.

—Quién edita estas hojas.

—No lo sé, señor Calíguenes. Supongo que haya unos encargados para eso.

Por sus consignas y cuanto prometían, las cuartillas más se asemejaban con los pasquines de una campaña electoral. Nada en concreto que no supiera todo el mundo: que si la colaboración mutua, que si el bien común, y algunas proclamas sobre el trabajo en equipo, y de como conducirse para cumplir las obligaciones en armonía.

Al fin salió el jefe de campo. Con un gesto saludó a Calíguenes,y se fue. De inmediato, él se acercó al hasta el umbral, pues el ido no había cerrado tras sí.

— ¡Señor, presidente! -exclamó. El otro vino en su busca.

—Pero por Dios…, señor Calíguenes… Cómo me llama así. Yo soy su subalterno.

—No tanto como yo lo soy suyo.

—Según se mire —Le hizo que pasara—. Y qué, qué tal ese viaje.

—Muy bien. Algo extraordinario. Distinto.

—Pues no crea, que algunas noticias tengo.

— ¿De nuestra visita…?

—De la colonia he querido decir.

Los dos camaradas de travesía, se acomodaron en un sofá, y

Calíguenes, mirando en rededor, no pudo menos que extrañarse de aquella estancia.

—Pienso, que esta sala no sea lo más adecuado para un presidente.

—Me basta, y me sobra. En realidad cualquier sitio de la nave sirve a mis propósitos . Si se mira bien, no soy otra cosa que un mandado, y como tal me muevo de un sitio para otro allá donde me necesitan.

—No será tanto.

—Pues ni más ni menos. Aquí no hay una gran representación, ni decisiones de altas esferas. Ahora que nadie nos oye, si le digo la verdad, a veces me considero como el tonto del pueblo. El chico de los recados.

Calíguenes, por disimular, se volvió a toser, pero no pudo reprimir la risa.

—Pero por Dios, don Atanar, cómo puede decir eso. Todo lo contrario. Ser presidente es todo un honor.

—Pero de ahí no pasa.

—Y qué espera, somos una comunidad muy reducida. Aún.

El presidente le ofreció un extracto vegetal autóctono, recién salido de los laboratorios.

—Pruebe esto. Seguro que le gusta.

Calíguenes cogió el vaso, se lo llevó a la boca y paladeó.

—Qué es.

—Una novedad. Lo extraen de cierta planta no muy lejos de aquí. Claro que posteriormente ha sido transformado.

—Pues tiene un sabor exquisito, eh. E imagino que nos sea provechoso.

—Por supuesto.

—Lo bueno sería, establecer aquí nuestros propios cultivos nuestra fauna.

Atanar se removió en el asiento.

—Pues no crea, que ya estamos en eso. Pero habrá que cerciorarse de que el vegetal ya existente tolere al nuestro, y viceversa. Que ninguno de ellos se cargue al otro. En cuanto a la fauna, sólo disponemos de algunos animales de corral y de granja como es sabido, y pocos peces.

—No es poco.

—Pero no podríamos soltarlos así como así, el sistema ecológico puede desequilibrarse. O que ellos no lo soporten.

—Es un riesgo que hay que correr. Lo mismo el resultado es satisfactorio. ¿Y los shímpfatos? ¿Qué opinan los shímpfatos?

—Bueno… Ellos también introdujeron sus especies, ya tienen experiencia. Y no les va mal. Lo que nadie sabe aún, es, si a las nuestras les irá tan bien. De todas formas, nos ocupamos en conseguir una zona libre de vegetación y acotarla. Las máquinas ya están en ello.

— ¿Con tecnología nuestra o shímpfata?

—Por ahora no necesitamos a nadie. Mejor no molestar mucho, no sea que se cansen de nosotros.

— ¿Usted cree?

—Es lo lógico. Distinto será, el día en que compartamos una descendencia común.

Precisamente ahora que Calíguenes quería plantearle ciertas cuestiones respecto a su colaboración con ellos, el presidente le salía con que era mejor no molestarlos. Poco los conocería entonces. Ellos estaban al tanto de cualquier dificultad que a los humanos se les plantease allí, porque ya eran expertos, y porque nada tenían de tontos. Por lo menos que si se ofrecían de su motivo no los rechazaran. Ante todo, Calíguenes juzgaba imprescindible, desde su óptica, disponer de unos medios de comunicación eficientes en la conquista del territorio. Sería necesaria una exploración meticulosa a la búsqueda de recursos, que les serían necesarios. Habrían de extraer minerales y material de construcción, canalizar aguas para el regadío y buscar nuevos asentamientos. Y cómo construirían sus propios vehículos y sus aeronaves así por las buenas. Pero es que, aparte, sería conveniente readaptar flora y fauna shímpfatas a este lado del planeta, sobre todo si se pensaba en la nueva generación.

—No es bueno adelantar los acontecimientos. Pronto nos llegará tanta gente y provisiones de la Tierra, que esto será un maremagnun —dijo Atanar.

—Precisamente. Para cuando eso sea, habríamos de disponer de la infraestructura necesaria.

—Bueno. Pero tampoco podemos decidir por los que vengan. Cada cual tiene sus puntos de vista, y puede que no se sientan cómodos con nuestras previsiones.

Calíguenes se encogió de hombros.

—Y según eso, mejor nos echamos a dormir. Mal que bien nuestra estancia la tenemos resuelta.

—Ni tanto ni tan poco. Pero es que, aún no sabemos que consignas puedan darnos desde la Tierra.

—Mucho falta aún para eso. Muchos años en que confiar en nuestras propias fuerzas. Salvo que nos involucremos con nuestros socios.

—Puede que tenga razón. De todas formas, mejor no precipitarse, todo vendrá por sus propios pasos. Muchos shímpfatos viven ahora con nosotros, y vendrán más. Esta simbiosis que se inicia juega a favor nuestro.

—Y al favor de ellos.

—Lo mismo.

Verdaderamente, Atanar se conducía con aplomo. Era aquel un aspecto imprescindible en un buen presidente. Calíguenes se sintió un poco ridículo con sus propias consideraciones, que comprendía vehementes y algo desatinadas.

—Otra cosa que quiero plantearle es, la necesidad de un asentamiento definitivo para la presidencia. La astronave, sin duda, no es el lugar adecuado. Entre otras cosas, porque nos es precisa. Y nuestro presidente no puede vagar por ahí ligado a ella, por donde quiera que vaya.

—Ciertamente. Y le digo, que la construcción ya la tenemos. Sólo acondicionarla, y asunto acabado.

No pensaría el presidente que él tuviera algún empeño especial en aquello…, que lo mismo le daba. Tampoco estorbaría a la nave, sino todo lo contrario.

—Comprenda, que cualquier día, ellos nos dicen de visitar Shímpfatos, o el mundo Gemelo. E incluso, por ir hasta algún lugar remoto de este planeta. La administración en bloque no puede ir a rastras con el vehículo. Lo que no quita, que el señor presidente o los miembros de su gobierno puedan viajar cuanto les plazca.

—Vaya descuidado, señor Calíguenes. Y de todas formas, nuestros asuntos no son tan complejos todavía, como para necesitar de tanta administración.

Poco más duraría la entrevista. Ambos salieron, con regocijo para el ujier, que fue autorizado por el presidente a ausentarse de la recepción.

Los dos se desplazaron hasta el gran recinto, y de allí al circular. Dos horas largas duraría su conversación aún, seguro que más informal ahora, hasta vérseles salir y despedirse.

XLVII

Las estancias del comandante abrían sus ventanas al exterior del vehículo, en lo más alto, y frente a las construcciones, y a una cadena de montículos por donde la selva emergía y se alargaba sin fin hasta la cordillera. Los barracones quedaban ahora como un cinturón a las afueras, todavía imprescindibles, hasta tanto lo construido no fuera habitable.

La pareja observaba ante la protección transparente, y en esa tesitura, Calíguenes recordó el lejano hábitat y su refugio sobre los contenedores de cuando niños. Belaura permanecía en un sillón, algo incómoda ya en su postura por causa del embarazo. Ambos miraban al exterior, más traspuestos los ojos en su soñolencia que en otra cosa.

—Te gustaría tener una casa —dijo él.

Belaura se removió apenas en el asiento y miró hacia arriba. — ¿Una casa…?

—Eso mismo. Un refugio independiente, sólo para nosotros. Los ojos de la mujer se iluminaron.

—Mucho. Pero que fuera lejos de aquí, en el campo. Calíguenes torció el gesto.

—Pues a tanto no se llega. Por ahora.

—Y por qué no. ¿Tan costosa sería?

—En absoluto. Nos es necesaria en nuestra función, y la merecemos por nuestros servicios.

Belaura movía la cabeza asintiendo.

—Como que hasta ahora no nos remanecen más cuentas, que lo comido por lo servido.

—Y gracias. No le pidamos peras al olmo. Sin embargo sí que puedes elegir una casa. La que más te guste.

— ¿Lo dices en serio?

—Eso al menos es lo que me ha dicho Atanar.

—Qué Atanar…, ¿el presidente?

—Que yo sepa no hay otro.

Belaura paseó la mirada de extremo a extremo en lo que la ventana daba de sí.

—Aquella —Señaló con el índice.

Calíguenes sonrió.

—No hace falta que sea ahora, mujer… Pero si así lo quieres… ¿Y por qué aquella?

—Es la más bonita.

—Pues yo no le veo la diferencia con las colindantes.

Belaura se levantó para aproximarse aún más contra la ventana.

—Pero aquella se orienta al sur, y se ve más luminosa. Y hasta parece que tenga un tono distinto. Aparte de que da a las afueras como a mí me gusta.

—A las afueras dices… Si es por eso… Todo lo que ves, quedará engullido muy pronto por la población.

—Sí, eso sí. Lo más seguro. ¿Y cómo se llamará este sitio?

—No tengo ni idea.

—Pues menuda engañifa —Se encogió de hombros—. Vivir en un planeta casi vacío y apretujarse de esas maneras…

—Las circunstancias lo requieren. Somos pocos, para que encima nos desperdiguemos.

— ¿Y qué, si eso ocurre?

—Ni siquiera podemos disponer de vías de comunicación y transportes adecuados. Si fuera como tú dices, menudo espurréo. Ella se arrellanó en el asiento.

—Como en todo, alguna excepción habrá.

—Y sería la nuestra seguramente, claro.

—Tú eres la excepción. Lo que pasa, que no te valoras.

—Por qué.

—Tú fuiste promotor de esta aventura más que ninguno.

—Si vamos a eso, la inspiradora fuiste tú.

Belaura se quedó de una pieza.

—Yo inspiradora… ¿ Y cuándo?

—Aquel día en que me hablabas de tus ansias de libertad y querías romper el cerramiento.

Al pronto, ella pareció confusa. Luego sus mejillas se sonrojaron, y lo contempló sonriendo.

—Pero chiquillo… Si aquello no era más que un sueño de niña.

—Y te parece poco…

Su compañera perseveró mirándolo de nuevo.

—Pero qué hombre éste… —Se agarró de su brazo, él de pie, y reposó su cabeza.

Por un momento, Calíguenes recordó a aquella niña, y el mal tino que tuvo, al pensar que por niña él no le interesaba.

— ¿Y tú crees, que tales haciendas sean para merecer un trato aparte?

—Claro que sí —dijo con convicción—. No como recompensa, sino porque tú eres valioso.

—Vaya. Eso sí que no me lo habías dicho.

—Las personas valiosas han de guardarse como oro en paño. El rostro de Calíguenes quedó atorado a media sonrisa.

—Pero Belaura… No será que ya tengas antojos…

—Puede. Pero eso no cambiaría las cosas.

—Tú en cambio…, ¿no eres valiosa? Y los demás…

—No es lo mismo. Ninguno somos imprescindible. Pero hay personas, de cuyos valores no se puede prescindir.

—Como pasa contigo.

—Pero yo no intereso a la mayoría.

—Pobre de mí, si así fuera.

Ella soltó una carcajada.

—Siempre sales con lo mismo.

Ambos se reconfortaron el uno al otro entre caricias, lo que vino a desembocar en un breve silencio.

— Yo pretendo vivir con intimidad —dijo Belaura—. No quiero ser la comidilla de nadie ni estar en boca de la gente.

Calíguenes hizo una mueca de desagrado.

—Ya salió… Sé lo que te preocupa. Y no es precisamente el que quieras vivir libre y sin agobios. ¿No crees, que acaso los demás también vaguen por situaciones parecidas, como para que estén pendientes de ti?

—Puede. Pero quiero ser yo quien disponga, donde y cómo crío a mi hijo.

Calíguenes deslizó sobre ella la mirada hasta su vientre, y le repuso:

—Lo que no será sino en su casa y con el resto de los demás niños.

—Tú sabes muy bien a qué me refiero.

—Y eso que te honra. Pero no quieras pretender que vivamos en un puño por ocultar lo que no puede ocultarse. Aquí las mezquindades se hacen pequeñas. Somos un grupo afín, curado de convencionalismos, y con las mismas dificultades. La intimación con la especie símpfata no hay quien la enmiende.

¿Y quién te enmendará a ti? —se dijo ella.

Y en su recuerdo, se aclararon vivaces los devaneos y la laguna; y Xántriul, naturalmente.

Una mañana tan espléndida, no invitaba, que digamos, al recogimiento. Ni tampoco a quedarse inmóvil para contemplarla. Él saldría con sumo gusto, sin que nada guiase sus pasos, ni optando al pasar por la charla de nadie en concreto. Por las buenas. Nada en que emplearse. De estar ocioso, qué mejor que dejarse llevar sin cortapisas. Pero Belaura no compartía su entusiasmo. Y era lógico que a veces se sintiese indispuesta. No es lo mismo vivir por uno, que por uno y otro más, como lo era aquel huésped que vino a instalársele en las entrañas. Y por las trazas que habría de ser bien servido. El volumen que a su mujer le iba cogiendo, se le acrecentaba a ojos vistas. Con las resultas, que de tan holgada esperanza el pantalón se le abría. Mas ella, que aún lo soporta por su desprecio al vestido, por más afrenta se avenía con el camisón en los aposentos. Y hasta era, que de no amañarse, mejor se amañaba sin llevar ninguno.

Calíguenes no fue capaz de dejarla sola, aunque ella le instara a hacerlo. Para qué estaba él si no. Y si por un casual lo necesitaba.

— ¿Te imaginas, que aún queden hombres primitivos en este planeta?

—Los cuaralinios.

—Los que yo digo son más arcaicos aún. Se trata de un pueblo aislado, de las regiones frías del norte, que pervive poco menos que en el neolítico.

Belaura se deshizo en un aspaviento.

—Si es que a esta gente no hay quién la entienda. Tan modernos, y con esta civilización tan relamida, y un detalle como ese se les escapa…

—No van por ahí los tiros. Por lo que parece, ellos no alcanzan su nivel de evolución.

— Que son más animales quieres decir, vamos. Y con eso qué. Cada cual es como es.

—No lo son tanto. Ni desmerecen por ello. Pero están lejos de parecerse a los shímpfatos.

—Y tú cómo lo sabes.

—Me lo ha contado Atanar. Él, como presidente, tiene acceso a cualquier información y le está permitido obtener cuanta precise.

—Pero algunas relaciones tendrán con ellos.

— ¿Con los shímpfatos?… Claro. Pero no parece que sean muy cordiales, ni por parte de los unos ni de los otros.

—Qué extraño —Se dejó caer en el sillón—. Y cuál es su origen.

—Todos hacen sus suposiciones. Yo casi afirmaría, que la clave de todo esté en los zirdal. Como siempre.

Belaura entornó los ojos.

— ¿Y si fueran una rama perdida de sus ancestros?

—Vete a saber. O un cruce que se originara por alguna de sus manipulaciones.

—Me parece a mí, que esta gente encierra muchos enigmas.

¿Qué pensarías, si ese pueblo que dices portara genes humanos?

—No digas eso, mujer. Xántriul nos lo hubiera dicho. U Oxisos.

—O quizá no. Que por medio queda el famoso tabú.

Tiempo habría para descubrir tal cosa. Calíguenes pensaba, que los humanos eran del todo ajenos a aquellos cambalaches, si es que era eso. No era posible que en los tiempos remotos en que tuvieran lugar, fuesen tan avanzados, como para tener arte ni parte. Si los zirdal obtuvieron muestras genéticas de ellos, ni les sería traumático, ni tendrían noticia de quienes eran.

XLVIII

Alguien propuso que la población se llamase Biblos. No todos estaban al tanto de la procedencia de aquel término, ni de que designó a una antigua ciudad estado, cuna de navegantes, como lo fueron los fenicios; aquel pueblo, que como ellos ahora, estableciera con sus naves nuevas rutas de aproximación entre civilizaciones. Nadie se opuso a la tal denominación, porque aquel nombre era singular, y no como aquellos tópicos que se proponían. El vocablo se resaltaba propio frente a El Encuentro, Rumania o Humashímpfata, por decir algunos, y si también aludía a tan antiguos pioneros, cuál mejor para nombrar aquel puerto de arribo.

Biblos comenzaría a despertar, cuando desbordado en sus previsiones por la llegada incesante de los shímpfatos se quedaba pequeño. El concurso de los socios resultó ser imprescindible, para la ingente transformación que ahora se emprendía. A aquellos foráneos, como expertos en casi todo, era mucho lo que se les estimaba por su buen hacer.

Los trabajos para limpiar de vegetación tan amplia zona, si bien todos iban a buen ritmo, parecían interminables. Más de una vez, las máquinas hubieron de volver atrás, pues la maleza y los pequeños arbustos volvían a surgir de nuevo, y sólo cuando las máquinas ahondaban sus rejas a tope conseguían erradicarlos. No obstante la materia vegetal extraída se reciclaba, y su transformación nutricional era la norma; si bien, por su volumen, gran cantidad había de llevarse en contenedores lejos de allí, porque no arraigaran.

Al cabo de cuatro meses, cuando la zona libre casi estaba lista para las plantaciones, comenzó a llover con tanta firmeza que no les permitiría concluir. Y entre tanto entendido, nadie sospechó ni por asomo, que aquellas precipitaciones no eran otra cosa que el inicio de la estación de las lluvias. Una falta de previsión así no era entendible; cualquier shímpfato asentado en la colonia lo sabría, siquiera fuese por referencias. Calíguenes no se explicaba, como los ahora gobernantes, y en especial los encargados de campo, ni siquiera fueron precavidos en consultar la pluviometría. En su descargo, diríase, que la mayor parte de los que estaban con ellos, no eran de la colonia, sino provenientes del mundo Gemelo. Aparte de que las transmisiones entre asentamientos no eran muy fluidas aún. Pero lo peor no estaba sin embargo, en que las labores quedasen sin terminar. Lo malo fue, que en los tres meses largos de temporales, la selva volvió a ocupar los terrenos despejados en su mayoría.

Por aquel entonces Xántriul y sus compañeras no estaban allí. De no haberse marchado hubiese sido distinto. Seguro que él les advirtiera de las lluvias con antelación, como alguien, que al par de ellos, vivía como propias sus vicisitudes. Hacía ya mucho que su aeronave viajara a la colonia, y que el shim impartía sus clases en la pequeña ciudad de Máncalux. El resto de los viajeros también se estableció allí, salvo aquellos que buscaban emplearse como agricultores.

En todo este tiempo, Calíguenes tuvo ocasión de alternar con el presidente, e incluso, ambos hicieron una visita a la futura zona de las plantaciones. A partir de ello, y a instancias de él, sí que hubo una aproximación formal a la colonia. Como consecuencia, legarían a un compromiso por el que al término de la estación sus socios prestarían toda la ayuda que necesitasen.

El nacimiento del pequeño de Calíguenes vino a coincidir con el final de las lluvias. Para la ocasión, Belaura había dejado la vivienda que ahora disfrutaban, por la clínica de la astronave, que aún hacía las veces de hospital. Allí vino al mundo el pequeño Calíguenes, y en él permanecieron madre e hijo otras tres jornadas.

Tras el parto, Calíguenes anduvo con premura hasta la habitación, donde ella yacía en la cama medio inconsciente, y con los ojos cerrados.

Fue hasta ella y posó la mano en su frente.

— ¿Qué tal, madrecita?

Ella entreabrió los ojos.

—Dónde está…

—Tranquila… No te impacientes…

— ¿Está bien?

—Muy bien, no te preocupes. En seguida lo traen.

—Lo has visto lo has visto…

—Sólo un instante.

— ¿Y cómo es?

—Pero si casi no me da tiempo de verle la cara… Rubito y bien parecido. Como tú.

No bien terminó de decir aquello, y la enfermera que irrumpía en la estancia tirando de la cunita. La llevó directa hasta la cabecera y la acercó a la cama.

—Enhorabuena —les dijo. Y se fue.

Belaura inclinó su cabeza hacia la cuna, y las lágrimas rodaron por su mejilla.

—Ay, mi niñito… Dámelo Calíguenes. Ponlo aquí conmigo.

—Por ahora, conténtate con verlo. Aún no estás en condiciones.

—Anda éste… ¿Tú quieres que me levante ahora mismo?

Como viera que la cosa no tenía hechura, Calíguenes hizo un gesto de resignación.

—No sé si debería.

No sin dificultad, se las compuso, para envolver al pequeño con el protector, y lo metió en la cama junto a la madre.

—Oh, Dios mío. Pero qué chiquito que es. ¿Verdad Calíguenes?

—Sí, sí, pero mejor que lo vuelva a su cuna, eh.

—Lo que tú deberías de hacer, es irte, y dejarnos solos.

—Vaya, no está mal —sonrió.

— ¿Y cómo tiene los ojos?

—Me parece, que saber eso no será fácil. A saber cuando despertará. Pero descuida, que tiempo no ha de faltarte. Y como has dicho que me valla, pues me voy.

— Pues claro. Eso mismo deberías hacer.

Pero Calíguenes no hizo tal cosa. Al menos hasta que el hambre le hizo cambiar de opinión.

A los pocos días, Calíguenes iba de paso por la plaza hacia la

Estrella, cuando escuchó los comentarios de quienes había a un extremo, cerca de la astronave.

— ¡Si parece una invasión! —decía alguien mirando al cielo. Los demás también permanecían, fijos los ojos en las alturas. Calíguenes hizo otro tanto, y no pudo menos que exclamar:

— ¡Oh, pero cómo es posible!

Por el cielo volaban tal cantidad de aeronaves, que más parecía que una ingente bandada de pájaros ocultasen las nubes.

Nadie sospechaba que eran, y ello les atemorizó. Calíguenes se fue raudo para la astronave, y nada más entrar, hizo uso de su portátil

—Señor presidente… Me figuro que estará al tanto de quien invade nuestro cielo.

—A qué se refiere.

—A una extraña concentración de objetos voladores, tan numerosa como inquietante.

—No me diga… A ver…, a ver cómo es eso. Pero espere, mejor espere a que salga para comprobarlo.

Cuando Atanar pudo asomarse, las naves ya habían pasado. Sin embargo, pudo ver como una de ellas se posaba en campo abierto cerca de las construcciones.

—Desde luego, naves shímpfatas sí que son. Es posible… A lo mejor…

—Qué es posible, señor presidente.

—Recordará que concertamos con ellos ciertas labores.

—Seguro que sí —Hizo una pausa—. Pero entonces, ¿es que usted no sabía nada…? ¿Ni de cuándo, ni de cómo, ni de qué manera…?

—En absoluto. Después de aquello nada me comunicaron.

—Pues si vienen por eso, como si es para otra cosa, menudo susto.

El representante shímpfato bajó de su aeronave, y les comunicó las instrucciones que traía, de sembrar parte del territorio con las plantas procedentes de la colonia, como también el ofrecimiento de plantarles también las suyas.

Atanar le repuso, que cómo no les avisaban por algo así, sino que lo hacían de aquella forma tan subrepticia; y el enviado contestó, que él sólo se limitaba a cumplir con su cometido.

Pese a aquellas reticencias por parte del gobierno humano, al final estuvieron conformes. Aquel ofrecimiento era demasiado valioso para rechazarlo.

Calíguenes y Atanar subieron a una de sus naves, y volarían tras los shímpfatos hasta la zona.

XLIX

Con en el mal tiempo, la escasa actividad de afuera vino a acarrear, que la gente pasara ociosa los días, olvidados de que por su condición de pioneros, no les estaba permitido abandonarse. Cualquier actividad, por pequeña que fuera, servía a los objetivos de pervivencia, y todos lo eran. Los amoríos, tan postergados ante la necesidad primera de establecerse allí, ahora se desbocaban, y más de una altercado hubo en la pugna por emparejarse. También el juego, y alguna adicción oculta, enturbiarían, la que hasta ahora había sido una convivencia diáfana. De los laboratorios no sólo salieron los frutos modificados de la flora shim o aquellas fórmulas que les eran precisas, sino también alguna bebida estimulante, y extractos de dudosos efectos. Quien fuera, había eludido los controles y tuvo a bien elaborarlos subrepticiamente.

Las reyertas persistían y aun se hicieron comunes, hasta desembocar en un incidente notable. El barullo que se formó en el circular, acabaría con el recinto destrozado y las relaciones humano shímpfatas en entredicho. El ambiente ya venía revuelto, porque varios se disputaban el favor de una shim, y la pelea acabó en una batalla campal, todos contra todos, y en la que los shímpfatos se harían valer incluso, de sus descargas eléctricas. La gente que vio tal cosa, retrocedieron con temor, y sólo algunos de los humanosperseverarían con ellos. Más que nada, porque también eran shímpfatos sus partenaires.

A la mañana siguiente el comandante convocó a todos en el gran recinto, y desde la primera balconada les dirigió en solitario su alocución:

— ¡Señores…! Ayer fue en el circular. Ayer ocurrió lo que nunca ocurriera en tanto tiempo. Mañana puede ser en cualquier sitio. Mañana podría ocurrir, que nuestras buenas intenciones no sean creíbles. No estamos solos en esta tierra. Si queremos convivir en paz con aquellos que nos brindan su cultura, su mundo y a ellos mismos, acerquémonos a sus modales y a sus formas de comportamiento como seres civilizados, y no como bárbaros… Aparte, recordaré, que no es bueno andar ociosos, sino ocupados en la búsqueda de otra actividad que complemente la que nos es propia. Cuán pobre es, quien sacado de su ocupación le invade el tedio… El temporal que nos afecta ya remite, y las labores esperan. No estaría de más, mientras tanto, que cada uno hiciese sus planes y comenzara a instruirse, que medios hay, para cumplir en su medida lo que se espera de nosotros. Muchas y variadas son las empresas que acometer, y todos y cada uno habríamos de transformarnos, en los talentos, que como comodines, nos permitan suplir cualquier deficiencia, pues no somos muchos y la tarea abunda. Llega la hora, en que hemos de embarcarnos a los cuatro puntos cardinales, para lograr, que éste, nuestro nuevo mundo, sea asequible a los que vengan tras nosotros.

Dicho esto, los asistentes se explayaron en un murmullo general, como un enjambre. Surgieron unas tímidas palmas, y todo calló a un gesto de Calíguenes. Éste señalaría luego sobre los convocados, y el representante shímpfato cogió las escaleras y llegó hasta él. Esto fue lo que dijo:

—Scuara shímpfatos osmar humancropbim varn linios. Scuara shímpfatoshumancropbim, osmar seiscrapnoxli, varn humanvarn scuarashímpfatosboex.

Lo que venía a decir, y así lo tradujo, que el pueblo shímpfato consideraba a los humanos sabios y libres, que no creían que fuesen un pueblo violento, y que ambos convivirían en paz.

Una rosario de aplausos arroparon la breve alocución, y el shímpfato quedó quieto mirando a Calíguenes que saludaba. Ambos disertadores hicieron mutis, y la audiencia se dispersó sin más en que entenderse.

L

Los años pasaron, y la especie híbrida ya despuntaba como garante de una civilización, que no permitía que sus pueblos se disgregasen faltos de la afinidad genética.

El mundo Shim se preveía como la reserva impoluta, que en simbiosis con ellos, les propiciara una existencia grata y perdurable. Ya no era tanto procurar el dominio de la Naturaleza como su acomodo. Los humanos sabían muy bien, que depredarla, acaso fuera, esquilmar la propia supervivencia. Y en lo referente a aquel mundo, el pueblo shímpfato parecía respetuoso con su medio, pese a una cultura tan basada en el artificio.

Xántriul y su familia acabaron por venirse a Biblos. Varios años hacía ya, y era lo cierto, que no hubo una razón tan determinante para aquel traslado, como la de complacer a Calíguenes en su deseo de reunir a sus hijos. Xántriul poco humo haría en la ciudad, y siempre andaba de un lado para otro como profesor, cuando no era que sus experiencias lo ocupaban todo el tiempo. Axoncer y Uatrozur se integraron sin dificultad, y como entonces, aún seguían ofreciendo sus buenos servicios, que eran de programación, y bien que se les apreciaba. Tampoco sus relaciones con los Zarela habían desmejorado, sino que, por los niños, quizá se estrechasen más aún pese a las reticencias.

Cuando llegaron al fin los mensajes de la Tierra, el pequeño Cal ya era todo un hombre. A aquel hombrecito de larga figura y rostro aniñado, se le veía con Calíguenes, siempre pegado a él, aún en los sitios más increíbles.

Esta vez, padre e hijo permanecían atentos entre pantallas y frente al monitor gigante del módulo de recepción. Los receptores de la Estrella funcionarían sin pausa toda una tarde, descifrando imágenes y comunicados, y un sin fin de recomendaciones y normas. Las buenas nuevas fueron recibidas por la población con elevados ánimos y gran contento, de saber que el nuevo convoy les vendría de camino. Mas, tan lejana estaba aún la hora de su atraque, que de seguida se olvidaron, por no andar ensombrecidos con la tardanza. Por suerte la duración del viaje esta vez se reduciría. Los nuevos vehículos habían ganado en ligereza, y sus sistemas de impulsión se ayudaban ahora de un reactor de partículas que incrementaba su velocidad notablemente.

De nuevo fue Calíguenes el impulsor de aquella conquista, o al menos esa era su impresión. Tan discreto estuvo, que ni siquiera hizo participe a su compañera de aquel asunto. Fue en su viaje a la colonia, tras el nacimiento de sus hijos, allá en Dorul, cuando logró recabar del Centro de Experimentaciones las claves del impulsor. No estaba orgulloso de aquello. Quizá no debió apropiarse de los informes para enviarlos a la Tierra, pero al fin y al cabo tampoco era tan grave, antes o después lo habrían conseguido, y los Shímpfatos no se miraban en eso. Ni él mismo se explicaba como en Tierra fueron tan competentes para conseguir la tecnología de forma tan inmediata. Pero según y como. Calculó que los dichos mensajes les venían con un retraso de quince meses. Algo insuficiente a todas luces para una tarea de tal envergadura. Por eso, él se imaginaba más bien, que en el Centro de Investigaciones del Espacio tiempo haría que experimentaban con aquel sistema. Como fuese, lo cierto era que la duración del viaje quedaba reducida casi a la mitad, si se consideraba que en el primero, las astronaves hubieron de hacer un recorrido extra, antes de que el mundo Shim las atrajese.

La otra sorpresa les sobrevino, cuando supieron, que llegada a un punto, la expedición se bifurcaría para que algunas de sus naves cumpliesen con la exploración del objetivo inicial de la gran, aventura. ¿Sería que en la Tierra recelaran del mundo Shim? O acaso era porque el programa se cumpliese a toda costa.

Desde luego aquel otro mundo de Carión 6, era más cercano a Shim que a la Tierra. Lástima que en éste no dispusieran de otra astronave al menos, ni de la autorización pertinente para ir allá. Con lo que anhelaba Calíguenes navegar de nuevo…

Caliguino no quitaba ojo a los monitores, atento a las imágenes que les llegaban de la Tierra, como ante la visión de una historia fantástica y muy sugerente.

El muchacho tiró del brazo a su progenitor, y dijo:

—Papá, yo también seré navegante.

Su padre lo miró condescendiente y enarcó una sonrisa.

—Ya sé cuánto te atrae. ¿Pero no crees que aún sea pronto para una decisión así?

—Si yo pudiera viajar a la Tierra… Por lo que he visto hoy, ahora sé que aquel mundo me gustaría.

— ¿Más que Shim?

—Mucho más. Creo.

— ¿Pues qué echas de menos en Shim?

—Pienso que nuestro lugar está en la Tierra. El rostro de Calíguenes se ensombreció.

— ¿Y éste?

—Aquí se me antoja estar como de prestado.

— Y qué sabes tú de los problemas de la Tierra… Tú has nacido aquí, y éste es tu mundo. ¿Por qué dices eso, hijo?

—Porque no me considero igual a ellos.

—Bueno. La verdad que no somos iguales. Pero ello no quita que sí lo seamos legalmente. Por otra parte, la especie nueva es tan humana como shímpfata. En realidad es más próxima a nosotros, pues lleva nuestros genes por partida doble.

Cal permaneció en silencio, mientras los asistentes abandonaban el módulo de recepción. Al fin quedaron solos, salvo por los técnicos que aún permanecían junto a las máquinas.

—Papá, nunca te lo he dicho, pero no creo que mis hermanos me aprecien lo bastante. Y no es porque les importen nuestras diferencias, no es eso. Es que ellos sin decirlo, me hacen sentir como el hermano de segunda. El bastardo. O al menos los amigos así lo manifiestan.

Calíguenes encajó los dientes.

—Pues deja que te diga una cosa: tan bastardo eres tú respecto a ellos, como ellos lo son respecto a ti. Y si vamos a eso, más cerca están tus hermanos de nuestra especie que de los shímpfatos, pues llevan doblemente nuestros genes. De tal forma, que más tienen de humanos que de hijos de zirdal. Así que la especie tuya es menos bastarda que la shímpfata con relación a tus hermanos.

— ¡Vaya! Qué sorpresa.

—Nada te sorprenda Cal. Nadie es superior ni inferior a nadie. Pero ni siquiera igual, que todos somos únicos. Diferentes por tanto. Sólo el Cielo es más grande que tú.

—Como teoría… no está mal.

—También como práctica, hijo. Esa supuesta discriminación que tú crees, no es nada. Si nos consideramos iguales, es, porque lo queremos, y así queda establecido en nuestro pacto de convivencia. De él emana la justicia que a todos nos mide con el mismo rasero.

—Pues yo pensaba, que la justicia, como las leyes de la Naturaleza, era algo natural.

—La Naturaleza no es justa ni injusta. La justicia es un acto de voluntad y entendimiento. Sólo en Dios estaría su razón suprema.

De tejas abajo hemos de valernos de la lógica y las buenas intenciones.

—Pero también somos libres de pactar o no con quien queramos.

—Cierto. Porque libres nacemos por naturaleza en tanto que individuos y autónomos. Bien podemos pactar con quien queramos, pero con alguien será. Como de ser seres sociales.

—A pesar de lo que dices, este mundo no me llena.

—Claro, no todo es como quisiéramos.

—Pero sí podemos luchar porque así sea.

—Justo. Eso es precisamente de lo que se trata. Y no debemos desertar de esa tarea. Este planeta es muy grande e inexplorado. Su futuro será el nuestro, y nosotros somos sus hacedores.

— ¿Aunque otros sean sus amos?

—No lo creas Cal. En definitiva esta gran morada sólo puede ser de sus habitantes.

—Lo que es como decir, de los hermanos de mis hermanos. De los híbridos.

—Pero también tú eres hermano, mi querido Cal. Y el resto de nosotros, como mínimo, parientes, como ya te he explicado

LI

Con aquella expedición se perseguía un doble objetivo, localizar materias primas y zonas adecuadas para futuros emplazamientos. Necesitaban minerales y aún no sabían donde encontrarlos. Por ese particular los shímpfatos no se preocuparían mucho que se supiera. En eso sí que eran una colonia dependiente. Sus máquinas o sus estructuras de metal y provisiones químicas, provenían del mundo Gemelo y acaso del planeta origen. Una comunidad tan poco numerosa no necesitaría de muchos aprovisionamientos. En consecuencia, los exploradores no se ocuparon en recabarles cartografía alguna, ni ellos daban muestras de que las tuvieran. Consiguieron realizar las detecciones de campo por su cuenta, y en algo más de un mes, abarcarían tanto territorio, que superaba con creces al de la colonia shímpfata.

El comandante hubo de pasar todo un día programando la expedición, y a la jornada siguiente fue seleccionado el personal y proveídos los vehículos. Mucho se sorprendió luego Calíguenes, al observar, que uno de los candidatos que se propusieron era Policrades.

—Pensé que ya no estaba con nosotros. Yo le hacía camino de la Tierra.

El técnico de máquinas, la cabeza ladeada, se trasteó con las uñas un padrastro. Luego alzó la vista apenas en dirección a Calíguenes.

—Nada de eso, señor. De no ser imprescindible, preferí quedarme. Para qué marchar y volver de nuevo.

—Pues para mí, será un honor, navegar junto a alguien como usted, que no se para en medios ni se arredra ante lo imprevisto.

El subalterno se encogió de hombros y ladeó la cabeza del lado opuesto.

—Favor que usted me hace, que no iría tan bien fiado de no tener buen fiador.

Calíguenes soltó una carcajada.

—Tanto monta, que no habría buen fiador si no hubiera buen fiado.

De todos los que eran, los entendidos shímpfatos viajaron por su palillo, y bien provistos de los instrumentos, que para obtención de muestras y su análisis les serían imprescindibles. Desde la altura, los humanos les detectaban los depósitos de material por espectrometría, cuyos datos finales les eran transmitidos. Ambos grupos volaron sin dilación, cada cual a lo suyo y a compás de la tarea resultante.

Calíguenes y sus hombres se adelantaban, porque ellos no requerían de ir a tierra ni detenerse. Así, mientras los otros se retrasaban con mil extracciones y desplazamientos, ellos rastrearon una extensa llanura, y la altiplanicie más allá, hasta las montañas. El grupo volaría sobre las cumbres, y pasada la cordillera, sobre otro llano desprovisto de vegetación. A su término, el terreno se replegaba para confinarse en largos acúmulos.

Tras pasar las lomas, de pronto surgían dispersas en la hondonada las altas torres, cual gigantescos cipreses apuntando al cielo. Diríase, que se tratara de altísimos árboles, de no ser porque la vegetación tan sólo las cubría, y porque el parecido no era tal sino hasta cierta altura. De acercarse a mirarlas, nadie lo hubiese dicho, que más artificiales no podían ser, y si ya eran esbeltas por su figura, aun se estilizaban por su diseño en luengas estrías. En su tronco se ensartaban como collarines, tres plataformas, la más grande a la mitad y la menor casi en la punta. Desde ellas se pasaba a los accesos, que, en forma de arco, se cerraban hacia arriba, y cuya unión con los muros apenas si era perceptible.

Quizá pensaron los exploradores, que aquellas atalayas no eran sino el vestigio de un pasado guerrero, como avanzadillas o inexpugnables refugios. Las construcciones, que en la distancia más parecieran ahusadas chimeneas, resultaron ser tan formidables como un rascacielos.

Calíguenes enfiló hacia allí con su aeronave, y otras dos se le sumaron. Las tres parecían danzar como insectos en rededor de tales lanzas, que se dijeran, hincadas del revés y prestas para su uso.

Policrades quedó suspendido con su vehículo sobre una de ellas, y descubrió, que una oquedad imponente se abría justo en su pináculo. Por lo que él viera, por allí asomaba el extremo punzante de una enorme aguja, que seguro se alargaría por el interior a lo más hondo.

—Comandante… —le dijo por la radio—. Parece ser, que estas construcciones no tienen más función que albergar ciertos artefactos con forma de aguja. Y menuda aguja.

Calíguenes no columbró mucho lo que le decía.

—No se acerque ni interfiera en nada.

Él por su parte se elevó hasta quedar sobre otra de las torres, y quedó sorprendido.

— Pero si esto parece un misil…

El copiloto lo miró con incredulidad.

— ¿Misiles, señor?

—Es lo que parece.

— ¿Y para qué querrían armas aquí?

—No lo sé. Tal vez como disuasión. Por alguien que viniese de fuera. Pero la verdad que una hipótesis así no parece muy acertada.

— ¿Qué piensa hacer? ¿Cree que deberíamos indagarlo?

—Seguro. Tanto nos incumbe como a ellos… Mejor haríamos con bajar hasta las plataformas. Tampoco existen señales de prohibición, no cree —Intentó sonreír sin mucho éxito.

Las otras naves permanecieron a cierta distancia, y la principal hizo lo propio hasta quedar posada sobre una de las plataformas. Calíguenes y dos de sus hombres se apearon.

Cómo empujar ni tirar de aquella puerta, que parecía tan pesada como un bloque de hormigón… Sin embargo bastó tocarla, para que cayese a ras de suelo de un golpe, y aparecieran tras ella dos individuos, orondos y desgarbados, que los miraban fijos como dos estatuas. Un halo apenas visible los envolvía y cada uno portaba una especie de maletín embutido hasta el codo. Aún desmejoraban por sus facciones, y más, cuando el halo protector de uno de ellos parecía que lo abandonase, pues se le iba y se le venía, con mucho agobio para el individuo, que se llevó la mano libre a la garganta y comenzó a toser con el rostro congestionado. El compañero levantó el maletín hacia los intrusos, en clara advertencia de que no pasaran del umbral.

Calíguenes se inclinó hacia él, y enderezándose se llevó la mano al pecho.

—Nosotros, los humanos con el pueblo shímpfato.

El individuo gruñó al compañero, lo que fue aliviarlo de los ahogos que lo atosigaban, pues recuperó el color, se pasó la penumbra, e hizo mutis. Al poco volvió, acompañado de los que seguramente eran dos shímpfatos. Éstos no se anduvieron con sutilezas y traspasaron el umbral hasta la plataforma.

—Cómo— es— el— nombre— —dijo uno.

—Mi nombre es Calíguenes.

El guardián llamó por radio. Al momento, guardó el portátil, e hizo un amago de reverencia.

—Bienvenidos—… Puede— saber—. Qué— interesa—.

—No mucho. Qué son los artefactos que aquí se guardan.

El shímpfato, todo de seguido, le contestó:

—Interestelares—. Pueblo— amigo— de— Los— Dos— Sistemas—, entránsito—. Aquí— duermen— vida— en— suspenso— hasta— condicionespropicias—.

— ¿Quiere decir, que viajan en estado latente, y que ahora hacen una parada técnica en este lugar?

—Justo—.

—Demasiado tiempo para una parada, no.

—Tiempo— de— ocho— años— shim—. Pero— aún— más—.

Por lo que el shímpfato vino a decir después, Calíguenes entendió, que aquellos viajeros iban de uno al otro de dos sistemas que eran de su dominio. Entre ambos y el de Shim existía la peculiaridad de que los tres se acercaban y distanciaban cíclicamente, lo que venía a suponerles un ahorro para los viajes. De iniciarlo con el sistema próximo al de Shim, esperar en éste mientras el otro se acercaba, sería como aprovechar por partida doble aquella singularidad: la aproximación del primero y el movimiento relativo del planeta hacia el segundo. Y como viajaban en vida latente, alcanzar su destino sería tan inmediato, como salir de un profundo sueño.

Tras mucho rogarles, Calíguenes logró el visto bueno para franquear la entrada, aunque ni se explayó en diatribas, ni argumentó otra cosa, que la curiosidad que despertaba en ellos aquel transporte tan poco común. Los shímpfatos accedieron de mala gana, pera los guardias del maletín no cedían, aunque tampoco era que se inquietasen demasiado.

Los custodios no cejaban, tozudos en la prohibición, cuando, como puestos de acuerdo, sus halos dieron en difuminarse, y entre que se iban y establecerse de nuevo, los dos tosían y se azoraban muy angustiados. Ello no era óbice para que, a la par, ambos se retorcieran y gesticulasen que más parecían en las últimas. En una pausa volvieron a sus cabales, y moviendo con frenesí los maletines hacia el interior, les instaban a entrar sin demora. Como que si no, con halos o sin halos y la puerta abierta, igual no lo contaban.

—Mal andan estos de pilas —musitó Calíguenes.

— ¿Cómo ha dicho señor?

—Que como no recarguen más a menudo, de otra como ésta no salen.

Todos pasaron. Y si era por pasar, Policrades tomó la delantera, que posada su nave tras ellos en la plataforma, aun se les adelantó, yendo a ponerse el primero, por delante de los guardianes. Éstos le indicaron de mal unto que se retrasase, lo que no hizo. No le rogaron por eso, y cogiéndolo por los brazos, lo obligaron.

—Pues menuda educación la de esta gente —dijo.

—Gerrr ongrr arjurjaur —le indicó uno de los celadores.

—Lo mismo digo yo, que para que iba a negarlo.

Por dentro, otra plataforma se inscribía en la torre, con varios apartados que abrían sobre "la aguja". De allí pasaron a una pasarela a nivel que iba hasta el vehículo, y de la que más les valía que no mirasen hacia abajo de tan profundo y oscuro que era el abismo. Pasaron de corrido hasta la nave, y a su ascensor, que era redondo y espacioso, y que se iluminaba tasadamente con luz ámbar. El aparato comenzó a descender, y al tiempo podían constatar por los tragaluces, sucesivas plantas, cuyas paredes se ocupaban por completo con vitrinas, unas sobre otras. Cada une se iluminaba por un piloto de luz roja en su interior, y dentro aparecían tendidos los hibernados, o en el estado que fuese, la cabeza cubierta con un una escafandra de la que salían varios tubos. Por lo demás no parecía que llevaran ropa, aunque aquel extremo no podía precisarse con tan poca luz.

La verdad, que aquellos viajeros poco se les parecían, y por no parecerse, ni siquiera a los orondos guardianes. Aun sin mucha concreción, sus figuras se apreciaban distintas de una a otra de las plantas, y todavía en un mismo compartimento. Y Calíguenes creyó, que encontraba parecido entre algunos de los yacientes y las momias de los subterráneos.

— ¡Cuánta criatura amontonada, pardiez! Si más parece que se trate de un transporte de ganado —saltó Policrades.

Calíguenes sólo acertó a sonreír con aquel discante, porque a ver quien reía en aquella tesitura.

—Eso digo yo. Y por las trazas que no andaremos descaminados.

—No querrá usted decir, que acaso los lleven en contra de su voluntad.

— Cualquiera sabe.

El shímpfato que iba junto ellos, sin duda que entendió lo que decían. Pareció dudar, pero al cabo dijo:

—Ustedes— se— equivocan—, señores—. No— por— parecerlesextraño—, todo— es— muy— normal—. Y— de— ley—.

Policrades guiñó al comandante.

—Eso, para que te fíes de las apariencias.

—Nada— de— apariencias—, que— los— viajeros— son— de— verdad— ysólo— duermen— —se expresó de nuevo el individuo.

A esto, ambos se giraron, dando la espalda al shímpfato por no reír tan descaradamente.

El ascensor se detuvo al fin, que bien largo fue su recorrido. Salieron a un circular, tan voluminoso como toda una planta, y que seguro era de ancho como el grosor de la aguja; donde no había vitrinas, y el golpeteo de las pisadas rompía en su vacuidad, metálico y contundente. Al fondo, varios individuos yacían desperdigados sobre una plataforma, tan amplia, que si no dormían, seguro que no era porque se estorbasen. Aquel colchón singular era tan elevado que nadie lo hubiese entendido para tal menester. Otros dos estaban ante ellos sobre un diván, y al tiempo, se atiborraban con la comida que había sobre una mesa. Cuatro más, algo distantes, estaban muy tiesos junto a la pared, fijos los ojos en los que entraban. Eran finos y espigados, y puestos de perfil se apreciaba la largura de su rostro, al igual que la jeta, cuyo acusado prognatismo no compartían con el resto. Respecto a los otros, la asimetría malograba su figura de tal manera, que eran difíciles de deslindar; todos, menos tres, que lo mismo que los guardianes, y en comparación, pudieran pasar por bien parecidos. El grupo se acercó a los que comían, y preguntáronles lo que fuera, a lo que ellos contestaban sin dejar comer. Tanto se atracaban, que algún que otro espurreo desde sus bocas salpicó a los presentes.

— ¿Usted cree, que estos llegaran a los postres, comandante? — espetó Policrades.

—Pero qué cosas se le ocurren.

Uno de los shímpfatos entró en el discurso. En tres razones se despachó y vuelto hacia a los humanos dijo:

—Qué- es- lo- que- quieren- exactamente-.

Calíguenes se lo pensó, para decirle:

—Queremos saber si esta máquina es muy veloz.

El shímpfato trasladó la pregunta a los comilones, que ni por esas dejaban de engullir. La respuesta fue breve.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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