La Estrella estaba posada sobre la plataforma, como un ave exótica tendida al sol. La astronave aún permanecería cerca de un mes, sobre el campo de ensamblaje, al aire libre. Revestida de su flamante fuselaje y sus velas blancas esperaba, paciente como una novia.
En su residencia, no muy lejos y al otro lado de las protecciones, el matrimonio Zarela discutía.
—Aldés no te puedes ir. Yo no podría soportarlo.
Los dos yacían sobre la cama, tiesos y envarados.
—Y qué quieres que le haga.
—Renuncia. Hazlo por mí.
—No podría. Compréndelo.
—Pero esto es demasiado. Quedaré tan sola como si hubieras muerto.
—Mujer, no digas esas cosas. No barruntes infortunios. Tú sabes que volveremos pronto. El éxito está garantizado.
— ¿Y yo? ¿Está garantizado que estaré cuando llegue el regreso? ¿Volverás a verme?
—Hasta ahí estamos. La vida no la tenemos atada a ningún trapo.
Los ojos de Noyndia estaban bañados en lágrimas. Su estilizada figura se quebraba ahora, acurrucada junto a él.
—Como no sea que te largues con otro… —dijo él sin inmutarse.
—Así debiera de ser.
— ¿Tan mal me quieres?
— ¿Y el tuyo, es buen querer, que prefieres cumplir tu obligación, antes que cumplir conmigo?
Aldés permanecía inmóvil.
—Yo no lo he elegido.
— ¿Ah, que no? ¿Y quién entonces?
—Cuando yo elegí este camino, nunca pensé que me caería esto —La miró a los ojos—. O crees que a mí me entusiasma un viaje tan largo.
—Mitad y mitad —Meneó la cabeza.
—Tú no lo entiendes. Sólo hablas desde tu punto de vista. Esa es mi responsabilidad, y sobre mí ha recaído este peso. Y en parte, no debería de decírtelo, ha sido por nuestro hijo.
— ¡No digas tonterías! —Le empujó con rabia por el hombro—. Sólo tienes que escurrir el bulto. Puedes mandar a otros. De hecho, tú papel aquí es más importante.
Aldés Zarela rompió a carcajadas. Abrazó a su mujer y la rodó por encima hasta su otro costado.
—Qué deliciosamente ingenua eres… El proyecto me ha atrapado sin remedio como a tantos otros, he empeñado mi palabra. Hoy por hoy, nadie como yo está capacitado para esta empresa, porque estoy en el meollo. ¿Y cómo podría traer a nadie de la sombra, para que me sacara las castañas del fuego? Sería como traicionarme a mi mismo.
El semblante de Noyndia se alargaba serio.
—También nosotros empeñamos nuestra palabra, el uno al otro.
—No confundas, Noyndia —Elevó el brazo—. Esto sólo es un episodio más de nuestras vidas. Si no me tienes a mí, sí que tendrás mientras tanto a nuestros hijos.
Ella se apoyó contra él y se incorporó a medias.
— ¿Los niños…? Los niños ya hacen su propia vida.
—Puedes emprender algo que te llene y que absorba tu tiempo. Noyndia sonrió sin ganas, y sus ojos parecieron retomar el buen humor.
—Lo que yo querría es, irme contigo. Aunque tuviese que ir disfrazada. Ya verás…, estaría dispuesta incluso, a hacerme la cirugía estética.
Aldés sonrió con amargura.
—Tú no necesitas ninguna cirugía, estás muy bien como estás. Ojalá pudieras acompañarme. Qué más quisiera yo. Pero al fin y al cabo, cada día tendrás mis mensajes y me verás en el monitor.
—Y de qué me valdrá eso. Tus mensajes tardaran años en llegar. ¿Qué me dirán de ti? ¿Qué estabas bien entonces? Y qué respuesta obtendría yo, al doble de ese tiempo. ¿Tendría sentido ya? Mejor no saber nada.
Aldés lo sabía perfectamente. Era aquel, más que ninguno, el handicap para una exploración previa sin tripulantes, la barrera del tiempo.
Noyndia se levantó.
— ¿Puedes traerme un café?
—Como no. Aprovéchate ahora, que a lo mejor, en el espacio no hay servicio de habitaciones.
La antena de impulsión se tapaba por completo con el hábitat volante. El conjunto asemejaba una gran perola, la tapadera la nave, cuyo interior hacía las veces de un mediohangar perfecto. El gran vehículo era accesible desde el cóncavo de la parabólica, y quedaba protegido por ésta. Por allí se harían los preparativos con comodidad, y el embarque de los suministros. Otras cuatro antenas rodeaban a la primera en un extenso cuadrado.
Cuando todo estuvo a punto, tres chorros de fuego aparecieron bajo la nave, que quedó suspendida apenas. De inmediato se apagaron, al tiempo que la parabólica comenzó a emitir. Un amplio haz de luz surgió hasta la astronave, que comenzó a elevarse. Ahora, el resto de las antenas, al unísono, enfocaron sus blancas barras. El ingenio subía y subía cada vez más aprisa, hasta que las emisiones tornaron al rojo, y luego al rojo oscuro. Por fin la luz desapareció, y sólo un resplandor, testimoniaba su nexo bajo la nave.
Al poco, la interestelar navegaba muy lejos por el espacio. Ahora viajaba veloz en el vacío escapando del sistema. Desde la torre del aeródromo, Noyndia y Nanda fueron testigos del lanzamiento. Allí mismo se les dio un comunicador. No fueron capaces de utilizarlo. Ya para qué. Además, qué sentido tenía si acababa de partir.
Muy lejos de allí, un minúsculo punto de escasísima luz se perdía en el espacio, porque no era nada comparado con la inmensidad. Varios años de navegación quedaban por delante, la Tierra, su seguro soporte, muy atrás.
La oscura travesía se constataba en el sentido de avance, como una fría noche de puntuales estrellas que era todo su horizonte. A popa no era menos, sólo destacaba un sol rojizo y empequeñecido, que se iba encogiendo más y más. La oscura visión cambiaba como de la noche al día, a poco que volviesen los ojos al interior. De no mirar afuera, nadie entendería que ya no estaban en el planeta.
¿Quién podía figurarse, que el aplastado vehículo avanzaría de plano, o que llevaría a popa su lisa panza? Así era. Aunque en realidad llegado a un punto, era indiferente. En cuanto abandonó la Tierra, la astronave se escindió en dos: a un lado su zona de carga al otro la zona habitable. Las subnaves quedaban unidas por un largo cilindro, y el conjunto, rotando a la par; se procuraba la gravedad inducida.
El extremo de la cara habitable se componía de un caparazón ovoidal, con pocas entradas de luz. Allí se encerraba todo un mundo. Lo reducido de la tripulación sin embargo, chocaba con el derroche de espacio y medios. Sólo el ahorro de los suministros justificaba tal contradicción.
SEGUNDA PARTE
XIV
Salían de la larga noche espacial, en un amanecer lento como el tiempo de un calendario. No había días, ni noches, sólo un tránsito inflexible de la oscuridad a la luz. Los paneles de la Estrella, hambrienta de energía, se iban abriendo para atraparla cual la boca de un murciélago. También los tripulantes despertaban del relativo letargo en que la rutina los había sumido. Ya comenzaban a paladear el largo desayuno para el largo día.
Cuando detectaron el astro, lo primero que pensaron fue, que los sistemas de observación no funcionaban. Alguna perturbación les haría tergiversar los datos que ofrecían, o algo en ellos no cuadraba. Aquel planeta no tenía que estar allí, o al menos no figuraba como tal, en sus cálculos ni en las cartas disponibles.
Al acercarse, comenzaron a vislumbrar la gran bola, y no daban crédito a sus ojos.
La muchacha que operaba en la homóloga de mando, se deslizó a la primera.
—Me parece que hemos equivocado el rumbo, señor. Al parecer, estamos de nuevo en casa —informó al comandante.
Belaura, entre sonriente y preocupada, pasaba nerviosa de los monitores al mirador exterior. Aquello se parecía cada vez más al planeta Tierra. Incluso los parámetros que reflejaba el espectómetro de radiación apenas diferían.
El comandante Zarela se llegó junto a la muchacha.
—No es posible. A no ser que hayamos dado la vuelta a toda la galaxia, lo que es más improbable aún.
—De todas formas, ahí está, o esto es un sueño —Belaura señalaba al comandante, el telescopio asociado.
Zarela miró a su través. Al poco se incorporó.
— ¿El sistema ha reconocido la estrella?
— ¿La Estrella, señor?
—Sí, eso he dicho, la estrella.
Belaura movió la cabeza y apretó los labios.
—La nave parece estar en perfecto estado. Ningún sistema de apoyo ha entrado en funcionamiento, ni ha habido ninguna alarma….
Zarela sonrió. Pese a los hechos, el malentendido le hacía gracia.
—No me estoy refiriendo a la Estrella nave, sino a la estrella astro. Pregunto, si la estrella de este sistema es Carión 6. Si se ha verificado.
Belaura se encogió de hombros. Como iba a saber ella a qué se refería.
—Supongo que sí. El rumbo de la nave no ha sido modificado. Nadie ha introducido nuevas coordenadas.
—No obstante, compruébelo.
—Claro, señor. .
Zarela salió precipitado de la cámara hacia el estudio de vuelo.
La Estrella navegaba veloz para el nuevo mundo, pese a que ya iba desacelerando. Por su apariencia, inmóvil en el espacio, daba la sensación de un futurista edificio, una noche alucinada, con sol, estrellas, y una luna de colores. El leve sonido de las máquinas no era un inconveniente, antes bien, daba referencia a una profunda soledad, que para no perderse y entrar en el desvarío, recordaba así que los pies estaban en el suelo.
Belaura corrió precipitada al estudio de vuelo. — ¡Señor!
—Pase, pase.
El comandante estaba sentado a una mesa cuajada de papeles.
—Negativo. La máquina no identifica a Carión 6 —La muchacha no ocultaba su preocupación.
Zarela, pensativo, se le quedó mirando.
— ¡Vaya por Dios! —Hizo una pausa—. ¿Y sus astros?
—Ni idea. Deberían de ir juntos, verdad. El comandante asintió.
—Pues no se obtiene nada concordante.
Los pies unidos, rectas las piernas, y un poco doblada hacia adelante, Belaura sostenía el papel con las dos manos, y miraba al revoltijo de papeles que había sobre la mesa.
—Déme, por favor.
La muchacha le alargó el papel. El comandante lo escudriñó, y lo puntualizó con un lápiz. Luego habló como para sí:
— ¿Cómo es posible que la nave confunda el rumbo? Ay Dios, Dios. Por qué el sistema se ha olvidado de las estrellas guía, y ha cogido éstas por su cuenta… Es cierto que el espectro es parecido, pero no tanto como para que lleguen a solaparse. Que me maten si lo entiendo.
Toda oídos, Belaura lo observaba. De pronto habló:
—Perdone…
—Sí, qué quieres.
—No, no quiero nada. Permítame que le sugiera algo: ¿el origen de estas anomalías no estará en ese famoso astro? —La copiloto señaló por la ventana el esplendoroso planeta.
Zarela olvidó sus razonamientos, y consideró lo que la copiloto le decía.
—A lo mejor, Belaura. A lo mejor.
Los más creyeron, que el comandante, aunque no fuera usual, les estaba gastando una broma.
—Menuda broma —se dijo Aldés Zarela cuando lo supo.
Rendidos ante la evidencia, no tuvieron más remedio que admitir la realidad. Algo había fallado. Si no, aquello habría de ser el efecto de algo desconocido. Lo que aún les ofrecía menos confianza.
Todo aquello era un poco raro. Comprobaron que no captaban signos de vida, pese a que el planeta parecía todo un vergel. No había emisiones de radio, al menos convencionales, ni trazas de construcción o de algo que fuera artificial. Sólo observaban un mundo en extremo verde. Muy verde en sus tierras y azul en sus mares. Sus continentes, que en principio habían confundido con los de la Tierra, estaban plagados de mares interiores y zonas encharcadas. Presentaba, al igual que en ésta, cuatro grandes masas, pero su forma y distribución variaban notablemente.
XV
La Estrella, majestuosa, surca los aires de los perdidos confines. Un tapiz verde, sin más solución, se extiende a los cuatro horizontes. Gigantescas plantas. Variadas y nuevas. Selva y más selva.
Ante aquel espectáculo se sienten turbados, y no pueden quedarse indiferentes. Los tripulantes, casi al completo, se han reunido en el circular de descanso. Tal es la disparidad de pareceres, y las discusiones, que más parecen celebrando una asamblea.
La gente habla y habla, y de cuando en cuando alguien alza la voz y expone su criterio. La mayoría ha de decidir. Nadie puede imponerles nada fuera de lo pactado.
Policrades, uno de los maquinistas, yacía medio adormilado en una butaca. Sostenía un vaso en raro equilibrio entre sus dedos, mientras miraba hacia el cotarro, los ojos perdidos, y la cabeza ladeada sobre el hombro. De pronto alzó la voz. Pero bien alzada, pues todos se volvieron hacia él, incluso los que estaban del otro lado del circular.
— ¡¡Me parece a mí, que todo esto es obra nuestra!!
La carcajada fue general, pues todos creyeron que el técnico de máquinas estaba borracho
Una voz surgió entre la concurrencia:
— ¡Explícate, Policrades, que nos dejas con la miel en los labios!
— ¡Cuando he dicho obra nuestra, no me refiero a los presentes, sino más bien a alguien de nuestra misma familia!
Los murmullos enturbiaron el circular.
— ¡Vaya castaña!
Soltó un tal Anafrasio. Que éste sí que estaba bebido.
— ¡Anafrasio… cierra la boca! ¡Sin alcohol se te puede infectar! ¡Ustedes son, por lo visto, un tanto analfabetos, y perdonen la expresión! ¡Es posible, que antes que nosotros alguien llegara hasta aquí…!
— ¡O que ya estuvieran aquí! ¡Ya puestos…! —le objetó un asambleísta.
— ¡Puede ser! ¡Y para el caso es lo mismo! ¡Es posible que llegaran hasta aquí, por medios que ni siquiera nos imaginamos! ¡Alguien relativamente próximo, pues tienen nuestras mismas apetencias y necesitan del mismo ambiente! ¡No hay más que ver este mundo y compararlo con el nuestro! ¡Puede incluso, que esos medios sean tales, que les permitan remodelar todo un planeta, y acondicionarlo, como nosotros hacemos con un edificio o una ciudad!
La concurrencia quedó en silencio, prendida del discurso de aquel Policrades socarrón.
— ¡Y si el planeta ya estaba así! —cuestionó un asambleísta.
— ¡Yo no lo creo! ¡Este mundo no estaba aquí! ¡¿Por qué habría de sorprendemos si no?! ¡Más bien pienso, que se hallaría muy lejos, y medio helado, porque la estrella ya no daba el calor suficiente! ¡Había envejecido! ¡Ellos se limitarían a bajarlo a esta órbita favorable, y darle unos retoques!
— ¡Casi nada…! ¡Y por qué iban a tomarse tantas molestias!
— ¡Y nosotros… porque nos las tomamos nosotros!
— ¡Dónde va aparar! ¡No alucines, hombre!
— ¡Ni alucino, ni estoy borracho, y lo que he dicho, lo digo conscientemente! ¡Después de meditarlo, es la única solución que encuentro a este jeroglífico, que no es manco!
Unas chicas se levantaron de sus asientos, para ir al dispensador de bebidas y sentarse de nuevo, esta vez cerca de Policrades. Así lo seguirían a él, y su discurso, más en directo. Pero se quedaron con un palmo de narices, pues el de máquinas soltó su vaso en la mesita, se retumbó hacia un lado, y al poco quedó dormido.
El comandante y el máximo responsable técnico, habían repasado ya todas las notas, las grabaciones y cartas, habidas y por haber, y aún permanecían en el estudio de vuelo.
—Y entonces… usted qué opina.
Ambos miraban al exterior junto al ventanal. El ingeniero giró su sillón.
—Casi con seguridad, una perturbación procedente de este astro, ha interferido en nuestro sistema de detección cuando pasábamos cerca.
Zarela arrugó el entrecejo y apretó los labios.
— ¿Cerca de aquí?
—Estoy hablando de millones de kilómetros, como usted comprenderá.
El comandante asintió con la cabeza.
—Y por qué, por culpa de un astro tan pequeño precisamente.
—Es que no se trataría de una perturbación natural.
—Se refiere entonces, a que alguien provocó nuestro cambio de rumbo intencionadamente
El ingeniero juntó sus índices sobre los labios.
—No necesariamente con intención. Alguna emisión fuerte provocada por ellos, ha cegado nuestros sistemas por un tiempo. El mismo en que la astronave ha estado en sombra. Al cesar dicha perturbación, ha retomado el rumbo, guiada de lo que tenía más a mano, las estrellas similares.
— ¿Cómo puede ser eso? —El comandante abrió los brazos—. ¿Tan poco fiable es la astronave?
El otro se puso tenso.
—No es posible prever algo así. Es más fácil, fíjese en lo que le digo, si las propias estrellas guías hubiesen tenido una fuerte fluctuación. El sistema se habría corregido.
Zarela se levantó y anduvo por la sala.
—No lo entiendo.
El ingeniero lo siguió girando su asiento.
—Pues mire, en resumen, el sistema de rumbo no esta capacitado para una contingencia tan puntual. Se extralimita. De todas formas, pudo haberse evitado con un seguimiento por parte del personal.
Aldés Zarela se le aproximó.
— ¿Quiere decirme, que habríamos de estar pendientes día a día durante tanto tiempo?
El otro se encogió de hombros.
De pronto, el comandante se acordó de su hijo. Le vino a la memoria, como en su primera práctica de vuelo, él le cuestionó aquello mismo. ¿De qué se extrañaba ahora?
—Ya sé que no —dijo el ingeniero—. De qué serviría el rumbo automático entonces. Pero al menos, si que debería hacerse en caso de aproximación o parecidos.
—Bah, no sabe lo que dice.
Los dos hombres salieron del estudio. Mientras caminaban, el comandante preguntó:
—Cómo cree que ha podido llegar hasta aquí este planeta.
—No soy astrónomo, desde luego, pero sí que tengo una opinión al respecto… Particular, eh. Seguramente, un cometa se acercó demasiado al astro. Tanto, que su campo gravitatorio hizo que se desviara de la órbita. En la que ahora ocupa, orbitaría ya un microplaneta o un gran asteroide que colisionó con él o lo influenció, y sería el origen de muchas de sus transformaciones.
—Muchas casualidades, no —objetó el comandante.
—Puede que parte de la operación, no fuese espontánea, sino amañada.
—Qué me dice.
—Pues eso. Alguien que sabía del acontecimiento mucho antes de que ocurriera, provocaría el segundo encuentro para que el planeta orbitara precisamente en esta posición.
—Pues si eso fuera como dice… ya esta bien, eh.
XVI
El entorno del humedal se cubría de árboles y vegetación hasta una altura considerable. Desde aquel sitio, los cercanos montes más que verse se presentían. Pero ninguno de ellos podía asegurar, que aquellas protuberancias verdes no se debieran al gigantismo de las propias plantas.
Las dos aeronaves estaban junto al lago, posadas sobre una loma. El comandante y dos de sus hombres, habían bajado ya hasta la playa.
— ¡Quítese del sol, Anafrasio!, que le va a arder la sesera, hombre.
La respuesta no se hizo esperar.
—No crea, mayor, a intervalos me la cubro con el folio de instrucciones.
Cloítides intervino ipso facto.
—Déjelo, jefe. Si su cabeza es impermeable a la lluvia de conocimientos que habría de asimilar, cuánto más a una fugaz radiación.
Anafrasio, sentado como estaba, giró sobre su trasero hasta mirarlo de frente.
—Eso, amigo Cloítides, lo dirás por propia experiencia —Hizo una sonrisa forzada.
—Hombre, yo no es que presuma de un tierno entendimiento, pues hace mucho ya que me soldó la mollera, pero no tienes más que ver, como se me despelleja la incipiente calva, con diez minutos que llevo bajo este sol, que no hará más.
—Y qué… Eso qué tiene que ver. Más bien indica, que tu piel es más blanca que la barriga de un sapo.
— ¡Bueno, bueno, no pasemos adelante, eh! —terció el mayor. Zarela no ignoraba, lo que podían dar de sí las trifurcar de sus dos hombres.
Los dos segundos, algo mohínos, y la vez, se dieron mutuamente la espalda.
Entonces bajó. La copiloto salió de la plateada cámara, y comenzó a bajar con sigilo por las escaleras. Seguramente, no quería que los tres hombres la observaran con el leve traje de baño, hasta sentirse protegida en su hamaca con la postura más conveniente. O a lo mejor quería sorprenderlos.
Lo último lo consiguió, lo primero no. Los dos segundos estaban en una postura inmejorable, de costado al lago y al campamento. Pese a su ligera ofuscación, se advirtieron de la muchacha, seguramente por el reflejo de la portezuela al salir. Por el rabillo del ojo seguían sus evoluciones con disimulo, lo que no interfería en su naturalidad.
Ellos, que siempre la habían visto en traje de vuelo, o a lo sumo en mono de trabajo, quedaron sorprendidos. Venía con el pelo sujeto a la nuca, unas gafas de sol en la mano, y el pequeño neceser, sujeto por una cadenita a la cintura. Todos sus encantos, formas y perfiles, tan bien terminados como una estatua realista. Y tan real, que a ellos se les antojó que iba desnuda, o el bañador, si lo llevaba, era puro trámite, del mismo color que su piel, o de un tejido transparente. Aquellos andares con que evolucionaba, más se parecían a una danza, como si llevara una música en sus oídos, a cuyo compás no pudiera sustraerse. Y otra cosa, ¿cómo era posible, que una mujer rubia y tan blanca, de pronto luciese ahora, aquella piel tan morena?
Segura de andar desapercibida, la muchacha se fue acercando. Pasó junto al comandante, al tiempo que se envaraba un tanto y bajaba la vista. El mayor al verla, se cogió a los brazos de su hamaca, y se inclinó para adelante con la boca abierta. Sus ojos no dejaron ya de seguirla, hasta que se hubo acomodado junto a unos árboles. Una lágrima como una perla rodó por su mejilla, cuando consideró, que ni era su hija, ni sería su esposa, ni mucho menos podría filtear con ella.
Cuando la copiloto se hubo sentado sobre la hamaca, echó las manos hacia la nuca, y sus pechos se abrieron como dos globos. La cabellera brotó hacia atrás arrastrada por sus dedos, como una llamarada o un borbotón de plantas coralíferas. Los dos segundos volvieron la cabeza y se miraron, al tiempo que se hacían un guiño y chasqueaban la lengua.
—Anda qué…
Y quedaron mudos y atorados, frente a frente, en fugaz desconcierto.
Anafrasio se removía inquieto. Miraba a la muchacha, volvía la cabeza de nuevo, y se restregaba las manos, como envuelto en una duda irresoluble. Al fin, carraspeó y dijo:
—Belaura…
Llamó a la muchacha, tan en susurro, que quizá la palabra no rebasara ni el umbral de su boca.
— ¡Belaura! —alzó la voz ahora más resoluto.
La muchacha no movió ni una fibra de su cuerpo.
—Sí…
—Esto…, perdona mi indiscreción… El color de tu piel es natural o adquirido.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—No…, es que como siempre te he hemos visto con la tez más clara, pensábamos, que a lo mejor la habías oscurecido por algún medio, para protegerla de sol… o estar más atractiva, mejorando lo presente.
—Pues yo no he reparado en tal cosa.
La escultural mujer se despojó de las gafas, y comenzó a mirarse y remirarse.
— ¡Y es verdad…! ¡Qué bárbaro! Pues yo diría… que antes de salir…
—No te preocupes —El segundo se encogió de hombros—. Así estás más… más… Eso, más.
— ¿Tú crees, Anafrasio? —le dijo con sorna —.Pues nunca me había ocurrido.
—Bah, déjalo y no te preocupes. Ojalá no tuvieras que volver al vehículo para protegerte —Anafrasio, fijos los ojos, la miraba con insolencia.
— ¿Y eso…? ¿Tan bien me ves?
Él enrojeció levemente, o así lo pareció, pues su piel estaba tan curtida, que en realidad no se sabía, si la rojez era fruto del sol o de su acaloramiento.
—No, lo decía, porque siempre es más agradable estar con una mujer en tales circunstancias, y no en el ajetreo de la nave.
—Hombre, pues muchas gracias.
Belaura se levantó, y comenzó a revolverse y contorsionarse, inspeccionando su anatomía, tan desinhibida, que los hombres no se explicaban, como una muchacha de su recato, había perdido de pronto su habitual compostura. Parecía, como si la copiloto efectuara las poses de una sesión fotográfica. Y no era menos, pues los ojos de los tres hombres, pendientes a la escena, no dejarían escapar ni uno de los planos.
XVII
Tras un parco tentempié, los cuatro quedaron traspuestos. Traspasados por el calor, sucumbían al sosiego que el lugar les había contagiado. A lo sumo, lograban yacer a dormivela, y ninguno dormía. Olvidados del alrededor y cada cual en su mundo, se dejaban llevar de sus pensamientos. No les hurgaban ni los llamaban, una colosal pereza se lo impedía. Aquel calor sofocante y la quietud no eran para otra cosa.
De pronto, apareció un punto negro en el horizonte, que fue creciendo a medida que se acercaba. Sólo el comandante, con aquella vista de halcón que siempre tuvo, y más que otra cosa, por estar mirando hacia allí, lo divisó. Raudo como una centella, salió de su letargo, desenfundó el ultrazeta y disparó. El fino haz fue a horadar el fuselaje del ala a popa. Lo suficiente. La diferencia de presión hizo desequilibrar la velocísima aeronave, que si venía en silencio total, se fue silbando como una flauta. Comenzó a dar bandazos y entró en barrena, yendo a estrellarse en el horizonte opuesto en medio de una polvareda.
—No debió hacer eso, mayor —recriminó Anafrasio.
El segundo tenía abierto un sólo ojo, y miraba al mayor sin inmutarse. .
Zarela, nervioso, se golpeó la mano con el puño de rabia.
— ¡Ha sido puro instinto, me cachis en la mar! Como estaba medio traspuesto…
—Al menos deberíamos ir a ver.
—A ver…
Y los tres hombres, en menos de un periquete, volaron al lugar del siniestro. Se olvidaron por completo de la copiloto, que se mantuvo allí, trasegando sudor y radiación junto a los árboles. Es más, ni siquiera cayeron en la cuenta de que la muchacha no iba con ellos. Ésta, con los ojos semientornados, perdidos en el pequeño mar, era ajena por completo al incidente, sorda sin duda, al traqueteo que de confino se traían los tres hombres.
El vehículo siniestrado no explosionó al caer, pues carecía de combustible, por lo que dedujeron, que su fuente de energía habría de ser electromagnética
—Menos mal, menos mal… pues parece que sea de reconocimiento. Ni se ve rastro de carga, ni de pasajero alguno. Muy bien que ha hecho en abatirla, mayor —le alentó Cloítides.
—A buenas horas mangas largas. Quienes sean, ya tendrán la información del percance en su poder, procesada, y almacenada. Eso, si no han concluido y accionado una respuesta —dijo el comandante.
—No tan aprisa —observó Anafrasio.
Mientras decía esto, arqueó el brazo por encima de su cabeza, y se giró medio encogido como si buscara algo.
Comandante y bis—segundo entreabrieron la boca, y quedaron expectantes frente a él, con evidentes signos de interrogación.
Anafrasio se explicó:
—Con que venga de cinco o diez minutos luz, contando la venida del mensaje, respuesta, más tiempos muertos, tenemos media hora por lo menos para escabullirnos.
Cloítides titubeó un momento, y gesticuló luego hacia Anafrasio como si espantara una mosca.
—Hombre, eso lo sabe cualquiera.
—Cualquiera que lo sepa —terció el comandante. Anafrasio ignoró el inciso.
—El haz que impulsara el vehículo, no puede proceder de este mismo astro, porque ha de venir en línea recta.
—Eso ya lo sé yo.
—Pues entonces.
—También puede venir desde unos pocos kilómetros, o de un repetidor en órbita.
—Eso es… Y nosotros que hemos explorado, palmo a palmo, todo el entorno no lo hemos visto.
Cloítides se puso colorado, y le lanzó una mirada casi asesina.
Digo, darle a él aquel planchazo delante del mayor… Ya se las pagaría.
—Y qué sabemos nosotros sobre este artefacto. A saber, la tecnología que lo fabricó —concluyó el comandante.
Anafrasio, crecido, fue hasta el vehículo de mando, e inspeccionaba los soportes de aterrizaje.
— ¡Bueno, a qué esperamos! ¡Vámonos! —gritó.
Tal como estaba, sentado en una roca, Mayorzarela dijo su nombre:
— ¡Anafrasio…!
Éste miró al comandante, con unos ojos de sumisión casi absoluta.
— ¡¿Mayor…?!
— ¡Usted a su tarea! ¡Me corresponde a mí ordenar, lo que debe o no debe hacerse!
Anafrasio, solícito, se pasó al otro lado de la nave, casi sacando lustre con las mangas al fuselaje.
Los otros aún permanecieron sobre las rocas, frente a los restos de la aeronave.
—Este Anafrasio… —Meneó la cabeza el comandante.
—Si es que no tiene remedio —dijo Cloítides—. La semana pasada… ¿a que no se imagina, qué se le ocurrió?
—Y yo qué me voy a imaginar…
—Pues ya verá: hacíamos los ejercicios de mantenimiento, como de costumbre, cuando ni corto ni perezoso, invirtió, así de golpe, el giro de la máquina. Pues claro yo, matemático, salí disparado hacia atrás contra las palancas de musculación. Y encima, me quería hacer ver, que había sido un parón momentáneo por falta de energía. Como si yo no supiera la diferencia.
—Lo haría sin querer. Confundiría los controles.
—Sí los controles… ¿Entonces, por qué él no se movió? Porque se había aferrado previamente a la barra de equilibrios.
—Tampoco es para tanto. Usted también está siempre chinchándole.
— ¿Yo…? Si le bromeo a veces no es más que de palabra. Pero él, es más rastrerillo…
—En fin… —El mayor ahogó un bostezo—. ¡Calle!, ¡calle!, que por ahí viene la chica. Que no nos oiga hablando de estas memeces.
Belaura había posado el pequeño vehículo tras el de mando, y se acercaba en impecable traje de vuelo, un tanto congestionada.
—Como usted por aquí…—bromeó el comandante.
La chica se quedó inmóvil, separadas las piernas, los brazos en ángulo hacia el suelo.
— ¿Y encima me dice eso? Menudo susto cuando me volví hacia la playa, vi que no había nadie, y que el vehículo grande había desaparecido.
—Pero bueno… ¿y usted no se dio cuenta de nada?
—De qué me había de dar cuenta. Lo único que escuché fue un silbido, que achaqué a algún gracioso que importunaba mi persona.
—Menudo silbido —Rió el comandante—. Y no lo digo porque no sea usted meritoria de tan sonoro halago.
La muchacha no supo qué decir. Al cabo, preguntó con solemnidad:
— ¿Ha muerto alguien?
Anafrasio, que se le acercó por detrás, la sacó de dudas y casi la mata a ella del susto.
— ¿Alguien…? Nosotros somos los que podemos pillar algo si no hacemos mutis.
—Está bien. ¡Vámonos! —Ordenó Zarela.
Cuando llegaron al campamento, aún era media tarde. Pese a la hora, y a la llegada silenciosa de las aeronaves, comenzaron a salir de las cámaras prefabricadas uno a uno y como por arte de magia, casi todos los acampados.
Cuando Belaura puso pie a tierra, en principio no la reconocieron. El súbito bronceado que la doraba, como haciendo honor a su nombre, le hacía parecer aún más bella. Algunas de las chicas se mordían el labio de rabia, y pateaban, echándose el pelo hacia atrás, cara al sol, como haciéndole reto.
XVIII
Los expedicionarios se organizaron en grupos de a tres. Cada cual partió, para donde más le plugo. El campamento se ubicaba al borde mismo de la selva, y en principio se conformaron con rastrear el gran calvero y los montes próximos.
Cuando el grupo de Policrades coronó una pequeña montaña, a unos cuatro kilómetros de la partida, descubrieron asombrados toda una ciudad. ¿Cómo no la verían desde el aire? No lo entendían. A no ser que la hubiesen levantado de la noche a la mañana.
— ¿Está usted ahí, señor?
—…
—No, ningún problema.
—…
—Al parecer, no estamos solos. Hemos encontrado algo.
—…
—No, señor, muchas construcciones.
—…
—Muy bien, señor, lo haremos.
Policrades guardó su transceptor, y los tres hombres en la cima, se sentaron para observar y descansar. Si es que podía ser un descanso, estar frente a algo tan inaudito.
Desde allí otearon con los prismáticos, y su visión fue la misma, una inopinada aglomeración, que aparecía totalmente desierta. Al poco emprendieron la bajada, camino a lo imprevisto.
La copiloto saltó con agilidad del vehículo de mando, y trepó por la ladera hasta llegar junto al comandante. A su altura, de pie sobre la cima, quedó inmóvil junto a él, como una venus olvidada al viento por una civilización perdida, las piernas firmes sobre el terreno, la figura recortada. Sus contornos, acentuados por el elástico traje de vuelo, originaban al menor movimiento, un vaivén de montañas y valles, que parecía iba a dar paso a un terremoto, o a toda una orogénesis. Estuvo un tiempo con la vista perdida sobre la ciudad, el cabello al viento como cola de cometa. Cuando habló, sus palabras surgieron armonizadas como una melodía. Tal era la transformación de la mujer, emocionada.
— ¿Y cómo será, Mayorzarela, que estos hombres, o lo que sean, prefieren las entrañas de la tierra, a vivir sobre este paraíso?
El comandante no contestó de momento, pues consideraba que la copiloto no sabía lo que decía. Luego se lo cuestionó:
— ¿Por qué dices eso?
—Pues … porque no se ve bicho viviente.
—Y qué.
—Que sí hay, en cambio, muchas luces, e incluso alguna que otra salida de humos. Y todas aquellas bocas oscuras —Indicó con la mano—, que, como se ve, entran en la tierra.
—No sé si estarás en lo cierto. Puede ser. A lo mejor no están adaptados a este ambiente.
Las construcciones, de un blanco inmaculado, eran redondas u ovaladas. Algunas había, como excepción, más grandes y cuadriculadas, al modo de los hangares. Y las calles, amplias y desiertas, hacían pronunciadas curvas.
Los tres hombres avanzaron al fin, por los amplios accesos. No pensaron en darse a conocer o identificarse, porque no sabían como o ante quien. No fue necesario. Al llegar ellos ante las bocas, las rampas de bajada que subían, y los huecos quedaron sellados. El paso a la ciudad, quedaba practicable ahora con las propias rampas.
Se internaron a la sombra de las construcciones, por pasar inadvertidos, hasta llegar a una plaza, a cuyo fondo se levantaba un edificio desgarbado y alto, al modo de un santuario. Todo estaba desierto. Allí no había otra cosa que construcciones y árboles.
Sus compañeros gesticularon, para indicar a Policrades la conveniencia de retirarse. Para qué seguir.
Él se negó en redondo.
— ¡Qué va! ¡¿A qué hemos venido?! ¡¿A inspeccionar?! ¡Pues lo haremos!
—Chiss… Calla, que te pueden oír.
— ¡Venga ya! ¡Tampoco nos van a comer, no…! Digo yo.
Desde allí anduvieron un trecho, hasta colarse por una entrada que se veía al fondo. Pasaron de corrido, pasillos, salas y más pasillos, que más parecía que toda la ciudad era un laberinto. Las estancias estaban vacías, y eran asépticas y luminosas, como si la luz las atravesara o surgiera de las mismas paredes.
Al fin llegarían a un localón, con los techos altísimos. En su centro había un pedestal blanco, como de mármol, que estaba coronado por una esfera negra. Negrísima. Tanto, que daba la impresión, de un trozo de negra noche en un claro día. Los hombres se quedaron mirándola por momentos, y al volver la vista a la luz les dolieron los ojos. No se lo pensaron mucho y decidieron llevársela. Cómo se iban a justificar si no en el campamento.
Sacó Policrades un viejo mazo de su mochila, y comenzó golpear el extraño objeto para arrancarlo de raíz. El utensilio se pegaba a la bola como si tuviera imán, y al tirar fuerte, salía despedido, sin que la esfera se moviese un ápice. El hombre, sudoroso, fue a apoyarse sobre el basamento, y al presionar con la mano, la bola negra se desprendió, y quedó flotando en el aire.
Los tres se quedaron mirándola con la boca abierta, como si contemplasen una aparición.
Trabajo les dio, atrapar el díscolo objeto, pues ensayaron todo tipo de acrobacias, y hasta le hicieron aire con un panel, que llevaban plegado con el equipo, sin lograr que cayera. Fue al rato, que ya se iban, cuando la bola comenzó a bajar por sí misma, como si fuera un globo. Policrades la metió en su mochila, y al hacerlo, los dedos se le quedaban helados, de lo fría. Desde allí, desandando el camino, llegaron de nuevo a la plaza.
— ¡Mirad allí! Parece que tenemos compañía —observó Geroan.
Ante lo que ellos creyeran un santuario, había un grupo de individuos. Al parecer conversaban en buena armonía, solazados bajo unos árboles.
— ¿Por qué habrán venidos estos? —dijo Policrades.
—No, no han venido. Deben ser de aquí. De los nuestros no son —afirmó Nícawo.
—Pues entonces… tú me dirás.
La verdad, que de lejos no parecían distintos de ellos, como no fuera por su estatura y su fortaleza. —Unos mozos bien criados —se dijeron.
A medida que se acercaban, comenzaron a sentirse como en su propia casa (cuando a lo mejor ni se acordaban de ella). Aquella situación les parecía de lo más familiar, pese a no serles conocida.
Sin embargo, cuando estuvieron cerca de los desconocidos, les extrañó que ya no los vieran tan grandes. Su estatura no era mayor que la de ellos, y también sus ropas eran parecidas. La impresión de fortaleza tampoco era tal. Los oyeron reír a carcajadas, indiferentes por completo a su presencia. Los tres hombres se ubicaron a cierta distancia, sentándose en un filo de madera que delimitaba la zona de los árboles, e hicieron como ellos, hablar entre sí sin darles muestras de expectación. Al poco, Policrades se puso a mirarlos sin ningún reparo. El color de la cara se le mudó.
—Pero si es mi primo Gozares… —dijo.
Los otros se quedaron patidifusos.
— ¿Qué dices?
Nícawo se volvió a Geroan, llevó el dedo índice a la altura de la cabeza, e hizo ademán de atornillarse la sien.
—Éste está…
A su vez miró hacia los desconocidos.
—Anda… pero si está ahí mi cuñada.
Geroan se los quedó mirando, ya al uno ya al otro, sin creérselo.
—Desde luego, para las bromas sois únicos —Rió desconcertado.
—Que sí hombre, que mi primo está ahí —insistió Policrades.
—Y aquella es mi cuñada, si lo sabré yo…
Él no quiso seguirles la que creía una broma y ni miró siquiera.
—Su primo… Su cuñada… Seguramente. Que a lo mejor han venido antes que nosotros.. .Desde tan lejos. Mucho iban a correr. A otro perro con ese hueso —masculló.
Geroan no vio a ningún familiar, seguramente porque se había criado en un orfanato, pero sí que vio a su mejor amigo.
—No me lo puedo creer. Inaudito … Nada menos que mi amigo Saila… ¿Qué demonios hará aquí?
Ninguno de ellos corrió a saludar a sus íntimos. Allí había algo que no les cuadraba. Pero se sentían tan a gusto… ¿Por qué habrían de irse?
Claro, para ellos, lo que veían era lo que veían, no había lugar a dudas. Sin embargo, al fijarse mejor, observaron, que la imagen que de sí daban aquella gente, no era como la de ellos. Le faltaba algo. Como si no fuera auténtica. Algo parecido, a la diferencia entre realidad y una película, pero mucho más sutil.
Pronto salieron de dudas. A poco que los miraban, aquellos sujetos se fueron transformando en sus sucesivos familiares o amigos. Sin embargo estaban allí, se movían, hoyaban el césped al pisar y agitaban las ramas de los árboles. Pero sobre todo, hablaban sin freno. Eso sí, en una jerga, que en nada se parecía a ningún idioma conocido.
—Pues yo no me quedo con las ganas —dijo Policrades.
Y echó a andar hacia el grupo.
—Llevará algún arma, no —cuestionó Geroan.
—La pistola de bombas paralizantes —dijo el otro.
—Menos mal.
Nada pasó. Aquella gente ni se dio por enterada. Policrades se acercó a los transformistas como si tal cosa, y los observó uno por uno. Definitivamente, todos eran extraños. ¿Pero qué podía decirles ahora? ¿Y cómo? Comenzó a pasearse ante ellos, y ni se extrañaron de él, ni lo tuvieron en cuenta. Confiado, se arrimó luego a los que estaban a su derecha, y puso su mano en el hombro del más próximo.
—Vaya. Al final os habéis decidido también —le dijo.
El otro lo miró, sonrió, y siguió con su charla. Policrades retiró su mano, raudo, y se puso a temblar. Había creído ver en el extraño a Nícawo. Pero los compañeros no se habían movido de donde estaban.
El pionero sacó fuerzas de flaqueza y volvió con los otros.
—Qué, como te ha ido —lo interpeló el visionario.
—No sé.
Policrades, atónito aún, miró hacia los transformistas varias veces, y cogió su mochila.
—No sé a qué carta quedarme. ¡Vámonos!
Comenzaron a subir la cadena de cerros que los separaba del campamento. Iba Policrades tiritando, a pesar del calor y del esfuerzo, con las espaldas congeladas por la singular esfera. De pronto se detuvo, y se giró hacia la ciudad. Sacó pecho, y se lo golpeó con los puños.
Nícawo tras él, sonrió, y le dijo:
—Oye, Policrades, ¿por qué hemos visto a esos hombres, de tantas maneras distintas?
Él se encogió de hombros, y le contestó, sin interrumpir la marcha:
—Yo que sé… Seguramente, son capaces de comunicar, sin proponérselo, una paz tal, que quienes los observan se sugestionan y se retrotraen a vivencias familiares llenas de dicha. Así, creen ver en ellos, a las personas que más felicidad les han dado. Una especie de simpatía.
—Si… Pues anda que mi cuñada a mí… de qué.
—Eso tú sabrás.
Ya en el campamento, abandonaron la negra bola en un rincón, y se solazaron en las cámaras.
A media noche los despertó un ruido sordo, un ajetreo, como de ir y venir de pesados vehículos, que parecía no acabarse nunca. Comenzaron a oírse después fuertes estampidos, como de cohetes.
— ¡Vaya, parece que los vecinos van de viaje! —exclamó Policrades desde su camastro.
A la mañana siguiente, una de las mujeres que se acercara de aquel lado del campamento, observó, que la bola negra que al mirarla dolían los ojos, ya no estaba allí. Donde estuviera, aparecía ahora, un hoyo renegrido que se ahondaba hasta lo más profundo.— ¡Vaya!, ¿Quién habrá querido llevarse un estorbo así? Y han hecho un agujero… Qué raro.
Cuando volvieron, ¡la ciudad ya no estaba allí! En el lugar que ocupara, había ahora un profundo socavón, tan grande como el cráter de un volcán.
XIX
—Oye, chica, o yo veo doble, o debo estar borracha.
La otra sonrió.
—Como no sea de sol… no creo que estos refresquillos puedan nublar ni a un moribundo.
Las dos mujeres tomaban el sol a espaldas del campamento, no más protegidas que de unas gafas casi tan oscuras como el bronceado de su piel.
—Si ya lo decía yo. Lo tuyo no era defecto de visión, sino mal del coco.
La primera miraba hacia el cielo, echada sobre el antebrazo.
—Date la vuelta y verás…
La otra, que yacía de bruces, rodó sobre sí, hasta quedar boca arriba.
— ¡Caracoles! A que se nos viene encima… Y yo que creía que se estaba nublando…
— ¿Qué me dices ahora?
—Pues que tenemos la Estrella encima de nosotras.
Las dos observaban como la nave se iba haciendo cada vez más grande, hasta el punto de no adivinar sus bordes.
— ¿Y no te parece extraño, que la astronave pueda estar al mismo tiempo, posada en tierra, y en el aire?
— ¡Y es verdad! Está allí y está aquí. No puede ser.
Para tener más campo de visión se puso de pie.
—A que ahora salimos nosotras del vehículo, y nos encontramos frente a nosotras mismas, como si nos mirásemos en un espejo… —dijo la primera.
La otra puso cara de espanto, e hizo una 'o' con los labios, como si tuviera en la boca algo muy caliente.
— ¡Quita mujer! —le dijo sin mucha convicción.
La astronave se posó en tierra.
—Vaya racha. No salimos de sorpresas.
Sólo un hombre descendió por la rampa, y se puso a ordenar los pequeños bultos con que bajara. Al verlo, las dos mujeres se reconfortaron, y no perdían detalle.
—Está escrito: No es bueno que el hombre este solo. Hagámosle compañía.
—Mujer… ¿Así?, ¿de sopetón…? La otra meneó la cabeza.
— ¡Un incauto hombre! ¡Solo, e indefenso!
En nada repararon, cogiendo campo a través bajo la astronave, que había quedado en sombras.
—Lo que yo te decía, joven y de rango.
El caballero, de pie junto a la rampa, las vio venir, y no sabía a que atenerse. Su ausencia de indumentaria lo tenía asombrado.
—Bienvenido, señor, en nombre del campamento —La chica lo miraba insolente— ¿De dónde viene su nave? —tendió la mano al desconocido.
Él quedó perplejo. No es que le extrañara que dos mujeres fueran a recibirlo, le sorprendía su falta de atuendo y precaución.
Por demás, ellos no habían emitido mensaje alguno, y la nave era de por sí indetectable.
Las dos muchachas lo remiraban curiosas y con todo el desparpajo. Él las miraba a ellas más curioso todavía.
—Perdone, señor… ¿No habla nuestra lengua?
—Por supuesto que sí, señoritas.
El joven, ahora sí que estrecho su mano, y echó a andar, flanqueado por las receptoras, que se adaptaban como podían albuen paso de Calíguenes.
— ¡Pasee…!
Calíguenes irrumpió en la sala, más ancho que un niño con juguete nuevo.
— ¡Válgame Dios!, pero si es mi hijo…
Zarela estaba inmóvil, sentado tras el escritorio, sin creerse lo que estaba viendo.
— Qué papá, ¿todavía estás vivo…?
El padre se levantó, cruzó la estancia, y atrapó a Calíguenes en su abrazo.
—Pues no te queda mucho que aguantar a este alma errante… — Lo miró complacido—. ¿Y cómo? ¿Quién te ha traído hasta aquí? Calíguenes rió.
—La Estrella hermana.
Aldés puso cara de extrañeza.
— ¿Existe alguien que se llame así?
—Ya lo creo, la Estrella I, pues para que lo sepas, la tuya es la II. El mayor sacudió la cabeza.
No lo creo. La astronave es la única. Y la primera.
—Sal fuera y verás.
Aldés no Salió a ningún sitio. Miraba de arriba abajo al nuevo comandante, que no mayor, pues el mayor era él.
— ¿Y cómo es eso?
— ¿Acaso pensabas, que un vehículo prototipo sería lanzado a la aventura sin más? ¿Pese a haber superado todos los exámenes? La primera era la de artesanía, la segunda la primera de la serie.
—Y cómo no se me informó. Acaso la tenían escondida, o qué.
—No te creas un dios papá. Todo tiene sus secretos. Tú no lo podías saber. La Estrella I se construyó en el Centro de los Hábitats, era mi sorpresa, y el seguro para vuestra expedición.
—Desde luego… vivir para ver. Mejor sería, que la astronave nos hubiera acompañado. Dos mejor que una. O no.
—Si así hubiese sido, ¿cuántas pegas habrías puesto? Sobre todo a mí. El comité lo estimó conveniente.
Calíguenes se acercó al ventanal y paseó la vista por el campamento. Éste quedaba a cierta distancia de la nave, y se podía contemplar en toda su panorámica. Grupos de hombres se afanaban aún en labores de acondicionamiento, lo que hacía suponer una larga estancia. Tres pequeñas aeronaves estaban junto a la Estrella, como cachorros al lado de la madre. El horizonte acercaba hasta el lugar su manto verde. Una fenomenal alfombra de árboles y matorrales, se adaptaba al terreno tapando las montañas, que como jorobas verdes en la lejanía, eran la nota discordante a la continuidad de la selva.
— ¿Y puede saberse al menos, el motivo de tan larga travesía?
—Claro. Una segunda expedición de apoyo.
—No era necesario. Nos bastamos solos, y el viaje es seguro.
— ¿Y esta tierra, también? —Hubo una pausa—. En el Centro de los Hábitats quisieron ser precavidos.
—A propósito —Zarela frunció el ceño—. ¿Cómo habéis dado con nosotros?
—Siguiendo vuestro rumbo.
— ¿Nuestro mismo rumbo?
—No es eso. Captamos emisiones vuestras.
Zarela se puso a pasear ante Calíguenes, como rumiando lo que le iba a decir. Al cabo, abandonó.
—Total… ¿Y qué te ha parecido este bismundo?
Su hijo se encogió de hombros.
—Pues no sé. Un milagro.
—Lo que te pregunto es, que qué opinas de este trance.
—Nada, supongo. Es un hecho, y ahí está.
—Pero algo tendrás que decir de este fenómeno. Del origen de esta Tierra peculiar.
—La verdad, que nada extraño hemos notado, ni en nuestro viaje, ni al llegar aquí. Nos limitamos a seguiros, hasta comprobar que habíais derivado, y os buscamos. En cuanto al hecho de topar con este mundo… Si hubiésemos llegado a la última barrera…
—Cuál barrera.
—La de la luz.
—Demasiado, no.
—Lo sé. Pero sólo entonces cabría pensar en algún fenómeno no visto, como un gran avance en el tiempo o algo de ese calibre.
— ¿Y qué?
—Habríamos viajado al futuro, y el cosmos sería distinto. Pero a fin de cuentas, eso es algo que nadie lo ha visto.
Zarela giraba un lápiz entre sus dedos, en tanto que mantenía la vista hacia el ventanal.
—Qué va. El nuevo sol no tiene mucho parecido con el que veníamos a buscar. Ni con el de nuestro sistema. Aquel no tiene ningún planeta detectable en esta posición, ni nos constaba de que éste estuviera aquí.
—Entonces, todo esto es normal, y tiempo presente.
—Normal no lo sé, pero real sí.
—Y este astro.
—Una incógnita. Puede, que una gigantesca morada, o un capricho de alguien con mucho poder. Tan cercano a nosotros, que tiene nuestros mismos gustos.
Calíguenes silbó sorprendido.
— ¡Menuda morada! ¿Y es cómoda?
—Le quedan muchos detalles por acabar.
Lo que sí se acababa era la tarde, y aquel día exageradamente luminoso que dañaba a la vista. El cielo se había oscurecido con densas nubes, y al poco, comenzaron a soltar su húmeda carga, como un fardo que se rompiera de improviso. Las luces del campamento se encendieron, y los dos hombres, en la penumbra de la estancia, miraban al exterior, entre una calma y una paz particular no alterada, ni por el estruendo de la nave golpeada por la lluvia.
El comandante se sentó.
— ¿Y tu madre y tu hermana, que tal están?
Calíguenes miró hacia un lado.
— ¿Tu mujer y tu hija…? Pues bien… Muy bien. Están… Están aquí.
Zarela tiró el lápiz contra el suelo de un golpe, y se alzó a medias, apoyando las manos en el filo del escritorio.
— ¡Maldita sea, Calíguenes! ¡Te has pasado, eh! ¡Vamos, yo no sé…!
El joven no pareció que se sorprendiera.
—Son varios años de travesía. ¿Qué podía hacer yo?
— ¡Pues nada! ¡Eso mismo tenías que hacer, nada! —Quedó callado un momento—. El tiempo pasa volando, y nunca mejor dicho.
—Pero no para los que han de esperar en tierra. ¿Cómo podía dejarlas allí, sin saber siquiera si esperarían en vano? ¿Cómo podía negarme?
Aldés Zarela golpeó la mesa con el borde de su mano.
—Pues sencillamente, porque nadie te lo ordenó. ¿O acaso crees, que los reglamentos se hacen y deshacen por antojo?
—De todas formas van en mi nave, no aquí.
— ¡Pero siguen vulnerando la prohibición! ¡Ningún lazo familiar entre tripulantes!
Calíguenes se puso tenso.
—Ni siquiera tu propia familia… ¿Acaso querrías que murieran de viejas, mientras tu te eternizas conquistando el cosmos? Los ojos de Zarela parecieron encenderse.
—Mira…, no me andes por esos terrenos, que no respondo de lo que…
Calíguenes entonces, sintió temor. No de lo que su padre decía, sino de sus propias palabras.
Hubo un largo silencio.
Fue el padre quien lo rompió:
— ¡¿Bueno, a qué esperas?! ¡Vete ya, que ya nos hemos visto bastante!
Calíguenes no abandonaría aún la Estrella II. Salió de la sala de mando, y recorrió los pasillos de la tercera galería. Paseó y paseó por largo rato, sumido en mil cavilaciones, y antes de llegar a media circunvalación, cogió el ascensor y bajó a la planta base. Los campos de cultivo se perdían en torno al circular de descanso, y un sendero en la explanada lo llevó a la zona de reposo. El techo iluminado muy arriba, no le daba en absoluto sensación de encerramiento. Tal vez por eso penetró en el circular.
Más que de recreo aquel parecía un salón de espectáculo, y no porque la concurrencia presenciara ninguno. Ellos mismos, eran actores y espectadores de las variopintas escenas en que medraban.
Cuando Calíguenes entró, los presentes no dejaban de mirarlo. Al parecer, todos se sentían afortunados de tener ante sí al hombre, impulsor de la gran aventura. De manera particular lo hacían las mujeres, que repantigadas en sus asientos, lo miraban con insolencia y sin dejar de hacer comentarios. En nada se cohibían, protegidas sin duda en el relativo anonimato
Al poco entró ella, segura, y quizás apresurada. Pasó junto a Calíguenes, acentuando el paso, por instinto seguramente, pues no dio muestras de fijarse en él.
— ¡Caray! ¡Vaya con la niña…! ¿De qué espacio habrá caído ésta? —comentó.
Se había apoyado en la barra, y la seguía con los ojos, girándose, hasta que se perdió en el circular.
—Perdone, señor… No he podido evitar el oír sus comentarios…
Calíguenes, que se creía solo, se volvió hacia el tripulante. Éste, se había girado en su butaca, y aparecía frente a él. Calíguenes se dijo, que para intimidad, nada mejor que la puñetera calle.
—… Ella es Belaura. La primera mujer de a bordo, y ojo derecho de su señor padre.
Pues sí que estaban bien informados.
—Vaya con el viejo —dijo entre dientes.
—Me parece que sus pensamientos no van por buen camino…
¿Otra vez? Por lo visto, a aquel sujeto no se le escapaba una.
Es la copiloto y piloto, pues normalmente comanda la astronave asistida a su vez de un copiloto. Cuando hay algo que pilotar.
—Eso, cuando hay algo que pilotar —repitió él.
—Ha dicho que se llama Bel-aura… —Se confirmaba Calíguenes— Y tanto… ¡Qué bárbaro! Ni que la hubiesen irradiado.
— ¿Cómo ha dicho señor?
—No, nada.
Qué … Que esta vez te ha fallado la antena… —estuvo por decirle.
Y se escurrió de allí, sin demora, hasta la salida.
XX
Con aquel brillo, a pleno sol, aquello no podía ser un satélite. Además, no concordaba con un planeta tan grande. Y por si fuera poco, ya llevaba dos días en el cielo, inmóvil.
Lo que fuese, desde luego no era redondo, y estaba al parecer, dentro de la atmósfera. A qué distancia, ya era más difícil de precisar. Ni con radares, ni con detectores lumínicos o de radiación, lograron ninguna cifra. ¡Las leyes que regían los instrumentos, se habían vuelto del revés, o tornaban como una veleta loca!
Varios días pasaron y nada cambió.
También Nanda estaba allí, su madre, y Belaura, la invitada de excepción.
Calíguenes y su padre, al parecer no unían. Más bien separaban, pues quedaron de pie, de espaldas el uno al otro, en el centro de la cámara, como si en su discordia se hubiesen repartido el territorio. De aquí para allá, para mí, de ahí para allá para ti, y no había arreglo.
Una repentina felicidad se había adueñado de los reunidos, que hablaban, como si entre sí sus mentes no tuvieran secretos. No ponían reparos en expresar lo que pensaban, pues descubrían que sus interlocutores ya estaban al tanto. Y no soñaban, estaban allí de cuerpo entero.
—Pues usted dirá qué hacemos, Mayorzarela —interpeló Belaura. El comandante, pareció que se sorprendiera, aun cuando ya lo sabía:
— ¿Yo…? ¿Y por qué yo?
—Eso es… Es usted quien manda. Como no sea que…
Belaura movió la cabeza en dirección a Noyndia. Ésta se reía. Calíguenes, con una sonrisa de oreja a oreja y el rostro enmofletado de dicha, se decía casi pensando:
—Y además tiene sentido del humor… Ya sólo faltaba que se fijase en mí.
Belaura, percibió de paso el pensamiento de él, y fue a lo que iba.
—Si no, que decida él. Es el único que puede hacerlo —Fijó la copiloto su mirada en Calíguenes.
— ¿El único? ¿Para qué? Qué poco sabes tú lo que yo haría —se dijo el nuevo comandante.
—Porque si no es él, ¿quién puede dar legalidad al asunto? — insistió ella.
—No, si verás… —medio pensó Calíguenes. Y dijo:
—Pues yo creo, que lo mejor sería acercarse al objeto. Ella asintió, también con la cabeza. Y dijo:
—Bueno, mayor, la astronave espera.
—Pues sí, que sea cuanto antes, no vaya a ser, que luego no tenga hechura —apoyó Calíguenes, a medias con el resto.
—No, yo no. Esta vez me quedo, Belaura, ve tú sola.
Y todos se dijeron, que por qué el comandante diría tal cosa.
—Claro… Ya puestos… nos dejan a las mujeres solas en la nave, y ya está. Total…
Y ella se dijo, como se decían todos, que vaya un lapsus tan tonto el que acababa de tener.
—Pues no es mala idea. Al menos nos divertimos. Como somos aproximadamente, mitad y mitad, las mujeres en la I y los hombres en la II, o al revés. De todas formas, de no ir juntos…
Y pensó Calíguenes, por no expresarlo, que por qué hablaría él con tanta ligereza, de un asunto tan serio.
Y eso fue lo que acordaron.
Nanda y Noyndia no acordaron nada, pues no venía a cuento, pero salieron de allí tan contentas, que no se pusieron a bailar, porque todos estaban presentes. ¿Para qué iban a tomarse aquellas confianzas, con esas apretaras?
Cuando la Estrella se acercaba al avistamiento, comentó Policrades:
—Todo esto es de la misma película. Y si no ya me lo diréis.
El objeto, como habían sospechado, era un vehículo suspendido.
La nave extraña venía a ser, como dos renacuajos pegados por los vientres, pero de muy grandes proporciones. La parte de arriba, o la de abajo, según se mirara, era una copia exacta de la otra. Sólo una diferencia, una era blanca absolutamente, la otra de un negro total.
—Desde luego, el diseño, original sí que es —volvía a decir
Policrades.
Calíguenes se había unido al común de los tripulantes y observaba como ellos, pegado al ventanal. Oyó como el resto, las opiniones de técnico de máquinas. Se dirigió a él:
—Según creo, usted estuvo en la ciudad.
— Sí señor, así es.
—También sé, que lograron contactar con esa gente.
Los demás se arremolinaron en torno a ellos, movidos de la expectación.
—Bueno… algo parecido.
—Y qué opinión les merecieron.
Policrades desvió su mirada al exterior, y quedó de costado al comandante con las manos metidas en los bolsillos.
—La verdad, señor, que el interés de ellos hacia nosotros, brillaba por su ausencia.
—Cómo puede ser eso. Ustedes eran sus intrusos.
—Para mí, que no nos juzgaron capaces de comunicamos o nos creyeron de los suyos. No lo intentaron siquiera. Se veían muy seguros. Nos parecieron de mente poderosa y palabras endebles.
—Acaso no hablan.
—Sí… ya lo creo. Entre ellos. Además, tuvimos ocasión de constatarlos como unos originales transformistas, pues creímos ver en sus personas a parte de nuestros allegados.
— ¿Diría usted, que procuraban no ser reconocidos?
—Qué va. Nada de eso. Fuimos nosotros más bien, los que quedamos como hechizados ante su presencia, pese a que no hacían nada especial, que se sepa, en este sentido.
—O sea, que estaban tan en su mundo, que ustedes quedaron hipnotizados.
Los compañeros sonreían, y alguno rió sin tapujos.
—Si quiere decirlo así… Pero la verdad, poco interés nos despertaría ese mundo, si no se daba a conocer.
Calíguenes se volvió hacia los hombres, y se plantó de pronto, mirando a uno de ellos.
—Qué te parece…
—Como dice señor —dijo el tripulante.
—No, nada.
Se aproximó a él.
— ¿No trabajaba usted en el territorio? ¿En la factoría?
—Ya lo creo, señor. Yo mismo soy.
—Qué agradable sorpresa. Al final lo consiguió, eh… ¿Me permites que te tutee?
—Por supuesto que sí, señor Calíguenes. Por mi parte, yo no me atrevía a llamarle la atención.
— ¿Y por qué? De haber venido en mi nave, seguro que sí lo habrías hecho. Ya es casualidad que hayamos coincidido aquí.
—No crea. Siempre estuve al tanto de sus esfuerzos para con esta aventura. Cuando salí de la mina, me propuse, que yo también estaría. Fui afortunado al toparme con usted.
Él rió.
—No hay mal que por bien no venga —El otro hizo una sonrisa forzada—. Cuánto me alegro, eh.
Y Calíguenes se marchó para la sala de vuelo.
Las dos Estrella se aproximaron a la nave, cada cual por un lado, como dos pistones que fueran a aplastarla. Una desbordante alegría inundó a las tripulaciones, que ellos mismos no se explicaban.
De repente, la nave "renacuajos" efectuó una vuelta total en torno a las Estrellas hasta cerrar un invisible lazo. Giró luego en tirabuzón y se apartó hacia delante. Las dos frente a frente pareció que se observaran, avanzaron justo hasta emparejar sus vientres y pegar sus discos, como dos redondos imanes. A un lado el de él y los suyos, al otro, el de ella y las suyas. Sólo faltó para completar, que el color del uno fuera rosa, y el del otro azul.
Ahora un dilema, ¿Quién entraría en el vehículo del otro, él en el de ella, o ella en el de él? Estaba claro, él en el de ella. Si no, qué gracia iba a tener.
La nave renacuajos permaneció inmóvil, en tanto que las astronaves estuvieron unidas. Cuando se separaron, comenzó a moverse, e hizo lo contrario a lo que hiciera, hasta deshacer el lazo. Luego se colocó ante las Estrellas, como invitándolas a seguirla.
Calíguenes había pasado a la otra nave, preguntándose que para qué. Belaura era de la misma opinión. Nada especial habían hablado. ¿De qué iban a hablar?, y menos delante de nadie.
— ¿Qué sacas tú de todo esto, Calíguenes?
— ¿Que qué saco? Tú sabrás… lo mismo que tú. ¿Es que tú sacas algo?
— ¡Qué gracioso! —Belaura se partía de la risa.
Al verla, Calíguenes enrojeció. Ciertamente no había entendido su pregunta.
Ella ya no reía, lloraba.
El joven comandante se había amoscado.
—Tampoco es para tanto. Lo que quieren decirnos es, en mi opinión, que podemos quedarnos.
— ¿Y tanto lío para esa…?
—Bueno. No sabrán decirlo de otra manera.
—Y qué más.
—Me tomas el pelo o qué.
—Yo no estoy muy segura.
—Que no estás muy segura… ¿Habrase visto?
—Que no, hombre, que no. Que no estoy muy segura… del mensaje de esta gente.
—No me enredes, Belaura. Todo el mundo lo ha entendido. Podemos poblar el planeta a voluntad, nos dan su aprobación. Ella miró a un extremo de la estancia.
— ¿Y para ellos, qué se reservan?
—Ellos sabrán.
Las Estrellas siguieron a la "renacuajos", hasta un gran calvero entre los árboles. Dos individuos de aspecto normal salieron de la nave. Calíguenes y Belaura también lo hicieron, y se acercaron a donde ellos estaban.
XXI
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