Aldés hizo balance de sus vivencias. Había pasado por toda suerte de situaciones, pero como aquella… Desde que entrara a formar parte del mundo de los complejos, había trabajado con toda la ilusión del mundo, para que el proyecto saliera adelante. Su entusiasmo le había llevado a escalar jerarquías, una tras otra, y el puesto que ahora le encomendaban no era fruto del azar, sino del esfuerzo continuado de muchos años. Lo que nunca estuvo exento de dificultades. Pero esto de ahora se salía de sus previsiones. Él, que había probado toda suerte de vehículos: desde desplazadores aéreos y de superficie, hasta pesados cargueros, e incluso naves del espacio; máquinas tan perfeccionadas, que su única dificultad, si es que presentaban alguna, era, subir o bajar de ellas; que ni siquiera tripularlas suponía un trabajo; hete aquí ahora, en este caparazón sin ruedas, capaz, con sus meneos, de poner a parir a la menos embarazada. Ya podrían haberle asignado algo más decente. Claro que el resto de los desplazados también diría lo mismo.
II
El deslizador avanzaba, soslayando los accidentes del terreno, como una cucaracha. Sus únicos inconvenientes son los altibajos y las traicioneras rocas, que le originan falsos baches y un sin fin de sacudidas. Ahora se explicaba, por que los asientos podían girar y oscilarse en cualquier dirección. Sólo así, los viajeros sujetos a ellos, soportarían sin grandes problemas los bruscos movimientos.
— ¡Que Dios nos coja confesados!
Noyndia reía sin control, al verse rodeada de una caterva de monigotes, que lo mismo se miran de frente que se dan la espalda. Los pasajeros derivan, a su pesar, a las posturas más imprevistas, y sus rostros cansados, ensayaban las muecas más dispares. Seguramente, la más novedosa de las atracciones no hubiese sido tan original.
— Nanda… ¿Vas bien, hija?
—De rechupete, mamá.
La niña no lo podía negar. Por la expresión de su cara, seguro que no se divertía tanto desde que abandonaron su residencia.
Noyndia miró a su marido, y ni intentó decirle nada. Para qué… ¡se había dormido!
Al fin, tras cuatro horas sin un mal descanso, la inquieta "cucaracha" da vistas al hábitat.
La insospechada aglomeración, discorda sin remedio con el verdor salvaje de la llanura. Su curvada cubierta transparenta todo el artificio, y al exterior quedan, una alta torre con plataforma y un conjunto distribuido al azar de grandes naves y locales. Un punto de la redonda protección refleja el sol con rayos de plata.
Ni el vehículo se detiene para contemplar el espectáculo, ni nadie muestra otro deseo que el de llegar cuanto antes. La nube de polvo que los envuelve, se abre paso, desplazándose como una exhalación cuando bajan la pendiente, y enfila el ancho camino de tierra, tal que arrancada del suelo por una manada de caballos. A un lado y a otro discurren unas rodadas ahora, como los rastros de un vehículo a cadenas extremadamente grande.
El conjunto se fue agrandando hasta la exageración, a medida que se aproximaban, y una compuerta se abría ante el vehículo, que la franqueó a toda máquina. Avanzaron luego bajo la corona circular que circunvalaba el hábitat, hasta el terminal que tenían asignado.
Al fondo aparece, imponente como una montaña, una atrevida filigrana de edificios que se encarama desafiando las alturas. Un intrincado laberinto de construcciones, huecos y pasadizos, como una enorme labor en marfil, que está calada por todas partes. Desde el centro, los edificios van decreciendo en altura y número, hasta quedar sólo unos cuantos. Al extremo del gran círculo, otros aparecían, de forma arbitraria.
La atmósfera es limpia y diáfana, y por el aire, un enjambre de vehículos, siempre está presente. El sol se refleja en ellos como en los cristales de una gran lámpara que se moviesen a su antojo, y las falsas luces proyectadas, describían azarosas trayectorias por todo el recinto.
Los que accedían allí por primera vez, quedaban boquiabiertos, y se preguntaban, que cómo podían diferir tanto dos mundos tan cercanos.
La media burbuja está ocupada en parte por los paneles solares. Un entramado en tela de araña, los distribuye a intervalos iguales sobre el techo, y la enorme retícula deja pasar el sol a su través, como un enorme y redondo ventanal de alternos tragaluces. Debajo, las grandes turbinas colgadas por el aire giran sin cesar, que con su murmullo de alas de abeja y la ligera brisa que ocasionan, no pueden pasar desapercibidas. No obstante, su sonido se perdía y reaparecía, según adecuaban el caudal de aire.
Al iniciar su andadura, los forasteros se agruparon como por instinto, empequeñecidos, hacía lo que serían sus viviendas.
Todo aquello lo escuchaba Calíguenes de boca de su madre, como si de un cuento más se tratara.
—Y después nací yo, verdad.
—Claro. Luego viniste tú.
— ¿Y de dónde vine?
Noyndia recordó en su mente, mientras el hijo, por el suelo, revolvía todo lo habido y por haber. Calíguenes había venido al mundo en aquella misma casa. Fue allí donde la asistieron a ella. Las cortas distancias hacían innecesaria cualquier precaución, aparte de que las dos profesionales que la atendieron, disponían de todo medio y conocimiento. Ningún problema se presentó. Por qué habría de presentarse.
Qué distinto ahora, en que las futuras madres, eran abandonadas entre un sin fin de máquinas, y no era hasta haber dado a luz cuando veían el rostro de la comadrona.
III
El amplio cinturón verde, salva la separación entre las zonas residenciales y el complejo—centro. Éste ocupa todo el espacio de la ciudad en sí. Las construcciones, muy planificadas, conjugan la complejidad y la elegancia, y no obstante el trajín, el silencio impera. Sólo algunas voces o la música estridente de algún apasionado melómano, se atreven a perturbarlo.
En el cinturón, el atraque de los transportes, emitía a intervalos un ruido sordo que apenas penetraba el cerramiento, los pequeños aerostahélice iban dejando por el aire su leve zumbido, y de pronto, sin previo aviso, comenzaron a caer unas finísimas gotas.
La lluvia semiartificial nunca era muy abundante. Caía a intervalos casi regulares dentro del complejo, como una neblina de aerosol que bajaba y bajaba de las nubes bajo la cúpula.
La pesada atmósfera se aligeró y se hizo más diáfana. El pavimento mojado brilló de lejos, y los pequeños campos, humedecidos, intensificaron su color verde. Pese a la neblina, el sol entraba a raudales por todos sitios, y pintaba sobre la lluvia una sucesión de arco iris. Grupos de libélulas volaron raudas y en formación hacia su nido.
El ambiente frío era sólo una quimera, con las últimas gotas, la superficie volvería a su aburrido clima.
El niño estaba sentado en el suelo, ensimismado con sus figuras y sus módulos geométricos. Los ordenaba, o desordenaba, por tandas, según formas o colores, de forma que el cúmulo de piezas ocupaba todo el espacio entre sus piernas.
— ¡¡Calíguenes!! —llamó la chica.
Nanda venía hacia él por el prado. Llevaba puesto un impermeable azul, y empuñaba un paraguas sin abrir.
Ni caso. El niño ni se enteró. Seguía absorto en su juego, pese a que las gotas de agua caían por su flequillo y la nariz, hasta el singular rompecabezas.
Su hermana se le acercó.
— ¡Pero bueno!, ¿es que piensas quedarte ahí todo el día? ¿O es que quieres convertirte en rana?
El niño movió el brazo hacia atrás con violencia.
— ¡Vete ya, so pesada! ¡Me iré cuando quiera!
— ¿Ah, sí…?
Nanda entonces lo cogió por las axilas.
Calíguenes se irguió y se revolvió contra ella, propinándole un puntapié que le hizo caer redonda al suelo.
Y ahora sí, el niño miró hacia arriba.
— ¡Me cachis en la mar, vaya ducha!
Se limpió el agua de la cara con las manos y salió corriendo. Cuando entró en la casa, Noyndia ni se volvió a mirarlo. Su esbelta figura se movía de aquí para allá, atareada. Vestía de blanco de la cabeza a los pies, con un mono sintético y botines del mismo color. Sólo el anagrama azul resaltaba sobre la prenda.
— ¿Qué, ya estás aquí? A que llueve…
Calíguenes se le acercó.
— ¿Ha venido papá?
—Tú sabrás… Como no esté secándose… —Se encogió de hombros.
Mal podría nadie pasar desapercibido allí. Y es que la vivienda era tan estricta que todo estaba presente.
— ¿Y Nanda, no viene contigo?
—No sé —Se encogió de hombros—. Me parece, que ha ido a tapar el cubo de los desperdicios.
La madre se volvió, y lo miró a los ojos. Al instante, el niño desvió la mirada, pícaro.
—Me extraña mucho, pues hará por lo menos media hora, que lo tapé yo.
IV
Ha pasado el tiempo.
La pareja de adolescentes discute ante el centro de enseñanza. Éste se ubica justo al límite de las grandes construcciones, y ante él no hay otra cosa que. el campo y alguna que otra construcción desperdigada. Sólo a lo lejos, al extremo del gran círculo, podían verse las pequeñas residencias.
La muchachita gesticula airada y mueve la pequeña carpeta que sostiene en una mano, mientras con el brazo libre indica con insistencia hacia el acceso.
— ¡¡Nada, nada!! A la vuelta hablamos, eh.
—Bueno. Tú te lo pierdes.
El chico se da la vuelta y echa a andar. Pero en el fondo sabe que no, que la esperará e irán juntos.
Ella tiene ahora su turno de clase, y por nada del mundo se la perdería.
Transcurrida casi una hora, sale parsimoniosa del pabellón, sola y ensimismada, sin sospechar que él la está esperando.
— ¡Vaya, qué casualidad! —le dice Calíguenes. Ella casi se asusta.
—Pero qué cara tienes, hijo.
Y sin más preámbulo se van, cogidos de la mano, en busca de los otros.
Una vez lejos de las construcciones, corren por rectilíneos senderos, entre almacenes, campos de cultivo y los grupos de casitas, aglomeradas como cubos unas sobre otras. Y luego el final, la frontera, y su refugio.
Un cúmulo alargado de fardos, negros y herméticos, sin más señas de identidad que un número, se encaraman junto a la pared de plástico, como un acantilado. Éste se pierde a derecha e izquierda siguiendo el cerramiento hasta medio recinto.
Allí está el grupo. Esperan, sentados e inquietos, bajo unos arbustos. Nada más llegar ellos se ponen en marcha, y comienzan a ascender, cual alpinistas en toda regla. Cogidos de la mano escalan uno a uno los contenedores, como a geométricas rocas. Al rato, se les vio coronar la estrecha meseta junto al muro transparente. Era su diaria conquista. Aquel sí que es su refugio y de nadie más. Exceptuando la torre central, los paneles de arriba, y algún que otro edificio abusón, es la altura más elevada. Aquí se sienten seguros de estar solos, frente al medido mundo de abajo, que no deja lugar a su imaginación sin propósito.
—Qué ganas tengo de que se rompan.
Calíguenes, distraído, se volvió hacia ella.
— ¿El qué?
—Estas horribles paredes.
La muchachita, de pie, pegada al muro, contemplaba el exterior a través del plástico.
—Puedes romperlas cuando tú quieras.
— ¡Qué gracioso!
Él se echó a reír.
En un instante, empujó la cabeza de la chica contra la pared y salió corriendo.
— ¡Pero qué bestia que eres! ¡Como te coja te enteras!
Y salió tras él, persiguiéndolo sobre los contenedores.
Los demás se les quedaron mirando.
— ¿Pues a mí, sabéis lo que me gustaría…? Subir a lo más alto del techo, y tirarme con una bici aérea.
— ¡Toma!, y a mí.
— ¿Y a dónde están las bicis? —preguntó un tercero.
—En ningún sitio. Están prohibidas.
—Pues yo las he visto volar. Y muchas —dijo otro chico que estaba recostado sobre un contenedor.
—Claro, en el concurso de fin de año. Los mayores. A nosotros no nos dejan.
— ¿Y si subiéramos en taxi?
—Seguramente. Y luego te dejas caer con un paracaídas. Cuando el taxista no te vea. Otra cosa…
La muchachita llegó jadeando hasta Calíguenes, y se dejó caer.
—Si yo tuviera un martillo muy grande, o algo muy pesado con que golpear, hacía un agujero y me escapaba. Aunque ya no volviese.
— ¿No te da nada decir eso? ¿Qué sería de mí y de tus amigos?—le objetó Calíguenes.
—Bueno, tú también vendrías. Y Paclás, y Noralda, y también Naroco… puede que también…
Diciendo esto, Calíguenes la contemplaba admirado, no sabía bien si por su rebeldía o su buen corazón.
—Ya te dije antes, que puedes romperlas cuando tú quieras. Y sin necesidad de golpearlas.
Ella se le quedó mirando interesada.
—Puede ser… No te digo que no… ¿Y cómo?
Los dos miraron a la lejanía sobre la ciudad.
—Pues muy fácil. Sólo tienes que salirte por una de las puertas, y ya han desaparecido.
—Y los controles qué.
—No seas pazguata, ¿qué controles? Eso sólo es un asusta niños. Cualquiera puede burlarlos sin más que proponérselo.
— ¿Seguro?
—Pues claro.
—Y cómo lo sabes. ¿Es que tú lo has hecho alguna vez? —No. Porque no he querido.
—Bah. Menudo cuento.
Calíguenes sonrió.
—Mira —La cogió por los hombros—. En cuanto salgas en algún vehículo, no te será difícil bajar de él con alguna excusa.
—Si te dejan —Se zafó de sus manos.
—Es que la excusa puede ser importante.
—Cómo qué.
—Hacer aguas. O hacer caca.
La chica comenzó a reír.
—Qué tonto eres. Eso no es lo mismo. Además, también puede hacerse en el vehículo.
—No en todos… ¿Si no es eso, qué es lo que quieres? Ella no se lo pensó demasiado.
—No estar encerrada siempre en esta cárcel. Poder correr al sol y al aire libre con entera libertad. Moverme sin estos límites tan estrechos.
Casi nada —se dijo Calíguenes.
La cogió ahora por los hombros con ternura, y la recostó contra su pecho.
Calíguenes ya no olvidó las palabras de la amiga. Soñaba despierto, y soñó en sueños. Fue forjando en su mente, un mundo como el que ella quería.
Soñó con un paraíso en el viejo mundo, y mundos allende el espacio. Se propuso vencer cualquier dificultad, y adquirir la formación necesaria para llegar a ellos. Su prepotencia, era el impulso que le hacía no ver el tortuoso camino y sí la deslumbrante meta. Sin embargo, su base de partida no podría ser otra, que el restringido y confortable mundo de los hábitat. No era fácil. La Asociación Libre de los Complejos, no se había formado de la noche a la mañana. Emergió, de la misma caduca Comunidad, que malvivía atorada en un achacoso medio sin ser capaz de salir del atolladero en el que estaba sumida.
Grupos puntuales se afanaron en salir por su cuenta, y acabarían colaborando. El resultado fue, una sociedad particular inmersa en la Comunidad, y prestigiada por todos. Su meta, una vida mejor por una tecnología inteligente. ¿Cómo superarlo?
V
Viajar a la rueda, era algo para potentados, parejas en luna de miel y científicos. Todo un lujo. Sin embargo, la norma ya no era la misma. La Asociación Libre premiaba el fin de estudios, con un viaje al pequeño mundo. También se hacían en él, excursiones de esparcimiento y culturales. Las visitas se escalonaban durante el año, para dar cabida sin aglomeraciones, a la continua demanda. Era ésta la causa, del elevado número de chicos que pululaban por la estación todo el tiempo.
El único puerto, en el Centro Unido, está al máximo. Hay gran afluencia de viajeros y pocos transbordadores.
Todos estaban a la hora prevista salvo ella, y Calíguenes, nada más llegar, la echó en falta. El día anterior la había visto con el grupo, pero no pudo ni hablarle, se le escabullía, como si estuviera molesta. Lo de ahora era aún peor. ¿Cómo podría ser? Ella que soñaba la libertad, no aprovechaba para evadirse en un viaje tan alucinante. ¿Tendría algo mejor que hacer?
También pudiera pasar que no volviera a verla. De ser así, ¿la recordaría como en el acantilado, o como la noche anterior? Y otra cosa, cómo era posible que no recordara su nombre.
Su amigo Paclás se le acercó.
—Muy ensombrecido te veo. ¿Te ha ocurrido algo que yo no sepa?
Calíguenes golpeó la mesa con la mano.
—Siéntate conmigo.
Los dos se acomodaron. Mientras tanto, los preparativos para la salida iban concluyendo.
—No hay nada que tú no sepas. O que no puedas saber.
Paclás apoyó un codo en la mesita, la mano en la sien, y giró hacia él la cabeza. Quería verlo mejor.
—Y de lo que yo no sé, qué te entristece.
—Es una tontería —Hizo una pausa—. No sé si te habrás dado cuenta.
—De qué me habría de dar cuenta.
—De que falta una compañera.
—Pues no sé… A ver… ¿Demila…? No, esa no. ¿Patia…? Tampoco… Pues no caigo.
—Sí hombre, la rubita del acantilado.
—Ah, ya… ¿Y estás seguro de que iba a venir?… Yo apenas si la conozco. La verdad que no creo que la conozca casi nadie. ¿Tú sí? Calíguenes se había repantingado hacia atrás, la cabeza en el respaldo, y miraba al techo, despatarrado y con los brazos caídos.
—Yo la conozco algo.
—Por qué ese interés entonces… Por lo visto no es del complejo.
Por lo que parece, su familia pasa por dificultades.
La curiosidad reanimó a Calíguenes.
—Dificultades por qué.
—No tengo ni idea. ¿Podrían ser económicas?
— ¿Económicas en el complejo? No creo.
—Pues siempre ha dado esa impresión. Por como vestía y por lo poco que se prodigaba en el alterne. Yo, en el poco tiempo que lleva con nosotros, siempre la he visto entrar a la hora justa y salir la primera. Como muy agobiada. Puede que las chicas sepan algo.
—No importa. Sólo es, que no entiendo su cambio de actitud hacia mí. Ayer procuró evadirse y no hablar conmigo.
—Vete a saber. A lo mejor esperaba algo de ti que tú no le has dado. Y el grupo ahora se desperdigará.
Calíguenes, otra vez la mirada en el techo, reflexionó un instante.
—No entiendo esa tontería… Si no sabes qué quiere, ¿cómo se lo vas a dar?
Paclás se enderezó en el asiento y lo miró a la cara.
— ¡Ay Calíguenes, pero… qué crudo que estás! —Le dio una palmada en la frente.
El trasbordador despegó al fin y cogió altura. Poco se diferenciaba en su salida de un transporte normal, como no fuese por su mayor recorrido en el despegue. El aparato comenzó a temblar con el ímpetu de sus motores, cuyo estruendo lo acompañó hasta muy arriba, y sólo entonces derivó a un testimonial zumbido.
—Oye, Calíguenes, tú qué sabes de la Rueda.
Él sonrió.
—Pues que es redonda, y sirve para rodar. — ¿Y de la que te he preguntado?
—Igual que tú, supongo. Allí hay montañas, ríos, lagos …lo mismo que aquí, sólo que en unas dimensiones más reducidas. Andar por su anillo es, como andar por la Tierra. Tiene su propia gravedad inducida, y la composición básica de su suelo es la misma.
—Dónde está la gracia entonces. ¿En ir y venir?
Calíguenes sonrió, por no reírse, no quería ofender a Paclás. Y dijo:
—Quienes lo han visto, dicen, que por su construcción, todo él es una obra de arte. Además, tiene el museo más amplio y completo que se haya visto nunca.
Calíguenes no exageraba. Nadie sabría decir, si las obras expuestas eran todas originales, o algunas, sólo réplicas. Por obvias razones, quizá se pensaba en lo segundo. Sin embargo, en ningún otro sitio podría verse algo semejante. Mientras la duda persistiera, no pasaba de un rumor, y nadie quedaría defraudado.
De las tres estaciones rueda, sólo la más próxima podía visitarse. Poseía una población permanente, y era con mucho, la mayor. Las otras tres, más pequeñas y lejanas, eran en exclusiva de investigación y seguimiento.
— ¡Allí la tenemos! —exclamó alguien.
Todo el mundo había estado pendiente junto a las claraboyas, esperando aquel momento.
—Muy pequeña parece, no. Y está media.
—Claro. Como le pasa a la Luna —dijo Calíguenes.
—Pero la Luna es muy grande —objetó Paclás.
—La Rueda tampoco es pequeña. Al igual que la Luna, la parte no iluminada por el sol no puede verse. Ni siquiera hay un resplandor, porque fuera no tiene atmósfera.
Paclás lo escuchaba con envidia.
—Cómo sabes todo eso.
—Porque me interesa. Todo lo que se relacione con la navegación, me apasiona.
—Pues yo no. De lo que sean libros y esfuerzo mental, huyo como de la peste.
—Yo tampoco hago un gran esfuerzo. Esas cosas se me van quedando. Lo que a ti te pasa es, que prefieres la acción a la reflexión. Eso tiene sus inconvenientes.
—Por ejemplo…
—Alguien puede conducirte por donde tú no deseas.
—Eso será si se atreve.
—Lo malo es, que a ese alguien ni siquiera lo conozcas.
—A lo mejor. Pero siempre habrá un alma caritativa como tú, que esté al tanto. Qué iba a ser de mí si no…
—Pues eso mismo.
La Rueda era inmensa ahora, y giraba majestuosa, exacta como un reloj. El transbordador se fue aproximando a su vacío espacio central, y comenzó a describir una amplia voluta que lo alejó del centro hasta sobrevolar la cubierta del anillo.
La verdad, que desde allí no podía vérsele en su conjunto pues sólo podían abarcar lo que había debajo. Poca cosa era, en comparación con lo que verían sobre sus cabezas. La franja de terreno se prolongaba sin ningún horizonte, en dos arcos, hacia adelante y hacia atrás, hasta confluir muy lejos sobre sus cabezas.
Que fácil sería comunicarse en aquel mundo, pensó Calíguenes. Bastaría con un simple telescopio, o unas señales luminosas; y es que cualquier punto de la superficie quedaba era visible desde el resto.
El vehículo atracó al fondo de un alto cilindro, que subía hasta traspasar la cubierta transparente. A su fondo estaban, el terminal de acceso y las exclusas. Estas bocas de intercambio, como grandes chimeneas, salpicaban el cielo de la estación, asegurando al pequeño mundo un transporte protegido y limpio.
Anduvieron por cualquier lugar; hicieron práctica de algún deporte nuevo y hubo espectáculos de todo tipo. Y sobre todo el museo. Fantásticos pabellones con las obras más diversas. Desde miniaturas a colosales estatuas. Máquinas antiguas y modernas. Curiosidades.
— ¿Tú sabes qué es lo mejor?
—Para tu gusto…
—Para mí, lo mejor es que no tenemos obligaciones. Puedes hacer lo que te venga en gana. Y todo pagado.
—Por supuesto. Si no, difícilmente podríamos estar aquí.
Al principio, el grupo se mantenía unido. Una vez que se habituaron con el lugar, aquel atajo de advenedizos se desmembró. Cada cual se hizo de su propia compañía y su itinerario.
Los dos amigos salieron de la ciudad, o mejor decir, que se apartaron entre urbanizaciones, pues en realidad todo el anillo aparecía sembrado de ellas. Se sentaron al borde de un camino, cara a las montañas, y se les fue la mirada por aquella perspectiva corva, que parecía fuera a derrumbarse con el sesgo que cogía.
—Mira, Paclás, esas montañas. Dónde has visto algo como eso.
—Claro, porque no son naturales.
—No eran… naturales. Ahora están tan meteorizadas y vivas como las de la Tierra, o quizá más.
—No compares, hombre, que salimos de un encerramiento para metemos en otro.
—A esta inmensidad la llamas tú encerramiento… La Tierra entonces, será otro encerramiento…
—Pero qué hablas… La Tierra no tiene paredes. Allí estás libre.
—Podría ser…, si no la conociésemos ya como la conocemos. Si no nos trasladásemos por ella con tanta facilidad y en tan poco tiempo. Entonces sí. ¿Dónde queda ya la aventura?
—No te entiendo.
—Puede que otras veces no tuviera límite, pero sí ahora. En la actualidad, la Tierra es tan limitada como este pequeño mundo en el que estamos. Creemos que el horizonte continúa sin fin, porque no vemos más allá. Pero basta partir hacia adelante, para volver bien pronto al punto de partida.
VI
En el territorio de las minas, la mayor parte de los empleados procede de la Comunidad. Los puestos que requieren de más preparación sin embargo, están cubiertos por el propio complejo.
Para eso las minas le pertenecen.
Las ahusadas máquinas, como serpientes, excavan agujeros, uno tras otro, y van escupiendo arriba el mineral, que comen bajo la tierra, como lombrices. Nadie las pilota. Un grueso de cables sale de su parte posterior, hasta los generadores de superficie y el módulo de mando.
Muy cerca está la refinería.
Un muchacho se había situado junto a una máquina en la rampa de acceso. Calíguenes, desde su puesto de controlador de aquella parte, asomó la cabeza por la ventana y le gritó:
— ¡Eh, muchacho! ¡Sal de ahí! ¡Esa máquina puede caerte encima!
El otro lo miró con cara de pocos amigos.
— ¡Vaya con el estudiante sarnoso! ¡¿Tú me vas a dar órdenes a mí?!
— ¡No te estoy dando órdenes! ¡Sólo estoy aconsejándote por tu bien que te quites!
El minero subió a una cinta transportadora, y se desplazó con ella hasta quedar frente a los controles. Saltó a tierra y le dijo:
— ¡No necesito los consejos de un niñato como tú!
Aquello a Calíguenes no le sentó nada bien, pero no dijo nada. El otro volvió a gritarle:
— ¡Los señoritingos como tú, sólo me dan asco!
— ¡¿Entonces, por qué no estás lejos de aquí?! ¡Donde no puedas olerlos!
Las palabras de Calíguenes irritaron al minero, que subió a la plataforma y se acercó a las ventanas.
— ¡Sal de ahí, o rompo el cristal!
Él salió, pese al temblor de piernas que se le había cogido.
—Bueno, a ver… Qué es lo que quieres —le dijo.
El otro sacó un estilete de su zamarra.
—Pídeme perdón, o te dejo como un colador. Calíguenes palideció.
—No te pongas nervioso amigo, que no es para tanto. Nada tienes que perdonarme.
Y fue a tocar el hombro del muchacho.
Éste, sin más, descargó su brazo contra el de él, y le clavó el estilete a la altura del codo.
Quizá por el dolor, o por lo que lo que aquello le significaba, Calíguenes no se amilanó.
— ¡Tú lo has querido! —le dijo.
No tuvo ya reparos, y soltó al sujeto una fuerte patada en el estómago. El chico dejó caer el estilete y se dobló hacia adelante con las manos en el abdomen.
— ¡Te voy a matar, maldita sea!
—Eso será si puedes —dijo Calíguenes.
Y dicho esto, le soltó un puñetazo en plena boca, que cayó paga atrás desde lo alto hasta la cinta transportadora. También Calíguenes saltó, y tuvo tiempo apenas de sacarlo de allí, antes de que la máquina se lo tragara.
En el suelo permanecería, en tanto él regresaba al puesto control, y nada más entrar, el desarmado se incorporó para salir con premura de la galería.
— ¿Calíguenes, estás bien? —Era la chica que trabajaba con él. Presenció todo el incidente, y ya tenía sobre la mesa un botiquín.
—No es nada —dijo él.
—A ver que te vea… ¿Qué no es nada…? Pues hijo, la herida traspasa, y bien.
La muchacha se la estuvo curando y se la vendó.
— Irás a dar parte, claro.
—Para qué. Tampoco es mucho. Mejor dejarlo como está.
— ¿Y si vuelve?
—No creo. Estos bravucones, en el fondo son unos cobardes. Sólo actúan cuando creen que van a ganar.
—Yo no estaría tan segura.
Los vigilantes también los mandaba la Comunidad. Poco le iban a resolver, si eran de la misma calaña.
Calíguenes salió para comer, mientras su compañera quedó al cuidado de los controles. No transcurrió mucho cuando el minero apareció y fue hasta las ventanas. Todavía le sangraba la boca y se le había hinchado. La chica se puso blanca como la pared nada más verlo. El joven le señalaba la puerta para que abriese, haciéndole a la vez gestos obscenos. Ella comenzó a temblar, y apenas si acertó a meter la mano en la cazadora y pulsar el intercomunicador. Así lo había convenido con Calíguenes, que acudiría al momento. Confiaba que eso ocurriera antes de que el desalmado pudiese entrar. Le siguió la corriente mientras pudo, hasta que el muchacho golpeó el cristal y lo rompió. Justo en ese momento, Calíguenes que asomaba por la puerta de los comedores.
— ¡¡Eh, malnacido, fuera de ahí!! —gritó con fuerza sobre el ruido de las máquinas.
El minero, sorprendido, se volvió, y de un salto se dejó caer al suelo de la galería, desapareciendo apresurado por la entrada de la nave.
Calíguenes llegó hasta la sala, todo nervios. Ella lo abrazó.
—Qué mal que me he sentido.
—Pero no ha llegado a entrar, no.
—Si llega a hacerlo, me hunde para toda la vida.
—No creo que se atreviera a tanto. La muchacha se desprendió de él.
—Y tú qué sabes.
Al final, el minero resultó ser un pobre resentido. Era analfabeto y no podía soportarlo. Seguro que ni tuvo la oportunidad de dejar de serlo. Por eso, arremetía contra aquellos privilegiados, según él, que gozaban de formación.
Calíguenes, al cabo, llegaría a ganarse su amistad. En poco tiempo logró que aprendiera a leer y escribir, y el joven cambió de una manera rotunda. Si acaso se cruzaba con él, lo elogiaba con mil zalamerías, a falta sólo de besarle las manos.
—Yo siempre he querido ser piloto —le confesaba—. Pero tú me dirás… El que no sabe es lo mismo que el que no ve.
—Aún no desesperes, hombre, nunca es tarde. Y ya lo sabes, lo que esté en mi mano…
VII
Cuando Calíguenes entró en el salón, con quien menos esperaba encontrarse era con Paclás. A esa hora no debería de estar allí. Estaba solo, de espaldas a la entrada, sentado junto a una mesa.
Nada más verlo, Calíguenes se fue hacia él.
— ¡Amigo Paclás! ¡Dichosos los ojos…!
El otro se volvió. Sujetaba con las manos una fina barra de pan, que mordía con fruición por el extremo. Más que comer parecía que estuviese tocando la flauta.
— ¿Cómo tú por aquí? —dijo con la boca llena.
Calíguenes se sentó a su lado. Paclás reposaba en una butaca mientras comía el largo bocadillo. Todavía llevaba puesto el uniforme, y se le notaba que aún ni se había lavado.
—Hace mucho que no me quedo de noche, prefiero irme a casa.
Por la cristalera, se veían a lo lejos los cúmulos de mineral de color rojo. También había algunos color arena, y más allá eran blancos. Un descomunal transporte, llevaba sobre él una máquina lombriz. El enorme conjunto, tapó por un momento el sol del horizonte, y abrió al pasar, un abanico de rayos rojos por los entrehierros de su estructura. Muchos hombres, protegidos de pies a cabeza, se afanaban aún con pequeñas máquinas pala, en abrir paso a las grúas que cargarían el material.
El bar estaba en bote. Unas muchachas, vestidas de fiesta, e impecables, estaban sentadas en un banco adosado a la pared.
Departían con animación, muertas de risa con las ocurrencias de una de ellas, que no paraba de gesticular.
— ¿Y qué tal tus proyectos?
Calíguenes que miraba a las chicas, ni se volvió para contestarle.
—A cuáles te refieres.
—A las chicas no, eso por descontado. Ya sé tu opinión al respecto.
Calíguenes sonrió.
—Me parece… que tú sabes más de la cuenta…
—Hombre yo…
Quedó atorado por momentos, y dejó de masticar.
—Y a qué proyectos te refieres.
—A los de siempre. Los que siempre me dices.
—Mis proyectos están aparcados.
— ¿Y eso?
— ¿De dónde saco el tiempo?
Paclás había empezado su segundo bocadillo y no parecía que se fuera a contentar con eso.
—Como siempre te vas a casa, suponía que allí…
Si Calíguenes no lo hubiera conocido, se diría que Paclás trataba de tomarle el pelo.
—Todo llegará —contestó.
—Pues ya lo sabes, puedes contar conmigo. Aunque yo no sea muy intelectual, me interesa mucho… ¿Oye…? ¿Pero qué te ha pasado?
Calíguenes elevó el brazo apenas.
—Nada. Un accidente.
El amigo meneó la cabeza mientras le palpaba el vendaje.
— ¿Fortuito o provocado?
— ¿Qué quieres decir con eso?
Paclás pensó por momentos lo que iba a decirle.
—Que si ha sido por culpa de alguien.
—No, de nadie. Un golpe.
—No habrá sido tu compañera, eh —Le empujó por el hombro.
—Puede.
—Pues no eres tú nadie.
Y se aplicó mordiendo el bocadillo. Luego dijo:
—Cuando descubras algo que valga la pena, porque estoy seguro de que lo harás, no te perdonaría que no me lo comunicases. Calíguenes palmeó su hombro.
—Quédate tranquilo, muchacho, y no me supravalores. Hasta que no vuelva al complejo definitivamente, no tendrás ese problema. Va para largo.
— ¿Y eso?
—Pues que hasta entonces, no me ocuparé en otra cosa que no sea este trabajo.
—Eso no te lo crees ni tú.
—La verdad, que mi sueño siempre lo tengo presente.
—La nave ultraveloz…
—No sólo es eso. Ese es el medio. Mi verdadero sueño sería, el descubrimiento de un nuevo mundo.
— ¿Y no te basta con éste?
—Éste tiene ya demasiados achaques.
Calíguenes quedó mirando al exterior tras los cristales, la vista perdida, y a los pocos minutos dejó al amigo y abandonó el local.
Las luces parpadeaban al azar sobre la mesa, recorriéndola, hasta que sólo una quedó palpitando. La máquina confirmaba al descubridor definitivamente.
—Bueno, chico, te ha tocado —dijo alguien.
Paclás era el dueño del misterio. No se dilató para reclamarlo.
—Bien, según el misterio, habrás de cederme a tu chica toda la noche —dijo al desafortunado.
Éste quedó sorprendido. No esperó más explicaciones, agachó la cabeza y negó con rotundidad.
—Ni hablar. De eso nada. Por mucho misterio que sea. Además, va contra las reglas.
Paclás se encogió de hombros.
— ¿Las reglas? Puedes comprobarlo si quieres, nada dice al respecto.
Ante aquello, el chico se echó por tierra.
—Bueno… Pregúntale a ella. Si quiere…
Ni corto ni perezoso Paclás la llamó.
La chica, que alternaba en otro grupo, hizo un mohín de fastidio, habló algo entre dientes y se acercó con los brazos en jarras. Paclás le dijo:
—Según el juego, tienes que olvidarte de tu chico por esta noche y estar conmigo.
Ella quedó parada un momento, que no daba crédito a sus oídos.
—Mira tú oye. ¿Y para eso me has llamado? ¿Qué tengo yo que ver con vuestro juego?
Paclás dudó. Pero luego dijo:
—Si tú eres de él, y él y todo lo vuestro es de ambos, también tú tienes que responder por él.
Noralda no lo veía muy claro. Titubeó:
—De todas formas, él habría de contar conmigo, o no… ¿Y entonces… según dices, yo tendré que irme contigo con todas las consecuencias?
—Mujer, tampoco es eso. No seas mal pensada. Pero por otra parte, yo tampoco estoy tan mal.
Se puso de perfil y se atusó el pelo.
—Bueno, si no hay otra solución…
Noralda se fue hacia él y lo besó en la mejilla.
Al ver aquello, su chico no pudo sustraerse. La agarró y tiró de ella. Acto seguido dio un guantazo a Paclás.
Éste se quedó estupefacto. Al momento levantó el puño amenazante.
— ¡Desgraciado…!
— ¡Desgraciado tú! —le devolvió el otro. Noralda se zafó de él.
— ¡Claro que sí lo eres!
Y fue a refugiarse con los demás.
El chico se marchó. Ya no volvería aquella noche.
Ni que decir tiene que el juego se llevó a cabo. Noralda así lo quiso.
A la mañana siguiente, la muchacha apareció dormida en un sofá junto a la sala de juegos. Había acabado borracha, y por más que hicieron sus amigos, no lograron que se moviese de allí.
A partir de entonces, Noralda y Paclás entablaron una sólida relación, que llegó a incluir un corto romance.
Al final, él terminó agobiado, y ella hubo de volver de nuevo con el grupo de muchachas, pues Paclás acabó desentendiéndose.
VIII
Por fin se decidió. A lo mejor, en aquel humilde establecimiento, cuyo rótulo sólo expresaba: LIBROS, encontraba lo que iba buscando.
Franqueó la entrada, y estuvo de lleno en un amplio local, con más libros que una biblioteca. No transcurrió mucho, cuando apareció una mujer, acartonada y flaca, con el pelo desgreñado, y cuyo principal atractivo eran sus ojos. Calíguenes quedó perplejo. No por lo que la mujer hacía o decía, sino por aquellos ojos agraciados, que parecían estar ausentes, como si no estuviesen atentos a su discurso. Luego lo miraron con una calidez, que más parecieron los de una madre.
— ¿Y dice usted, que necesita un libro sobre navegación antigua? ¿Y cómo se llama… o de qué fecha?
—No, si no busco ninguno en concreto, sino más bien, algo que trate sobre la forma de impulsión de las primeras astronaves.
—Ah, bueno.
La bibliófila comenzó a cojear ligeramente en dirección a los estantes, y lo llamó atrayendo con la mano.
—Venga aquí.
Calíguenes se acercó.
—Mire, todo esto, hasta esa esquina, trata de casi todas las astronaves que han llegado a construirse.
— ¡Ahí va!
—Estos estantes de aquí…
La mujer señaló dos largas filas de libros, de los más variados formatos y en los más diversos estados de conservación, desde nuevos flamantes a los que tenían cada hoja por su sitio.
—…son los libros que hablan de navegación. Estos, técnicas y datos en la fabricación. Aquellos de allí…
—No, no. No se moleste. Con los primeros me es bastante.
Calíguenes se enfrascó en la estantería, a la búsqueda de proyectos de ultraveloces. Debería de intentar medio leerlos por encima, antes de adquirir alguno. Trasladó varios hasta un banco y comenzó a hojearlos.
La anticuaria se sentó a una mesa, que presidía la estancia, se puso unas lentes, y comenzó a hojear un libro. De cuando en cuando, alzaba la vista en dirección a Calíguenes, como una profesora vigilando a sus alumnos.
— ¡Perdone, joven! ¿Dónde estudia usted?
Calíguenes miró a la mujer, sorprendido. ¿Se ocuparía siempre en hablar con sus clientes?
—No estudio en ningún sitio, ya terminé.
—O sea, que esto lo haces por tu cuenta.
—Sí, estos temas me interesan.
—No es frecuente. Esas materias rara vez las consulta nadie. Vaya. Ni que él fuera un bicho raro.
—Me viene de familia. Mi padre es navegante.
— ¿Pero… del espacio? —La mujer arrugó la frente.
—Sí. Desde hace mucho tiempo.
—A lo mejor lo conozco.
¿Y de qué podría conocer a su padre aquella mujer? Cómo no fuera de antes del complejo, cuando él ni existía aún… La anciana insistió:
—Yo he trabajado, hasta hace poco, en Investigaciones del Espacio.
Calíguenes pensó, que aquello no era más que un cuento que la mujer se inventaba. Cómo él no la había visto nunca. Con la de veces que había estado con su padre en las instalaciones…
— ¿Aquí? ¿En el complejo? —le preguntó.
—No, aquí no. En el primer complejo que se estableció. Queda muy lejos.
—Por eso…
La bibliófila estuvo callada unos instantes. Luego dijo:
— ¿Y cuál es el nombre de tu padre? Si no es indiscreción.
Por lo visto, la anciana no pararía hasta hacerle la ficha completa.
—Aldés Zarela. Aldés Zarela Wintes.
— ¡Vaya por Dios! —La mujer alegró su cara, y dejó caer sus brazos sobre la mesa
— De modo, que eres hijo del mayor Zarela…
— ¿Cómo ha dicho? El mayor…
—Claro es el titulo honorífico. Aunque ya no se utilice mucho. Se le suele dar a los superiores o a máximas autoridades.
—Pues no lo sabía. Él nunca comentó tal cosa.
—A lo mejor no te has fijado. Yo lo conocí en el primer complejo. Entonces era muy joven, y muy apuesto. Después se marchó. Yo llevo aquí sólo tres semanas.
— ¿Sólo eso…? Cómo ha podido reunir tanto libro en ese tiempo.
La mujer rió de buena gana.
—No son míos, los míos sólo son una parte mínima. Mucho gusto en conocerte, muchacho.
—Lo mismo digo, señora.
La mujer continuó con su lectura, y él siguió también, reemprendiendo de nuevo su tarea, que la anciana había cortado en seco.
Era ya muy tarde. Calíguenes se despidió de la mujer y salió del establecimiento, cargado con tres gruesos libros.
IX
La comida finalizaba. Alimentos aparte, no se cruzaron en la mesa más de cuatro palabras, pues no eran más, sino cuatro, los que comían. Cada cual en lo suyo, casi daban la impresión de ser unos invitados.
— ¡Papá! —gritó Calíguenes de pronto.
El padre, que andaba perdido en sus pensamientos, no descuidaba no obstante, su tarea sobre la mesa. Bajó de las alturas y miró al muchacho. Éste le dijo:
— ¿A que no sabes, por qué algunos vehículos ovni son tan veloces, y tan rápidos de maniobra?
El padre terminó de tragar lo que tenía en la boca, y se limpió con la servilleta.
—Tú sabrás. Lo que sí te puedo decir es, que deben de ser muy incómodos.
Calíguenes se extrañó.
— ¿Por qué dices eso?
—Si maniobran rápido, y van rápidos, no habrá nadie capaz de soportar las sacudidas. A no ser que vayan vacíos, o que los viajeros no sean de carne y hueso.
—Pues no había reparado en tal cosa. Pero lo que quería decir es lo que he dicho.
El padre acumuló las sobras con los cubiertos sobre el plato, y dobló la servilleta.
—Lo mismo da. Nunca vamos a pisar ninguno… ¿Qué me decías?
—Pero si acabo de decírtelo. Seguro que no sabes, que se mueven por electromagnetismo.
Aldés ni se sorprendió.
—Ni tú. Quién te lo ha dicho.
—Es mi teoría.
Llegado a aquel punto, Noyndia se levantó de la mesa, con el propósito de no volver, salvo que los dos acabaran por dormirse, uno de ellos se fuera, o si ambos terminaban en el sofá, cada cual por su lado, rojos por el berrinche.
Nanda fue más estoica. Soportaría resignada hasta acabar de comer.
— ¿Sabes lo que quiero decir? —insistió Calíguenes.
—Claro. Energía electromagnética. Electricidad y magnetismo, lo uno va con lo otro.
—Justamente. Pero no me refiero a electricidad y magnetismo así como así.
—Entonces… Cómo no te aclares…—Torció la boca el progenitor.
Se había repantigado en su asiento, con indiferencia, las manos entrelazadas sobre el vientre.
—Te estoy hablando más bien de ondas.
Aldés enarcó las cejas, abriendo mucho los ojos.
— ¿Quieres decir, que se mueven por ondas? —Calíguenes movió la cabeza afirmativamente—. ¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
—Después de estudiarlo detenidamente, así lo creo.
— ¿Y porque tú lo creas tiene que ser así?
Calíguenes entonces, se perdió en un laberinto de teorías ondulatorias y de interacción de campos, que lograron despertar el interés del padre, que no su comprensión, pues lo más que entendía era, que su hijo estaba al tanto de lo que hablaba.
La tarde se eternizó entre los dos hombres que hablaban y hablaban, mientras que las mujeres, en el otro ambiente, se creían a salvo de la disertación por la fina mampara. Sólo se las veía moverse al trasluz, salvo los pies, que se advertían tal cual, de un lado a otro, por la parte de abajo.
—… Y después de todo este embrollo, qué. O es que pretendes calentarme la cabeza, más que la tienes tú ya.
Calíguenes meditó un momento.
—Yo había pensado, en la posibilidad de confirmar mis conclusiones.
Zarela se llevó la mano a la frente.
—Tú estás loco… ¿Sabes lo que acabas de decir? Te imaginas siquiera… cuántos cálculos previos, cuántas pruebas, cuánto personal especializado, han de conjugarse, para llevar a cabo el más liviano experimento. O es que tú te sientes capaz de esa tarea.
—No papá, no. No se trata de eso. Lo que te estoy sugiriendo es, que seas tú, desde tu estatus en el complejo, quien lo procure.
— ¿Yo? ¿Y cómo podría hacerlo? Si tienes paciencia, puede que tú mismo, con tu esfuerzo, llegues a conseguir eso y más.
—Pero yo no aspiro a tanto. Lo mío es conducir vehículos, no construirlos.
— ¿Entonces?
—Mis aspiraciones van por otro camino. Tú sin embargo, posees la autoridad suficiente para que otros hagan lo que les pides.
—Ni hablar. Quién me haría caso. Yo sólo represento cierta autoridad. En esencia soy un navegante.
Calíguenes pensó, que el mayor inconveniente que el "mayor" no podía superar, era su amor propio, y su semblante se oscureció.
A Zarela no le pasó inadvertido. Se le quedó mirando, y al cabo, reconsideró.
—Y cómo quieres que lo haga. Tú sabes que no podría responder ni a la primera cuestión que me planteasen. Y tampoco puedo soltar un discurso porque no soy orador.
Calíguenes, dolido, le respondió:
—No tendrías que hacer tanto.
—Pues tú me dirás.
—Me bastaría con que hablaras con el profesor.
—De qué profesor estás hablando.
—Del que tú sabes que te va a escuchar. El jefe de estudios espaciales.
El padre golpeteó con la mano el brazo de Calíguenes.
—No te compliques, chiquillo, que no hace falta. Allí ya se trabaja en eso y más.
—No lo niego. Ni tampoco, que anden perdidos en un sin fin de proyectos, que se eternizan año tras año —Hubo una pausa—. Aún te pido menos, sólo tendrías que hacerme un favor… darle esto. —Calíguenes puso su mano sobre una carpeta que estaba encima del sofá. Su padre se removió en el asiento y la cogió.
—Claro. Y se la llevo como un presente, no.
—No. Es más fácil todavía. Bastará con que la dejes entre sus apuntes, o en cualquier otro sitio del estudio. Seguro que está tan atestado que no sabrá ni por donde le ha venido.
El padre entornó los ojos, y lo miró insolente.
— ¿Si sabes todo eso, por qué no lo haces tú mismo?
—Yo no podría, no estoy autorizado. Seguro que ni me permiten acceder al edificio.
—Eso sí, ves tú, eso sí. En cambio yo… —se burló Aldés.
X
Un año después.
— ¡Diga!
—Seguro que todavía estás durmiendo.
—Hola Paclás. Qué hay… Pues sí, has acertado, aún estoy en la cama. De ti no podría decir lo mismo. Por lo que oigo.
—Pon el manos libres.
— ¿Tantas cosas vas a decirme?
—Y son importantes.
Calíguenes se sentó en la cama, y se puso cómodo. Conectó el aparato y habló.
— ¿Todavía sigues en el territorio? ¿Es que no vienes nunca o qué?
—O qué… Yo no sirvo para estar ahí, me aburro.
Paclás lo llamaba desde la cabina de su máquina. Atenuaba los ruidos del motor cubriendo el micrófono con un pañuelo enrollado al aparato.
—Pero esto es más sano.
—Qué más da. Si no te mata la bala te mata el proyectil.
Paclás ahora paró la máquina, y abrió una revista sobre los mandos.
—Escucha: "Se prueba con éxito, un sistema de impulsión a base de ondas". Qué me dices.
—Que no me tomes el pelo.
—Yo no te tomo nada. En todo caso te lo tomará la publicación.
— ¿En serio…? ¿Y de cuál se trata?
—Pues nada menos que de ESPACIO.
—Y cómo es que yo no he leído tal cosa.
—Porque es la última. Traída directamente del Costa I. Al Costa II todavía no habrá llegado.
Calíguenes se irguió aún más sobre la cama.
—Bendito seas Paclás. Acabas de darme la mejor noticia de toda mi vida.
El amigo siguió leyendo.
—"Aunque ya existen ensayos sobre este sistema, nunca llegarían a ningún resultado práctico. Ha sido ahora, el doctor Marlox, responsable de los estudios que se llevan a cabo en el Costa Interior II, quien ha confirmado su viabilidad…". ¿Qué te parece?
— ¡Fantástico, amigo!
Calíguenes, que no cabía en sí, apremió a Paclás:
—Sigue, sigue. ¿No dice nada más?
—"…Los resultados obtenidos por un vehículo sin tripulación, son fabulosos. La velocidad final alcanzada, aunque no se expresa en concreto, es cifrada en términos luz. Marlox no explica tampoco, qué nuevos descubrimientos han completado la teoría. Se pondrá en marcha un proyecto, que la sociedad Libre de los Complejos ha acogido con entusiasmo. La colaboración mutua será decisiva, para el desarrollo de un transporte interestelar". Y eso es todo… ¿Calíguenes estás ahí…? ¿Qué te pasa?
—Espera un poco, hombre. No puedo hablar.
—Pero… si estás llorando.
—Es lo que tú querías, no.
Calíguenes tardó en contestarle.
—Es más que eso.
— ¿Tú conoces al doctor Marlox?
—No mucho. Pero ha respondido.
—Que me maten si lo entiendo —Hizo una pausa—. Y cambiando de tema… ¿qué tal aquella chica del acantilado?
— ¿A qué chica te refieres?
—A la rubita. Aquella tan problemática…
—De lo que dices hace ya mucho tiempo. Éramos unos críos entonces. No he vuelto a verla desde el día antes de la Rueda.
—Ya… Pues yo sí que la he visto. Y ya no es una rubita, sino toda una rubiaza.
— ¿Cómo es que yo no me he vuelto a topar con ella? ¿No está en el complejo?
—No exactamente. Me la encontré en uno de los transbordadores de la línea de los hábitats. De tripulante.
Calíguenes se encogió de hombros.
—No me extraña, siempre soñaba con escapar como un pájaro. —Pues entonces, lo mismo que yo… ¿Tú llegaste a amarla?
—No digas tonterías. De esa manera es difícil amar, todo es como un juego. O casi.
—Pues yo me he prendado de ella. Y como pueda la consigo. Hubo una pausa.
—Qué tengo yo que ver con eso.
—Hombre tú eres mi amigo. Quería asegurarme.
—Por mí puedes estar tranquilo, los dos sois muy libres.
—Pero qué extraño que eres. A veces, parece que no estás en la tierra.
El motor de la máquina volvió a escucharse y su ruido llegó hasta Calíguenes.
—Bueno Paclás, gracias. Y que no te pase nada.
—Lo mismo te digo.
XI
Calíguenes estaba en el pequeño jardín, echado sobre una hamaca. A su lado había una mesita, y sobre ella, un libro, unas gafas y un pequeño ordenador. La casa se aislaba de las demás, por un sucinto seto que la rodeaba. Sólo el espacio frente a ella, le proporcionaba el desahogo que su interior no permitía. El ordenador tenía la apariencia de un pequeño bloc entreabierto, y en su tapa pantalla aparecía un diseño tridimensional inconcluso.
El joven paseaba la vista por la bóveda del hábitat. Se preguntaba, aturdido, cómo habrían levantado una estructura tan alta y tan extensa. Tomando referencia en los edificios, según sus cálculos, la altura de la semiesfera, habría de rebasar los dos kilómetros. Ello equivaldría a seis kilómetros de diámetro en la base como mínimo, pues el encerramiento, unas tres veces más ancho que alto, era en realidad achatado.
¿La construirían quizá, soplando el plástico como una pompa de jabón? Demasiado laborioso e inconcreto. Grúas de dos kilómetros no creía que existieran. Y con una estructura de andamios peor todavía.
Sus ojos descubrieron entonces, al hilo del sol, una finísima cicatriz dorada que se alargaba por el plástico. Aguzó la vista, y fue percibiendo multitud de hilos en otras direcciones, que parecían distribuirse por toda la burbuja. Por lo que él advirtió, formaban una retícula, como las confluencias de bloques geométricos, semejantes a los que componen un balón de fútbol.
¿Cómo no se habría fijado antes? Aquellos hilos eran tan imperceptibles como un cabello en un alto techo. Y había tanta distancia entre estas juntas, que en la parte de abajo, no era posible ver dos a la vez.
¡Habían construido la protección desde el aire!
Debieron ir bajando los módulos hasta encajarlos. ¿Qué vehículos aéreos serían capaces de una cosa así, y con tanta precisión? Él jamás los había visto. Y mira que en el territorio de las minas había máquinas exageradas… Seguro que las abandonarían cuando no las precisaron.
Soñó entonces, con tripular una astronave que a la vez fuera un hábitat. Todo un ecosistema volante. Un pequeño mundo en movimiento, donde el sol, de que no pudieran disponer, viajase envasado como una conserva, y donde los ciclos vitales se desenvolviesen, sin el aporte periódico del exterior. Llegar a las estrellas así, sólo sería cuestión de tiempo.
Él ya se había fijado su propio rumbo. Su opción requería todo el tiempo, y la investigación tampoco era su fuerte. Sin embargo, tenía una concepción clara de los medios, y unas ideas lúcidas. Por más que otros opinasen distinto a él, aunque fuera más acertado, eran sus proyectos. Los mejores por tanto. Todo no era nada, si él no daba su aprobación. ¿Acaso no era él, como cualquiera, quien constataba el Universo, y quien lo validaba bajo su punto de vista?
Para no entrarse en camisa de once varas, se limitaría, en ejercicio de su libertad, a esbozar sus proyectos. Eso sí, sin demostrar nada. Como otras veces, pensaba dirigirse, a la publicación de prestigio en la que había colaborado. Quizá tuviese que esperar, pero al cabo, sus reflexiones verían la luz.
—Chico, parece que estés inmerso en una experiencia mística.
Calíguenes se sobresaltó y miró para atrás. Noyndia se le acercó,
y lo abrazó por el cuello, pegando su cara a la del hijo.
—Qué mamá… Es muy tarde, no —La cogió por las manos.
—No, no es tarde. Contigo el tiempo no importa.
—Vaya… Gracias.
— ¿Y qué? ¿Has pensado ya lo que vas a hacer?
Calíguenes titubeó.
— ¿Hacer, de qué?
—Te viniste del territorio, porque querías trabajar aquí.
—Bueno, tampoco hay que precipitarse.
—No, si a mí no me importa. Eres piloto, y de los buenos.
También te gustan los estudios.
—Es lo que hago. Estudio y hago planes, por mi cuenta, que también cuenta.
Noyndia rió.
—Lo que yo quisiera es, que no estés tan aislado en casa, eso no es bueno.
—Sí. Pero no quiero, que si me aceptan para un transporte, el que sea, todos piensen que papá me ha echado un cable.
—No digas eso, suena muy mal.
—Pero es la verdad. Prefiero no precipitarme. De todas formas estoy ocupado.
—Como tú quieras.
Calíguenes cerró el ordenador. Se puso las gafas y miró hacia arriba.
—Todavía es temprano… ¿Y Nanda, qué te cuenta?
— ¿A mí…? Bien poco me dice.
—Claro, nunca está contigo.
—El trabajo le absorbe. El diseño y la moda tienen eso, lo mismo está aquí que en el último complejo.
Noyndia calló, mientras contemplaba a lo lejos a un grupo de muchachas que jugaban al baloncesto. Ahora volvió rápida la mirada.
—Después no te vayas. Tienes que cenar con nosotros, eh.
—De acuerdo, mamá.
Abrió de nuevo el ordenador y comenzó a escribir. El sol se había ocultado, cuando cerró el estuche. Alzó la mesita con el contenido, y la llevó hasta la vivienda. Las luces de la calle ya estaban encendidas y aminoraban los transportes. Voces de chicos por el camino, se confundieron con la trepidante música del parque de deportes.
XII
El pequeño aerostahélice bajó en vertical y se posó ante el Centro de Estudios. Un ancho prado se extendía pegado al edificio, y pese a la hora, sobre él se alineaban ya muchos otros vehículos.
—Buenos días, señor.
Aldés Zarela pasó ante el vigilante. Subió las escaleras y anduvo un largo pasillo. A su final llamó a una puerta. Esta se abrió.
—Pase, señor, el profesor le espera.
El doctor Marlox, sentado a una mesa, escribía y hacía números, agitándose y removiéndose en la silla, como si lo que urdiera en el papel fuera a escapársele.
—Ah, es usted… Siéntese por favor.
El Centro de Estudios del Espacio, no era nada del otro mundo. Sus instalaciones no diferían en apariencia de las de un centro de enseñanza. Sin embargo, en su parte baja y en los sótanos, se agolpaban uno contra otro, cantidad de laboratorios y salas de experimentación. Todo ello en unas dimensiones tan pequeñas, que parecían de juguete si se las comparaba con las que había a las afueras del complejo.
El silencio en aquel lugar era absoluto. Sólo de vez en cuando, se dejaba oír el ruido de alguna máquina. Allí no había aglomeraciones de alumnos ni de personal. Sin embargo, trabajaban en él gran cantidad de personas. Todas ellas estarían refugiadas por lo visto, en el interior de sus departamentos.
—Y qué doctor… ¿dará resultado el proyecto?
El profesor no levantó la cabeza de sus papeles, cuando dijo: —En teoría nada debe impedirlo. A no ser, que haya algo que se nos pase, algún factor que desconozcamos.
—Qué quiere decir, ¿del espacio?
—No, no, eso vendrá después. Todo a su debido tiempo. Ahora sólo nos ocuparemos de lo que será el transporte en sí.
El mayor Zarela recabó las explicaciones del profesor, quien las daba una y otra vez, sin asomo de fastidio o de cansancio. Muy al contrario, su semblante resplandecía con los datos técnicos, que intercalaba con hipótesis y parabienes para el proyecto.
—Como es lógico, la tarea se repartirá entre todos los centros, no. —El investigador asintió—. En tal caso, ¿cuál nos tocará a nosotros?
Marlox agitó manos y cabeza.
—Yo no sé nada, yo no sé nada. Supongo, que el reparto se hará en función de las condiciones de cada complejo.
— ¿Se refiere a las condiciones económicas, o de otro tipo?
—Me refiero más bien, a las de infraestructura base.
—Ya.
El comandante se arrellanó en el asiento.
—Lo que no comprendo es, como una onda puede impulsar un vehículo tan pesado. Ni siquiera en la ingravidez. El doctor puntualizó:
—Ondas. En plural. En realidad, la astronave se beneficiará de cualquier onda que este presente en su posición. Su sistema informático y su hipercircuitos las adecuarán, en provecho de su avance.
—Pero ya existe un sistema de impulsión por radiación solar, que también es una onda.
Marlox elevó sus manos a ambos lados de la cabeza, y las agitó en vertical.
—No, no, no. El sistema es muy diferente. Nuestro vehículo se comporta como un elemento activo frente a la onda. La sintoniza y la transforma, creando un campo propio, que en conjunción, se enfrenta a ella. Tal acción combinada, da como resultado el impulso de avance.
—Lo que viene a ser lo mismo, o no.
—Ni mucho menos. Acérquese por aquí, por favor.
Zarela se levantó, y siguió a Marlox hasta una mesa adosada a la pared. En el centro había una pequeña parabólica dirigida hacia arriba. El profesor asió un artilugio con la forma de un sombrero y lo puso sobre ella. Luego accionó un pequeño mando que llevaba en la mano, y el aparato se elevó a media altura.
— ¡Vaya! ¿Qué es? Parece un juguete.
— ¿Un juguete…? A ver donde encuentra usted un juguete así. El investigador pulsó otra tecla. El pequeño vehículo subía y bajaba entre el techo y la parabólica. De nuevo cambió de pulsador, y desapareció.
Zarela se hizo para atrás, alarmado.
— ¡Demonios! ¿Cómo lo ha hecho? ¡Lo ha volatilizado!
—No señor, ni mucho menos. Yo no he hecho nada. Mire hacia arriba. Está ahí.
El comandante elevó la mirada, y efectivamente, el pequeño vehículo permanecía inmóvil pegado al techo.
—Pero cómo ha ido a parar ahí… ¿Por dónde ha subido? Marlox hizo un gesto de suficiencia.
—Por delante mismo de nuestras narices. Sólo que a una velocidad que el ojo no ha captado. Mayorzarela no salía de su asombro. Marlox sonrió.
—Fíjese ahora.
El investigador puso en marcha otra parabólica sujeta a la pared. El mágico objeto se desplazó por el aire a lo largo y ancho de la estancia, apareciendo y desapareciendo de igual forma, en cualquier posición.
—Curioso. Muy curioso —dijo Zarela.
—Pues si en su lugar colocamos cualquier otro objeto, que no dispone del sistema, observará que ni se mueve.
Marlox hizo la prueba con lo que el comandante le indicó, una hoja de papel. Ésta no se movió en absoluto, pero sí que se quemó al instante.
— ¡Demasiado fuerte, no!
—Claro. Ni más ni menos se trata, de lo que llamamos una superonda. Hay que manejarla con cuidado. Todo tiene sus inconvenientes.
— ¿Y no puede resultar dañina?
—Sólo si pone delante. Es totalmente direccional. Su alcance puede llegar a muchos millones de kilómetros en línea recta.
Pese a todas las explicaciones, había algo que no cuadraba al comandante.
—Y si la emisión de onda se interrumpiera, ¿qué ocurriría con el vehículo?
—Según donde —Levantó el índice—. Cuando la gravedad no exista, quiero decir que sea despreciable, su propia inercia hará que la nave continúe sin grandes problemas. Y en su medio, vagará, quieras que no, alguna onda espontánea. En otro caso, se valdría del sistema convencional de impulsión y la energía acumulada. Sólo el escape del sistema donde se halle, precisará, propiamente hablando, de la emisión artificial de onda.
— ¿Y para el regreso?
—Lo mismo. En cualquier situación, la astronave dispondrá de un emisor allá donde lo necesite, pues irá equipada con varios de estos sistemas prefabricados.
—Muy fácil…
Mayorzarela, echado en el sillón, los brazos caídos entre los muslos, escuchaba inmóvil, como no fueran los ojos, buscando al parecer entre los objetos del estudio, la confirmación de lo que Marlox decía.
Así se les fue la mañana a conductor y constructor, en un sin fin de circunloquios, que más parecían enzarzados en una pelea dialéctica.
XIII
Cuatro años después.
El trasiego de transbordadores y grandes cargueros parecía no tener fin. Día a día ocuparon los aires durante diez largos meses. La máquina estelar iba emergiendo del campo de ensamblaje como una edificación. El tráfico aéreo normal se había resentido, y el libre tránsito entre los hábitat se redujo a las horas nocturnas.
Calíguenes trabajó sin descanso como el supervisor de la flota especial. Su aporte al proyecto fue tan decisivo, que todos lo reconocieron. El tácito título de comandante lo tenía ganado.
Nadie se extrañaría, de que el tiempo de ejecución de aquella empresa fuese tan breve. Casi doscientas fueron en realidad, las agencias participantes, y cada uno de los complejos cumplió su cometido como lo que eran, los mejores centros tecnológicos que ahora existían, con un bagaje experimental más que consolidado.
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