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Los dados mágicos (Novela) (página 9)

Enviado por Fandila Soria


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—Los míos… cómo no… Cuánto tiempo ya que no los llamabas así.

—Y no los llamo. Referirme a ellos como los tuyos, sólo ha sido porque veas si no están a buen recaudo.

Calíguenes se arrimó a ella y la besó en la boca.

—Belaura… y si te digo que te quiero…

—Pues que me lo creo. Yo sin embargo quiero al vecino –soltó una carcajada.

—Y que yo me entere…

—El Ser y la Nada…

Belaura abrió los ojos.

— ¿Qué me dices, Calíguenes?

— Nada.

—Pues eso he creído entender. ¿No puedes dormir?

—No es eso. Se trata de este libro. Es de Scropbim.

—Un libro… Pero yo estaba en que esa gente no escribía…

—Y esto qué es…—Le mostró la lámina.

— ¿Eso es un libro…?

— ¿Verdad que es original?

— ¿Te lo dio él?

—Qué va. Un presente, con motivo de su homenaje.

—Pero estará dedicado, no… Y dónde están el resto de las hojas. O es que es electrónico.

-Algo por el estilo. Basta presionar en según que punto para cambiar a otra página.

Belaura se sentó en el lecho. Cogió el curioso libro y leyó:

— "Acaso el Ser y la Nada sean, contrapunto de una misma cosa.

Mas no es posible el ser absoluto y la nada absoluta, sino como partes de una misma Realidad".

"Nos referimos a la Nada como absoluto, en cuanto que una aproximación infinitamente cercana a ella. Cuando el Ser, o el

Cosmos, se expanda y se disgregue eternamente en su devenir, el todo será más y más parecido a la nada, que se va creando. No consideramos por ahora otro orden de la existencia, otras sustancias,u otras dimensiones. Entendemos el Ser y la Nada como algo elástico en el tiempo. Comparando, si materia y energía ni se crean ni se destruyen sino que sólo se transforman entre sí, ¿la nada y elser serían también intercambiables? ¿O sea, el Ser tiene su origen en la Nada y viceversa?"… —Qué rebuscado es todo esto Calíguenes… Calíguenes sonrió.

—Sólo es filosofía.

— ¿Y todo el libro va de este talante?

—No lo sé. Aún no lo leído. Tú eres la primera que lo hace.

—Mejor fuera demorarlo, no. Las obligaciones de mañana sí que no son postergables.

Calíguenes retomó la obra.

—Hasta mañana —dijo.

Ella se volvió hacia la pared y Calíguenes balanceó de su lado la claridad reinante.

—"Considerado de esa forma, sólo existirían tres posibilidades: un universo en expansión, un universo en concentración o un universo modulado. Pero frente a los otros, el tercero requeriría, más que de un impulso inicial, de una intención permanente. Es decir, de una influencia exterior a él, que provocase la dicha modulación o cambio periódico en su propia línea de existencia. Consecuentemente habría de existir otra causa externa o universo. Extrapolando de uno en otro hasta el infinito, concluiríamos en que el número de universos también lo será. ¿Es ello posible? ¿La realidad está limitada? ¿Es posible la coexistencia de infinitos universos? Según. Para ello habríamos de considerar infinitos órdenes en el existir. La posibilidad de que fuesen iguales al que nos toca a nosotros sería mínima".

"Un universo modulado sería algo más. Un Ser que se transforma en la Nada (En la forma que ya hemos dicho) de lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, o viceversa, en un proceso continuo, digamos, de oscilación. Pues quien diría, que en lo pequeño o en lo grande el Cosmos deje de ser tal. Cuáles serían esos cambios periódicos. ¿…?. Y por qué una infinidad, y no un número limitado de universos. Porque sólo así la casi nada y el casi ser absolutos absolutos podrían equipararse. La probabilidad ser-no ser se mantendrían dentro de la lógica. En realidad, expansión y concentración surtirían un mismo efecto, la expansión de la casi nada. Sólo la modulación significaría el equilibrio. Sería ésta por tanto, la verdadera transformación Nada-Ser, la Realidad como cambio continuo de la apariencia".

"Qué es el ser en definitiva que eso; el movimiento de algo tan sutil que está al límite de nuestro orden. Las fuerzas elementales que aparentan actuar de un punto a otro sin más soporte que la nada, ¿acaso no nos indican otra sustancia, una naturaleza inmaterial que interacciona en la apariencia? Se nos podría objetar que no es así, y que la nada no existe, que todo está lleno de elementos cada vez más sutiles y son los portantes del movimiento. Pero necesariamente habrá un límite. De lo contrario, la materia (o la energía) sería compacta; inflexible por tanto a la vibración y al tiempo"."Diríamos pues, que la nada es relativa a su contrapunto. La definimos como ausencia de todo, pero no podemos concebir que lo sea sino en el tiempo y en la dimensión. Pudiera ser que "nuestra nada" fuera, otro universo en simbiosis con éste que constatamos pero de un orden distinto. ¿No habría tal vez, puertas de unión entre ambos allí donde los límites se desvanecen? Puede que muchos órdenes y dimensiones de órdenes amplíen la existencia hacia el Todo, concebido éste como infinito".

"Si así fuese, la conclusión es obvia: el existir no tiene límite, y lo que es seguirá siendo transformado (y transformando) en sus consecuencias"."Es verdad que lo que hoy es, mañana será de otra manera, pero su información, su estructura mutante, medrará en el tiempo a la medida del nuevo orden. Si ese hilo de acción a través del cambio se interrumpiese, nada sería. Habremos de distinguir pues, entre información y estructuras y energía y materia. No es igual lo que anima que lo animado, como no ha de confundirse lo esencial y la consecuencia, aún interrelacionados por el suceso (tiempo). Pero el cómputo global de éste, requiere del Todo, que no acaba ni tiene principio. Por él cualquier existir es probable, incluso en el estado inmoto o la reversión"…

El cansancio embargaba a Calíguenes, y pudo más que su empeño en la lectura. Al finalizar la página quedó dormido. Sus manos soltaron el texto, que cayó al suelo, y terminaría por apagarse. Lo mismo ocurrió con la luz iridiscente, que se redujo al mínimo, alertada por el letargo dentro de la estancia.

LVII

No debieron despertar a tanta gente de inmediato. Y para más abundamiento, tal inmediatez se alargaba a varios días antes. Por su mala previsión, se encontraban ahora en aquel aprieto. No pensaron seguramente que hallarían dificultades para el acomodo ni que el tiempo no les fuera propicio. En la Tierra no hubo margen para experimentar la hibernación de manera concluyente, y no podían asegurar su éxito para un viaje tan prolongado. Sin embargo los programas para la expedición seguían su curso, y aplazarlos era como dar al traste con procesos irreversibles. De ocurrir hubiese significado una perdida de recursos y de tiempo. Por eso se arriesgaron. ¿Fue lo que los abocó a callarlo? ¿O pensarían que tal cantidad de viajeros no les fueran permitidos? Por lo que Calíguenes pudo deducir después, más bien se trataba de ambas cosas.

Seguramente su padre, por su vejez, ya habría sido relevado. Si no, no concebía que llegasen a una cosa como aquella, tan subrepticia. Y pudo constatarlo.

Cuando todo aquello se solucionó y los emigrantes se acomodaban a lo largo y ancho de la colonia, Calíguenes vino a recibir la mayor sorpresa que nunca imaginara. Hasta sus dependencias llegó, nada menos que Paclás, su amigo recién llegado de la Tierra.

—No es posible… —le dijo nada más verlo.

—Ya lo creo que lo es. No soy ningún fantasma.

Calíguenes lo abrazó con lágrimas en los ojos.

—Pero si no has cambiado apenas, muchacho. Ahora sí que te cuidas, eh…

—Será porque he dormido mucho.

—Ah, es cierto. Que tú también habrás hibernado, no.

—Casi todos en este viaje lo han hecho.

Calíguenes le instó a sentarse, y ambos quedarían frente a frente ante la mesa.

—Pues ya ves, los demás no hemos sido tan afortunados.

—No lo dirás por ti… que estás como una rosa … Es verdad que sólo aparento los cincuenta. Los mismos con que embarqué. Pero mientras, tú has vivido un tiempo que yo ni siquiera he soñado. Calíguenes sonrió y se encogió de hombros. -Y qué tal nuestra amada Tierra.

—Te refieres a antes de irme a dormir, claro. Al menos hasta entonces, no habían ocurrido grandes cambios. Nuestros amigos desperdigados y los complejos la mejor alternativa. Los hábitat se van quedando pequeños, y proliferan sin más opción. Sólo al final parecía que el viejo mundo se recupere.

—Y por eso te viniste, claro.

—No lo creas, eh. Sabes que a mí no me van estas complicaciones tan rocambolescas.

—Entonces…

Paclás paseó la vista por la estancia.

—Me ofrecieron esta oportunidad y…

—Y más vale pájaro en mano… —Hubo una pausa—. Y entonces… sabrás algo de mi gente.

—Por supuesto. Cómo no. No podía viajar hasta aquí sin traer noticias. Tu padre se mantenía bien por entonces, y aunque no sigue en el cargo, no anda ajeno a los entresijos de los navegantes. Aun de manera informal todavía se interesa. Y tu hermana es toda una eminencia en su profesión. Es muy requerida por ello, y varias empresas llevan su firma.

—Y mi madre…

Paclás quedó parado por momentos. Sus ojos se deslizaron de un lado a otro del estudio.

— ¿No te agobia tanto instrumento como tienes aquí, Calíguenes?

—A ver… Pese a todo, la navegación, aún es en parte artesanal.

—Yo creía que todo era programado.

Seguro. Pero quién fija los lugares de destino y establece los planes de vuelo… Se requiere de un instrumental preciso. Y para qué decir de los avituallamientos.

—Eso sí.

Ambos quedaron pendientes el uno del otro.

—Todavía no has dicho nada de mi madre.

—Tú madre… —Bajó la vista hacia la mesa—. Siento tener que decírtelo. Ya no está.

—Murió…

—Así es.

Calíguenes giró su asiento para la ventana y los ojos se le humedecieron. Su mente voló sobre la ciudad y hasta la calle donde tenía su vivienda. Pensó en su hijo. Su madre ya no podría verlo si Cal viajaba a la Tierra como pretendía.

Paclás ante él estaba pensativo. Al cabo, habló.

—Tu padre me dio esto.

Ipso facto, Calíguenes se dio la vuelta.

El compañero había extraído un pequeño paquete de su bolsa, que Calíguenes aferró con ambas manos. Lo deshizo con premura para dejar al descubierto lo que parecía una agenda. La abrió. Se trataba en realidad de un denso diario con multitud de notas en los sitios más dispares.

—Pobre madre mía… —Dejó el librito sobre la mesa.

Paclás ante él, aún guardó silencio. Hasta que dijo:

—Será mejor que me vaya. Seguro que estarías muy ocupado. Calíguenes, pese a su amargura hizo de tripas corazón.

—Ni hablar — Se puso en pie y arrastró al Paclás a levantarse—.

No se encuentra a un amigo todos los días.

—Eso sí.

—Y qué… ¿Te ha valido la pena venir tan lejos?

—Mucho. Esto es más hermoso aún de lo que imaginaba. Y pensar, que de no ser por tu padre yo no estaría aquí…

—Por qué lo dices.

—Él fue quien me propuso para este viaje. Difícilmente yo, habría pasado las pruebas. Pues no vayas a creerte, son pocos quienes lo consiguen.

—Es el inconveniente… por ahora —Le dio una palmada en el brazo-. Y entonces… aún vives solo…

Paclás, sorprendido, no acertó sino a sonreír.

—Bueno, mis compañeras han sido circunstanciales. Solo y sin compromiso efectivamente. Y tú…

—Por qué me lo preguntas si ya lo sabes. Yo soy un hombre público.

—Sí. Pero aún no conozco a tu compañera. Quiero decir, en vivo y en directo.

—Yo creo que sí la conoces —Calíguenes sonreía.

— ¿Yo…? Y cómo podría yo conocerla.

—Ya me lo dirás. Y seguro que te sorprende.

—Bueno, si es tu gusto el ocultármelo…

Calíguenes no pudo evitar reírse. Le echó el brazo por los hombros, y anduvieron juntos hacia la salida.

—Te invito a mi casa esta noche. Y no te toleraré que rehúses.

—Descuida.

Ambos salieron, y no pararían hasta el circular, donde apuraron la conversación, de tan larga, y más vasos de bebida de lo aconsejable.

Calíguenes regresó al estudio. No pudo menos que tomar al diario, y ponerse a leer. Tras un intento, hubo de requerir su lupa articulada, pues no lo conseguía. Desde luego que la vista de su madre era excepcional, pero que perseverase con algo tan minúsculo se apartaba de toda lógica. Vaya un capricho el suyo de escribir con una letra tan pequeña. Aunque quizá fuese por aprovechar aquel formato, vete a saber. Lo cierto era, que se las vio y se las deseó para descifrar aquella miniatura:

"Cuánto los echo de menos. Seguro que ni se imaginan, que vivo pendiente de las emisiones que da la agencia, todo el tiempo, y que raro es que me pierda alguna. Paradójicamente, desde que regresamos, cualquier cosa que venga de Shim me resulta interesante. Si supiesen que ya he visto a mi nieto… Lo de verlo es un decir. Todas las grabaciones venidas y las que vendrán, las seguiré viendo, día por día, con que sólo uno de ellos aparezca en las imágenes…"

—Pobre madre —murmuraba emocionado Calíguenes.

En una de las páginas llamó su atención un apunte entre los párrafos: "Padres Belaura -Costa Interior I. -Él, mercancías -Ella, hospital".

—Menudo detalle -Seguro que cuando su mujer lo supiese lo apreciaba como al mejor de los regalos.

"No pierdo la esperanza de que un día se presenten aquí, y aun, si de la sorpresa empeorara mi corazón maltrecho, lo daría por bien empleado. Aldés no para en casa salvo de noche. Y Nanda… qué más quisiera yo, que se me pasan los meses sin poder verla. Bueno está que me ocupo en el centro de rehabilitados, pero las otras me traen a la mente, con sus familiares, cuán sola estoy. -Debes vivir por ti misma -me dice él. Pero él no entiende que para eso hay que servir. No todo el mundo sabe acallar sus sentimientos y suplirlos, tan fácilmente". Nota al margen: "Expresión artística -desde las 20:00 en Empire, bajo".

La libreta no era grande. Sin embargo, de tan bien aprovechada, y con arreglo a sus fechas, muy bien compendiaría quince años. A no ser que la alternase con otras. A través de ella supo Calíguenes, del asalto al complejo por un grupo de refugiados. Y de como no les cupo otra condena, que instruirlos, y pasar a ser miembros de una policía vigilante, en previsión precisamente de episodios de aquella índole. También supo, del recorrido que hicieron por los hábitat, ella y su padre, y que los llevaría hasta el primer complejo como conclusión. Aquel en que entablaron sus relaciones y donde tuvo lugar el nacimiento de Nanda. Cuántos eran sus elogios de la Comunidad, cuya naturaleza le emocionaba. Y es que ella permaneció en el viejo mundo hasta los veinte años.

LVIII

Aunque él no lo veía conveniente, entre todos lo convencieron para que Xántriul fuera el preceptor de sus hijos; de todos ellos, incluyendo a Noyndia. Ya pasaron las decisivas instrucciones iniciaticas y las no menos delicadas de adolescentes, pero por lo visto la que ahora les venía ya no era una edad difícil. Eso pensaban ellos. Hasta Belaura estuvo conforme. Calíguenes sin embargo, era de otro parecer. La dureza del devenir, dentro de lo que cabía en aquella sociedad, precisaba de eso, dureza y disciplina en la formación, nada de blandenguerías. Qué fuera Xántriul precisamente el encargado de esa tarea podría ser contraproducente. Ellos eran sus ahijados. Todos. Conociéndolo, era seguro que no los tratara como a los demás educandos, y que, dejado llevar del afecto, los mal formase.

Sin embargo se equivocó. Sabido era que las nuevas generaciones, sobre todos los híbridos, eran problemáticos. Las descendencias mixtas no resultaron tan homogéneas como pudiese parecer. Con ellas hubo, lo que se decía, humashim y humafatos, pero sus descendientes ya se diversificaban, y de los hijos de éstos comenzaron a nacer, humanos puros, shim, pfatos, y shímpfatos genuinos, la unión autentica. Las proporciones no eran definidas, abundando como era lógico los híbridos primarios. Tal mezcolanza traía de cabeza a los sociólogos. El gamberrismo y las pugnas entre los jóvenes, llegó a derivar en pandillas que se enfrentaban entre sí. La dedicación de Xántriul y su visión de la realidad, hicieron, que fuese reconocido por todos como un maestro de educadores. Ahora tenía a su cargo todo un gabinete de especialistas que le asistían, y medios de todo tipo. Y demostró ser inflexible con los alumnos cuando debía serlo.

—No crees, que el mestizaje se nos ha complicado, Xántriul.

El otro pareció que aguzase la vista mirando a la pared.

—No lo veo yo así. Siempre se ha dicho, que la variedad es más rica. Y es lo lógico. Las especificaciones son más diversas y los puntos de vista enriquecen.

—Pero persistirán individuos como tú y como yo. No todo será mestizaje. Y como éramos pocos, parió la abuela.

—Cómo que la abuela… -Calíguenes se echó a reír-. Ah, entiendo: que si ya estaba complicado, los ascendientes lo complicamos más aún.

—No exactamente, pero para el caso, sea.

—Es lógico que ocurra. Son las leyes de la herencia. Y como te he dicho, más rico es lo variado que lo uniforme. Posee más matices.

Calíguenes se preguntaba, si era aquello realmente lo que los zirdal perseguían o tan sólo un efecto secundario, inevitable también para ellos.

—No nos juzgues de esa forma —decía Xántriul—. No somos tan calculadores. Como seres vivos y racionales, nos atrae lo nuevo y nuestro instinto nos aboca a los semejantes; a participar con ellos, y de ellos, por qué no.

Calíguenes esbozó una sonrisa.

—Desde luego que sí. Mi extrañeza sólo es, porque no esperaba que tal unión acabase así. No conocíamos vuestros métodos, y pensábamos, que tanto nuestra especie como la vuestra ya no resurgirían. Por lo demás, me alegra que haya sido así.

—No somos dioses, mi querido Calíguenes, afortunadamente.

De pretenderlo, mal andaríamos.

—Pues sabes… tengo en mi poder un libro del difunto Scropbim.

También trata esto, e incluso aboga por lo que él llama la

"espontaneidad lógica". Muy interesante.

—Sí. Está muy influenciado al respecto, por el gran Krens Porlícuak, un pensador ya desaparecido.

Calíguenes hizo un gesto de beneplácito.

—Tú también lo crees… Se puede ser lógico y espontáneo. —Desde luego. Si se adquiere su dominio.

—O sea, meditando.

—Mucho más. Significa un hábito de actuación.

—Pero nosotros, por ejemplo, solemos comportarnos a veces con mucha espontaneidad exenta de lógica.

—Ah… Ese es el quid de la cuestión, como decís vosotros. No todo el mundo lo consigue, y sería lo bueno que así fuera.

A saber, si para alcanzar tal cosa no habría que ser shímpfato, como mínimo, o cualquier otro extraterrestre en aquella línea.

—Amigo Xántriul, si hicieras de nuestros hijos unos hombres y mujeres de bien, yo te propondría para el premio Nobel.

—Pues ni novel ni veterano, que yo no lo necesito —Calíguenes soltó una carcajada—. O lo que hayas querido decir.

—El premio Nobel es una alta distinción que perdura en nuestra Tierra desde tiempo ha.

—No lo niego. Pero estoy seguro que no es tan alto como la propia satisfacción de cumplir con el deber. Que de paso te eleva desde un yo mezquino hacia la paz interior.

—Hasta ahí estamos.

La plática se alargó, y Xántriul descubriría para Calíguenes, acontecimientos que no eran del dominio de la gente. Pocas referencias tenía Calíguenes sobre el pasado guerrero de los zirdal o de los propios shímpfatos. E incluso le extrañó que en el mundo Gemelo se diese todavía algún que otro conflicto.

Xántriul citó documentos, que se guardaban en el archivo Centro de los Mil Años, de cuando aún se escribía, sobre las guerras de unificación y el ataque de los Kerdos, antigua etnia de Los Dos Sistemas. Por lo visto, la invasión originaría en parte el deterioro de Shímpfatos y su clima, y que Shim quedara medio arrasado.

Grande fue la sorpresa de la mujer, cuando Calíguenes le mostró el diario. Más aún, cuando pudo leer el apunte de Noyndia respecto a sus progenitores.

— ¿Sabrán ellos dónde estoy yo? —dijo.

Al fin supo Belaura como localizar a sus padres, y que al menos estaban vivos antes de la expedición. Imaginaba que de allí a entonces no habrían muerto, tampoco eran tan ancianos. No se lo pensó dos veces, y pese a ser tarde, se trasladó al centro de transmisiones. Poco perdería por intentarlo. Aunque la respuesta tardaría en llegar. Tal vez demasiado.

Paclás llegó ante la casa. Pulsó la tecla en el dintel y esperó.

—Sí.

—Qué tal, comandante… Soy yo.

—Vaya, has sido puntual.

Paclás subió.

Calíguenes lo esperaba con la puerta abierta.

— ¡Menuda choza!

— ¿Te parece de alto estanding?

—No es eso. Lo digo por la concepción tan vanguardista y estos materiales. Lo nunca visto.

—Pero aquí es lo corriente.

—Claro. Yo como me hospedo en la nave…

—No será por mucho tiempo, descuida.

Calíguenes le hizo que pasara y le enseñó la "choza".

— ¿Pues cuántos hijos tienes?

—Dos… quiero decir, cuatro. Lo que pasa es, que los otros no siempre pernoctan aquí.

—Pero yo he visto tres habitaciones. Más la grande, que será la vuestra, supongo.

—Es que uno de mis hijos, es hija.

—Ah bueno. ¿Y dónde está tu mujer?

—Mi mujer…

—Claro. No veo que ella esté aquí.

—A punto de llegar, supongo. Ya sabes como son las mujeres.

Pero ven, vayamos a la sala. Mientras tanto, te ofreceré una bebida, que seguro te sorprenderá.

Y Calíguenes le sirvió uno de los consabidos extractos que estaban de moda.

Belaura llegó, entrando despreocupada, como de no acordarse ya de la visita. Penetró a donde estaban ellos, y al pronto no supo como reaccionar. Sé excusó.

—Ah. Vaya, lo había olvidado.

—Ya te lo dije. Éste es mi amigo. Se llama Paclás.

El compañero aún quedaba fijo en la mujer, expectante. Al fin sus ojos se le agrandaron por la sorpresa y se levantó del asiento.

— ¡Pero si es ella!

Belaura pareció confusa, para al cabo, terminar por reconocerlo.

—Si es él.

Los dos se besaron.

—Ah, sinvergüenza. Por eso no querías decírmelo —saltó Paclás. —Calíguenes sonrió sin mucho entusiasmo.

— ¿Y tú, Belaura?

— ¿Yo?

— ¿Lo recuerdas tan bien como parece?

—Pues claro. Qué menos. Esas cosas no se olvidan. También yo estaba en aquel centro.

—Vamos a ver, Paclás: cómo se llama mi mujer.

—Se llama… Pues claro, su nombre es… ¿Cuál es su nombre?

Belaura meneó la cabeza, tan vehemente, que el lacado de sus cabellos casi se le desluce.

— ¡Vivir para ver! Pues ni que una fuera un objeto. Pero no creas Paclás, que él ni me conoció luego. Y ni que decir tiene que ni siquiera el nombre.

—Bueno yo… por mi parte yo… Apenas si te conocía —dijo Paclás.

—Salvo cuando me esperabas a la salida del aeródromo. No creas que no me diera cuenta. Y hasta insististe en salir conmigo. Si no lo hice sólo fue, porque no tenía tiempo.

—Es que tú siempre has sido una mujer atareada —decía Calíguenes.

Como respuesta Belaura se volvió a despejar la mesita mientras dijo:

—Bueno, venga, que es tarde y la cena no debe esperar. Dejémonos de averiguaciones.

LIX

En la presidencia estuvieron conformes. Aquel viaje bien pudiera resultar conciliador. Era posible que la animosidad quismian hacia los shímpfatos se suavizase, de ser humanos los embajadores. Para evitar suspicacias viajarían con preferencia en sus propias naves. Menos prejuiciosos serían respecto a ellas.

Cuando los quismian fueron conducidos hasta el planeta, el trato que recibieron por parte de sus conductores fue distinto al que hubiera hacia los shim. A ellos los obligaron en la conquista de la zona fría, sin otros medios que los propios, mientras los demás podían elegir el territorio, y eran avituallados con todo tipo de pertrechos y máquinas. No era que los quismian anhelasen aquellas cosas, que nunca las tuvieron, pero sí se sentían menoscabados ante el trato de favor que los otros recibían. También ellos hubiesen querido, como no, unos refugios permanentes a que recurrir tras sus largos periodos de caza y de abrir sendas que a todos favorecían. Necesitaban algún transporte especial, que los shim le mantuviesen, como ellos les mantenían avituallados con la pesca cuando los otros animales desaparecieron.

Cada cual en su ámbito ahora, no se necesitaban mucho unos a otros. No obstante, ambos se sabían abocados a entenderse. Las conquistas mutuas decantaban del mundo shímpfato, como garante cara al devenir, y las nuevas generaciones de uno y otro lado miraban en la misma dirección. La de la cultura zirdal que los conquistaba sin remedio. Porque el aislamiento quismian no era absoluto. Los pioneros bajaban hasta la colonia por comerciar con sus habitantes, incluyendo a los cuaralíneos. Y aunque aún no se les viera cerca de los humanos, todo se andaría.

—Esta vez sí que vendrás… O tampoco.

—Tampoco —respondió Belaura.

—Pues no me lo explico.

— ¿Tan difícil es?

—Al contrario. Es muy sencillo. Que ya no te atraiga viajar en mi compañía es lo inexplicable.

Ella sonrió con desdén.

—Menudo viaje el que me ofreces.

—Y qué esperas. ¿Ya no te va la aventura? ¿Tan conformista te has vuelto?

—Y es poca mi aventura diaria. Y los niños… a quién verán mientras tú navegas despreocupado.

—Por supuesto. Ese es el problema. Tú los atiendes. Dime: cuantas veces los ves a la semana. ¿Dos, una, ninguna?

—Pocas o muchas me bastan. Siempre estoy al tanto de sus vicisitudes, aunque sea desde lejos. No hay día que no los llame un par de veces, como mínimo.

—Pues entonces, ya está. Pero si quieres los llevo conmigo, seguro que lo desean. Y de paso los atiendo personalmente.

—Puede. Aunque no creo que ellos lo quieran.

— ¿Quieres ver como sí?

—Muy bien. Tienes derecho a intentarlo.

—Contigo ya lo he intentado, que conste.

—Y te lo agradezco mucho, qué te crees.

Sawakip, o Benéfico Sol en la lengua común, era un sol de criatura. De entre todos destacaba en humanidad y simpatía. Ni siquiera la joven Noyndia podía comparársele de lo cariñoso y comprensivo. Pero también descollaba por su inteligencia, y con todo, carecía del empalago que Svaiser, hijo de Uatrozur, derrochaba. Éste, como El Deseado, se creía en efecto, el colmen, la superior consecuencia de las especies. Era cierto que a sus dotes de pfato se le unían las de humanidad en sentido estricto. Svaiser dominaba la transvisión como ninguno, pero no lograría la correspondencia en sus hermanos. Sólo Sawakip podía transpensar con él, no sin dificultades, de una manera concluyente. El traje supletorio que los shim utilizaran por ello, y que acabó por adaptarse para uso de los humanos, ya no era bien visto de los jóvenes por lo que de incomodidad e indiscreción les suponía. Ahora se llevaban al efecto, una especie de camisetas, que por ir ocultas no delataban la condición del usuario. Svaiser, libre de aquellas composturas, se vanagloriaba ante los hermanos, al saber que a ellos les eran precisas. Hasta aquel punto llegaba la inmadurez de los jóvenes. Al final los otros prescindirían de la prenda, lo que al Deseado nada bueno reportó. Por el contrario, tal actitud le exasperaba; de aquella forma sólo podía comunicárseles de palabra, y sabida era la dificultad de los pfatos para la conversación.

Cuánta era la delicadeza, que habían de derrochar los progenitores, y su diplomacia, para mediar entre ellos y que se entendiesen. De los cuatro, Noyndia y Sawakip siempre fueron los más dúctiles. Ellos eran el puente entre Cal y Svaiser, los extremados.

Que Calíguenes consiguiera de sus hijos un común acuerdo para el viaje, sí que fue meritorio. Belaura se equivocó al respecto, pero en su interior tal actitud le satisfacía.

—Pasaremos una planicie nevada para encontrar a los quismian ante sus refugios al límite con los hielos. No les sorprenderán nuestras naves, aunque es seguro que sólo unos pocos nos reciban.

—Sigue Svaiser. Y qué más —le instaba Noyndia en sus premoniciones.

—Quedaremos sorprendidos porque no son como imaginamos. Sus saberes desbordarán de nuestros contextos —aventuraba Svaiser.

—Oye, ¿y es seguro que en tu introspección no haya interferencias? —saltó Cal.

Frente a él, lo contemplaba, con una sonrisa.

—Pues no. Pero puedes comprobarlo por ti mismo. Sólo tienes que mirar por la ventana.

Cal se acercó al acristalamiento.

— ¡Condenado embustero! Estabas mirando…

—Aun suponiéndolo, qué podría ver, aparte de la nieve.

—Pues yo veo a un grupo de individuos allá donde el llano termina. Y unas entradas oscuras en el hielo.

Svaiser se pegó a la ventana y aguzó la vista.

—Anda, pero si es verdad. Pero qué buen ojo el tuyo. Caliguino sonrió.

—Además, todo lo que has dicho es previsible.

Sawakip miró a su hermana y enarcó una sonrisa.

—Qué te parece… los entendidos. Y es lo que me pregunto, para qué tanta molestia en venir aquí. De estar al tanto, bastaría enviar un mensaje y el acuerdo para que lo firmen.

—Qué cosas tienes Sawakip —dijo Noyndia—. Y si no saben leer.

Ya sobre el lugar, la primera nave describió en la altura un amplio círculo. Eso bastó al parecer, para que los detectasen, y para que una muchedumbre apareciera ahora allá donde la planicie daba paso al glaciar.

En seguida, el vehículo descendió hasta posarse. Los quismian retornaron a las cuevas, salvo dos, que permanecerían allí para recibirlos. El largo talud de hielo ponía límite a la llanura sin solución, y en él las negras entradas se sucedían como un rosario. Quién podría admitir que aquel límite no fuese variable o que hubiesen excavado sus refugios sólo para el buen tiempo si se sabía que éste duraba tan poco. Dado el número de quismian que vieran entrar por sus bocas, las excavaciones no serían pequeñas precisamente, y de ser tantas no podía tratarse de simples grutas.

—Es que los hay que hibernan en su interior —dijo el intérprete.

—No me diga. Pero que yo sepa, esa facultad sólo la poseen ciertos animales.

—Pues así es. Aunque no todos lo hagan. Seguramente, sólo algunos logran adquirir esa función.

Calíguenes apretó la boca.

—Y cuando el sol decline y todo quede tapado por el hielo…

—De alguna forma saldrán, supongo. No creo que puedan permanecer ahí dentro, hasta el año siguiente.

Los dos receptores permanecieron impávidos, mientras Calíguenes, el intérprete y dos escoltas, caminaban en su dirección. Ya ante los quismian, el comandante alzó su mano en son de paz.

—Bienhallados —saludó en la lengua shímpfata.

—Buliatenga —dijo el que parecía principal.

Calíguenes habló al intérprete.

—Dígales, que yo soy humano. Un viajero de otra estrella. Puntualmente, el otro tomó en entendibles sus palabras.

El principal parecía que se confortase, y ésta fue la traducción de su respuesta:

—No conocemos humanos, ni por qué aquí. Bien recibimos, si gentes de bien. Si no, marcharse.

El grupo echó a andar en dirección a las cuevas. En el trayecto, los quismian hablaban entre sí, y Calíguenes, todo oídos, se sorprendió gratamente. Aquella fonética y la inusual construcción de las frases se asemejaban mucho a las humanas. De estar en la Tierra, cualquier inexperto hubiese tomado aquella forma de hablar, como uno de sus idiomas.

A esto, en el pasamontañas de Calíguenes zumbó el receptor integrado. Sin detenerse siquiera, el comandante habló: —Si… Quien…

—Papá, a nosotros también nos gustaría ir.

—Me parece que eso quedó claro, no. Todo a su tiempo, querido Sawaskip. Lo primero es lo primero.

—Para que hemos venido entonces.

—Pero ellos habrán de damos su permiso, no crees.

—Es que de no concederlo, nos quedaríamos con las ganas.

—No te preocupes que no será así. Corto. Los cinco penetraron bajo el hielo, hasta que, concluido éste, el túnel comenzó a descender bajo tierra, donde se hallaba un local enorme con la forma de media luna. Por en frente, largas terrazas sobre el terreno se escalonaban hasta lo alto, y en ellas aparecían, hileras de covachas, unas contra las otras. Sobre aquellos pantalanes sin par, se asomaban en largas filas, como si los esperasen, seguramente todos los inquilinos. Pese a la hondura en que se hallaban y aquel cerramiento, una luz blanquecina hacía de aquella oclusión un ambiente grato. Y es que la claridad de afuera, traspasaba la bóveda por unas grandes chimeneas anegadas por el hielo.

Los dos receptores los llevarían hasta un local, excavado en tierra como los otros, y sin duda, el más grande de los que allí había. En su interior, al fondo, estaban sobre sus asientos los que parecían tres ancianos. El resto se ocupaba con suministros y los arreos más dispares, amén, de un artefacto en tres elementos que habrían de enlazar entre sí, pues, aun diferentes, parecían la misma cosa.

Poco duraría la entrevista. A su término, uno de los ancianos se fue al artilugio, y comenzó a golpear con una maza, lo que parecía un bloque de piedra o de metal muy oscuro. A cada golpe una chispa crepitaba en la sección contigua. El quismian ajustó la distancia entre dos superficies de metal, y la reemprendió a mazazos definitivamente.

— ¿Qué hace? —preguntó Calíguenes al guía.

Éste trasladó la pregunta a uno de los acompañantes.

—Está comunicando con sus jefes.

Comunicando con sus jefes. Pues menudo tan— tan —se dijo Calíguenes.

Pero no perdía detalle; y se fijó con detenimiento en aquella máquina, hasta concretar su naturaleza. Lo que el quismian golpeaba no sería sino un gran bloque de cuarzo. Éste, como piezoeléctrico, generaba un pulso de electricidad a cada golpe, que circularía por un muelle en varias capas, de la segunda sección, y las dos piezas de metal. Todo era muy artesano, pero, a lo que parecía, muy efectivo. Con él se generaban ni más ni menos que pulsos de onda. Aquellos golpes serían detectados por otro artilugio como aquel, lejos de allí, e interpretados según su código.

Confirmada la visita, los cinco salieron al exterior, y los operarios sacarían de su lugar, un insólito carro cubierto, con anchos cilindros como ruedas, que se recubrían completamente de agarres en su superficie. Aquel remedo de tartana, muy voluminosa y de un material semejante al aluminio, tenía el cierre y las tapaduras de piel negra y lustrosa.

El principal de los quismian, vuelto hacia las cuevas, gritó:

— ¡¡Fuessinúúú…!!

Un animal surgió por una de las bocas. Su envergadura doblaba con creces la de un caballo y tenía la apariencia de un canguro. No tenía cola. Sus pies eran grandes y la cabeza redondeada.

La criatura vino hasta el carro, asió las varas de tiro y se unció el yugo. Acto seguido, sus manos asieron la barra anterior y quedó pendiente.

— ¡¡Bansiovil!! —Gritó de nuevo el quismian.

El animal se enderezó sobre sus patas traseras e inició la marcha.

Tras su ordenanza, el carretero dejó caer las colgaduras y se solazó junto a los otros. El comandante preguntó al intérprete si aquel animal no necesitaba que lo guiasen, a lo que el guía no supo qué decirle. Pero los quismian sí que lo confirmaron. Sólo con oírles pronunciar el nombre del destino, el animal sabía como conducirse.

—Pues no será tonta la criatura, no — comentó el comandante. Luego dijo: —Si los animales de Shim desaparecieron, de dónde ha venido éste.

De nuevo los quismian les matizaron esta vez, que la hecatombe no afectó a los domésticos, y que sólo su pueblo los conservaba.

Tras un largo recorrido, que ya comenzaban aburrirse con el traqueteo, la tartana escoró pendiente arriba y ellos notaron una cierta dificultad en el avance. Calíguenes fue a la delantera y entreabrió las pieles. Pudo ver cuán fatigoso resultaba ahora el tiro para el animal. Sin embargo la inclinación de la senda helada no duró mucho, pronto derivó a la horizontal, cuando dejaron la pendiente para entrar a un desfiladero. El cañón se hacía cada vez más ancho, y el tedioso camino dio paso al fin, a una explanación redonda, en torno a la cual, una cornisa helada, muy robusta, la protegía.

El medio canguro, enfiló hacia una de las grutas y entró sin vacilaciones hasta detenerse en su interior. Éstas, bien poco se parecían con las cuevas que habían visto. La de ahora, se conformaba de un material rocoso muy elaborado, y su construcción era equiparable a la de un edificio. En su centro destacaba un habitáculo, que seguro fuera la cámara de los jefes.

El animal se desprendió del yugo, y saliendo de las varas, quedó inmóvil.

— ¡Alganá…! —gritó el encargado.

El medio canguro, marchó obediente hacia un extremo y desapareció tras un pórtico.

—Qué casualidad. Me dicen, que hoy es la gran fiesta. Como es lógico, nos invitan —dijo el intérprete.

—Vaya por Dios. Espero que no tendrán inconveniente en que algunos de los nuestros se nos sumen.

—Seguro que no. Aunque mejor fuera asegurarse.

El guía entró en el gran habitáculo, para salir poco después, sonriente, que parecía otro.

—Puede entrar señor Calíguenes, le esperan.

—Ya lo creo que entraré, pero no antes de contactar con los nuestros.

El comandante giró la ruedecilla del pasamontañas, sobre su oreja, y habló, que más parecía hacerlo consigo mismo. A su término, los cuatro hombres entraron en el local.

La ligereza de sus nuevos anfitriones no casaba con la seriedad de los ya conocidos. Sin duda que tal despreocupación se debería al festejo.

—Nosotros somos los primeros habitantes de Shím, y de este sistema —dijo el mandamás en un shímpfato correcto.

—Ah, pues no sabíamos tal cosa —Se sorprendía Calíguenes.

—Seguramente. Aunque los sabios zirdal sí que han de saberlo.

—No querrá decir que ellos se lo callen.

—No. No podría decir lo que ignoro. Pero de todas formas, tampoco me da la impresión de que usted tenga su origen en estas especies.

—Y así es. Sólo formamos parte de un mismo consorcio. Los humanos provenimos del Sistema Solar, no muy lejos de aquí.

—Relativamente, supongo. Le sorprenderá, si le digo, que eran cuatro los sistemas planetarios del gran imperio, si bien, sólo dos lo conforman ahora. Fíjese si las distancias serán relativas.

Desde luego, aquel quismian nada tenía de arcaico, y sus conocimientos tampoco serían cualquier cosa. Calíguenes comenzaba a vislumbrar que aquel pueblo de pelaje oscuro no era tan homogéneo como podía suponerse. Así lo constataría al poco, cuando una de los componentes de aquel consejo se desprendió de la cubierta peluda, como de un atuendo que en realidad era, y que al pronto, a ellos se les antojó que se arrancaba su propia piel. Una cosa así sería por calor, supuso el comandante, ya que parecían recién venidos. Menos por un taparrabos, la hembra quedó desnuda, las posaderas al aire, y los pródigos senos sin que nada le estorbasen. Ante la sorpresa de Calíguenes, otros más lo hicieron. Y ya no supo qué atenerse. ¿Acaso el aspecto real de los quismian era aquel, y usaban aquella especie de monos peludos para protegerse?

Su sorpresa no pasó desapercibida al mandamás.

—No se confunda, humano. En nuestro pueblo hay variaciones étnicas. Son el resultado de un devenir cambiante y su evolución. Todos somos depositarios de una misma esencia, ante la cual, poco significan estas peculiaridades.

—La verdad que los humanos no somos diferentes en eso. También nuestra especie es muy diversa.

—Lo imagino.

LX

El quismian salió del reposadero común y les instó a acompañarle. Los cuatro descendieron con él por unas escaleras a lo más hondo del subterráneo, y a través de una galería hasta una fenomenal caverna. La temperatura en su interior, quizá fuese algo excesiva, y más que otra cosa sin duda, por el número de individuos allí aposentados. Los que menos, se agrupaban en torno a un tendal, no faltando las carpas o las simples pieles esparcidas por la tierra, y todo el conjunto se salpicaba de enseres y equipajes de lo más variopintos.

Subían después, entre escarpaduras, hacia lo que fuese otra cueva en la parte de arriba, y al tiempo, Calíguenes, curioso, no dejaba de mirar a los que quedaban abajo, pues uno de aquellos grupos le resultaba familiar. Y tanto que les eran conocidos. Como que eran iguales a aquellos guardas orondos y desgarbados de las famosas torres. Aunque no lo podía asegurar con certeza, la luz allí, era pobre. Las lámparas que colgaban del techo, de gas a todas luces, no daban para otra cosa. Y aunque aquellos sujetos no llevaban los halos protectores, alguno sí que iba equipado de su maletín.

Una vez ante la entrada, Calíguenes se dirigió al mandamás, lo que supuso que todos quedaran pendientes.

—Señor, —señaló con el brazo—, ¿aquel grupo de individuos, junto a las rocas, no son de los suyos?

El jefe se mesó hacia atrás la pelambre desde la cabeza.

—De los míos de los míos, bien pocos lo son, la mayoría están aquí por la fiesta.

—Y estos que le digo, de dónde proceden.

—Son viajeros de Los Dos Sistemas. Mercaderes y contratistas. Calíguenes movió la cabeza adelante y atrás repetidamente. Al fin aquel misterio de las torres abandonadas se desvanecía.

—Se refiere a que dan trabajo al personal.

—Así es. Muchos de los nuestros emigran. Se van y se vienen si es que les interesa.

—Pero aquí se vive bien. O me equivoco.

—Ya lo creo que sí. Si lo hacen, sólo es, por afán de aventura o encandilados por el espejismo de otros mundos. Igual que usted, me imagino.

—La verdad, que lo mío obedece a causas muy distintas, eh.

—Eso mismo dirán ellos.

Ahora sí que se hallaban de pleno en la oscuridad de la caverna. El quismian se fue hacia a un lado y accionó un tirador. Las lámparas de gas se encendían por todo el recinto. Aquello era fantástico. Las paredes de roca, y hasta el techo, estaban repletas de pinturas. Pinturas rupestres. Escenas de caza y de pesca, animales extraños, muy numerosos y bien proporcionados, y estampas familiares y de grupo. Además, pese a la latitud, en ellas aparecía la vegetación y algunos árboles.

—Qué le parece; señor calíguenes.

El comandante quedó perplejo, y más bien, porque lo llamaba por su nombre cuando él ni siquiera lo había dicho.

—Una maravilla —le respondió.

—Pues bien. Estas pinturas, y otras como éstas, pertenecen a los primitivos quismian. Los primeros habitantes de este planeta.

—Pero yo estaba en que los zirdal lo transformaron para sus descendientes.

—En absoluto. La verdadera transformación la hicieron los quismian. Sólo después, los zirdalaix podían subsistir, y ello, gracias a que nuestro pueblo les ayudó.

—No irá a decirme, que la enemistad con los shímpfatos provenga de entonces.

—Me imagino.

—Y no cree, que ya es hora de enterrar ese antagonismo tan rancio.

—Seguramente. Pero el quismian no quiere perder sus raíces, ni quedar absorbido sin. más, por una cultura que no entiende. El shímpfato no duda en suplantar a la naturaleza en su búsqueda de la perfección. Y sus derroteros y los nuestros no son coincidentes. Calíguenes se encogió de hombros.

—Pero todo es solucionable. Fíjese en nosotros, convivimos en paz y armonía con ellos, conservando nuestras peculiaridades. Esa mala relación entre ustedes, ¿no se habrá convertido en un tópico?

—No se lo niego. Pero la verdad, más vale estar solo que mal acompañado.

Calíguenes soltó una carcajada.

—Es bueno tener amigos. Ello significa ampliar nuestro yo y multiplicar las vivencias… Y hablando de otra cosa… le oído pronunciar mi nombre, pero yo no conozco el suyo.

—Me llamo Baislia Porlícuak.

Vaya, qué interesante —pensó Calíguenes.

—Pues yo conozco a un Porlícuak, escritor. Krens Porlícuak.

El rostro de Baislia se alargó con seriedad.

—Era mi padre.

Hubo un silencio.

—Por lo que yo sé, su padre era muy considerado de Scropbin, el patriarca zirdal. Poseo un libro de filosofía suyo, que según dicen, está muy influenciado por su pensamiento.

—Lo que ha dicho, para mí es algo insólito. Nunca pensé que los pensamientos de mi padre llegasen tan lejos.

—Si quiere puedo dejárselo. También le ofrezco algún otro que no dudo sea de su interés.

—Sí que me gustaría. Figúrese, no conservo ningún escrito suyo. Yo aún era un niño cuando él murió.

La singular gruta todavía les deparaba una sorpresa. Baislia llevó a calíguenes para un rincón, mientras los otros se fueron hacia la entrada. La pintura que el quismian le mostró era especial. Un firmamento de estrellas de color azul, y de entre todas cuatro más brillantes. Sus rayos de luz se abrían como un abanico en un conjunto de figuras, y bultos parecidos a máquinas. Unas siluetas en actitud de lucha se veían dentro de un redondel, y debajo, campaban otras situaciones, con figurantes diversos.

—Cree usted, señor Calíguenes, que de estas cuatro estrellas alguna pueda ser la suya.

—No le entiendo.

—Quiero decir, que si es posible, que en un tiempo remoto su sistema planetario formara parte de este imperio.

—La verdad que no sabría contestarle, yo aún no había nacido. Baislia rompió a reír por vez primera.

—Una razón de peso, sí señor.

—Que yo sepa, ningún vestigio hay de algo así.

— ¿Y usted cree, que los haya? De haber, no se trataría de restos arqueológicos o de pinturas como las presentes. A lo mejor no quedaron más huellas que su memoria, ni otra constancia que aquellas mentes ancestrales, y que morirían cuando murieron.

—De ser así, difícil será dilucidarlo, no.

—A lo mejor estos shímpfatos lo consiguen —Porlícuak sonreía.

—No sé que le diga. Poderosos son, pero no tanto.

La segunda aeronave estacionó a la salida del desfiladero. Sus ocupantes bajaron del vehículo, y una vez en la explanada el grupo se detuvo pues no sabían para donde encaminar sus pasos. La temperatura en aquel sitio no resultó tan extrema como cabría suponer. Un leve soplo de aire emergía de aquellas bocas, todo alrededor, suavizando el ambiente gélido. Lo primero que pensaron fue, que aquellas grutas, o lo que fueran, habrían de disponer de otras entradas, pues si no, como podían darse tales corrientes. Pese a todo, los pies sobre el hielo se les congelaban del frío, hasta el punto que se refugiaron bajo la cornisa. De poco les valió, pero al menos los vientecillos benefactores les cogerían de cerca.

Al poco, por el lado opuesto a donde estaban, surgieron dos individuos, y el grupo, todo apresurado, anduvo hacia ellos bajo la cornisa.

Ya en el interior, los cuatro hermanos se desprendieron de las ropas de abrigo, como harían todos, y que guardaron en sus mochilas. Mucha fue su sorpresa ante la compostura de aquellas cuevas y su dimensión, que nunca imaginaran nada igual, y ni aun parecido, pese a las referencias.

Calíguenes, Baislia y los acompañantes, ya estaban de vuelta, y todos inmersos en aquel batiburrillo, se veían ahora entre tenderetes y con los acampados, con toda la extrañeza de un encuentro tan movido.

Calíguenes se fue para Noyndia y la atrajo hacia sí cogiéndola por los hombros.

—Qué tal mi pequeña, ¿te lo pasas bien?

—Sí… Aunque yo esperaba otra cosa.

—No te impacientes, mujer, ya cambiará la marea.

Ella miraba a su alrededor con timidez sin concretarse en nada. — ¿Por qué se desnuda esta gente, papá?

—Será su costumbre. No soportarán el calor.

— ¿Calor? ¿Qué calor?

—Puede que para sus organismos, esta templanza sea excesiva. Tampoco es muy extraño, los shímpfatos también lo hacen.

—Pero no en publico como aquí.

Calíguenes la liberó de su abrazo, y la miró a la cara.

—Y tus hermanos… qué piensan ellos de este maremagno.

—Los chicos… A ellos les va de perlas. Se les van los ojos tras las mujeres, como si no se vieran en otra.

—Cuando esto comience será muy divertido, ya lo verás. Y está al caer.

Efectivamente, la fiesta no se demoró. Baislia y los consejeros salieron a la explanada, y toda ella se llenó de gente. Las distinciones entre los quismian aquí, brillaban por su ausencia, que a todos les encubrían los oscuros pelajes, y a saber quien los llevaba por serles propios o como atuendo.

El círculo de gente se encogió del lado de la cornisa, y un amplio pasillo a su torno quedó libre. Los participantes, provistos de patines, se apelotonaron a un extremo. La carrera comenzó entre achuchones, y cada cual jaleaba a su favorito, tan vehementes, que más parecían correr su misma fortuna.

— ¿Cómo pueden saber quien es quien, si todos parecen iguales?

—Se maravilló Sawaskip.

—Iguales, para ti —dijo Svaiser.

—No me digas que tú si los distingues.

—Tampoco lo intento. Pero ellos, que se conocen bien, seguro que sí se identifican. Menudo problema si no lo hiciesen.

—Quizá sea por el olor, no. O por la tonalidad del pelo. La separación de los ojos, la boca… Vete a saber.

—O todo junto. Por las tendencias propias o por un sexto sentido.

Sawaskip alzó el brazo.

—Déjate de historias. Eso faltaba, que se transmitan por la mente.

Svaiser se amoscó.

—Seguramente. No creo que lleguen a tanto. Sawaskip sonreía.

—Que lleguen a complicarse tanto, querrás decir.

Los ganadores recibieron de Baislia unas cuentas doradas como premio, que ellos pusieron a buen recaudo en sus riñoneras.

Las danzas a corro se extendían ahora en el recinto, y unos encargados sacaban frutos de las bolsas de piel que llevaban a la cintura y las repartían a diestro y siniestro.

Al fin, tres entendidos, que se tocaban de una corona chorreada de cintas, subieron a la tribuna, y todos pendientes de ellos, comenzarían a desgranar su historia, acompañados al tiempo de una especie de arpas:

Los soldados de los Kerdos

No presentaron batalla

Antes bien desfallecían

Donde sus amos estaban

Nadie pensó que el Imperio

No premiase a sus mesnadas

Que si a luchar no salían

Nadie se lo mandaba

Ni era aquel cautiverio

Batirse en retirada

Bien les favorecía

Y de quedar en nada

El campo quedó desierto

Esa fue la buena baza

Y la tal su alevosía

Mas no hubo

Cautela ni felonía

Que los insurrectos…

Tras de aquello la gente retornó al interior, y no hubo un recinto que no fuese escena de bacanales, comilonas y alguna orgía, que para una vez al año…, sin remilgos y sin engaños.

Calíguenes pudo comprobar, que el círculo de cuevas se comunicaba de una en otra mediante galerías, y que no era preciso andar demasiado para volver de nuevo al punto de partida. Sin embargo, ellos no entendían, cómo la atmósfera no se viciaba ni de donde procedía la ventilación, o cómo habían llegado hasta allí los forasteros, pues en la superficie no había rastro de vehículos, ni de animales ni nada que les pareciese.

—Para mí, que debido al deshielo hay una red de pasadizos — dijo Cal.

—A lo mejor —le contestó el padre.

—Pero es lo lógico.

—Ni siquiera el guía sabe tal cosa

—Resulta, que la curiosidad me llevó a pegar la oreja contra la roca, y pude escuchar un rumor como de agua al desplazarse.

—Y eso qué. Tanta agua habrá bajo tierra…

A Caliguino le bailaron los ojos.

—Corrientes bajo el hielo, papá.

Calíguenes miró hacia arriba.

—Tampoco hay por que indagarlo, no, mejor lo sabrán ellos. Divertíos ahora, que sólo con preguntar saldremos de dudas.

Cal y Sveiser no quisieron seguir la recomendación de su padre, y abandonaron la fiesta camino arriba sobre las escarpaduras. No les resultó muy difícil. Casi a nivel de la bóveda, caminaron un trecho hasta dar con la entrada de una galería. En su interior la oscuridad les hizo ir a tientas, pero pudieron más sus ansias de averiguación que las dudas, y al rato, el claror que procedía de los hielos se hizo evidente. Al salir, pudieron ver en efecto, una corriente de agua, que más era un río de lo caudalosa. Todo un embarcadero aparecía de este lado y numerosas barcas cubiertas, no mucho más grandes que una canoa.

—Seguro que estas corrientes subterráneas abundan bajo los hielos, y constituyen sus vías de comunicación más que otras —dijo Cal.

—Lo más seguro. Pero de ser así, su trabajo les dará enlazarlas.

—Haz un esfuerzo Svaiser, tú lo puedes premonizar.

—No empieces ya con el cachondeo.

—Que no. Que te lo digo de verdad. Seguro que puedes.

Svaiser, sentado sobre el hielo, los codos en las rodillas y cogiéndose la cabeza con las manos, se reconcentró, mientras Caliguino inspeccionaba las barcas.

Al fin, tras el dilatado silencio, se levantó.

—Qué, cómo te ha ido —dijo el hermano.

—Pues la verdad que sí. La nación quismian vive más bajo el hielo que encima de él. Los ríos subyacentes forman una trama, con pasos abiertos como las minas de unos a otros. He visto invernaderos con todo tipo de plantas, si bien, más de interior que otra cosa, y hábitat subterráneos los hay por todos sitios.

Cal lo miraba con la boca abierta.

—O sea, que este jefe de aquí, no es el mandamás de todos los quismian.

—Me imagino. Su modelo más bien parece que sea el de confederación.

Cal quedó pensativo.

—Quién podía imaginar todo esto.

—Ya os dije desde el principio que nos sorprenderían.

El viaje se alargó otras tres jornadas. Si bien el acercamiento del pueblo quismian no sería de inmediato, verdad fue, que de allí a poco sus visitas a la colonia humana eran muchas, y con el tiempo, los pioneros comenzaban a asentarse, lo mismo allí que en la zona propia de los shímpfatos. Nunca habría una simbiosis plena entre culturas, pero nadie podía asegurar que en un futuro próximo no fuese distinto.

LXI

Caliguino perseveró hasta el final, y no cedería en sus intenciones de partir hacia la Tierra. Más que ninguno era su madre la que procuraba impedirlo, Calíguenes en cambio, acabó por resignarse y hasta le apoyaría. Qué remedio.

Cal era muy libre de ir donde quisiese, y su preparación como navegante lo mismo lo avalaba para aquella empresa que para otra.

—Ya sabes, bajo tu responsabilidad queda el mando de tu nave. Muchas veces te lo he comentado, pero vuelvo a repetírtelo: hazte meritorio de la misión que se te encomienda, y procura, aun guardando las distancias, ser accesible a tu tripulación y congeniar con ellos. Un tiempo tan dilatado requiere de una convivencia, como quien dice, feliz —le decía Calíguenes.

—Pero papá, las cosas ya no son lo que eran. La mayor parte de la travesía se nos pasará durmiendo.

—A lo mejor. Pero en tu caso, ya será menos. Bien sea que un sustituto te releve periódicamente, pero la nave nunca viajará sin gobierno. Para el caso es lo mismo. El responsable siempre serás tú.

Cal miró para los pies de su padre.

—Ya soy mayor. Tú eras más joven incluso cuando te embarcaste.

—No es lo mismo. Mi generación tenía sus razones para estar más curtida, y nuestro entusiasmo podía con todo.

Cal se encogió de hombros.

—Y qué sabes tú, cual pueda ser mi entusiasmo. No ha sido poco el tiempo en que me he ocupado para que haya dudas de mi perseverancia.

—Y yo sería dichoso si así fuera —Calíguenes se levantó de su silla—. Y entonces, tu compañera viajará contigo, claro.

—Por supuesto.

—Y es lo propio. Será un alivio a tu soledad, y para ella no será menos, que en el querer nada hay peor que la distancia. Eso sí, vuestro vínculo sólo se hará patente luego de haber partido. Ella se registrará como una tripulante cualquiera, o de lo contrario incumpliríais las reglas.

—Pero papá, ¿aun en estos tiempos queda en vigor esa norma sin sentido?

—Hemos de acatarla. Pregúntalo cuando llegues a la Tierra.

Cal y Paixya, su compañera shim, entre los humanos serían conocidos como los Ángeles, y así los llamaban, tal que a seres celestiales, pues les venían de las estrellas. Su estancia duró cinco años, y no hubo otra ocupación para ellos que andar de un lado para otro, requeridos, porque contasen las excelencias de su mundo y las suyas propias. El bagaje de información que portaban, ya en sus recuerdos ya en los soportes de memoria, hubieron de repetirlos una y otra vez en multitud de foros. La fama de celestes tuvo su origen en aquellas demostraciones, cuando proyectaban las imágenes mentales sobre una pantalla especial o se las traspasaban el uno al otro sin más soporte que el pensamiento.

Aún les fue posible visitar al abuelo Aldés, que ya muy anciano, se reconfortó con la visita, y aun por causa del nieto, daba muestras de revitalizarse. Así, se le vería incluso, acompañándolos en buena parte de sus conferencias. Sin embargo los abuelos maternos de Cal habían muerto, y que se supiera no había parientes localizables.

Cuando la pareja volvió a Shim, lo hicieron, acompañados de un único hijo, y que, como naciese en la Tierra, debería de ser mayor de edad y aun hombre maduro. No obstante, la hibernación lo dejaría en suspenso y para entonces aún seguía en su tierna infancia. Tiempo sobrado hubo para que los tres encontrasen a Calíguenes y Belaura en facultades plenas. Éstos conseguirían estirar su vejez, servidos de las regeneraciones celulares y de órganos. La verdad que ellos, tan ancianos, poco casaban ya con la pareja, que en la práctica era igual de joven que a su partida.

Llegado el tiempo, Calíguenes y Belaura se retiraron no muy lejos de Biblos, en aquel lugar que diera en llamarse el Valle de los Místicos. Un hábitat de ensueño, donde apeteciera, más que la meditación y el reposo, dejarse llevar de la fantasía. Muy recurrentes y varias fueron las tertulias, y que por celebradas en casa de los Zarela se harían de notar. Siempre fueron sus asiduos los de siempre: Xántriul, Paclás, Paricuel, Atanar, Wimprir… y otros muchos, que no por poco conocidos no lo eran menos en la residencia. A su vez la longeva Belaura vagaría por otros derroteros, como pasar mucho tiempo con sus hijos o junto a sus colegas de las líneas de transporte.

—Así que Scropbim resuelve la gran incógnita —dijo Xántriul.

Calíguenes rió descaradamente.

—Cómo podría yo decir eso… No soy tan inconsciente. Y tal vez dicha concepción ni siquiera sea original de Scropbim. Yo casi diría que es Krens su verdadero artífice.

Atanar terció.

—Una filosofía muy de ambos, desde luego. Que según ella, tras la muerte vengamos a ser poco menos que fantasmas, tampoco es nada halagüeño.

—Por lo que dices, querido Atanar, veo, que no has entendido nada.

Calíguenes tomó entre sus manos un libro.

—Dice aquí… "El ser entonces devendrá a un renacimiento, el paso a un orden nuevo donde su consecuencia ya no es mensurable en las dimensiones de ahora sino que las abarca y las supera…". "Las puertas de unión entre tales universos ocurrirán en sus límites, como es lo lógico, y la naturaleza de los sucesivos estadios se hará cada vez más absoluta, englobando a las que quedan tras sí. De tal forma, dominará sobre las precedentes según los "hilos conductores" ligados a ellas, si es que acaso les fueran precisas".

—Lo peor es, que nada de ello es demostrable —dijo Xántriul.

Calíguenes se encogió de hombros.

—Ningún futuro lo es.

— ¿Y en base a qué pensaría tal ente en ese tal estadio?, pues para actuar libre ha de haber pensamiento —Inquirió Paclás.

—El pensamiento no es para nosotros sino una herramienta. Como también lo son, por ejemplo, la tensión muscular o las reacciones químicas en los órganos nutricionales. Si al cabo, todo eso perece, sólo quedará nuestra consecuencia, o el principio inercial, o ímpetu… que no puede perecer, y se transforma, ya que nada se crea ni se destruye —contestó Calíguenes.

—Y con arreglo a esa transformación, ¿seguiremos siendo los mismos? ¿Conservaremos nuestra consciencia? —Cuestionó Paclás.

Calíguenes se encogió de hombros.

—Lógicamente, no. Será como despertar en blanco de un breve sueño. A partir de ahí, igual que ocurre al recién nacido, la "nueva mente" comenzaría a llenarse. Con la salvedad que cabalgaremos sobre nuestras consecuencias, no ya en un organismo del que somos consecuencia. Nuestros recuerdos, la persistencia de nuestros actos, la nueva consciencia, y la voluntad su resultado "mágico".

—Elucubraciones a fin de cuentas —dijo el shim.

—Cierto. Pero si una hipótesis no se contradice a sí misma, y parte de una realidad tangible, puede sustentarse en su lógica, y su certidumbre es probable.

Xántriul enarcó una sonrisa.

Al cabo de sus últimos días, que Calíguenes pasara inmerso en la meditación, sin otro recurso ya, pues sus muchos achaques no le dejaban para otra cosa, dio por terminado su propio compendio, que en realidad no era sino un montón de notas, a las que su hijo Sawaskip se encargaría de dar formato.

—Ya ves, querido Cal, poco importa este mundo o el otro, este planeta o el de más allá. Al cabo sólo una cosa es cierta, solos nacemos, solos morimos. Por eso, procuremos vivir como nosotros mismos, pues nadie vive por nadie. De tal manera, que siendo personas íntegras, ningún temor podrá embargarnos, pues el único que acaso lo hiciere siempre nos acompaña.

—Entonces…

—Entonces qué.

—Pues, que si va con nosotros, su tormento será permanente.

—No te enteras de nada, hijo. Ese temor único es, ni más ni menos que nuestra propia esencia, nuestra limitación, nuestra muerte. Qué sentido tiene temernos a nosotros mismos.

 

 

 

Autor:

Fandila Soria Martínez

Registro General de la Propiedad Intelectual Nº:04/2003/2835

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