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La ética y la moral (página 4)

Enviado por Cornelio Cornejín


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Figúrate a un hombre que hubiese observado los movimientos instintivos y los apetitivos de un animal grande y robusto, el punto por el que se podrá aproximar a él y tocarle, cuándo y por qué se enfurece o se aplaca, qué voz produce en cada ocasión, y qué tono de la del hombre le apacigua o le irrita, y que, después de haber aprendido todo esto con el tiempo y la experiencia, formase una ciencia que se pusiese a enseñar sin servirse por otra parte de ninguna regla segura para discernir lo que en estos hábitos y apetitos es honesto, bueno y justo, de lo que es vergonzoso, malo e injusto; conformándose en sus juicios con el instinto del animal, llamando bien a todo lo que le halaga y le causa placer, mal a todo lo que le irrita; justo y bello a todo lo que satisface las necesidades de la naturaleza; sin hacer otra distinción, porque no sabe la diferencia esencial que hay entre lo que es bueno en sí y lo que es bueno relativamente; diferencia que no conoció jamás, ni está en estado de hacerla conocer a los demás. ¿No te parecerá en verdad bien ridículo un maestro semejante? (libro sexto).

Las normas morales buscan el halago y la no irritación del hombre promedio, de la masa de un determinado pueblo circunscrita en un determinado espacio y un determinado tiempo1. La indagación ética busca la esencia del bien, de la belleza y –tal vez– de la justicia. Los moralistas aspiran a ser políticos; los eticistas, a ser filósofos. Por eso Platón decía que su Estado ideal debía ser conducido por filósofos, por buscadores de esencias y no por buscadores de aplausos, y creía que no había incompatibilidad entre la praxis política y la especulación filosófica. Ahora bien; si al verdadero Sócrates, no al Sócrates titiriteado por Platón, le hubiesen ofrecido algún cargo gubernamental, ¿habría estado dispuesto a ejercerlo? Tengo para mí que no, por más que su discípulo se revuelva en su Areópago.

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Lunes 11/09/2006; 12,33 p.m.

La proposición que afirma que consumir jugos naturales es éticamente deseable, ¿proviene de una intuición metafísica o de la experiencia? Si no me engaño, proviene de una intuición metafísica; pero entonces habría en apariencia un error en el aserto mío de hace nueve días respecto de que la intuición metafísica no tiene cabida en la ciencia.

El nutricionismo avanza. Lentamente, pero avanza. Algunos bioquímicos, partiendo de la hipótesis de que la ingestión de jugos naturales contribuye a prevenir ciertas enfermedades, han realizado diversos experimentos con un sinnúmero de voluntarios y en un extenso período de tiempo, y han concluido que, por ejemplo, tomando medio litro de jugos de frutas o verduras crudas por día disminuye grandemente la probabilidad de que aparezcan los síntomas de la enfermedad de Alzheimer en las personas mayores. ¿Se valieron estos investigadores de una sugerencia metafísica para llegar a esa conclusión meramente científica? En principio no, porque no partieron de la proposición "el consumo de jugos naturales es éticamente deseable" sino de esta otra: "El consumo de jugos naturales contribuye a prevenir ciertas enfermedades". Si estuviese demostrado que el hecho de prevenir ciertas enfermedades corporales o mentales es éticamente deseable, entonces sí habrían partido desde la metafísica; pero no lo está, por más que a simple vista parezca evidente que sí, y es por eso que la hipótesis que dio pie a la investigación es de carácter científico, vale decir, inductivo.

Sin embargo, pudo haber sucedido que cierto investigador haya tenido una revelación metafísica relativa a la deseabilidad ética de consumir jugos y que la haya intrapolado hacia el terreno científico. En este caso la hipótesis de trabajo no habría partido de la experiencia sino de la intuición, o sea que sí es posible que la metafísica sea el punto de partida del descubrimiento de proposiciones y leyes científicas. Claro que la intrapolación efectuada es incorrecta desde el punto de vista lógico, pero eso no significa que la hipótesis de trabajo surgida de la tal intrapolación sea necesariamente falsa.

La idea de que el universo entero, con todos sus componentes, orgánicos e inorgánicos, evoluciona desde lo neutro hacia lo agradable, es una proposición metafísica. Verdadera o falsa, pero metafísica. ¿No será que Darwin y Wallace se inspiraron en ella para concebir luego la hipótesis del transformismo? ¿No será que todas sus expediciones, todas sus recolecciones, estuvieron guiadas por este faro extracientífico, sin que tal vez ni ellos mismos lo supieran? Karl Popper calificó al transformismo darwiniano como "programa metafísico de investigación", y no para denigrarlo sino para ensalzarlo. A mí me parece ahora que detrás de toda gran investigación científica se oculta una hipótesis metafísica que la sostiene, que la mantiene firme frente al embate de los hechos y experimentos que pretenden contradecirla. La metafísica, la ciencia de Dios, inspira la ciencia de los hombres. Por eso no está de más que los pensadores filosóficos se acerquen de vez en cuando a esa ciencia translúcida y humilde2. Porque podría suceder lo inverso: que una proposición científica despierte al gigante metafísico que dormía dentro de nosotros, un gigante que ama la bondad y que sale a pasear de su mano, pero que también ama la verdad y la belleza, y hay proposiciones científicas tan verdaderas y tan bellas que hacen que el gigante titubee a la hora de optar por un compañero de juerga.

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Miércoles 13/09/2006; 2,46 p.m.

Vuelvo a utilizar a Platón para graficar una hipótesis propia:

Todo el mundo sabe que la planta y el animal que nacen en un clima poco favorable, y que por otra parte no tienen ni el alimento ni la temperatura que necesitan, se corrompen tanto más cuanto su naturaleza es más robusta, porque el mal es más contrario a lo que es bueno, que a lo que no es ni bueno ni malo. También es una verdad que un mal régimen daña más a lo que es excelente por su naturaleza, que a lo que no es más que mediano. Podemos asegurar igualmente que las almas mejor nacidas se hacen las peores mediante una mala educación. ¿Crees tú, que los grandes crímenes y la maldad consumada parten de un alma ordinaria, o más bien de una naturaleza fuerte, que la educación ha corrompido? De las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal. Por consiguiente, de dos cosas una; si la índole natural filosófica es cultivada por las ciencias que le son propias, necesariamente ha de llegar de grado en grado hasta la misma virtud; si por el contrario, declina, crece y se desenvuelve en un suelo extraño, no hay vicio que no produzca algún día, a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial (La República, libro sexto).

Yo dije alguna vez que la belleza exterior de una persona está íntimamente relacionada con su belleza interna, con la belleza de su alma, pero que esta relación era un tanto oscura en la mayoría de los casos. La mayoría de la gente bonita o hermosa, las modelos por ejemplo, demuestran una opacidad de cerebro y un desapego por los valores éticos que no se condicen con el exterior de su persona. ¿Qué ha pasado en estos casos? ¿Falló la relación antedicha? De ningún modo; lo que falló fue el entorno que rodeó y rodea al sujeto hermoso y espiritualmente bien dotado, arrinconándolo con tentaciones mundanas y materiales de las cuales se hace difícil escapar y que terminan ocultando el fondo de virtuosismo innato de tal modo que uno tiende a sospechar que ese fondo nunca existió en esa persona. Aquellos personajes bellamente cincelados en su figura y en sus facciones poseen el don de la sabiduría, de la compasión y del heroísmo en grado superlativo, pero estas extraordinarias energías potenciales nunca se manifiestan, pues "nacen en un clima poco favorable"; nunca tienen ni el alimento filosófico ni la temperatura mística que necesitan para bien desarrollarse, y degeneran. ¿Por qué la mayoría de los pensadores filosóficos son tímidos, mal encarados o físicamente desagradables? Pues porque a las personas con estas características el mundo les cierra las puertas, y entonces se refugian en los libros, en las computadoras o en su propio interior al no poder sacar partido de los placeres mundanos. No son estos hombres los más a propósito para filosofar; lo hacen porque no les queda otra. Después tal vez descubren que la filosofía esconde placeres tan o más interesantes que los que el mundo ofrece; bienvenido este descubrimiento, pero no es a ellos a quienes están reservados estos divinos deleites, sino a los otros, a los que nunca se acercarán a esa dimensión por estar atrapados en las redes de los bajos deseos ("a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial").

Sigo con Platón:

Cuando en las asambleas públicas, en el foro, en el teatro, en el campo, o en cualquier otro sitio donde la multitud se reúne, aprueban o desaprueban ciertas palabras y ciertas acciones con gran estruendo, grandes gritos y palmadas […]. ¿Qué efecto producirán tales escenas en el corazón de un joven? […] ¿no tiene que naufragar por precisión en medio de estas oleadas de alabanzas y de críticas? ¿Podrá resistir a la corriente que le arrastra? ¿No conformará sus juicios con los de la multitud sobre lo que es bueno o vergonzoso? ¿No hará estudio en imitarla? (Ibíd., libro sexto).

Para la persona de alto porte y alto espíritu, aun en la juventud, los halagos y las recompensas materiales están siempre a la orden del día. Si no tiene un buen maestro, o mejor, varios maestros a su lado que le enseñen a desdeñar estos vanos ornamentos, el educando se hundirá en ellos y jamás egresará de la crasitud y la ignorancia. Y los filósofos del mundo, si es que existen en la actualidad, olvidarán por un instante su ataraxia y se rasgarán los harapos pensando en el amigo que no fue, en el compañero predestinado que no supo llegar hasta ellos. Y exclamarán, junto con Robert Browning: "Borrad su nombre, después, añadid al recuerdo de las almas perdidas una más, un deber más sin cumplir, un sendero más sin pisar, un triunfo más para el demonio, una pena más para los ángeles, una injusticia más contra el hombre y un ultraje más a Dios"3.

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Miércoles 20/09/2006; 8,31 a.m.

Dice Platón en La República que al gobernante justo le es lícito mentir, que le es lícita la mentira, siempre y cuando esta mentira redunde "en beneficio de la comunidad". Y después quiere que Sócrates gobierne. ¿Se imaginan ustedes a Sócrates mintiendo, mintiendo concientemente, sea en provecho de sus gobernados o de quien fuere? Estas incoherencias ocurren cuando un pensador filosófico, que estuvo así de cerca de ser un filósofo hecho y derecho como su maestro, se mete a político, o se le despierta el animal político que todos, por desgracia, llevamos dentro4. ¡Aspirante a la sabiduría, aléjate del poder político si no quieres que te pase lo que a Platón! ¡Aspirante a la santidad, aléjate del poder político si no quieres que te pase lo que a Gandhi!5

8,53 a.m.

Tengo en mi poder un librito que le regalaron a mi hermana. Más que un carpintero se llama, y lo escribió un tal McDowell. Es un texto apologético en el que se pretende demostrar, en base a evidencias históricas, tanto sea la divinidad de Jesús en sí misma como la certeza que él tenía de ser el mesías, el enviado y el hijo de Dios.

Mi postura respecto de estas dos cuestiones metafísicas (metafísicas, sí, y por lo tanto indemostrables, señor McDowell, mediante argumentos basados en testimonios históricos), mi actual postura relación a esto6 indica que no creo que Jesús haya sido más hijo de Dios que yo o que cualquier otro hijo de vecino (aunque puedo estar equivocado, y dejo abierta la puerta para una posible voltereta, intuición mediante, en un futuro que raras veces preveo hacia dónde me arrastrará). Lo que ha cambiado en mi parecer es que antes creía que Jesús nunca creyó seriamente que fuera él el mesías, y ahora me parece que sí, que lo creyó, que su entorno terminó por convencerlo.

A mí nunca me cerró, nunca pude compatibilizar al Jesús del sermón de la montaña con el Jesús de las imprecaciones y los improperios, con ese "¡raza de víboras!" o ese "crujir de dientes" que tan fácil se le soltaba si hemos de creer en los evangelios. Tampoco me cierra la imagen del maestro del amor y la dulzura destrozando a bastonazos los puestos de los mercaderes. ¿Cómo explicar este ataque de iracundia en un hombre santo? (porque suponer que semejante vandalismo se llevó a cabo sin cólera es el colmo del infantilismo psicológico). Pues todo esto podría explicarse, y yo me adhiero a esa explicación, suponiendo que el temperamento de Jesús, o mejor, su carácter, fue cambiando con el correr de su apostolado, y que fue cambiando debido a, y justamente con, sus aspiraciones mesiánicas. Esta idea me la sirvió en bandeja el señor Carlos Ayarragaray desde su libro La justicia en la Biblia y en el Talmud, pp. 39 y 40. Citaré el párrafo casi completo:

Jesús no concibe la lucha. El que no está con nosotros es de los nuestros, dijo. […] Es, pues, sencillo y bueno. El amor ha sustituido en él la acción. Mas la acción de sus acompañantes concluye por arrastrarlo y le convencen de su misión divina. Es en este momento cuando Jesús deja de ser dueño de sí mismo y se transforma, trasmutando la caridad, el perdón, la mansedumbre, la docilidad y su alegría de vivir, para satisfacer el designio divino que le es atribuido. Hay una evolución evidente en Jesús. La beatitud originaria y subyugante y la prédica de la bienaventuranza se inflaman, y su plática y sermón se trastornan, volviéndose agresivo y malhumorado, susceptible, colérico, hasta anunciar crueldades, odios y venganzas. Su proverbial docilidad y suavidad, su preocupación por los pobres y simples, se vuelven acritud y violencia contra los incrédulos, los fariseos y los que le ponen en duda. A los ojos escudriñadores del Evangelio, esta transformación pareciera enfermiza en Jesús, y así, entre el recuerdo del sermón de la montaña y la expulsión de los mercaderes del templo, entre el hombre que se deja querer por María y el que maldice una higuera al aproximarse hambriento y encontrarla sin fruto, hay una división tajante que prueba una modificación sustancial en el pensamiento de Jesús. Admitimos que en todo cambio político, es necesaria cierta rudeza y que las promesas originarias sean seguidas del olvido, frente al llamamiento de la realidad, pero no podemos callar nuestra sorpresa ante la transformación de la humildad de Jesús en combate agresivo.

"La conciencia profética –dijo David Strauss– había precedido en él a la conciencia mesiánica"7. Y ese cambio de conciencia, ese agrandarse, ese creérseela, fue lo que opacó su prístino y primoroso mensaje.

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Jueves 21/09/2006; 12,28 p.m.

Karl Christian Friedrich Krause, ese oscuro pensador y devotísimo ser humano, aquel que me rescatara de las fauces de mi estéril panteísmo y me depositara en el fértil suelo de su brilloso panenteísmo, ese gran metafísico tampoco creía en la divinidad de Jesús:

Constituye un retroceso, una monstruosidad, en el Cristianismo, el hacer del venerable hombre Jesús un ídolo, desconociendo así la unidad de Dios, la unidad de la Humanidad y la igualdad íntima de la relación de Dios y de la Humanidad, colocando así al Cristianismo aún más abajo que el Islamismo.

Sin embargo, en la adoración de Jesús como Dios, por muy idolátrica que pueda aparecer, hay con todo una anticipación parcial de la Humanidad-original-en-Dios […]. Por tanto, quien se dirija con corazón puro, en oración pura de unión con Dios, a Jesús como si fuese Dios, y a través de Jesús a Dios, es entendido por Dios mismo en esa anticipación imperfecta, por muy imperfecta que sea (diario personal, citado por Enrique Ureña en Krause, educador de la humanidad, pp. 331-2).

A no burlarse, pues, de estos creyentes, que son más sensatos –¡y más felices!– que los agnósticos y los ateos.

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Viernes 22/09/2006; 12,36 a.m.

Así le responde Kant al tristemente politizado Platón de La República:

No es probable que los reyes se conviertan en filósofos o los filósofos en reyes ni tampoco hemos de desearlo, puesto que la posesión del poder afecta invariablemente el libre juicio de la razón. Es indispensable, sin embargo, que los reyes –o los pueblos, cuando éstos se gobiernan a sí mismos– no eliminen a los filósofos, concediéndoles el derecho, en cambio, de opinar libre y públicamente (Sobre la paz perpetua, segundo suplemento)8.

Y otro gran pensador, ya más encolerizado, también arremete contra la propuesta del Divino:

¡Qué monumento a la pequeñez humana es esta idea del filósofo rey! ¡Qué contraste entre ella y la simplicidad y humanidad de Sócrates, que se pasó advirtiendo al hombre de estado contra el peligro de dejarse deslumbrar por su propio poder, excelencia y sabiduría, y que tanto se preocupó por enseñar que lo que más importa es nuestra frágil calidad de seres humanos! ¡Qué decadencia, qué distancia desde este mundo de ironía, razón y sinceridad, al reino platónico del sabio cuyas facultades mágicas lo elevan por encima de los hombres corrientes, aunque no tan alto como para evitar el uso de las mentiras o para ahorrarse las tristezas del oficio médico: la venta o la fabricación de tabúes, a cambio del poder sobre sus conciudadanos! (Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, párrafo final del cap. 8)9.

0 0 0 Capítulo 3

Hegel, Nietzsche y Voltaire

La entera historia de las letras, tanto antiguas como modernas, no presenta ningún ejemplo de falsa fama que se pudiese comparar con el de la filosofía hegeliana. En ningún tiempo o lugar lo por completo malo, lo palmariamente falso y absurdo, lo patentemente falto de sentido, y además en su exposición repulsivo y repugnante en el más alto grado, ha sido tenido con tal indignante desvergüenza y tal cara dura por la más elevada sabiduría y lo más sublime que el mundo ha visto, como lo ha sido esa seudofilosofía carente de todo valor. Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 242 Sábado 23 de septiembre del 2006/ 6,04 p.m.

La lectura de los escritos hegelianos, que se supone imprescindible para todo amante de la sabiduría, a mí me tiene por completo sin cuidado. He leído, hace más de seis años ya, su Introducción a la historia de la filosofía, y nadie podrá quitarme de la cabeza la idea de que las horas empleadas en ese insalubre menester podrían haber sido aprovechadas de manera más edificante incluso si las ocupaba con alguna novela de Paulo Coelho. Teniendo a mi disposición los tantísimos y tan variados volúmenes de las grandes bibliotecas porteñas, ni se me ocurrió en este siglo XXI solicitar uno de Hegel; pero ahora mi convalecencia me sugiere permanecer lo más que pueda en mi domicilio, y es así que debo conformarme con el escaso material bibliográfico que hay en él o con el que me proveen mis amigos, uno de los cuales, el señor Ernesto Sosso, me ha prestado el ensayo que sobre la Estética escribiera el autor alemán, en la creencia, desde luego, de que podría disfrutar y/o enriquecerme con su lectura. Pero no. Todo lo que me ha provocado este libro, del cual llevo leídas 80 páginas, es somnolencia y más somnolencia. La plumbidez de su estilo es tal, que me recuerda esas adolescentes misas a las que acudía por obligación y en las que mi cerebro, imposibilitado de prestar atención al opiáceo mensaje que recibía del cura, vagaba por senderos completamente independientes, y esto se le ocurría, creo yo, no como inconciente defensa natural contra los embates del dogma caduco y la superstición, sino como simple recreo. Mi mente volaba con despreocupación dentro de la Iglesia de Santa Lucía, y lo mismo volaba recién aquí en mi habitación y con el libro de Hegel en mis manos, hasta que por suerte llegó mi padre y me interrumpió.

¿Será que Hegel es demasiado profundo para mí?, ¿será que me supera? No lo descarto. En todo caso, yo me instruyo, como Borges, por placer y no por obligación1, y si no encuentro placer en determinada instrucción, ésa para mí no sirve, no me interesa, por más que configure la quintaesencia del andamiaje metafísico del universo.

Mas no creo que el pensamiento de Hegel haya rozado esas aristas. Aquí me pongo de nuevo, como ayer, del lado de Karl Popper, quien después de criticar acerbamente lo que de muy criticable tiene Platón en cuanto a su visión política, la emprende contra el historicismo y el totalitarismo del alemán, aunque su diatriba es también aplicable a varios otros aspectos de su obra, si no a todos:

… deseo demostrar lo difícil, y al mismo tiempo lo urgente, que es proseguir la lucha iniciada por Schopenhauer contra esta superficial charlatanería (que el propio Hegel sondeó exactamente cuando dijo de su propia filosofía que era de «la más elevada profundidad»). De este modo contribuiremos, por lo menos, a que la nueva generación se libere de este fraude intelectual, el mayor quizá, en la historia de nuestra civilización […]. Quizá ellos justifiquen, por fin, las expectativas de Schopenhauer, quien, en 1840, profetizó que «esta colosal mistificación» habría de proporcionar «a la posteridad una fuente inagotable de sarcasmo». (De donde se ve que el gran pesimista fue capaz de un insólito optimismo con respecto a la posteridad.) La farsa hegeliana ya ha hecho demasiado daño y ha llegado el momento de detenerla. Debemos hablar, aun al precio de mancharnos al tocar esta escandalosa abominación […]. Demasiados filósofos han pasado por alto las advertencias incesantemente repetidas por Schopenhauer; pero las olvidaron, no tanto en detrimento propio (no les fue tan mal) como en perjuicio de aquellos a quienes enseñaban y de la humanidad toda (La sociedad abierta y sus enemigos, anteúltimo párrafo del cap. 12)2.

o o o Domingo 24 de septiembre del 2006/ 12,17 a. m.

Distinto, completamente distinto es el caso de Nietzsche, de quien he leído en estos últimos días (gracias, nuevamente, a la buena voluntad de Ernesto) su Genealogía de la moral. No es distinto, claro está, porque haya podido Nietzsche arrancarle algún pelo de verdad a Dios; ni por asomo logró esta epopeya. No es distinto por el fondo (o tal vez sí, sólo que no tengo idea de cuál es el fondo del pensamiento de Hegel), sino por la forma. ¡Qué agradable resulta la lectura de este ensayo!, ¡qué de sugerencias nos transmite, por más que sospechemos que la mayoría de los conceptos allí vertidos, sobre todo el concepto central, no se corresponden, o se corresponden tangencialmente, con la verdadera realidad psicológica del ser humano! ¡Qué bien –digámoslo con todas las letras– escribía este señor, por más que sospechemos que la razón no estaba de su lado y que la virtud, sea como la entendía él o como la entiendo yo, tampoco! Tenía sí la virtud de saber expresar su pensamiento, por diabólico que fuera, de modo divino, y eso fue lo que lo llevó a la fama, pues es mucho más placentero para la mayoría de los lectores (y aquí me autoincluyo) el ejercer su condición a través de una obra retóricamente deslumbrante y errónea que a través de otra certeramente fría y abstracta. El tema pasa, desde luego, por dejarse deslumbrar sin perder nunca de vista el sendero que nos conduce a buen puerto. Deslumbramiento sí, mareamiento no.

¿Qué fue lo que hizo que Nietzsche se convirtiera en el escritor y aun en el pensador favorito de miles y miles de personas en todo el Occidente? ¿Fue su ateísmo, su anticristianismo?, ¿su desprecio por la seguridad, la comodidad y demás valores burgueses?, ¿su insistencia en que no es la razón, sino los instintos primarios y la espontaneidad del hacer lo que se quiera y no lo que se deba, los mejores y más convenientes guías de nuestra conducta? Todo esto, ciertamente, contribuyó a engrandecerlo, pero Nietzsche nunca hubiera llegado a ser Nietzsche de no ser por la pasión con que recubría éstas sus obsesiones, por la calentura, por la fiebre con que escribía. Pensadores ateos hubo a montones, y aun que se jactaban de su ateísmo. Sartre por ejemplo; pero ¿alguien lo lee? Anticristiano era Feuerbach, y ¿quién lo conoce hoy en día? Y lo mismo con los cínicos criticones del statu quo y con los irracionales existencialistas: tendrán más o menos éxito literario algunos, pero nunca la fama desmedida y a veces idolátrica del martillero de la filosofía. Escribir con pasión es algo que muchos pensadores han hecho a lo largo de los siglos, pero lograr que los escritos de uno rezumen pasión… Eso es lo que no se ve todos los días.

La fórmula del éxito, no ya del éxito literario y seudofilosófico sino la del Éxito con mayúscula sería entonces la siguiente: Escribir de tal modo que nuestros escritos puedan rezumar pasión y razón a la vez. Forma nietzscheana con fondo tolstoiano; ¿podré lograrlo algún día?3

o o o Miércoles 4 de octubre del 2006/ 7,13 p. m.

Acabo de terminar –como Nietzsche en su momento– Crimen y castigo, de Dostoievski, y –al igual que a Nietzsche– me ha fascinado. Me ha devuelto la convicción de que leer novelas no es siempre una pérdida de tiempo.

o o o Jueves 5 de octubre del 2006/ 9,15 p. m.

No sucedió lo mismo, lamentablemente, con el Robinson Crusoe de Defoe. La profundidad psicológica del ruso no aparece por ningún lado en el relato del inglés, descriptivo hasta el cansancio. Es ésta una de aquellas escasas obras literarias que luce más a través del cine que de la palabra. Si se hizo tan famosa fue por su originalidad, no por su estilo.

Otra obra que no me gustó nada fue la Rebelión en la granja de Orwell. Escondiéndose bajo la crítica del régimen stalinista, este amante del periodismo le da palos también a la doctrina comunista en sí misma, lo que no deja de ser tendencioso y poco serio. Si se quiere criticar al comunismo porque tal sistema político permitió que un desgraciado como Stalin asumiera el poder, critíquese de igual modo a la democracia por permitir que no uno, sino dos Bushes asolaran la faz de la Tierra. Esto en cuanto a su contenido ideológico. Respecto del formato, parece una fábula infantil del tipo de El principito, pero sin la magia, la poesía y la filosofía de la obra de Saint-Exupéry. ¿Eran motivos políticos, como creía Orwell, o motivos estéticos los que impulsaban a los editores ingleses a desdeñar esta obrita?

o o o Viernes 6 de octubre del 2006/ 11,25 p. m.

Yo tendría que haber vivido en el siglo XIX. Me gusta la filosofía de aquel siglo4, y me gustan sus novelas. El siglo XX, por el contrario, poco me atrae tanto literaria como filosóficamente, y el siglo XVIII lo mismo. Hablando de ideas e ideologías, lo que más me repugna del pasado siglo es el existencialismo y la corriente lingüística, la filosofía del lenguaje; y si nos remontamos al siglo de las luces, siento una particular aversión por…Voltaire. Este payaso de las letras quiso dárselas de pensador, pero estuvo muy lejos de aquel destino. Su intento, por ejemplo, de refutar y desprestigiar aquel famoso principio metafísico propagandeado –no inventado– por Leibniz, ese que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles, es cándido e indignante a la vez. Justamente dio en llamar Cándido a su panfleto, pero la verdadera candidez está en la pluma de quien lo escribió y no en su personaje principal. Que en este mundo hay dolor, y dolor del grande, es algo que no podría negar ni el más empedernido escéptico, pero ¿es ése un argumento de peso en contra de la tesis leibniziana? No se puede derribar semejante bastión a pura pedrada, y Voltaire no disponía de munición gruesa; mejor se hubiese limitado a las anécdotas cortesanas y demás liviandades que tanto le atraían5.

¿Podríase comparar, en cierto sentido, a Voltaire con Nietzsche? En el terreno del pensamiento, no lo creo. Nietzsche, estando equivocado de todo punto en la mayoría de sus apreciaciones basales, escribía de tal modo que levanta en uno la sospecha de que había en ese cerebro una gran profundidad. Sabía, por decirlo así, cavar muy bien, con rapidez y destreza, por más que no tuviera idea de la ubicación del tesoro, A Voltaire, en cambio, nadie le suministró una pala: cavaba con las manos. Por mucho que hubiese conocido la ubicación del cofre –y estoy persuadido de que no la conocía–, nunca lo habría podido desenterrar. Su estilo literario, lo concedo, es vivaz, pero con la sola vivacidad no hacemos gran cosa si nuestras pretensiones son elevadas. La forma debe surgir, debe ser consecuencia de un rico fondo si quiere servir de algo; cumpliendo este precepto, se puede ser incluso macilento que ya nuestros escritos tendrán garantía de perpetuidad y se leerán con fruición.

Al pan pan y al vino vino: Voltaire fue un elevado escritor, pero un pensador enano.

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5 El intento de Voltaire de refutar el optimismo metafísico se parece mucho al de su contemporáneo en Inglaterra Samuel Johnson con el idealismo de Berkeley, al que contradecía, según él, pateando una piedra. Esta gente se mete a filosofar con tan poco criterio como el que tendría yo si quisiese jugar al fútbol en un equipo de primera división. ¡Vergüenza debería darles!

Capítulo 4

Popper y Marx

No sólo del hombre vive el pan. Sui Generis, Pequeñas delicias de la vida conyugal Lunes 25/09/2006; 7,10 p.m.

Las afirmaciones vertidas el pasado 13 de septiembre parecen auspiciar un alejamiento de mi proverbial postura sicologista en favor del sociologismo. Veremos si es tan así, y de paso estudiaremos, aprovechando este magnífico libro de Popper que me han prestado y que se titula La sociedad abierta y sus enemigos, estudiaremos el fondo sociológico del pensamiento del autor y también, por qué no, el de Marx, del cual se habla largamente durante los capítulos 13 a 22.

En principio, dejemos en claro lo que yo entiendo por psicologismo puro y por sociologismo puro. El psicologismo puro es la teoría que afirma que todas las acciones del hombre, incluidas las acciones sociales o conjuntas, dependen de leyes psicológicas y sólo de leyes psicológicas. El sociologismo puro, por el contrario, afirma que dichas acciones dependen sólo de leyes sociológicas, o sea que la psicología de cada individuo está determinada enteramente con su entorno social. En palabras de Karl Marx: "No es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su conciencia".

Yo siempre fui, desde que comencé a darles prioridad a mis intelecciones por encima de cualesquiera otras preocupaciones ordinarias (o sea desde el comienzo del libro tercero de este diario aproximadamente), siempre fui sicologista, no sé si puro, pero sicologista al fin y a todo trance. Y lo sigo siendo pese a lo esbozado en aquella oportunidad y en algunas otras. Es verdad, me parece, que sin el entorno social adecuado el prospecto de filósofo tiende a quedarse en eso, en mero prospecto sin posibilidades de gloriosa maduración, pero esto no amerita decir que la psicología de aquel sujeto pueda ser modificada, para bien o para mal, por las leyes sociológicas que imperan en su entorno. Yo no niego la existencia de dichas leyes y su monumental poder de persuasión y disuasión, pero afirmo que toda ley sociológica es reducible a leyes psicológicas, o sea que la maduración o no del prospecto de filósofo depende, sí, de otras personas, pero no de una ley sociológica independiente de las leyes psicológicas que rigen el comportamiento de cada uno de los integrantes de su entorno. La autarquía del filósofo tal vez necesite de un empujón exterior para desarrollarse, pero tal empujón será siempre psicológico por más que provenga de la conjunción de una miríada de mentalidades.

Dos cosas quiero decir antes continuar este análisis. La primera es que considero esta hipótesis como estrictamente metafísica en el sentido popperiano del término, vale decir, indemostrable por procedimientos empíricos, y, por lo mismo, irrefutable. La segunda indica que dentro de la psicología y de las leyes psicológicas yo meto tanto la parte racional y emocional del individuo como también los instintos, las intuiciones y el componente memético de la conducta.

Ahora sí, habiendo apisonado convenientemente la tierra en la que se yergue mi postura, podré ocuparme, sin temor de ser malinterpretado, de la difusión y crítica de la sociología popperiana y de la marxista, empezando por aquella sentencia que afirma que no es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su conciencia.

La conciencia del hombre promedio está determinada por su vida social desde que nace hasta que alcanza un mínimo grado de madurez. Este grado es alcanzado por algunos a los 10 años de vida, por otros a los 15 o a los 20, por los más a los 25 o a los 30, y existen individuos cuyo punto inicial de maduración de su conciencia tiene que buscarse más allá de sus 40 años de edad, lo mismo que hay otros que no maduran jamás, que mueren verdes. Hasta que se alcanza, o no se alcanza, este punto, el individuo vive más de acuerdo con la psiquis colectiva de su entorno que con la suya propia, pues la suya está siendo ensamblada por su entorno y no desea trabajar hasta estar completamente, o mínimamente, formada. (Aclaro nuevamente que hablo del hombre promedio. Existen personas que nacen más o menos refractarias al influjo social y que ya de muy pequeñas van formando su conciencia con un mínimo aporte sociológico y un máximo psicológico, que se nutren de su propia psiquis basal, de su inconciente.) Hasta aquí le doy la razón a Marx. Sin embargo, una vez que la conciencia comienza su maduración, tiende, en los individuos más esclarecidos, a cobrar autonomía respecto del medio social que la formateó, pudiendo incluso dejar de lado y hasta oponerse a los principios doctrinarios, morales, científicos, etc., insertos en el tejido social que fue su cuna y su sangre. No es común que suceda con el hombre promedio, pero tampoco es improbable; llega un punto en que algunas personas dejan de ser moldeadas por su ámbito cultural y comienzan el proceso inverso, a saber, comienzan a ser ellas las moldeadoras de la cultura de su entorno. Las nociones, sentimientos, modales y demás parafernalia inculcados socialmente sólo se graban a fuego, se petrifican, en el espíritu de aquellos hombres genéticamente malformes; quienes han nacido mejor organizados desde el punto de vista espiritual (y que suelen ser, según ya vimos, también los más bellos en cuanto a su conformación física), éstos macerarán su conciencia en las aguas del designio social y por cierto esta impronta los acompañará, de un modo u otro, durante toda su existencia, pero, salvo los casos en que su entorno haya sido lo suficientemente enfermizo como para desbaratar cualquier intento de rebelión contra él, estas conciencias cobrarán "libertad" y podrán volar hacia esas cumbres prohibidas desde donde se divisan las bondades y miserias de nuestra sociedad objetivamente, para luego descender y trabajar en pro de las primeras y en contra de las últimas.

Lo que Marx quiso significar al decir eso es que no podemos pretender de los hombres que se tornen virtuosos por sí mismos; en un entorno social insalubre, la virtud está impedida de aparecer. Esto, como quedó establecido en el anterior párrafo, es aproximadamente correcto, aunque no en el ciento por ciento de los casos. El tema es que, según Marx, un entorno social insalubre significa, prioritariamente, si no exclusivamente, un entorno económicamente insalubre, y hasta ese punto yo ya no me atrevo a seguirlo. Tampoco lo seguiría si es que con su famoso aforismo quiso decir lo que interpreta Popper: que "los hombres –a saber, las mentes humanas, las necesidades, las esperanzas, los temores y expectativas, los móviles y aspiraciones de los seres humanos– son, a lo sumo, el producto de la vida en sociedad y no sus creadores" (cap. 14). Este pensador no cree que a nadie se le ocurra "sostener seriamente" la hipótesis del psicologismo puro, pues existen todas las razones para creer que los hombres, o mejor dicho, sus antepasados, fueron sociales antes de ser humanos (teniendo en cuenta, por ejemplo, que el idioma presupone una sociedad). Pero esto significa que las instituciones sociales y, con ellas, las uniformidades sociales típicas o leyes sociológicas deben haber existido con anterioridad a lo que alguna gente parece complacerse en llamar «naturaleza humana» y a la psicología humana. Si hemos de intentar reducción alguna, será más conveniente, por lo tanto, tratar de efectuar la reducción o interpretación de la psicología en función de la sociología, que a la inversa.

Es evidente que a Popper no se le antoja reconocer como metafísica la hipótesis del psicologismo puro, pues de lo contrario no habría creído poder refutarla con estos argumentos (ni con otros). A mí, por lo pronto, me parece que no la refuta, porque si somos consecuentes con lo que afirma en este párrafo tenemos que concluir que todos los animales no sociables, lo mismo que la totalidad de las plantas, carecen en absoluto de cualquier tipo de actividad psicológica, lo cual es falso según mi modesto criterio. El idioma, ciertamente, lo mismo que cualquier otro tipo de comunicación subidiomática (gritos, ademanes, posturas amenazadoras o de sometimiento, extracción de parásitos o limpieza de un compañero), presupone una sociedad, pero esto ¿qué prueba? Prueba que sin socialización no hay posibilidad de aprender un lenguaje, y como la lengua es el vehículo del pensamiento1, prueba también que sin socialización no se puede pensar. Ahora bien, ¿se puede colegir que donde no hay pensamiento discursivo no hay psiquis? Las emociones, las intuiciones, los instintos, ¿no son engendrados también por la actividad psicológica? Y ellos no necesitan de idioma alguno para poder manifestarse. Luego, es probable, y sólo probable (no nos olvidemos que estamos pisando suelo metafísico), que los primeros organismos que acertaron un esbozo de socialización lo hicieran en base a conveniencias inconcientes, instintivas o desiderativas2, de modo análogo a las primeras células que se agruparon unas con otras para formar un individuo multicelular o, más adelante, para formar un órgano diferenciado dentro del propio individuo. Estas células crearon una comunidad celular perfectamente organizada sin necesidad de comunicarse nada concientemente, sin necesidad de hablar, gesticular o pensar discursivamente. Lo mismo debe de haber ocurrido, me imagino, con las primeras sociedades animales. Después aparecerían, auspiciados por la contigüidad y el roce de aquellos individuos entre sí, los primeros intentos de comunicación conciente que desembocarían, en el ser humano, en la creación del idioma y del pensamiento discursivo. Es correcto, pues, suponer que sin sociedad no existiría la comunicación conciente, pero también es correcto, si mis hipótesis metafísicas no me engañan, suponer que sin actividad psicológica inconciente o pre-racional ninguna sociedad ni ley sociológica existirían en este planeta o en cualquier otro rincón del universo. Las leyes sociológicas están y estarán siempre subordinadas a los procesos psicológicos individuales, pero no necesariamente, ni mucho menos, a los procesos racionales-discursivos que forman parte de algunas de las tantas mentes que andan dando vueltas por ahí. No se puede arreglar el mundo, amigo Marx y amigo Popper, sin antes arreglar las mentes que lo pueblan. Ni el comunismo del uno ni el capitalismo intervencionista del otro serán capaces nunca de resucitar al muerto. La virtud se ríe (por no llorar) de estos masajes cardíacos que sólo le producen cosquillas.

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Martes 26/09/2006; 3,21 a.m.

… Y sin embargo se ríe. Luego, ha resucitado. Al fin, alguno de estos dos pensadores ciertamente tenía nociones de primeros auxilios. Mis sospechas recaen, a primera vista, en el alemán.

Pensaba Marx que bajo la influencia de un sistema económico similar al que propugnaba, la gente disfrutaría de una mejor calidad de vida en lo que al aspecto material se refiere, y que al mejorar el aspecto material mejoraría, por añadidura, su aspecto espiritual, vale decir, sería más feliz y, por qué no, más virtuosa. Yo creo que el marxismo, aplicado tal como lo entendía su creador, no como lo entendieron los rusos, efectivamente mejoraría el aspecto material de la inmensa mayoría del pueblo; sin embargo, de ahí a que mejore su vida espiritual hay un paso muy grande que no siempre, por no decir casi nunca, se cumple. Me niego a creer que la clase media de un determinado país aporte más felicidad y virtud que su clase baja. Los únicos terrenos en donde la virtud está impedida de ingresar (excepto casos muy puntuales) son los de la opulencia y la indigencia3. Y aquí está, según mi criterio, el gran acierto espiritual del comunismo marxista: eliminando tanto la pobreza extrema como la extrema riqueza, dos grandes polos infecciosos desaparecerían de la civilización, quedando el camino de la virtud bastante más allanado. Marx desconoce la ruta que, transitándola, nos conduce al virtuosismo, pero suple tal desconocimiento pavimentando todas las rutas, una de las cuales, forzosamente, será la que transite la humanidad madura en su anhelo de paz material, de lucha espiritual y de armonía divina.

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Jueves 28/09/2006; 5,36 p.m.

El desastre marxista no está en los fines, sino en los medios. Eliminando la burguesía e implantando la igualdad económica por coacción, producimos en la sociedad, o mejor dicho en las mentes de los individuos que la componen, una perturbación negativa que habrá de marcarlos para siempre. Serán, si la revolución política triunfa, más prósperos económicamente, pero menos virtuosos y, por ende, menos felices. Tal vez el amor al prójimo, al prójimo lejano, sea, como creía Popper, imposible de manifestarse, y peor aún el amor hacia quien consideramos nuestro enemigo; pero si el amor no aparece, que aparezca la decisión racional de respetarlo a como dé lugar, sin importarnos cuán errado sea su accionar y/o su pensamiento de acuerdo a nuestro propio punto de vista. Si no lo hacemos, instalamos en la mente de nuestro pueblo el germen del autoritarismo y el de la venganza, y entonces la dicha –la dicha relativa, se entiende, nunca la absoluta– estará más lejos que nunca, por más que no falten el pan, el abrigo y algunos lujos en la vida diaria de cualquier ciudadano.

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Viernes 29/09/2006; 12,12 a.m.

¿Cuál fue la verdadera cuna del marxismo? Respuesta: la compasión que sintió Marx por los obreros ingleses del siglo XIX, en especial por las mujeres y los niños. Luego, el movimiento social más influyente del siglo XX fue auspiciado por un proceso psicológico individual; una mente, tan sólo una –o quizá dos si añadimos la de Engels–, fue la causa de aquel oleaje sociológico que aún en nuestros días permanece activo agitando a las masas, a las mareas humanas, en cualquier rincón del globo en donde la riqueza económica de algunos pocos se acumule junto a la pobreza de la mayoría. Si no estuviera yo tratando con un supuesto que considero metafísico, diría que acabo de refutar categóricamente y de raíz el antisicologismo popperiano4.

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Sábado 30/09/2006; 7,17 p.m.

Dejando de lado la insistencia de Marx en la revolución violenta como medio apropiado de imponer su sistema económico (insistencia que fue decreciendo con el correr de los años debido, entre otras consideraciones, a ciertas mejoras laborales obtenidas por consenso patronal-obrero), dejando de lado este factor, el pensamiento marxista, las ideas marxistas, tienen mucho más de positivo que de negativo. Vuelvo a Popper:

El aserto frecuentemente repetido de que Marx no reconoce cosa alguna más allá de los aspectos «inferiores» o «materiales» de la vida humana constituye una desfiguración particularmente ridícula de la verdad.

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