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La ética y la moral (página 3)

Enviado por Cornelio Cornejín


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Toda civilización moderadamente avanzada ha sustentado la fe en el gobierno moral del mundo, que de alguna manera y en alguna parte, la rectitud debería premiarse con la felicidad, mientras que aquellos que hicieron sufrir a sus prójimos deberían ser reembolsados con la misma moneda. Un mundo en que el bien reciba su recompensa y el mal se castigue, les ha parecido a todos los pueblos con cierto sentido moral algo desarrollado, ser más habitable, más humano que un mundo en que se hace caso omiso de nuestra pequeña dignidad humana mientras la naturaleza prosigue hacia adelante en su curso impersonal. Evidentemente es por preservar la fe en un mundo tal, más que por el mero carácter vindicativo o el placer sádico de contemplar los aprietos del condenado, que la gente benévola, que se sustrae de dañar a criatura alguna, se angustia cuando un crimen flagrante queda impune o es castigado inadecuadamente13.

0. 0. 0 Lunes 13 de febrero del 2006; 6:52 p.m.

Los grandes pensadores cometen a veces grandes errores. Sin embargo, estos errores son provechosos, porque sirven para clarificar el asunto cuando ese mismo pensador, u otro, se da cuenta del paso en falso y procura subsanarlo. Pero no nos empantanemos en los errores, busquemos más bien los aciertos, porque Alexander Skutch, según mi modesto criterio, acertó muchas más veces que las que pifió.

Uno de sus grandes aciertos aparece con su postura hedonista-eudemonista:

Algunas personas viven absorbidas por la búsqueda puramente egoísta de placeres. Muchos de estos placeres no serían aprobados por un hedonista egoísta e inteligente, pues después deberán ser pagados con dolores más fuertes que ellos; pero incluso el hedonista perspicaz puede llevar una vida repugnantemente egoísta. Dado que es una gran parte de nuestros placeres la que se deriva de adquisiciones materiales, aquellos necesariamente son egoístas, pues lo que uno consume deja de estar disponible para los otros, y en este mundo la mayoría de los bienes materiales son escasos, inadecuados para satisfacer las demandas exigidas por la prolífica vida. El motivo personal para buscar posesiones intelectuales puede ser tan egoísta como el que nos lleva a la búsqueda de cosas materiales. Sin embargo, el efecto beneficioso de adquirir conocimiento está menos concentrado en el yo; pues los bienes intelectuales y espirituales pueden compartirse entre un número indefinido de mentes sin disminuir la cantidad que cada una recibe, mientras que, en general, las cosas materiales que usa una persona dejan de estar disponibles para otra.

A pesar de que parece obvio que puede haber una búsqueda completamente egoísta de placeres, no es tan seguro que pueda haber una felicidad completamente egoísta. […] La felicidad instintiva requiere, entre otras cosas, la satisfacción de profundos impulsos vitales. […] Algunos de estos impulsos sirven a la conservación del individuo, mientras que otros están dirigidos externamente hacia la multiplicación de la especie y, en los animales sociales, al bienestar del grupo. Para muchos hombres y mujeres en la flor de la vida, la felicidad instintiva parece escasamente posible sin el matrimonio, la procreación, la tierna crianza de los hijos, y quizá también una posición reconocida aunque humilde en la comunidad, tal como sólo puede ser merecida ocupándose de sus más amplios intereses.

Parece fútil discutir si uno hace todas estas cosas meramente para incrementar su propia felicidad. Si por naturaleza estamos constituidos de forma tal que nos es imposible estar moderadamente felices sin dedicar una porción de nuestra fuerza al servicio de otros, no podemos ser egoístas sin ser altruistas, y no podemos ser altruistas sin ser egoístas. A pesar de que sin duda hay mucho egoísmo no mitigado en nuestra naturaleza, en un segmento amplio del esfuerzo humano la distinción entre ambos es en gran parte artificial, y estaríamos justificados si llamáramos egoísta o altruista al mismo motivo, dependiendo del lado desde el que lo miremos. Dado que en muchos animales el bienestar del individuo y el de la especie no son antitéticos sino complementarios, es ilógico suponer que haya podido surgir una brecha entre el egoísmo y el altruismo. Un animal social parece estar hecho de forma tal que no puede ser feliz sin realizar ciertos servicios a los de su clase, y no puede realizar estos servicios sin incrementar su felicidad; y esto es prácticamente todo lo que puede ser dicho al respecto. Lo que parece seguro es que no puede aumentar su felicidad volcando hacia sí mismo impulsos que la vida ha dirigido hacia fuera de sí mismo; creer que esto puede hacerse es la trágica falacia del egoísmo.

Además, es dudoso que podamos trazar una frontera válida entre el egoísmo y el altruismo excepto en mentes capaces de distinguir claramente entre beneficios privados y públicos. Una acción difícilmente puede llamarse egoísta o altruista antes de que uno la analice y trate de separar las ventajas que proveerá para sí mismo y para los otros. Dado que mucha felicidad instintiva parece ser disfrutada por animales e incluso personas que se aparean, engendran hijos, y los atienden fielmente sin haber calculado en cuánto incrementará el desarrollo de ellos sus placeres y en cuánto promoverá el bienestar de su clase, es inútil tratar de separar sus componentes egoístas y altruistas. Mucho del llamado egoísmo es simplemente estrechez de miras. Lo más que podemos decir es que la felicidad instintiva está basada en un egoísmo específico en lugar de individual, lo que quiere decir que depende de la satisfacción de impulsos que sirven a la especie antes que al individuo. Es egoísta, entonces, comparada con un altruismo que mire más allá del bienestar de una única especie biológica, hasta el de todas las criaturas sensibles o todos los seres vivos (Fundamentos morales, cap. VIII, secc. 10).

Esto viene a reforzar mi proposición referente a la existencia de una regla eudemonista tripartita14. Skutch completa su punto de vista en el cap. IX, secc. 5:

Estamos innatamente dotados tanto de motivos altruistas como autocentrados. Prácticamente no podemos dudar que los impulsos del primer tipo a veces tienen lugar en acciones espontáneas, no calculadas, como cuando compartimos una sorpresiva buena suerte con los que nos rodean, o cuando una madre se precipita irreflexivamente al peligro para salvar a su hijo. Pero compartir sin premeditación los placeres o algún peligro obviamente no involucra previsión; es más un acto instintivo. Lo que nos interesa ahora es la acción más deliberada, la que se planea con antelación, ponderando cursos alternativos, como cuando decidimos cuál de entre los procedimientos sugeridos deberemos seguir. En este tipo de casos, siempre que pensamos en actuar por otros, casi siempre podemos imaginar algún curso de acción alternativo dirigido únicamente hacia nuestro beneficio. ¿Debería donar este dinero a la caridad, o usarlo para comprar ropa nueva? ¿Debería dedicar la tarde a ayudar en alguna causa civil, o pasarla más a gusto en el teatro? ¿Debería permitir que mis asistentes compartan el honor que ha generado nuestro trabajo, o asumir yo todo el crédito? ¿Debería dedicar mis últimos años a una causa generosa, o disfrutar de un descanso bien merecido? Son preguntas de esta clase las que nos interesan ahora.

En toda actividad deliberada realizada en beneficio de otros, primero imaginamos algún cambio que deseamos producir en su condición. Están enfermos, y preferiríamos verlos sanos; hambrientos, y quisiéramos que estuvieran adecuadamente alimentados; en harapos, y quisiéramos contemplarlos decentemente vestidos; sin hogar, y quisiéramos ponerlos a cubierto; ignorantes, y quisiéramos saberlos educados; miserables, y los haríamos felices. […] Cuando decido trabajar en beneficio de alguna persona, lo que realmente determinan mi actividad es mi noción actual del cambio que intento producir en y por esa persona. La idea, aunque dirigida hacia el futuro, existe en mi mente en el presente. Está rodeada por un matiz de placer, satisfacción, o sentido de realización, que a menudo contrasta agudamente con el sentimiento de tristeza, repugnancia o incomodidad que revolotea alrededor de la noción que tengo de la desgracia o angustia presentes de aquel que he decidido beneficiar. Sin embargo, el mero pensamiento de la condición mejorada de algún otro ser no basta para incitarme a hacer un esfuerzo que lo beneficie. Si simplemente por imaginarlo en un estado más feliz podía sentir tanta satisfacción como la que siento al imaginarme a mí mismo realmente luchando por crear este estado, descansaría en mi generoso sueño, sin ocuparme jamás de afanarme por él. Además del cambio de la tristeza que acompaña mi idea del estado actual de algún otro ser, por la alegría que rodea mi noción de la condición en la cual me propongo colocarlo, algo más parece necesario para motivar mi actuar, y esto es la satisfacción con la que contemplo la actividad que me propongo dirigir hacia esa meta. Más aún, para que la felicidad que siento al imaginar este esfuerzo en beneficio de otro ser pueda convertirse en acción, esa felicidad debe ser mayor que la asociada con cualquier otro curso de acción presentado ante mi consideración al mismo tiempo.

¿Qué otra cosa sino la anticipación de gozos futuros, o la evitación de inminentes dolores, puede acelerar nuestros pensamientos hacia el futuro? Podría argumentarse que la anticipación de la felicidad de algún otro ser puede tener el mismo efecto. Pero no podemos tener noción alguna de la satisfacción de otros, excepto como consecuencia de experimentar la propia. Antes de que podamos usar la previsión para procurarle gozos a otros, debemos haber formado ya el hábito de hacerlo para nosotros; y como todos los hábitos, éste será difícil de vencer. Lo mejor que la mayoría de nosotros puede hacer es compartir las propias satisfacciones con otros.

Aunque es evidente que a menudo sentimos un deseo totalmente desinteresado de ayudar a otros, es igualmente claro que experimentamos dentro de nosotros alguna felicidad o satisfacción al hacerlo, o al menos al contemplar tal acción o sus resultados, y que sin esto no podríamos promover el bienestar de otros seres deliberadamente (aunque podríamos hacerlo impulsivamente). Esta es la cuestión que faltaba resolver antes de aceptar la conclusión de que, al actuar deliberadamente, siempre elegimos el curso de acción que promete proveernos la mayor satisfacción final.

Tal promesa, como todos sabemos a nuestro pesar, a menudo no llega a cumplirse, lo cual es la verdad que confiesa este refrán común: «La anticipación es mejor que la realización». Para evitar la sugerencia de que el futuro incierto y aún inexistente es una causa efectiva de la acción presente, podemos plantear nuestra conclusión con mayor precisión diciendo que al actuar deliberadamente siempre elegimos, de entre varios cursos de acción, aquel bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción. […] Esta verdad sobre las bases de la elección humana fue clara y repetidamente denunciada en los escritos tardíos de Platón, el cual ciertamente no carecía de idealismo moral. Algunas veces es llamada la ley del «hedonismo psicológico», y ha tenido una historia accidentada en el pensamiento ético moderno. Combatida por Butler y Hume, en la opinión de algunos filósofos fue finalmente demolida por ellos, aunque a mí me parece que Butler probó que podemos actuar desinteresadamente, y no que podamos elegir un curso de acción que no pueda satisfacernos. En las largas y complicadas discusiones sobre esta doctrina, tendemos a perder de vista su significado preciso. Si significa que las personas no pueden realizar actos generosos impulsivos, por sus hijos o incluso por extraños, como lanzarse a aguas profundas para salvar a alguien que se ahoga, entonces quedaría desmentida por una cantidad abrumadora de evidencia. Me parece igualmente falsa si se toma en el sentido de que no tenemos deseos totalmente desinteresados por el bienestar de otros seres. La regla del hedonismo psicológico se impone sólo cuando estamos eligiendo deliberadamente entre cursos alternativos de acción en los cuales la felicidad o el bienestar futuro de otros está en juego tanto como el propio, y en tales casos mantengo que siempre elegimos el curso bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción o felicidad, incluso si este curso termina proveyendo a otros de múltiples y verdaderos beneficios y a uno solamente el gozo de haber realizado una acción generosa.

El análisis precedente no revela un egoísmo innato, sino un altruismo fundamental en la mente humana. Si nuestra motivación primaria fuera invariablemente asegurar nuestra propia felicidad y sólo eso, y llegáramos a descubrir empíricamente que es a menudo posible incrementar nuestra felicidad beneficiando a otros, nos veríamos obligados a reconocer un egoísmo radical en nuestra naturaleza. Pero la situación verdadera es precisamente la contraria. […] La vida implantó en todos los animales sociales ciertos impulsos que operan en beneficio de sus dependientes retoños y compañeros sociales; y al hacernos reflexivos, los humanos descubrimos que dejar operar estos impulsos aumentaba nuestra satisfacción, lo cual por supuesto constituyó un incentivo adicional para emprender tales actividades. Si pudiera dar excelentes servicios a otros seres sin sentir un júbilo espiritual gratificante, creería mi existencia mucho más pobre y lastimosa de lo que es; y creo que una persona puede experimentar una felicidad tan grande al realizar un acto que mejoraría materialmente la condición de todos los seres sensibles, que se sometería a una tortura cruel por ello, y aún así sentir que ganó y no que perdió al enfrentar la muerte de esta manera.

Es este chispazo de simpatía que experimentamos al contemplar una acción dirigida al bienestar de otros lo que a menudo nos permite preferir tal curso y no otro que nos prometía únicamente ventajas egoístas; esta es la verdad que reconcilia el altruismo con el hedonismo psicológico. Esta ley es una mera declaración de hecho que no debe confundirse con el hedonismo ético: la doctrina que mantiene que procurarse el máximo de placer, para uno mismo o para otros, es la meta correcta y apropiada del esfuerzo moral. Aún así, en la palabra «hedonismo» quizá resuena demasiado la búsqueda de placeres sensuales, y a los ojos de muchos esto lanza sobre la doctrina del hedonismo psicológico una ignominia que sin duda no merece. Ya hemos sostenido que las personas pueden negarse frecuentemente placeres de todo tipo –y que de hecho lo hacen– pero que no pueden dejar de luchar por su felicidad última. De aquí que sería mejor llamar «eudemonismo psicológico» a la perspectiva que hemos venido defendiendo. O, mejor todavía, podemos llamarla «La Ley de la Elección».

Un corolario de esta ley es que no podemos distribuir beneficios con un desprecio olímpico hacia la felicidad que engendramos, sino que siempre, en alguna medida, debemos participar de las bendiciones que otorgamos, que no podemos realizar buenas acciones con una orgullosa indiferencia, sino que siempre un chispazo de simpatía debe recordarnos que tenemos mucho en común con la más inferior de las criaturas que beneficiamos.

Otro corolario es que la persona buena no se diferencia de la malvada en que ésta busque solamente satisfacciones personales, mientras que la buena lucha únicamente por hacer lo que es correcto, sino que difieren en las clases de actividades que les son agradables. Cada una, según la ley de su naturaleza, sigue el curso de acción en cuya contemplación encuentra mayor satisfacción y el cual cree que le proveerá la mayor felicidad; pero difieren profundamente en las clases de comportamiento que cumplen esta condición para cada uno. La persona malvada quizá se equivoca más a menudo en su cálculo que la persona buena, de modo que lo que anticipa con placer a menudo lo experimenta con pesar. En gran medida, esto parece ser resultado de una educación y un entrenamiento defectuosos, de no saber qué es lo bueno, cuando no de defectos psíquicos innatos. Pero esta semejanza fundamental en la determinación de la elección en los buenos y en los malvados es la mejor esperanza para la regeneración de los últimos.

[…]. De dos cursos alternativos, no podemos evitar elegir aquel que, en conjunto, nos promete la mayor satisfacción. Cuando un ser consciente elige, inevitablemente debe preferir aquello que sea más agradable a la conciencia, ¿pues qué otro criterio de valor posee? El determinante último de la elección debe ser siempre algún sentimiento en la mente. Llámelo felicidad, llámelo satisfacción, llámelo paz interior, llámelo un sentido de realización; estos son nombres para el mismo estado subjetivo visto desde diversos aspectos. Cualesquiera que sean las convincentes razones que aduce nuestra religión o nuestra filosofía para preferir cierta manera de vida, no la adoptaremos libremente mientras no nos satisfaga de alguna manera. Pero el hedonismo, o incluso el eudemonismo, a algunas personas les parece inadecuado. La doctrina misma no nos brinda ese sentido de plenitud que tanto anhelamos. Sospechamos que la virtud debe tener cierta autoridad o apoyo más altos que nuestros sentimientos personales; que debe de haber en el cosmos, o más allá, algún estándar al cual debamos conformarnos. La única manera de superar esta dificultad es reconociendo que el mismo proceso creativo que determina la última virtud nos ha creado a nosotros de forma tal que en esta virtud encontramos nuestra felicidad y paz más verdaderas.

La sospecha de Skutch, creo yo, está bien fundamentada. Existe, más allá del cosmos, un estándar ético al cual debemos conformarnos si queremos llegar a ser realmente hombres de bien, y tal estándar no siempre apunta para el lado de nuestra felicidad y paz más verdaderas. Cuando actuamos reflexivamente, buscamos ante todo nuestro mayor bienestar, y es secundario, a los efectos de esta teoría, que lo busquemos ora en la cocaína, ora en la salvación de nuestro prójimo. Y cuando actuamos impulsivamente (instintivamente), ampliamos nuestro radio egoísta: buscamos no sólo nuestro bienestar, sino también el de nuestros seres más queridos e incluso el de la especie toda, y esto a veces a costa de nuestro propio y puntual buen pasar. Podrán nuestras acciones estar conformes con la ética absoluta tanto en el primer como en el segundo caso, pero no es de rigor que así sea. Solamente nos compenetramos con el estándar supracósmico del Bien cuando actuamos intuitivamente, cuando seguimos los dictados de nuestra intuición en lugar de preferir a nuestros pensamientos o a nuestros instintos. En este discernimiento, en el saber discernir cuándo nos acicatea una intuición, cuándo una reflexión y cuándo un instinto, debería írsenos la vida.

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Miércoles 15 de febrero del 2006; 6:54 p.m.

Y sin embargo, me parece que a la regla eudemonista tripartita le falta una Esta regla dice que los humanos podemos actuar motivados (conciente o inconcientemente) por nuestros pensamientos, por nuestros instintos o por nuestras intuiciones y nada más que por ellos (las emociones, según esta hipótesis, no inducen por sí mismas al movimiento: son meras acompañantes que colorean al pensamiento, instinto o intuición de turno). Habría entonces tres imperativos en el accionar humano: el imperativo lógico, el biológico y el metafísico. En las personas demasiado rudimentarias (somatoróticas, para emplear el término acuñado por el genial William Sheldon) predominaría el imperativo biológico, en las introvertidas (cerebróticas) reinaría el imperativo lógico, mientras que los seres de alta y noble condición espiritual (los santos, sabios y revolucionarios) basarían su accionar en imperativos de orden metafísico. (Me faltan los visceróticos, que son los seres a los que les resulta excesivamente difícil ocultar sus emociones. Ellos, a falta de un imperativo propio –pues las emociones, como ya se dijo, nunca determinan por sí mismas nuestras decisiones–, se manejan de acuerdo a una mezcla entre los dos primeros imperativos enunciados, aunque siempre la emoción tapa, en la conciencia del individuo, al determinante lógico o al biológico.) Todo esto está muy bien y lo mantengo, pero me parece que habría que agregar a la lista un nuevo determinante: el imperativo cultural.

Cuando un científico se afana día y noche por descubrir (o refutar) cierta teoría, poniendo su máximo empeño en esa tarea, al punto de olvidarse de comer, de dormir, de socializar, de divertirse…, ¿a qué obedece semejante obstinación? Descartemos el imperativo biológico: ningún instinto tiene nada que decir cuando de buscar leyes naturales se trata. El imperativo metafísico tampoco encajaría, pues la metafísica no tiene ningún interés puesto en la ciencia, le da lo mismo que ésta progrese o se estanque. Todo apunta para el lado del imperativo lógico; sin embargo, este imperativo se rige por el principio de placer individual, y los sacrificios a los que se someten ciertos hombres de ciencia en pos de sus ideas difícilmente son compensados por la fama, el dinero o la propia estima, y esto en los casos en que se llega a buen puerto, que son uno de cada cien con mucha suerte. Hay algo de "mal negocio" en eso de dedicarse, a todo trance, a la investigación científica15; y si bien el imperativo lógico dista mucho de ser infalible a la hora de volcar hacia el placer nuestra balanza hedonista, no es dable comparar a un inteligente e instruido científico con un ignorante borracho que cree que hay más placer que dolor en la bebida. La dedicación a la ciencia es un trago amargo que no podría engañar a una razón raciocinante. Y no la engaña, porque no es la razón la que impulsa al científico a ser científico, sino la memética.

Yo digo que al animal lo guían sus instintos, que al hombre semi animalizado lo guían sus instintos y alguno que otro pensamiento, que al hombre pensante lo guían tanto sus instintos como sus pensamientos y que al hombre altamente virtuoso lo guían sus instintos, sus pensamientos y también sus intuiciones. Pero entre el hombre pensante y el hombre virtuoso hay un hombre cegado por el imperativo cultural, un hombre que hace todo, o casi todo, con la única intención (conciente o inconciente) de legar una idea, o una imagen, a la posteridad. Este hombre puede ser un científico, en el caso de que se interese por las ideas, o un artista, en el caso de las imágenes.

Los memes son las unidades de replicación cultural. Su descubrimiento (o su invención) se lo debemos al señor Richard Dawkins, quien postuló su existencia en el memorable último capítulo de El gen egoísta16. Según Dawkins, todo lo que hacemos lo hacemos con el fin de facilitar la replicación de nuestros genes… o de nuestros memes. Yo, como ya expliqué, abro mi espectro e incluyo aquí a la razón (que según los sociobiólogos no es independiente del imperativo genético) y a la intuición, y me quedo nomás con estos memes que han de explicar algunas cuestiones que yo no sabía cómo encasillar17.

0. 0. 0 Lunes 16 de febrero del 2006; 7:16 p.m. La timidez, por ejemplo.

¿Podría explicarse, bajo el marco de la selección natural, la existencia de la timidez de los hombres hacia las mujeres? La situación inversa sí podría explicarse: la mujer necesita estar segura de que quien la corteja será un fiel compañero y un excelente padre, y entonces descarta, por medio de su actitud excesivamente cautelosa, las intentonas eróticas de los múltiples y consabidos paracaidistas que siempre le andan revoloteando. Es por eso, y sólo por eso, que la mujer promedio no es ni por las tapas tan promiscua como el hombre.

El imperativo biológico dice: "Mujer que se acuesta con cualquiera, es mujer que no tendrá un hombre a su lado para cuidar a sus hijos", y entonces la selección natural tiende a premiar a la mujer melindrosa. Pero al hombre su imperativo biológico le dice muy otra cosa: "Eres una máquina de fabricar esperma. Espárcelo a discreción, no te lo guardes, que su producción es asombrosamente barata. Riégalo sobre cuanta mujer se te cruzare y podrás tener cientos de hijos por año. Quédate, si quieres, con una o dos de esas mujeres y cuida de sus retoños, pero que esto no te haga olvidar tu verdadera misión: descargar tu simiente ante toda mujer núbil y, de preferencia, apetecible"18.

¿Cómo es entonces que al hombre tímido le cuesta tanto llevar a cabo esa tarea?; ¿por qué la selección natural no elimina de una vez por todas a esas lacras genéticamente indeseables?

Si nos atenemos exclusivamente a los postulados de la sociobiología más ortodoxa, difícilmente podamos encontrar una explicación plausible de la gran proliferación de hombres tímidos19. Si la naturaleza en su estado crudo los odia pero los tolera, será porque hay otro mecanismo paralelo al genético que los protege. Aquí es donde entra en juego la memética.

¿Por qué será que los científicos y en menor medida los artistas tienden a ser, en general, más tímidos y solitarios que la gente común? La respuesta es sencilla: un científico excesivamente sociable y mujeriego descuidará su trabajo, y su trabajo no pasará a la historia. Y lo mismo para los artistas. Así, mientras la selección natural se ocupa de destruir al gen (y con él al meme) de la timidez, la selección cultural lo busca y lo cobija como su hijo predilecto, porque donde hay un tímido hay una persona con mucho tiempo de sobra, y donde hay una persona con mucho tiempo de sobra puede haber una preocupación científica o artística que rellene las horas que otros dedican a la socialización20. Los hacedores de cultura tienden a ser más tímidos que el hombre común, y como las sociedades crecen y se multiplican en relación directa con su nivel cultural21, el tímido termina siendo una pieza clave de la evolución y aceptado incluso dentro del imperativo biológico, pues cumple una función similar a la de nuestros abuelos, que si bien no engendran hijos por sí mismos, ayudan a cuidar a los hijos de sus hijos, y es por eso que la selección natural permite que los humanos vivamos tanto tiempo. El tímido tampoco engendra hijos, pero engendra cultura, y como la cultura sí engendra hijos y los protege, las sociedades culturalmente más avanzadas verán aumentar día a día la cantidad de hombres tímidos que pasean por sus calles, para desesperación de las mujeres y de los propios tímidos que no acepten jugar el papel que la naturaleza les otorgó en esta dramática comedia.

0. 0. 0 Viernes 17 de febrero del 2006; 7:49 p.m.

La explicación de ayer parece concluir que, una vez más, ha triunfado la sociobiología; hasta la timidez parece subordinarse a ella. Pero no creo que sea tan así. Sin el impulso memético, los tímidos, en vez de dedicarse a las artes o a las ciencias, se dedicarían a jugar al solitario o a navegar por Internet.

0. 0. 0 Martes 21 de febrero del 2006; 7:31 p.m.

He aquí algunos memes científico-literarios que merecen pasar a la posteridad:

Es necesario que el proletariado […] vuelva a sus instintos naturales, que proclame los derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y sagrados que los tísicos derechos del hombre, concebidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se empeñe en no trabajar más de tres horas diarias, holgando y gozando en el resto del día y de la noche. Paul Lafargue, El derecho a la pereza, p. 96 En la Edad Media, las leyes de la Iglesia garantizaban a los obreros noventa días de reposo en el año –cincuenta y dos domingos y treinta y ocho feriados– en los cuales estaba terminantemente prohibido trabajar. Cuando llegó la Revolución, apenas asumió el poder, abolió los días de fiesta y reemplazó la semana por la década, a fin de que el pueblo no tuviera más que un día de descanso cada diez. Libertó a los obreros del yugo de la Iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo. He aquí […] la causa primera de la irreligiosidad de la burguesía industrial y comerciante. Lafargue, ibíd., p. 148 El odio contra los días feriados empieza a notarse cuando la moderna burguesía industrial y comerciante toma cuerpo; es decir, entre los siglos XV y XVI. […] El protestantismo, es decir, la religión cristiana amoldada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, […] destronó a los santos del cielo para abolir sus fiestas en la tierra. La reforma religiosa y el libre pensamiento filosófico no fueron más que pretextos de los cuales se valió la burguesía jesuítica y rapaz para escamotear al pueblo los días festivos. Ibíd., pp. 148-9 El Padre Nuestro de los cristianos, redactado por mendigos y vagabundos para pobres diablos abrumados de deudas, pedía a Dios el perdón de éstas: dimite nobis debita nostra, dice el texto latino. Pero, cuando los propietarios y los usureros se convirtieron al cristianismo, los Padres de la Iglesia alteraron el texto primitivo y tradujeron descaradamente «debita» por pecados, ofensas. Tertuliano, doctor de la Iglesia y rico propietario, que sin duda era acreedor de muchas personas, escribió una disertación sobre la «Oración dominical», y sostuvo que era preciso entender la palabra «deudas» en el sentido de pecados, únicas deudas que los cristianos absuelven. La religión del capital, más avanzada que la religión católica, debía reclamar el pago íntegro de las deudas, siendo, como es, el crédito el alma de las transacciones capitalistas. Ibíd., pp. 252-3 Yo fui a misa casi todos los domingos desde que tomé la comunión hasta el año "87 más o menos, y recuerdo perfectamente que por aquel entonces pedíamos a Dios que perdonase "nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Grande fue mi sorpresa cuando volví, en la década del 90, a escuchar una ocasional misa en la que se solicitaba que se perdonasen "nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden". Y esta modificación continúa implementándose al día de la fecha.

La década del 90 vio explotar el capitalismo salvajemente globalizado. ¿Fue casualidad que justo ahí a la Iglesia se le ocurriera modificar el enunciado de su oración más representativa?

0. 0. 0 Miércoles 22 de febrero del 2006; 2:54 p.m.

Quede […] meridianamente clara la evidencia, para todo aquel que no tenga gafas de ciego en los ojos ni ruedas de molino en los oídos, de que la política no me interesó ni –por definición, por congruencia, por lógica de mi doctrina– podía interesarme nunca y de que, por consiguiente, jamás intervine en ella. Creo haberte dicho […] que la salvación es siempre individual, nunca gregaria, y no digamos la iluminación, que era, en definitiva, lo único que yo buscaba, proponía y me interesaba. Jesús de Nazaret, citado por Fernández Sánchez Dragó en Carta de Jesús al Papa, p. 139 … Esa interpretación de mis actos [la de suponer que Jesús fue un guerrillero zelote], esa manipulación de mi doctrina, esa tergiversación de mi mensaje, esa brutal deformación de mi identidad y personalidad, me espanta, hijo mío, me espanta… Ya me veo –¡maldición!– en pasquines, carteles, camisetas y banderolas tremolantes blandidas por los cachorros, hijos de papá, becarios y gamberretes reaccionarios de las jaurías del movimiento contra la globalización en las augustas narices de los señores del capital, del Banco Mundial, de las Naciones Unidas al servicio de la Casa Blanca y del Pentágono, de la Unión Europea y de otros puertos o rascacielos de arrebatacapas. Lobos, Wojtila, todos ellos, aunque con distintos collares, colmillos, espumarajos, armas y grilletes […]. E inclúyase, Papa de Roma, en la lista a los llamados «teólogos de la liberación», que no ofician, como ellos creen, en los altares de la caridad y la esperanza, sino en los de la ciega fe puesta al servicio de los asuntos del César. Tanto da que éste lo sea –para la galería y el juego de las urnas– de derechas, de centro o de izquierdas. Al alma no le importan tales naderías, que son sólo ilusión, engaño, maya, aire en el aire, viento en el viento, nubecillas que llegan, pasan y se van. Ibíd., p. 138 ¿Debo aclarar, Wojtila, aunque la afirmación lo sea de Perogrullo, que capitalismo y socialismo son […] anverso y reverso consanguíneos e inseparables de la falsa moneda (nunca mejor dicho lo de moneda) acuñada por la adoración del Becerro de Oro? Ibíd., p. 140 Siempre fui feo, incluso deforme, porque deforme y feo nací. […] Es posible que te sorprenda lo que a cuento de mi fealdad y tosco pergeño acabo de escribir, pero también cabe la posibilidad de que la noticia no te pille de nuevas. Se te supone, al fin y al cabo, un mínimo de formación patrística: la necesaria, espero, para que conozcas de oídas o de leídas lo que Justino, Tertuliano, Comodiano y san Irineo dijeron de mi palmito. Deforme, escribió el primero; casi inhumano, opinó el segundo; de figura abyecta, añadió el tercero, e informus, inglorius, indecorus, me llamó el último. Quizá fue por eso, hijo mío, por lo que Pablo, también contrahecho, se fijó en mí, simpatizo conmigo y me eligió como percha de una doctrina que yo jamás impartí ni compartí. Ibíd., pp. 134-5-6 Yo no vine a fundar iglesias, sino, en todo caso, a desmantelarlas, a desarraigarlas, a superarlas, a suprimirlas. Día llegará, y está cercano, en el que los niños y los adultos, los jóvenes y los viejos, los varones y las mujeres, interpelarán directamente al Espíritu y con Él conversarán desde su propio pecho, de tú a tú, en sordina, sin muletas, sin reclinatorios, sin catecismos ni liturgias, sin sacerdotes, sin intermediarios. Ya lo hacen muchos. Pronto serán legión. El negocio se tambalea. Yo que tú descolgaría el teléfono rojo del Vaticano, convocaría a los brookers con capelo de la sociedad no precisamente anónima (aunque sí limitada, muy limitada) que presides y les avisaría del inminente hundimiento de los santos valores bursátiles de la empresa. No utilices mi nombre, Wojtila, no lo desvirtúes, no lo yuxtapongas a algo –la Iglesia– en lo que jamás pensé. Lunes 27 de febrero del 2006; 7:27 p.m.

El triunfo del evangelio es su dulzura, su mística, su poesía y su ensueño, en los que se excedía indudablemente Jesús. Su quietud, su serenidad y su buen sentido popular le granjearon la admiración y el entusiasmo de quienes le conocieron. Esta prédica verbal […] contiene un don de simpatía que, alcanzada con el discurso, apenas se refleja en lo que quedó escrito. Jamás la violencia pasional y exacerbada de San Pablo […] hubiera conquistado el honor de ser el fundador de una mística: de sus páginas salta el pedantismo y otros enbelecos teológicos que Jesús ni vislumbraba, ni necesitaba. Su propia personalidad, junto a su timidez, bastábale para conquistar adeptos sin transmitir doctrina. De los evangelios surge evidente que está ardiendo la condena contra la tiranía del sacerdocio y del Estado. Carlos Ayarragaray, La justicia en la Biblia y en el Talmud, p. 40 Para los miembros de su familia, Jesús era un loco, y cautelosamente intentan hacerlo detener como demente soñador. […] Los propios parientes de Jesús, poco se acercan a él en su vida pública […]. No creemos que María, su madre, estuviera en el calvario, no obstante los esfuerzos de sus apologistas y de la mariología, y pese a la expresión de uno de los evangelistas. Fue después del martirio de Jesús cuando sus familiares se reunieron, despiertos sus sentimientos de piedad y de admiración, así como por el efecto que produce en los vivos, el recuerdo de los muertos. María, a su vez, muere en el anonimato: su culto nacerá después.

Ibíd., pp. 41-2 Controversia muy seria es la divinidad de María. Esa idea no se conocía en los VII primeros siglos y el concepto de inmaculada, como tal fue proclamado en el siglo XIV por una asamblea cismática y confirmado en el siglo XIX. Ibíd., p. 42 Quien olvide las prescripciones evangélicas de perdón y de renuncio a sus reclamos, limitados a un reclamo de conciliación, quedará fuera del evangelio y será objeto de apartamiento como falso creyente. En una sociedad en que no hay lugar a reclamaciones y no hay temor a litigios, es innecesaria la organización de tribunales. Ibíd., p. 45 En ningún momento, proclamó Jesús su origen divino; este fue el fruto de una creación espontánea de gente que lo seguía. En ningún instante invocó ser la encarnación de Dios, comenzando esta tradición a partir de la aparición del IV evangelio. Al principio se le llamó el Rabí y lentamente fue aceptando que tuviera con Dios relaciones superiores. Sábado 8 de abril del 2006; 6:36 p.m.

Dijo Lao Tsé: "Cuando todos en el mundo entienden la belleza como bella, están creando la fealdad; cuando todos entienden la bondad como buena, están creando el mal". A este inefable oriental le habría gustado que no existiesen la fealdad y la maldad, y ¿a quién no? Pero si el precio a pagar es la eliminación de la belleza y la bondad, paso.

0. 0. 0 Domingo 9 de abril del 2006; 12:02 a.m.

Dijo Émile Boutroux: "Si me obligan a ser claro, renuncio a filosofar"22. La filosofía, y sobre todo quienes pretenden estudiarla, habrían estado más que agradecidos23.

0. 0. 0 Sábado 15 de abril del 2006; 10:31 a.m.

Yo no puedo creer que un hombre de genio, o al menos de talento, no consiga explicarse, incluso cuando trata de temas esencialmente abstrusos. Y si no pregúntele a Einstein, quien así diserta respecto de su teoría del campo unificado:

Por naturaleza soy enemigo de las dualidades. Dos fenómenos o dos conceptos que parecen opuestos o diversos me ofenden. Mi mente tiene un objetivo supremo: suprimir las diferencias. Obrando así permanezco fiel al espíritu de la ciencia que, desde el tiempo de los griegos, ha aspirado siempre a la unidad. En la vida y en el arte, si se fija usted bien, ocurre lo mismo. El amor tiende a hacer de dos personas un solo ser. La poesía, con el uso perpetuo de la metáfora, que asimila objetos diversos, presupone la identidad de todas las cosas.

En las ciencias este proceso de unificación ha realizado un paso gigantesco. La astronomía, desde el tiempo de Galileo y de Newton, se ha convertido en una parte de la física. Riemann, el verdadero creador de la geometría no-euclídea, ha reducido la geometría clásica a la física; las investigaciones de […] Max Born han hecho de la química un capítulo de la física, y como Loeb ha reducido la biología a hechos químicos, es fácil deducir que incluso la biología, no es, en el fondo, más que un párrafo de la física. Pero en la física existían, hasta hace poco tiempo, datos que parecían irreductibles, manifestaciones distintas de una entidad o de grupos de fenómenos. Como, por ejemplo, el tiempo y el espacio; la masa inerte y la masa pesada, esto es, sujeta a la gravitación; y los fenómenos eléctricos y los magnéticos, a su vez diversos de los de la luz. En estos últimos años, estas manifestaciones se han desvanecido y estas distinciones han sido suprimidas. No solamente […] he demostrado que el espacio absoluto y el tiempo universal carecen de sentido, sino que he deducido que el espacio y el tiempo son aspectos indisolubles de una sola realidad. Desde hace mucho tiempo Faraday había establecido la identidad de los fenómenos eléctricos y de los magnéticos y más tarde los experimentos de Maxwell y de Lorenz han asimilado la luz al electromagnetismo. Permanecían, pues, opuestos en la física moderna, sólo dos campos: el campo de la gravitación y el campo electromagnético. Pero he conseguido, finalmente, demostrar que también éstos constituyen dos aspectos de una realidad única. Es mi último descubrimiento: «La teoría del campo unitario». Ahora, espacio, tiempo, materia, energía, luz, electricidad, inercia, gravitación, no son más que nombres diversos de una misma y homogénea actividad. Todas las ciencias se reducen a la física y la física se puede ahora reducir a una sola fórmula. Esta fórmula, traducida al lenguaje vulgar, diría poco más o menos así:

«Algo se mueve». Estas tres palabras son la síntesis última del pensamiento humano (citado por Giovanni Papini en Gog, pp. 71-2).

0. 0. 0 Capítulo 2

Platón, Jesús y otros más

Cristo debió de ser un hombre violento. Jorge Luis Borges, citado por Adolfo Bioy Casares en Borges, p. 336 Sábado 02/09/2006; 2,18 p.m.

Estuve releyendo en parte la Filosofía de las leyes naturales de Desiderio Papp. En este libro se niega que la inducción y el trabajo experimental del científico sean el paso inicial del descubrimiento de toda ley natural; se afirma que el método hipotético-deductivo es el verdadero responsable. A mí me parece que la hipótesis precede siempre al experimento propiamente dicho, pero ¿de dónde surge la hipótesis? Surge de observaciones, de miramientos hacia el mundo exterior al sujeto que mira, y de experimentos mentales, o inducciones mentales si se quiere, realizados a partir del material observado. La palabra intuición, de la que Papp es tan amigo, no creo que tenga cabida en este proceso, a menos que se hable de una intuición de tipo kantiana o similar; si hablamos de la intuición intelectual o metafísica, aquí no aparece, ya que son nuestros sentidos, externos o internos, los que nos proporcionan los primeros datos.

La intuición metafísica nada tiene que hacer en el terreno de la ciencia. Opera, como su nombre lo indica, revelándonos verdades metafísicas (o quizá, como creía Bergson, más bien evidenciándonos los errores o los malos caminos al estilo del demonio socrático), y opera también en la ética por estar ésta incluida, a diferencia de la moral, en el ámbito metafísico. Pero en la ciencia no; aquí gobiernan la observación y la inducción. La única ciencia intuitiva o semintuitiva es la matemática, y esto es porque la matemática es el nexo, es el puente, que une al mundo físico con el mundo metafísico.

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Lunes 04/09/2006; 3,59 p.m.

Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a usted y a los pocos que sentimos con usted. Ya oiría usted al doctor Simarro […] felicitarse de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia Católica que nos asfixia? Esta iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano. […] A las señoras puede parecerles de buen tono no disgustar al Santo Padre y esto se puede llamar vaticanismo; y la religión del pueblo es un estado de superstición milagrera que no conocerán nunca esos pedantones incapaces de estudiar nada vivo. Es evidente que el Evangelio no vive hoy en el alma española, al menos no se le ve en ninguna parte. Extracto de una carta de Antonio Machado a don Miguel de Unamuno (1907), citada por Manuel García Blanco en En torno a Unamuno, p. 231 10, 58 p.m.

… Y tres horas después de citar estas palabras de Machado, empiezo a ver nuevamente Las sandalias del pescador (1968). La última vez que vi esta película fue hace cinco años, y le digo a quien quiera creerme que yo no sabía que la transmitirían mientras copiaba la precedente cita.

Tal vez el Evangelio ya no viva en el alma española, pero aún respira en el alma de Kiril Lakota, aquel papa ficticio que algún día se hará real.

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Domingo 10/09/2006; 2,20 p.m.

El médico –ya lo dije– me recomendó reposo. Es por eso que trato de salir lo menos posible de mis aposentos, y en ese tren, he dejado de lado mis visitas a las bibliotecas. Y como la mía personal es harto reducida y de dudosa calidad, me veo en la necesidad de releer ciertos libros que han satisfecho mi curiosidad en algún sentido y que por suerte descansan en mi viejo y querido escritorio. Ya mencioné la Filosofía de las leyes naturales de Desiderio Papp; ahora estoy embarcado en la relectura de La República de Platón. En ella encontré un pasaje donde se grafica espléndidamente la diferencia entre los buscadores de normativas morales y los que indagan acerca de los inmutables principios de la ética. En realidad Platón no emplea esta parábola a este respecto exactamente, pero yo sí, y eso es lo que importa en este momento:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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